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Introducción
ОглавлениеSi el fenómeno de la vida tuviera un manual de instrucciones sería el ADN. Este se encuentra presente, sin excepciones, en todos los seres vivos y guarda en su interior toda la información necesaria para el funcionamiento y el desarrollo de cada organismo en particular. Tras descubrir su existencia y comprender los mecanismos que hacen que nuestra genética determine cómo somos y se traslade de una generación a otra, los seres humanos nos hallamos ahora en disposición de alterarlo en nuestro beneficio.
La información que custodia el ADN se encuentra ubicada en minúsculas unidades básicas conocidas como genes, y cada uno de ellos contiene la clave para producir una determinada molécula, la cual cumplirá con una función definida en el ser vivo. Durante décadas la genética se ha centrado en conseguir descifrar y mapear toda esa información almacenada en el interior de cada célula de nuestro cuerpo. La aplicación práctica resulta evidente. Puesto que innumerables enfermedades tienen una base genética, averiguar la función concreta de cada gen podría tener una importancia capital a la hora de pronosticar el desarrollo de determinadas dolencias y prevenirlas. Pero todavía existen retos mucho mayores. ¿Y si pudiéramos reescribir nuestros genes? Estar en disposición de corregir o eliminar aquellas partes de nuestro ADN que no funcionan correctamente o que sospechamos serán potencialmente la causa de una enfermedad puede representar una auténtica revolución para la medicina moderna, pues además de ofrecer la posibilidad de sanar multitud de patologías, abriría la puerta a erradicarlas de nuestra herencia genética, impidiendo así que pasasen a la generación siguiente.
Actualmente parte de estos desafíos ya son una realidad gracias, por ejemplo, a estrategias tan innovadoras como la terapia génica, cuyo objetivo primordial es silenciar o activar determinados genes, relacionados con enfermedades, mediante la inserción de elementos funcionales ausentes en el material genético de un individuo. El gen sano o corregido se introduce en el tejido u órgano sobre el que se desea actuar a través de vectores virales, que lo traslada al interior del núcleo de las células, erradicando los efectos perniciosos de la expresión genética o reactivando o eludiendo funciones de la célula que ayuden o perjudiquen a la curación del paciente.
Otro ejemplo de los avances científicos en este campo va incluso más allá, ya que permiten modificar directamente el propio genoma. La última y más revolucionaria, la técnica de edición genética CRISPR, una suerte de bisturí a nivel molecular capaz de diseccionar el material genético, posibilita eliminar el gen no deseado y sustituirlo por otro en buen estado. La irrupción de CRISPR ha supuesto un avance sin precedentes para la ciencia médica, pues permite alterar, eliminar o reorganizar de manera muy precisa el ADN de cualquier organismo, incluido el de nuestra especie. Las primeras pruebas efectuadas con animales han dado buena cuenta de la capacidad de esta técnica para corregir defectos genéticos producto de mutaciones causantes, entre muchas otras, de enfermedades graves como la fibrosis quística o la hepatitis B.
Para alcanzar este grado de desarrollo, evidentemente, ha sido necesario un arduo trabajo de investigación en el que, año tras año, la ciencia ha ido ampliando sus conocimientos sobre los complejos procesos que regulan la genética. Hoy día sabemos, por ejemplo, que los genes del núcleo celular se hallan confinados en el interior de unas estructuras conocidas como cromosomas y que cada célula diploide —todas menos las sexuales— de nuestro organismo dispone de 23 pares de ellos, lo que implica que cada gen tiene un duplicado. Se estima que las personas tenemos entre 20.000 y 25.000 genes y que todo el conjunto de genes que albergan nuestros cromosomas tal como está dispuestos en nuestras células conforman el genoma humano.
Precisamente, entre 1990 y el año 2003, se desarrolló el Proyecto Genoma Humano que se propuso la hercúlea tarea de secuenciar un genoma humano completo. Las innovaciones técnicas aplicadas al proyecto permitieron que, pese a las dudas que despertó su ambicioso objetivo inicialmente, se completara de manera exitosa. Lo que en su día supuso una inversión de miles de millones de dólares y años de investigación coordinada en laboratorios repartidos por todo el planeta, hoy ya es posible llevarlo a cabo en apenas una jornada y de manera mucho menos costosa.
Es pues evidente el enorme avance que se ha producido en investigación genética en los últimos años, aunque nada de ello hubiera sido posible sin las esenciales aportaciones de los pioneros de esta disciplina, y especialmente de su principal impulsor, el monje y botánico austríaco Gregor Mendel. Aunque su trabajo cayó en el olvido durante décadas, su redescubrimiento a principios del siglo xx supuso el inicio de la genética como disciplina de trabajo en un marco de ciencia formal, caracterizada por la definición de problemas, el planteamiento de hipótesis y su comprobación mediante experimentos. Durante la primera mitad del siglo XX se definieron los conceptos básicos de la genética y se obtuvo un conocimiento incipiente de sus elementos fundamentales. Para ello se tuvieron que dar avances teóricos y tecnológicos en química, microbiología, e incluso en física: la estructura del ADN se obtuvo gracias a la difracción de rayos X, que es un procedimiento experimental que requiere un profundo conocimiento de la física de los átomos. En su libro ¿Qué es la vida?, publicado en 1944, el físico austríaco Erwin Schrödinger ya especulaba sobre la forma que podría tener una molécula que conservase la información genética, y apuntaba a una forma cristalina, como al final acabó demostrándose.
La primera etapa de adquisición de conocimiento de la genética culminó con la descripción del mecanismo de replicación del ADN por parte del biólogo británico Francis H. C. Crick y su colega estadounidense James D. Watson, en 1953. A ellos cabe atribuirles el hallazgo de la estructura de doble hélice, el modelo del ADN que conocemos y manejamos en la actualidad. Este proceso permite la duplicación del material genético, lo que al fin y a la postre hace posible que la información genética se transmita de una célula madre a otras células hijas y es la base de la herencia del material genético. El desarrollo de técnicas de biología molecular en la década de 1970 dio lugar a la ingeniería genética, es decir, la modificación de genes de organismos vivos para conseguir productos de interés, como los cultivos transgénicos.
El diagnóstico genético fue la primera aplicación de la genética a la salud humana. La posibilidad de detectar malformaciones y enfermedades antes del nacimiento supuso un avance innegable para la medicina. Hoy día, las pruebas genéticas prenatales son ya herramientas de inestimable utilidad para localizar dolencias muy específicas. Una de estas pruebas más significativas es el cariotipo, que revela gráficamente el conjunto de los cromosomas del feto y resulta esencial a la hora de diagnosticar enfermedades vinculadas con la herencia genética que tengan una incidencia elevada. Con el paso de los años, el abanico de opciones se ha visto ampliado, y ahora un diagnóstico genético permite seleccionar a los embriones que están libres de una enfermedad. Incluso, abre la puerta a la selección de un embrión concreto que pueda estar en disposición, una vez nacido, de servir de donante de tejido a sus hermanos para tratar determinadas patologías.
Estos primeros éxitos de la genética en el campo del diagnóstico prenatal permitieron pensar en el siguiente paso: la prevención y el tratamiento de enfermedades después del nacimiento. El buque insignia de la investigación sobre la genética humana es la ya citada terapia génica: la modificación de genes para corregir un defecto que puede causar una enfermedad. También es posible la terapia génica mediante una estrategia inversa: modificar genes para estimular algún sistema de defensa propio del organismo, para que pueda prevenir o curar una enfermedad. Un ejemplo en este sentido es la inmunoterapia del cáncer. La estrategia que siguen los investigadores en este campo es la de es estimular el sistema inmunitario del cuerpo para que detecte y destruya a las células causantes de tumores. En enero de 2017 investigadores de la Universidad de Michigan (EE. UU.) publicaron resultados prometedores en ratones con un cáncer muy agresivo del cerebro, el glioblastoma multiforme, usando una combinación de terapia génica y estimulación del sistema inmunitario. Las pruebas con humanos ya han empezado a realizarse.
Cada vez se conocen más y mejor los mecanismos biológicos que subyacen en las enfermedades humanas, desde las más leves a las más incapacitantes o incluso fatales. Muchas de ellas tienen un componente genético claramente identificado: según la base de datos Online Mendelian Inheritance in Man, actualmente ya se han descrito 3.315 genes que tienen un impacto conocido sobre 4.898 enfermedades, más otros 499 genes que están relacionados con la susceptibilidad a 700 enfermedades complejas o infecciones. Desde que en los años sesenta uno de los fundadores de la genética médica, el cardiólogo estadounidense Victor A. McKusick, iniciase este catálogo de genes relacionados con características humanas, incluidas las enfermedades, la tecnología ha avanzado tanto que ahora muchas de ellas pueden ser objetivo para desarrollar terapias de modificación genética que corrijan la mutación causante de la enfermedad.
Junto a las terapias génicas, la ciencia ha desarrollado otras estrategias y métodos de base genética cuyos objetivos también persiguen erradicar enfermedades que hasta el momento no disponían de tratamientos efectivos. La terapia celular, por ejemplo, ha mostrado notables éxitos y se ha revelado como una aliada especialmente útil para la terapia génica. En este caso, el método utilizado pasa por la introducción en el cuerpo de nuevas células sanas —en muchos casos, modificadas genéticamente— en un tejido u órgano para corregir un defecto o curar una dolencia.
Pero existen otros caminos para combatir la enfermedad a través de los genes. La terapia epigénetica, en este sentido, se diferencia de las anteriores porque no persigue alterar la secuencia de las bases del genoma. En su lugar, lo que se pretende es analizar los principales factores que pueden provocar el silenciamiento o la activación de un determinado gen, y cómo ello puede relacionarse de manera directa con la aparición de la enfermedad.
Diagnosticar, prevenir y curar. Actuar antes de que se inicie el mal, incluso, si es necesario en momentos previos al nacimiento. La capacidad que estamos adquiriendo para interpretar, modificar y manipular de forma deliberada el genoma puede conducirnos en el futuro a erradicar multitud de enfermedades hasta ahora incurables, consiguiendo alargar, así, nuestras expectativas de vida, e incluso diseñar nuestra propia evolución.