Читать книгу Una novia entrometida - Jessica Steele - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеERA el primer trabajo que tenía y estaba encantada. Yancie se metió en la autopista con el Mercedes y en cuestión de minutos se colocó en el carril más rápido, para ir a recoger a su pasajero.
Esa era la mayor pega de su nuevo trabajo, que tenía que viajar y había muchos tiempos muertos. Y ella no estaba acostumbrada a esperar. Estaba acostumbrada a estar ocupada todo el tiempo. Pero hasta ese momento las esperas no le habían supuesto un problema. Llevaba trabajando tan solo tres semanas. Su trabajo consistía en llevar de un sitio a otro a altos ejecutivos de una empresa. Después de la primera semana, los tiempos de espera los había dedicado a visitar museos, galerías de arte, a ir al cine y a ver a algunos amigos, si estaba cerca de ellos. Un día hasta pudo ir a casa de su madre, no sin antes quitarse la tarjeta de identificación que llevaba siempre en su uniforme.
Yancie estaba segura de que su madre no pondría buena cara si se enteraba de que no solo se había ido de casa, donde vivía con su padrastro, sino que incluso había encontrado trabajo. Una vez le dijo que quería trabajar y su madre se había escandalizado.
Era mejor no decir nada. Era mejor que no supiera lo que hacía y estar bien con ella.
Yancie miró la tarjeta de identificación que había dejado en el asiento de al lado. Tendría que recordar ponérsela otra vez cuando fuera a buscar al señor Clements.
Mientras conducía pensó que más que encontrar el trabajo, el trabajo le había encontrado a ella. Aunque la verdad, había sido su primo Greville el que se lo proporcionó. Aunque para ser más precisos había que decir que Greville era medio primo.
Yancie conducía muy bien y sabía anticipar lo que iban a hacer los otros conductores mientras ella pensaba en sus cosas.
No solo había ido a casa de su madre una vez abandonada la comodidad de la casa de su padrastro, que compartía con la hija de este, sino también a casa de su tía Delia, la madre de Greville.
Yancie pensó que nunca le tenía que haber prestado el coche a Suzannah Lloyd. No lo habría hecho, si hubiera sabido que Sukey iba a tener un accidente y le iban a dar siniestro total. Después de haber comprobado que Sukey estaba bien y que nadie había sufrido daño alguno, Yancie le había contado a su padrastro lo que había ocurrido.
Ralph Proctor era un padrastro excelente. Había pensado que él se preocuparía por Sukey, como le ocurrió a ella, pero para su sorpresa lo que hizo fue regañarle por dejarle el coche a todo el mundo.
Por desgracia, la hija de Ralph, Estelle, estaba presente cuando le regañó y la había mirado como preguntándole si pensaba que su padre iba a comprarle un coche nuevo.
Yancie no fue la única sorprendida. Incluso a su padrastro le extrañó el tono que utilizó su hija. Antes de que él pudiera responder, Yancie le contestó:
–¡Ni siquiera se me había ocurrido! Tengo suficiente dinero como para…
–¡Ese dinero es el que te da mi padre! –le replicó Estelle. Yancie se quedó mirándola boquiabierta.
–Yo nunca se lo pedí –fue la mejor respuesta que se le ocurrió.
–Pero sin embargo no lo rechazas, ¿verdad? –atacó Estelle. En ese momento se dio cuenta de que ya no podía seguir viviendo con su padrastro y su hermanastra. No se había imaginado que Estelle estuviera tan resentida con ella.
–No te preocupes que no voy a aceptar ni un céntimo más de tu padre –le había respondido Yancie con mucha calma. Y se marchó. No quiso escuchar la reprimenda de su padrastro.
–¡Estelle! –lo oyó decirle cuando ella salía de la habitación y cerraba la puerta–. Sabes más que de sobra que Yancie se gana el dinero que recibe con el trabajo que hace en esta casa.
–¡Pues pon un anuncio buscando una chica!
Yancie no quiso seguir oyéndolos. No podía quedarse en aquella casa después de lo ocurrido. Se fue donde sus primas Fennia y Astra se iban cuando tenían problemas. Se fue a casa de su tía Delia.
–Nunca me gustó Estelle Proctor –Delia Alford opinó, cuando Yancie le contó lo que había sucedido.
–De todas maneras, es verdad que yo acepté el dinero que me dio Ralph.
–¡Pero te lo has ganado! –exclamó Delia, sabiendo positivamente que hacía cuatro años, cuando Yancie tenía dieciocho años y había terminado el instituto, Ralph Proctor le había casi suplicado que se quedara en casa a vivir con él, diciéndole que le pagaría un sueldo si se encargaba de la casa–. Con esa hija que tiene, que le saca faltas a todo, sabes tan bien como yo que no hay nadie que aguante en aquella casa más de cinco minutos.
–¿Y qué hago?
–¿Qué es lo que quieres hacer?
Yancie se quedó pensativa. Quería mucho a su padrastro, pero…
–No puedo volver –respondió–. Es imposible vivir con Estelle.
–Pues no vuelvas –le respondió Delia Alford–. Puedes quedarte a vivir aquí si quieres. Aunque estoy segura de que Astra querrá que te vayas con ella. Tiene sitio en su piso. También te puedes ir a casa de Fennia.
El piso en el que vivían sus primas era del padre de Astra. Él vivía en las Islas Barbados, en vez de en su piso de Londres.
Yancie estaba a punto de decirle que iba a llamar a Astra cuando llegó su primo Greville a ver a su madre.
–¡Yancie! –exclamó sonriendo, después de saludar a su madre. Se dirigió a ella con los brazos abiertos.
Yancie se acercó a su medio primo, que ya estaba cerca de los cuarenta. Greville le dio un abrazo y un beso y después le preguntó que qué era aquello que había oído cuando entraba de que iba a buscar trabajo.
Mientras se tomaban una taza de café, Yancie le informó de todo lo que había pasado.
–Tendría que haber buscado trabajo mucho antes –le dijo Yancie.
–Ya sabes que tu madre no va a poner muy buena cara cuando se entere, ¿no? –comentó Greville–. Se va a enfadar tanto contigo como con Ralph.
–No me había acordado de mi madre –respondió Yancie. Hacía años que no vivía con ella, ya que nada más cumplir los siete la habían enviado a vivir interna en un colegio.
Yancie siguió conduciendo mientras se acordaba de su padre que había muerto en un accidente de esquí. Su madre había heredado bastante dinero, pero se lo había gastado casi todo. Porque a Ursula Dawkins no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de buscar trabajo. En vez de eso, lo que había hecho había sido casarse con un hombre con mucho dinero. Ese hombre fue Ralph Proctor.
Yancie pasaba las vacaciones en su casa y se había encariñado mucho con Ralph Proctor. Y él también con ella. Cuando su madre se divorció de él, su padrastro no solo le daba dinero a su madre, sino también a ella para que terminase sus estudios.
Pero eso no impedía que su madre tratara de hacerle la vida imposible si se enteraba de que no solo había abandonado la casa de Ralph, sino que además había encontrado un trabajo.
–El problema es que no tengo ninguna especialidad –le explicó a su tía y a su primo–. Podría hacer las cosas de la casa, supongo, pero…
–¡De eso nada! –exclamó Delia Alford de forma tajante.
–Pero es que es lo único que sé hacer –confesó Yancie.
–¡Tonterías! –declaró su tía–. Sabes conducir y sabes…
–Hay un puesto de conductora en Addison Kirk –intervino Greville. Su madre y su prima lo miraron–. Pero a lo mejor no te apetece hacer eso…
–¡Me encantaría! –respondió Yancie muy contenta.
–Oye, que no te lo decía en serio.
–Pues yo sí.
–No sé si van a querer darle el puesto a una mujer… –empezó a decirle. Al ver cómo le estaban mirando las dos, no pudo hacer más que sonreír–. Aunque como todos dicen que hay que conseguir la igualdad de las mujeres, a lo mejor se lo piensan.
Greville les contó que uno de los conductores se había jubilado y que el puesto llevaba vacante más de una semana. Delia puso una sonrisa de oreja a oreja. Estaba orgullosa de su hijo. Él, al igual que su padre, estaba en el consejo de administración de Addison Kirk.
–Pues entonces no hay nada más que hablar –le respondió su prima sonriendo–. ¿Para qué sirve si no tener un primo en el consejo de administración?
–Tienes razón –replicó su primo.
Después de pasar una entrevista, cuyos resultados ella ya sabía de antemano, Yancie consiguió el puesto. Greville le sugirió que no dijese a nadie que había conseguido aquel trabajo por él.
–De hecho –le dijo sonriendo–, sería mejor que nadie se enterara de que somos familia.
Yancie guardó el secreto. En pocas semanas pasó de no tener coche a ir a visitar a sus amigos conduciendo un Mercedes, un Jaguar y otros coches parecidos.
El jefe de Yancie le había hecho unas pruebas de conducción y había quedado satisfecho. Le tomaron medidas para hacerle un uniforme. Dos chaquetas, dos faldas y varias camisas con el logotipo bordado de Addison Kirk, que consistía en un puente sobre la bola del mundo. Yancie pensó que el logotipo tenía que ver con el material industrial que fabricaba la empresa. Cuando iba a visitar a sus amigos se ponía un broche sobre el logotipo. No quería correr el riesgo de que alguno de ellos fuera con el cuento a su madre.
Yancie, mientras conducía, se quedó pensando en la sugerencia que le había hecho su tía, de que se fuera a vivir con sus primas.
–Que no se te ocurra irte a vivir a otra parte –le había dicho Astra.
–Eso mismo digo yo –repitió Fennia. Era como estar otra vez en la residencia, pero mejor. Las tres primas tenían más o menos la misma edad y se llevaban como hermanas.
Yancie miró el cuadro del coche y se fijó en que se estaba quedando sin gasolina. Iba a ser difícil poder llegar con lo que le quedaba a Londres. Ni tampoco tenía suficiente para ir a recoger al señor Clements.
Pensó en que no faltaba mucho para llegar a una gasolinera. Sería mejor no pasársela, porque no habría otra en varios kilómetros. No había tiempo para pensar. Tenía que actuar. Dio un volantazo para ponerse en el carril de al lado y en su maniobra casi se pega contra un Aston Martin.
Ya lo había visto antes, porque la había intentado adelantar, pero se había olvidado de su presencia. No tenía tiempo para disculparse. Tenía que llegar cuanto antes a la gasolinera.
Por fortuna, el conductor del Aston Martin había reaccionado y había evitado el accidente. En cuestión de minutos llegó a la gasolinera.
Salió del Mercedes y no había hecho más que cerrar la puerta cuando el Aston Martin se detuvo detrás de ella. De su interior salió un hombre alto y moreno. A juzgar por la expresión de su cara, iba a tener que disculparse.
Lo habría hecho, de no haber sido porque su puesto de trabajo estaba en juego. Si a aquel hombre tan bien trajeado se le ocurría anotar el número de su matrícula y formalizar una queja, perdería su empleo.
–¿En qué diablos iba pensando? –le preguntó el hombre de forma agresiva nada más colocarse a su lado. La miró de arriba abajo y se fijó en el broche que llevaba. Por suerte no podía identificar el logotipo de la empresa donde trabajaba.
Ella no estaba acostumbrada al tono que utilizó aquel desconocido.
–¿Yo? –respondió–. Usted es el que ha tenido la culpa. Si hubiera ido por donde tenía que ir, no habría ocurrido nada.
–¡Usted fue la que invadió mi carril! –gritó el hombre muy alterado–. Y ni siquiera puso el intermitente.
–¡Está bien, no tengo todo el día para estar discutiendo aquí con usted! –le interrumpió, adoptando una actitud muy arrogante. Al parecer aquel hombre tampoco estaba acostumbrado a que le hablaran en semejante tono. Se dio cuenta por la forma en que estaba respirando y apretando los dientes.
–¡Hablaremos de esto más tarde! –le respondió. Se dio la vuelta y se metió en su Aston Martin.
Yancie se quedó boquiabierta. No sabía qué era lo que le había querido decir con aquella advertencia. Era imposible que hablara con ella, porque no la conocía. Además, llevaba el broche encima del logotipo de su empresa. Lo extraño era que no sabía por qué se preocupaba, cuando ni siquiera habían tenido un accidente.
Yancie prosiguió su camino con sumo cuidado. Aquel suceso la había desconcertado. Cuando llegó a recoger al señor Clements, iba ya perfectamente uniformada.
Algunas veces, Yancie se llevaba el coche a casa, sobre todo cuando terminaba tarde. Para que se lo dejasen llevar había tenido que asegurar al señor Kevin Veasey que iba a dormir en un garaje. Pero no la dejaban utilizar el coche para su uso personal.
Aquel día iba a terminar tarde y se llevó el Mercedes a su casa. A pesar de las horas a las que llegó, su prima Astra todavía estaba trabajando.
–Astra trabaja mucho –le dijo a su prima Fennia.
–Le encanta trabajar –respondió Fennia–. ¿Qué tal hoy?
–Casi he tenido un accidente con un Aston Martin. Aparte de eso, todo bien –sonrió y le contó a su prima lo que le había ocurrido mientras comían la cena que su prima había preparado.
–¡Hombres! –exclamó Fennia.
–Fui yo la que tuvo la culpa –señaló Yancie.
–Da igual.
Se rieron. Las tres primas estaban muy unidas. Las tres habían pasado por las mismas experiencias. Las tres habían tenido madres que habían pasado de relación en relación. Las tres habían tenido un pasado muy poco estable. Las tres habían tenido que soportar demasiados hombres en las vidas de sus madres.
La tía Delia había sido la única a la que habían podido acudir para conseguir algo de seguridad. La tía Delia tenía diez años cuando su madre se volvió a casar. Y en tres años tuvo tres hijas. La madre de Yancie ya había tenido sus aventuras antes del accidente de su padre. La madre de Fennia se había casado dos veces y en aquellos momentos estaba buscando marido. La madre de Astra se había divorciado dos veces y en aquellos momentos estaba viviendo con otro hombre.
Con esos pasados, las tres primas, a la edad de dieciséis años y por miedo a haber heredado un gen de sus madres, hicieron la promesa de no ser como ellas. No querían saber nada de las explosivas relaciones de sus progenitoras, que tan solo les habían traído disgustos.
Habían transcurrido seis años desde entonces y no habían tenido el menor problema. Ninguna de ellas tenía prejuicios contra los hombres. No obstante, no quedaban casi nunca con nadie que no conociesen bien. Y cuando lo hacían, siempre iban acompañadas de un familiar.
A la mañana siguiente, Yancie se fue a trabajar en el Mercedes. Pensó en que tenía que llamar por teléfono a su padrastro. Ya había contratado a una criada. A ella no le apetecía compartir techo con Estalle. Le gustaba más vivir con sus primas. Fennia, a pesar de que había estudiado empresariales, le encantaba el trabajo que había encontrado cuidando niños. Y Astra, la más estudiosa de las tres trabajaba de asesora financiera.
Yancie metió el coche en el garaje de Addison Kirk y se puso una bata para lavar el coche. Sus compañeros de trabajo ya casi se habían acostumbrado a su presencia. Sin embargo, de vez en cuando hacían algún que otro comentario sobre su físico.
–Estás guapísima con esa bata –comentó uno de ellos.
–¿De verdad? –le respondió.
–Aunque tú siempre lo estás, pongas lo que te pongas –la estaba mirando tan serio que ella se echó a reír. Y él aprovechó la ocasión para invitarla a salir un día.
–Yo nunca mezclo el negocio con el placer –le respondió. Se dio la vuelta y agarró la manguera.
Estaba lavando el coche cuando Wilf Fisher, uno de los mecánicos se acercó a agradecerle el que hubiera tenido la amabilidad de pasarse por casa de su madre para entregarle la cafetera que él le había dado.
–De nada –le respondió ella, a pesar de que había tenido que conducir cincuenta kilómetros después de dejar al señor Clements.
–Si no la hubieras llevado tú, no la habría recibido hasta dentro de una semana –le explicó–. Mi mujer se queja de que mi madre acapara mucho mi atención.
–No te preocupes. Para eso estamos los compañeros, para hacernos favores.
De todas maneras, de no haber tenido que hacer aquel encargo, no habría tenido aquel incidente con el Aston Martin.
A pesar de haberle contado el suceso a Fennie y a Astra, Yancie no había podido pegar ojo aquella noche pensando en ello. Había estado a punto de tener un accidente y lo único que se le había ocurrido había sido echarle la culpa al otro coche del error que ella había cometido. E incluso tuvo la osadía de encararse con el otro conductor.
No sabía por qué le preocupaba tanto aquello, porque era un hombre al que no iba a ver más. Era imposible que se tomara la molestia de averiguar a quién pertenecía el coche, cuando ni siquiera se habían rozado.
Yancie normalmente tenía bastante trabajo los viernes. Pero hasta ese momento nadie le había encargado nada.
Se entretuvo lavando los coches, yendo a por sándwiches y haciendo recados. A eso de las tres le avisaron de que quería verla el jefe.
Nunca antes había llevado a ningún sitio a Thomson Wakefield. Ni siquiera lo conocía. Llevaba tres semanas trabajando allí y estaba empezando a pensar que al señor Wakefield, a pesar de su política de igualdad de derechos con las mujeres, no le gustaba que su coche lo condujera una mujer.
No sabía por qué, pero se imaginaba que Thomson Wakefield era un hombre ya mayor. Seguramente era porque al puesto que ostentaba en la empresa no accedía un hombre joven.
¿Pero por qué se preocupaba tanto? Él había sido el que había solicitado sus servicios. Le hubiera gustado darse una ducha antes de subir a ver a su jefe.
Tampoco importaba mucho. Tenía una camisa limpia en el ropero. Con un poco de desodorante y un poco de maquillaje conseguiría estar presentable.
Lo extraño fue que cuando le preguntó a Kevin que en qué coche tenía que ir, le dijera que no le habían dicho nada al respecto. Lo único que le habían indicado era que fuera a ver al jefe a las cuatro.
–Elegiré yo entonces el coche cuando vuelva –decidió. Si la dejaban a ella decidir, elegiría el Jaguar. Aunque el señor Wakefield seguro que tendría sus preferencias.
Yancie subió a la planta donde estaban los directores de la empresa mientras pensaba dónde tendría que llevar a su jefe. A ella no le importaba hacer horas extra. Si le decía que tenía que llevarlo a Escocia, por ella no había el menor problema. Aunque tendría que decírselo a Astra y a Fennia para que no la esperaran.
Cuando llegó al despacho del jefe llamó a la puerta.
–¿Es usted Yancie Dawkins? –le preguntó la secretaria de Thomson Wakefield.
–Sí –respondió Yancie–. El señor Wakefield me ha llamado.
–Siéntese por favor –replicó Veronica Taylor.
Yancie se sentó y esperó. Y esperó. Dieron las cuatro y cuarto y seguía esperando.
–¿Sabe el señor Wakefield que estoy aquí? –le preguntó a la secretaria.
–Sí, claro –le respondió ella en tono agradable.
Dieron las cuatro y media y seguía esperando. Ojalá hubiera llevado algo para leer. A lo mejor su jefe estaba hablando por teléfono y no podía salir.
Transcurrieron otros diez minutos. Yancie empezó a sentirse cada vez más incómoda. Por muy ocupado que estuviera, bien podría haberle dicho algo. Sería mejor tranquilizarse, porque poniéndose nerviosa no iba a conseguir nada.
Al cabo de otros diez minutos, pensó en decirle a la secretaria que ella se iba al garaje y que la llamara cuando el jefe terminara. Pero justo en ese momento escuchó sonidos al otro lado de la puerta. Parecía que el jefe ya había terminado de hacer lo que estuviera haciendo.
La puerta se abrió. Se quedó boquiabierta. ¡No podía ser! ¡No podía creerse lo que estaba viendo!
El hombre que salía por la puerta no era tan mayor como ella se había imaginado. Era un hombre de unos treinta y pico años. ¡Era el mismo hombre que había estado al volante del Aston Martin!
¡Dios mío! Yancie se lo quedó mirando. No sabía dónde meterse. Aquel hombre la estaba mirando fijamente. No parecía dispuesto a ponerle fácil las cosas. Intentó pensar en un discurso para defenderse. Pero no se le ocurrió nada.
Y pensar que el día anterior había ocultado el logotipo de la empresa bordado en la camisa. Aquel hombre, cuando la vio, había sabido lo que ocultaba debajo del broche que se había puesto. Seguro que había reconocido el coche que ella iba conduciendo.
–¿Señor Wakefield? –le preguntó Yancie, confiando en que aquel hombre no fuera el jefe de Addison Kirk Group.
Él ni se molestó en confirmárselo. Se dirigió a la secretaria y le dijo:
–No me pase llamadas durante cinco minutos, por favor.
Mantuvo la puerta de su despacho abierta para que ella entrara. Yancie se puso en pie, sin saber bien lo que tenía que hacer. Aquel hombre le había dicho que se encargaría de ella más tarde. Yancie no sabía lo que la esperaba. Estuvo a punto de escapar corriendo.