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PARTE I

Capítulo 1

En otro tiempo y lugar


Viaje interdimensional, Jaytaram. Óleo 70 x 80.

Viajo por el espacio a altísima velocidad.

Nebulosas, asteroides, planetas y soles de múltiples formas y colores se suceden sin parar. Dentro de mi nave, la sensación de asombro y agradecimiento es inmensa; es una jornada en que me inundan una plenitud y una felicidad tan vastas como el Universo que atravieso. Más que un viaje en una astronave, es como danzar por el espacio. No me falta nada; mi presencia está completa. Ni rastro de interferencias de pensamientos y emociones ajenas; es la soledad absoluta sin sentirse solo, apreciando la magna obra de la creación que se despliega en todo su esplendor al recorrer el cosmos. Me siento inmensamente feliz por todo lo vivido y experimentado, feliz de retornar a casa. He cumplido mi misión y regreso al hogar con alegría y plenitud.

Y mientras regreso hacia mi origen, hago un repaso de esta magnífica experiencia vivida en la Tierra, recordando mi partida de hace muchísimo tiempo, hace milenios, en un lejano lugar de otra galaxia.

Cierro los ojos y revivo la acogedora atmósfera de tono suave y tenue luz que invita a la contemplación en mi cálido planeta de diecisiete lunas. Este se ubica en una nebulosa magenta, en el otro extremo de la galaxia. En él la vida es tranquila, armoniosa; hay respeto entre sus habitantes y las cosas transcurren en concordancia al pulso y ritmo de la vida. La evolución es un proceso natural. El despertar es algo que sucede como parte del avance normal donde se abre la visión de todo, tal como es y ha sido desde el origen. Hay perfección, amor y compasión mística, lo cual incita a los adultos a querer apoyar a otras civilizaciones desaventajadas respecto a estos grados de evolución.

Yo no era un adulto. Sentía que a esta perfecta paz y armonía le faltaba intensidad y emoción. Esto me motivó a querer descubrir otros lugares, vivir aventuras, correr riesgos, exponer mi vida si fuera necesario, para animarme a tomar esta gran decisión, la cual implicaría mucho más de lo que nunca imaginé.

Con el equivalente en la Tierra, tendría unos ocho años de edad, carecía aún de la madurez suficiente y tomé de forma impulsiva la decisión de salir de casa a buscar aventuras y conocimiento. Aun así, siempre me acompañaba una certeza interna que me hacía sentir más adulto y más seguro que un niño normal de mi edad.

Sentía un llamado a explorar y abandonar el confort de mi hogar; quería conocer aquellos otros lugares del Universo en donde los seres sufrían mucho antes de conocer algo tan perfecto como lo era mi planeta. Sumado a esto, estaba mi todavía inmadura compasión, la cual me empujaba a querer ayudar. Todo esto me llevó a tomar la gran decisión de aventurarme.

Miré al Sol, miré las bellas lunas, miré a mis padres, miré mi hogar por última vez y pedí al gran Sol Central, el padre del Universo, su protección y guía; pedí su bendición para esta aventura y sentí que me decía: «Estás autorizado». Tuve la certeza de que no estaría solo en mi viaje y partí.

Subí a mi nave con mi pequeña mochila de excursiones, mis músicas preferidas, cristales y mis telas de protección, y tomé rumbo hacia el otro extremo de la galaxia, donde se rumoreaba que había una bella civilización en apogeo.

Ya en el interior de mi pequeña nave, tecnológica, hermosa y confortable, gran compañera y amiga de muchas experiencias, me sentía muy seguro para lanzarme a la aventura. No solo era un vehículo sino una prolongación de mí mismo, una expansión de mi ser que me podía llevar a donde quisiera. Con ella pude conocer increíbles lugares de este y otros mundos, incluso otras dimensiones, investigando diferentes seres, culturas y civilizaciones: algunas bellas, mágicas y de altísima vibración; otras densas, oscuras y tristes… Viajaba siempre motivado por conocer y descubrir, buscando comprender los misterios de la vida, la creación, la evolución y las existencias…

Mi actitud frente a la evolución y la iluminación era un tanto científica; sobre todo, me encantaba y me apasionaba indagar y comprender cómo hacen las hermandades y fraternidades de luz para apoyar a otros en el proceso de tomar conciencia y que decidan iniciar su viaje al despertar, crecer y evolucionar.

Fue un largo recorrido con varias detenciones temporales en distintos lugares, hasta que llegué al increíble planeta Tierra, que en ese entonces estaba habitado por una civilización magnífica: la atlante, con seres hermosos y refinados, cultos y de gran evolución, con ciudades que solo la imaginación puede mostrarnos hoy. Conocían grandes secretos hoy olvidados, poseían naves espaciales, contacto interdimensional y disfrutaban de una larga vida... definitivamente una mágica y magnífica cultura. La sensación que me transmitían era de glamour y majestuosidad, pero también algo de frialdad e indiferencia. Impactaban y deslumbraban, pero había que estar siempre atento y no bajar la guardia, pues faltaba amor en muchos de ellos.

Yo era pequeño y sutil, más etéreo que físico; eso facilitó que en esa incursión en la tierra pudiera quedarme en una de las mágicas y bellas ciudades de cristal situadas en el interior de la corteza terrestre, llamadas «intraterrenas». Estas existían en paralelo a las ciudades de la superficie, con un avance evolutivo y ritmo de vida distinto, no se cruzaban unas con otras y para muchos de la superficie era como si no existieran (similar a lo que sucede en la actualidad).

Aquí compartí mucho con el mundo elemental, aprendí sobre secretos de la creación, cuidados de la tierra y el arte de la construcción secreta: esta es la forma correcta de crear y materializar, ya sean construcciones o el objeto que sea, respetando el orden y ritmo del Universo; integrando, agregando y combinando lo que ya es a lo que se crea, transmutando lo existente (sin desequilibrar o destruir para conseguirlo, opuesto a lo que se hace actualmente).

La realidad de los elementales, para quien no ha oído hablar de ellos, es el mundo invisible de los elfos, duendes, gnomos, silfos, hadas y muchos otros que coexisten en dimensiones paralelas a la nuestra y son seres vinculados a elementos básicos de la naturaleza: tierra, agua, aire, fuego, minerales, vegetales; se sustentan y cuidan de ellos. Cuando un ser humano incursiona en uno de estos elementos y se relaciona de verdad con él, si lo cuida, lo respeta y lo valora conscientemente, alguno de estos seres podría percibirlo y manifestársele, incluso podría generar un vínculo de hermandad con él y acompañarlo en esa vida, apoyándolo en su proceso de progreso y evolución. Por lo mismo, cuando se daña a los elementos o a la naturaleza, se daña también a estos seres y en consecuencia nos distanciamos y enemistamos aún más con ellos.

Con mi sutileza etérea y mi habilidad natural para pasar desapercibido, era fácil insertarme en cualquier cultura, ser uno más de ellos y aprender, asimilando sus hábitos de vida y sus grandes conocimientos. Así lo hice en el mundo elemental, explorando en especial esa magnífica ciudad intraterrena. Se percibía un aura mística en ella; las formas y los colores eran hermosos y muy diferentes a los tonos que se aprecian en el exterior. La energía y armonía de la comunidad era similar a la de mi planeta, así que me era muy grato permanecer en aquel lugar que tenía cierto aire familiar. Aun así, mi instinto aventurero siempre terminaba ganando y me llevaba a salir a la superficie a recorrer las ciudades atlantes. ¡Mi objetivo era investigar y descubrir! Para eso había dejado mi planeta natal.

Hacía solo unos siglos que había sucumbido la civilización de Lemuria1 cuando llegué al planeta. Muchos de los sobrevivientes me contaron terribles historias de guerras hechas con grandes poderes, magos, brujos y guerreros; daría para escribir muchas novelas épicas sobre lo que allí sucedió.

Pero en ese momento esos tiempos quedaban lejos; disfrutaba de su apogeo la majestuosa, glamorosa, culta, mágica y evolucionada Atlántida.

Las construcciones eran algo diferentes a lo que había visto en mis viajes, sus habitantes vivían una larga vida y eran gobernados bajo un ancestral reinado milenario. Había de distintos estilos. Algunos, un tanto fríos e intelectuales; otros, amorosos y compasivos, pero todas irradiaban magnetismo y una belleza misteriosa y distinta. Su sola presencia despertaba una gran curiosidad en cualquier extranjero.

Nadie podía imaginar jamás que algún día podría ser abatida esa magnífica sociedad atlante. Todo parecía perfecto y en orden, cada cosa en su lugar; tecnología y arte en concordancia. Pero en la realidad dual hasta en lo más perfecto hay algo contrastante. Así fue como la ciencia sin conciencia desarrolló experimentos que nunca debieron llevarse a cabo; algo similar a lo que sucede en estos tiempos en la humanidad (errores de los que parecemos no aprender y esperemos que no se repitan).

El nivel de conciencia de nuestra sociedad actual no representa ni un diez por ciento del grado evolutivo de la Atlántida; por lo tanto, es muy fácil que volvamos a caer. Sin embargo, un alto grado evolutivo tampoco garantiza nada, pues el comportamiento de las personas de entonces se sigue repitiendo y se manifiesta, mostrando la verdadera intención de cada ser. Intenciones, acciones y resultados que lo llevan a avanzar o retroceder evolutivamente, afectando su vida, su entorno y el proceso que necesita vivir el planeta, que también es un ser.

Por eso, es crucial recuperar el conocimiento que se perdió y que se despliega como la creación a través de los números. Esta sabiduría ancestral puede y debe apoyar el proceso de despertar la conciencia del ser humano, para que abra su corazón, active su buscador interno, le ayude a autoobservarse y que logre ser autorresponsable (dejar de culpar a otros o a al entorno).

Compartiendo las enseñanzas de la Numerología, podemos favorecer en parte el minimizar el riesgo de volver a cometer un error tan grave como el de la caída de la Atlántida, colapsarnos... o, incluso, autodestruirnos. Evitarlo implica que cada uno se despierte a una conciencia más elevada e integrada al todo.

1. Algunos mundos que se asemejan en parte a este, serían los descritos en Calabozos y Dragones, El Hobbit, o El Señor de los Anillos.

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