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Introducción
ОглавлениеEn una noche clara, el cielo tiene una belleza extraordinaria: se llena de estrellas y se ve iluminado por la Luna, radiante y siempre distinta. Cuanto más oscuro está el lugar desde donde miramos, más estrellas vemos, desde decenas y cientos de ellas hasta decenas de miles. Podemos identificar las constelaciones por su forma patrón y también observar el pausado movimiento con el que atraviesan el cielo a medida que rota la Tierra. Las luces más brillantes del firmamento nocturno son los planetas, que cambian de posición noche a noche contra el telón de fondo hecho por las estrellas. La mayoría de las luces parecen blancas pero, a simple vista, es fácil distinguir el tinte rojizo de Marte y el resplandor rojo de estrellas como Betelgeuse, de la constelación de Orión. Durante las noches más claras, se puede ver la franja luminosa de la Vía Láctea y, en el hemisferio sur, dos manchas que brillan con luz trémula: las Nubes de Magallanes.
Además de ser estéticamente atrayente, el cielo nocturno siempre fue una fuente de asombro y misterio para la humanidad: inspiró preguntas sobre la naturaleza de los planetas y las estrellas, dónde están y qué lugar ocupamos nosotros, los habitantes de la Tierra, en el escenario más amplio que el cielo nos revela desde arriba. Para encontrar las respuestas a esas preguntas existe la astronomía, que es una de las ciencias más antiguas y ocupa el centro del pensamiento filosófico desde la antigua Grecia. La palabra astronomía quiere decir «ley de las estrellas»; es el estudio de todo lo que está por fuera de la atmósfera terrestre y el intento de entender por qué todo eso se comporta como se comporta.
La humanidad practica la astronomía desde hace miles de años, siguiendo los patrones y los cambios del cielo nocturno e intentando encontrarles sentido. Durante la mayor parte de la historia, la humanidad se limitó a observar lo que se ve a simple vista: la Luna, los planetas más brillantes de nuestro Sistema Solar, las estrellas cercanas y algunos cuerpos pasajeros, como los cometas. En los últimos cuatrocientos años, y gracias a la invención de los telescopios, los seres humanos logramos observar el espacio con mucha mayor profundidad, lo que amplió nuestros horizontes y nos permitió estudiar las lunas de otros planetas, estrellas mucho más tenues que las que percibimos a simple vista y nubes de gas donde nacen las estrellas. Durante el último siglo, el horizonte humano dejó de limitarse a nuestra galaxia, la Vía Láctea, lo que hizo posible descubrir y estudiar innumerables galaxias lejanas. Y ya en las últimas décadas, los avances de la tecnología en materia de telescopios y cámaras para capturar imágenes hicieron que la ciencia extendiese aún más los horizontes astronómicos. Hoy podemos cartografiar millones de galaxias; estudiar fenómenos como las explosiones estelares, el colapso de los agujeros negros y las colisiones galácticas; y encontrar planetas completamente nuevos alrededor de otras estrellas. Con todo esto, la astronomía moderna sigue buscando respuestas a los antiguos interrogantes sobre nuestra aparición en la Tierra, qué lugar ocupamos en el amplio escenario que habitamos, qué será de la Tierra en el futuro lejano y si hay más planetas que podrían albergar otras formas de vida.
Los primeros registros astronómicos tienen más de 20 000 años: consisten en huesos tallados que permitían seguir las fases de la Luna y se utilizaban antiguamente como calendarios en África y en Europa. En Irlanda, Francia e India, los arqueólogos encontraron pinturas rupestres de cinco mil años que registran eventos extraordinarios observados en el cielo, como eclipses de luna y de sol y apariciones repentinas de estrellas brillantes. También existen monumentos de la misma antigüedad, como Stonehenge en Inglaterra, que es posible que se hayan utilizado como observatorios astronómicos para seguir el recorrido del Sol y de las estrellas. Los primeros registros escritos sobre el tema se remontan a los sumerios y luego a los babilonios, habitantes de la Mesopotamia, hoy territorio de Irak. Entre esos registros figuran los primeros catálogos de estrellas, grabados en tablillas de barro en el siglo xii a. C. También hubo astrónomos activos en la China y la Grecia antiguas durante los primeros siglos antes de Cristo.
Si bien las únicas herramientas de los primeros astrónomos eran sus propios ojos, ya para los primeros siglos anteriores a nuestra era, los babilonios habían comenzado a identificar los planetas por su movimiento, a distinguirlos del fondo estelar y a trazar su itinerario meticulosamente noche tras noche. También comenzaron a sistematizar los registros en diarios astronómicos, lo que los llevó a descubrir patrones regulares en los movimientos de los planetas y en acontecimientos específicos del firmamento nocturno, como los eclipses lunares. Nadie sabía demasiado bien qué eran esos objetos y eventos del cielo, pero sí podían crear modelos matemáticos para predecir dónde estarían los planetas y la Luna cada noche.
A pesar de los considerables avances realizados, seguía habiendo gran incertidumbre en torno a la composición y la organización de los cuerpos celestes. ¿Cuál de ellos era el centro de todo: la Tierra o el Sol? El descubrimiento de que, en realidad, no lo era ninguno de los dos (es decir, de que el universo no tiene centro) llegaría muchos años más tarde. Durante el siglo iv a. C., el filósofo griego Aristóteles propuso un modelo basado en las ideas de astrónomos y filósofos griegos anteriores a él, como Platón, que ubicaban a la Tierra en el medio del universo. Según ese modelo, el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas estaban sujetos a una serie de esferas concéntricas inalterables que giraban alrededor de un centro, la Tierra. Aristóteles suponía que los cielos eran distintos de nuestro planeta tanto en su composición como en su comportamiento e imaginaba que las esferas celestes estaban hechas de un quinto elemento transparente conocido como «éter».
Durante el siglo iii a. C., al astrónomo griego Aristarco de Samos sugirió la idea alternativa de que, en realidad, el Sol podría estar en el centro de todo y que lo que iluminaba la Luna era su luz. Este modelo heliocéntrico (o «centrado en el Sol») explicaba mejor el movimiento de los planetas y los cambios en la intensidad de su luz. Si bien hoy sabemos que es el modelo acertado, por lo menos en lo que respecta a nuestro Sistema Solar, las ideas astronómicas de Aristarco fueron rechazadas mientras vivió, y pasaron más de mil años hasta que alcanzaron aceptación. Aparentemente, los defensores del geocentrismo (es decir, los que creían que la Tierra era el centro del universo), tenían argumentos sólidos a su favor: por ejemplo, si la Tierra se mueve, ¿por qué las estrellas no cambian de lugar unas en relación con otras a medida que cambia la posición de la Tierra? De hecho, las estrellas sí cambian de lugar, pero a una velocidad extremadamente lenta porque están lejísimo. Aristarco lo sospechaba, pero no tenía manera de demostrarlo.
El erróneo modelo geocéntrico se siguió imponiendo cuando lo adoptó Claudio Ptolomeo, un erudito de enorme prestigio oriundo de Alejandría, ciudad del Imperio romano en Egipto donde vivió durante el siglo ii d. C. Ptolomeo escribió uno de los primeros libros de astronomía, el Almagesto, en el que inventarió cuarenta y ocho constelaciones compuestas por estrellas conocidas, junto con tablas que indicaban las posiciones pasadas y futuras de los planetas en el cielo nocturno. Muchas de esas tablas provenían de un catálogo anterior que incluía unas 1000 estrellas, elaborado por el astrónomo griego Hiparco. Ptolomeo declaraba en su Almagesto que la Tierra debía ser el centro de todo, y tuvo tanta influencia que la idea prevaleció durante siglos. El Almagesto fue un texto central de la astronomía durante años, y se fue ampliando con los aportes de generaciones posteriores de astrónomos.
Durante la Edad Media, los mayores progresos en astronomía se produjeron lejos de Europa y del Mediterráneo, principalmente en Persia, China e India. En 964, el persa Abd al-Rahman al Sufi escribió el Libro de las estrellas fijas, un texto en árabe bellamente ilustrado que describe las estrellas constelación por constelación. El libro combina el catálogo y las constelaciones del Almagesto de Ptolomeo con descripciones de criaturas y objetos imaginarios de la tradición árabe, a partir de patrones formados por las estrellas; también incluye el primer informe sobre nuestra vecina, la galaxia de Andrómeda, a la que en ese momento se consideraba una mancha de luz de apariencia distinta a la de una estrella común. En ese mismo siglo, Abu Sa’id al-Sijzi, astrónomo persa él también, propuso la idea de que la Tierra rota sobre su propio eje, un paso en la dirección contraria de Ptolomeo, que sostenía que la Tierra estaba fija. Persia también fue la cuna del gran observatorio de Maraghe, un centro de investigaciones fundado en 1259 por el sabio Nasir al-Din al-Tusi en las colinas de Azerbaiyán. Allí se congregaron astrónomos de Persia, pero también de Siria, Anatolia y China con el objeto de observar en detalle los movimientos planetarios y la posición de las estrellas.
En los siglos xvi y xvii se produjo una profunda revolución en la astronomía. En 1543, el polaco Nicolás Copérnico publicó De Revolutionibus Orbium Coelestium, donde proponía que la Tierra no solo rotaba sobre su propio eje, sino que giraba alrededor del Sol junto con los demás planetas. La idea recibió duras condenas por parte de la Iglesia Católica, que la consideró una herejía; de hecho, para que finalmente se la aceptara fue necesario el apoyo sostenido de varias figuras clave y años de nuevas observaciones. El avance decisivo llegó con la invención del telescopio, a principios del siglo xvii.
Vemos gracias a la luz. Cuanta más luz acumulamos, más lejos podemos ver en el espacio. Un telescopio es, en parte, un recipiente para acumular luz con mucha más capacidad que el ojo humano, lo que nos permite percibir distancias mayores en la oscuridad del espacio y distinguir mejor lo que vemos. El astrónomo italiano Galileo Galilei fue el primero que apuntó un telescopio hacia el cielo, en 1609. Se trataba de una versión primitiva diseñada por él mismo, que aumentaba el paisaje del cielo unas veinte veces. Con eso le alcanzó para ver que Júpiter tiene sus propias lunas, que aparecían como puntos de luz a cada lado del planeta y cambiaban de posición a medida que giraban. Si no se observan con telescopio o con un par de binoculares modernos, quedan ocultas; su luz es tan débil que no las habrían descubierto a simple vista.
En 1610, Galileo publicó sus observaciones de las lunas de Júpiter, junto con descripciones de la irregular superficie de la Luna y de las estrellas ocultas que había descubierto, en su popularísimo tratado Mensajero sideral. Allí apoyaba la visión de Copérnico, alentado por el descubrimiento de las lunas de Júpiter: la existencia de esas lunas demostraba que había objetos celestes que no giraban alrededor de la Tierra. Por desgracia, las pruebas de Galileo no convencieron a la Iglesia Católica, que mantuvo su férrea oposición al modelo copernicano del cosmos y condenó a Galileo a permanecer preso en su hogar hasta el día de su muerte.
A pesar de la oposición de la Iglesia, los astrónomos siguieron avanzando. El alemán Johannes Kepler, que adhería a las ideas de Copérnico y de Galileo, demostró en 1609 que todos los planetas se movían alrededor del Sol con trayectorias en forma de elipse (que es como un círculo un poco aplastado). También descubrió que los planetas obedecían un patrón específico: la distancia que los separa del Sol permite predecir el tiempo que les lleva trazar una órbita completa alrededor del astro. Cuanto más lejos están del Sol, más tiempo tardan, pero la distancia y el tiempo no aumentan en la misma proporción: a un planeta que está al doble de distancia del Sol que otro planeta le lleva casi tres veces más recorrer una órbita entera. En ese mismo siglo, en 1687, el físico inglés Isaac Newton propondría su ley de gravitación universal y explicaría por qué funcionaba ese patrón, en su famosa obra Principia. Según esa ley, todo objeto con masa atrae a otros objetos, y cuanto más grande es el objeto y más pequeña es la distancia que lo separa de otro, más fuerte es la atracción. Si estamos dos veces más cerca del objeto, sentiremos una atracción del cuádruple de intensidad y nos llevará menos tiempo trazar una órbita completa alrededor de él. La ley de Newton explicaba los patrones que había detectado Kepler, según los cuales los planetas y el Sol giraban alrededor de un centro de masa en común, y mostraba que las leyes de la naturaleza funcionan de la misma manera en los cielos que en la Tierra. Había llegado el momento en que la observación y la teoría coincidían en todo: por fin se tomaba en serio una alternativa al sistema celeste de Ptolomeo en todo el mundo. La Tierra sí giraba alrededor del Sol.
En el siglo xix, se produjo una segunda revolución en la astronomía, impulsada por la invención de la fotografía en 1839, mérito de Louis Daguerre. Hasta ese entonces, las ilustraciones en astronomía se hacían a mano, lo que traía aparejadas imprecisiones inevitables. Las cámaras fotográficas, en cambio, no solo permiten medir con mayor precisión la posición y el brillo de los objetos celestes, sino que además posibilitan las exposiciones prolongadas, lo que hace que reciban más luz de la que percibe el ojo humano. En 1840, el científico angloestadounidense John William Draper tomó la primera fotografía de una luna llena, y en 1850, William Bond y John Adams Whipple tomaron la primera fotografía de una estrella, Vega, en el Observatorio de la Universidad de Harvard. En la década de 1850 también se inventó el espectroscopio, artefacto que separa las diferentes longitudes de onda de la luz recibida por un telescopio (tema que ampliaremos en el capítulo 2). Estos avances permitieron que los astrónomos elaboraran extensos catálogos de estrellas pertenecientes a nuestra galaxia, la Vía Láctea, e incluyeran su posición, nivel de brillo y color.
A principios del siglo xx, los astrónomos ya construían telescopios más grandes para llegar a lugares del espacio cada vez más lejanos. Estos progresos se sumaron a otros avances clave en nuestra comprensión de la física, incluidas las teorías de la relatividad general de Albert Einstein y de la mecánica cuántica de Max Planck, Niels Bohr, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y otros. Las nuevas ideas permitieron que los astrónomos avanzaran muchísimo en la comprensión de la naturaleza de los objetos en el espacio, y del espacio en sí. Entre los logros más notables figuran el descubrimiento que Edwin Hubble hizo en 1923 de que la Vía Láctea no es más que una galaxia entre tantas, y el de Cecilia Payne-Gaposchkin, en 1925, de que las estrellas están compuestas principalmente de hidrógeno y de helio (temas que ampliaremos en los capítulos 1 y 2).
Hay dos avances tecnológicos del siglo xx que vale la pena destacar, y ambos tuvieron lugar en los Estados Unidos, más precisamente en Nueva Jersey, en los Laboratorios Telefónicos Bell, una empresa de investigación y desarrollo conocida comúnmente como Bell Labs. El primero se produjo en 1932 y fue obra de Karl Jansky: consistió en el descubrimiento de que es posible observar ondas de radio provenientes de objetos espaciales y significó abrir una nueva ventana hacia el universo. Esa ventana se abrió aún más en la década de 1960 con la inclusión de otros tipos de luz que el ojo humano tampoco puede ver. El segundo avance importante fue la invención del dispositivo de carga acoplada, también conocido como CCD, creado en 1969 por Willard Boyle y George Smith. Mediante un circuito eléctrico que convierte la luz en una señal eléctrica, este artefacto produce un tipo de imagen digital que conocemos bien: es la que se utiliza en los teléfonos celulares. Estos dispositivos son más sensibles que las películas fotográficas, lo que permite a los astrónomos capturar imágenes de objetos espaciales más lejanos o de luz más débil.
En las últimas décadas, se produjeron abundantes avances en la tecnología, las teorías y la informática de la astronomía que nos trajeron a nuestro estado de conocimiento actual. Ya hemos recorrido con la vista todo el camino del universo observable, hemos encontrado millones de galaxias fuera de la nuestra y elaborado una descripción coherente de la evolución de nuestro Sistema Solar en el contexto de nuestra galaxia. La travesía que culminó en nuestra comprensión actual del universo y las muchas cosas extrañas y maravillosas que hoy sabemos sobre su funcionamiento constituyen el tema de este libro.
Con los años, a medida que se amplió el alcance de la astronomía, también fue cambiando la naturaleza del trabajo que realizan astrónomas y astrónomos. El título de «astrónomo» o «astrónoma»1 sigue siendo el más genérico: se aplica a quienes estudiamos e interpretamos lo que vemos en el cielo, pero también hay otros. Algunos no nos autodenominamos «astrónomos», sino «físicos». La diferencia más común es que los astrónomos estudian el cielo y hacen observaciones sobre lo que hay en el espacio, mientras que los físicos son científicos interesados en descubrir las leyes de la naturaleza que explican cómo se comportan e interactúan los objetos, incluidos los que están en el espacio. Las dos especialidades se superponen, y no hay manera de marcar un límite estricto entre ellas. Muchos somos tanto astrónomos como físicos; se suele usar la denominación «astrofísico» para quienes trabajamos en ese terreno de superposición. También existen diferentes tipos de astrónomos, según el tipo de preguntas que se hagan. Algunos se ocupan del funcionamiento interno de las estrellas; otros, de galaxias enteras y de cómo crecieron y evolucionaron. La cosmología se concentra en los orígenes y la evolución del espacio en su totalidad. Una de las ramas de la astronomía que más está creciendo es la de los exoplanetas, es decir, el estudio de los planetas que giran alrededor de otras estrellas, no de la nuestra.
En la actualidad, existen los astrónomos profesionales y los aficionados. En el pasado, la división entre los dos grupos era menos pronunciada: Ptolomeo, Copérnico y Galileo estudiaron varias disciplinas. Tanto ellos como quienes vinieron después se dedicaron a campos muy diversos, como la botánica, la zoología, la geografía, la filosofía y la literatura, además de la astronomía. Hoy, la mayoría de los descubrimientos astronómicos solo se puede realizar con telescopios profesionales demasiado caros y grandes para una sola persona. Para interpretar en detalle los fenómenos que observamos a través de esos telescopios, hoy se requieren años de preparación. Eso significa que necesitamos astrónomos profesionales, es decir, profesionales que dediquen prácticamente todo su trabajo al estudio del universo. Nos financian las universidades, los gobiernos y, cada vez más, los filántropos. Nuestro perfil demográfico también cambió con los años, y hoy hay más mujeres que nunca en este campo.
No solo necesitamos profesionales: los aficionados también cumplen una importante función. Los telescopios pequeños siguen siendo muy valiosos a la hora de realizar observaciones específicas, especialmente cuando se produce un evento muy raro e inesperado y alguien tiene que ponerse a seguirlo de inmediato. También hacen falta muchos aficionados que ayuden a clasificar los objetos astronómicos registrados por grandes telescopios, cuyas imágenes se suben a Internet. Suele haber tanta información que la pequeña comunidad profesional no da abasto para procesarla; por otro lado, los seres humanos siguen siendo mejores que las computadoras a la hora de hacer distinciones sutiles, especialmente cuando las características analizadas son poco frecuentes. En la última década, los aficionados descubrieron planetas completamente nuevos que orbitan alrededor de otras estrellas y nuevos tipos de galaxias que nadie esperaba.
El hecho de haber expandido nuestros horizontes más allá del Sistema Solar y de las estrellas cercanas significa que la astronomía moderna comprende no solo una vasta porción del espacio, sino también del tiempo. Dependemos de la luz para conocer el espacio: esperamos a que la luz llegue de lugares lejanos y vemos objetos en el espacio ya sea porque crean luz o porque reflejan la que les llega de otro lado. Los vemos con el aspecto que tenían cuando la luz salió de ellos por primera vez. Este fenómeno agrega una nueva dimensión a nuestras observaciones del cielo: el tiempo. La luz viaja a una velocidad extraordinaria: 10 millones de veces más rápido que un auto en una autopista.
Eso significa que, si miramos la lámpara que tenemos más cerca, probablemente a un par de metros de distancia, vemos su luz una fracción de segundo en el pasado: en este caso, la velocidad de la luz es casi irrelevante. En cambio, si miramos la Luna, que está a unos 380 000 kilómetros de distancia, la luz que percibimos es un segundo más vieja cuando llega a la Tierra. La luz que nos llega desde el Sol tiene ocho minutos de edad. La luz de las estrellas es mucho más vieja: la de nuestras vecinas estelares más cercanas tarda cuatro años en alcanzarnos. Cuando miramos las estrellas, lo que hacemos es mirar el pasado.
Esa capacidad es un don increíble: nos permite ver partes del espacio, de nuestro universo, tal como eran muchos años atrás. Cuanto más lejano es el lugar desde donde nos llega la luz, más atrás en el tiempo podemos ver. Cuando miramos la brillante estrella Betelgeuse, situada en la constelación de Orión, retrocedemos más de seis siglos. Su brillo rojizo comenzó a viajar hacia la Tierra durante la Edad Media. Las estrellas del cinturón de Orión están más lejos todavía, y su luz, conocida por generaciones de seres humanos, viajó por lo menos 1000 años hasta alcanzarnos. Eso significa que tenemos la oportunidad de entender la historia del universo porque podemos ver sus partes más distantes tal como eran en el pasado, hace miles, millones o miles de millones de años. La posibilidad de observar el pasado existe desde que la humanidad miró las estrellas por primera vez, pero solo se convirtió en una característica distintiva de la astronomía durante el último siglo, desde que logramos ver más allá de la Vía Láctea.
La enorme extensión del universo, tanto en espacio como en tiempo, puede hacer que la astronomía moderna nos resulte abrumadora. El espacio es tan inmenso que los números que indican distancia parecen perder sentido, porque los números con demasiados ceros son difíciles de procesar. Para resolver el problema, inventamos maneras de explicar las escalas del espacio, simplificamos lo complejo y dejamos de lado algunos detalles. Nos concentramos en conocer muy bien una parte del espacio, sobre todo nuestro Sistema Solar, y en aplicar lo que aprendemos a otras áreas cuando nos parece relevante. Nos conformamos con no conocer tan bien la mayor parte del espacio. Sin embargo, algunas de sus regiones más lejanas son particularmente interesantes y vale la pena conocerlas a fondo; por ejemplo, las estrellas rodeadas de planetas que podrían parecerse a la Tierra y las galaxias donde colisionan agujeros negros o estallan antiguas estrellas.
Este libro trata sobre nuestro universo, que es el nombre que le damos a la totalidad del espacio conocido, tanto el que vemos con telescopios como el que pensamos que está relacionado físicamente con las partes que podemos ver. El libro explica qué pensamos que es el universo y qué significa pensar en la totalidad del espacio y todo lo que contiene. Intenta dar una idea del lugar de la Tierra en ese lugar tanto más grande. También cuenta a grandes rasgos la historia de cómo llegó hasta aquí la Tierra y qué le podría deparar el futuro en el contexto de un universo tan grande.
Figura 0.1 Estrellas de la constelación de Orión: su luz viaja cientos de años hasta alcanzarnos.
Pero no vamos a empezar esta historia en el momento en que comenzó el universo, porque ese punto es bastante extraño. Lo que haremos es empezar en el aquí y ahora, desde nuestra perspectiva terrestre. En el capítulo 1, vamos a ordenar el espacio. Al observar en profundidad el cielo nocturno, nos damos cuenta de que los objetos espaciales no están diseminados al azar, sino que siguen un patrón definido, una distribución que combina desde los objetos más pequeños hasta los más grandes. Podemos pasar de las lunas que giran alrededor de planetas a los planetas y asteroides que giran alrededor de las estrellas; de allí, a conjuntos de estrellas reunidas en galaxias, y luego a cúmulos de galaxias, que quizá sean los objetos más grandes del universo. Descubriremos dónde encaja la Tierra dentro de ese patrón cósmico e intentaremos dar una idea general sobre la escala del espacio.
El segundo capítulo cuenta la historia de las estrellas y cómo transcurre su vida. Algunas son como nuestro Sol, pero muchas otras tienen historias de vida distintas. Descubriremos cómo producen luz y hallaremos las guarderías estelares donde nacen. Exploraremos la vida y el destino de nuestro Sol y la intensa vida de las estrellas más grandes, que llegan a su fin con violentas explosiones. Muchas de ellas terminan en forma de densos agujeros negros que jamás dejarán escapar la luz. También aprenderemos sobre la extraordinaria diversidad de los nuevos mundos que se están descubriendo alrededor de estrellas que no pertenecen a nuestro sistema solar.
En el capítulo 3, descubriremos la abundante materia invisible de nuestro universo que no podemos ver ni a simple vista ni con telescopios, ni siquiera con los que miden distintos tipos de luz. Este hallazgo tiene menos de un siglo, pero ya cambió por completo lo que entendemos por universo y lo que creemos que lo compone. Hoy nos empeñamos por entender en qué consiste, porque eso influye enormemente en todos los objetos que sí tienen luz y porque, al parecer, es una de las piezas fundamentales de la naturaleza.
En el cuarto capítulo, averiguaremos cómo cambió el espacio a través de los años. Existen numerosas galaxias más allá de la Vía Láctea y casi todas parecen estar alejándose de nosotros. Eso nos lleva a la inevitable conclusión de que el espacio crece y de que, en algún momento del pasado, probablemente haya tenido algún tipo de comienzo, al que llamamos Big Bang. Hoy podemos seguir la evolución del universo, remontarnos casi hasta aquel momento y deducir cuándo tuvo lugar. También nos encontraremos con la idea de que el espacio tiene forma propia y con la posibilidad de averiguar si el universo es infinito.
El último capítulo es una historia abreviadísima del universo, un recorrido por toda su vida, desde los primeros instantes hasta donde estamos hoy. Tras el paso de miles de millones de años, minúsculos elementos formados cuando comenzó el universo se convierten en galaxias repletas de estrellas, entre ellas la Vía Láctea, hogar de nuestro Sistema Solar. Gran parte de nuestra comprensión sobre lo que sucedió viene de combinar la observación con simulaciones por computadora que buscan recrear la posible evolución del universo. Nuestro Sol y nuestra Tierra se formaron cuando el universo tenía unos dos tercios de su edad actual, y antes que nosotros, se formó la Vía Láctea. Luego echaremos un vistazo a lo que podría pasar en el futuro en nuestra región del universo y en todo el espacio.
Vivimos en una era repleta de posibilidades tecnológicas sin precedentes, tanto en el desarrollo de telescopios como de computadoras, por eso tenemos la esperanza de que, en el transcurso de nuestra vida, avanzaremos a pasos agigantados hacia la solución de muchos de los misterios de la astronomía que siguen sin resolverse. Quizá podamos encontrar nuevos planetas que den señales de albergar vida, descubrir de qué está hecha la parte invisible del universo y echar luz sobre cómo empezó a desarrollarse. Quizá también nos encontremos con algo totalmente inesperado que vuelva a cambiar el curso de la astronomía una vez más.
1 Jo Dunkley es mujer. En inglés, astronomer no indica género, pero en castellano el genérico masculino puede inducir a error [N. de la T.].