Читать книгу Desmantelando la máquina - Jazmín Adler - Страница 5

Hace unos meses, mientras hacía la fila para pagar mis compras en el supermercado, fui de pronto asaltada por una imagen-pensamiento que se dibujó en el aire: todas las personas ahí presentes éramos engranajes de una máquina. Una detrás de la otra, prolijamente situadas, esperábamos a ser atendidas por una empleada muy eficiente cuyas manos volaban sobre el teclado de la caja registradora y la banda transportadora –otros aparatos insertos en esta trama de maquinarias. La potencia mecánica de la empleada era transmitida al próximo cliente en el momento en que, a una velocidad inusitada, ella colocaba el separador de productos (aquel elemento usualmente utilizado para evitar mezclar las respectivas compras) detrás de otros separadores ubicados al costado de la banda transportadora. Ese movimiento enérgico producía el desplazamiento de todos los separadores hasta el punto justo en que se encontraba el siguiente comprador, quien entonces tomaba uno de ellos para proceder a delimitar una frontera entre su mercadería y la del otro cliente. Este proceso se repetía una y otra vez. Aguardando mi turno detrás de las cuatro o cinco personas que me precedían, nos imaginé a todos como parte de un mecanismo voraz integrado por las enormes ruedas dentadas en las que queda atrapado el personaje de Charlot en Tiempos modernos. Pero a diferencia de la película de Chaplin, nosotros aquí no éramos tragados por la máquina, sino que deveníamos en sus propios engranajes.

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Aunque la contemporaneidad parece haber llegado hace más de medio siglo, es evidente que las fibras del entramado técnico moderno todavía insisten en tejer nuestros imaginarios de máquina y sus múltiples taxonomías: engranajes, ruedas, palancas, poleas, relojes, molinos, hélices, bombas, turbinas, motores, cámaras, diodos, transistores, robots y computadoras; máquinas taladradoras, compresoras, elevadoras, exprimidoras; maquinarias agrícolas, textiles y de construcción. El modelo de máquina gestada en tiempos de la Revolución Industrial, con la máquina de vapor a la cabeza, continúa siendo dominante a la hora de concebir los usos y las funciones de los aparatos [1]. En definitiva, se espera de ellos que operen de manera eficiente y eficaz mediante una serie de procesos de mecanización y automatización posibilitados por comportamientos mecánicos, químicos o electrónicos con un solo fin clave: satisfacer las tareas para las cuales aquellas máquinas han sido creadas. Si sus mecanismos dejan de funcionar, los dispositivos son desechados y reemplazados. En la epifanía que experimenté en la caja del supermercado, los desconocidos y yo nos convertimos en engranajes de una maquinaria, girando a un ritmo preciso y repetido con el único objetivo de cumplir la función de acotar los tiempos de espera y, por ende, reducir la extensión de la fila. Esa ilusión del “todo anda solo”, donde el grado de perfección del mecanismo es directamente proporcional al automatismo de una máquina-caja negra que se cierra sobre sí, constituye el núcleo duro de la expansión del capitalismo industrial. En tanto permite acrecentar la producción en menor cantidad de tiempo, la máquina fue instituida como la mejor aliada del poder político y económico, mientras que la novedad tecnológica poco a poco ha sido equiparada a la idea de progreso en un doble sentido, tanto monetario como cultural. Allí radica la satisfacción esotérica en lo cotidiano mismo, en palabras de Baudrillard [2]. Es que en el milagro de la perfección del automatismo con el menor esfuerzo habita una “ausencia prodigiosa” [3] que nos proporciona un placer similar a la posibilidad de ver sin ser visto.

Ante esta seductora noción de máquina productiva, redituable, autónoma, autómata y disciplinada, capaz de repetir las mismas acciones en pos de efectuar las tareas que se pretenden de ella, cabe preguntarse: ¿cómo desarmar aquellos idearios hegemónicos instaurados y revelarse frente a los imperativos de la máquina moderna que persisten aún en nuestros días? ¿De qué modos desvencijar la relación inquebrantable que históricamente mancomunó modernización tecnológica, novedad y progreso? Desde los años sesenta hasta la actualidad, artistas alrededor del mundo han cuestionado la concepción moderna de progreso y buscaron desinstrumentalizar el fenómeno técnico mediante la creación de máquinas disfuncionales, sensibles o insumisas, diseñadas para fracasar, destruirse o incluso rebelarse contra la voluntad de sus amos (uno de los escenarios apocalípticos predilectos de la ciencia ficción, aquel temor que Isaac Asimov identificó como “Complejo de Frankenstein”). Entre ellas, vale recordar la máquina suicida de Jean Tinguely, diseñada en 1960 como un enorme aparato efímero cuyos múltiples componentes se autodestruyeron por completo después de funcionar durante veintisiete minutos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La performance autómata, conocida como Homenaje a Nueva York, terminó con la llegada de los bomberos para apagar el incendio provocado por la máquina y el público llevándose consigo vestigios de la obra como souvenirs del cataclismo. Cruzando tiempos y contextos, en una línea similar encontramos las máquinas destructivas de Gustav Metzger, las máquinas inútiles de Edgardo Antonio Vigo, las máquinas humanizadas de Francis Picabia, la máquina que puede cansarse de Edward Kienholz, las máquinas maleducadas de Adriana Salazar, las máquinas sensibles al entorno de Edward Ihnatowicz, Leslie García y Paula Gaetano, entre tantas otras. En todos estos casos el artefacto tecnológico no es víctima del error porque él mismo provoca intencionalmente la falla o el desconcierto, situaciones que tal vez podrían ser concebidas como otra clase de obsolescencia programada.

Ahora bien, ¿cuáles son las tácticas de transgresión que pueden ser implementadas en Latinoamérica desde la práctica artística para contravenir los presupuestos heredados de la Modernidad tecnocrática y eurocéntrica? Los diferentes ensayos reunidos en el presente libro sondean estos temas desde los campos de la historia y la teoría de las artes. Sus autores proponen nuevos paradigmas, conceptualizaciones y regímenes de experimentación orientados a desarticular las concepciones de máquina y tecnología canónicas y, en consecuencia, a refundar sus territorios, límites y alcances desde nuestras coordenadas geográficas y temporales. En particular, los escritos sitúan sus análisis en las convergencias del arte y las tecnologías. Es a través de esta óptica que identifican estrategias disidentes no solo destinadas a subvertir la racionalidad instrumental moderna y las lógicas mercantiles que determinan la circulación de los nuevos medios, sino también a inaugurar otros significantes de máquina que inclusive den cabida a la indocilidad, desautomatización y falibilidad (intencionadas) de dispositivos y prácticas.

La actitud crítica hacia algunos de los presupuestos implicados en la concepción hegemónica de tecnología y su distribución masiva en el mercado es abordada por Valentina Montero y Pedro Donoso en su escrito “Disenso y utopía: repensando vínculos entre arte y tecnología en América Latina”. Si bien los autores advierten las complejidades inherentes a la categoría “latinoamericano" –considerándola una palabra totalizante que siempre corre el riesgo de anular las diferencias sociales, culturales y económicas entre los países que integran la región–, no obstante identifican ciertas condiciones comunes en los territorios periféricos con respecto a los centros dominantes del desarrollo industrial. El carácter fragmentario, híbrido y volátil de las coyunturas latinoamericanas insistentemente nos ha impulsado a barajar modelos alternativos a los engendrados por el racionalismo moderno del capitalismo europeo. Montero y Donoso examinan determinadas tácticas de resistencia implementadas en la región desde la convergencia entre el arte, la ciencia y la tecnología para dar cuenta de modos “bastardos” de funcionamiento en relación con los contextos hegemónicos: proyectos que (d)enuncian o señalan; proyectos que deconstruyen y desarman; y proyectos que proponen e inventan alternativas. En el primer caso se trata de un conjunto de obras que busca visibilizar situaciones, tradiciones o sucesos que han sido alterados u omitidos por las historias oficiales, o bien destituidos de los circuitos artísticos consagrados. El segundo grupo de prácticas apunta a desmontar los artefactos tecnológicos, a través de operaciones de desguace asociadas al circuit bending, el hackerismo, el DIY (Do it Yourself) y el DIWO (Do it With Others), las cuales pueden ser leídas como estrategias simultáneamente estéticas, técnicas y político-críticas. En tercer lugar, una serie de obras proponen nuevas alternativas mediante la puesta en marcha de procesos de investigación interdisciplinarios y colaborativos concernidos por transformar el medioambiente, detentar nuevas formas de subjetividad y proyectar otros futuros posibles. Más allá de la diversidad de estéticas, soportes y formatos, los proyectos y experiencias reunidos en las tres categorizaciones despliegan una dimensión política convocada por circunstancias que atañen a la teoría y la praxis contemporáneas, como la crisis ecológica, las dificultades del sistema neoliberal, las desigualdades socioeconómicas y el atraso tecnológico en Latinoamérica.

La segunda de las categorías enunciadas por Montero y Donoso, aquella relativa a los proyectos que deconstruyen y desarman, supone la posibilidad de desobedecer las funciones prestablecidas por las máquinas, poner en jaque a los mandatos del “correcto comportamiento” de los artefactos y dar así cabida a nuevos usos poéticos/políticos inesperados. La apertura de la caja negra desde la confluencia del arte y la tecnología –la posibilidad de comprender el secreto de las máquinas, como nos dicen Montero y Donoso– es, precisamente, el tema del texto de Mariela Yeregui “Modelo para desarmar (o de cómo no sucumbir al embrujo de la máquina)”. En este ensayo, la autora realiza un recorrido a través de las concepciones de máquina formuladas en distintas épocas y geografías. Máquinas mitológicas, estatuas animadas, máquinas autómatas y pseudo-autómatas, juguetes filosóficos, dispositivos mecánicos con forma humana y seres vivos concebidos como máquinas son algunas de las configuraciones abordadas a través de una serie de escenas cuyo ordenamiento no responde a un criterio cronológico, sino que traza ciertos hitos en la historia de los imaginarios relativos a la máquina. ¿Cómo socavar los axiomas sobre los cuales han sido erigidos los paradigmas de máquina a lo largo de los siglos? ¿De qué maneras desenmascarar las quimeras modernas que tendieron a “cajanegrizar" el pensamiento? Es ciertamente en los procedimientos de desguace implementados por proyectos de arte electrónico donde Yeregui detecta operaciones poéticas, epistémicas y técnicas dirigidas a desmantelar los modelos tecnológicos dominantes. Tal es el caso de Fonoraggy, obra de Federico Gloriani integrada por un aparato que imprime en un soporte físico la información a color de cada uno de los píxeles de la versión digitalizada de una pintura de Fortunato Lacámera a partir de un sonido codificado que recibe por línea telefónica (en un gesto que asimismo recuerda las instrucciones por teléfono proporcionadas por Moholy-Nagy a una fábrica de esmaltes para la realización de una serie de piezas paradójicamente únicas e industriales). Así como el proyecto de Gloriani transgrede la anhelada eficiencia y velocidad de la máquina, otras obras relevadas por la autora ironizan los sentidos y comportamientos maquínicos, como Eisenia: máquina de impresión orgánica, instalación robótica de Gabriela Munguía y Guadalupe Chávez. Alimentada por los hidronutrientes producidos por lombrices californianas ubicadas en el compartimiento superior del artefacto, la máquina está programada para gotear aquella materia sobre un sustrato semi-hidropónico, de manera que la germinación resulta en formas específicas prestablecidas por los mecanismos automáticos. Eisenia revela que las plantas pueden crecer con una forma predeterminada solo si hay intervención humana, y así desautomatiza la mirada presumida por la automatización de la máquina. Dicho de otro modo, estos proyectos artísticos descajanegrizan el artificio maquínico –“desembrujan los embrujos”–, al mostrar los engranajes ocultos en las obras-máquinas.

Desmantelar los dispositivos y volver menos opaco el interior de las máquinas-cajas supone asimismo desafiar la utopía tecnológica racionalista sustentada en la fe hacia el progreso de la humanidad a través de las maravillas de la técnica. En su ensayo “Gambiarra antropofágica”, Juliana Gontijo señala diferentes formas de distopías tecnológicas que cuestionan aquel paradigma ya anunciado en el siglo XVII. Prácticas activistas, piratería de hardware, usos de software libre, experiencias DIY y gambiarras estético-tecnológicas (concepto que alude a la resolución de problemas cotidianos con los recursos que se encuentran a la mano) recuperan tecnologías obsoletas y dispositivos sencillos de costos poco elevados para desviar sus usos originarios. Las distopías tecnológicas se sublevan ante la “dictadura de lo nuevo”. Responden a la glorificación del progreso tecnológico en Latinoamérica construyendo artefactos inútiles, caducos y precarios que reaccionan hacia los intentos de implantación acrítica de un proyecto modernizador europeizante. Así lo demuestra la obra de diversos artistas de la región, como Leonello Zambón, Sebastián Rey, Milton Marques, Mariana Manhães, Jorge Crowe, Vanessa de Michelis y los Colectivos Oligatega y Gambiologia. Según Gontijo, sus proyectos echan por tierra la funcionalidad de los dispositivos, hackean la eficacia de los paradigmas de la ciencia y la tecnología, y ubican en el centro de la escena a la obsolescencia, indeterminación e imprevisibilidad de la máquina. Estas operaciones involucran, a su vez, procesos de “canibalización” de la técnica que dejan resonar la metáfora de deglución de la vanguardia brasileña de principios del siglo XX, conocida como movimiento antropofágico. Tecnologías, códigos y símbolos exógenos y vernáculos, desguazados y reelaborados, canibalizan la técnica en legítimos actos de resistencia.

En efecto, como plantea Pablo Farneda en su escrito “Cuerpos y tecnología: el arte activa”, toda materia ejerce resistencia: la materia resiste a nuestro control, así como los cuerpos resisten a la sumisión. El autor se detiene en el análisis de un conjunto de prácticas artísticas que configuran “tecnopoéticas de la corporalidad”, al comprometer a las tecnologías y los usos del cuerpo de dos maneras diferentes: los modos en que el arte utiliza el cuerpo y las formas en que el cuerpo emplea las tecnologías. Se trata de obras de performers contemporáneas latinoamericanas que destierran a los cuerpos de la “pasividad de la expectación y de la manipulación” que desde hace siglos les ha sido atribuida en Occidente. También aquí los proyectos examinados optan por abrir la caja negra, en este caso desmontando la matriz socio-técnica imperante que ha tendido a considerar a los cuerpos como una materia inerte, capaz de ser modelada, apropiada y subyugada. Al igual que de toda tecnología, se espera de la corporalidad que sea útil, operativa, eficaz y productiva. Pero en la performance, recuerda Farneda, el arte se desobjetualiza sin desmaterializarse. El cuerpo no es objeto, sino que deviene en pura materia viva. Trabajos como los de Marcela Armas, Claudia Robles-Ángel, Sarah Marques Duarte y Effy Beth evidencian distintas modalidades en que las tecnopoéticas de la corporalidad activan potencias de los cuerpos que resisten a su docilización. Estos territorios de convergencia entre prácticas artísticas, tecnologías y feminismos abren zonas de resistencia y desvío ante la homogenización de cuerpos inactivos y eficientes que la matriz técnica moderna busca imponer.

La sutileza de un pequeño desvío por parte de cualquiera de nuestros cuerpos, convertidos pasivamente en engranajes de una máquina mientras esperábamos a ser atendidos en el supermercado, pudo haber introducido una grieta en el correcto funcionamiento automatizado, práctico y eficiente de la cadena de montaje. Si para volver automático un objeto hay que estereotipar su función y cerrar las posibilidades en un comportamiento predeterminado, cuán necesaria se torna la resistencia hacia la irresponsabilidad espectadora que amenaza con llevarnos puestos [4]. Refundar los territorios de la máquina es una invitación a desmantelar, desembrujar, indocilizar y canibalizar un entramado técnico donde no haya manera de reducir el cuerpo al estatuto de mero engranaje.

Desmantelando la máquina

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