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Introducción1
Las incursiones de Fichte, a diferencia de sus compañeros de generación (Kant, Schelling, Hegel, Schlegel, Schiller…), en el territorio de la estética son, comparativamente, exiguas. Pero si bien no se prodigó en esta disciplina, la extensión y relevancia de esas incursiones están en razón inversa, como testimonian los materiales que traducimos, que, además de ofrecer desde un original ángulo un esclarecimiento de la filosofía en que se enmarca, la Doctrina de la ciencia, fueron decisivos para entender los derroteros que seguirá la estética en el idealismo y el romanticismo.2
1. Anécdota y nudo gordiano en la disputa de Las Horas entre Fichte y Schiller
A menudo se ha tendido a escamotearle a esta disputa rango filosófico, reduciéndola a un rifirrafe entre dos colosos que no quieren ver erosionado su prestigio. Este reduccionismo banal eleva a tema lo que es simple anécdota y se apoya en estrechar los vínculos de Schiller con las Musas y de Fichte con Minerva, a fin de desvanecer la opinión de que estamos ante una confrontación filosófica y apuntalar la idea de que se trata de estridencias meramente caracterológicas o, a lo sumo, de una querella, en el fondo desvaída, que enfrenta los celos profesionales de dos poderosas personalidades o géneros literarios inconmensurables: el ars poetica y la filosofía. A despecho del narcisismo proverbial del estamento intelectual,3 la polémica que aquí se dirime no estriba en una nimia diferencia de prurito, pues ello comportaría equiparar ambos contendientes a la caricatura schilleriana del ganapán o sabio a sueldo (Brotgelehrte), que representa un punto de vista equivocado para «determinar el valor de una ciencia».4
La disputa de Las Horas se desata en 1795. Esta revista de efímera vida fue fundada por Schiller durante el primer año de Fichte en Jena y pretendía tener un carácter interdisciplinar y alejarse de las discusiones técnicas y de la elegancia superferolítica. Fichte, que, junto a Wilhelm von Humboldt y Karl Ludwig Woltmann, pertenecía al consejo de redacción de la revista (más tarde se unirían Goethe y Herder), ya había entregado un artículo para el primer número de enero de 1795, Sobre el estimulo y el incremento del puro interés por la verdad.5 En este artículo Schiller se había atrevido a introducir algunas correcciones. Su autor, ¡in embargo, reclamó la reproducción de la versión original (GA m/2, 227; 1/3, 77 s.). La colaboración fichteana delataba el encorsetamiento :tico de la estética:
el impulso estético debería ciertamente subordinarse, en el hombre, al impulso hacia la verdad y al supremo de todos los impulsos, el que persigue la bondad ética (GA 1/3, 84).
Ese encuadre moralista que culminará con la inclusión del arte en m apartado del Sistema de la doctrina ética (1798) jalea el incipiente antifichteanismo de Schiller.6
Pero el fuego de la discordia fue atizado por otra contribución de Fichte, Sobre el espíritu y la letra en la filosofía. En una serie de cartas, comprometida para el séptimo número de Las Horas, de finales de julio ) comienzos de agosto de 1795. Schiller rechaza publicarla, aduciendo sin rebozo su presentación «árida, pesada y… confusa»,7 y, por lo tanto, no le parece apta para el público al que quiere destinar la gaceta. La respuesta de Fichte está a la altura del desaire de su colega:
No habéis entendido en absoluto la idea en su conjunto; pues el sentido que le dais no tiene ningún sentido. […]. Estoy espantado a la vez por la demencia y los motivos innobles que habéis tenido que atribuirme. ¡En qué tipo de chapucero me convertís! (GA m/2, 336-337).
Asistimos a un diálogo de sordos, en el que los interlocutores se obstinan en justificar su propia posición para abalanzarse sobre la ajena, pero ninguno pretende situarse en la excéntrica de la filosofía, sino que, por el contrario, porfían en mantenerse fieles a lo que consideran el discurso genuinamente filosófico. Sus desavenencias se refieren, en primer lugar, a la forma expositiva del ensayo fichteano y, por extensión, de la filosofía en general. En segundo lugar, aquí está involucrado el par conceptual espíritu y letra, lo que exige una elucidación de su significado en ese contexto cultural, por un lado, y de los afectos y desafectos entre el espíritu filosófico y el estético, por otro.
2. El arte de escribir filosofía: los estilos científico, popular y bello
Gadamer acierta al aquilatar filosóficamente y, por ende, hermenéuticamente la disputa entre Fichte y Schiller, pero al mismo tiempo subestima el papel del estilo e incluso de la estética en ese debate. Según el autor de Verdad y método,
con los criterios estéticos empleados por uno y otro no acaba de verse una salida a la disputa en cuestión. Y es que en el fondo el problema no es el de la estética del buen estilo, sino el de la cuestión hermenéutica. […]. El «arte» de escribir, igual que el de hablar, no representan un fin en sí y no son por lo tanto objeto primario del esfuerzo hermenéutico.8
La controversia entre estos «dos grandes escritores filosóficos alemanes» pone de relieve una distinta a la vez que necesaria coyunda entre hermenéutica, estética y arte de escribir. El modo de entrelazar esos ingredientes, todos ellos de gran calado a pesar de la desigual valoración gadameriana, configura paradigmas diferentes. Hemos de escrutar los entresijos de esa diversa imbricación.
Schiller puede permitirse su rudo proceder al amparo de las directrices programáticas esbozadas en el Anuncio de Las Horas de diciembre de 1794. Ellas contienen inequívocas instrucciones sobre la «forma» de los artículos candidatos a ser publicados:
Se perseguirá hacer de la belleza una intermediaria de la verdad, y darle a la belleza, a través de la verdad, un fundamento más duradero y una dignidad más elevada. En la medida en que sea factible, se liberará a los resultados de la ciencia de su forma escolástica y se intentará hacerlos comprensibles al sentido común en una envoltura atractiva, o por lo menos sencilla. […]. De esta manera se cree contribuir a la superación de la barrera que separa el mundo bello del académico y erudito para desventaja de ambos, a fin de introducir así conocimientos básicos en la vida social y gusto en la ciencia.9
No cabe confundir este desiderátum con una vulgarización del conocimiento riguroso mediante una presentación rudimentaria y trivial, sino con la tentativa de unir saber y arte, de enlazar la escritura científica y la bella. El incumplimiento de ese desiderátum por parte de Fichte es especialmente grave, por pertenecer éste al consejo de redacción y tener que velar, con el resto de sus miembros, por el acatamiento de todas las colaboraciones a las normas vinculantes aquí enumeradas.10 El mensaje que ha de transmitir ese órgano es la necesidad de rescatar un ensanche de la kalokagathia, la hermandad de lo verdadero, lo bueno y lo bello, bajo cuyo estandarte se debe «unir de nuevo el dividido mundo político». La ontología política de la Revolución Francesa es incapaz de «promover auténtica humanidad», y tan sólo es fuente de desgarros. El «demonio persecutorio de la crítica al Estado» en que ha degenerado una Ilustración obtusa ha ahuyentado a «Musas y Gracias», a las que es menester invocar y convocar otra vez, ha abocado al tumulto social y desencadenado la guerra (op. cit, pp. 149-150).
Ese mensaje de rescate de la comunión triádica de verdad, belleza y moral no puede engalanarse con formas escolásticas, pues sería entonces malversado. Tal malversación fulminaría la divisoria entre el ganapán y el filósofo, entre el sabio mercenario y el inspirado por el amor a la cultura –no sólo del entendimiento, sino también del gusto. Schiller acusa a Fichte de cultivar un estilo obsoleto y connivente con el espectro de violencia revolucionaria, de permanecer encallado en sus formas vetustas y beligerantes. La tarea de quien todavía le rinde culto consiste en
exponer a la vista sus tesoros memorísticos acumulados y procurar que éstos no disminuyan su valor…; cada innovación importante le espanta, ya que rompe las viejas formas escolásticas que tan penosamente había intentado aprender y le pone en el peligro de perder todo el trabajo de su vida anterior. […]. Lucha con malicia, con rabia, con desesperación, porque junto al sistema de escuelas defiende al mismo tiempo toda su existencia (op. cit., p. 3).
La actitud del auténtico sabio, de la mente filosófica, es muy otra;
él ha amado la verdad más que a su sistema, y cambiará con gusto la forma antigua y defectuosa por una nueva y más bella. Si ningún trazo del exterior sacude los cimientos de su edificio de ideas, obligado por una tendencia eternamente activa hacia el perfeccionamiento, él mismo es el primero que lo desmonta completamente para volver a construirlo de manera más perfecta. A través de formas intelectuales siempre nuevas y siempre más bellas avanza el espíritu filosófico a una mayor altura, mientras el sabio a sueldo, el ganapán (en una eterna inactividad de espíritu), protege la unicidad estéril de sus conceptos escolásticos (op. cit., p. 5).
Schiller, a la vez que aspira a encamar de manera eminente el modelo de la «mente filosófica»,11 oficia de férreo custodio de lo desgranado en el Anuncio de Las Horas, amén de exhibir algunas de las hebras con las que ha ido tejiendo en su correspondencia con Körner de 1792 y 1793 el proyecto nunca consumado de Kallias o Diálogo sobre la belleza (NA XXVI, 170-171). En el borrador de la carta del 24 de junio de 1795 le dice a Fichte:
De una buena presentación exijo por encima de todo igualdad del tono y, si debe tener valor estético, una acción recíproca (Wechselwirkung) entre imagen y concepto, y no una alternancia (Abwechslung) entre ambos (GA III/2, 334-335).
La mención al «valor estético» no es baladí, pues desvela el objetivo de Schiller, la educación estética, a cuyo servicio está el estilo elegido. Sólo el halo de la belleza bendice y une a los otros dos miembros de la trinidad, verdad y moralidad.12 Fichte, en cambio, pone su estilo al servicio de la transmisión del saber. En un ensayo contemporáneo a esta polémica –en su origen puede sospecharse la tensión creciente entre ambos–, aparecido en Las Horas a finales de 1795, con el elocuente título «De los necesarios límites de lo bello, en particular en la exposición de verdades filosóficas (Von den notwendigen Grenzen des Schönen, besonders im Vortrag philosophischer Wahrheiten)», el artista distingue varios tipos de exposición. La implicada en nuestro litigio es la que denomina el «modo verdaderamente bello de escribir» (wahrhaft schöne Schreibart) (NA XXI, 8). Esta escritura consigue reflejar una síntesis del pensamiento y de la intuición, una armonización de las fuerzas sensibles e intelectuales del hombre. Aquí se incoa un proceso contra la antropología kantiana13 –de la que se hace partícipe a Fichte.
El agraviado se defiende atacando. Schiller cifra el carácter popular de sus escritos en el «inmenso caudal de imágenes» que emplea
casi por doquier en lugar de conceptos abstractos. […]. Para mí –prosigue Fichte en el borrador de su carta del 27 de junio de 1795– la imagen no ocupa el lugar del concepto, sino que viene antes o después del concepto, como un símil del mismo. […]. Tengo primeramente que traducir todo lo que decís antes de que pueda entenderlo, y eso mismo les ocurre a otros (GA III/2, 338-339).
Luego esa presunta popularidad es falaz, ya que la comprensión de los escritos schillerianos precisan de una onerosa traducción para su comprensión. Fichte se inclina por la necesaria alternancia entre imagen y concepto en aras de la claridad y el rigor que reclama a sus lectores u oyentes. Bajo el palio de una reconciliación entre el entendimiento y la sensibilidad, mediante la estrategia expositiva de Schiller se disimula un fárrago de dos aspectos distintos. El fracaso de la tentativa de expresar conceptos con signos –que designan aquello habitualmente aprehendido por vía sensible– lo ilustra en su artículo «Sobre la capacidad lingüística y el origen del lenguaje», que vio la luz en el Philosophisches Journal en 1795, con la noción –su elección no es casual– de «espíritu»:
La transferencia (Übertragung) de signos sensibles a conceptos suprasensibles es, sin embargo, causa de una ilusión (Täuschung). El hombre, en efecto, es fácilmente incitado, por este modo de designación, a confundir el concepto espiritual, que ha sido expresado de tal modo, con el objeto sensible al que el signo está ligado. El espíritu, por ejemplo, fue designado por una palabra que expresa la sombra (Schatten); en seguida el hombre inculto se imagina el espíritu como algo consistente en sombras. De ahí la creencia en los fantasmas, y quizás toda la mitología de las sombras en el Orcus.14
Fichte denuncia una paradoja en el adalid de Las Horas, pues si bien éste anuncia que el público lector de la revista debe ser más amplio del selecto círculo de los doctos, por otro lado, subraya la imperiosa necesidad de «traducir» el lenguaje plástico de Schiller para ser inteligible, y semejante tarea no está al alcance de todos los lectores, por lo que menudearían las ilusiones. El antídoto contra este estilo capcioso pasa por separar imagen y concepto:
Vuestros escritos filosóficos han sido comprados y admirados, han causado asombro, pero constato que han sido poco leídos y en absoluto entendidos… Estoy hablando sólo de vuestro estilo (Styl). Y entre el gran público nunca he oído a nadie citar una opinión, un pasaje o un resultado de vuestros escritos filosóficos. Todo el mundo los elogia tanto como puede, pero se guarda de plantear la cuestión de qué es realmente lo que dicen (GA m/2, 339).
La popularización de la ciencia para Fichte implica que su público, lector u oyente, alcance una mayor disciplina conceptual, que le permita seguir el curso de las ideas; y los elementos sensibles, figurativos, de un texto constituyen un medio didáctico al servicio de ese fin. Schiller ansia otra meta, pues
justamente aquello que presenté [mediante un concepto] al entendimiento, me gusta… mostrárselo también [mediante una imagen] a la fantasía (en estrechísima relación, sin embargo, con aquél) (GA III/2, 361),
porque no quiere enaltecer ni discriminar ninguna facultad humana, sino movilizarlas a todas:
mi tendencia constante es ocupar el conjunto de las fuerzas anímicas (Gemütskräfte) e influir, tanto como sea posible, en todas ellas a la vez (íd., 360).
La exposición popular reclamada por Fichte –reivindicación que se tomará más perentoria en este autor tras la disputa del ateísmo, iniciando incluso una serie de escritos que él mismo apostrofó de populares– es repudiada por Schiller por estar únicamente al «servicio del entendimiento» (NA XXI, 8) y haber absolutizado el progreso teórico –definido como esclarecimiento conceptual– de la Ilustración, que ha fagocitado hombres diezmados. El sobrepeso de la cultura filosófica –la única promovida por las Luces– ha de compensarse ahora con la cultura del gusto. El uso de las licencias estilísticas (símiles, metáforas, etc.) por Fichte se justifica en tanto coadyuvan a la aclaración o rectificación de conceptos, esto es, a una mejor transmisión del saber. Schiller apunta a la formación del carácter, al ennoblecimiento de los sentimientos, a la armonía de las facultades, mediante la intervención educadora de la estética,15 y para ese cometido ha perdido vigencia la «exposición popular» idealista, que le debe ceder su puesto al «estilo verdaderamente bello».
La correspondencia entre ambos autores cataliza una densa discusión acerca del arte de escribir filosofía. Esta reflexión contaba con antecedentes germinales en ambas partes. El 4 de octubre de 1793 Schiller le comunica a Körner:
He empezado ahora otra vez un pequeño escrito, algo así como Gracia y dignidad, que a menudo me produce una gran alegría. Se ocupa del trato estético (ästhetischen Umgang). Por lo que sé, no se dispone todavía de nada de índole filosófica acerca de ese tema, y espero que veas que esta materia es de muchísimo interés (NA XXVI, 289).
Pero el proyecto de este escrito sobre la «teoría del trato bello», contemporáneo de las cartas al duque de Augustenburgo y concebido como un complemento de Sobre la gracia y la dignidad,16 quedó atascado, a pesar de los tímidos intentos por redimirlo. En una carta a Garve del 1 de octubre de 1794 le confiesa que desde algún tiempo se halla embarcado en la empresa de
aplicar en un artículo sobre el trato estético el principio de la belleza a la sociedad y de considerar el trato como un objeto del arte bello (NA XXVII, 57).
El forcejeo con Fichte en el verano de 1795 sacó del barbecho su plan, teniendo en cuenta que el ensayo de su adversario abordaba el mismo objeto que las Cartas sobre la educación estética y que su publicación había sido desestimada por razones de forma y de fondo. La vigesimosexta carta, en la entrega de Las Horas en junio de ese año, anunciaba: «Dejo para otra ocasión una referencia más precisa a los necesarios límites de la bella apariencia» (EE, 347-349). El artículo «Sobre los necesarios límites en el uso de formas bellas» constituye la réplica meditada a las pullas epistolares de Fichte. La primera parte corresponde al texto citado antes, «De los necesarios límites de lo bello, en particular en la exposición de verdades filosóficas», que vio la luz en el número de septiembre de Las Horas, y que, según las palabras que acompañan a su envío al editor Cotta, «está escrito, como espero, de modo tan popular como se puede exigir» (NA XXVIII, 39).
Este enjundioso artículo se demora en el problema de la presentación de conocimientos filosóficos mediante formas bellas. Semejante objetivo está inspirado por el blasón de Schiller, la consecución de una alianza entre razón y sensibilidad: «Los efectos del gusto, tomados en general, son llevar a la armonía a las fuerzas sensibles y espirituales del hombre y reunirlas en una íntima alianza» (NA XXI, 3). El tramo crucial se encuentra en la comparación entre tres formas típicas de presentación y en la utilidad de un bello estilo en su exposición, esto es, de revestir los conceptos con buen gusto (geschmackvolle Einkleidung der Begrijfe) (íd., 4). Todas las clases de dicción, la científica, la popular y la bella, son igual de fieles, según la materia, al pensamiento que se pretende transmitir, y todas proporcionan conocimiento, mas el género y el grado de conocimiento en cada una son considerablemente diferentes. La dicción bella «nos presenta la cosa de que se trata más bien como posible y deseable (wünschenswürdig)», y el escritor que recurre a ella no busca
convencemos en absoluto de su realidad o de su necesidad, pues su pensamiento se anuncia meramente como una creación arbitraria de la imaginación, que por sí sola nunca está en condiciones de garantizar la realidad de sus representaciones. El escritor popular despierta en nosotros la creencia de que lo presentado se comporta realmente (wirklich) así, pero tampoco aporta nada más, pues nos hace sentir la verdad de aquella proposición, pero sin conducir a la absoluta certeza. El sentimiento puede, no obstante, enseñamos lo que es, pero jamás lo que tiene que ser (seyn muβ). El escritor filosófico [científico] eleva aquella creencia a convicción, pues prueba con razones indudables que se comporta así necesariamente (notwendig).
Pero aquí no acaba la explicación de la taxonomía de los modos de escribir. El primero es denominado orgánico, el segundo didáctico y el tercero mecánico. Fichte encajaría en el segundo y en el tercer grupo, mientras que Schiller aspira a ser el
escritor elocuente, que crea a partir de la anarquía misma el más magnífico orden y erige sobre un fundamento siempre cambiante, sobre la corriente de la imaginación, que continúa siempre fluyendo, un sólido edificio (íd., 10-11).
La imaginación es la facultad por antonomasia del bello estilo: «la forma bella habla a la imaginación y la adula con una apariencia de libertad (Scheine von Freiheit)» (íd., 4-5). ¿Cuál es el papel de la imaginación en las otras dos escrituras? El conocimiento científico reposa en conceptos claros y distintos y en principios conocidos, mientras que el popular se funda en sentimientos más o menos desarrollados. En el primero es el entendimiento quien vela por que en el encadenamiento entre juicios o silogismos impere la estricta necesidad. Esta rigidez en el curso de los conceptos del intelecto debe estar presente también en su exposición o presentación. Por contra,
la imaginación, conforme a su naturaleza, aspira siempre a intuiciones, es decir, a representaciones enteras y completamente determinadas, y se esfuerza sin cesar por presentar (darzustellen) lo universal en un caso particular, en limitarlo espacio-temporalmente, en hacer del concepto un individuo, en dar a lo abstracto un cuerpo… De manera justamente inversa procede el entendimiento, que se ocupa sólo de representaciones parciales (Teilvorstellungen) o conceptos, y su esfuerzo se dirige a diferenciar notas distintivas en el todo vivo de una intuición (íd., 5-6).
El afán integrador, globalizador y holista de la imaginación choca con las ambiciones analíticas y sintéticas del entendimiento, con su frenesí segregacionista y desmigajador. Comparecen uncidos el aherrojamiento político y la colonización humillante de la imaginación bajo la férula de la razón. Schiller abjura de la antropología que ha surgido triunfante del giro copernicano del Idealismo y de la Revolución Francesa, de la ciencia filosófica y de la praxis política.17 Esta forma expositiva de la filosofía tiende a hacer de la imaginación una cautiva del entendimiento, usurpando la naturaleza libre de aquélla:
Es inexorablemnte perentorio que, allí donde lo que importa no es otra cosa que la consecuencia estricta en el pensar, la imaginación niegue su carácter arbitrario y aprenda a subordinar y sacrificar a las necesidades del entendimiento su esfuerzo en pos de la máxima sensibilidad posible en las representaciones y de la máxima libertad posible en la conexión de las mismas. Por eso la exposición [científica] tiene que estar dispuesta de tal modo que logre reprimir, mediante la exclusión de todo lo individual y lo sensible, aquel esfuerzo de la imaginación, y poner límites a su inquieto impulso poético (Dichtungstrieb) mediante la precisión en la expresión y mediante la legalidad en el progreso de su arbitrio en las combinaciones (íd., 6).
La forma científica violenta la imaginación y agravia la forma de la belleza que le es inherente. La forma popular parece de entrada conciliable con la libertad, en la medida en que está concebida para un público profano y se permite una mayor laxitud en el manejo de los conceptos frente al rigor de la exposición científica. Prefiere las intuiciones y los casos particulares a los conceptos, y, por consiguiente,
la imaginación entra mucho más en juego en la exposición popular, pero siempre sólo la reproductiva (renovando representaciones recibidas), y no la productiva (demostrando su fuerza autoformadora). Las intuiciones y los casos particulares continúan estando demasiado sometidos al cálculo y a la precisión como para hacer olvidar a la imaginación que aquí actúa meramente al servicio del entendimiento. Aunque la exposición se mantiene algo más cerca de la vida y del mundo sensible, sin embargo, todavía no se pierde en el mismo. La presentación todavía continúa siendo, por tanto, meramente didáctica, pues para ser bella le faltan aún dos de las más nobles propiedades, sensibilidad en la expresión y libertad en el movimiento.
La presentación deviene libre cuando el entendimiento, aun determinando la conexión de la ideas, lo hace con una legalidad tan oculta que la imaginación parece proceder con plena arbitrariedad y seguir meramente el azar de la conexión temporal. La presentación se torna sensible cuando oculta lo universal en lo particular y le entrega a la fantasía la imagen viva (la representación total) (íd., 8).
El mecanicismo intelectual se contenta con conceptos, esto es, representaciones mutiladas; el populismo didáctico no consigue desprenderse del lastre conceptual, y esta dependencia restringe la imaginación a su facultad reproductiva, le incapacita para hallar el punto de unión entre imaginación y entendimiento, entre arbitrariedad y necesidad, punto sólo al alcance del modo de escribir bello. Únicamente de la mutua fecundación de las facultades sensibles y espirituales, que en el plano del discurso se traduce en una interacción entre imagen y concepto, cabe esperar la reconciliación. Fichte, en cambio, apuesta por la alternancia entre ambos, considerando esa pretendida interacción un factor de confusión entre el pensamiento común y el pensamiento filosófico. Para Schiller ello es un síntoma de que su detractor sigue estando del lado de las escisiones, entronizando una humanidad apocada y herida. La exposición científica o popular a las que se ciñe Fichte son el eco agónico de una filosofía moribunda o ya póstuma. La revolución política ilustrada y la revolución filosófica idealista unen así sus destinos. La muerte, lo inerte, es su seguro colofón. Una presentación bella, sin embargo,
es un producto orgánico, donde no sólo vive el todo, sino que también las partes individuales tienen su propia vida; la presentación científica es una obra mecánica, donde las partes, sin vida por sí mismas, mediante su concordancia le confieren al todo una vida artificial (íd., 9).
Regresa uno de los conocidos resabios antifichteanos en Schiller, que opone a la unilateralidad de la reflexión filosófica la multilateralidad de la educación estética. Sin embargo, hasta cuando el discurso de la WL se encarama al punto álgido de una árida exposición científica, Fichte decide activar también él la totalidad de las facultades humanas:
La WL debe agotar el hombre entero; por eso sólo puede ser captada por la totalidad de sus facultades. No puede llegar a ser una filosofía con vigencia universal, mientras la educación siga matando en tantos hombres una fuerza anímica (Gemütskraft) en provecho de otra, la imaginación en provecho del entendimiento, el entendimiento en provecho de la imaginación; e incluso ambas en provecho de la memoria; mientras esto dure, tendrá que encerrarse en un círculo estrecho.18
El sino de la revolución política y de la idealista coinciden en Fichte, obstinado en defender filosóficamente un acontecimiento del que ya ha apostasiado la flor y nata de la intelectualidad germana, incluido Schiller, el otrora ciudadano de honor de Francia aclamado por la Asamblea. Ellas han acabado con la plenitud de la vida, han fraccionado a la humanidad sumiéndola en un permanente estado de extrañamiento y convulsión:
Cuántos hombres no hay que no se asustan ante un crimen cuando se trata de alcanzar un fin loable persiguiendo un ideal de felicidad política por todos los medios abominables de la anarquía, pisoteando leyes para dejar sitio a otras mejores, no teniendo el menor escrúpulo al abandonar a la miseria a la generación presente para asegurar así la dicha de las futuras. El aparente desinterés de ciertas virtudes les da una aureola de pureza que los hace suficientemente osados para resistirse al deber, y en algunos su fantasía juega haciendo la curiosa trampa de querer ir más allá de la moralidad, de querer ser más racional que la razón (íd., 26).
La exposición filosófica y la popular son cómplices del jacobinismo, de una política radical que cohonesta el moralismo y el hiperracionalismo. Este estilo es apropiado para seres descarnados.19 Lo «verdaderamente bello» en la presentación «no se dirige al entendimiento en particular, sino que habla como unidad pura a la totalidad armónica del hombre», y requiere siempre el concurso de las fuerzas sensibles y espirituales del hombre entero (íd., 13-14). Los argumentos de Schiller riman perfectamente con los blandidos en sus cartas a Fichte del 3 y 4 de agosto del mismo año. El énfasis en tomar las facultades anímicas en su integridad, sin expolios ni prioridades, es peraltado por el lustre que adquiere la individualidad viva, insustituible e inextinguible. La virtud mágica de la dicción bella estriba en la relación feliz que establece entre la libertad y la necesidad, que no amenaza el «libre juego de la imaginación» (íd., 15) sino que lo potencia:
Lo que más coadyuva a esta libertad de la imaginación es la individualización de los objetos y la expresión figurada o impropia; aquélla para acrecentar la sensibilidad, ésta para producirla allí donde no esté presente. Al representar (reprdsentieren) el género mediante un individuo y presentar (darstellen) un concepto universal en un caso particular, le quitamos a la fantasía las cadenas que le había puesto el entendimiento y le damos plenos poderes para mostrarse creadora (íd., 9).
Fichte repudia el estilo plástico, el lenguaje figurado de Schiller, porque exige, para su comprensión, una traducción previa al lenguaje conceptual –redundancia superflua a la par que capciosa. Mas Schiller no pretende enseñar magistralmente (lehrern) ni ser una suerte de instructor o profesor (Lehrer) –aspiración que le imputa a su interlocutor–, no ambiciona adoctrinar ni sentar cátedra para transmitir meros conocimientos exánimes.20 Su ideal de escritor
no limita su influencia a comunicar meramente conceptos muertos, [sino que] abraza con viva energía lo vivo y se apodera del hombre entero, de su entendimiento, de su sentimiento, de su voluntad al unísono (íd., 15).
La presentación viva, la exposición de la «individualidad generalizada»,21 no puede excluir la expresión colmada de imágenes y ha de esmerarse en desposar ésta con la conceptual:
Un maestro de la buena presentación debe poseer la habilidad de transformar el trabajo de la abstracción instantáneamente en materia para la fantasía, en transponer (umsetzen) conceptos en imágenes, en disolver razonamientos en sentimientos y en ocultar la estricta legalidad del entendimiento bajo una apariencia de arbitrariedad.22
El dechado expositivo de Schiller ha de cultivar la simbiosis concepto-imagen, la sinergia espíritu-sensibilidad.
Luego en esta controversia estilística se encuentran involucrados estratos profundos de sus respectivas cosmovisiones, estratos suspendidos de criterios literarios y estéticos (piénsese, p. ej., en la diferente y decisiva aclimatación de la imaginación en el seno de ambas teorías), amén de los hermenéuticos, en contra de la tesis gadameriana. Esta polémica no sólo vislumbra una hermenéutica divergente, sino también una diversa filosofía del arte.
3. La hermenéutica fichteana: el espíritu y la letra del criticismo
Esta contienda incuba un tema que estallará con motivo de la disputa del ateísmo. Nos referimos, por un lado, a la relación entre filosofía científica y filosofía popular –ahora abordada desde la orilla idealista–; por otro, a la presunta correspondencia entre la crítica y el sistema en el kantismo con la letra y el espíritu en la filosofía. Schiller manifiesta su decepción por el tratamiento que Fichte le dispensa a ambas cuestiones, decepción que emplea a guisa de coartada para negarle al ensayo en lid el plácet para Las Horas.
3.1 Usos fichteanos de la escritura popular
La expresión «popular» (popular, Popularitat) prolifera en la obra de Fichte.23 Una criba de sus ocurrencias nos permite discernir entre un uso no sistemático y uno sistemático. Dentro del no sistemático cabe afinar más. En primer lugar, esa etiqueta designa trabajos no científicos que se dirigen expressis verbis «al gran público».24 Aquí se encuadran los panfletos animados de una vocación pedagógica –desde la Reivindicación de la libertad de pensamiento y las Contribuciones sobre la Revolución Francesa25 de 1793 a los celebérrimos Discursos a la nación alemana (1806)–, los artículos espoleados por la disputa del ateísmo y el escrito filosófico-popular por excelencia, El destino del hombre (1800), que ofrece la mejor definición de este género:
En consecuencia, mi libro no está destinado a los filósofos de profesión, y éstos no hallarán en él lo que no hayan encontrado en los demás libros del mismo autor. Este libro debe ser inteligible para todos aquellos lectores que están en situación de comprender un libro cualquiera.26
«Popular» se aplica, por tanto, a un discurso comprensible para el público en general y no versado en filosofía, aligerado del verbo críptico de las escuelas y los especialistas.
Esta expresión menudea igualmente en los trabajos de índole más doctrinal y especulativa para designar aquellos pasajes en que Fichte, mediante una presentación simplificada, pretende facilitar al lector u oyente el acceso a problemas tratados científicamente, o compendia cuestiones complejas. Así lo indica el giro «o dicho de modo vulgar» (popular ausgedrückt) (GA I/2, 442) en el FDC, donde irrumpe otro significado, en este caso peyorativo: la filosofía popular (o la vacía filosofía de fórmulas):
Una filosofía que, en todos los confines donde ella no puede seguir adelante, se remite a un hecho de conciencia (Tatsache des Bewusstseins), tiene mucho menos fundamento que la desacreditada filosofía popular.27
Aquí equivale –con una clara intención combativa– a superficial, irreflexiva, inexacta, infundada.28
Entre 1804 y 1806 Fichte desarrolla un concepto de lo popular de alcance sistemático, cuyo trasfondo son los rescoldos de la disputa del ateísmo. Su penosa experiencia –que le llevaría a renunciar temporalmente a la publicación de sus obras convencido de la necesidad de acompañar la versión escrita con la exposición oral– le corrobora que la época no está madura para la filosofía trascendental. Por eso le urge elaborar una forma no tan estrictamente rigurosa de transmitir ideas filosóficas que se corresponda con el nivel de reflexión adquirido por sus coetáneos.29 La tarea de la filosofía popular y la de la científica son complementarias, pues merced a la primera se supera la carencia de la segunda, esto es, su comunicabilidad restringida, y gracias a la científica se compensa el déficit de la popular, esto es, la indemostrabilidad de sus presupuestos. En los escritos que traducimos, fechados mayoritariamente en 1794 y 1795, se entrecruzan los dos sentidos de «popular» precitados, anticipando la relación, que elaborará diez años más tarde, entre filosofía popular y filosofía científica, y, por tanto, son precursores de su importante uso sistemático.30 Además, las tres lecciones académicas Sobre la diferencia entre el espíritu y la letra en la filosofía merecen engrosar, junto a Sobre el concepto de la WL (1794) y las dos Introducciones de 1797, el repertorio de obras en las que «se filosofa sobre el filosofar de la WL, y que, por consiguiente, sirven de introducción a este sistema» (GA I/2, 159). Son todas ellas contribuciones a la crítica de la filosofía más bien que a la filosofía misma. En estas lecciones populares –que participan en el plan más vasto que titula «Moral para sabios»–31 el autor se permite no demostrar sus conclusiones derivándolas de sus primeros principios (cometido que cumple en sus trabajos técnicos), sino que se apoya, como guía propedéutica, en los difusos sentimientos de su audiencia hasta alcanzar cotas discursivas más alambicadas.
3.2 La letra de las Críticas contra el espíritu trascendental
Acerca del segundo apartado temático nos parece crucial, amén de la diatriba contra la filosofía trascendental (esto es, kantiano-fichteana) contenida en la decimotercera de las Cartas sobre la educación estética de Schiller (EE, 213), la tremebunda carta pública de Kant conocida como Declaración a propósito de la Doctrina de la ciencia de Fichte, publicada en la Allgemeine Literatur-Zeitung del 28 de agosto de 1799. El mensaje es lapidario pero rotundo: la WL no sólo no se atiene a la letra del criticismo –Schiller, por contra, piensa que Fichte se ha decantado por una interpretación literal del kantismo–, sino que traiciona y pervierte su espíritu –aquí sintonizan el profesor de Königsberg y el artista, aunque éste osa acusar a aquél de haber sido también excesivamente literal en la exégesis de su propia doctrina:
Respondiendo a la solemne invitación que me dirige en nombre del público el recensor del Esbozo de la filosofía trascendental de Buhle en el n° 8 de la Literatur-Zeitung de Erlangen del 11 de enero de 1799, declaro que considero la WL de Fichte como un sistema completamente insostenible. En efecto, una pura WL no es ni más ni menos que una simple lógica que, con sus principios, no llega hasta los materiales del conocimiento, sino que abstrae de su contenido en tanto que lógica pura a partir de la cual es vano buscar un objeto real, y también por este motivo un trabajo tal nunca ha sido intentado; al contrario, a este propósito, cuando se trata de la filosofía trascendental, hay que propiciar una superación con miras a la metafísica. Ahora bien, en lo concerniente a la metafísica según los principios de Fichte, estoy tan poco de acuerdo en tomar parte en ella que, en una carta de respuesta, le aconsejaba cultivar, en lugar de sutilezas estériles (apices), sus magníficas dotes expositivas32 para aplicarlas con provecho a la Crítica de la razón pura, y fui despachado cortésmente con la declaración de que «él no perdería de vista, sin embargo, el aspecto escolástico (das Scholastische)». La cuestión de saber si considero el espíritu de la filosofía fichteana como un criticismo auténtico se responde por sí misma, sin que yo tenga necesidad de pronunciarme sobre su valor o falta de valor, pues no se trata aquí del objeto juzgado, sino del sujeto que juzga, y en este caso basta que yo me desolidarice de esta filosofía.
Debo remarcar, no obstante, que la pretensión de imputarme la intención de haber querido proporcionar simplemente una propedéutica a la filosofía trascendental, y no el sistema mismo de esta filosofía, me resulta inconcebible. Jamás he podido albergar semejante intención, pues yo mismo he celebrado el todo acabado (das vollendete Ganze) de la filosofía pura, en la Crítica de la razón pura, como la mejor marca distintiva de su verdad. Como a la postre el recensor33 afirma que la Crítica no hay que tomarla al pie de la letra (buchstäblich) respecto a lo que enseña textualmente [según sus palabras] (wörtlich) sobre la sensibilidad, sino que cualquier lector que quiera entender la Crítica debe primeramente adoptar el punto de vista (Standpunkt) apropiado (sea el de Beck o el de Fichte), porque la letra kantiana (kantische Buchstabe), al igual que la aristotélica, ha matado el espíritu.34 Luego declaro una vez más que, ciertamente, la Crítica hay que entenderla según la letra, y considerarla únicamente desde el punto de vista del entendimiento común, con tal de que esté suficientemente cultivado para este género de investigaciones abstractas.
Un proverbio italiano dice: «Que Dios nos proteja sólo de nuestros amigos, pues de nuestros enemigos ya nos guardaremos nosotros mismos». Hay amigos, por lo que dicen, de buenos sentimientos, bienintencionados para con nosotros, pero que, en la elección de los medios para favorecer nuestros propósitos, se comportan al revés (torpemente), e incluso por momentos deshonesta e insidiosamente, tramando nuestra ruina y aun así hablando el lenguaje de la benevolencia (aliud lingua promptum, alid pectore inclusum gerere),35 y frente a ellos y las trampas que tienden no se puede estar bastante sobre aviso. Pero, no obstante, la filosofía crítica, por su tendencia irresistible a satisfacer la razón tanto desde el punto de vista teórico como práctico– moral, debe sentirse convencida de que ningún cambio de las opiniones, ninguna mejora posterior o edificio doctrinal estructurado de otra forma la amenaza, sino que, a la inversa, el sistema de la Crítica, al reposar sobre un fundamento (Grundlage) plenamente seguro, se halla firme para siempre e incluso, en toda época futura, es indispensable para los fines supremos de la humanidad (AK XII, 370-371).
Fichte replicará indirectamente en una carta a Schelling, reproducida en la Allgemeine Literatur-Zeitung del 28 de septiembre de 1799:
Es cierto que la declaración comienza con algo que algún lector podría considerar como una demostración a partir de razones objetivas: la WL no sería ni más ni menos que una simple lógica, que, como lógica pura, abstrae de todo el contenido del conocimiento. Sobre este último punto estoy, como es evidente, enteramente de acuerdo con Kant, sólo que según mi terminología (Sprachgebrauch), la expresión WL no designa en absoluto la lógica,36 sino la filosofía trascendental o la metafísica misma. Nuestra disputa sería, por tanto, una simple disputa verbal (Wortstreit). Para saber quién de nosotros hace uso de este término –en su sentido correcto–, qué género de afección sería aquella que, después de haber atravesado una sucesión progresiva de espiritualizaciones, desemboque al cabo en el término WL, Kant debe, tanto como debo hacerlo yo, ir a la escuela de Herder (GA m/4, 76).
En esta polémica afloran algunas tesis hermenéuticas de ambos autores que conviene subrayar. Kant enarbola su hermenéutica especialmente en su confrontación con la tradición leibniziano-wolfíana, esto es, con Georg Friedrich Meier y Johann August Eberhard.37 En escasas ocasiones se prodiga Kant en el cuerpo a cuerpo, e incluso en el Prólogo a la segunda edición de la KrVhabía manifestado que a partir de entonces se iba a abstener de enzarzarse en debates.38 Con Eberhard y con Fichte –con el último más tímida, pero contundentemente– rompe su deliberada abstemia de polemista. Kant había dado alas a un modo de hacer y leer filosofía que no se ciñe al acatamiento a la letra, sino que busca el sentido en la idea en su conjunto, en la referencia al todo. El principio matriz de un sistema excede la mera letra. Este excedente es justamente lo que garantiza la comprensión del auténtico sentido. Autonomía hermenéutica y comprensión genuina del concepto de sistema se entrelazan. El esfuerzo de pensar por sí mismo (Selbstdenken) es la contraseña que permite franquear la letra para adentrarse en el núcleo genético del todo. Fichte esgrime con vehemencia esta recomendación para reivindicar el espíritu del criticismo contra su letra. Kant pretende escindir contenido y exposición de la filosofía, reconociendo en su caso la completud del primero y la incompletud de la segunda, cediendo a sus adeptos la tarea de paliarla mediante la pulimentación expositiva. Es la misión que le enconmienda a Fichte (GA III/3,101-102), quien, sin embargo, como corolario del encono con Schiller, no restringe el espíritu de la filosofía a la consecución de una presentación más lograda, pues forma y fondo aparecen sólidamente trenzados. El fondo es pluriforme, es versátil al exponerlo, pero el defecto de fondo no se resuelve puliendo la forma. La variedad de la letra ha de declinar un espíritu unitario. De ahí que Fichte se muestre interesado en penetrar el espíritu en la filosofía, pues la filosofía no es sino espíritu, y la letra del criticismo momifica su espíritu, neutralizando su esfuerzo en pos del estatuto de ciencia. La WL está imbuida de la hermenéutica kantiana, pero a la vez le estampa el cuño propio de una nueva filosofía. No se puede contentar, como le reclama Kant invocando el ejemplo de Beck, con aportar un «punto de vista» que sirva para apuntalar el edificio de la Crítica. Fichte es más ambicioso.
Con su acre Declaración Kant no augura, sin embargo, un retomo dogmático, escolástico, a la letra de su obra, sino que, fiel a su concepto cósmico o cosmológico de la filosofía, rehabilita el punto de vista del entendimiento común, «sólo que cultivado suficientemente». Con su prurito literalista no reputa de prístina la intención del autor, su propia auctoritas. Kant apela al Juicio como patrón interpretativo, en cuya Crítica ha suministrado las pautas del sensus communis como un antídoto contra la enajenación interpretativa, el ensimismamiento solipsista y la rapsodia subjetiva. La réplica de Fichte vía Schelling no cae en la insolencia, porque se sabe partícipe de un mismo horizonte de inteligibilidad del texto.39 La presunta exaltación de la letra en su Declaración antifichteana no se compadece con la rigurosa delimitación kantiana entre Ilustración e iluminismo oscurantista. La autonomía del Selbstdenken jamás puede vitorear el «egoísmo lógico» (logische Egoisterei) (AK XVI, 413-419) ni la indolencia de una razón pasiva calcificada por los prejuicios. La WL había sido estigmatizada por cohonestar un egoísmo de esa laya. En la búsqueda de un conjuro contra ese peligro que acecha a la filosofía trascendental ambos son aliados; por eso Fichte no puede lanzar un bumerán que luego le golpeará a sí mismo. A Schelling le dice:
Quién sabe dónde trabaja, ya ahora, la joven cabeza ardiente que buscará sobrepasar (hinauszugehen) los principios de la WL y probar sus inexactitudes y su incompletud. ¡Que el cielo nos conceda su gracia para que no nos limitemos a asegurar que son sutilezas estériles, en las cuales ciertamente no nos inmiscuiríamos, sino para que uno de nosotros o, si esto ya no nos fuera posible, en nuestro lugar alguien formado en nuestra escuela pueda demostrar efectivamente la nulidad de estos nuevos descubrimientos o bien, si es incapaz de ello, los acepte en nuestro nombre con gratitud (GA III/4,76; cf. III/2,93).
Fichte no quiere secundar el lapsus dogmático en el que parece haber incurrido Kant, y sostiene –recogiendo una tesis kantiana– la convergencia entre el proceso de demostración y el proceso de interpretación. En la quinta de las Lecciones sobre el destino del sabio afirma:
entenderemos a Rousseau mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo y lo encontraremos en perfecta concordancia consigo mismo y con nosotros (GA I/3, 61).
No se trata de rescatar la intención originaria del autor en el sentido de su propósito empírico, psicológico o consciente, sino de su intención sistemática, objetiva. Es el mismo mensaje que formula Kant en la KrV aplicado a la noción de idea en Platón:
No quiero embarcarme ahora en una investigación literaria para dilucidar el sentido que el gran filósofo daba a esta palabra. Me limitaré a observar que no es raro que, comparando los pensamientos expresados por un autor acerca de su tema, tanto en el lenguaje ordinario como en los libros, lleguemos a entenderle mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo. En efecto, al no precisar suficientemente su concepto, ese autor hablaba, o pensaba incluso, de forma contraria a su propia intención (Absicht) (A313-314 B370).
Toda esta panoplia de recursos hermenéuticos entran en liza en la SI de 1797 –que probablemente Kant leyó (AK XIII, 546,548). El §6 lo consagra a establecer la concordancia en el espíritu entre Kant y la WL, limando las presuntas discrepancias entre ambos:
el autor de la WL empieza haciendo observar que la misma coincide plenamente con la doctrina kantiana y que no es otra cosa que la doctrina kantiana bien entendida (GA I/4, 221; cf. 204, 208, 254).
Esta audaz insinuación la remata usando los mismos aperos hermenéuticos que Kant a la par que la distinción entre espíritu y letra:
Se ve uno precisado a explicar atendiendo al espíritu cuando explicando según la letra no va a ir muy lejos. El propio Kant, al confesar modestamente que no tiene especial conciencia de poseer el don de la claridad, no da gran valor a lo que dice su letra, y en el prólogo a la segunda edición de la KrV, p. XLIV, recomienda él mismo explicar según el contexto y de acuerdo con la idea de conjunto, o sea, según el espíritu y la intención (Geiste und der Absicht) que puedan tener determinados pasajes. El mismo da (Sobre un descubrimiento, etc., p. 19 ss.) una notable prueba de lo que es explicar atendiendo al espíritu en la interpretación que hace de Leibniz, en la cual todas sus proposiciones parten de esta premisa: ¿Es verosímil (wohl glaublich) que Leibniz haya querido decir tal cosa y tal otra? […]. Así pues, llegamos a la conclusión de que se debe explicar (erklären) a un escritor filosófico original (no vale el referirse aquí a los meros intérpretes (Ansiegern), pues lo que hay que hacer con ellos es cotejarlos con el autor a quien comentan, si éste no se ha perdido todavía) según el espíritu que realmente hay en él, y no según un espíritu que se presume debe haber en él (GA I/4,231-232).
Existe una cesura entre la lisa lectura y la efectiva comprensión (íd., 222). Tomar al pie de la letra a un autor no equivale a proporcionar una explicación «adecuada a la intención de este autor». La intentio auctoris no mienta aquí el desvelamiento de sus miras conscientes o inconscientes, sino el examen –al trasluz del sentimiento del todo y con vocación de instaurar la unidad de las partes– de los pensamientos expresados, eventualmente de manera imperfecta, por un autor sobre un tema. Kant tiende la mano a la filosofía del esfuerzo de Fichte, pues el aprendizaje de la filosofía o la interpretación de un texto no se agotan en una mera recepción o reproducción de la letra, sino que alberga un ingrediente de autonomía y de cooperación en pos de una idea inter y transsubjetiva –por lo que es imposible concebir la intentio auctoris subjetivamente– que nunca se revela en su plenitud, pero a cuyo sentido cabe aproximarse asintóticamente mediante un escrutinio activo y dialógico.
La WL se caracteriza por la preponderancia del espíritu y el compromiso con la imaginación como generadora de la filosofía:
De esta facultad [la imaginación creadora] depende que se filosofe con espíritu o sin él. La WL es de tal índole que no puede ser comunicada en modo alguno por la mera letra, sino únicamente por el espíritu; porque sus ideas fundamentales tienen que ser producidas por la misma imaginación creadora en todo aquel que la estudia (GA 1/2,415).
La WL navega a bordo del espíritu y la imaginación, el buque insignia de la estética fichteana.
4. La Doctrina de la ciencia como parusía del espíritu del kantismo
La historia de la relación de Fichte con Kant es la crónica de la recepción, asimilación y metamorfosis del idealismo trascendental por parte de la WL. Dos momentos resultan cruciales: en primer lugar, la indagación fichteana de la verdadera naturaleza de la filosofía crítica, que a su vez implica la percepción de sus aportas y deficiencias; en segundo lugar, la completa edificación del sistema idealista desde su basamento, ya barruntado en la definición de la revolución copernicana, pero no explotado hasta sus últimas consecuencias. A ambos hitos les subyace la convicción de que no hay más filosofía que la kantiana y que cualquier ensayo posterior sólo puede aspirar a su despliege.40 El cometido que Fichte confía a su WL consiste en la culminación de la auténtica filosofía, iniciada pero no fundamentada en su radicalidad por Kant.41 Muchas son las citas que registran el impacto del pensamiento kantiano sobre el suyo propio desde el instante en que le despertó de su particular sueño dogmático42 y la urgencia de continuarlo.
Puede entenderse, por tanto, el revés que representó para el discípulo la desautorización de su obra por el maestro, primero en círculos privados43 y luego, tal como hemos visto, públicamente. El rechazo kantiano a sus denuedos le afligió no porque acarreara su formal expulsión de una escuela a manos del celoso guardián de su pretendida ortodoxia,44 sino porque vio vapuleada e incluso denostada su propia idea de la filosofía cenital, la única digna de ese nombre, auspiciada por Kant y que él quería coronar. Fichte acomete la tarea de probar la perfecta coherencia de su pensamiento con el de Kant, desmintiendo, mediante una confrontación con la letra de las Críticas, a quienes dudan del kantismo de su empresa. En la SI afronta de manera ordenada este desafío.
En la prueba fíchteana cabe distinguir dos etapas capitales. En la primera aborda los vínculos de su posición con la de Kant y calibra su grado de parentesco desentrañando el sentido de ciertas nociones de gran calado teórico en sus respectivas obras: intuición intelectual, apercepción pura e imperativo categórico. En la segunda sondea la identidad de ambos planteamientos en lo que concierne a la relación entre el Yo y el contenido empírico del conocimiento, entre la subjetividad y la realidad efectiva. En esta segunda fase los conceptos de subjetividad, fenómeno, cosa en sí y experiencia soportan el peso de la prueba.
4.1 Intuición intelectual, apercepción pura e imperativo categórico
En la WL la intuición intelectual es fundamental en el sentido literal del término, pues describe el acto de retomo a la interioridad mediante el cual el Yo, cúspide del sistema, se descubre o se pone. Ella es el órgano privilegiado de la toma de conciencia del Yo –el Yo puro, la pura autoconciencia–, que se constituye en la instancia originaria de la que el ser racional no puede abstraer, instancia que condiciona toda ulterior conciencia y nuestra experiencia. Por ello se la convoca a la hora de establecer el primer principio; es «el único punto de vista sólido para toda filosofía» (GA I/4, 219; cf. 224). La WL parte de la intuición intelectual de la autoactividad absoluta del Yo y propicia la génesis de un mundo para nosotros.
Parece improcedente construir un sistema de ascendencia kantiana sobre aquello contra lo que Kant se ha pronunciado sin ambages. Las tempranas suspicacias acerca del kantismo de Fichte proceden de la presencia de esta noción en la WL. Pero, según su autor, ella designa algo muy diferente de la dogmática intuición originaria concebida como vía de acceso a una realidad no sensible, o de la forma de intuición propia de un entendimiento arquetípico que otorga realidad a las cosas por el simple hecho de pensarlas (KrV B72). Por eso,
antes de construir sobre este argumento, hubiera debido indagarse si acaso no se expresan en ambos sistemas con la misma palabra conceptos totalmente diversos. En la terminología kantiana toda intuición se dirige a un ser (un ser puesto, un estar). Una intuición intelectual consistiría en la conciencia inmediata de un ser no sensible, la conciencia inmediata de la cosa en sí, y por cierto en virtud del mero pensar; sería, por tanto, una creación de la cosa en sí por medio del concepto (GA I/4, 224).
Kant tiene razón al repudiar una intuición de ese jaez, pues implica una forma de relación entre la subjetividad y la realidad inadecuada para un ser finito como el hombre. Mediante su repudio logra alejar la noción de cosa en sí. Pero como la WL dispone de un medio expeditivo de eliminarla mostrando el sinsentido45 de una entidad absolutamente independiente de toda conciencia o, en la jerga fichteana, de un No-Yo al margen del Yo, puede entregar a la intuición intelectual un estatuto diferente. No está destinada a aprehender una realidad en sí, sino a dar cuenta de una realidad que sólo puede desvelarse en la conciencia. La intuición intelectual fichteana es, en efecto, la vía de acceso al Yo puro, al Yo que es mera actividad o agilidad sin sustrato.
Sobre este tipo de intuición intelectual Kant no reflexionó, aunque Fichte alega varios pasajes para homologarla en el seno del idealismo crítico:
La intuición intelectual de la que habla la WL no se dirige en absoluto a un ser, sino a un actuar, y en Kant no se la menciona (excepto, si se quiere, en el empleo de la expresión de apercepción pura). Sin embargo, incluso es posible señalar con toda exactitud en el sistema kantiano el lugar en que debería hablarse de ella. ¿Se es consciente, tal como lo entiende Kant, del imperativo categórico? […] Esta conciencia es, sin duda, inmediata, pero no sensible, de modo que es cabalmente lo que yo llamo intuición intelectual (GA I/4, 225).
Respecto a la ecuación entre apercepción pura e intuición intelectual es menester insistir en que lo concernido en ambas es la conciencia del Yo, pero el origen de esta representación es muy distinto en los dos autores. Kant modula su doctrina del Yo desde la teoría de la sensibilidad, que condiciona todos los resortes de la KrV. La sensibilidad y su órgano, la intuición sensible, nos ofrece los objetos en cuanto fenómenos. Nuestra intuición es una intuición sensible, a través de la cual los objetos existentes se dan a una subjetividad caracterizada como sensibilidad. Incluso el espacio y el tiempo sólo poseen realidad en relación con los objetos de los sentidos y con la facultad de ser afectados por dichos objetos. Si abstraemos del hecho de que somos seres que intuimos sensiblemente, nada significan las representaciones de espacio y tiempo. Los conceptos puros del entendimiento, por su parte,
están exentos de tal limitación y se extienden a los objetos de la intuición en general, sea ésta igual o desigual a la nuestra, siempre que sea sensible y no intelectual. Pero esta extensión de los conceptos más allá de nuestra intuición sensible no nos sirve de nada. En efecto, se trata entonces de conceptos vacíos de objetos…, simples formas del pensamiento sin realidad objetiva, ya que no tenemos a mano intuición alguna a la que aplicar la unidad sintética de apercepción, único contenido de esas formas. Con tal aplicación podrían determinar un objeto. Sólo nuestra intuición sensible y empírica puede darles sentido y significación (krV B 148).
Kant niega la posibilidad de un entendimiento intuitivo. El entendimiento, al menos el nuestro, tiene que remitir directa o indirectamente a la sensibilidad. Pero si no es intuitivo, se configura entonces como un entendimiento que exige la intuición sensible, como una actividad del Yo que enlaza la diversidad sensible dada en la intuición. Nuestro entendimiento es la facultad de los conocimientos que, por su parte, no son más que la relación que las representaciones guardan con un objeto, siendo éste sólo aquello en cuyo concepto se halla unificado lo diverso de la intuición. Ahora bien, toda unificación de representaciones requiere unidad de conciencia en la síntesis de las mismas. Por tanto, la unidad de conciencia determina la relación de las representaciones con un objeto y su validez objetiva. Consiguientemente, la unidad de conciencia hace que aquéllas se conviertan en conocimiento y fundamenta la misma posibilidad del entendimiento. Esta unidad de conciencia es lo que Kant entiende por Yo.
Luego el proceso mediante el cual la KrV llega a la posición del Yo es muy distinto del acto de posición absoluta que inaugura la WL. La unidad de conciencia, definitoria del Yo kantiano, desaparecería si lo diverso de la intuición no se uniera en conceptos de objetos, pues todas las intuiciones están sometidas a las categorías, en tanto que condiciones de acuerdo con las cuales tal material puede unirse en una conciencia. Desde que se presenta en nuestro ánimo esa diversidad, la unidad del «Yo pienso» posibilita la construcción de la realidad objetiva. Y la misma unidad del Yo se perdería en lo múltiple de la intuición, si no hiciese la síntesis de semejante multiplicidad por medio de las categorías. El acto «Yo pienso», que debe acompañar a todas las representaciones, no tendría lugar sin alguna representación que suministre la materia del pensar, pues lo empírico es la condición de la aplicación o uso de la facultad intelectual pura. En suma, sin la dimensión de la receptividad, incluso la representación intelectual Yo se disiparía:
la unidad de conciencia sería imposible si, al conocer la diversidad, el ánimo no pudiera adquirir conciencia de la identidad de la función mediante la cual combina sintéticamente esa misma diversidad en un conocimiento. Consiguientemente, la originaria e ineludible conciencia de identidad del Yo es, a la vez, la conciencia de una igualmente necesaria unidad de síntesis de todos los fenómenos según conceptos (KrV A 108).
Frente a esta vía de acceso al Yo, siempre mediata por parte de Kant, la intuición intelectual es, para Fichte, la forma de la conciencia inmediata del Yo. Por ella no entenderá la WL la intuición de una cosa en sí, de una realidad absoluta, ya sea objetiva o subjetiva, que Kant había considerado inaprehensible. Es el acto en virtud del cual el espíritu se pone como tal y enfatiza su interioridad:
Únicamente por medio de este acto y simplemente por medio de él, por medio de un actuar al cual no precede absolutamente ningún actuar, viene a ser el Yo originariamente para sí mismo (GA I/4,213; cf. 272).
Hemos constatado que Kant tiene otra manera de allegarse al Yo. De él no tenemos conciencia inmediata. La conciencia del mundo, la experiencia externa, es condición de la experiencia interna. Por eso, el Yo kantiano descubre su función al final de la deducción de las categorías, para constituirse en condición trascendental de una única experiencia compartida y universalizable. Ahora bien, con independencia de la forma de conciencia del Yo y del momento de su irrupción, Kant llama experiencia a una síntesis de percepciones realizada por el entendimiento a partir de la diversidad sensible dada en la intuición. La experiencia46 en este sentido es el primer fruto de nuestro entendimiento y señala al Yo como su instancia productora.
¿Por qué entonces no elevar el Yo a principio de la experiencia? Si ésta no es más que un conocimiento, algo pensado, algo perteneciente a la conciencia o al Yo, ¿por qué no emprender la deducción integral de la experiencia desde el Yo? ¿No radica ahí el verdadero mensaje de la revolución copernicana, esto es, el predominio del Yo, de la razón, sobre las cosas? Tal era la convicción fíchteana:
Todo el mundo comprenderá, es de esperar, que si se supone con el idealismo trascendental, aunque sólo sea problemáticamente, que toda conciencia reposa en la conciencia de sí y está condicionada por ella…, tiene que pensar ese volver sobre sí como anterior a todos los demás actos de la conciencia o como condicionándolos, tiene que pensar ese volver sobre sí como el acto más primitivo del sujeto. Y, como además, nada es para él que no sea en su conciencia, y todo lo demás de su conciencia está condicionado por este mismo acto…, tiene que pensarlo como un acto para él totalmente incondicionado y, por ende, absoluto… Y el idealismo trascendental, si procede sistemáticamente, no puede proceder de otra manera que como procede la WL (GA 174, 216).
Sólo la elevación de la intuición intelectual a principio supremo, sólo la realización de este acto de posición del Yo en el frontispicio de la filosofía garantiza el carácter infranqueable del Yo. Toda conciencia es por y para un Yo, y sin éste nada existiría. El Yo posee el principio de su unidad en sí mismo, que no le es conferido por nada externo. El Yo no es algo compilado, sintetizado, sino una tesis absoluta (GA I/4,228). Toda conciencia efectiva es conciencia de algo, mediata. Si Fichte hace de la conciencia del Yo una conciencia inmediata, originaria, es para afirmar que las cosas jamás deben determinar el ser de nuestra subjetividad, creyendo redondear así el riguroso ajuste entre el contenido nuclear de la filosofía kantiana y la WL:
¿Cuál es, en dos palabras, el contenido de la WL? Éste: la razón es absolutamente autónoma; es sólo para sí y, además, sólo ella es para sí. De modo que todo cuanto ella es ha de hallarse fundado en ella misma, y ser explicado sólo a partir de ella misma y no de algo fuera de ella, a lo cual, fuera de ella, no podría llegar sin dejar de ser ella misma. En suma, la WL es idealismo trascendental. ¿Y cuál es, expresado brevemente, el contenido de la filosofía kantiana? ¿Cómo podríamos caracterizar el sistema de Kant? Confieso que se me hace imposible pensar cómo se puede entender siquiera una proposición de Kant y hacerla compatible con otras proposiciones sin aquel mismo presupuesto, que creo salta a la vista en todas partes (GA I/4,227).
Otro elemento con el que Fichte asocia su intuición intelectual es el imperativo categórico:
Esta cuestión olvidó Kant planteársela porque no ha tratado en ninguna parte el fundamento de toda la filosofía, ya que en la KrV se ocupó sólo del fundamento teórico, en el cual no podía entrar el imperativo categórico, y en la KpV consideró sólo el fundamento práctico, en el cual interesaba únicamente el contenido y no podía surgir la cuestión de la clase de conciencia (GA I/4,225).
Fichte es parco en lo relativo a la identificación del imperativo categórico con la intuición intelectual. Pero sus textos delatan un lapsus, al sostener que Kant no se ha planteado el problema de la forma de conciencia del imperativo categórico. Kant lo aborda explícitamente47 e incluso rechaza que sea una intuición intelectual:
Se puede denominar la conciencia de esta ley fundamental un hecho de la razón, porque no se la puede inferir de datos antecedentes de la razón, por ejemplo de la conciencia de la libertad (pues esta conciencia no nos es dada anteriormente), sino que se impone por sí misma a nosotros como proposición sintética a priori, la cual no está fundada en intuición alguna ni pura ni empírica, aun cuando sena analítica si se presupusiera la libertad de la voluntad, para lo cual, empero, como concepto positivo, sena exigible una intuición intelectual que no se puede admitir aquí de ningún modo (AK V, 56).
De la misma manera que la construcción de una única experiencia teórica compartida y universalizable impone la necesidad de sintetizar la diversidad sensible a partir de determinadas normas intersubjetivas del pensar –los principios puros del entendimiento–, la construcción de una experiencia práctica impone la necesidad de promover una síntesis de las voluntades discretas mediante una ley racional, universal, que haga posible la concordancia entre ellas (AK V, 29-30). El imperativo categórico se descubre, pues, a una voluntad impulsada a la acción por la determinación de una razón legisladora que ha soslayado todo factor empírico en la elevación de esa máxima necesaria y universal.
Sin la conciencia del condicionamiento empírico derivado de nuestra finitud, que ha de estar a nuestra merced para celebrar nuestra autonomía, no habría conciencia de la ley moral. La intuición intelectual que Kant excluye en el ámbito práctico es la ya desterrara del teórico (a saber, la conciencia inmediata y no sensible de un objeto en sí) porque, en primer lugar, el ser humano no posee un entendimiento intuitivo y, en segundo lugar, la libertad no es deducible de una instancia ajena a la absoluta autonomía del Yo. Y, sin embargo, no resulta antikantiana la posición de Fichte cuando asocia el imperativo categórico con la forma de conciencia inmediata de su ahora elucidada noción de intuición intelectual. Pues Fichte, análogamente a como rechaza la intuición intelectual en clave kantiana para el ámbito de la teoría, rechaza su aplicación en el práctico. Si Kant no da a la moral ningún fundamento superior al de la ley moral como expresión de nuestra razón (AK VI, 3), Fichte hace lo propio cuando vincula la intuición intelectual a la conciencia de la actividad pura, a la Yoidad. La razón fichteana, más allá de una mera facultad de razonar, aparece como determinando ella misma su actividad, proponiendo un fin exclusivamente a partir de ella misma. El talante práctico de la razón reside en su indeterminabilidad por lo extraño, en su autodeterminación:
El principio de la moralidad es el pensamiento necesario de la inteligencia de acuerdo con el cual ella debe determinar su libertad, sin excepción, según el concepto de su autonomía.
Es un pensamiento, de ninguna manera un sentimiento o una intuición, aunque este pensamiento se funda en la intuición intelectual de la actividad absoluta de la inteligencia; un pensamiento puro, en el que no se mezcla el menor elemento de sentimiento o de intuición sensible, pues es el concepto inmediato que la inteligencia pura tiene de sí misma como tal; un pensamiento necesario, pues es la forma bajo la cual se piensa la libertad de la inteligencia…
El contenido de este pensamiento es que el ser libre debe –el deber expresa la determinación de la libertad–, que debe poner su libertad bajo una ley; que esta ley no es sino el concepto de absoluta autonomía (absoluta indeterminabilidad por cualquier cosa fuera del concepto); en fin, que esta ley vale sin excepción, porque contiene la determinación originaria del ser libre (GA V 5, 69-70; cf. 26-27, 66-68).
4.2 Experiencia y subjetividad en el idealismo de Kant y Fichte
Tras la acerba recepción del FDC, Fichte se siente apremiado a aclarar el nexo entre subjetividad y realidad, pues sus detractores le imputaron al Yo absoluto una suerte de dotes fantasmagóricas de reificación con la mera fuerza de los silogismos. Se defiende de la acusación de logicismo invocando al propio Kant, quien no sólo no apela a un contenido dado desde fuera, sino que nunca ha dado a la experiencia como fundamento de su contenido empírico algo distinto del Yo. Fichte mantiene la imposibilidad de pensar una cosa independientemente de nuestra facultad de representar, y esta actitud revela la fisonomía de la filosofía crítica:
El sistema crítico… enseña que el pensamiento de una cosa que poseería en sí e independientemente de toda capacidad de representar la existencia y ciertas cualidades, es una quimera, un sueño y un sinsentido (GA I/2 57).
El riesgo de extraviarse en una lógica vacua es difícil de evitar cuando Fichte afirma la conveniencia de partir en filosofía de un principio formal a la vez que existencial (GA I/2,53). La realidad entonces se define íntegramente desde el Yo (GA 1/4, 203). Por tanto, la idea de una cosa en sí, de un No-Yo independiente del Yo, es contradictoria:
la esencia del idealismo trascendental en general, y de su exposición de la WL en particular, consiste en que el concepto de ser no se considera como un concepto primario y primitivo, sino simplemente como un concepto derivado, y derivado por medio del contraste con la actividad, o sea sólo como un concepto negativo. El ser es, para él, una mera negación de ésta. Bajo esta condición tan sólo tiene el idealismo una firme base y resulta concordante consigo mismo (GA I/4, 251-252).
¿Hasta dónde dice –Fichte, interpretando la KrV– se extiende la aplicabilidad de las categorías? Sólo sobre el dominio de los fenómenos; por consiguiente, sólo sobre lo que es ya para nosotros y en nosotros mismos (GA I/4,235). ¿Qué significa hablar de una cosa en sí, un noúmeno, como causa de nuestras representaciones? En primer lugar, contradecir la condición kantiana del uso empírico de las categorías; en segundo lugar, olvidar que un noúmeno es un mero pensamiento. Ambas consecuencias atentan contra la letra de la filosofía kantiana:
En tanto no declare Kant expresamente con estas mismas palabras que él deriva la sensación de una impresión de la cosa en sí o, para servirme de su terminología, que en filosofía debe explicarse la sensación por un objeto trascendental existente en sí fuera de nosotros; en tanto esto no suceda, no creeré lo que aquellos intérpretes nos refieren de Kant (GA I/4,239).
Kant no hace de la cosa en sí el fundamento del contenido empírico del conocimiento, como creen algunos de sus acólitos; pero tampoco reduce el mundo real a un simple engendro en la conciencia. Para conjurar una lectura tan distorsionada debemos ponderar la relación entre el idealismo trascendental y el realismo empírico kantianos. Fichte premia aquél y minimiza éste, por ser deudor de la tópica exégesis de la filosofía kantiana en base al dualismo recalcitrante fenómeno/cosa en sí. Según tal exégesis, sólo conocemos fenómenos, mientras que la cosa en sí, como sustrato último de la realidad, es desconocida a la par que causa de la afección mediante la cual nos representamos los fenómenos. Jacobi inspira esta interpretación sesgada que cala en la época. Fichte convirtió el idealismo trascendental en el único punto de vista filosófico, y cifró su tarea en la deducción de todo el orbe de la experiencia a partir de un principio incondicionado. Relega la veta del realismo empírico, pues peraltarla hubiera comportado dar un mayor peso al punto de vista común, de la vida y de la ciencia. La filosofía se abre a otra visión, a la especulación, que tiene su fundamento en el pensar autónomo, que así se convierte en su auténtico ímpetu.
La libertad es el motor del fichteanismo. Es principio (Prinzip, Grund) de la WL, la instancia que hace explicable lo que debe ser explicado en la filosofía, a saber, la experiencia entera o el orbe completo de nuestras representaciones. Es igualmente comienzo (Anfang) de la WL, al iniciarse con la elección del punto de vista que la define. La WL no es una colección de conocimientos acumulados o heredados, no es un discurso dado que se pueda recibir o adquirir históricamente de vivencias más o menos cotidianas, que son precisamente las que constituyen el discurso de la vida y de la ciencia. A ella no puede uno encaminarse a través de lo que otro ha producido o produce, pues la filosofía no se puede copiar ni remedar, ni el verdadero filósofo puede ser un imitador. Copia, remedo, imitación son los antagonistas de un alma libre. La WL es un cierto modo de pensar (Denkart), una cierta visión (Ansicht) o punto de vista (Gesichtspunkt) que hemos de alentar en nosotros; en consecuencia, algo que se nos escapará si no realizamos la experiencia interna que ella nos solicita, experiencia (absolutamente originaria, tética) que tiene lugar sólo si atendemos a nuestro Yo y observamos cómo actúa: «la filosofía es un producto de la libre capacidad de pensar, la ciencia acerca de la experiencia que cada uno tiene que producir en sí mismo» (GA IV/2, 19). Y aquí la experiencia debe entenderse tanto en sentido subjetivo como objetivo: la experiencia filosófica y la experiencia efectiva.
Al reparar en mí mismo, en los hechos de mi conciencia o representaciones, encuentro unas acompañadas del sentimiento de necesidad, por cuyo fundamento pregunta la WL. Esta pregunta entraña una elevación sobre lo fundado, se interroga por algo que no acaece como representación necesaria, sino como producido por el pensar libre y, sin embargo, necesario para deducir la experiencia humana. ¿Qué nos obliga a emprender esa ascensión que nos reclama la WL? Nada salvo la asunción del punto de vista que más se compadece con la afirmación de nuestra autonomía, de nuestra Yoidad. A esta posición nada nos empuja salvo nuestro pensar con su libertad: la libertad del pensar. En el único acto libre que le está permitido a la filosofía, la elección de su punto de vista, despunta la imaginación.
La WL pretende un mejor autoconocimiento, prolongando el sapere aude kantiano. Después de la revolución copernicana quedó claro, por una parte, que no son los objetos los que rigen nuestra facultad de conocer, sino que es ésta la que empuña el cetro, y, por otra, que la razón sólo reconoce lo que ella produce. La pregunta por lo que constituye nuestro mundo y nuestra experiencia sólo puede responderse apelando a nosotros mismos. Si el Yo es caracterizado como agilidad, actividad, espontaneidad, libertad, en mayor grado hay que exigírselo al filósofo en la elección de su punto de vista. Libertad/actividad frente a servidumbre/cosificación: éste es ahora el dilema. La opción por una u otra alternativa depende del hombre que se es:
Todo depende, por tanto, de uno de ambos sentimientos: el de la dependencia y la esclavitud (en el dogmatismo), o el de la libertad y la espontaneidad (en el idealismo); según cuál de ellos sea el dominante en un hombre, se aceptará uno de ambos sistemas y se obligará a callar al sentimiento opuesto. […]. El dogmatismo es lo más indigno para los hombres honorables, pues niega el sentimiento de libertad, de espontaneidad (GA IV/2,21).
Al moralismo kantiano que impresionó a Fichte en sus albores se le da una vuelta de tuerca; la libertad no será responsable sólo de la experiencia práctica, sino también de la teórica y, con ello, de la experiencia entera. El dogmatismo es degradado ética y epistemológicamente. La alternativa precitada es, en consecuencia, también especulativa. Sólo el idealismo se muestra capaz de explicar qué es una inteligencia y cómo surgen las representaciones:
Nada puede uno pensar sin pensar además su Yo como consciente de sí mismo; jamás puede hacer uno abstracción de su autoconciencia (GA I/2, 260).
¿Cómo convertir en inteligencia, en espíritu, lo que antes era materia? ¿Cómo convertir en Yo lo que antes era una cosa? ¿Cómo explicar nuestra vida consciente, nuestras representaciones? ¿Remitiendo a la afección de algo presuntamente dado al Yo? ¿Cómo hacer explicable el tránsito de uno a otro? El realismo dogmático no sabe cómo disipar estas dudas:
El dogmatismo… presupone algo que no se presenta a la conciencia, una cosa en sí; además debería explicar cómo se origina una representación a través del afectar. Por tanto, es un pensar arbitrario y problemático (GA IV/2, 21).
O más rotundamente en la PI:
El tránsito del ser al representar es lo que [los dogmáticos] tenían que mostrar. No lo hacen ni pueden hacerlo. Pues en su principio reside simplemente el fundamento de un ser, pero no del representar, totalmente opuesto al ser. Dan, pues, un enorme salto a un mundo totalmente extraño a su principio (GA I/4, 197).
Si somos inmediatamente conscientes de lo que hacemos, ¿no está a nuestro alcance explicar lo que encontramos en nuestra conciencia a partir de los modos de actuar de nuestro Yo? El idealismo todo lo deduce desde el Yo y, por eso, se llama filosofía inmanente, frente al dogmatismo, que es trascendente, al explicar las representaciones desde la afección del Yo por el No-Yo o cosa en sí. Deduciendo nuestra experiencia integral desde nosotros mismos, la WL hiperboliza el idealismo trascendental. En efecto, si el idealismo no se ocupa tanto de los objetos como de nuestra manera de conocerlos y, en consecuencia, de los conocimientos a priori; si lo que quiere la filosofía kantiana es establecer las condiciones trascendentales de una experiencia compartida y universalizable, cuya última condición de objetividad reside en el Yo; Fichte lleva a su máxima radicalidad este planteamiento. Sabedor de que la filosofía kantiana está recorrida por dos discursos o dos puntos de vista distintos aunque complementarios, el del realismo empírico que sostiene la existencia independiente de la realidad externa, y el del idealismo trascendental propiamente dicho, que interroga por las condiciones subjetivas del conocimiento de esa realidad, Fichte considera el segundo como el discurso genuinamente especulativo.
La WL es idealismo trascendental porque aborda la deducción completa de la experiencia, e incluso la deducción de nuestra creencia realista en la existencia independiente de las cosas, y lo hace apostado en la cima más alta del kantismo, en el Yo, que, sin embargo, ya no será mera condición última de objetividad, como sucede en Kant, sino principio de deducción y fundamento de la experiencia sintética. La KrV apuesta por una experiencia que resulta de sintetizar la diversidad dada en la intuición sensible. A los ojos de Fichte, esa experiencia, o mejor dicho, ese conjunto de reglas o normas del entendimiento que constituyen nuestra experiencia, deben ser a su vez verdaderamente deducidas, esto es, hay que mostrar cuáles son las condiciones trascendentales, según terminología kantiana, o el fundamento, según la fichteana, de esas normas o reglas generadoras de nuestra experiencia. La condición última, el fundamento originario e indeducible, es el actuar libre –aunque necesario para la realización de su fin– del Yo.
La aventura especulativa que Fichte invita a seguir –en los confines de su exhortación a ser independientes–, a recrear cada uno en sí mismo (GA I/4, 186 ss., 199 ss., 209-216; IV/2, 17-27), es un viaje de exploración filosófica, en el que la autonomía escribe nuestro cuaderno de bitácora. Aquí se narra el alumbramiento de un mundo entero por y para el Yo. Si la WL posee originariamente un único texto, el Yo, y si las condiciones de la posición efectiva del Yo estriban en poner otras entidades aparte del Yo, ¿cómo logra el Yo zafarse de sí mismo, momento en el que comienza la mayéutica de la experiencia? El problema de la salida del Yo de sí mismo no es sólo el problema de la conexión con un mundo externo a él, que se convierte en su escenario, sino ante todo el problema de cómo el Yo surge desde sí mismo o cómo el Yo de la intuición intelectual, todavía preconsciente en sentido estricto, llega a ser plenamente consciente de sí, esto es, un Yo efectivo, individual pero inter subiectos. Ambos problemas acaban convergiendo, ya que la auto– conciencia plena y la conciencia del mundo externo de objetos y de sujetos, de una objetividad natural y de una intersubjetividad, en la que me inserto individualizándome, se coimplican necesariamente.
La respuesta a esta aporía se ubica de nuevo en la libertad:
Se afirma que el Yo práctico es el Yo de la autoconciencia originaria, que un ser racional sólo se percibe inmediatamente en el querer y no se percibiría –y, en consecuencia, no percibiría el mundo–, luego no sería ni siquiera inteligencia, si no fuera un ser práctico. El querer es el carácter propio, esencial de la razón; según la intelección de los filósofos, el representar se halla con el mismo en una relación de acción reciproca, pero, sin embargo, es puesto como lo contingente. La facultad práctica es la raíz más íntima del Yo, sobre ella se apoya todo y a ella está todo prendido (GA I/3, 332; cf. IV/2, 115).
Fichte considera la libertad como un principio de determinación teórica de nuestro mundo (GA I/5, 77), condición de la conciencia del mundo externo, natural y social. A la inteligencia, a la conciencia como actividad representantiva, le subyace, a guisa de fundamento, la voluntad, el carácter práctico del Yo. El conjunto de herramientas conceptuales que constituye nuestra inteligencia y que nos sirve para definir, organizar y dominar nuestro mundo, sólo está a nuestra merced por esa salida de sí que hace posible el querer, la voluntad o la libertad. Espacio, tiempo, categorías, el cosmos de nuestras representaciones, destellan con motivo de la actividad práctica del Yo. El espacio aparece como esfera de mi libertad, como un terreno a roturar por mi actuar efectivo, gracias a la atribución de un cuerpo, voluntad sensibilizada, que se torna instrumento de la libertad. El tiempo surge mediante la intuición de la estructura sucesiva de nuestras acciones. Las representaciones emergen en la conciencia cuando me veo obligado a registrar una limitación de mi actividad, que pone en marcha a la reflexión para que atienda a esta limitación interiormente sentida y a su causa externa. Las categorías se desenvuelven en el proceso de incardinación del Yo en su mundo, son los modos que acompañan el devenir mundano del Yo, las maneras en que el Yo, desde su pensar ensimismado, desemboca en el pensar de lo otro, del mundo que lo cerca y a la vez lo anima a conquistarlo, de la alteridad como obstáculo y resistencia a la vez que como estímulo a desplegar todo su potencial emancipador.