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Los retratos de Jean-Luc Nancy
JL: Aquí estamos, libres para empezar. Espero que esté de acuerdo conmigo en que el comienzo siempre es libre, siempre está separado de un principio: partiendo de nada es como abrimos y configuramos un espacio. Así es como nacemos, y también como empezamos a dibujar: «Estampo un punto allá donde me place»[1], escribe Alberti, y el punto se convierte en línea, trazado, forma…
Podríamos comenzar el esbozo de su pensamiento colocando nuestro lápiz sobre el retrato mismo, para realizar el retrato de un filósofo, usted; y lo primero que veo es que es usted un filósofo del retrato. El nacimiento del retrato está ligado para usted al nacimiento del sujeto; el sujeto del retrato es el propio sujeto, un sujeto expuesto, pero también un sujeto que se expone, que da otra configuración al espacio a partir de su propia mirada: el retrato nos observa, como la libertad misma (así lo ha escrito usted en una obra sobre este asunto). Recientemente, en L’Autre Portrait, ha partido (o ha vuelto a partir) usted de la idea de que esa mirada excede el cuadro, que en él el otro se presenta y se retira (retrato es ritratto en italiano, palabra que aporta un segundo sentido, inexistente en francés, a saber, el de «retirado»), que su intimidad sólo se muestra sumergiéndose en ella misma. De ahí que el arte contemporáneo tienda a volver accesible esa retirada del otro, a mostrar el desvanecimiento de la figuración sin que la figura deje de fascinarlo, lo que conlleva cierta insistencia en la superficie pictórica, en el cuadro, que deshace el rostro en el detalle de las formas o lo ahoga en el color. Estamos, por lo tanto, ante un cierto final del retrato, vinculado al final de la filosofía: la verdad ya no se muestra, la evidencia del sujeto se retira. El otro retrato sería, en consecuencia, indisociable de lo que usted afirma acerca del estilo filosófico: «se necesita otro gesto», y ése es «el desafío del trabajo filosófico contemporáneo»[2].
Se necesita otro estilo, que no se desvanezca más ante la presentación de la cosa misma, que insista en la escritura, en sí mismo como separación y sacudida de la verdad. Cierto es que, para un filósofo, colocar el lápiz en un punto es emplearlo para escribir, no para dibujar sino para pasar a otro estilo de retrato, que arroja una mirada sobre el mundo… Para hacer o rehacer ese gesto, ¿podría hacer usted su propio retrato, un retrato del hombre y del filósofo, tal vez no en toda su verdad, pero sí conforme a la verdad?
JLN: Si he trabajado sobre el retrato, cada vez ha sido por un motivo contingente, procedente del exterior, de otra persona. Por lo demás, lo mismo ha ocurrido con la gran mayoría de los temas sobre los que he trabajado (con la excepción, creo yo, de «el sentido», «el cristianismo» y «el sexo»). Hago esta observación porque, sin duda, mi retrato empieza por ahí, por esa permeabilidad o receptividad a las circunstancias. Incluso la filosofía, en cuanto disciplina y vía de estudios, me vino sugerida por mi profesor de último año de secundaria. No niego que hay una parte que tira –una parte re-tirada– de mí, pero me he preguntado muchas veces si a mí solo se me hubiera ocurrido la idea de «hacer filosofía».
La verdad es en primer lugar un conjunto de impresiones recibidas. Desde luego, no sabría identificarlas todas… Pondría en primer término las que me hicieron descubrir muy joven la posibilidad de interpretar un texto. Se trataba del texto bíblico, estudiado en un marco que no era el de la escuela, y así es como descubrí la posibilidad propiamente dicha de estudiar los textos, mucho antes de hacerlo en la escuela. Descubrí que leer podía consistir en algo distinto a asimilar un conocimiento o a seguir una historia, que la historia podía adquirir diversos sentidos y que el conocimiento venía en menor medida dado por el libro que por la interpretación de la lectura. Mucho más adelante me pareció ver claro que mi inclinación por la filosofía procedía de ahí, y ello de una manera muy sensible y activa, como si yo hubiera sentido formarse el sentido, componerse lentamente, primero casi en secreto, después por efecto de diversos procedimientos (análisis, interrogación…), de manera parecida a como los gusanos y otros animales surgen de la tierra al hurgar en ella.
También podría explicarlo como si entonces hubiera visto formarse imágenes parecidas a retratos: portadoras de palabras, de voces, tal vez de rostros, de figuras desfiguradas pero a pesar de todo esbozadas que transmitían las palabras de los sentidos revelados por la interpretación. Era como si el texto hiciera aparecer en su superficie sujetos parlantes, o bien crecieran sobre él o a partir de él, o flotaran sobre su superficie líquida, móvil, imprecisa. Por otro lado, creo que muy pronto, incluso antes del momento del que estoy hablando (que debía de ser cuando yo tenía 12 o 13 años), las imágenes ya hablaban. Quiero decir que, en la naturaleza, una madera, un árbol, un castillo en ruinas o un campo de vides tenían una elocuencia propia, o tal vez, mejor que una elocuencia, un fraseo, un tono… Y en los libros ilustrados (fueran los de Julio Verne, El pequeño Lord, La historia de la armada, El amigo Fritz, Los grandes inventos…), las imágenes constituían encarnaciones o, más bien, epifanías importantes y necesarias del texto. Para mí, incluso en la actualidad, Balzac, por ejemplo, es inseparable de los grabados de Johannot (si no recuerdo mal…; como mínimo, era uno de los grabadores de la época). Evidentemente, no se me escapa que me refiero a libros que apelaban a la imagen porque estaban escritos en referencia evidente a hechos, a escenas concretas. Pero los libros que he leído después y que ya no llevaban imágenes (pienso, por ejemplo, en Proust o en Faulkner, y también en los libros de filosofía), han sido para mí siempre libros ilustrados o imaginativos, en el sentido de que hacen emerger, como quien dice a la superficie del agua, rasgos, tonalidades, colores, aspectos. Además, son indisociables de las imágenes de sus autores. Para muchos lectores, tal vez incluso para todos, el texto de Descartes está inextricablemente ligado a su retrato, a uno de sus retratos más conocidos. Si hablo de Descartes, me parece que veo flotar en filigrana sus cabellos, su mostacho y su mosca de mosquetero, y que me hablan o, más bien, que hablan en el texto, no porque lo pronuncien, sino porque dicen algo en su interior.
Hablo de esto para llegar sin más preámbulo a lo que constituye la otra cara de mi atracción por las imágenes (paso por alto todas las horas dedicadas a contemplar las láminas de cuadros del Larousse de mis padres…): la plena conciencia de no saber cómo es mi semblante, de que mi semblante está completamente expuesto hacia fuera y es imposible que gire hacia mí. Nunca me ha interesado el espejo, siempre me ha parecido un elemento extraño, no sólo infiel por la inversión de los lados, sino también distanciado de todo el alejamiento de esa falsa profundidad cuya falsedad resulta ineludible, como si abriera una falsa apertura tras la que en realidad no hay nada. Recuerdo todas las reticencias que me causaba el motivo de «el otro lado del espejo», cómo pensaba que, cuando nos muestran o nos describen el atravesamiento del espejo, hay que licuar el espejo y confesar así que hemos dejado atrás las condiciones dadas de partida.
La verdad, por lo tanto, puesto que usted me propone esa palabra… la verdad es tal vez un cierto saber sobre lo que ella es, siempre ahí delante, afuera, siempre alejada, por poco que sea; de que hay que observarla y que jamás la encontramos en nuestro interior. Que no hay un «nuestro interior». Que lo íntimo tiene siempre su «interior intimo», que necesariamente es un «exterior extimo». Tampoco se trata de un allende o de un afuera inaccesible o peligroso, sino de un ahí delante en el que podemos avanzar, por el que podemos ir, incluso deambular, pasearnos en todo caso o vagabundear. Siempre me he interesado en multitud de materias, ¡y bien que me lo ha reprochado la Universidad! Toco todos los temas, y eso en principio no es algo bueno, pero lo hago porque todo me atrae, me intriga, me llama, me excita… Es también otra forma de diversificar y descomponer esa figura mía que se me escapa. Tal vez corro tras todos los fragmentos con los que podría volver a componer una figura ausente. De repente me viene a la cabeza Osiris y, por supuesto, el falo que le falta. Era inevitable, así que debo confiarme a Isis. De Isis paso a «Los discípulos de Sais», que al final de la iniciación no descubren bajo el velo levantado más que su propio semblante, o nada en absoluto, o la equivalencia de esas dos cosas. Y esa equivalencia es la diosa misma (rehago a mi modo una historia que he olvidado).
JL: Si hay una historia que uno puede olvidar y rehacer, es precisamente ésta: el discípulo de Sais ve la verdad pero no puede decir nada sobre ella (Schiller), mientras que Novalis duda entre tres rostros (vemos la naturaleza, su amante, nos vemos a nosotros mismos, ¡«milagro de milagros»!). Del velo podríamos pasar a la túnica que cubre todo el cuerpo, y pasar de Isis a su estatua, que sólo se puede desvelar si ya lo ha hecho ella misma, en un breve instante suspendido del que surge el erotismo de la piedra.
Lo que nos remite… a sus textos. En primer lugar, a un libro ilustrado por François Martin, La Pensée dérobée[3]. Allí cita la siguiente frase de Bataille: «Pienso tal como una muchacha se quita su vestido». Así es como se revela la verdad, es decir, como se muestra al desnudo, con una desnudez que no da paso a otra cosa sino a una desnudez mayor aún, a una evidencia más palmaria aún, es decir, a un enceguecimiento cada vez mayor. Aquí el saber frisa con el no-saber, y eso es, según usted, lo propio del pensamiento moderno. También me viene a la cabeza un texto que habla del misterio sin misterio del semblante o del cuerpo de la verdad, y en el que usted muestra que pensar es saber detenerse ante el cielo o ante un árbol, y añade que «es más complicado si hablo de detenerse ante la cámara de cine, ante la cámara de fotos, ante el micrófono»[4]. Esa dificultad, nos dice usted, procede del hecho de que son objetos técnicos, de que no basta con desvelar la naturaleza, de que también hay que detenerse ante «nuestro» misterio, el de la técnica. Pero, cuando lo leo, yo veo otra dificultad: usted escoge aparatos que registran o amplifican la imagen o la voz de quien se encuentra delante de ellos… ¡y eso es un nuevo más allá respecto del antiguo espejo! Por último, pienso en un obra que verdaderamente ha sido recibida como un acontecimiento, como una vía inusitada, L’Intrus, escrita en primer persona, en la que su cuerpo se expone y se abre a una operación técnica, un trasplante que le hace vivir con el corazón de otra persona.
Por todo ello le planteo una pregunta: si los «retratos del pensamiento», por citar el título de una bella exposición organizada en Lille, evolucionan con el curso de la historia, si estamos más allá de la magnificación del cuerpo pensante a la antigua o de la imagen del pensador como monje ascético, ¿qué retrato podemos hace del pensador en la época de la técnica?
JLN: Tal vez me atrevería a proponer un retrato sonoro, no visual. El retrato visual del «pensador» privilegia una mímica y/o una actitud que plasma, que expresa la concentración, la meditación. Domina en él la idea de una interioridad tensa, recogida sobre sí misma, cuya densidad aflora en el ceño fruncido, en los labios apretados… Me parece que en la actualidad (o al menos eso es lo que ocurre en mi caso, aunque no creo ser el único) pensar es una actividad que acontece ante todo en o como un conjunto de resonancias, fricciones, ecos, deslizamientos y chirridos. Es posible que en primer lugar se haya producido un cierto ruido de armas en el que llevamos sumidos hace ya mucho. Desde hace tiempo, los conflictos (guerras, revueltas, estallidos sociales, raciales, guerrillas) nos han acostumbrado a las explosiones, las deflagraciones, las detonaciones, las ráfagas destructoras, así como al estruendo sordo de los bombarderos, de los carros, y a los silbidos agudos de los cazas en picado, de los misiles… Al mismo tiempo se ha producido la transformación de todo un universo sonoro, las ciudades se han vuelto mucho más ruidosas (automóviles, máquinas que excavan, demuelen, martillean) y las músicas han adquirido un carácter eléctrico, ronco, áspero. Por su parte, el campo está repleto de tractores, de trenes de alta velocidad, de cosechadoras. La radio o la televisión nunca se encuentran demasiado lejos, como tampoco los jóvenes con auriculares, de donde nos llega un sonido amortiguado pero intrigante, sincopado, que anima con su ritmo la cabeza de su portador. Los teléfonos suenan de improviso por todas partes. Sí, yo creo que pensamos en medio de toda esa red, cuya propiedad más destacada es la de detenerse poco en la figura, la forma reunida, reabriéndose sin cesar hacia la búsqueda o la solicitud de envíos más lejanos, de rebotes o de despegues, de huidas, de desapariciones y de retornos, de suspensiones y de timbres que chocan entre sí. La característica general sería la de que todo eso se envía y se reenvía, resuena, salta y se aplasta, tintinea o resopla, se amplifica o se corta, lentamente o de golpe.
Este caos, este incesante nacimiento y este desvanecimiento siempre inminente del sonido, de la transmisión, del transporte, de la aproximación y de la huida de lo lejano, me hace pensar en la agitación de un pensamiento sorprendido, sacudido, apelado o convocado desde muy lejos o desde muy cerca. ¿Acaso es un azar que en el análisis de la inevitable resonancia de la voz supuestamente silenciosa de una presencia-a-sí Derrida haya abierto lo que dio en llamar «différance», es decir, distensión infinita de todo ser sí mismo, de todo ser, a secas. En Deleuze, la tensión sonora, o la tensión de lo sonoro, ocupa un lugar muy particular, pues el sonido tiene el privilegio de la «desterritorialización». Por otro lado, me parece que la música, Varèse, para simplificar, se ha vinculado de numerosas formas al nacimiento del sonido, a sonoridades nacientes y, por lo tanto, murientes, que ponen de relieve las tensiones crecientes o decrecientes, las variaciones, las repeticiones, las conexiones y las desconexiones, los desvanecimientos. Como si estuviéramos en un mundo de fuga, en todos los sentidos posibles de la palabra: huida, fugacidad, carrera en la que uno alcanza al otro y después lo pierde, retorno y transformación del tema, escapada fulgurante o secreta, vagabundeo y regularidad. Maquinismo e interferencia, taladro neumático y estridencias, jadeos, sacudidas.
Un pensamiento que se oye a sí mismo traquetear, zumbar o bien estridular, rechinar, restregar, desenrollar, raspar. Ni siquiera en el bajo continuo de un encadenamiento obligado de razones e impresiones reina la intención, el propósito de una imagen, de un cuadro del mundo o del ser. Prima más bien una captación furtiva de conjunciones, de pasajes, de derrames o de desbordamientos. Una invasión, sin duda alguna, pero con sus cadencias, sus tiempos y contratiempos. No lo escuchamos, puesto que falta la forma, pero lo oímos. Decimos que hemos oído algo. Algo se ha roto, se ha deslizado, ha patinado, ha rechinado o ha pitado. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué oímos acercarse o alejarse?
JL: Como es usted el que plantea la pregunta, le voy a responder: lo que oímos acercarse o alejarse tal vez sea justamente el yo, el ego. O, como mínimo, tal vez usted mismo habría respondido «yo» cuando escribió una de sus primeras obras, Ego sum. Se trataba ya de aguzar el oído para oír el texto de Descartes, «el murmullo del sujeto que ahí se enuncia y se desploma». Ciertamente, Descartes pretende dar al mundo la claridad de un cuadro, y ese cuadro lo presenta, por encima de todo, él mismo, el sujeto fundador de todo conocimiento. Pero, más allá, el cuadro no domina si escuchamos los mismos ruidos que el autor: «He resuelto –nos dice– ocultarme detrás del cuadro para escuchar lo que se diga de él». Usted comenta: «El autor del método sólo puede presentarse mediante una pintura, y esta pintura es a la vez su propio original y la máscara del original que se disimula, a dos pasos, detrás de su retrato»; aunque también añade: «tal vez el cogito únicamente pueda oírse mediante la escucha de quienes ven el cuadro»[5].
Por lo tanto, la evidencia cartesiana nunca es una visión clara y distinta de sí, puesto que no podemos vernos directamente, vernos viendo. Sólo podemos ver la visión, precisa usted, a través de un ojo muerto, como hace Descartes, observando la aparición del mundo en una pintura ingenua a través de un ojo de buey despojado de su parte posterior. Así, en Descartes, el mundo se convierte en la fábula del sujeto que ve a través de otro ojo, que oye una voz que no es la suya, como aparece claramente escrito en el libro que lee el filósofo pintado por J. B. Weenix: «mundus est fabula». En esta fábula, el propio sujeto se oye sin captarse, asegurándose de su existencia, «pienso, soy», tan sólo en el momento en que pronuncia esas palabras, pero también en el momento en que esas palabras se le escapan, hasta el punto de que el sujeto se retira o se suprime de su propia enunciación. La escritura del sujeto es finalmente la de ese último ardid, la de esa última eliminación…
Como ha dicho usted hace un momento, los cabellos, el mostacho y la mosca de mosquetero de Descartes aún le hablan hoy en día; usted ve ese retrato, el juego de máscaras que implica, y Descartes se revela aún cerca de usted, que no puede ver ni su propio rostro ni su retrato.
Me gustaría que nos hablara un poco más sobre esa proximidad, es decir, sobre su concepción de la historia de la filosofía: ¿qué hacer con los filósofos anteriores, cómo verlos, oírlos, leerlos?, ¿cómo pueden ayudarnos a pensar nuestro presente, es decir –y ahora me hago eco de la pregunta que usted ha planteado antes–, de lo que se aleja y se acerca?
JLN: Lo que se aleja y lo que se acerca, o lo que se acerca, en lo que se acerca: las tres cosas juntas. Se da ese movimiento complejo de retirada en el acercamiento, de rechazo o de evasión de lo que se presenta, y singularmente de la filosofía o del filósofo que supuestamente lo encarnaba. La filosofía y el filósofo se ocultan mutuamente o se denuncian mutuamente, puesto que la una dice que nadie puede ser «el filósofo» y el otro dice que no hay «filosofía». Malebranche dice que no hay que creer ni a Aristóteles ni a Descartes sino «meditar con ellos, como ellos lo han hecho». Me sé esa frase de memoria desde hace cincuenta y cinco años, porque su precepto siempre me ha dejado admirado y perplejo: ¿cómo entender el «con» y el «como»? (Perdóneme: he comprobado que mi cita es un poco inexacta, pero el sentido es ése.) Malebranche parece comprenderse a sí mismo. A su juicio seguramente haya una seguridad disponible, en virtud de la cual la verdad se hace conocer mediante toques y tonos diferentes, pero de la misma procedencia y con la misma destinación. Para él, esa seguridad está «en Dios». Sin embargo, no deja de llamar la atención que justo a continuación escriba que hay que remitirse a la voz del maestro común y, con ello, «a la convicción interior y a los movimientos que uno siente al meditar». Por lo tanto, hay una sensibilidad meditante o meditativa que sirve como comunicación de «la voz del maestro común», la cual, en definitiva, parece modelar la «convicción interior».
No trato de realizar una exégesis precisa de Malebranche: recurro a él en virtud de una convicción íntima o de lo que siente mi meditación. Siento que se trata de un movimiento profundo de confianza en un «sentido», precisamente, que debe ser un sentido de la verdad, puesto que ella ha de revelarse no sensible. Siento que todo filósofo (un nombre que designa la filosofía en acto, en ejercicio, en praxis) es un sintiente de esa clase. Por ejemplo, Kant siente que la verdad «nada tiene que ver con la razón», es decir, como una tensión infinita y verdaderamente penosa, incluso peligrosa. Platón muestra una sensibilidad análoga cuando describe la dificultad de liberar al que se va a forzar a volverse hacia el día y a ascender hasta la admiración.
La misma tensión –¡no una intención sino una tensión!– se modula cada vez de una manera inédita, y ella es lo que podemos compartir. Es ella la que se apodera de uno en un momento determinado, conforme a circunstancias que vuelven a lanzar y a modelar la fuerza de esa… ¿cómo llamarla? ¿Inquietud? ¿Deseo?
En todo caso, es cierto que no hay que conceder demasiada importancia a la «seguridad» de la que he hablado hace un momento. Esos grandes racionalistas parecen tener esa seguridad, es verdad, pero ello se debe más bien a un tono propio de la época, y qué duda cabe de que nunca ha habido una seguridad en Dios o en la razón completamente exenta de cierta duda. Dios era el nombre claramente no-nombrable de una seguridad convencida de que no podía dejar de ser no-nombrable y no-presentable. Tal vez habría que añadir que Dios estaba muerto desde el primer momento, en el huevo mismo, si se me permite hablar así. El edificio grandioso del ser y de su saber nunca ha existido. Ha habido figuras diversas, complejas, inconciliables, que se sabían tales, que sabían que penaban y se atormentaban aunque se mostraran llenas de seguridad.
Ese tormento es lo que nos ha quedado en herencia. Es la seguridad secreta, la que tiene la certeza de que, al exigir un «principio de razón suficiente», ya ha retirado de él toda suficiencia.
Cierto es también que hemos pasado por una tonalidad marcada insistentemente por el abismo, por lo que no tiene fondo, por la falta estructural y sustancial. Para muchos ha sido una especie de seguridad deformada.
Pero la herencia se enriquece con toda clase de cosas. O, mejor dicho, se trata menos de una herencia que de una compañía. Cada vez somos más contemporáneos de todo aquello que nuestra visión presenta como nuestros predecesores. Indudablemente, lo que conserva una memoria no ha pasado, sino que es absolutamente actual; no digo que sea «presente», pero sí que es actual, que está en acto, en entelequia. Hay una entelequia del vagabundeo filosófico: de golpe se encuentra en su fin, en su forma acabada. Es la forma simultánea de la aporía platónica y del saber hegeliano, de la apropiación heideggeriana y de la différance derridiana, de la danza nietzscheana y del absoluto kierkegaardiano.
Afirmo que se trata de una forma, no de una masa informe. No hablo de un sincretismo confuso, sino de la coexistencia de líneas, de segmentos o de marcas perfectamente distintas, que, al mismo tiempo, tienen la misma intensidad y el mismo valor.
En resumen, se trata de una equivalencia general de los pensamientos que formaría el revés completo de la equivalencia general del valor mercantil.
Desde luego, observará usted que yo trato la filosofía igual que el arte, cuya historia ni avanza ni retrocede, sino que comporta al mismo tiempo sucesiones, encadenamientos y discontinuidades, diversiones o inversiones. Es posible que acabemos pensando del mismo modo la historia de la ciencia e incluso la historia de la técnica. Es decir, la «historia» en sí. Indudablemente hay encadenamientos, causalidades, transmisiones. Pero también hay rupturas, empezando por la aparición de la filosofía misma. Podemos imaginar que Parménides, Heráclito o Empédocles engendraran cultos y reinos o tribus en torno a ellos. Podemos imaginar que el timón de codaste no hubiera pasado de ser una curiosidad.
Es posible que la diversidad y la disparidad de las filosofías sean el testimonio del vagabundeo innato al hecho supuestamente «humano», y que precisamente lo desborda en tan gran medida, en todas direcciones.
Lo que se aleja y se acerca al mismo tiempo: lo próximo y lo lejano, nada más. Lo próximo (del saber, por ejemplo) se aleja y lo lejano se acerca (no sólo las galaxias se acercan a nuestros medios de observación; también la ficción se acerca al supuesto saber objetivo). El mundo se dilata y se contrae en espasmos alternos, incluso simultáneos. Estamos extraviados en un unimultiverso exorbitante y nos hemos instalado en la cima de una evolución que, sin embargo, no cambia nada en relación con nuestro extravío. En definitiva, estamos muy cerca y muy lejos tanto de «nosotros» mismos como de un «ser»…
JL: Todo filósofo es un sintiente… e incluso hay uno que es particularmente «sentimental», a saber, Rousseau, el cual, y le cito a usted, «lo es porque siente con mayor intensidad que nadie que el sentimiento se está transformando, incluso insensibilizándose»[6]. Rousseau supo ver que los hombres que pierden el apoyo afectivo y comunitario de la creencia en Dios debían apartarse del sentido común retirándose en su singularidad: la voluntad general debe conjugarse con el valor de cada existencia, sólo así se mantiene el sentimiento de existir, resistiendo a su pérdida en la equivalencia general del intercambio de mercancías. Conjugar lo irreductible es imposible, de ahí el vagabundeo de Rousseau, y también el nuestro. Sin embargo, lo imposible es posible si el sentimiento se comunica sin nivelarse, si el sentido circula entrelazando lo común y lo particular, creando redes «de entrecruzamientos, de interdependencias, de reenvíos mutuos».
Esta circulación del sentido entre los hombres y en el mundo, que lleva más allá de toda solución política, me recuerda un pasaje fascinante de las Confesiones. Cuando le propuse a usted realizar el retrato de un hombre en toda su verdad, pensaba en el preámbulo, duplicado por la versión de Neuchâtel: «aquí se trata de mi retrato y no de un libro…». No obstante, en lo que no deja de ser un libro, se plantea la cuestión de otro retrato fiel de Rousseau, un pastel realizado por otra persona, Quentin de La Tour. Asistimos entonces a una increíble historia de circulaciones entre diferentes retratos: «Un tiempo después de mi regreso a Mont-Louis, La Tour, el pintor, vino a verme y me trajo mi retrato al pastel, que había expuesto en el Salón algunos años atrás. Había querido regalarme el retrato, pero yo no lo había aceptado. Sin embargo, madame d’Épinay, que me había regalado el suyo y quería tener ése, me pidió que se lo solicitara. Él se tomó un tiempo para retocarlo. Durante ese intervalo se produjo mi ruptura con madame d’Épinay; le devolví su retrato; y, como ya no era cuestión de darle el mío, lo coloqué en mi estancia del pequeño castillo. M. de Luxemburg lo vio y le gustó; se lo ofrecí, él aceptó y yo se lo envié. Comprendieron, él y la señora mariscala, que me gustaría tener el suyo. Los mandaron hacer en miniatura, con una factura excelente, y los engastaron en una caja de dulces, de cristal de roca, montado en oro, y me lo regalaron de forma muy cortés».
El lector se pierde un poco y el retrato mismo ha acabado por perderse. Sin embargo, Rousseau solicitó otro a Quentin de La Tour, y también se conserva el de Ramsay, que le parecía «terrible», tanto más cuanto que circulaba en forma de grabado, y también otros más… Por lo tanto, lo que cuenta para Rousseau, y parece imposible, es la fidelidad en la circulación y la fidelidad de la circulación, tan exigente como la fidelidad (y tal vez también tan imposible) de un amor, de una amistad o de un retrato. Hoy en día, los mensajes y las imágenes (de uno mismo, de los otros) circulan y se comparten sin cesar, la comunicación es la palabra clave, en política y no sólo en ella. Los poderes utilizan las mismas redes que los individuos, y la voluntad general ha perdido la definición de su territorio.
¿Qué redes, qué interdependencia y qué entrecruzamientos le parecen a usted los más abiertos, los que pueden servirnos como mejores puntos de referencia para nuestro extravío? ¿Cómo puede el filósofo inscribirse en esas redes? ¿Cómo parte y se comparte su identidad de autor, su pensamiento?
JLN: Yo también me pierdo en este asunto del retrato de sí… Aun admitiendo que pueda dejar de lado las complicaciones habituales que plantea la cuestión de «verse a sí mismo», de la posibilidad de soportar la propia imagen, es imposible que no me conmueva la atención prestada por Rousseau a los retratos, el suyo y los de otros, por cuanto testimonia una atención por objetos que, sin ser demasiado valiosos, son lo bastante raros para merecer atención y «cortesía». Había que mandarlos hacer, y presentarlos como objetos de orfebrería, como esas cajas de bombones que todavía se fabrican en serie, por ejemplo en Viena, con los retratos de Mozart y de Nannerl, y a lo mejor con el de Rousseau en Ginebra, aunque nunca las he buscado… El papel de aquellos preciosos recuerdos de rostros es fácil de comprender. Nada se dice sobre la calidad artística, lo único que cuenta es la fidelidad de la imagen (el pintor se ha tomado tiempo para retocarla). Hoy en día enviamos y recibimos sin cesar fotos de nosotros y de todo el mundo, sin pensar mucho en la fidelidad, pues una imagen sucede a la siguiente. Circulan por Internet, se publican sin nuestro permiso, y los escasos fotógrafos que todavía se presentan como retratistas autorizados y venden sus imágenes se ven desbordados por todas esas imágenes de las que podemos disponer gratuitamente. La cuestión de la fidelidad ni siquiera está de actualidad: lo que importa es la identificación. En el terreno de la pintura no sucede lo mismo: los pintores que hoy en día tienen interés en hacer el retrato de personajes conocidos buscan un parecido que esté impregnado de su estilo, de su gesto, de su trazo, de sus colores. El desafío está en interpretar los rostros, o en atravesar un rostro mediante una empatía de colores, de trazos y de texturas, con la suposición de un pensamiento y de su contenido emotivo. También hay fotógrafos que publican libros de retratos de autores, escritores y filósofos, a veces centrados exclusivamente en una de esas categorías. Y también está el cine.
El límite que separa los cuerpos de los pensamientos es manifiesto, al margen del interés de las expresiones, de las apariencias, la penetración de las miradas. Un filósofo está sobre todo presente cuando habla, y a menudo no hay mejor vídeo que el de una conferencia filmada en plano fijo. ¿Por qué ha introducido Godard a Brice Parain, Francis Jeanson y Alain Badiou en algunas de sus películas, o AnneMarie Miéville hace que Bernadette Lafont y Aurore Clément lean a Platón en un filme en el que Godard lee un texto de Hannah Arendt sobre la soledad?
Tal vez de lo que se trate, a través de todo esto, sea de una tensión hacia un ensimismamiento, efectivamente, el que sentimos ante esa clase de pensamientos que parecen retirarse en sí mismos (o en su pasado) al mismo tiempo que se comunican. En la secuencia que he citado, Godard habla en una escena sumida en la oscuridad, de la que emerge su rostro y también, proyectado detrás y un poco por encima de él, el de la joven Hannah Arendt, encantadora, conmovedora y que parece observar al público desde una altura casi celestial. Sin embargo, no hay público (como tampoco en esa otra secuencia, esta vez de una película de Godard, en la que Alain Badiou habla a solas ante la sala de espectáculos vacía de un crucero turístico). Podríamos encadenar un largo análisis sobre las presencias de pensadores y de textos en las películas de Godard: en este caso estamos –aunque tal vez lo estemos siempre– ante una separación entre imagen y lenguaje que los acerca mutuamente como una pareja que nunca llegará a abrazarse…
Indudablemente ha pasado la época en que el filósofo ocupaba una especie de lugar natural, a menudo en el mundo universitario, y además hacía apariciones en la escena pública en calidad de «intelectual». Es verdad que hoy se le reclama en ese último papel (mientras la Universidad se hunde en el olvido de sí misma), pero el filósofo ya no está disponible, al menos no para dar lecciones de una supuesta sabiduría; en todo caso está para dar testimonio de la dificultad de dar «lección» alguna en un mundo en que los discursos se adormecen o bien se retuercen penosamente, mientras que las imágenes se alarman o se impacientan. Fijémonos, por otro lado, en que la etiqueta «filósofo» parece cada vez más codiciada por los medios.
Sin embargo, hay algo que no deja de resultar destacable: por todas partes, con toda clase de «público» (auditorio, concurrencia, participantes), el ejercicio de la reflexión, de la interrogación, de la labranza o de la elaboración pacientes y laboriosas de las palabras, de las ideas, encuentra empatía, participación, resonancias. Es posible que este fenómeno guarde alguna analogía con lo que acontece en algunas relaciones que se establecen con el arte: el encuentro con los artistas, la necesidad de acceder a una participación exigida por las obras, bien porque ellas lo demandan para su performatividad, bien porque exigen acceder a formas, a materias insólitas y a relaciones desconcertantes con un supuesto «sentido».
En general, hoy experimentamos una forma particular de asombro, que no es tanto ese asombro admirativo, a la vez sorprendido y entusiasta, que creemos adivinar cuando Platón y Aristóteles dicen que es la emoción propia del filósofo, sino un asombro perplejo, inquieto, preocupado, que difícilmente lleva a la admiración sin mezclarla al menos con una cierta sospecha. Nos pasamos la vida repitiendo las mismas quejas sobre nuestro entorno técnico (¡ah, esos jóvenes con sus mp3 en las orejas!), social y político (esos refugiados, esas catástrofes), económico (inútil insistir), ecológico (ídem), y esa perpetua cantinela es retomada una y otra vez, machacada sin cesar por los medios, tampoco libres de ese lamento constante, igualmente mediático… Así es como se fabrica una especie de estupefacción renovada (¿qué más se ha inventado?, ¿qué nueva fibra?, ¿qué nuevo desastre?) que en ocasiones raya con el embrutecimiento. A menudo parece que falte algo de esa curiosidad vivaz, alerta, despierta, por ejemplo en las clases. Sin embargo, sobre ese fondo de desinterés respecto de todo lo que ha perdido la perspectiva de un futuro, nacen otras formas de pensamiento. Ideas que no se apoyan en los futuribles, en los programas, en las previsiones, sino que aprovechan las ocasiones, que logran encuentros. Pensemos en el papel que hoy en día desempeñan los viajes.
Nos cuesta imaginar que otros periodos –por ejemplo, el siglo VII en Europa– hayan podido experimentar problemas, perplejidades y vagabundeos comparables, cuando, de forma inesperada, Europa se incorporaba lentamente al mundo… Eso es lo que me parece fascinante: está pasando algo análogo, lo sabemos, lo sentimos, aunque no podamos identificarlo.
JL: El asombro del filósofo y la invención filosófica dan pie en sus palabras a un cierto distanciamiento respecto de la institución. Sin embargo, la respuesta a la crisis de la Europa del siglo VII fue la elaboración progresiva de nuevas instituciones que implicaban una nueva distribución de los saberes y las prácticas, en particular la jerarquía de las artes liberales y de las bellas artes, sobre las que más adelante se cimenta la creación de la Universidad y, con posterioridad a ésta, la de las academias artísticas. No cabe duda de que a esas formas institucionales les cuesta adaptarse a nuestro presente… o a no «olvidarse de sí mismas», lo que les brinda la posibilidad de un recuerdo que sería también un retorno a un sentido original.
Sin embargo, al mismo tiempo la filosofía procura más bien resistirse al control institucional, inspirándose en movimientos artísticos que han roto explícitamente con el academicismo, y sobre todo en las vanguardias. Eso se aprecia claramente en lo que escribe Deleuze en el prefacio de Diferencia y repetición, publicado en 1968. Allí encontramos un eco profundo con lo que acaba de decir usted: «La búsqueda de nuevos medios de expresión filosóficos fue inaugurada por Nietzsche, y en la actualidad debemos proseguirla en relación con la renovación de ciertas artes, como, por ejemplo, el teatro o el cine». A lo que Deleuze añade: «Creemos que la historia de la filosofía debe desempeñar un papel análogo al de un collage en un cuadro. La historia de la filosofía es la reproducción de la filosofía misma. Sería necesario que la exposición, en historia de la filosofía, actúe como un verdadero doble y comporte la modificación máxima propia del doble (imaginemos un Hegel filosóficamente barbudo, un Marx filosóficamente lampiño, exactamente igual que una Gioconda con mostacho)».
Para Deleuze, la historia de la filosofía consiste en pintar «retratos mentales»[7], pero lo que ahora nos importa es el paréntesis, la subversión de esos dos retratos, el de Hegel y el de Marx. Hegel es el pensador de la historia instituida e instituyente, el representante de una filosofía universitaria que se inserta en un Estado y una universidad modernos al tiempo que los domina, puesto que sólo ella puede justificar entera y soberanamente su racionalidad y su relación. Marx critica esa doble soberanía de la filosofía y del Estado, y apela a una transformación del pensamiento, el cual debe pasar de interpretar el mundo a transformarlo, si no quiere convertirse en pensamiento económico y no ya filosófico, con el comunismo como horizonte.
Al pegar la barba de Marx a la cara de Hegel y (cosa mucho menos recordada) al prestar a Marx las mejillas de Hegel, Deleuze pretende volver asombrosa y nebulosa la relación entre institución y revolución, como puede hacerlo el arte, pero sin romper con la institución. Lo que nos dice es coherente con su implicación en la Universidad de Vincennes, creada en 1968 tras los acontecimientos de mayo, y con su voluntad, compartida por muchos otros, entre ellos usted, de dirigir la filosofía a los no filósofos.
Sin duda es usted el más hegeliano de los filósofos franceses actuales, y también el pensador de lo que aún podría significar la revolución y el comunismo, así como uno de los pensadores de mayo del 68. ¿Qué se deriva de la relación entre la filosofía y su institución (la Universidad, pero también, al menos en Francia, el último año de secundaria, las clases preparatorias, las grandes écoles)? ¿Debe inspirarse siempre en la relación entre el arte y sus instituciones (la Universidad, pero también las escuelas de bellas artes, los museos…)?
JLN: Es muy cierto que Carlomagno hizo mucho para emprender una renovación de las instituciones, no solamente de las escolares, y que después las universidades desempeñaron el formidable papel que todos conocemos. No es menos cierto que Hegel pertenece a un momento en que el espíritu general de las instituciones y, en particular, de la Universidad se reaviva en Europa, y que Hegel las piensa, como ha dicho usted, en una perspectiva que proyecta su racionalidad en cierto modo más allá de sí misma. Menos de un siglo después, Nietzsche se sentirá obligado a apelar a un «porvenir de nuestras instituciones de formación», lo que significa que no ocupa una posición fundadora en la misma medida que Humboldt y Hegel. Y Deleuze, en efecto, junto con otros, escogió Vincennes, que durante cierto tiempo fue una institución al margen de las instituciones. Sin embargo, debo añadir que, cuando, más adelante, él y Lyotard llegaron a la edad de jubilación, consideraban que su institución (desplazada entonces a Saint-Denis) no había logrado encontrar o, al menos, proseguir la vía innovadora en la que habían creído. Lo único que pretendo decir es que las instituciones son hijas y no madres de su tiempo. Alma mater, esa fórmula nacida con la Universidad de Bolonia, es hoy en día el título de una canción en la que Alice Cooper añora sus felices años en el colegio… También es cierto que esa canción tiene ya cuarenta años y que en nuestros días el espíritu colegial, así como aquello que reflejaba –a saber, cierta adhesión a la institución escolar y universitaria–, se disuelve lentamente en un «problema escolar» que cada vez es más grave. Ese problema es más delicado en Francia que en otros países, sin duda porque Francia concibió sus instituciones escolares, desde los tiempos de la Revolución y del Imperio, a partir de un modelo sumamente elitista y humanista, sumamente unificado durante toda la formación. En la actualidad, la filosofía en el último año de secundaria puede tener ciertos efectos de revelación, pero en líneas generales se ha vuelto impracticable, por múltiples razones (relacionadas con la lengua, el dominio del discurso, el clima imperante). Además, la asignatura se utiliza para ocultar las miserias y entonar las loas de un Bachillerato cuyo título, de resonancias arcaicas, no es la mayor parte del tiempo más que un pase garantizado para llegar a una Universidad que a su vez se ha convertido en gran medida en una institución de profesionalización y ha dejado de ser esa alma mater studiorum que simbolizaba las funciones gestante, parturienta, nutricia y protectora de la universitas studiorum.
Pregunta usted si la filosofía (a la que habría que añadir el conjunto de las disciplinas «humanistas») debería «inspirarse siempre en la relación entre el arte y sus instituciones». Ese «siempre» remite a lo que ha recordado usted sobre Deleuze en Vincennes, a lo que podríamos añadir lo que el Collège international de philosophie aspiró a ser cuando lo fundaron Derrida, Châtelet, Faye y Lecourt (yo formé parte de la primera asamblea, en 1983, es decir, diez años después de la canción Alma mater…). Usted mismo cursó allí un seminario que tenía mucho que ver con una práctica compleja, en la que se mezclan discursos, obras, textos literarios o espirituales. En términos globales, podríamos decir que se trata de una relación con la disciplina que no es la relación disciplinaria. Es una relación de ejercitación, de participación, de praxis, más similar a lo que se ha hecho siempre, como mínimo, en una parte de la formación artística, que es también una formación enteramente técnica, en el sentido más amplio de lo que se entiende por «arte». Fijémonos en que, durante mucho tiempo, la Universidad –las artes liberales– no han integrado la enseñanza técnica. La medicina se ha enseñado por lo general en escuelas, antes de convertirse en la «facultad» de una universidad. Lo mismo puede decirse de las escuelas de arquitectos y de ingenieros. Las escuelas de arte nacieron muy tarde; el arte se aprendía junto a los artistas, en sus talleres. Las artes «aplicadas», como la tejeduría, estaban asociadas al dibujo en escuelas especiales dirigidas a las manufacturas. Podríamos multiplicar los ejemplos: en Europa, la Universidad ha sido durante mucho tiempo el lugar real o supuesto de un ejercicio no profesional –y, por lo tanto, no técnico– del saber. La extensión casi ilimitada del nombre «Universidad», que abarca hoy en día todas las formaciones en todos los saberes (que ahora son invariablemente saberes prácticos), procede de los Estados Unidos… Tal vez la historia más singular sea la de la enseñanza de eso que llamamos «las letras», que hace mucho tiempo era la enseñanza de las formas canónicas del discurso, de la retórica y de la poética, enseñanza propedéutica para las enseñanzas más elevadas de la filosofía, de la teología y (de una manera tal vez diferente) del derecho. La «literatura» como objeto de saberes críticos, históricos, semiológicos, etc., es una invención reciente.
Pero sobre toda esta historia pesa un singular malentendido. La «liberalidad» de las artes menos visiblemente prácticas y técnicas disimula su genuino carácter de técnicas, es decir, de artes en el sentido antiguo y moderno del término. La filosofía, la propia teología, la literatura son artes en ese doble sentido. En el caso de la literatura es algo palmario, aunque el debate entre las obras y la crítica sea interminable. También lo es en el caso de la filosofía, aunque sea menos sencillo distinguirlo. Cada pensamiento tiene un carácter, una manera, un estilo propios. Eso es precisamente lo que distingue en primer lugar a las grandes obras. Uno puede diferenciar a la primera una página de Kant de una página de Hegel. No se trata sólo de técnica conceptual, sino también de escritura y modo de pensamiento. Entonces, ¿dónde aprendemos la filosofía? Mediante el contacto con filósofos que no son forzosamente los creadores de una «filosofía», pero que no por ello dejan de estar en el pensamiento (salvo que se limiten a suministrar fichas, referencias, etc., lo que resulta estimable, pero sirve poco para filosofar). Dicho de otro modo, una clase o un curso de filosofía implica la technè de un compromiso activo en el pensamiento. Eso es lo que más acercaría esa enseñanza a la enseñanza de las artes –mutatis mutandis– precisamente en un momento en el que las cosas han tomado un camino inverso, bien imponiendo que las escuelas de arte se sometan al plan de estudios universitario fijado por Europa en Bolonia (¡una vez más!), bien (y éste es un fenómeno completamente distinto) multiplicando las formas mediáticas de filosofía (publicaciones, emisiones, etc.), lo que no deja de ser loable, pero resulta muy distinto de una enseñanza.
Al mismo tiempo (y éste es un fenómeno que no resulta menos destacable), las escuelas de arte y las instituciones artísticas (museos, centros de danza, teatros, por ejemplo, y las para-instituciones que son los proyectos de fundaciones, las residencias, etc.) piden con frecuencia a los filósofos que vayan a hablar. Nos encontramos más ante una reunión de prácticas, de «haceres», que ante la transmisión de medios conceptuales a especialistas del gesto o de la forma.
En este sentido, yo creo que, por el momento, la cuestión institucional ha de estar a la espera de lo que pueda surgir de todo esto; vigilante, sí, pero a la espera. Y esa espera puede nutrirse de condiciones semi-institucionales o para-institucionales, de bricolaje… Prácticamente por todas partes lo que se busca no son tanto formas de enseñanza como formas de desbrozar el pensamiento, los pensamientos visuales, plásticos, sonoros, gestuales, informáticos, en edades diversas y en condiciones diversas, pensamientos que deben redescubrirse como pensamientos… Nos encontramos ante una mutación de la civilización en toda regla… Ni siquiera tenemos el siglo VII por delante, sino más bien el siglo VI… Y eso es algo que hay que pensar, puesto que altera las condiciones del pensar mismo… Hacía mucho tiempo que no nos encontrábamos ante tantos objetos que pensar, que conocer, que significar o que evaluar; estamos inmersos en una complejidad que podría compararse con la que reinaba en torno a Boecio, cuando la filosofía se redescubrió en el marco de un cristianismo a su vez agitado en todos los sentidos, cuando Roma ya no existía pero eso se admitía a duras penas… Releamos como se le aparecía a Boecio la filosofía, esa «mujer de aspecto singularmente venerable»: «Sus ojos brillaban con un resplandor sobrehumano, y los vivos colores que animaban sus mejillas anunciaban un vigor respetado por el tiempo; sin embargo, tenía tantos años que era imposible creerla contemporánea de nuestra época. Su estatura era un problema. Tan pronto se encogía hasta la talla media de un hombre como parecía tocar el cielo con la frente, y cuando levantaba aún más alto la cabeza, la hundía en el propio cielo y se hurtaba a las miradas de los que la contemplaban desde abajo».
A veces reducida, a veces esquiva, sin edad y tal vez nunca realmente contemporánea, y, sobre todo, siendo ella la que se nos muestra. Sabe cómo hacerlo. No somos nosotros quienes la hacemos ni quienes la enseñamos.
JL: En este magnífico retrato de la filosofía que acaba de citar, la «estatura» plantea un problema, y lo mismo podría decirse de ese pensamiento al que Derrida dio el nombre de deconstrucción y que definió como «una práctica institucional en virtud de la cual el concepto de institución constituye un problema». Dejemos, por lo tanto, ese problema en espera y sigamos adelante, porque precisamente quiero hablarle de un último retrato, el que usted mismo ha realizado por escrito de Jacques Derrida.
En À plus d’un titre ha descrito usted minuciosamente un dibujo de Valerio Adami titulado «Jacques Derrida, retrato alegórico». Así es como hace usted su (propio) retrato de un pensador del que estuvo muy próximo, mezclando su escritura con la suya mediante un cierto número de citas ocultas. Explica usted que el retrato de un filósofo es siempre al mismo tiempo un retrato alegórico de la filosofía misma, precisamente entendida como ese pensamiento que piensa siempre en otra cosa… Por otra parte, el propio Derrida había escogido la expresión «retrato alegórico», puesto que no mantenía una buena relación con sus retratos, y en esta ocasión no quería ser ni el objeto n el sujeto. Precisamente ese dibujo desdobla su semblante, inscribe en él una diferencia entre sí mismo y sí mismo, una desfiguración que da paso a la «deconstrucción», esa palabra que ha quedado adherida al pensamiento de Derrida y, en cierta medida, también al suyo. La deconstrucción no es una idea, un hombre, un método o una doctrina, sino más bien «un humor, un carácter, una idiosincrasia» o incluso «una forma muy personal de visitar y recorrer las construcciones». De hecho, estamos ante una formulación muy hermosa de la deconstrucción, pues lo que se recurre singularmente puede ser una construcción institucional, gramatical, teórica o artística, y de ahí la relación, a la vez distante y privilegiada, de Derrida con otra arte, la arquitectura… En sus palabras encontramos todo lo que comparte usted con Derrida y la deconstrucción: la función de espaciamiento de la escritura, la irreductibilidad de la diferencia, que, en el tiempo y lo escrito, se convierte en différance, y que en cada ser se convierte en singularidad, lenguaje singular, idioma. Sin embargo, el lector también adivina, conforme a la lógica misma de la diferencia de los caracteres o de los idiomas, una diferencia entre Derrida y usted.
Sólo cabe adivinar, apenas se puede decir nada, pero todo quizá se juegue en los momentos en los que usted habla de la «no-evidencia» o de la «no-presencia» del retrato. Ciertamente, la persona pintada se alegoriza siempre en el retrato, se convierte en otro, en una imagen, pero me parece que para usted la imagen tiene su presencia, incluso una «presencia real»[8]. La imagen tiene incluso una cierta evidencia, lo mismo que una sucesión de imágenes (usted ha escrito una obra sobre Kiarostami titulada L’Évidence du film), al igual que el sonido y que los otros sentidos que se abren a la multiplicidad de las artes. De todo eso se deriva que, si la deconstrucción aborda el arte porque visita todas las construcciones, en su caso es más bien el pensamiento el que es visitado por el arte, por su presencia y su evidencia. La Visitación sería entonces la alegoría de ese vínculo entre arte y pensamiento: como la propia imagen, cada arte o realización artística se distingue, se observa, se toca casi… Por otra parte, el libro que Derrida le consagró a usted subrayaba que su pensamiento apuntaba al sentido, a los sentidos, hasta el punto de que era, por encima de todo, un pensamiento del sentido que crea la menor distancia, que exige el contacto, a saber, el tacto…
En resumen, hemos comenzado por el retrato como retirada… ¿Podemos llegar a hacer de él, y, por lo tanto, del propio retrato de Derrida, una evidencia? En términos más generales, ¿en qué sentido el arte es, para el filósofo, menos una construcción que una evidencia?
JLN: Ha hablado usted de lo que yo comparto con Derrida, pero más bien habría que empezar diciendo que es él quien repartió, quien dividió mi vida filosófica entre un antes y un después o un a partir de él. Yo había estado abierto a Hegel y a Heidegger, en cada caso por un transmisor (primero Georges Morel, después François Warin), así como al trabajo filosófico de Ricœur y Canguilhem, y de repente, leyendo por primera vez a Derrida (debía ser la primera parte de la Grammatologie en Critique), oí en directo una voz filosófica actual. He dicho en muchas ocasiones que aquello era como oír en la misma época a Ligeti o a Archie Shepp, es decir, una música que inmediatamente hacía saber que era del presente. Sin duda, jamás la palabra contemporáneo ha tenido para mí un sentido tan preciso.
Deleuze, de quien había leído algunos libros, me causaba un efecto diferente, que estaba mucho más en continuidad con el «antes». Lo mismo me ocurría con Foucault. Por supuesto, al mismo tiempo se daba un efecto más amplio de contemporaneidad: se hablaba del «estructuralismo» y, aunque esta palabra presentaba todas las carencias de las nominaciones abreviadas, indicaba algo. Señalaba una fuerte inflexión en la relación con la historia y con el hombre en cuanto agente suyo. Estábamos cambiando de terreno… En el caso de Derrida, lo que se distinguía de todo ese conjunto era una diferencia de voz, de acento o de modulación.
Y, de hecho, puedo encadenar con lo que ha sugerido usted acerca de la llamada «deconstrucción» (que, en mi recuerdo, no estaba muy presente como tal, es decir, con su nombre) en aquel primer momento. Sin duda, yo tenía más presente la Destruktion heideggeriana, por otra parte comprendida de una manera muy poco «dramática», diría yo (en relación con lo que después se ha dicho al respecto), como un desmontaje de la tradición. Lo esencial era que no se trataba de una Zerstörung, tal como precisa Heidegger, de una demolición. No era eso lo que necesitábamos; por el contrario, recibimos con interés la idea de desmontar, de desensamblar. Lo que me impresionó de Derrida era la dinámica del desmontaje. Su gesto –o su voz, su escritura– revelaba en primer lugar estabilidad, instalación. A eso es a lo que el término deconstrucción vuelve un poco más atento: a que estamos trabajando con la construcción, con el tener-junto. No se interrogan únicamente los términos (ser/ente, verdadero/falso, sujeto/objeto, hombre/mujer, etc.), sino que se transforma lo estable, lo establecido, lo instituido.
Hay que entender todo esto en dos direcciones a la vez. Está la sacudida, la vacilación, el temblor de lo que parecía seguro. Nada se mantiene sin más en pie. Philippe Lacoue-Labarthe ha trabajado mucho en la «estela» y en el «tipo» en cuanto posición y forma estables o estabilizadas. La otra dirección, simultánea y correlacionada, sería la de lo que ocurre con la arena: cómo eso la toca, cómo eso se hace sentir y cómo todo lo que se hace sentir hace también moverse. Eso estremece, eso conmueve. En el fondo es una emoción y una movilización –no tanto en el sentido militar como en el cinético– que afecta a lo que, estando puesto, tendía a no sentir el movimiento que lo había puesto (depositado, reposado, impuesto…).
Desde hacía mucho tiempo yo me preguntaba qué me exigían las imágenes. Qué me hacían. No sólo las imágenes formadas como tales, sino también las que se presentan como lo exterior: este árbol, esta nube. ¿Por qué está aquí esta forma, este color, este matiz, esta inclinación? Y me impresionaba el hecho de que las imágenes artísticas acentuaban esa interrogación. La intensificaban deteniendo la imagen sobre ella misma. En mi adolescencia desarrollé un vínculo muy particular con El joven inglés de Tiziano (hablo de una reproducción, el cuadro sólo lo vi mucho más adelante). Sin duda yo proyectaba algo en él, no sé qué, pero me forzaba a preguntarme quién era, puesto que no sabemos su nombre, y qué podía pensar, querer, esperar en esa pose inmóvil y, sin embargo, tan viva, tan presente, en el sentido en que la presencia es una llegada siempre recomenzada, una llegada sin fin y, por lo tanto, una partida siempre inminente. Tal vez ahí esté el origen de mi interés por el retrato, surgido mucho tiempo después.
Al margen del retrato, las formas del arte, de todas las artes, nos afectan por algo que es del orden de esa significación. De ahí es, por otra parte, de donde podemos hacer que aflore al menos una especie de sombra o de alusión, sin obra de arte y sin ser artista, si logramos detenernos un momento en la imagen, en el sonido, en la fragancia... Por ejemplo, el verde de esta hoja de árbol, su matiz pálido, claro, ligeramente amarillo y también reluciente, como húmedo, y además frágil, fugaz incluso, escurridizo, es decir, tal como sólo un pintor sabría no ya reproducirlo, sino darnos la posibilidad de volver indefinidamente a una aparición mínima y fugitiva. Por ejemplo, los innumerables matices de las hojas, de las hierbas, de los campos, de los reflejos en el agua de un Corot como Lectora en un río arbolado. Pero en un cuadro como ése –entre millones– los verdes, todos los verdes y sus gamas, sus trazos, sus presiones, sus caricias, sus vibraciones, se captan en el conjunto de una escena, es decir, de un modo de presencia y de mirada, de un haz de vibraciones, de referencias internas y alusiones externas, en un juego de resonancias que define una unidad singular: no la de un «paisaje» ni la de una «escena», sino más bien la de una «vista» (veduta, como se decía en la pintura italiana del Renacimiento). Se me da a ver una vista, es decir, una especie de retrato, la mirada de alguien.
Ese alguien no es el individuo que la ha pintado –Corot o Braque–, sino otra mirada que pasa por la suya. Una potencia y una forma de ver –la forma propia de una potencia– que proceden de un mundo, de un pueblo, de una época, de una historia (del arte y de todo lo demás). Tal vez sea eso la «evidencia»: una clara visibilidad recibida y/o hecha posible gracias a una clara visión. La evidencia sólo se entrega a una mirada que sabe verla. Es un poco lo que dice Descartes a propósito del ego sum: si uno no lo ve, yo no puedo hacer nada… Y, por otra parte, hay sin duda una evidencia en el corazón de toda filosofía, una evidencia en la que hay que penetrar –o por la que hay que dejarse embargar– para empezar a «comprenderla». Por ejemplo, la Idea de Platón, el Concepto de Hegel, el Ser de Heidegger… la différance de Derrida o la «creación de conceptos» de Deleuze. En cada ocasión se trata de algo más que de una significación: se trata también de una visión, de una mirada y de una cierta «visión», imagen, aspecto, que es también un tono, una tensión, una energía… (se me acaba de ocurrir que esa palabra en griego –energeia– se parece a la palabra que significa evidencia –enargeia–, parecido fónico pero sugestivo…).
JL: Su respuesta me recuerda una observación brillante de Paul Klee: en el Impresionismo, la impresión se recibe; en el Expresionismo, se transmite… Transmitir una impresión, todo está ya ahí, y sin duda no se la puede recibir sin transmitirla, sin restituirla, puesto que no hay visibilidad sin visión. El caso es que Paul Klee no necesita más que la energía del artista para escribir su retrato, pues ser artista no consiste en imitar una forma fija, sino en crear nuevas formas, en trazar nuevas líneas de energía que siguen las exigencias plásticas y, por lo tanto, deforman el mundo sensible en lugar de instalarlo. El artista transmite el mundo de otro modo; cada forma tiene así «un rostro, una fisonomía», y nada se sostiene simplemente de pie: la formación plástica puede exigir que unas casas se eleven torcidas, sin que por ello se derrumben.