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ОглавлениеAl llegar en el mes de julio de 1991 al pueblo de Mitú, en el suroriente colombiano, oí a varias personas hablar sobre un grupo indígena de cazadores-recolectores que habían permanecido en el pueblo hasta el mes anterior, cuando fueron trasladados en avión a su territorio, en el vecino departamento de Guaviare.1 El grupo habría salido de su hábitat selvático un año antes, pues se trataba de un caso más de desplazamiento forzado, es decir, de víctimas que se vieron obligadas a huir de la violencia atroz que caracterizaba la región. No hay duda de que este grupo que se identificaba a sí mismo como nukak y que consistía en su totalidad de mujeres y niños, merecía una cálida bienvenida, así como un tratamiento humanitario de parte de la gente del pueblo. Sin embargo, nadie tenía nada bueno que decir sobre ellos. De hecho, cuando respondieron a mis preguntas, me vi sujeta a una manifestación de racismo repugnante por parte de los lugareños, tanto indígenas como blancos. Según manifestaron, los nukaks no eran “realmente gente”, pues robaban bananos y piñas de las fincas y comían carne cruda, algunas veces estando aún viva su presa, entre otras cosas. Peor aún, decían que eran caníbales y que las mujeres pretendían seducir a los esposos de las lugareñas.
Algunos dirían que se había presentado una oportunidad para que yo los educara. Sin embargo, yo no estaba allí para aleccionar a nadie, sino para llevar a cabo investigación etnográfica, y por lo tanto no estaba en condiciones de decirle a la gente lo que yo pensaba de su deplorable comportamiento.
Estas conversaciones con los pobladores de Mitú, algunos de los cuales yo había conocido a lo largo de más de veinte años, las describo más a fondo en el tercer capítulo, pero las menciono aquí porque la estadía de los nukaks en Mitú ilustra muchos de los puntos que planteo en las páginas que siguen sobre las responsabilidades del Estado con respecto a los ciudadanos indígenas del país; la intervención del Estado durante las crisis, especialmente en áreas fuera de su control que estaba desbastando la violencia; el papel de los actores no estatales, particularmente las misiones religiosas y las organizaciones no gubernamentales (ONG); la identidad, derechos e imaginarios indígenas, tanto aquellos que tienen los miembros de la sociedad dominante como los que tienen los indígenas de sí mismos.
Este libro traza la larga trayectoria de mi investigación en Colombia como una manera de explorar la evolución del movimiento indígena del país, un tema que considero de gran interés e importancia. Dado que los pueblos indígenas constituyen solo una pequeña parte de la población nacional, los logros del movimiento son nada menos que extraordinarios. Algunos líderes se convirtieron en personas algo famosas y, como tales, salían en televisión, así como en las portadas de la prensa nacional y, de manera sorprendente, las comunidades indígenas obtuvieron la propiedad colectiva de casi el 30 % del territorio nacional. Esta lucha tuvo lugar durante medio siglo de un conflicto armado violento entre los partidos Liberal y Conservador, la Fuerza Pública del Estado, las guerrillas de izquierda y las fuerzas paramilitares de derecha, así como elementos criminales, sobre todo narcotraficantes. Se trató de una batalla implacable por alcanzar poder, control y territorio, la cual afectó profundamente a las comunidades indígenas (y afrodescendientes) del país. La apasionante historia de estos esfuerzos —cómo empezó el proceso organizativo indígena, cómo encontró su voz, estableció alianzas y le ganó batallas al gobierno y a la Iglesia católica— tiene importantes implicaciones para la causa indígena en el ámbito internacional, así como para comprender los procesos organizativos para reclamar derechos de todo tipo. No ofrezco aquí una historia integral del movimiento indígena que abarque todas las organizaciones, actores y eventos importantes en toda Colombia. Más bien, trato de destacar lo que a mi parecer constituyen ciertas dimensiones cruciales de la lucha indígena a través del examen de un número limitado de casos etnográficos reveladores, la mayoría de ellos derivados de mis cincuenta años de investigación en el país.
Durante los cinco siglos desde la conquista española, los pueblos indígenas de Colombia —y de otros lugares en América Latina— se han visto forzados a enfrentar explotación, despojo y otras formas de opresión. En teoría, esta situación debería haber mejorado en el siglo XX, dado que los países de la región han abogado por “ciudadanía universal e indiferenciada, identidad nacional compartida e igualdad ante la ley”.2 Sin embargo, aunque ha habido mejoras considerables, de hecho, la realidad es que las desigualdades raciales, étnicas y de clase han continuado a lo largo de este tiempo, revelando una enorme brecha entre los ideales y la realidad. Durante un periodo de liberalización política conocida como la transición democrática,3 a finales del siglo XX, iniciando en la década de 1970 y despegando en la de 1980,4 muchos países promovieron reformas neoliberales,5 que comprendieron un giro hacia el gobierno civil, la reducción de la represión estatal y la promoción del multiculturalismo. Quince repúblicas latinoamericanas instauraron reformas constitucionales dirigidas a frenar la corrupción y a la pérdida de legitimidad,6 las cuales también promovían discursos sobre derechos7 que según se esperaba serían de gran ayuda para resolver la “crisis de representación” por la que pasaban los gobiernos de la región. Al responder también al descontento y movilización generalizados de los grupos indígenas y de los afrodescendientes, el giro hacia la democracia y el multiculturalismo fue impulsado de manera adicional por dos importantes reuniones internacionales celebradas en 1971 y 1977, la primera dedicada a la difícil situación de los pueblos indígenas de la Amazonía, y la segunda, a la represión y explotación de las comunidades indígenas en toda la región.8 La Declaración de Barbados —como se denominó el documento que surgió de estas reuniones— llamó la atención sobre la difícil situación de dichas comunidades, que hasta entonces había permanecido generalmente oculta.
En varios sentidos, la organización del movimiento indígena estimulada por las reuniones de Barbados partió de esfuerzos previos que se hicieron en años anteriores del mismo siglo. Así es como, a medida que los activistas forjaron vínculos con los movimientos ambientales y de derechos humanos internacionales,9 empezaron a poner el relieve en la identidad y la cultura, por los temas en sí y como fundamento de los reclamos políticos y territoriales. En cuanto al tema central de los derechos a la tierra, si bien las organizaciones indígenas demandaban control territorial para promover la subsistencia económica, así como para alcanzar autonomía política y autodeterminación, también llegaron a adoptar una noción culturalista de territorio que destacaba los espacios dentro de los cuales los pueblos indígenas podrían vivir de acuerdo con sus tradiciones, una tendencia que fue reforzada por nociones emergentes de derechos de propiedad intelectual, debido al creciente interés en las plantas medicinales por parte de las compañías farmacéuticas. A finales de los años noventa, tanto la prospección de productos farmacéuticos como las pruebas, las patentes y la comercialización de recursos genéticos humanos ocasionaron protestas indígenas.10
Durante el mismo periodo, los financiadores internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, promovieron reformas políticas y económicas como parte de un paquete neoliberal integral que buscaba reducir el tamaño del Estado corporativista11 y fortalecer a la sociedad civil. En el contexto del cambio político para pasar de la exclusión al plurinacionalismo, se abrieron espacios que incentivaron un debate sobre la definición de democracia, ciudadanía e incluso del propio Estado. Desafiando imaginarios dominantes del ciudadano nacional ideal como aquel de habla española o portuguesa, católico, y “moderno”, nuevas voces reconocieron la diversidad de los países latinoamericanos, ahora celebrando muchas veces su ciudadanía pluriétnica y multicultural. Muchos países redefinieron el estatus jurídico de sus pobladores indígenas, algunos con constituciones que reconocían explícitamente derechos especiales para grupos étnicos y raciales. La demografía, la geografía y la historia política de cada país han moldeado profundamente su respectivo movimiento indígena, así como sus políticas públicas.12 En México, Guatemala, Ecuador y Bolivia, por ejemplo, hay poblaciones indígenas muy considerables que viven tanto en tierras altas como en tierras bajas. En Colombia también se encuentran comunidades indígenas de tierras altas y bajas, pero el porcentaje global de ciudadanos indígenas es bastante menor, pues constituye menos del 4 % del total de la población. Brasil, Venezuela y Argentina también presentan porcentajes reducidos, pero estos países carecen de extensas regiones altas, donde las concentraciones de comunidades indígenas tengan importancia política.
Algunas constituciones incorporaron nociones provenientes de las cosmologías indígenas. Por ejemplo, el artículo 71 de la Constitución ecuatoriana del 2008 se refiere a “la naturaleza, o Pacha Mama” (Madre Tierra). Los derechos colectivos otorgados a las comunidades indígenas a través de estas reformas comprendieron el reconocimiento formal de la condición multicultural de la nación, gobierno autónomo y propio a nivel local, estatus oficial para las lenguas minoritarias en regiones donde predominaban, garantías de educación bilingüe y reconocimiento de los sistemas tradicionales de salud, tenencia de tierra y justicia consuetudinaria.13
En las fases tempranas de estas campañas, las demandas indígenas pasaron de “derechos como minorías” a “derechos como pueblos”. Al reclamar derechos inherentes derivados de su estatus como pueblos autóctonos, evitan las implicaciones asimilacionistas de un estatus como minorías, puesto que los derechos de las minorías dependen por definición de su membresía en un cuerpo político más amplio; mientras que los derechos inherentes implican autonomía y autodeterminación. Estas demandas fueron respaldadas por varios convenios y tratados internacionales, particularmente el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (también conocido como la Convención 169 de la OIT), el cual fue firmado por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos.14
En este entorno que cambiaba con celeridad, el imaginario predominante de los pueblos indígenas acumuló varias asociaciones, como una relación espiritual antes que materialista con la tierra, la toma de decisiones mediante el consenso, un ambientalismo holístico y la restauración de la armonía en el mundo, tanto física como social. Estos valores llevaban implícita una crítica a las formas de autoridad occidentales, así como al impulso de controlar y mercantilizar la naturaleza. También se desafiaban la pretensión del Estado-nación a la soberanía exclusiva, su monopolio de la violencia legítima y sus pretensiones de definir y controlar la democracia, la ciudadanía, los códigos penales y la jurisdicción legal.15
Nancy Postero argumenta que en esos años la democratización de la región, aunada al multiculturalismo y al activismo indígena, provocó “una revalorización sin precedentes de los pueblos indígenas, junto con su cultura, costumbres y cosmovisiones”.16 Sin embargo, este cambio ideológico, sin importar qué tan profundo fue, en cuanto a su impacto en el mundo real, estuvo a menudo limitado a las formalidades de la redacción constitucional y a un número limitado de leyes de protección, así como de decisiones judiciales. Además, algunas de estas protecciones constitucionales y jurídicas fueron posteriormente debilitadas por la legislación neoliberal promovida por las entidades crediticias internacionales. Con algunas excepciones, el empobrecimiento de los pueblos indígenas —el sector más pobre de América Latina y “los elementos más periféricos de la periferia del sistema-mundo”17— siguió en gran medida inalterado.
La experiencia de Colombia refleja las de otros países latinoamericanos, tal como se ha sido expuesto, pero también difiere en aspectos significativos, todos ellos de interés para nosotros. Uno de estos es el demográfico: dada la pequeña proporción de indígenas en la población total de Colombia —menos del 4 %—, cabe preguntarse ¿cómo emergió el activismo y liderazgo tan visible y efectivo que impactó a la sociedad dominante de tantas maneras notables? En primer lugar, uno de sus éxitos extraordinarios fue el de haber logrado que el gobierno les entregara casi el 30 % del territorio nacional a los pueblos indígenas del país.18 Con regularidad, las editoriales de los periódicos en Colombia comentan cómo a pesar de no tener el peso de las organizaciones indígenas de Bolivia o Ecuador, los activistas indígenas se encuentran entre los sectores “más organizados” del país y son capaces, por ejemplo, de reunir sesenta mil participantes en las marchas y bloqueos de vías.19 Los activistas indígenas del país y sus aliados también tuvieron una gran influencia sobre el movimiento internacional de derechos indígenas, a pesar de su número reducido.
En segundo lugar, vale destacar el hecho de que ningún movimiento por los derechos indígenas en el continente americano, a excepción del colombiano, tuvo que trabajar en múltiples regiones bajo amenaza de la violencia debida al conflicto armado interno de medio siglo.20 En ocasiones, las comunidades indígenas tuvieron que acoger un número considerable de refugiados internos, así como tratar con combatientes armados —guerrillas, paramilitares, el Ejército y Policía nacional— a ninguno de los cuales les interesaba respetar las demandas de autodeterminación y autonomía de los pueblos.21 Ese conflicto es la razón principal por la cual la organización indígena de Colombia no se encuentre bien representada en la literatura anglófona, ya que la inseguridad en aquellos tiempos llevó a la mayoría de los antropólogos extranjeros a optar por llevar a cabo su investigación en otros lugares. En contraste, los antropólogos colombianos, muchos de los cuales se citan aquí, continuaron con su trabajo de campo, a veces en condiciones bastante difíciles, abordando como temas de análisis las consecuencias de la inseguridad crónica experimentada por las comunidades objeto de estudio, producto de las amenazas de tortura, desplazamiento forzado y asesinato, amenazas que con demasiada frecuencia fueron materializadas. Al documentar la catástrofe humanitaria producida por una represión a ultranza contra los ciudadanos indígenas, campesinos y afrodescendientes del país, estos investigadores enfrentaron amenazas contra sí mismos, algunas de las cuales se concretaron en hechos brutales. Un ejemplo es el asesinato del profesor Hernán Henao, perpetrado por paramilitares en 1999 cuando estaba en una reunión con el equipo de trabajo del Instituto de Estudios Regionales en la Universidad de Antioquia. Lamentablemente, las publicaciones a menudo impactantes de los antropólogos colombianos no han sido ampliamente distribuidas por fuera del país y pocas han sido traducidas al inglés.
Los pueblos indígenas enfrentaron el conflicto armado de diversas maneras, algunas de las cuales se analizan en los capítulos a continuación. Estos pueblos, que se encuentran ubicados en su mayoría en el campo, vieron cómo la guerra tocó a sus puertas y llegó a sus chagras con demasiada frecuencia. Su posición fundamental fue la de declarar neutralidad, autonomía y desconexión, puesto que no querían tener ningún papel activo en una guerra que tenía a partes del país sumidas en paroxismos de terror y que finalmente costaría la vida a 220.000 personas. Muchos pueblos indígenas prohibieron la entrada en sus territorios a cualquier combatiente armado, una política que llevó a los grupos guerrilleros a concluir que los indígenas22 trabajaban para las fuerzas militares y llevó a su vez a estas últimas a concluir que algunos miembros de los pueblos indígenas estaban del lado de los insurgentes.
Los pueblos indígenas también buscaron activamente la paz, tema que siempre ocupaba un lugar preferente entre las demandas en sus marchas y bloqueos, junto con las denuncias de los secuestros y asesinatos de cientos de sus líderes. Entre los intentos para hacer la paz está el establecimiento en 1996 de un “territorio de convivencia, diálogo y negociación” en el resguardo de La María en Piendamó, Cauca, sitio donde ha habido grandes bloqueos de la carretera Panamericana. El objetivo de este “territorio de convivencia” fue el de reunir a organizaciones de la sociedad civil interesadas en encontrar un espacio para el diálogo que no tuviera vínculos directos con el gobierno ni con los grupos guerrilleros.23 Otro ejemplo es la reunión organizada en 1998 entre Abadio Green, presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia (fundada en 1982), el senador indígena Francisco Rojas Birry y Carlos Castaño, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), organización que reunía a los grupos paramilitares del país, para negociar un cese al fuego de sesenta días en las zonas altamente conflictivas de Córdoba y Urabá.24
Veremos cómo surge una gran ironía del hecho de que algunos colombianos agotados con la guerra, junto con otras personas como yo, hayan admirado las formas en que ciertos pueblos indígenas habían resistido la violencia que trajo la guerra, a pesar de los costos terribles que a veces sufrieron como consecuencia. Una gran cantidad de artículos periodísticos, programas televisivos y sermones comentaron sobre los métodos indígenas para lograr consenso y llevar a cabo acciones y al hacerlo, dominar así fuera solo temporalmente, la parálisis inducida por el miedo que un conflicto armado de larga duración puede producir. Estos pueblos indígenas manifestaron a aquellos que desafiaron violentamente su autonomía, “hasta aquí, no más”. A los ojos de los pueblos atrapados en medio del fuego cruzado, habrían tenido un destino “más terrible que la muerte”25 si se hubieran rendido a los guerrilleros, paramilitares y fuerzas represivas del Estado y si hubieran abandonado su proyecto de garantizar al menos algunos de sus derechos. En su vulnerabilidad, pero también en su convicción y determinación de no ceder ni rendirse, vemos un conjunto complejo y diverso de imperativos morales y éticos en juego, en gran parte debido a la respuesta escandalosamente inadecuada del Estado a la violencia experimentada por las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas del país a lo largo de las últimas décadas.
Mi propia vinculación con los indígenas en Colombia empezó en 1968, cuando fui a realizar mi investigación doctoral entre los tikunas, quienes viven cerca de Leticia. Como suele suceder con el trabajo de campo antropológico, terminé en otra parte, en el centro-noroeste de la Amazonía colombiana, una región cercana al ecuador que traspasa la frontera entre Colombia y Brasil y alberga comunidades indígenas conocidos colectivamente en español como los tukanos y en inglés como Tukanoans. La región se llama Vaupés en el lado colombiano y Uaupes en el lado de Brasil, reflejando el nombre del río Vaupés,26 un afluente del río Negro en Brasil que a su vez desemboca muchas millas aguas abajo en el río Amazonas, en Manaos. Así mismo, como también suele suceder en la investigación antropológica, mi propósito inicial, que se había enfocado en investigar nociones nativas amazónicas sobre salud, enfermedad y cuerpo, una vez en campo cambió radicalmente. Mi proyecto estaba centrado en el enfoque conocido como etnociencia, en esos días muy de moda, y me hubiera requerido aprender dos lenguas habladas en mi lugar de trabajo de campo previsto; en vez de eso, dirigí mi atención a la exogamia lingüística que resultó ser un componente clave de la estructura social de esta región.
La exogamia lingüística yace en el corazón de lo que se conoce como el complejo cultural tukano, un sistema regional extraordinario en el que cada persona debe casarse por fuera de su asentamiento y de su clan patrilineal, y cada clan está vinculado a una lengua primaria diferente. Esto significa que los matrimonios deben celebrarse entre personas no solo de diferentes comunidades, sino de diferentes lenguas primarias, y por eso me he referido a estos clanes en mis publicaciones en inglés como language groups (“grupos de lengua”). En este libro me refiero a ellos como “grupos del complejo cultural tukanoano”. Debido a que “tukano” también se refiere a uno de estos clanes patrilineales, en lugar de seguir el uso convencional en español, me refiero a la colectividad más grande, el “complejo cultural tukano” como “tukanoano”. Usar “tukano” para ambos significados, el grupo del complejo cultural y toda la colectividad, conduciría a una seria confusión en los capítulos que siguen.27
Cuanto más aprendía de este sistema, más me fascinaba porque desmentía todo tipo de suposiciones sobre lengua, cultura, parentesco y matrimonio en las llamadas sociedades tribales, suposiciones que continúan vigentes hasta el día de hoy. Debido a que tendemos a equiparar lengua con cultura, el sistema confundió las suposiciones dominantes sobre la presumida equivalencia de estos dos fenómenos en sociedades de pequeña escala. La exogamia lingüística ha causado confusión constante entre los funcionarios oficiales, misioneros, académicos y aun entre miembros de pueblos indígenas ajenos a la familia lingüística tukanoano. Por su parte, los misioneros católicos trabajaron abiertamente para socavar el sistema.
Después de recibir mi doctorado, continué escribiendo sobre la región, esta vez tratando un conjunto más diverso de temas. Por razones que se escaparon de mi control,28 no pude regresar a Vaupés hasta 1987, pero durante el periodo interino viajé a Bogotá dos veces para recoger información sobre el proceso organizativo de los indígenas en la región y me enteré sobre el Consejo Regional Indígena del Vaupés (CRIVA), organización que se había fundado en 1973 y que me pareció desconcertante. La primera organización de derechos indígenas de Colombia, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), se había iniciado dos años antes, en el contexto de feroces luchas por la tierra en el suroccidente andino, de manera que el surgimiento del CRIC no fue sorprendente, pero el CRIVA había empezado en un lugar extremadamente improbable para la organización indígena en aquellos días, con una pequeña población muy dispersa y con servicios de comunicación y transporte bastante rudimentarios. Cuando por fin pude regresar a Mitú, la capital de Vaupés, estaba ansiosa por entrevistar a la gente sobre por qué había surgido esta iniciativa en una región tan remota.
Descubrí que la estructura social tradicional de los tukanos enfrentaba nuevas amenazas en las décadas de 1970 y de 1980. Irónicamente, algunas de estas amenazas resultaron de los esfuerzos del CRIVA para defender la cultura indígena usando modelos foráneos al Vaupés. En este nuevo espacio político en el que los activistas insistían en el derecho a la diferencia, se estaba desarrollando un nuevo concepto de indigenidad. Mi deseo de comprender estos cambios me llevó inexorablemente a ampliar mi campo de análisis para abarcar al movimiento indígena colombiano en su conjunto. También se hizo cada vez más claro que el Vaupés se estaba volviendo inseguro debido a la expansión del narcotráfico en la región. De todas formas, regresé en 1989, 1991 y 1993, pero mi creciente preocupación por la seguridad en la región me impidió regresar después de esas fechas. En consecuencia, mientras que los primeros capítulos de este libro tratan de Vaupés, los últimos saltan al nivel nacional.
Un trabajo del tamaño de un libro permite hacer una exposición, a partir de estudios de caso etnográficos, de las formas en que mi objeto de estudio, metodología y enfoque teórico evolucionaron a lo largo de esos años. Sin embargo, vale la pena aclarar que hay un enfoque intelectual que sirve de hilo conductor de esas décadas de investigación y se concreta en mis encuentros con la indigenidad y su exploración. Aunque en la fase temprana no hacía preguntas sobre su naturaleza en general —sino más bien sobre una estructura social que parecía contradecir el conocimiento difundido sobre la cultura indígena amazónica— mis preguntas sobre identidad social, lengua y cultura se relacionaban íntimamente con la indigenidad y su representación, y preguntas de esta índole han acompañado mis estudios hasta el presente. Además, mis encuentros subsiguientes con el CRIVA y su investigación me llevaron a tratar con profundidad el tema de la representación de la indigenidad y, más específicamente, de su autorrepresentación. Así, llegué a enfocarme en el papel cada vez más importante que ha desempeñado la cultura indígena en las luchas que han surgido en todo el país y que buscan garantizar los derechos y los recursos que acompañan el reconocimiento oficial de esos derechos.
A lo largo de este libro también trabajo para vincular temas colombianos con desarrollos paralelos en otros países, así como para abordar temas y debates teóricos relevantes. Por ejemplo, discuto cambios importantes que se presentan en el análisis antropológico y trato su politización cuando esta ocurre. También presto atención a la relación entre los antropólogos y las comunidades indígenas que estudian e incluyo la reflexión sobre cómo evolucionó mi concientización sobre diversos asuntos altamente conflictivos. En la larga historia de interacciones entre los pueblos indígenas y los antropólogos, se han producido malentendidos,29 interpretaciones equivocadas, desacuerdos e incluso conflictos abiertos.30 Uno solo tiene que escuchar las denuncias de los antropólogos en la canción de Floyd Westerman “Here Come the Anthros”,31 o leer los comentarios de Vine Deloria en su libro Custer Died for Your Sins: An Indian Manifesto,32 para darse una idea del problema. Con el paso del tiempo y con el auge de la política de la identidad, yuxtapuesta de manera incómoda a la teoría posmodernista, la naturaleza de tales desacuerdos ha cambiado. La crítica a los reclamos de autenticidad sobre la base de que estos reclamos son construidos socialmente, como lo ejemplificó el bien conocido ensayo de James Clifford, “Identity in Mashpee”,33 enfureció a muchos nativos activistas en Estados Unidos. Tales críticos estarían de acuerdo con Jonathan Friedman en cuanto a que mientras la cultura puede ser sumamente negociable para los profesionales expertos en el tema, “para aquellos cuya identidad depende de una configuración particular, este no es el caso. La identidad no es negociable. De lo contario no existe”.34 Como lo veremos, este es el caso de muchas de las dicotomías examinadas aquí, pues la situación real es más compleja que la sugerida por la oposición entre la “perspectiva esencialista” y la “perspectiva constructivista social”. Les Field señala que los activistas en Estados Unidos, tanto indígenas como no indígenas que trabajan por el reconocimiento oficial de títulos de propiedad de tierras y de estatus tribal, si quieren tener éxito, deben lidiar con instituciones políticas y jurídicas tanto de las sociedades tribales como de la sociedad mayoritaria.35 Los proyectos políticos que se basan en establecer una identidad y cultura indígena auténticas, deben trascender la rigidez de esta oposición, aun cuando su retórica pueda parecer que adopta una obstinada e inflexible posición esencialista.
Palabras clave: breve introducción a los conceptos teóricos
Identidad
Para entender el caso colombiano, se hace necesario presentar de manera explícita y al inicio del texto cómo se concibe la identidad en este libro, especialmente dado que un tema central es el de explorar la indigenidad.
La identidad social de una persona consiste en su pertenencia a grupos sociales relevantes. La cuestión de la identidad social atrajo mi atención casi desde el inicio de mi trabajo de campo en el Vaupés. Cuando me encontré con personas reales en vez de reificaciones sociológicas, con parientes hablando de parientes, cobró vida tanto la organización social como la terminología de parentesco, temas que hasta ese momento habían sido para mí poco fascinantes. Hasta donde me acuerdo, no pensaba en la identidad en sí misma —era simplemente algo que todos tenían— probablemente porque otros antropólogos tampoco estaban pensando mucho en eso;36 tampoco lo hacían los sociólogos, muchos de quienes hasta hacía poco dudaban de si la identidad era susceptible de estudio social.37 Con demasiada frecuencia la identidad se ha dado por sentada en vez de problematizada, y encontrar definiciones integrales ha sido difícil (tal vez con la excepción de la literatura psicológica). De hecho, Steph Lawler duda si es siquiera posible una definición única y global de identidad o una noción de cómo funciona.38 Por la misma razón, Rogers Brubaker y Frederick Cooper recomiendan descartar el concepto por completo.39
El interés de los investigadores en el tema no surge hasta la década de 1960, junto con la aparición de lo que llegó a llamarse política de la identidad. Por ejemplo, el movimiento estadounidense de Poder Negro puso en primer plano la identidad de una forma en que el movimiento por los derechos civiles no lo había hecho; los dos nombres en sí mismos mostraban diferentes premisas fundacionales. Otros movimientos basados en la identidad como los de las mujeres, los Native Americans (indígenas de Norteamérica), los discapacitados y los gays y las lesbianas, también aparecieron durante esos años.
Un aspecto en particular de la política de la identidad ha atraído comentarios y criticas frecuentes. Se trata de su declarada dependencia del esencialismo o como Mary Bucholtz y Kira Hall lo señalan, parte del argumento de que los agregados reconocidos socialmente “son inevitables y naturales y […] están separados uno del otro por límites claramente definidos”,40 y añaden que la política de la identidad ha sido típicamente y casi inevitablemente esencialista y que la antropología en sí misma ha estado plagada de supuestos esencialistas. Sin embargo, para la década de 1970 y con el advenimiento del posestructuralismo y del posmodernismo, las identidades sociales de todo tipo, incluidas aquellas de los pueblos indígenas, se vieron cada vez más como contingentes y construidas. Hoy en día los autores, muy conscientes de los riesgos que plantea el “temido” esencialismo que tan frecuentemente se adhiere a la identidad,41 hacen todo lo que está a su alcance para asegurarles a sus lectores que sus argumentos y terminología relacionados con la identidad no son esencialistas, rígidos, fijos en el tiempo, etc. El problema persiste precisamente porque las luchas por los derechos humanos y la autodeterminación a menudo conllevan reclamos esencialistas sobre la cultura y la identidad. En el capítulo cinco retomo el debate esencialista en una discusión sobre reindigenización, que tiene lugar cuando un grupo de personas que se ven a sí mismas como descendientes de ancestros indígenas trabajan para recuperar su identidad y cultura indígenas. Este fenómeno ilustra dramáticamente el punto que hace Clifford sobre la “tensa interacción” entre identidad como política versus identidad como herencia.42
En este libro, las identidades se ven como construcciones sociales que emergen dentro, no fuera del discurso, de manera que no hay nada natural o meramente dado sobre ellas.43 La identidad se trata tanto sobre la diferencia como sobre la igualdad, pues todas las identidades se basan en no ser otra cosa.44 Cada identidad necesariamente implica un contraste con esa otra cosa, ya que no puede haber identidad sin un Otro como contraste. Ampliando esta idea, Jacques Derrida comenta que “cualquier identidad se construye en relación con la diferencia. No hay un centro sólido ni una presencia simple dados con anterioridad: estos existen solo con relación a algo más”.45
Las identidades son multidimensionales y estructuradas por discursos de raza, clase, género e historia que se superponen y se intersecan. Las identidades reducen la vasta complejidad del mundo vivido a un número limitado de categorías sociales, vinculando estrechamente esas identidades con sistemas prevalecientes de clasificación social.46 Robert Gooding-Williams ha propuesto el útil concepto de nominalismo dinámico, que sostiene que “los actos humanos surgen de la mano con nuestra invención de las categorías que los rotulan”.47 Sin embargo, las identidades sociales asignadas mediante sistemas de identificación o categorización no son las mismas identidades que experimentamos, y aunque están vinculadas no debemos fusionar estos sistemas con el resultado supuesto.48 Las identidades se dan a través del comportamiento, a menudo a través del performance, el cual ha atraído mucha la atención en la literatura actual. En cada capítulo se encuentran situaciones en que la identidad surge a través del performance. Por su parte, el comportamiento autoobjetivante, expresado sucintamente por John Collins como “siendo nosotros mismos para usted”,49 plantea preguntas de autenticidad y legitimidad.
Aunque la palabra identidad sugiere igualdad entre las personas y a lo largo del tiempo las identidades cambian y, en este sentido, están estrechamente atadas a procesos y vinculaciones. Olaf Kaltmeier y Sebastian Thies50 anotan que el reconocimiento de la flexibilidad y la contingencia de la biografía y de la pertenencia conduce a la comprensión de las formaciones de identidad como procesos incompletos y fluidos. La literatura reciente sobre identidades etnorraciales, escribe Sara Latorre, “se enfoca en los procesos de construcción y despliegue de identidades, yendo más allá de los debates tradicionales sobre definiciones y legitimidad que se basan en dualismos reduccionistas tales como auténtico/falso, raza/etnicidad o indígena/no indígena”.51 Por supuesto, estos dualismos dominan el tratamiento oficial de las identidades que a menudo no pueden ir más allá de los debates tradicionales, ya que se pretende que la terminología y las definiciones sean claras y de aplicación amplia y permanente.
Si bien las afirmaciones de la identidad indígena pueden parecer inicialmente como poco problemáticas; de hecho, la mayoría de las otras categorías de identidad (v. gr., hombres o mujeres) no son ni de lejos tan abiertas a los tipos de desafíos que las afirmaciones de la identidad indígena a veces encuentran. (Por supuesto que los debates actuales en las legislaturas, los medios de comunicación y las cortes sobre asuntos referentes a personas transgénero están complicando lo que una vez pareció ser un contraste claro y bien entendido). Veremos casos en los que quienes reclaman ser indígena enfrentan opositores que impugnan el grado de indigenidad (indigenousness) de los reclamantes. En algunos otros, la respuesta es enfatizar la dicotomía entre “actualmente indígena” versus solo “de ascendencia indígena”. Debido a que aquí el contraste no es tan absoluto como el de indígena/no indígena, convertirlo en el binario crucial puede abrir espacios para la acción (v. gr. performances de indigenidad), y para la posterior renegociación. Nótese que indigenidad e indigenousness no son sinónimos. Indigenidad se refiere a un estatus, a una identidad; mientras que indigenousness se refiere a una cualidad e implica la posibilidad de una cantidad diferencial de esa cualidad. En este sentido, las palabras se oponen entre sí y su oposición es importante para el argumento que hago sobre la contradicción inherente a la indigenidad, en cuanto a su conceptualización tanto oficial como en los imaginarios dominantes.52
Multiculturalismo
Durante los últimos treinta años, el proceso organizativo indígena en América Latina, así como mundialmente, surgió en el contexto del multiculturalismo, una ideología que celebra y actúa para proteger la diversidad étnica y cultural, de manera que la frase “unidad en la diversidad” captura algunos de sus objetivos. Partha Chatterjee atribuye la emergencia del multiculturalismo a las tensiones entre el proyecto de la ciudadanía universal y las demandas del reconocimiento diferenciado por parte de poblaciones dentro de la ciudadanía.53 Cuando el multiculturalismo se define en términos políticos como el reconocimiento legal y jurídico de la diferencia, puede ser reconocido como una forma de gubernamentalidad. (Nótese que la frase “gestionando el multiculturalismo”, que aparece en el título de este libro, se refiere no solo al multiculturalismo oficial, sino también al que se expresa a través del performance, moldeado por una variedad de actores del movimiento indígena y de las ONG54). El multiculturalismo puede no constituir una ideología en el sentido de enmascarar un interés de clase dominante;55 sin embargo, se puede preguntar por qué las élites que previamente insistieron en la homogeneidad cultural llegaron a considerar que adoptar la diversidad era de su interés.
Las sociedades modernas se caracterizan por la existencia de múltiples tipos de diferencia y los procesos hegemónicos mantienen algunos de estos, por ejemplo la estratificación de clase, y desalientan otros, tal como sucedió en la Europa del siglo XIX cuando los poderes nacionalistas buscaron borrar la diferencia étnica. Por supuesto, se han aplicado en distintos momentos en el pasado ciertas políticas correctivas a favor de poblaciones previamente excluidas y marginadas, con la diferencia de que el multiculturalismo contemporáneo ahora valora la diferencia étnica como un bien positivo. Según Kriti Kapila, las demandas multiculturalistas de igualdad se basan en la noción de que se debe tener el mismo respeto por todas las culturas.56 El multiculturalismo oficial revierte las actitudes y políticas anteriores al alentar a aquellos considerados como Otros a unirse al proyecto nacional —pero no a costa de la adopción total de la cultura dominante— y al rechazar las múltiples formas de discriminación que prevalecen en Latinoamérica y de hecho en todo el mundo.
Cuando se considera el multiculturalismo en un marco más amplio, así como aparece en foros internacionales como las Naciones Unidas o en los tribunales internacionales de derechos humanos, es evidente que la lucha cultural puede promover cambios políticos también en este nivel. Tal como lo expresa Ronald Niezen, los pueblos indígenas han “establecido nuevas fronteras culturales, se han redefinido como naciones e implícitamente han redefinido el fundamento de pertenencia para sus miembros ya no solo como parentesco o cultura compartida, sino también como ciudadanía diferenciada, como pertenencia a un distinto régimen de derechos, prerrogativas y obligaciones”.57
El movimiento multicultural y su ideología suelen identificarse con las sociedades democráticas y liberales con sistemas políticos que parten de la existencia de una sociedad civil desarrollada58 o, por lo menos, que se hallan comprometidos a promoverla. Por un lado, las nociones multiculturalistas de tolerancia, coexistencia e igualdad se ajustan a los ideales democráticos y liberales.59 Por otro, la aceptación e, incluso a veces, el fomento de las diferencias radicales dentro de una nación chocan con el ideal liberal del ciudadano libre de cargas, es decir, que se ha liberado de sus vínculos premodernos con la familia, la religión y la etnia. Desde este punto de vista, los ciudadanos que se aferran al territorio o al parentesco o a los valores tradicionales no pueden funcionar como personas racionales, individualistas y maximizadoras de ganancias que a menudo les exige la modernidad,60 razón por la cual Diana Bocarejo caracteriza el multiculturalismo como “una de las ilusiones políticas más difundidas en el seno de las democracias liberales contemporáneas”.61
En las páginas a continuación, discuto cómo el multiculturalismo oficial beneficia a algunos pueblos indígenas, pero pone a otros en una seria desventaja. También examino la relación entre el multiculturalismo neoliberal y el proceso de organización indígena, en particular los tipos de influencia que han tenido los actores no indígenas (v. gr. Estado, Iglesia, ONG) en el movimiento indígena que surgía en Colombia, y cómo la “cultura indígena” acumuló cantidades crecientes de capital político en la medida en que la política del reconocimiento se convertía en la norma. También analizo el impacto de un multiculturalismo gestionado y aplicado en el diseño e implementación de proyectos de desarrollo, enfocándome en la brecha que existe entre las políticas públicas desarrolladas en Bogotá (o en el extranjero) y su implementación local como programas concretos. Ilustro mis puntos dando ejemplos del Vaupés y de otros lugares y mostrando interacciones dramáticas, a menudo conflictivas, entre los supuestos occidentales y los de los tukanoanos sobre la autoridad, que exponen vívidamente las numerosas contradicciones de estos programas, a pesar de su bien intencionado marco multicultural.
Neoliberalismo
Al igual que la identidad y el multiculturalismo, el neoliberalismo es proteico, es decir, abierto a múltiples definiciones y puntos de vista analíticos. Aunque se ha criticado el concepto como difícil de analizar, insuficientemente teorizado y “promiscuamente generalizado, pero inconsistentemente definido, empíricamente impreciso y frecuentemente cuestionado”,62 puede iluminar algunas tendencias clave que empezaron a manifestarse en Latinoamérica a mediados de la década de 1980 y aún más allá.
El proyecto neoliberal busca desmantelar el Estado de bienestar junto con las estructuras sociales, políticas y económicas que lo sustentan. Este proyecto abarca tanto la reestructuración económica como los modelos y discursos de gobernanza guiados por el mercado, y sus políticas están dirigidas a privatizar, liberalizar y desregular las economías nacionales con el fin de promover la inversión extranjera e intensificar la producción para la exportación. Las reformas neoliberales se hacen apetecibles apelando a la solidaridad nacional y a la celebración de la sociedad civil,63 que junto con el mercado son los mecanismos para reformar un estado corporativista abultado, corrupto y generalmente disfuncional. Aunque se supone que estas políticas reducen el tamaño del estado, algunos autores arguyen que de hecho lo reconfiguran en vez de debilitarlo.64 Conviene anotar también que llevar a la práctica políticas para cumplir los objetivos neoliberales depende de la política estatal, que orquesta la reorganización de las instituciones políticas y jurídicas mientras el mercado sirve como la base de su legitimidad.65
El neoliberalismo reconceptualiza a las personas como sujetos políticos que se gobiernan a sí mismos de acuerdo con las lógicas de competencia y eficiencia del mercado y que asumen la responsabilidad de su propio bienestar social y necesitan muy poco del Estado. A estos sujetos, educados y emprendedores que realizan sus sueños por sí solos, se les alienta a verse a sí mismos como un proyecto, una empresa, un consumidor.66
Una característica destacable de la gobernanza neoliberal es su conexión con una política de la identidad socialmente liberal, en cuanto a que la austeridad económica y las reformas orientadas al mercado acompañan las agendas progresistas en favor de reformas para promover la democracia y el multiculturalismo. El multiculturalismo neoliberal minimiza los temas de clase social y ensalza lo que Anders Burman llama noción de etnicidad y de diversidad cultural “sin dientes”.67 Según Mark Goodale, esta paradójica combinación de agendas económicas, políticas y multiculturales ha producido el “lado oscuro” del neoliberalismo, y enumera factores como la consolidación de un modo de producción capitalista tardío y “la creciente sumisión de los Estados latinoamericanos a los imperativos del Banco Mundial, el FMI [Fondo Monetario Internacional] y los Estados Unidos”, que “han hecho de América Latina tanto un sitio de explotación duradera como de resistencia ocasional”.68 Para él, los elementos “benignos” del liberalismo,69 como los derechos humanos, se entrelazan con una concepción particular del individuo que, cuando se expresa en la práctica, tiene el efecto de disminuir las promesas morales del liberalismo.70
Varios autores arguyen que las reformas neoliberales, además de incrementar la desigualdad, recortar los servicios sociales y reducir el empleo, subordinan los derechos ciudadanos al tema de la seguridad. Sostienen además que tanto la violencia como la amenaza de esta son partes integrales de aquello que sustenta las formas que adquiere la democracia en América Latina, tal como se manifiesta cuando los líderes políticos utilizan abiertamente, así como de forma encubierta, la idea de una ruptura inminente del orden público para resistir las demandas de la sociedad civil de una democracia participativa más incluyente.71
Es claro que no hay ningún simple e inherente antagonismo entre lo indígena, lo cultural y lo neoliberal.72 Los principios neoliberales como la descentralización y el pluralismo político y étnico a menudo han permitido a las comunidades indígenas hacer sus propios tratos con corporaciones nacionales e internacionales y las ONG, eludiendo la intervención de agencias estatales paternalistas, tanto nacionales como regionales. Un aspecto particularmente interesante del surgimiento de la indigenidad como una manera importante de reclamar ciudadanía, derechos y justicia, fue la sinergia percibida entre ciertas tendencias de desarrollo influenciadas por el neoliberalismo y lo que Andrew Orta denomina la “democracia embrionaria” de las comunidades indígenas, cuyas posibilidades se podrían aprovechar para una nueva participación cívica: “una civitas en la base de la pirámide social”.73 Se consideraba que la rendición de cuentas y la transparencia de las comunidades engranaban muy bien con la gobernanza neoliberal, al respecto de lo cual Orta menciona la celebración que se hizo de la utilidad neoliberal que ofrecían el conocimiento o los rasgos locales, que a menudo fueron valorizados como formas locales de capital social.74 Por su parte, Sarah Radcliffe demuestra la penetración del pensamiento neoliberal en proyectos de “desarrollo con identidad”. Por un lado, tales proyectos promueven métodos participativos para fomentar el involucramiento indígena y afrodescendiente en el diseño de proyectos y en la toma de decisiones; por otro, las políticas también promueven la adopción de “términos de referencia estrechamente auditados y definidos de manera técnica con el fin de especificar cuáles grupos recibirían recursos”.75
El grado en que los proyectos multiculturales se entrelazan con los intereses neoliberales se ha debatido acaloradamente. Charles Hale encuentra una estrecha correspondencia entre la lógica global del neoliberalismo y la promoción de los derechos indígenas y multiculturales. Para él, las reformas económicas garantizan los derechos culturales de formas que no “amenazan los principios fundamentales de la economía capitalista”, sino que los fortalecen.76 Brooke Larson anota que el despliegue de dispositivos administrativos de cooptación y coerción por parte del Estado —que ella llama una nueva versión de la táctica colonial del divide y reinarás— tiene como objetivo controlar o aplastar los movimientos indígenas “dependiendo de si eran considerados útiles o peligrosos para el estado y las ONG aliadas a este”.77 Orta señala que los activistas antineoliberales “muy frecuentemente están habilitados y en algunos casos constituidos por las estructuras de la gubernamentalidad neoliberal”.78 Aunque muchos líderes indígenas rechazan la lógica del mercado y de la comercialización de su identidad cultural, Thomas Eriksen señala que ellos “tienen que hacerlo activamente como una forma de resistencia, rodeados por un mar de pensamiento neoliberal cada vez más invasor”.79
Hale también discute los efectos de la gobernanza neoliberal en la formación de los sujetos, en cuanto a las maneras en que los regímenes abren espacios que moldean y canalizan las subjetividades de los actores indígenas que llegan a ocuparlos. Presionados a convertirse en “pragmáticos” y sumisos, “acostumbrados a los agradables beneficios de trabajar en esos espacios, distanciados de las comunidades y de los procesos basados en estas que los hicieron líderes [y] reacios a las tácticas y demandas radicales que ayudaron a producir estos espacios en primer lugar”.80 Aunque los líderes indígenas critican los discursos oficiales de corte neoliberal, así como las medidas de ajuste estructural, al mismo tiempo colaboran a menudo con los gobiernos nacionales, las instituciones internacionales y las ONG que promueven ideologías neoliberales.81 Aunque el trabajo de la identidad con influencia neoliberal puede ser eficaz en el fortalecimiento del orgullo colectivo y en el aumento de la autoestima, Eriksen sostiene que “también puede ser polémico, precisamente porque mueve el proyecto de identidad cultural en una dirección individualizada, racional en sus objetivos y comercializada”.82 En fin, para estos autores las reformas representan para las comunidades indígenas “una mezcla paralela de oportunidades y riesgos”.83
Aunque las movilizaciones indígenas lograron obtener de los gobiernos y las ONG ciertas reformas culturales y políticas, el incremento en la participación política no ha disminuido significativamente las desigualdades socioeconómicas para muchos de los pueblos indígenas de Latinoamérica. Mas bien, tal como lo señala Lucas Bessire, la participación ha resultado en una redistribución desigual de estas inequidades porque el proyecto cultural del neoliberalismo respalda los derechos culturales de los indígenas sin apoyar otros cambios necesarios, por lo que las nuevas oportunidades políticas están acompañadas de nuevas amenazas económicas.84 De hecho, como lo anota Carmen Martínez Novo, el paquete de los derechos a la cultura ha estado generalmente acompañando por un rechazo explícito de otras demandas.85
Para finales de la década de 1990, una amplia evidencia reveló que las promesas del neoliberalismo a las comunidades indígenas habían sido sobre todo ilusiones, principalmente porque las reformas sociales del Estado “no enfrentaron de manera integral los problemas estructurales arraigados de la pobreza rural, el racismo y la marginalidad”.86 En respuesta a estas promesas no cumplidas, la primera y segunda décadas del siglo XXI (denominadas por algunos como la era posneoliberal), vieron suceder una serie de desafíos a la hegemonía del neoliberalismo, en forma de experimentos en democracia. Algunos países latinoamericanos son caracterizados por “una nueva forma de protagonismo que no solo incorpora sino también desafía las filosofías subyacentes al neoliberalismo” a través de movilizaciones sociales que presionan para que “las instituciones [del Estado neoliberal] sean más inclusivas”.87 Jan Hoffman French documenta la forma en que el posneoliberalismo reconoció derechos a los indígenas y a los afrobrasileños y vinculó estos derechos a recursos tangibles.88 El preámbulo de la Constitución boliviana afirma que “dejamos en el pasado el Estado republicano, colonial y neoliberal”. Sin embargo, aunque el gobierno de Evo Morales inauguró una “formación híbrida de Estado” que le planteó desafíos específicos al paradigma neoliberal, el país permanece sujeto a las “restricciones internas y externas del capitalismo global”.89 Escribiendo también sobre Bolivia, Postero pregunta, “¿qué significa el multiculturalismo cuando los estilos de vida ‘indígenas tradicionales’ son reconocidos por la Constitución pero son engullidos por las realidades de la rápida urbanización o de la explotación de recursos?”.90 Eriksen considera que esta refutación al neoliberalismo en Bolivia indica, de hecho, su ubicuidad: la desregulación, el ajuste estructural y la mercantilización afectan negativamente a “campesinos, comerciantes, habitantes de tugurios y funcionarios por igual”.91
En síntesis, mientras que en la década de 1990 se abrieron nuevos espacios para celebrar y apoyar tanto la participación política como la diversidad indígena, una “paradoja de afirmación cultural y marginalización económica simultáneas” perjudicó a muchos pueblos.92 Algunas ONG alentaron al movimiento indígena a moldear sujetos dóciles que se enfocarían en reclamar recursos de manera estratégica, en vez de llamar a la protesta. El multiculturalismo neoliberal opacó muchas de las persistentes consecuencias de las formas históricas y políticas de opresión y evitó abordar ciertos temas cruciales de raza, poder y privilegio.
Mis casos etnográficos demuestran algunos de los efectos de los esfuerzos de Colombia para desarrollar un paquete general de índole neoliberal con los objetivos de reducir el tamaño del Estado y de facilitar el desarrollo de una sociedad civil mucho más robusta. Las ideologías y políticas multiculturalistas, incluyendo nuevos tropos de indigenidad en la retórica nacionalista, formaron parte de ese paquete. Sin duda, se produjeron avances importantes, como he señalado, pero también hubo importantes consecuencias no intencionadas de esas políticas, siendo una de ellas el incremento en la desigualdad de ingresos. También analizo evidencia que lleva a la conclusión de que la versión colombiana del Estado multicultural neoliberal en realidad no fomentaba la igualdad social, sino que al buscar controlar el proceso y resultado de las luchas indígenas y afrocolombianas por la autodeterminación y autonomía, reinscribía relaciones racistas que promovían el desacuerdo en le interior de las comunidades y generaba divisiones entre estas.
Cultura
La cultura es quizás la categoría más proteica de todas. Se han presentado tal cantidad de definiciones de cultura que Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn llenaron un libro completo titulado Cultura: Una revisión crítica de conceptos y definiciones (Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions), sin más.93 Desde la publicación de este libro, en 1952, las definiciones y sus aplicaciones académicas han aumentado exponencialmente. Hace mucho tiempo que el concepto rebasó los límites de la antropología, para aparecer con frecuencia en la literatura de la sociología, de la historia y (sobra decir) en los estudios culturales, así como en el mundo más amplio del discurso popular, tanto que en 2014 el diccionario Merriam-Webster declaró cultura como la palabra más importante del año.94 La gran expansión del término hacia los discursos de desarrollo participativo ejemplifica perfectamente el proyecto cultural del neoliberalismo. La cultura, como dice Collins, se ha vuelto cada vez más fungible,95 resultando en un concepto muy ambiguo y flexible, que en la medida en que se torna cada vez más “conveniente”96 mencionarlo en una amplia variedad de contextos —constituciones, reportes anuales de las ONG, propuestas de financiamiento, reuniones comunitarias— corre el riesgo de volverse casi vaciado de significado.
Una plétora de definiciones da lugar a un exceso de temas y debates. A lo largo de los años, la antropología se ha involucrado en interminables discusiones sobre qué es cultura y cómo estudiarla: cómo evoluciona una cultura determinada a lo largo del tiempo, cómo se diferencian y se parecen las culturas entre sí y cómo se deban clasificar. Por consiguiente, la historia de mi viaje también incluye comentarios sobre la relación altamente dinámica, y a veces polémica, entre la antropología y su concepto clave. Como antropólogo, uno entra al campo con una propuesta de investigación y una carpeta mental llena de conceptos analíticos y de sus definiciones. A medida que avanza la investigación uno descubre todas las formas en que dichos conceptos no encajan; bueno, a veces finalmente se hacen encajar, pero solo después de una gran cantidad de reajustes. No digo que debemos dejar esa carpeta en casa, puesto que uno necesita teorías y conceptos, no solo con el propósito de impresionar tanto a los comités orales como a los posibles financiadores. En las páginas que siguen, mis forcejeos con el concepto cultura muestran algunas de las principales características del proceso de trabajo de campo, es decir, de cómo funciona la antropología.
En este libro me limito a explorar cómo funciona el concepto de cultura en contextos multiculturales, lo que se ha llamado la política de la cultura. El multiculturalismo introdujo un abanico de aplicaciones políticas del concepto junto con actores interesados en explorarlas y utilizarlas. La contradicción fundamental de la política de la cultura, según Kapila, es la necesidad de reconocer la diferencia de manera tal que se asigne un apropiado grado de justicia redistributiva.97
En el discurso popular se entiende que la cultura incluye tradición, etnicidad, sistemas de valores y lenguaje, suposiciones que también dominan en las autodescripciones indígenas en términos de su autoctonía, arraigo, tradición, cercanía a la naturaleza, ruralidad y espiritualidad. Muchos autores han señalado la construcción de la cultura indígena como el polo opuesto de la vida moderna: no occidental, no eurocéntrica, no moderna, no urbana y así sucesivamente.98 La política a menudo requiere que la cultura indígena sea vista en su esencia como radicalmente diferente de la comprensión occidental del mundo.
La política cultural necesariamente depende de la percepción de que hay un derecho a la cultura. Dentro de un régimen multicultural, las personas y las comunidades indígenas ya no están bajo la tutela del Estado o de la Iglesia; son ciudadanos con todos los derechos y obligaciones que conlleva este estatus. En efecto, han ganado el derecho a tener derechos.99 Además, sus derechos incluyen el reconocimiento oficial de sus culturas y compromisos para protegerlas. Con esos derechos y privilegios viene una demanda implícita de autenticidad, ya que para asegurar la tierra y los recursos naturales propios, así como para beneficiarse de una consideración preferencial en cuanto a los proyectos de desarrollo y para justificar una exención del servicio militar, uno debe demostrar una cultura auténtica y merecedora. Al mismo tiempo, el reconocimiento oficial pone en movimiento una maquinaria para salvaguardar esa cultura a través de programas especiales “etno-” en educación y salud. Esta circularidad —la cultura como un derecho, pero también como el sitio desde el cual reclamar los derechos— es ineludible en la política cultural de la indigenidad.
Además, la autenticidad cultural se articula con lo que Joanne Barker denomina legitimidad jurídica.100 Los pueblos indígenas en Latinoamérica han aprendido la conveniencia de establecer y cada tanto de reestablecer su legitimidad —tanto la jurídica como de otro tipo— a través de una retórica y un performance de la diferencia cultural auténtica y de la continuidad con pasados y lugares tradicionales. Tales performances afirmativas de su autenticidad aseguran a sus líderes autoridad para hablar y ser escuchados, aumentando así sus posibilidades de alcanzar un éxito político.
En estas páginas describo cómo cambió mi comprensión de la cultura como consecuencia de mi investigación, primero en el Vaupés y posteriormente en otras partes del país. Los ejemplos de mi trabajo de campo inicial muestran que cuanto había absorbido en mis cursos en la Universidad de Stanford con respecto al concepto de cultura simplemente no me permitía describir y analizar lo que estaba aprendiendo sobre la cultura tukanoana, en particular las consecuencias de la institución de la exogamia lingüística. A su vez, los ejemplos de mis esfuerzos iniciales para entender el proceso organizativo en el Vaupés muestran cómo me esforcé para analizar y escribir sobre los intentos de los jóvenes activistas tukanos para representar su cultura de una manera que fuera entendida, aceptada y aprobada por los foráneos. Para mí sus esfuerzos producían representaciones inauténticas, en una palabra, incorrectas de la cultura tukanoana. ¿Qué pasaba? ¿Era esto lo que ellos realmente creían? Estos jóvenes supuestamente sabían mucho más sobre la cultura tukanoana de lo que yo sabía o llegaría a saber. Tuve que enfrentar una situación en la que la cultura se estaba politizando, algo para lo cual mi entrenamiento en el posgrado no me había preparado para nada.
Cualquier persona que busque explorar la política de la cultura, al menos cuando esté trabajando con movimientos indígenas, necesita tener una piel de cocodrilo y una buena disposición para enfrentar las críticas que inevitablemente se presentan. Yo, por mi parte, experimenté controversias de primera mano; por ejemplo, en 1984, cuando presenté un proyecto de investigación a la National Science Foundation de Estados Unidos para estudiar el proceso organizativo indígena en el Vaupés, un evaluador me acusó de buscar financiación para “hacer política”. Aunque estudiar el proceso de organización política en lugares como el Vaupés fue después más aceptado, yo batallé para escribir sobre todo este tema sin que me “dieran palo”, ya que en las presentaciones de mis resultados de investigación recibía críticas tanto de colegas antropólogos como de activistas indígenas.101 Me encontré con varios problemas éticos (y epistemológicos) familiares para cualquier investigador que trabaje sobre la movilización indígena alrededor de los derechos culturales. Por una parte, surgían nuevos paradigmas de investigación que abordaban asuntos éticos de larga data asociados con todo tipo de investigación etnográfica, por ejemplo, la situacionalidad del investigador o las relaciones asimétricas de poder, entre otras. Un ejemplo es el llamado de Lynn Stephen a “una etnografía activista colaborativa”, una forma de investigación de campo políticamente situada y responsable que no subordina “el rigor analítico a las conclusiones orientadas por una agenda política preestablecida”.102
En suma, cultura es una palabra altamente polisémica. Si bien una discusión de la evolución humana podría describir de manera provechosa y precisa a la cultura como adaptativa, en cierto modo como la piel o las garras, en circunstancias en que el cambio cultural es extremadamente dinámico, podría ser útil ver la cultura menos como la piel de un animal y más como el repertorio de un jazzista. Es cierto que las piezas individuales surgen de una tradición, pero el músico improvisa en todas sus presentaciones, tomando en consideración las propiedades acústicas del lugar, las características del instrumento o de los instrumentos, su conocimiento sobre las intenciones de sus compañeros músicos, así como inferencias sobre lo que la audiencia quiere oír. Esta analogía enfatiza aspectos de agenciamiento cultural; no podemos decir que un músico de jazz “tiene” jazz, y por lo general, decir que las personas “tienen” cultura, oculta la interacción entre estas personas y sus tradiciones. La analogía del jazz también destaca los aspectos interactivos de la cultura, pues así como la música de un intérprete de jazz depende de conectarse con una audiencia y con sus colegas músicos, la existencia de una cultura depende de la interacción. Considero esta perspectiva como una visión más genuinamente respetuosa de los esfuerzos de las comunidades indígenas actuales para lograr su autoestima, autodeterminación y autonomía.
Indigenidad
La palabra indigenidad apareció solo recientemente.103 Sin embargo, la historia de la indianidad y de los intentos de dramatizarla y apropiarla es larga. El libro de Philip Deloria, Jugando a ser indio (Playing Indian) muestra a los blancos norteamericanos apropiándose de la identidad indígena ya desde el Motín del Té (Boston Tea Party) que tuvo lugar en Boston, en 1773. Este fue un acto de protesta contra Gran Bretaña, llevado a cabo por un grupo de colonos norteamericanos disfrazados de indígenas.104 La autorrepresentación de los pueblos indígenas se produce hoy en día prácticamente en todas partes del mundo. Los pueblos latinoamericanos, tal como los pueblos indígenas de otros lugares, han aprendido desde la década de 1970 que tienen que probarles a los foráneos poderosos que ellos son “naturalmente” un pueblo y cuando sus aseveraciones son juzgadas, la naturaleza de tal “naturaleza”, es decir, sus componentes esenciales y distintivos deben ser explicitados, una cuestión que ha generado una considerable literatura. Tales afirmaciones pueden ser más fáciles de sostener en el hemisferio occidental que en cualquier otro lugar,105 dada la presencia de pueblos autóctonos en el continente americano mucho antes de la conquista europea.106 Esta prioridad histórica no significa que en casos particulares los criterios para establecer la identidad indígena siempre hayan sido fáciles de especificar, aun en relación con las definiciones oficiales.107 Tal como se señaló antes, en la práctica, las respuestas a la pregunta “¿En este momento es usted indígena, en lugar de ser meramente de ascendencia indígena?” pueden ser cuestionadas y no solamente por los adversarios. Cuando esto sucede, las definiciones en sí mismas no constituyen el problema, pues las que se consideran aceptables sin ninguna duda pueden ser formuladas.108 Algunas veces el problema es que la definición no encaja en un caso específico. Por ejemplo, mirando solo los países de Suramérica, podemos afirmar que la mayoría de la población boliviana es indígena, pero lograr que todas estas personas estén de acuerdo con los criterios para tal designación ha sido difícil, por lo menos en el pasado.109 En otros casos, el problema yace en reconciliar las identidades locales con aquellas de otros pueblos o con el concepto global de indígena. La noción de que hay un pueblo indígena único y general en el hemisferio occidental que abarca grupos tan distantes y diferentes el uno del otro, como son el ona de Tierra del Fuego y el cree del bosque boreal de Canadá, fue una idea nueva y extraña para los indígenas colombianos en las décadas de 1980 y 1990. Incluso hoy en día, algunos pueblos indígenas siguen siendo reacios a considerar la idea de que, de algún modo, son todos un pueblo. Varios grupos, entre los que se destaca el arahuaco en el norte del país, a menudo parecen recalcar su identidad única mucho más que celebrar conexiones.
Las quejas en el sentido de que los indígenas se están mistificando, romantizando u orientalizando a sí mismos —al presentarse como un Otro no occidental que encubre hechos inconvenientes o distorsiona una autenticidad “nativa”— pueden provocar respuestas acaloradas. Una respuesta es la de criticar las formas en que los actores no indígenas han mistificado y exotizado a los nativos.110 Durante mucho tiempo, los antropólogos han sido acusados de prácticas similares, de querer fijar a los nativos en la naturaleza, retratarlos como si no tuvieran historia y desalentar su modernización. Tales actitudes se fomentaron en nombre de los objetivos de la investigación científica,111 o porque la conservación de la cultura y de las prácticas tradicionales se consideraba lo mejor para los propios pueblos indígenas. Muchas veces estas luchas involucran el tema de la autenticidad, y los antropólogos a menudo sirven como sus árbitros. Veremos ejemplos de la falta de voluntad de los funcionarios estatales, algunos de ellos antropólogos, para aceptar ciertas reivindicaciones de los reclamantes sobre el derecho a la cultura, acompañados por una falta de voluntad semejante de parte de las comunidades indígenas cercanas, quienes perciben que un resultado negativo en una negociación determinada los beneficiaría. En fin, el asunto de quién califica como indígena y quién lo decide ha producido algunos de los trabajos latinoamericanistas más interesantes hoy en día.112
Otro problema recurrente surge en la retórica de la política cultural expresada en términos posesivos e individualistas. Richard Handler, en referencia al nacionalismo quebequense, escribe que “la nación y sus miembros ‘tienen’ una cultura, la existencia de la cual se deriva de y prueba la existencia de la nación en sí misma”.113 Handler argumenta que las ideologías nacionalistas de todo tipo, involucran relatos “de la cultura e historia únicas que se adhieren y emanan de las personas que ocupan [la nación]”.114 Para las poblaciones indígenas lo que generalmente se considera que comparten y poseen es una historia de opresión colonial y neocolonial, parentesco genético, arraigo geográfico y una cultura primordial. Las contradicciones emergen fácilmente, como lo muestran Joanne Rappaport y Robert Dover al criticar los criterios derivados de la antropología que usa la Organización Nacional Indígena de Colombia, los cuales están marcados por la noción de “cultura como un objeto poseído” como lo señala Handler. En cuanto a lo positivo, las listas de rasgos esencializados pueden facilitar la producción de “productos” étnicos capaces de adquirir valor de cambio y capital político, capital que ha aumentado considerablemente en los regímenes multiculturalistas actuales.115 La desventaja es que cuando los individuos, las comunidades y las etnias cambian, se exponen a acusaciones de que “ya no son indígenas”.116 Shannon Speed señala que las ideas esencializadas de los pueblos indígenas, así como su ancestral y sagrada conexión con la tierra, pueden dejar a algunas de estas personas sin la capacidad de ajustarse a los estereotipos “y por lo tanto [incapaces] de ‘calificar’ para tener derechos sobre la tierra”.117
Las autoconcepciones indígenas también pueden cambiar frente a la acción del Estado. Tales cambios pueden ser benignos o incluso útiles, como sucede con algunos (no con todos) los proyectos iniciados por el gobierno y designados para promover el turismo o visualizar la tolerancia y la cualidad humana del Estado,118 o su papel positivo frente al medio ambiente. En 1988, por ejemplo, el entonces presidente Virgilio Barco promovió una legislación para la titulación de tierras como un arma contra la degradación ambiental, para que los indígenas “sigan amándolas y cuidándolas como hasta ahora”, porque solo ellos “conocen sus secretos sus bondades, sus debilidades, y hasta sus más sutiles actitudes”.119 Veremos que la construcción genérica de la indigenidad, lo indígena, por parte del Estado, se reconfiguró para retratar a los pueblos indígenas como protectores del medio ambiente, una mirada tan esencializadora y homogeneizante como la que la precedió.120
Los acuerdos de paz firmados por los Estados, a veces, reconocen a los grupos indígenas de nuevas maneras y les otorgan una mayor autonomía, como lo ilustran los acuerdos entre los miskitos y el gobierno de Nicaragua,121 o entre los gunas (antes conocidos como kunas) y el Estado panameño.122 Sin embargo, la coexistencia con gobiernos nacionales y regionales demanda que incluso los grupos indígenas que disfrutan de la mayor autonomía, deban ser percibidos como ciudadanos leales y respetuosos de la ley de los Estados en los que residen, lo que significa que deben renunciar a la resistencia armada o incluso a cualquier indicio de que puedan contemplar la secesión. El término pacificación —involuntariamente irónico— solía ser usado para referirse a los medios de ningún modo pacíficos empleados para hacer cumplir tal cooperación.123 El nuevo y más moderado enfoque que se aplica hoy en día es el que confina en reservas a grupos previamente independientes, donde pueden mantener su diferencia cultural, aunque con el paso del tiempo este carácter distintivo entra cada vez más en una relación dialógica con la cultura nacional. Las agendas de las ONG o de agencias como el Banco Mundial también pueden desempeñar un papel y es así como una extensa literatura examina “en qué medida no solo los regímenes legales nacionales sino también internacionales […] dictan los contornos y el contenido de los reclamos e incluso de las identidades”.124
Estructura del libro
Capítulo uno: Colombia indígena
Este capítulo empieza con una breve historia del proceso organizativo indígena, seguido por discusiones sobre la Constitución Política de Colombia de 1991 y especialmente sobre su importancia para los pueblos indígenas del país. El capítulo concluye con una breve introducción a los afrocolombianos.
Capítulo dos: La cultura tukanoana y el asunto de la “cultura”
En este capítulo examino los desafíos que plantea el proceso de organización política en torno a los derechos culturales y étnicos a las teorías antropológicas sobre la cultura. La evolución del CRIVA ilustra muchas de las dificultades que enfrentan los activistas (además de las ONG y los funcionarios estatales) cuando despliegan la cultura con fines políticos. También abordo preguntas posmodernas sobre la reflexividad de los autores y la representación etnográfica, al hacer un recuento de mi búsqueda por un enfoque analítico que evitará dar la impresión de que yo juzgaba las representaciones del CRIVA sobre la cultura tukana de una manera totalmente negativa. ¿Cómo investigamos estos temas tan sensibles sin incitar al oprobio de nuestras comunidades objeto de investigación, así como de las comunidades más amplias de activistas y estudiosos?
Capítulo tres: Aumenta la presencia del Estado en el Vaupés
Este capítulo examina casos de la implementación local en el Vaupés, de políticas oficiales multiculturistas, desarrolladas a nivel nacional después de que esta región previamente abandonada se volvió el foco de un gran interés nacional e internacional debido a su alta proporción de habitantes indígenas. Un caso trata de las tensiones interétnicas que surgieron cuando funcionarios oficiales ignorantes e incompetentes trataron de lidiar con una crisis muy desafiante. Analizo cómo el estatus hasta hace poco denigrado de los nukaks cambia debido a la reciente valoración de su identidad como auténtica y a ellos como Otros radicalmente indígenas, así como el impacto de los nuevos discursos de igualdad y de hermandad indígena que ingresaban a la región. También discuto las consecuencias de los grados diferenciales de indigenidad que posteriormente son atribuidos a los nukaks y a otros dos pueblos indígenas que vivían en el departamento de Guaviare, contradiciendo la suposición general del Estado de que todos los pueblos son igualmente indígenas. Este caso muestra la utilidad analítica de la distinción entre indigenidad e indigenousness.
Además, analizo dos programas multiculturalistas llevados a cabo en el Vaupés que ilustran las consecuencias no intencionadas que pueden seguir a la implementación en áreas remotas de proyectos diseñados en la metrópoli, en especial las numerosas contradicciones expuestas vívidamente en las intersecciones dramáticas y a menudo confrontacionales, entre las nociones occidentales de etnodesarrollo y los patrones tradicionales de autoridad, producción del conocimiento y toma de decisiones colectiva. Vale la pena señalar que estas contradicciones resuenan con el concepto de fricción elaborado por Anna Tsing.125 Estos dos ejemplos también muestran cómo los agentes de desarrollo pueden terminar compitiendo encarnizadamente por los clientes indígenas.
Capítulo cuatro: El movimiento indígena y los derechos
Empiezo este capítulo describiendo una crisis nacional durante la cual activistas indígenas se tomaron numerosas oficinas del gobierno, tanto en Bogotá como en otras ciudades del país. Los debates que provocó esta acción revelan vívidamente las presiones sobre el movimiento indígena para que cambiara su discurso de militancia indígena genérica por uno de reclamo de derechos basado en la diferencia cultural específica a nivel local, así como en el liderazgo tradicional. La forma en que se desarrolló (y finalmente se resolvió) esta crisis ilustra muchos de los asuntos que han surgido en toda América Latina en los enfrentamientos entre el Estado y los activistas indígenas que intentan involucrar al gobierno en la política del reconocimiento.
Enseguida describo y comento dos ejemplos de enfrentamientos entre la ley penal occidental y las tradiciones de las comunidades indígenas con respecto a juzgar, sentenciar y castigar a los malhechores, que se desprenden del reconocimiento de la jurisdicción especial indígena por parte de la Constitución de 1991. Estos ejemplos ilustran muchas de las complejidades del pluralismo jurídico y demuestran la necesidad de examinar la vernacularización de los discursos de derechos humanos,126 para ir más allá de los conceptos trascendentes como el de los derechos humanos universales, y explorar cómo una comunidad rechaza tales discursos o los revisa y los adopta. Un aspecto particularmente interesante de estos dos casos es la cobertura mayoritariamente positiva por parte de la prensa nacional, la cual a veces argumenta que los valores e instituciones indígenas en áreas como la jurisprudencia, la espiritualidad, la gobernanza y los valores comunitarios son superiores a los valores occidentales, un giro bastante sorpresivo en un país que hasta no hacía mucho consideraba que sus comunidades indígenas requerían con urgencia su asimilación a la sociedad dominante.
El último caso analizado en este capítulo trata de derechos relacionados con la fabricación y marketing de productos que llevan la marca, por así decirlo, de la indigenidad, a lo que John y Jean Comaroff se refieren como “Etnicidad, S. A.” (Ethnicity, Inc.).127 Los esfuerzos de una compañía indígena para comercializar productos derivados de la hoja de coca expuso acciones estatales contradictorias que surgieron de las garantías constitucionales de autonomía de los pueblos, de los tratados antinarcóticos internacionales firmados por Colombia y de los poderosos intereses corporativos internacionales.
Capítulo cinco: Reindigenización y sus desencantos
Este capítulo expone varios ejemplos de comunidades colombianas que trabajan para recuperar su identidad indígena.128 Tal como he señalado, a diferencia de muchos tipos de personas que reclaman derechos y son miembros de categorías bastante claras (v. gr., mujeres o niños), se puede cuestionar a las personas que reclaman los derechos indígenas, ya sea por no ser indígenas o por no ser lo suficientemente indígenas. Dado que la Constitución fracasó en el sentido de que no provee criterios para determinar el grado de indigenidad (indigenousness) de las personas, y se recibían cientos de peticiones que solicitaban reconocimiento oficial de la indigenidad, el gobierno respondió emitiendo periódicamente requisitos cada vez más estrictos. El hecho de que los pueblos indígenas muy reconocidos también pueden oponerse a proyectos de reindigenización, se hace evidente en mi primer ejemplo, extraído de la investigación de la antropóloga Margarita Chaves en el departamento de Putumayo. Este ejemplo ilustra el argumento de varios estudiosos de que, en general, cuanto mayor es la cantidad de capital (simbólico, cultural, político o económico) que se adhiere para establecer el indigenousness, más se vigilan estrechamente esas fronteras.
Mi segundo ejemplo se refiere a la crisis que surgió cuando una comunidad perteneciente a un pueblo reindigenizado abrió ilegalmente un camino que atravesaba parte de un parque arqueológico declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Varias contradicciones importantes, inherentes a los discursos y prácticas relacionados con la política indígena, se hicieron plenamente visibles, algunas surgidas de una noción inestable de indigenidad. Analizo los crecientes vínculos que se vienen estableciendo entre los discursos de indigenidad y patrimonio, así como de marketing y patrimonio y en particular la noción de la Unesco de patrimonio cultural inmaterial.
Después discuto los proyectos de reindigenización urbana al observar los esfuerzos de recuperación en dos cabildos que se autoidentifican como muisca, un pueblo que existió en las épocas precolombina y colonial. Dichas comunidades desafían la suposición común en Colombia de que los derechos indígenas están atados a un territorio, lo que Bocarejo denomina el excepcionalismo espacial de los derechos multiculturales.129 Continúo con la discusión de mis reacciones inicialmente ambivalentes a estos dos proyectos y luego contrasto los desafíos que enfrentan los cabildos muiscas con aquellos que encara una comunidad de refugiados tukanos que vive en Bogotá, que a su vez han formado un cabildo y también están buscando formas de hacer performance de la indigenidad en entornos urbanos. Estos dos ejemplos en su conjunto permiten profundizar en la exploración del asunto de la autenticidad y en particular del papel de los antropólogos como autenticadores. A modo de conclusión, si algún lector cuestionara la utilidad de escribir sobre la indigenidad y los movimientos indígenas, lo remitiría a un ensayo de Marshall Sahlins, en el que señala como una de las “mayores sorpresas” para la antropología de finales del siglo XX, la explosión de la sobrevivencia, la autoafirmación, la organización y el empoderamiento indígena.130 Una segunda pregunta podría ser la siguiente: dado que cerca del 30 % de los ciudadanos colombianos son de ascendencia africana y solo una muy pequeña minoría, menos del 4 % son indígenas, ¿se debería escribir un libro sobre la indigenidad en Colombia? Las respuestas que incluyen, entre otras, un importante cambio constitucional, un amplio apoyo nacional a los derechos indígenas y una situación excepcional en lo que respecta al pluralismo jurídico, se hacen evidentes en las páginas a continuación. A través del examen de cuatro nociones fundamentales para las luchas indígenas en todo el hemisferio (multiculturalismo, cultura, derechos e indigenidad), de la forma en que estas nociones se han desarrollado en un país determinado, en una época específica de cambio transformador y tal como fue visto y entendido por una etnógrafa en particular, abarco esta historia y estos conceptos clave de dos maneras: en primer lugar, a través de una serie de casos etnográficos, cada uno objeto de un comentario histórico y teórico; en segundo lugar, a través de una mirada reflexiva sobre mi propio trabajo de campo y mi trabajo investigativo y analítico, es decir, de la trayectoria profesional de una antropóloga que trabaja para darle sentido a lo que ha observado a lo largo de cincuenta años en un país que llegó a importarle profundamente. Inevitablemente, son inseparables las historias de los casos y el cómo llegué a conocerlos.
Notas
1 Un departamento colombiano es equivalente a un estado en Estados Unidos.
2 Véase Sieder 2002, 4-5 y Yashar 1996 y 2005.
3 Nótese que Colombia, considerada una democracia, no pasó por este proceso.
4 Múltiples movilizaciones y otras formas de protesta tuvieron lugar más temprano en el siglo XX; véase por ejemplo, Becker 2008.
5 Neoliberal se refiere a la noción que parte de la presunción que limitar la interferencia del Estado en el mercado aumenta la libertad personal.
6 Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Venezuela. Véase Hooker 2005, 285.
7 Aquí discurso se refiere a la noción de Foucault de modos de representación que él argumenta construyen realidades sociales. “Las formaciones discursivas constituyen (más que simplemente limitan) las formas que tienen las personas de concebir el mundo, a ellas mismas y a otros a su alrededor […] formas más o menos coherentes de representación de un ámbito dado de actividad y experiencia” (Wade 1997, 97).
8 En 1993 tuvo lugar un tercer encuentro en Río de Janeiro.
9 Varios autores han analizado este vínculo: por ejemplo, Varese 1996; Brysk 2000; Conklin y Graham 1995; Conklin 1997 y 2002; Ramos 1998 y Ulloa 2004.
10 Véase “Los 82 pueblos indígenas de Colombia: Por la autonomía, la cultura y el territorio” 1996, 25. Por ejemplo, en 1997 el proyecto de recolección de muestras de sangre de la Pontificia Universidad Javeriana fue fuertemente criticado como biopiratería (“No patentamos genes: U. Javeriana” 1997).
11 Un Estado corporativista negocia con grupos de interés, como sindicatos y empresas para manejar una economía política nacional. Además, es mucho más intervencionista que un Estado neoliberal y a través de la asimilación busca lograr una identidad nacional homogénea.
12 Véase, por ejemplo, Warren 1998.
13 Véase Hooker 2005, 285.
14 Entre los acuerdos posteriores está la Declaración de las Naciones Unidas del 2007 sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
15 Van Cott 2000.
16 Postero 2013, 108.
17 Turner 1999, 69.
18 Yo uso la palabra pueblo, una palabra que puede significar tanto “grupo” como “población” para indicar tanto una comunidad indígena local como un grupo más grande y oficialmente reconocido. Este término es reconocido internacionalmente; véase Lucero 2006, 41.
19 “Ojo a los indígenas” 2004.
20 Véase Bergquist, Peñaranda y Sánchez 2001.
21 Véase Jackson 2005; Villa y Houghton 2005 y Mercado 1993.
22 Las convenciones para usar el término indio varían en los estudios latinoamericanos. Muchos autores evitan la palabra porque sigue siendo altamente peyorativa en distintos contextos. Canessa usa la palabra indian (cognado de indio) —y él no escribe la palabra con mayúscula— precisamente para recordarles a los lectores la larga historia de opresión colonial y arguye que mientras indigenous (indígena) puede adquirir cada vez más un valor simbólico, muchas personas no tienen acceso a este y permanecen indios (2012, 7). La última palabra la tiene Clifford: “no hay un nombre universal satisfactorio: indígena, nativo, aborigen, tribal, Indio, Nativo Americano, Primera Nación […] Dependiendo de dónde uno se encuentre y de quién esté prestando atención, uno se arriesga a ofender o a parecer culturalmente insensible” (2013, 10).
23 Rathgeber 2004, 115: “Resguardo indígena cierra sus puertas a los violentos” 1999.
24 “Tregua indígena con ‘paras’” 1998.
25 Kirk, 2003.
26 En ese momento el Vaupés colombiano era una comisaría con un gobierno designado por el gobierno central. Hoy es un departamento.
27 Téngase en cuenta que “grupo del complejo cultural tukanoano” se refiere a una unidad social, un clan patrilineal. Algunos de estos grupos (por ejemplo, el tukano, el bará, el siriano, el tatuyo, el cubeo, el carapana) están afiliados a la familia lingüística tukanoana oriental; otros, por ejemplo, el tariana, a la familia arawak.
28 No por falta de intentos; véase de Friedemann 1984b, 412-414.
29 También se pueden encontrar contraataques por parte de antropólogos que critican el movimiento de recuperación cultural de los Native Americans en Estados Unidos. Véase, por ejemplo, Clifford 1990.
30 Nótese que los antropólogos también han ayudado a los pueblos indígenas en muchas luchas largas y sangrientas por los derechos a la tierra y a la autodeterminación. William Sturtevant declaró a favor de los wampanoag en un juicio que discute Clifford (1998). Además, algunas veces el historiador o etnógrafo es también un miembro del grupo que se está estudiando. La problemática y compleja naturaleza de la oposición entre los conceptos nativo y antropólogo, a menudo se examina mejor mirando las instancias en las que se superponen; véase por ejemplo, Sanjek 1983.
31 Westerman 1969.
32 Deloria 1969.
33 Clifford 1968. James Howe aborda este tema en un libro sobre las numerosas personas de afuera (y más recientemente, de adentro) que han escrito sobre los guna de Panamá (2009, 238-251).
34 Friedman 1994, 140.
35 Field 1999.
36 Algunos académicos, entre ellos Ruth Benedict y Margaret Mead (quienes pertenecían a una escuela de pensamiento surgida en Estados Unidos y conocida como cultura y personalidad) abordaron algunos aspectos de la identidad, pero bajo la rúbrica de la personalidad.
37 Véase Lawler 2008, 7.
38 Lawler 2008, 2.
39 Brubaker y Cooper 2000, 8.
40 Bucholtz y Hall 2004, 374.
41 Brubaker y Cooper 2000, 8
42 Clifford 1997, 48.
43 Véase Hall 1996, 4.
44 Lawler 2008, 3.
45 Véase Wade 2000, 97.
46 Estos sistemas ordenan el mundo social mediante la creación de categorías estandarizadas que designan a los otros relevantes, tanto individuos como grupos. Junto con sus principios subyacentes de inclusión y exclusión, ellos reflejan el sistema social más amplio y casi siempre expresan disparidades de poder.
47 Gooding-Williams 1998, 23.
48 Brubaker y Cooper 2000, 23.
49 Collins 2001, 687.
50 Kaltmeier y Thies 2012, 237.
51 Latorre 2013, 68.
52 Véase la discusión de Faudree sobre la distinción entre indigenidad e indigenousness (2013, 103).
53 Chatterjee 2014.
54 Tanto Faudree (2013, 31) como Clifford (2007, 211) utilizan la frase “multiculturalismo gestionado”.
55 Povinelli 2002, 25.
56 Kapila 2008, 118.
57 Niezen 2009, 40.
58 La sociedad civil hace referencia a las instituciones no gubernamentales y no comerciales de un país, incluyendo la familia.
59 Vale anotar el agudo punto de Mehta sobre cómo los sistemas políticos basados en el liberalismo incluyen a todos como ciudadanos, pero excluyen a aquellos que las clases dominantes no consideran capaces de gobernarse a sí mismos (1999).
60 Véase Rajagopal 2003, 264. Aunque Eriksen ve que el proyecto de formación del sujeto del neoliberalismo es “‘el individuo responsable, limitado, autónomo y maximizador’, que es simultáneamente un agente moral y una persona racional, aunque plenamente responsable por sus acciones”, de hecho está caracterizando el objetivo del liberalismo (2015, 917).
61 Bocarejo 2011, 98.
62 Eriksen 2015, 914.
63 Véase Nash 2001 y Stephen 2002.
64 Véase, por ejemplo, Bessire 2014, 187.
65 McCormack 2011, 282.
66 Véase Ong 2006.
67 Burman 2014, 253.
68 Goodale 2010, 493.
69 El liberalismo sostiene que proteger y ampliar la libertad individual debe ser la preocupación central de la política.
70 Goodale 2009, 29.
71 Véase Bonner 2014.
72 Muchos, aunque no todos los puntos que sostengo, se aplican también a la movilización afrodescendiente.
73 Orta 2013, 109-110.
74 Orta 2013, 110.
75 Radcliffe 2010, 302.
76 Hale 2006, 219.
77 Larson 2014, 241.
78 Orta 2013, 118.
79 Eriksen 2015, 916.
80 Hale 2011, 198.
81 Véase Martínez Novo 2009, 120-121.
82 Eriksen 2015, 915.
83 Hale 2002, 491.
84 Bessire 2014, 177.
85 Martínez Novo 2009, 22.
86 Larson 2014, 241.
87 Postero 2006, 18 y 225.
88 French 2009.
89 Sujatha Fernandes, Who can Stop the Drums?, 23 (citado en Gustafson y Fabricant 2011, 7).
90 Postero 2006, 8.
91 Eriksen 2015, 916.
92 Hale 2002, 493.
93 Kroeber y Kluckhohn 1952.
94 Dressler 2015, 20; véase también Hippert 2011, 91 y 96.
95 Collins 2001, 687.
96 Yúdice 2003.
97 Kapila 2008, 120 y 121.
98 Véase Rojas 2011, 191.
99 Escárcega 2012, 207.
100 Barker 2011.
101 Véase Briggs 1996; Veber 1998 y Jackson 1999.
102 Stephen 2007, 322. También véase Hale y Stephen 2013; Hale 1997; Fabian 1999; y Escobar 2008. Para una discusión muy instructiva de estos temas tal como se presentaron en una situación de investigación concreta en Cauca, véase Gow 2008, 21-58.
103 Si bien el término indígena y sus cognados han existido desde hace tiempo, el término indigenidad emergió como una categoría legal y jurídica durante la era de la Guerra Fría; véase Graham y Penny 2014, 4. Como ya se anotó, mi utilización del concepto de indigenousness (grado de indigenidad) también recientemente acuñado, se refiere a calidad y cantidad.
104 Deloria 1998.
105 Por ejemplo, véase la discusión de Merry sobre los hawaianos nativos (1998).
106 El hecho de que no hubiera “pueblos indígenas” antes de la llegada europea demuestra que el concepto ha sido construido.
107 Véase Lucero 2006; Canessa 2007.
108 Por ejemplo, la Subcomisión para la Prevención de la Discriminación y Protección de las Minorías de las Naciones Unidas define “indígena” de la siguiente manera: “Son comunidades, pueblos y naciones indígenas los que, teniendo una continuidad histórica con las sociedades anteriores a la invasión y precoloniales que se desarrollaron en sus territorios, se consideran distintos de otros sectores de las sociedades que ahora prevalecen en esos territorios o en partes de ellos. Constituyen ahora sectores no dominantes de la sociedad y tienen la determinación de preservar, desarrollar y transmitir a futuras generaciones sus territorios ancestrales y su identidad étnica como base de su existencia continuada como pueblos, de acuerdo con sus propios patrones culturales, sus instituciones sociales y sistemas legales. (“Estudio del Problema de la Discriminación contra los Pueblos Indígenas” Doc.ONU https://www.un.org/esa/socdev/unpfii/documents/workshop_data_background_es.htm).
109 Véase Canessa 2012.
110 Véase Berkhofer 1979.
111 Véase Bodley 1990.
112 Un excelente ejemplo es la discusión de Rappaport sobre “desindigenización” en Cumbal, Colombia (1994). Hay una vasta literatura sobre Native Americans (indígenas de Norteamérica) con respecto a este tema; véase por ejemplo, Barker 2011; Lomawaima 1993; Sturm 2002; Strong y Van Winkle 1996.
113 Handler 1988, 51.
114 Handler 1988, 154.
115 Rappaport y Dover 1996, 27-30. Cabe notar que indigenousness (o grado de indigenidad) también tuvo a veces un valor en periodos anteriores. Sumado a la discusión de Deloria de los blancos “jugando a ser indios” (1998), en el musical de Broadway Annie Get Your Gun, la protagonista (evidentemente blanca) canta “¡Yo también soy india!”. Basso describe cómo los turistas en el territorio tradicionalmente considerado indio en Estados Unidos hablan sobre sus tatarabuelas que supuestamente habían sido princesas cherokee (1979, 61).
116 Gros 1991, 206-214.
117 Speed 2006, 72-73. Véase también Occipinti 2003.
118 La Ley NAGPRA de 1990 en Estados Unidos (Ley de Protección a las Sepulturas Nativas y la Repatriación) es un ejemplo.
119 Henríquez 1988.
120 Véase del Cairo 2012. Cf. Conklin 2006 sobre el asunto de la relación entre ambientalismo y comunidades indígenas.
121 Véase Hooker 2005, 294 y Beyerlin 2015, 343.
122 Howe 1998.
123 Véase Bodley 1990 y Maybury-Lewis 2002.
124 Cowan, Dembour y Wilson 2001, 11.
125 Tsing 2005.
126 Merry 2006.
127 Comaroff y Comaroff 2009.
128 Véase la clasificación de Nagel sobre los tipos de revitalización de la cultura: renovación, revisión, recuperación y restauración (1997, 46). ¿Cuáles caerían bajo la rúbrica de “reindigenización”? es una pregunta interesante.
129 Bocarejo 2012, 669.
130 Sahlins 1999.