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ОглавлениеLos Buguis
1
—¡Tombos! —gritó Elías.
Entonces salimos huyendo, rabiosos, por el resonar de la sirena. La gresca reventó y los muchachos se esfumaron por las hileras de los viejos vagones atracados. Elías se quedó resistiendo como un furibundo perro de pelea hasta que él también tuvo que echarse a correr delante de los patrulleros.
—¡A El Puquio! ¡A El Puquio! —ordenó.
Traspasamos el riel del tren a toda velocidad y saltamos las cabezas filudas de las piedras, esquivando los oxidados tendales de las verjas. Aún seguíamos en la Estación Central de Ñaña y pensamos en llegar al río, a la parte más impenetrable de El Puquio para despistar a los perseguidores. La pandilla de San Pancho había desaparecido por la entrada de La Era, al otro lado del repecho. Minutos antes habíamos estado enfrascados en una pelea por el dominio de la zona. Elías y Miguel batuteaban el guerreo, mientras que nosotros los cubríamos. Ellos eran los más fuertes y bravos de Los Buguis, con quienes siempre rebatíamos a pedradas a los pandilleros de San Pancho, nuestros eternos enemigos.
Cuando llegamos al río, nos camuflamos entre los bejucos y jaulones de metal. El sol bombeaba con furia sobre nuestras cabezas. Caía como un gigantesco manto de fuego encima de toda la llanura. Era verano y el calor lo aplastaba todo. Observamos a unos gallinazos que danzaban en círculo alrededor de una carroña. Elías, furioso, les lanzó un ladrillo.
—¡Maricas! —gritó, mientras las aves huían despavoridas.
Aún seguía excitado por el influjo del guerreo. Casi habíamos ganado la bronca de hace un rato, casi habíamos aplastado a la cuadrilla de San Pancho. Elías estaba enojado y tenía una sombra de frustración en la mirada. Me acerqué y le puse una mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Ya fue —dije.
Al punto, los otros muchachos nos rodearon. Parecían haber salido de un foso o de algún cuarto de tortura. Pude ver cómo el odio brillaba en el fondo de sus ojos. Querían seguir peleando por su barrio, querían reventar a los gorilas de San Pancho.
—Ya los teníamos jodidos —exclamó Miguel—. Si no hubiera sido por los tombos, los habríamos partido.
—Sí —remató Jesús—. Esos cagones tienen suerte.
Un gallinazo alzó vuelo y trepó con pereza por el aire. Era el único pajarraco que planeaba encima de nosotros. Al verlo a contraluz, parecía un lunar oscilante en el rostro del cielo.
—Eran más que nosotros —dijo Elías y recogió una piedra de tamaño regular—. Como diez.
—¡Más! —señaló Roberto—. Veinte o treinta.
—No exageres —dije—. No eran más de diez.
Elías arrojó la piedra al río. La luz del sol le bañaba el rostro dejando ver las perforaciones del acné en su piel.
—Ya tendrán su merecido —dijo.
—Sí —apoyó Miguel.
Una arañita había escalado hasta la punta de una roca. Nos miraba al mismo tiempo que movía sus filudas patas. Después de un rato, tras prender un cigarrillo, la quemé con el rescoldo.
—Vamos a El Puquio —dije.
—Vamos —contestó Elías.
El Puquio estaba a unos doscientos metros del río, cerca al corral de toros más grande de la zona. Era una suerte de estanque rodeado de arbustos y piedras que sobresalían como cráneos. En su interior nadaban bagres y renacuajos. Algunas ratas anidaban también en sus proximidades y, cuando las molestábamos, saltaban desesperadas hacia el agua. Nos gustaba aquel punto porque era un sitio alejado de los grandes y porque tenía la fauna más repelente del lugar.
—¡Una carrera! —grité.
Salimos disparados hasta llegar al margen del lago. Una vez allí, nos pusimos a fintear y a empujarnos unos contra otros y luego, cuando el calor se elevó al máximo, nos desnudamos. Roberto y Miguel exhibieron unas marcas violáceas que teñían parte de sus cuerpos: eran moretones producto de la bronca. Parecían pequeños círculos de sangre, bolitas cárdenas que sobresalían como orugas aplastadas. Yo me lancé a las aguas de El Puquio pensando en lo limpio que había quedado mi cuerpo después de la pelea. Nadé hasta chocar contra una roca y después me sumergí como una rata. Al salir a flote, vi a todos chapoteando en el agua.
—¿Dónde está Jon? —pregunté.
—Acá no está —dijo Miguel buscando entre las cabezas que sobresalían del estanque.
—¡Puta madre! —exclamó Elías. Su fibroso cuerpo emergió fulgurante en la orilla. El acné también había empezado a comerse parte de su espalda.
—Ojalá no lo hayan chapado los tombos —dijo Roberto a la vez que se ponía un polo.
—No digas huevadas...
Nos vestimos y salimos en busca de Jon. A esa hora el sol escupía fuego sobre Ñaña. Sofocados, desandamos todo el camino de El Puquio y llegamos otra vez a la ribera del río. Los gallinazos seguían devorando su carroña, pero no había ningún rastro de nuestro amigo.
—¿Y si se quitó a su casa? —preguntó Miguel.
En aquel momento, un avión pasó por encima de nuestras cabezas. Su convexo buche traspasó las nubes imitando el recorrido de un descomunal aguijón. Todos lo observamos.
—No creo —dijo Roberto al cabo de un segundo—. Debe haberse metido en los vagones.
—Vamos a buscarlo —exigí.
—No podemos regresar —me contradijo Miguel—. Los tombos deben estar cerca... Además, todo es la culpa del enano.
—Tiene razón —opinó Jesús—. Mejor vamos a su casa.
—¿Y si no está? —pregunté.
—Lo esperamos —sentenció Elías.
La respuesta no me gustó del todo. Jon era el más pequeño de la banda; el más tranquilo también. Nunca había ganado una sola pelea y sus piernas eran demasiado cortas para correr a nuestro ritmo. Le gustaba vagar con nosotros y sacar a pasear a su enorme perro Draco. Se había unido a Los Buguis porque no tenía otro camino. ¿Qué opción podía tener un niño cuando el barrio entero era de un equipo de fútbol diferente? ¿Qué podía hacer cuando sus amigos iban contentos a reventarse en las grescas callejeras? Un imán colectivo había empujado a Jon a ser uno de Los Buguis. Y no se quejaba. Era feliz empozado en su condición de aprendiz, de cachorro. Estaba siempre en los ensayos de guerreo, en las excursiones a El Puquio, en las reuniones de cuadrilla, en las pequeñas transacciones de pitillos.
—No podemos esperar —dije exaltado—. Lo pueden chapar los tombos o los cagones. Tenemos que ir a buscarlo.
—No —volvió a repetir Miguel—. Es su culpa. Tiene que aprender a ser un bugui. Toda la vida la misma huevada. Si no sabe cuidarse solo, peor para él. ¿Acaso eres su viejo?, ¿o fácil eres su mamita?
—¡Hijo de puta! —vociferé y me lancé sobre él, enfurecido por tomar la desaparición de Jon como la de un simple perro. Estuve a punto de cogerlo por el cuello y estrangularlo, pero un brazo me detuvo y me tiró al suelo como un pedazo de basura.
—No, Fernando —dijo Elías con calma—. No.
Me levanté de un salto.
—¡Pendejo! —le grité—. ¿Tú también te cagas en los patas?
—No —contestó—. Yo me encargo de cuidarlos a todos.
—¡Mentira!
Un puñete se estrelló contra mi cara y me dejó en shock. Vacilé por dos segundos y caí nuevamente al suelo. Elías me miraba impasible, como si nunca hubiera soltado el golpe, como si nunca se hubiera movido de su sitio.
—¡Por qué! —grité— ¡Por qué!
—Cálmate —dijo.
El murmullo del río comenzó a crecer después de aquel golpe. Nos quedamos sumidos en un silencio hosco, triste. Era la primera vez que Elías me golpeaba. Siempre habíamos sido buenos amigos, grandes camaradas de guerra. Me puse de pie cogiéndome el rostro. Estaba adormecido y caliente. Me sentía confundido y todo se deslizaba a gran velocidad por mi cabeza.
—Tú y yo iremos a la Estación —me dijo—. Los otros irán a buscarlo a su casa.
El río avanzaba furioso por encima de las piedras. Era como si se burlara de nosotros con una sostenida carcajada. Arriba, en el cielo, un grupo de gallinazos se mecía en el aire en busca de una presa. Tenían traza de adolescentes desamparados. Se parecen a nosotros, pensé con desánimo.
—Pero es peligroso —objetó Miguel.
—Los tombos deben seguir dando vueltas —dijo Roberto.
—Y los de San Pancho pueden estar cerca —agregó Jesús.
Elías observaba en silencio la invicta carrera del agua. De pronto, enojado, gritó fuera de sí:
—¡Somos Los Buguis, carajo! ¡Los Buguis!
Una vez más nos quedamos mudos.
—Vayan a su casa —ordenó—, y si no lo encuentran, búsquenlo en el barrio.
—¿Y ustedes? —preguntó Roberto.
—Nosotros iremos a los vagones —dije con un fugaz viso de orgullo.
—Cuidado con los tombos —balbuceo Jesús—. También con los cagones. Ya saben, es su barrio.
—No pasa nada —dijo Elías.
Ambos partimos con dirección a la Estación Central de Ñaña. Los otros treparon el repecho de polvo y piedra rumbo al barrio. Jon, hijo de puta, ¿dónde te habías metido? ¿Por qué demonios no corriste con nosotros? ¿Por qué siempre te gustaba meterte en problemas? ¿Tenías que formar parte de Los Buguis? ¿Alguna vez fuiste un verdadero bugui?
—Fernando —dijo Elías y me tomó del brazo. Estábamos muy cerca a los vagones del tren, a unos cien pasos del establo Las Cadenas—. Eres un buen amigo, un gran muchacho...
—Soy un bugui —le contesté feliz.
2
No le crean al idiota de Fernando. La verdadera historia ocurrió dos días después de la bronca con los cagones de San Pancho. Elías y Fernando fueron a buscar a Jon por las filas de los trenes, pero no lo encontraron. Nosotros tampoco pudimos encontrarlo y eso fue peor.
Ese día, Elías salió de la casa de Jon con los ojos repletos de rabia. Su piel amarillenta, casi enfermiza, parecía la de un viejo. Caminaba como un zombi y había algo horrible en su mirada. ¿Quién podía adivinar lo que sucedía en su interior? Era el jefe y nosotros lo respetábamos por eso. Bueno, no todos. Pero sí la gran mayoría. Si él quería estar lleno de furia, pues era su problema. De esa forma llegó hasta nosotros y, tras cimbrearse por algunos segundos, cayó de rodillas en la tierra.
—¡Hijos de puta! —gritó—. ¡Conchesusmares!
Todo el barrio quedó conmovido por la familia de Jon y por Jon mismo. Nos sabíamos culpables, cogidos por las garras de un oscuro crimen. Pobre Jon, me dije entonces, no debió alejarse de nosotros, no debió dejar de correr a nuestro lado. Pero esas pequeñas piernas, esos pies planos, esa terrible mala suerte, lo fregaron como siempre.
—Hay que vengarse —exclamó Fernando, apretando los puños.
Nunca me había gustado Fernando, siempre andaba con sus aires de sabiondo y genial. No sé por qué rayos paraba con nosotros. Siempre había dicho que prefería más los libros que las broncas, el frío que el calor, el porno que el fútbol. ¿Quién chucha se creía ese huevón?
—Sí —grité mirándolo—. Hay que cagarlos.
Lo dije pero no sabía cómo lo haríamos. Supongo que no podía quedarme callado después de haber escuchado al baboso de Fernando.
—Roberto —llamó Miguel, llevándome a un costado—: no están todos Los Buguis... Tráelos.
Me di la vuelta y salí en busca de los otros buguis. Un pequeño grupo de muchachos se había reunido alrededor de Elías formando un desordenado disco humano. Tenían los rostros contraídos y los puños apretados. Cada movimiento de su cuerpo tenía algo de salvaje, de animal. Si algún adulto se hubiera atrevido a reprenderlos en aquel momento, lo hubieran hecho polvo en el acto. Los más grandes fumaban y los pequeños se empujaban entre ellos. Algo tenían en sus ojos que me parecieron pozos llenos de terror. Los dejé allí y avancé hasta la primera casa.
Una vez frente al portón, empecé a lanzar fuertes silbidos desde el poste.
Nuestra banda, como casi todas las pandillas, tenía una singular manera de silbar que la diferenciaba de las otras. El sonido era la copia del runrún que hacen esos cuetecillos que salen disparados hacia el cielo. Un largo chiflido que termina en una mediana y rápida explosión.
Los silbidos, como los choques de puños o los gestos con las manos, son los viejos códigos que posee cada barrio, son las pequeñas contraseñas que propulsan los engranajes de la cuadra, las señas de reconocimiento entre camaradas. A veces, cuando uno crece o rompe con todo su pasado, lo único que queda es la resonancia del silbido. De este modo, se llega a convertir en la cicatriz de lo que fuera el viejo barrio.
Tras silbar por unos segundos, salió mi amigo Diego.
—Hay reunión —dije.
—¿Reunión?
—Sí, por lo de Jon... Vamos a cagarlos.
—¡Chucha!
—Anda donde Elías —dije—. Allá se están reuniendo. Voy a llamar a los demás.
Mientras caminaba a la siguiente casa, saqué de mi morral una pequeña lata de aerosol. Lo sacudí en el aire y escribí «Los Buguis» sobre un muro recién pintado. «Los Buguis». Repetí la operación en dos o tres muros más. En el último bloque escribí: «a mi amigo Jon, el mejor bugui». No estuve seguro de tal afirmación, pero me hizo sentir bien.
Llamé, por fin, a los muchachos que faltaban y luego fui en dirección a la casa de Elías.
Lo primero que escuché al llegar fue el torrente de mierda que salía de la boca de Fernando. Pobre Jon, me dije entonces, si escuchara a este cobarde cancelaría de golpe la reunión.
«Así que por más miedoso que haya sido Jon, era parte de Los Buguis, parte de nosotros, parte de la furia que ahora tenemos guardada en el corazón. ¡No podemos quedarnos con los brazos cruzados! ¡No! ¡No!», finalizó y mostró su puño a la pandilla.
Pobre imbécil. Algo había en él que lo hacía demasiado pretencioso, demasiado fantasioso en cada cosa que decía.
—¿Qué le pasa a ese huevón? —preguntó Jesús—. Parece un tarado.
—No —opiné con sorna—, parece un ángel.
De pronto, Elías se puso de pie. Lo vi tambaleante, pero con firmeza en la mirada.
—¡Vamos a cagar a esos gorilas! —exclamó
Levanté la mano.
—¿Cómo vamos a vengarnos?
—Vamos a entrar a su barrio —contestó—. Vamos a entrar a su barrio de mierda y reventar al primero que cojamos.
—Pero ellos no tuvieron la culpa —dijo Jesús.
—¡Y tú qué sabes! —le contestó Elías.
—¿Y si fueron los tombos? —observó Diego.
—Los tombos no hacen esas cosas —dijo Miguel—. No sean cojudos.
—Puta madre —dijo Fernando mirándome—. Ustedes se olvidan de Jon... ¿les gustaría estar en su pellejo y ver que sus amigos, sus patas, no hacen nada por vengarlo?
¡Conchesumare! ¿Quién se creía ese imbécil?
—Pero entrar a San Pancho está jodido —dijo Jesús.
—Y además —agregué—, ya deben sospechar de nosotros.
—¡A mí no me importa! —exclamó Elías—. A mí no me importan esos cagones.
—A mí tampoco —dijo Fernando al punto que apoyaba a Elías.
—¿Y piensas batutear la entrada, Fernando? —pregunté socarronamente—. ¿Piensas ser el primero en entrar?
—Sí, supongo que sí —contestó—. ¿Por qué?
—Porque no tienes los huevos suficientes —dije.
—¿Tú qué sabes?
—¿Lo harías por Jon? —pregunté.
—No estamos discutiendo eso —dijo atravesándome con la mirada. Sabía que no era tan machito como para ponerse en primera fila contra la lluvia de piedras y fierros que nos lanzaría el enemigo. Solo Elías o Miguel podían esquivar, atacar y alentar al mismo tiempo. Fernando era demasiado lento para estar en las peleas. Volví a retarlo.
—Vamos, Fernandito —dije—. Si entras de punta, yo te sigo. ¿O tienes miedo? ¡Vamos! ¿No me digas que se te arruga el culo?
—¡Hijo de puta! —bramó y se tiró encima de mí. Me tumbó y empezó a soltarme buenos puñetes, férreos directos. Luego, cogió una piedra y estuvo a punto de estrellarla en mi cara. Miguel lo detuvo a tiempo.
—¡Qué mierda hacen! —dijo, y nos separó de golpe. Los otros chicos habían hecho un pequeño círculo a nuestro alrededor.
—¡Este idiota me está provocando! —gritó Fernando, señalándome. Yo seguía en el suelo, lleno de sangre. No sé cómo me di cuenta de que me faltaban dos dientes. Mi cabeza había empezado a girar como una violenta perinola.
—¡Ya basta! —exclamó Elías rojo de ira—. ¡Déjense de huevadas! Acá los enemigos son los cagones, los ca-go-nes... ¿entienden? Tenemos que hacerles pagar por lo de Jon... Si quieren desquitarse o mecharse, háganlo con ellos... No quiero ver más de estas cagadas.
El silencio se volvió espeso.
—Vamos a entrar a San Pancho mañana por la tarde —continuó—. Nos reuniremos en El Puquio a las doce, luego avanzaremos hacia los vagones. Ya saben, sin arrugar... Al primer cagón que chapemos, lo reventamos. No quiero que entremos por las huevas. Por eso, solo iremos siete, solo siete, ¿me oyen? Miguel y yo en la punta y el resto como siempre, cubriendo...
Siguió con la explicación por un rato más, pero le perdí el hilo. Me dolía la boca y sentía mi cabeza a punto de estallar. Era como si dos perros callejeros se estuvieran destrozando dentro de mi cráneo. Diego me ayudó a ponerme de pie. Luego trajo un baldecito con agua y empezó a quitarme la sangre de encima. Cuando terminó, lo primero que hice fue ponerme a buscar mis dientes por el revoltijo de piedras, hojas y mierda que había en el suelo. Elías, Jon y Los Buguis podían irse al infierno. Ya no me importaba nada. Yo solo quería mis dos dientes de vuelta. Por desgracia, solo encontré uno en medio de las piedras. Igual, no me sirvió de nada.
3
Ser el jefe de Los Buguis es desagradable. A veces tienes que aguantar un montón de cosas feas, malas, repugnantes. Cosas como la que me pasó ese día en El Puquio, allá, al otro lado del repecho. Habíamos acordado con toda la mancha atrapar a uno de nuestros enemigos para reventarlo. Era la única forma de vengar a Jon, la única forma de mostrarme duro con lo sucedido y probar mi capacidad como jefe. Teníamos que actuar, movernos. Y eso hicimos. Tras una rápida acción grupal, capturamos a uno de los cagoncitos. Lo cogimos en la primera esquina de San Pancho mientras hacía hora. No fue nada difícil. Se nos hizo tan sencillo como reventar una burbuja con la punta de un dedo. Ni se percató de nuestra presencia cuando lo empezamos a rodear. Era un chiquillo inocente como Jon, un simple pavo. Por poco y nos da la bienvenida estrechándonos las manos. Un ángel. Si a Dios le gusta la inocencia, pensé entonces, el cielo debe estar inundado de idiotas. Felizmente yo aún seguía en la tierra, plantado con mi banda y con mi vida. ¿Qué más podía pedir un adolescente a los dieciséis años? Pues bien, allí estaba yo, acechando al muchacho de San Pancho. Habíamos cruzado el río y traspasado la ristra de vagones. Como lo había ordenado horas antes en El Puquio, cada bugui había tomado posición. Miguel y yo entramos primero. Revisamos todos los puntos abiertos y no encontramos ningún peligro cercano. Los otros buguis estaban a cinco o seis metros de distancia. Se mantenían lejos para no crear tumulto. Miguel fue el primero en verlo.
—Elías —dijo—, mira a ese de allá.
Pude ver una manchita de humo que subía al cielo. El muchacho fumaba apoyado a un poste, con una de las manos dentro del bolsillo. ¿Por qué tenía que estar justo allí?
—¿Lo viste? —preguntó.
—Sí —dije—, vamos.
Avanzamos hasta el poste con cautela. El chiquillo nos vio y comenzó a estudiarnos sin una pizca de malicia. ¿Por qué no gritó? ¿Por qué no salió corriendo en aquel momento? Me lancé a su cuello, mientras Miguel se acercaba para reducirlo por la espalda. Al final, el chico cayó al suelo como una roca, sin proferir palabra alguna. Los otros buguis vinieron corriendo a nuestro lado. Comenzaron a patearlo salvajemente y uno que otro le escupió en la cara. Parecían locos. Después de unos segundos, exclamé:
—¡Paren! ¡Paren!
Estaban excitados. Por primera vez tuve miedo de ser el jefe de la banda. Un peso extraño caía sobre mí y me achicaba. Yo era el más grande de Los Buguis, el mayor de todos, pero ellos habían empezado a crecer monstruosamente. La brutalidad los había hecho madurar de golpe, los había vuelto adultos en solo unos segundos. Cualquiera podía ser el jefe en ese instante.
—Hay que llevarlo a El Puquio —dije.
—¿Qué?
—Pueden venir los cagones —exclamé—. Pueden salvarle el pellejo a este marica. Mejor lo llevamos a El Puquio... Allá lo haremos papilla y luego se lo tragarán las ratas.
—O los gallinazos —dijo Fernando, y soltó una sonrisa llena de odio.
—Además —agregué—, pueden venir todos Los Buguis... ¡Todos!
—¡Es verdad! ¡Vamos, vamos! —gritó Miguel fuera de sí.
Cogimos al chico y lo arrastramos por el gran andurrial de basura que estaba a la espalda de La Era. Llegamos hasta los vagones y nos precipitamos sobre el río. En aquel instante el sol caía a disparos sobre Ñaña.
—Fernando —dije—, llama a los otros buguis.
—¿Yo?, ¿por qué?
—Eres el más rápido.
—Yo quiero quedarme —dijo—. Mándalo a Jesús.
—Está bien —contestó Jesús al segundo—. Voy yo.
Cuando llegamos a El Puquio, el muchacho de San Pancho había despertado y su rostro parecía estar cubierto por una máscara de miedo. Sus ojos estaban terriblemente abiertos y los huequitos de su nariz no dejaban de vibrar. Sentí pena al verlo en aquella situación y estuve a punto de soltarlo y darle un gran abrazo.
De pronto, al verse tan solo, tan abandonado, comenzó a chillar.
—¡Cállate! —gritó Fernando aventándole un pedazo de madera.
El chico trató de cubrirse, pero la madera le cayó en la frente.
—Acá veníamos con Jon —dije jalándole los pelos—. Acá se bañaba con nosotros... ¡No debieron meterse con él! ¡No debieron tocarlo!
Siempre había sido lo mismo. Demostraba osadía y violencia por fuera, pero por dentro temblaba de miedo. La única forma de hacerme respetar era mostrarme duro y avezado. Algunos muchachos se cubrían de odio, de crueldad, de un inhumano espíritu feroz y, sin embargo, esa era una inequívoca señal de recelo, de horror y, sobre todo, de cobardía. Ese era mi caso cuando estaba con Los Buguis.
—¿Estás escuchando, conchetumare? —grité, mientras le estampaba un puñete en el pómulo.
El chico se aventó al suelo aullando de dolor. Parecía un pez sacado del agua, una lombriz desesperada. Entre espasmo y espasmo miraba el centro del lago como una válvula de escape a la libertad, a la vida. Me apenaba tratarlo así. Me enfermaba esconder mi asco a tan grande vejación. Pero debía de vengar a Jon delante de Los Buguis, debía darles la certeza de que tenían en su banda a un gran jefe. Cogí del cuello al muchacho y empecé a estrangularlo.
—¡Hijo de puta! —grité.
El muchacho se arrastraba por el barro, se hacía un ovillo, se ondulaba como un bicho. Yo solo quería darle una lección, asustarlo un poco, pues aquella acción también me estrangulaba a mí por dentro. Por fin, Miguel me detuvo. Se lo agradecí en el fondo y estuve a punto de echarme a llorar.
De pronto, Fernando se acercó y se llevó al chico a un costado.
—Jon debería ver esto —dijo y encendió un cigarro.
—Sí —agregó Diego—. Se sentiría mejor.
Jon, pequeño pendejo, ¿en serio merecías ser un bugui? ¿Merecías todo esto?
—¡Miren! —exclamó Miguel—. Allá vienen los demás.
Era verdad. Un grupo de muchachos venía corriendo hacia El Puquio por la parte del repecho. Eran Los Buguis que llegaban en bandada, dando feroces gritos de guerra. Recogí un guijarro del suelo y lo sopesé en mis manos. Era un excelente y moldeado guijarro. Me puse en posición y lo lancé contra la superficie del estanque con todas mis fuerzas. La piedrecilla rebotó cuatro veces en la base del agua hasta hundirse por completo. Había logrado hacer un buen sapito.
—¿Qué me van a hacer? —preguntó de pronto el prisionero. Eran las primeras palabras que pronunciaba en aquella horrible tarde. No había dejado de llorar y de gemir. Temblaba como un reflejo en el agua. Sus ojos oscuros, medio azulosos, se desorbitaban en una mueca de terror que envolvía parte de su rostro.
—Lo mismo que le pasó a Jon —contesté con tristeza.
—¿Qué le pasó a Jon? —exclamó el chiquillo.
—Ya verás —dije, y cogí el machete que habían traído mis amigos—. Ya verás.