Читать книгу Cultivar con microbios - Jeff Lowenfels - Страница 6
ОглавлениеIntroducción
Éramos los típicos jardineros suburbanos. Cada año, a principio de la temporada, bombardeábamos masivamente nuestros jardines con una megadosis de fertilizante hidrosoluble alto en nitrógeno y luego regábamos como si no hubiera mañana; más tarde ametrallábamos las malas hierbas latifoliadas con un popular herbicida. A continuación, atacábamos a nuestro huerto y camas de flores con una bolsa o dos de fertilizante comercial y los nivelábamos con un motocultor hasta que el suelo, con el color y la textura del café recién molido, quedaba tan liso e igualado como una salina. Esto lo hacíamos con un fervor religioso, al igual que lo hacían nuestros vecinos. Y una vez nunca era suficiente. Continuábamos usando fertilizantes químicos a lo largo de la temporada como si estuviéramos compitiendo en el certamen de la hortaliza más grande en la feria del estado de Alaska.
Cuando era necesario (y solía serlo), nos enfundábamos ropa de protección —incluidos guantes de plástico y mascarilla— y pintábamos nuestros abedules para protegerlos de los pulgones invasores empleando una cosa que olía a mil demonios y que listaba unos ingredientes que ninguna persona normal podría pronunciar, si asumimos que él o ella se molestaría en leer la increíblemente diminuta letra del etiquetado del producto. Acto seguido fumigábamos nuestras píceas con algo que olía todavía peor y cuya aplicación duraba no uno sino dos años. Suerte que nos protegíamos, pues ambos productos están fuera del mercado. Los retiraron por su peligro para la salud.
No nos juzguéis mal. Al mismo tiempo practicábamos lo que considerábamos que era una medida «apropiada» de responsabilidad medioambiental y de corrección política. Dejábamos los recortes de césped para que se descompusieran y rastrillábamos las hojas y las dejábamos en los parterres, y de vez en cuando soltábamos una tanda de crisopas, mariquitas y mantis religiosas; esa era nuestra versión de una gestión de plagas integral. Y teníamos una compostera, y reciclábamos los periódicos y las latas de aluminio. Alimentábamos a los pájaros y permitíamos que todo tipo de fauna deambulara por nuestro terreno. Desde nuestro punto de vista, éramos bastante orgánicos y conscientes del medio ambiente (por no decir abiertamente responsables). En fin, éramos como la mayoría de los jardineros domésticos y manteníamos el equilibrio justo entre una vida mejor con la química y una pizca de las enseñanzas del capitán Cousteau.
Además, solíamos usar solo fertilizantes hidrosolubles altos en nitrógeno. ¿Qué daño podía causar al medio ambiente? Sin duda hacía que las plantas crecieran. Y tan solo usábamos un herbicida, aunque de forma no selectiva, para las latifoliadas. Vale, de acuerdo, alguna vez recurríamos también a algún insecticida pero, cuando lo comparábamos con lo que había en los anaqueles de nuestros viveros favoritos, pensábamos que no era gran cosa. ¿Cómo podíamos estar causando daño si de lo que se trataba era de salvar a una pícea, ayudar a un abedul, o impedir que el diente de león y la oreja de ratón conquistaran el mundo?
La premisa detrás de la manera en que cuidábamos nuestros jardines y huertos era la noción compartida por decenas de millones de otros jardineros y, hasta que no acabes el libro, quizás la tuya también: el nitrógeno de una fuente orgánica es el mismo que el nitrógeno de una inorgánica. A las plantas les daba igual si el nitrógeno, u otros nutrientes, provenía de un polvo azulado que mezclabas con agua o de un estiércol curado. Para ellas todo era nitrógeno.
Entonces un otoño, después de poner los jardines a hibernar y de que nosotros nos acomodáramos para pasar el invierno, mientras buscaba algo para mantener vivo el interés hortícola durante los fríos meses, un amigo jardinero me envió por correo electrónico dos sorprendentes imágenes tomadas por un microscopio electrónico. La primera mostraba con un detalle exquisito a un nematodo atrapado por un filamento fúngico en forma de bucle o hifa. ¡Vaya! Era algo insólito: un hongo liquidando a un nematodo. Nunca habíamos oído hablar o visto algo así; y nos hizo preguntarnos: ¿cómo consiguió el hongo matar a su presa? ¿Qué atrajo para empezar al nematodo ciego a los anillos del hongo? ¿Cómo funcionan esos anillos?
Un nematodo que se alimenta de raíces atrapado por una hifa fúngica. H. H. Triantaphyllou.
La segunda imagen mostraba lo que parecía ser un nematodo similar, pero en este caso no se veía impedido por las hifas fúngicas y había entrado en la raíz de un tomate. Esta fotografía suscitaba sus propias preguntas. ¿Por qué este nematodo no se veía atacado y dónde estaban las hifas fúngicas que habían matado al primer nematodo?
Mientras investigábamos las respuestas a estas preguntas nos topamos con el trabajo de la doctora Elaine Ingham, una microbióloga del suelo famosa por su trabajo sobre la vida que reside en el suelo y, en particular, sobre quién se come a quién en ese mundo. Dado que algunos organismos comen de más de una cadena trófica o son comidos por más de un tipo de depredador, las cadenas se conectan en redes: redes de nutrientes del suelo. Ingham, una profesora excelente, se convirtió en nuestra guía en el mundo completo de comunidades complejas del suelo. A través de ella aprendimos que el hongo de la primera fotografía estaba protegiendo las raíces de la planta; si eso no era suficiente para que nos detuviéramos para reflexionar, acto seguido aprendimos que es la propia la planta la que atrae al hongo a sus raíces. Y también aprendimos qué es lo que mata al hongo que habría prevenido que el nematodo atacara a la raíz de la tomatera.
En ausencia de hifas que bloqueen su camino, un nematodo penetra la raíz de una tomatera para alimentarse. William Weryin y Richard Sayre, usda-ars.
Por supuesto que nos empezamos a preguntar qué otras cosas hasta ese momento invisibles ocurrían ahí abajo en el suelo. ¿Acaso influiría el mundo que se revelaba ante nosotros mediante herramientas como el microscopio electrónico en la manera en la que cuidábamos de las plantas de nuestros jardines, huertos y patios? Todos nos sentimos deslumbrados por las imágenes del espacio profundo del Hubble, incompresiblemente lejano, y sin embargo solo unos pocos han llegado a tener la oportunidad de maravillarse ante las fotografías producidas por un microscopio electrónico de barrido, que brinda una ventana a un universo igualmente desconocido situado literalmente bajo nuestros pies.
Buscábamos respuestas y pronto nos dimos cuenta de que, mientras estábamos echando fertilizante y pasando el motocultor por el huerto religiosamente, un grupo creciente de científicos de todo el mundo había realizado un descubrimiento tras otro que ponían en tela de juicio estas prácticas. Muchas disciplinas científicas —microbiología, bacteriología, micología (el estudio de los hongos), mirmecología (el estudio de las hormigas), química, agricultura— habían aunado fuerzas en décadas recientes para centrarse en comprender el mundo del suelo. Lentamente, sus descubrimientos sobre lo que ocurre en el suelo están siendo aplicados a la agricultura comercial, a la silvicultura y a la viticultura. Va siendo hora de que apliquemos esta ciencia a las cosas que cultivamos en nuestros jardines y huertos.
La mayoría de los jardineros está atrapada en la tierra de la horticultura tradicional, un lugar donde los cuentos de la vieja, la ciencia anecdótica y los hábiles mensajes comerciales diseñados para vender productos dictan nuestras actividades de temporada. Si hay alguna comprensión de la ciencia que subyace a la jardinería, esta siempre se limita a la química npk del suelo y a su estructura física. A medida que leas estas páginas, aprenderás cómo usar la biología en tu suelo —natural o manipulado— para beneficio propio y de tus plantas. Ya que los fertilizantes químicos matan a los microorganismos del suelo y ahuyentan a los animales más grandes, el sistema por el que abogamos es uno orgánico, libre de productos químicos. Los productos químicos fueron, de hecho, los que mataron a las hifas fúngicas que protegen las raíces y dieron a nuestro amigo el nematodo acceso libre a las raíces inermes de la tomatera tal y como aparece en la segunda fotografía.
Por necesidad, este libro se divide en dos partes. La primera es una explicación del suelo y de la red de nutrientes del suelo. No hay manera de saltárselo. Tienes que conocer la ciencia antes de poder aplicarla. En este caso por lo menos, la ciencia es fascinante e incluso asombrosa, y además no intentamos hacer de ella un libro de texto. La segunda parte es la explicación de cómo hacer que la red de nutrientes del suelo trabaje en beneficio del suelo y del tuyo propio como jardinero.
Lo que diferencia este libro de otros textos sobre el suelo es nuestro énfasis acusado en la biología y la microbiología de los suelos: las relaciones entre el suelo y los organismos en el suelo y su impacto en las plantas. No abandonamos la química del suelo, pH, intercambio iónico, porosidad, textura y otras maneras de describirlo. Cubrimos la ciencia clásica del suelo, pero desde la premisa de que es el escenario donde la biología representa muchos dramas. Después de presentar a los actores y contar sus historias individuales, lo que sigue son resultados predecibles a partir de sus relaciones o la ausencia de los mismos. En la segunda parte del libro estos resultados se transforman en una pocas y sencillas reglas, reglas que hemos aplicado en nuestros jardines y terrenos al igual que nuestros vecinos en Alaska, donde iniciamos estas nuevas prácticas. También lo han hecho otros, en particular a lo largo del noroeste del Pacífico, pero también en otras partes del mundo. Pensamos que aprender sobre la ciencia del suelo y luego aplicarla (en particular, la ciencia sobre cómo se interrelacionan varias formas de vida en el suelo: la red de nutrientes del suelo), nos ha hecho mejores jardineros. Cuando eres consciente y aprecias las hermosas sinergias entre los organismos del suelo, no solo te conviertes en un mejor jardinero sino también en un mejor administrador de la tierra. A los jardineros domésticos realmente no les incumbe aplicar venenos, y sin embargo lo hacen: a la comida que cultivan y comen (y, lo que es peor, con la que alimentan a sus familias) y en los céspedes en los que juegan.
Puede que sientas la tentación de ir directamente a la segunda parte del libro, pero te lo desaconsejamos encarecidamente. Resulta esencial que conozcas la ciencia para poder comprender de verdad las reglas. Por supuesto que requiere un poco de esfuerzo (o por lo menos sí lo requiere el capítulo sobre la ciencia del suelo), pero durante demasiado tiempo y para demasiados jardineros todo lo que necesitábamos saber venía en una botella o un frasco y todo lo que teníamos que hacer era mezclarlo con agua y aplicarlo con un pulverizador de una sola boquilla: la comida instantánea se cuela en el cultivo doméstico. Eso sí que es un hobby… Pues bien, queremos que seáis jardineros que piensan y no consumidores sin criterio que reaccionan porque un anuncio en una revista o en la televisión dice que hay que hacer algo. Si quieres ser un buen jardinero, necesitas entender qué es lo que sucede en tu suelo.
Así que ahí vamos. Ahora sabemos que todo el nitrógeno no es igual y que si dejas a las plantas y a la biología en el suelo hacer su trabajo, el cultivo se vuelve más fácil y los jardines mejoran. Ojalá tus terrenos y jardines crezcan hasta alcanzar un esplendor natural. Nosotros sabemos que los nuestros lo hacen.