Читать книгу La piel frágil del mundo - Jean-Luc Nancy - Страница 9
ОглавлениеFue más o menos entonces cuando se elevó, con una voz estentórea, desde la sombra en donde el pueblo se parapeta en su salud, la expresión desnuda: «¡Basta!». Era una orden popular, perentoria, amenazante: había en ella algo cósmico.1
APERTURA
1
Profecía: vendrá el tiempo.
No es una predicción, pues el tiempo vendrá de todos modos, aunque sea como tiempo del fin de los tiempos.
Es una profecía: la palabra de otro, la palabra del otro lado que no podemos ignorar sin renunciar a nuestra humanidad. El intérprete del afuera.
El aquí y ahora no existe sin el otro lado que el aquí y ahora alberga en sí y que, en contrapartida, lo alberga a él y lo expone.
Si hoy en día nos sentimos inquietos, perdidos y perturbados es porque estábamos acostumbrados a que el aquí y ahora se perpetuase echando fuera a todo lo demás. Nuestro futuro estaba allí mismo, ya realizado, todo control y prosperidad. Y he aquí que todo se ha ido al infierno, el clima, las especies, la economía, la energía, la confianza e incluso la posibilidad de hacer previsiones de la que estábamos tan seguros y que parece haberse visto superada.
Ya no podemos contar con nada, tal es la situación.
Pero la voz profética dice que vendrá el tiempo porque es algo que no depende ni de cuentas ni de previsiones. Vendrá el tiempo porque el tiempo está viniendo, porque algo está viniendo, aunque sólo sea hasta el momento en que nada venga. O hasta que venga algo completamente diferente.
Aquí estamos, en efecto, delante de la-nada-o-algo-completamente-diferente. Tanto la una como el otro, de hecho, pueden revelarse como estando ya ahí, como siendo nosotros mismos, que nada sabemos al respecto. Nosotros mismos somos el tiempo que viene. ¿Acaso no nos hemos hallado siempre en una venida improbable, incierta? No ya sólo nosotros, los humanos, sino los seres vivos e incluso los flujos y los granos de la mezcla universal.
La nada-o-algo-completamente-diferente, ¿no ha precedido e impulsado siempre a esta venida que se sorprende a sí misma y que igualmente podría suspenderse y desaparecer?
Vendrá el tiempo y no cabe duda de que será imprevisto (pues de lo contrario no vendría).
También la ameba fue imprevista, y el esqueleto, y el lenguaje, y el ciberespacio. Y cada uno, y cada una.
2
Solamente entenderemos en qué consiste nuestra ceguera frente al apocalipsis cuando consigamos concebirla como un elemento de la situación moral del hombre actual, es decir, como una de las cosas de las que tenemos el derecho, la posibilidad, de hacerlas o de no hacerlas.2
No es menos cierto que lo imprevisto inquieta. Puede incluso llegar a ser alarmante cuando se hace sensible, casi palpable, de algún modo previsible. Sí, los glaciares se derriten. No, la paz no está a la vuelta de la esquina. Sí, la toxicidad aumenta, química, radiactiva, financiera o moral. No, el progreso no progresa. Sí, la Ilustración ya pasó, al igual que el Imperio Celeste, y los pasados ni se recuperan ni se restauran, precisamente porque el tiempo viene.
Viene de todas partes y a la vez. Nos inquietamos sobre todo cuando permanecemos instalados en las regiones mecidas por el sueño de haber llevado a término a la historia. Ahora bien, en todos los demás sitios todavía se aguarda una historia digna de ese nombre, aun cuando no se sepa bien qué podría ser y aun cuando se considere en general que la comodidad y el lujo technocool de nuestras upper middle classes son un objetivo deseable de la existencia.
Sin embargo, son estas «clases» ahora desclasadas las que se indignan y se angustian por este desclasamiento causado por las transformaciones del trabajo, del enriquecimiento, de las negociaciones colectivas, de las formas y de los símbolos. Mientras que el mundo «desarrollado» de hace medio siglo se autodestruye en el frenesí de una inquietud general, otros mundos quieren probar su suerte.
Suerte que, sin embargo, se ha vuelto oscura y peligrosa, pues si bien existen varios mundos de expectativas y de deseos, sólo hay un universo de management, un universo que parece sordo y ciego ante todas las señales procedentes de otro lugar: de ese otro lugar en el que el arte y el pensamiento (sea filosófico, científico o místico) tienen un único nombre, el de lo imposible. Esa palabra, que, desde Bataille, obsesiona al pensamiento, ha de ser entendida no como lo contrario de lo posible, sino como la indicación y la exigencia de no ceñirse a lo posible —que es el horizonte de la racionalidad del management—, y de exponerse a ese otro lugar incalculable e inmanejable3.
Lo que de ahora en adelante se desvíe de lo imposible, lo único que puede hacer es repetir viejos mantras supersticiosos. Nuestra superstición fue la salvación4, fuera esta la obra de un dios o de un hombre. La salvación: la plenitud, la culminación, la vida en una vivencia silenciosa y sin afuera.
Después de todo, sabemos perfectamente —con un saber muy confuso— que el amor, el pensamiento, el juego, el arte, la propia palabra y todos los tipos de relación no son, en definitiva, conductas de salvación sino las salutaciones fervorosas de la existencia5.
3
Sin salvación, frente a lo imposible, únicamente capaces de saludar nuestra tan singular aventura. Únicamente capaces de comprender que, una y otra vez, viene el tiempo de concluir tal aventura o de hacerla salir de sí misma.
No relatamos «otro comienzo», a la manera de Heidegger6. Pues el propio comienzo ya pertenece a la lógica ontológica del punto inicial, del principio y, por consiguiente, del final. Más bien nos contamos a nosotros mismos eso que precisamente nos inquieta: la ausencia de origen y de fin, la oportunidad a la fuerza peligrosa y, por qué no, digámoslo al menos una vez con total claridad, el peligro de que todo el asunto físico-metafísico de tres millones de años de humanidad se reduzca a un «¡hola!» [«salut»] tan trágico como irónico, dirigido a nadie y tan opulento en términos de sentido como ruinoso en términos de significación.
Exactamente igual que cualquier vida de un individuo o de una cultura, lengua o civilización…
No nos gusta escuchar todo esto y a mí me fastidia escribirlo. Pero hay que preguntarse con decisión por qué, desde hace tanto tiempo (un siglo al menos), nos empeñamos en no prestar atención a tantas y tantas advertencias, las de Valéry o Heidegger, las de Günther Anders o Jacques Ellul, las de Marshall McLuhan o Neil Postman, entre otros muchos. Todos ellos pasan por ser profetas de la desgracia y nosotros permanecemos demasiado atados (una vez más: «nosotros», las upper middle classes del progreso ilimitado…) al esquema de una historia que padece monoideísmo y que está autopropulsada hacia una meta que, en el fondo, casi nos hemos imaginado haber alcanzado ya…
«Imaginado»: sí, nos hemos proyectado una imagen de la humanidad que, sin duda, no es perfecta, pero sí satisfactoria, con su razón, sus derechos, su poder y su control del universo. En este sentido, no resulta sorprendente que nuestra autocrítica venga siendo desde hace tiempo la crítica de nuestra imaginería en general, del espectáculo que nos ofrecemos a nosotros mismos y de la irrealidad de nuestras virtualidades. Con la salvedad de que esta crítica —que a su vez se ha convertido en nuestros días en un artilugio más— descansa en la oposición más antigua de nuestra tradición: la de lo «real» y lo «simulado», cuya base es la misma que la del auto y el alo. Presupone entonces un ser-por-sí-mismo consistente del hombre; del sujeto, del tiempo, del ser.
Pero si viene el tiempo, es porque ni sujeto ni ser están o estarán nunca disponibles. Tanto el uno como el otro tienen que ver con esa llegada, con esa venida que es también una partida, con ese acontecimiento: nacimiento y muerte, encuentro, salvación. Es lo que sucede a cada momento en otro lugar. En otro lugar diferente a aquel en el que yo estoy, pero no lejos: en la proximidad de la inminencia.
4
Nuestra historia se cierra y se abre al mismo tiempo. Los refugiados son extranjeros y están entre nosotros al mismo tiempo. El «entre nosotros» se desliza hacia el pasado y se dispersa en el por-venir al mismo tiempo. Siempre ha sido así, pero ahora es algo manifiesto y se abre ante nosotros.
El progreso lineal de la tecno-economía encierra al porvenir en un futuro calculable y revela su propia errancia al mismo tiempo. Lo que llamamos «destrucción de la naturaleza» destruye de hecho eso mismo que impulsa la técnica: este es el punto más agudo, el más cargado de angustia y de expectativa. Si se trata indiscutiblemente de una autodestrucción, en ese caso es tan posible una aniquilación como una fuerte sacudida procedente de otro lugar (¿dónde está ese otro lugar? aquí mismo, por supuesto).
Tan posible como imposible. Imprevisible, incalculable, pero tan segura como lo es la venida del tiempo.
Tan amplia, envolvente y confusa como aquello que Baudelaire llama «la naturaleza» para designar a eso por donde «el hombre pasa» y no subsiste sin ser arrastrado.
Como prolongados ecos que de lejos se confunden
[…]
Con la expansión de las cosas infinitas.7
Por este motivo, aun cuando el «auto» implica idéntico peligro, como lo repetiré a menudo por aquí, no hay que confundirlo con el pequeño «sujeto» de nuestra cultura. A este sujeto se le reprocha el fantasear y el concebirse a sí mismo sólo como «emancipado», dotado de derechos ilimitados. Pero este infeliz «sujeto» no es él mismo sino el producto de una expansión mucho más extensa, expansión que ha llegado a ser pluriversal. Al sujeto le ocurre lo mismo que al pequeño «yo» de Freud frente a la superficie de la inmensa masa del «ello». «Ello», que es también la resonancia de todos los prolongados ecos del tiempo venidero.
En lugar de sermonear al sujeto, esforcémonos por pensarnos a nosotros mismos en esa resonancia. Se me dirá: ¿qué es entonces lo que usted pretende decir? Lo único que pretendo es que lo que se está buscando pueda decirse. Eso que quiere decirse nos precede desde lejos. Desde muy lejos tanto delante como detrás de nosotros: se trata del mundo, de la vida y de la muerte, de la posibilidad de que cohabitemos.
Nada tiene de catastrofista ni de apocalíptico el pensar que la existencia como tal pueda ser llevada ante su propia fugacidad y finitud. Es incluso ahí en donde adquiere su valor infinito, único e insustituible.
El hombre supera infinitamente al hombre: puede decirse que esta sentencia de Pascal abrió la escansión del tiempo que nos viene.
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1 Pier Paolo Pasolini, Pétrole, tr. fr. R. de Ceccaty, París, Gallimard, p. 552. El texto prosigue así: «En efecto, el paso del tiempo, aunque sea ilusorio, determina a la vez el fin de un período histórico y el fin de la vida. Quien había gritado » ¡Basta!" lo sabía: sabía que hacía el mal y que no estaba expresando únicamente una justa exigencia política. Lo que de nuevo seguía siendo incierto era si se trataba simplemente de un espectador cansado que había gritado, o bien de un fascista al que Pound, como intelectual, tal vez parecido a Evola, se asemejaba demasiado, o incluso de un radical marxista que encontraba simplemente reaccionaria cualquier proposición que pusiera en crisis el concepto de historia».
2 Günther Anders, L’Obsolescence de l’homme, tr. fr. Ch. David, París, L’Encyclopédie des Nuisances/Ivrea, 2002, p. 318 (el texto alemán data de 1956).
3 Cf. François Raffoul, «Derrida et l’éthique de l’im-possible», Revue de métaphysique et de morale, 2007/1, nº 53.
4 Traducimos «salut» como «salvación», pero también es un término que se emplea para saludar —equivalente al castellano «¡hola!» o «¡salud!»—, y por ello también significa «saludo». En los párrafos siguiente Nancy juega con esta doble significación [nota de los traductores].
5 Cf. Jacques Derrida, Le Toucher, Jean-Luc Nancy, París, Galilée, 2000, p. 348 [El tocar, Jean-Luc Nancy, trad. H. Pons, Buenos Aires, Amorrortu, 2011].
6 No puede dejar de señalarse lo extraño que resulta que hayamos escuchado tan poco no sólo a Heidegger, sino también a otros como Günther Anders o Jacques Ellul…
7 Baudelaire, «Correspondances», Les Fleurs du mal.