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INTRODUCCIÓN

UN PENSAMIENTO EN TRÁNSITO

Uno de los rasgos más patentes e iluminadores de cara a una comprensión preliminar del pensamiento de Herder viene dado, sin lugar a dudas, por su peculiar ubicación histórica entre el universo de la Ilustración y el de quienes pronto se erigirían en sus críticos más radicales –aunque no necesariamente los más lúcidos–, es decir, el universo de los románticos. Ya Nietzsche le veía en esa peculiar encrucijada en El viajero y su sombra. Según Nietzsche, Herder no fue «ni un gran pensador ni un gran inventor», pero, en cambio,

poseía en alto grado el olfato de lo que estaba por venir, veía y cosechaba las primicias de las estaciones más pronto que los demás, y éstos creían entonces que él era en efecto el que las había hecho nacer [...]; la inquietud de la primavera le agitaba –¡pero él no era la primavera!1

Es curioso, pero típico en lo que respecta a Herder, que ochenta y cinco años después Isaiah Berlin, el gran liberal inglés, le describiese en términos análogos, pero exactamente opuestos: «Herder es en algún sentido un síntoma premonitorio, el albatros de antes de la tormenta que se avecina».2 ¿Era la próxima primavera, acaso el advenimiento del romanticismo, lo que le inquietaba y a su manera preconizaba? ¿O más bien lo que se husmeaba era una tempestad, y por cierto que de una clase muy distinta a la que se evocaba en el nombre del Sturm und Drang, el movimiento precursor del que fue protagonista principal? ¿O tal vez se trataba, en el fondo, de las dos cosas?

En cualquier caso, tanto Nietzsche como Berlin nos hablan de un filósofo, por así decir, esencialmente intempestivo, una figura crítica cuya singularidad no podía sino conducir a un pensamiento de especial complejidad que, unida a su resistencia a la formulación sistemática, le hizo vulnerable a toda clase de malentendidos, sobre todo los que, derivados de su asimilación al movimiento del Sturm und Drang, y sobre la base de sus apelaciones a la cultura del Volk como único ámbito de autenticidad, y sus invectivas contra la teoría del progreso, condujeron con el tiempo, cuando se le releyó a finales del siglo xix, a una precipitada, simplificadora y básicamente injusta atribución de una perspectiva nacionalista e irracionalista, fácilmente manipulable por intereses espurios que, en realidad, poco tenían que ver con el verdadero sentido de sus ideas.3

Nacido en 1744 en Mohrungen, Prusia Oriental, hijo de un sacristán, de familia piadosa, por tanto, Herder inició su formación universitaria estudiando teología y filosofía en Königsberg. Allí tuvo la ocasión de asistir a las lecciones de Kant, con cuyo pensamiento mantendría unas complejas relaciones que le llevarían finalmente a un agrio debate.4 Por otro lado, entre sus tempranos y más o menos permanentes influjos, es también inevitable citar el del exaltado Hamann, con toda su carga de misticismo y de radical oposición al racionalismo ilustrado.5 Entre 1764 y 1776, este último el año en que, por mediación de Goethe (la tercera gran figura intelectual de entre las que marcaron su trayectoria), fue llamado a Weimar en calidad de Generalsuperintendent, ocupó diversos puestos de profesor en Riga y Bückenburg, y de preceptor privado al servicio de nobles alemanes. Es cierto que, una vez instalado en Weimar, sus lazos con Goethe terminaron por enfriarse, pero ello no fue óbice para que permaneciese allí hasta su muerte en 1803.6

Desde sus primeros escritos, y a pesar de sus colaboraciones tempranas con el círculo ilustrado de Nicolai,7 Herder se distinguió por su distancia frente a la versión más ortodoxa y racionalista de la Aufklärung. En realidad, sus postulados de orden epistemológico tenían que ver más con los del empirismo de Locke,8 y hasta con el sensualismo de Condillac,9 que con las derivaciones sistemáticas del racionalismo al estilo de Wolff.10 Por lo demás, esto no significa que Herder llegase a elaborar propiamente una teoría del conocimiento rigurosa y consistente. Lo que más se aproximaría a ello fue su tardía Metakritik, en donde se embarcaba (en alianza con Hamann) en una desigual polémica contra la Crítica de la Razón Pura, que Kant había publicado en 1781, y que, al fin y al cabo, no haría sino poner en evidencia las insuficiencias y los anacronismos que por entonces lastraban la epistemología de Herder.11

De hecho, sus ideas sobre el conocimiento humano no las desarrollaría sino de una manera concreta, en función de contextos relacionados con la praxis, más que con la teoría pura. Por ejemplo, en el marco del programa pedagógico que formuló en el Diario de mi viaje del año 1769.12 En este hermoso texto, que no llega a constituir propiamente un diario, sino un conjunto de penetrantes reflexiones característicamente deslavazadas, Herder introduce un cuidadoso diseño de todo un plan de estudios fundado en el despertar de los sentidos del niño, en su experiencia inmediata, y en la estimulación de su innata capacidad de intervención en el mundo exterior y de intercomunicación con el entorno de la naturaleza. Propone enseñar «conocimientos vivos» en lugar de «meras explicaciones académicas muertas».13 Por otro lado, los diversos aspectos del saber habrían de ser presentados en términos interdisciplinares, es decir, abordando cada uno desde el otro, conectándolos entre sí al mismo tiempo que se los distingue, y siempre contemplando el plano de la teoría en conjunción con el de la práctica.

En análoga dirección, y partiendo de la suposición de una correspondencia entre el desarrollo de las edades del individuo y las de la humanidad, discurriría su Ensayo sobre el origen del lenguaje (1770-1771), texto premiado por la Academia de Berlín, en donde, frente a las principales doctrinas por entonces vigentes,14 así como frente a las teorías tendentes a diseccionar al ser humano señalando en él la existencia de facultades separadas, ponía todo el énfasis en los fundamentos pragmáticos y pulsionales del lenguaje, en su necesario despliegue en forma de una «invención» derivada de la disposición «reflexiva» del «alma entera indivisa», y libre, del ser humano.15 Para Herder, el lenguaje es la más perspicua expresión de la constitución humana en todas sus dimensiones, de su «sensorio común» bien articulado.16 No separa el lenguaje del pensamiento, pero tampoco de la praxis (privilegia como originarios los verbos, antes que los nombres, haciendo de la acción la fuente de la denominación); lo identifica como la sustancia del saber intelectual, pero también como lugar de la expresión, los sentimientos y las emociones. De ahí su consideración de la «primera lengua» como «una colección de elementos de poesía», posible sólo, en rigor, en aquellos tempranos tiempos en los que todavía

la naturaleza entera resonaba ante el hombre, y el canto de éste era un concierto formado por todas las voces que el entendimiento necesitaba, que su sensibilidad captaba, que sus órganos eran capaces de expresar.17

FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Este humanismo radical, que Herder haría valer incluso en sus escritos de tema teológico, encontró una derivación particularmente decisiva en sus ideas sobre la historia. La pieza clave a este respecto es, sin duda, su Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad,18 escrita en 1774 en respuesta a los postulados que Voltaire había divulgado años antes en favor de una teoría lineal del progreso. Siguiendo una orientación que ya había sugerido en sus tempranos Fragmentos sobre la reciente literatura alemana (que fue publicando en sucesivas entregas a partir de 1767), en donde insistía en la importancia del «carácter nacional» de los pueblos, es decir, su irreemplazable singularidad de cara a la estimación de su cultura y de su ubicación histórica, en el ensayo de 1774 ofrecía una crítica radical del optimismo histórico ilustrado, el cual tendía a interpretar el desarrollo de las culturas y las sociedades como una especie de marcha imparable en pos de un horizonte (en el fondo inalcanzable) de una infinita perfectibilidad del ser humano.

En efecto, en lugar de considerar la historia como una vía de dirección única y obligatoria, un camino recto y luminoso, trazado por ciertos europeos, al que se irían adhiriendo poco a poco todas las naciones y pueblos de la Tierra, que de variadamente salvajes pasarían a quedar uniformemente civilizados, Herder propone un modelo explícitamente alternativo, un modelo pluralista en base al cual, según su célebre formulación, «al igual que cada esfera posee su centro de gravedad, cada nación tiene su centro de felicidad en sí misma».19 Lo que Herder combate es ese «tono general, filosófico y filantrópico» de su siglo, que «concede gustosamente a toda nación alejada, a toda época del mundo, aun la más remota, nuestro propio ideal de virtud y felicidad», erigiéndose en «juez único» de las costumbres de todas las naciones y momentos históricos; sin embargo, añade Herder:

¿No está diseminado el bien sobre la Tierra? Como una sola forma de humanidad y una sola región de la Tierra era incapaz de abarcarlo, se dispersó en mil formas de humanidad y recorre ahora –eterno Proteo– todos los continentes y todas las épocas; sea cual sea el modo según el cual se mueva y avance, no es mayor la virtud ni la felicidad a la que aspira el individuo; la humanidad sigue siendo simple humanidad.20

La idea de un «progreso general del mundo», que Kant, sobre la base de la suposición de un oculto «plan» de la naturaleza, consideraría como un postulado ineludible de cara a una comprensión sistemática de la historia, la ve Herder como una mera «novela», como una ficción falsamente consoladora.21

Es obvio que esta concepción pluralista de la historia, y tanto más cuanto que reposa sobre la acción y la expresión de los distintos Völker o naciones, cada una de las cuales poseería «en sí misma el centro de su felicidad», tiene que construirse sobre ambigüedades y prestarse a malentendidos. De hecho, Herder no niega la existencia de alguna suerte de desarrollo a lo largo del curso histórico, como tampoco deja de estimar los avances en materia de ciencia y técnica, ni sus fundamentos racionales. Lo que no está dispuesto a asumir es la unicidad de ese desarrollo en cuanto que producto de una determinada forma de entender (y dominar) el mundo, es decir, la del racionalismo ilustrado en cuanto que encarnación de la gran civilización europea. Por el contrario, todavía en sus Cartas para el fomento de la humanidad (1793-1797) no sólo se reafirma en su crítica, sino que la convierte en amargo denuesto:

¿Puede mencionarse un país donde los europeos hayan entrado sin deshonrarse ellos mismos para siempre ante una humanidad indefensa y confiada, mediante la palabra injusta, el codicioso engaño, la aplastante opresión, las enfermedades, los dones fatales que han llevado consigo? Nuestra parte de la Tierra debería ser llamada no la más sabia, sino la más arrogante, agresiva, ávida de dinero: lo que ha dado este pueblo no es civilización, sino la destrucción de los rudimentos de sus propias culturas allí donde han podido lograrlo.22

Su crítica de la teoría del progreso, más allá de sus implicaciones colectivistas y eventualmente irracionalistas, y en clara oposición a toda forma de chauvinismo nacionalista, se revela así como una reivindicación de la alteridad y de los derechos de la diferencia.

En sus Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, que fueron publicándose entre 1784 y 1791, esos desarrollos históricos diversos –que no progreso unilineal– los presentaba en explícita analogía con los propios del crecimiento orgánico, de una planta o un árbol (o más bien de muchos naturalmente concertados):

La felicidad de los humanos es por doquier un bien individual: en consecuencia, es por doquier climática y orgánica, hija del ejercicio, de la tradición y de la costumbre.23

Es desde ese marco específico desde donde habría que interpretar el sentido de cada una culturas, y el problema que se plantea es saber si el fruto de ese «bien individual» que sería la felicidad lo goza el individuo singular o más bien la comunidad entendida como una singularidad individual y como ámbito de obligada pertenencia para el sujeto humano. Está claro que la primera opción, compatible con una perspectiva liberal, nos aproximaría a una saludable crítica del progreso como hipóstasis metafísica, mientras que la segunda posibilidad correría el peligro de conducir demasiado fácilmente (en cuanto la comunidad popular se presenta como una instancia de poder, un instrumento de cohesión nacional frente a la amenaza del enemigo exterior) al nacionalismo político que impulsaron algunas de las versiones más irracionalistas del Romanticismo.

En cualquier caso, y aunque el principio de la pertenencia comunitaria, la idea de que el individuo carece de sentido escindido de su «pueblo» o nación, forma parte indudable de los presupuestos básicos de su pensamiento, es preciso insistir en que el punto de vista de Herder era inequívoca y fundamentalmente cosmopolita. Su defensa de las culturas nacionales no tenía nada de excluyente, sino que se orientaba en una dirección abiertamente pluralista cuyo punto débil estribaba justamente en el relativismo radical que implicaba, y que en general ha de comportar, de uno u otro modo, toda crítica de la concepción absolutista del progreso humano. Su perspectiva no fue nunca la de un nacionalismo político en el que interviniesen los poderes del Estado, sino la de una especie de eterno fluir e infinita floración de culturas vernáculas, autóctonas, esencialmente dispares aunque intercomunicadas, de tal modo que ninguna de las ellas tendría, en principio, por qué considerarse superior ni inferior a otra, aun cuando no fuese sino porque, al fin y al cabo, todas ellas serían rigurosamente singulares y, por tanto, inconmensurables.

Finalmente, hay un aspecto de su filosofía de la historia que nos interesa especialmente desde el punto de vista estético. Tiene que ver con lo antedicho, pero muy en particular con el desasosiego que Herder sentía ante el dualismo que impregnaba la antropología de Kant, según el cual el ser humano se hallaría dominado, por una parte, por la razón; y, por otra, por unos instintos animales que habría que reprimir justamente por mor del progreso. De hecho, lo que subyace a esta posición es la resignada defensa de la necesidad del sacrificio: del sacrificio del individuo en favor de la especie, y de cada generación a favor de las sucesivas, con vistas a la consecución de un supuesto estado final de libertad y felicidad universales que, como es obvio, habría sido previamente negado a todos y cada uno de los seres humanos que hasta ese mismo momento hubieran habitado en esta Tierra.

Escribe Herder:

¿Qué podría significar, por ejemplo, la hipótesis que destina al hombre tal como lo conocemos aquí a un crecimiento indefinido de sus facultades, a una extensión continua de sus sensaciones y de sus acciones, y hasta al Estado en tanto que meta de su especie, todas cuyas generaciones no habrían sido hechas en el fondo más que para la última, la cual se entronizaría sobre el catafalco ruinoso de la felicidad de todas las precedentes?24

Herder no sólo rechaza esa lógica despiadadamente sacrificial, sino que la considera una presunción injusta por parte de la víctima: es la propia naturaleza humana la que determina que «ningún individuo tiene derecho a creer que existe en función de otro o de la posteridad», puesto que

no es más que una ensoñación vacía esperar que por todas partes donde habitan los hombres habitarán un día también hombres razonables, equitativos y felices: felices no gracias a su razón particular, sino gracias a la razón común de la especie entera de sus hermanos.25

CRÍTICA, POESÍA Y MITOLOGÍA

Cabe pensar que esta clase de posiciones tiene mucho que ver con la derivación estética de su pensamiento. En efecto, una vez se reconoce la pobreza de la experiencia histórica propiciada por la teoría del progreso, parece lógico pensar en la experiencia estética (así lo verían también los románticos) como la mejor candidatura para articular la compensación de esa pobreza y dotar de alguna plenitud al presente. De hecho, la filosofía de Herder no puede ser entendida sin esa referencia estética, siempre determinante en su obra desde los comienzos, en sus Fragmentos sobre literatura alemana (1767), hasta sus últimos años de vida, en el marco de su proyecto de revista, Adrastea, en donde concentró sus perdurables esfuerzos, de los que también los románticos tomaron buena nota, en torno a la propuesta de una «nueva mitología».

Ya sus primeros escritos de finales de la década de los sesenta estuvieron claramente determinados por intereses vinculados al arte y a la experiencia estética. En los citados Fragmentos encontramos significativos argumentos de orden metodológico o programático, ideas de cuya guía habría de servirse hasta el final. Allí sostenía, por ejemplo, sobre la crítica literaria, que «la mejor crítica es la que sigue los pasos del original y siente en conformidad con él»; propugna que el crítico «se transfiera a los pensamientos del autor y lo lea con el espíritu con que escribió»; defiende una lectura como «emulación, heurística», incluso como «adivinación del alma del autor». De modo que, en coherencia con esta concepción abiertamente empática, sostiene que «la crítica sin genio no es nada», pues «sólo un genio puede juzgar y enseñar a otro».26

Desde luego, estas ideas no admiten lugar a dudas sobre su carácter precursor del Romanticismo, particularmente en la versión de Friedrich Schlegel. En cualquier caso, no debemos olvidar que esa autoría genial a la que Herder remite, y en la que, en efecto, había de quedar implicada la entera personalidad indivisible del creador, el conjunto de sus «fuerzas» intelectuales, sensibles y morales, esa autoría debe ser entendida a la vez como una expresión de la colectividad a la que el artista pertenece por necesidad. Al tiempo que, como era de rigor en el contexto del Sturm und Drang, rechaza la inautenticidad del neoclasicismo francés a la manera de Racine, Herder celebra la poesía de las naciones «bárbaras», como la supuestamente transmitida en el Ossian o en las sagas nórdicas, pero también la literatura hebrea, hindú o persa, además de, obviamente, la griega. Ya en el marco de su proyecto de una «nueva mitología», a título de pensamiento poético, su interés por la genialidad de lo originario le llevó al rescate y a la libre reescritura (en forma de Nachdichtungen o paramitos) de poesías, relatos, leyendas, fábulas y cuentos populares que fue reuniendo entre 1785 y 1793 en sus Hojas dispersas y, antes de ello, en su famosa antología de Canciones populares, de 1777-1778.

De hecho, la posición de Herder a este respecto quedaría ya manifiesta con la mayor claridad en sus Cartas sobre Ossian, de 1773:

Ya sabe usted [...] que cuanto más primitivo, esto es, cuanto más activo sea un pueblo –pues no otra cosa significa la palabra–, tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas. Cuanto más alejado esté el pueblo del pensamiento, el lenguaje y los modos literarios artificiosos, científicos, tanto menos estarán sus canciones hechas para el papel y tanto menos serán sus versos letra muerta.27

El problema, por cierto, es cómo conjugar la idea de lo «primitivo» con la necesidad de poner en valor la herencia cultural de la antigua Grecia, que no podía ser comprendida en esos términos. Pues ésta, desde luego, puede ser estimada como el lugar privilegiado de un determinado «origen», como patria del genio y de un arte «ingenuo» en el sentido de Schiller, pero no tanto como expresión de barbarie o de lejanía respecto al pensamiento.

Un caso especial, y claramente definitorio en cuanto que punto de mediación, es el que Herder nos ofrece en su Shakespeare de 1773. Aquí encontramos un clarificador parangón entre el mundo antiguo y el moderno concebido desde una perspectiva desde la que se revela superada la querelle de las «reglas».

El drama nació en Grecia como no podía nacer en el Norte. En Grecia existía lo que no puede haber en el Norte. No hay, pues, ni debe haber en el Norte lo que hubo en Grecia.28

Por supuesto, Herder está pensando ante todo en el carácter determinante del «clima», es decir, del mundo exterior y, en particular, de las condiciones naturales que actúan de humus sobre el que crece la obra del artista. Pero también piensa en la historia por ellas condicionada, en la génesis sin la cual no se explica ningún producto del espíritu humano. Tras explicar los orígenes ditirámbicos de la tragedia, sostiene que «lo artificioso de sus reglas no constituía un arte», sino que «era naturaleza». Así, no le cuesta mucho exonerar a Aristóteles de toda pretensión dogmática, y niega a «Voltaire y los franceses» su clasicismo ficticio en obras en las que no habría sino «un sentimiento de tercera mano», y «nunca, o pocas veces, las emociones inmediatas, primarias, sin afeites, que buscan la palabra y la encuentran al fin».29

Ahora bien, prosigue Herder: «Supongamos, pues, un pueblo que [...] prefiriese inventar su propio drama»... y,

si en época tan distinta [y bajo un cielo tan distinto del de Grecia] hubiese alguien como los antiguos, un genio, que de modo tan natural, grandioso y original extrajera de su propia cosecha una creación dramática, igual que los griegos la extrajeron de la suya; si tal creación alcanzase por el camino más diferente el mismo sentido, o fuese al menos en sí una sencillez muy compleja y una complejidad muy sencilla; es decir [...], si fuese un todo perfecto...

He aquí a Shakespeare, el «bardo del Norte», presentado como un nuevo Sófocles,30 como expresión genial, a la vez singular y colectiva (pero, en todo caso, de alcance universal) de un mundo, un tiempo y un pueblo concretos.

Cuando leo al autor británico desaparecen para mí teatro, actor y bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mundo, volando en la tempestad de los siglos...,

la verdad misma, por tanto, como producto de un autor grandioso, capaz de «incluir en un acontecimiento todo un mundo formado por los fenómenos más distintos».31

Consideradas desde este punto de vista, las cosas parecen estar bastante claras: el «genio» no sería finalmente patrimonio exclusivo de los «primitivos» –ni tampoco inaccesible a los «modernos»–, sino algo al alcance más o menos inmediato de todo «pueblo» o «nación» de todo tiempo que se resuelva a expresar en términos poéticos su específica conexión con el universo natural y humano, y tenga la buena suerte de contar con el gran «bardo» (acaso una singularidad portentosa, como la que representaba Shakespeare, o incluso alguien eventualmente anónimo) que se encargue de ello. En efecto, así habría sucedido en la Inglaterra isabelina, como también en el medievo del osiánico Fingal, en los viejos tiempos del Ramayana y el Mahabharata y del Antiguo Testamento, o en la Grecia de la época de Homero o de Sófocles.

Si ahora intentamos cerrar el círculo, podremos volver a hablar de la teoría herderiana del lenguaje originario y de su proximidad con la poesía misma en su más auténtico sentido:

¡Imitación de una naturaleza que soñaba, que obraba, que se conmovía! ¡Una lengua tomada de las interjecciones de todos los seres y vivificada por las interjecciones de la sensibilidad humana! ¡El lenguaje natural de todas las criaturas recreado por el entendimiento en voces, imágenes de acción, de pasión, de actos vivos! ¡Un diccionario del alma que es mitología a la vez que admirable epopeya de las obras y discursos de todos los seres! Es decir, permanente fabulación con pasión e interés: ¿qué otra cosa es la poesía?32

Aquí encontramos reunidos buena parte de los motivos en los que se basó su pensamiento estético. Primeramente, desde luego, el que vin-culaba la poesía a la lengua originaria, y ésta al fundamento inmediato del ser humano en cuanto que intérprete del universo. En segundo lugar, su condición activa, su imbricación en el marco de lo «vivo», y ello incluso en sus dimensiones más intelectuales o contemplativas. En tercer lugar, su capacidad innata para construir mundos, para configurar visiones del mismo activamente creadoras, abiertamente interventivas, emparentadas con las que se podrían colegir de las diferentes mitologías antiguas (que la modernidad habría de actualizar o recrear de maneras que el propio Herder no acertaría a definir en general, pero que se esforzó en llevar a cabo en lo particular). Y, en cuarto lugar, su convicción de que la experiencia estética no podía entenderse al modo kantiano, es decir, como un placer «desinteresado» y desapasionado, por parte de un sujeto supuestamente distante respecto de la realidad de su representación y del sentido del objeto, tal como sostendría Herder en su polémica con la Crítica del Juicio, en su tardía Kaligone.33

El viejo Herder, desde años atrás inmerso en sus bastante inútiles polémicas con Kant y en intempestivas especulaciones sobre la metempsícosis y la palingenesia, terminó sus días empeñado en un proyecto de revista que había concebido bajo el título de Adrastea. En realidad, en los cuadernos que se han conservado introdujo, a modo de una enciclopedia sin sistema, toda clase de cosas: ensayos, críticas, poesía, cuentos, fábulas y hasta discusiones sobre la utopía de la «Edad de Oro». De hecho, la revista la iba a llamar en un principio Aurora, la diosa «portadora de la luz», anunciadora del nuevo día. Finalmente, en la primera entrega de la revista, Herder asocia su Adrastea a la figura de la Némesis, diosa de la Justicia (y de la venganza divina), hija de la Noche, garante del orden del cosmos y protectora de la humanidad. En este marco, se diría, la concepción histórica de Herder aparecía reorientada bajo la perspectiva (utópica, si se quiere), de una renovación o rejuvenecimiento universal bajo el signo de un pensamiento poético (la «nueva mitología» como forma de una «nueva racionalidad») patentemente ubicable en los umbrales del romanticismo.34

HACIA LA ESCULTURA

Éste que acabamos de examinar en sus líneas generales es el trasfondo estético-filosófico sobre el que se recorta el texto que aquí presentamos. Su historia parece haber comenzado en el curso del viaje de Herder en 1769, pero no fue sino en 1778 cuando fue publicado (anónimamente, por cierto) en una editorial de Riga. Allí justamente se hallaba nuestro joven nueve años antes, a la edad de veinticinco, insatisfecho de su vida como maestro de escuela –una esfera que sentía «demasiado estrecha» para él–, como ciudadano –limitado a «una tranquilidad soporífera y a veces repugnante»– y como autor convertido en «un tintero de cultura sabihonda [...], un diccionario de artes y ciencias que no he visto ni entiendo [...], un estante lleno de papeles y libros, que sólo pertenece al cuarto de estudio»... «Estaba, por tanto, obligado a marcharme».35 Así pues, Herder salió de Riga a principios de junio de 1769, por vía marítima, con vistas a orearse y ver mundo, y, por lo que parece, sin otros propósitos demasiado definidos. En un principio pensó en girar una visita al poeta Klopstock, quien se hallaba en Copenhague. Durante el trayecto, sin embargo, fue convencido de seguir hasta Francia. Desembarcó en Nantes, visitó París y Versailles. Entonces fue solicitado como educador del príncipe de Holstein-Gottorp, hijo del príncipe-obispo de Lübeck, con cuyo séquito viajó hasta la ciudad de Eutin.

Entretanto, y a lo largo de dos semanas en Hamburgo, tuvo ocasión de encontrarse y discutir largamente con Lessing, de cuyo Laocoonte ya se había ocupado con detenimiento en la primera de sus Silvas críticas (1769), en donde defendía con notable ecuanimidad, a la vez que admiración, tanto los méritos y posiciones de Lessing como de Winckelmann, a quien muchos suponían que atacaba aquél.36 En realidad, como es no-torio, las referencias a Winckelmann no eran en el Laocoonte sino el motivo inductor de una reflexión de un orden muy distinto al emprendido por el historiador. De lo que se trataba, y lo que interesaba desarrollar a Herder en esa primera silva –y también en la cuarta, así como en Escultura– era de una reflexión no tanto sobre la esencia de la belleza clásica, como sobre la mutua diferenciación de las artes.

En este caso, Herder retoma la célebre frase de Winckelmann, de las Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura, según la cual «Laocoonte sufre como el Filoctetes de Sófocles».37 Pero, en contra de lo afirmado por Lessing, que veía diferencias en la expresión del sufrimiento (entre el lamento próximo al suspiro y el grito acompañado de maldiciones), y las atribuía a la diferencia entre las propiedades y condiciones de sendos medios de expresión, escultura y tragedia, Herder da la razón a Winckelmann y ve la escena de Sófocles como «un cuadro del dolor contenido, y no del desahogado».38 Aunque por otro lado, en concordancia con su propia visión de la historia (y de la historia del arte), se la quita en lo concerniente a la identificación de esa actitud como un patrimonio específicamente griego.39

En el Diario de su viaje de 1769 esbozaba «algunas novedades» que creía poder aportar a la reflexión estética. Allí consignaba un «descubrimiento» que le seguía pareciendo «pobre», limitado y poco menos que meramente indicativo, a saber, que, así como la óptica y la geometría habrían demostrado que «los ojos no ven más que superficies, [y] el tacto no siente más que formas», así mismo «la pintura es simplemente para los ojos, la escultura para el tacto». Luego añade, con su radicalidad característica: «Tengo que ser un ciego y limitarme a este sentido para investigar la filosofía del mismo», y a continuación expone ya un plan relativamente detallado de lo que podría ser, en efecto, un libro sobre «la escultura en relación con el tacto», en el que hallamos tanto aspectos que efectivamente desarrollaría (los relativos a «la ilusión de la carne» y a «la ilusión del espíritu» en la estatua, a través de las distintas partes del cuerpo), como otros (más especulativos) que finalmente dejaría de lado.40

En cualquier caso, fue ya en Eutin, en las proximidades de Lübeck, entre marzo y julio de 1770, donde redactó la primera versión (limitada a los tres primeros capítulos) de Escultura. Interrumpió el trabajo cuando tuvo que partir con su joven príncipe hacia Roma. Pero Herder no llegó sino hasta Estrasburgo. Allí, curiosamente, el hombre que se había propuesto «ser un ciego», hubo de operarse de un problema ocular, una obturación en un conducto lacrimal. Por desgracia, el doctor Johann Lobstein fracasó en el intento, de modo que Herder se vio obligado a permanecer en Estrasburgo durante meses, en una situación bastante penosa, sometido a sucesivas intervenciones a fin de drenar el conducto y frenar sus eventuales infecciones.41

Entretanto, allí recibió la visita de Goethe, cinco años más joven que él. Del inicio de sus relaciones en la Posada del Espíritu y de sus impresiones sobre el un tanto difícil carácter de Herder (a quien reconocía como un hombre por entonces dolorido a causa de su enfermedad), y sobre lo mucho que, pese a todo, se podía aprender en su compañía, da cuenta el propio Goethe en Poesía y verdad.42 Éste puede ser el lugar oportuno para recordar su decisiva colaboración de 1773 en Sobre la forma y el arte alemanes, considerado como el manifiesto del Sturm und Drang, en donde apareció también el célebre texto de Goethe en alabanza de la catedral de Estrasburgo. De hecho, el entusiasmo de éste ante las formas del gótico no le impediría apreciar la colección de copias de escultura clásica que, reunidas primero en Düsseldorf por el elector Johann Wilhelm y luego descuidadas, había logrado llevar y juntar de nuevo en Mannheim, no lejos de Estrasburgo, el elector Carl Theodor, acaso bajo el influjo de la publicación de las Reflexiones de Winckelmann en 1755.43

Con todo, lo más importante para nosotros es que también el convaleciente Herder viajó desde Estrasburgo hasta Mannheim, que visitó la galería de esculturas y que pudo ver, por ejemplo, buenas reproducciones de Leda y el cisne de Timoteo, la Afrodita de Cnido de Praxíteles, el Apolo Belvedere de Leocares, el Hércules farnesio de Lisipo, todas ellas del siglo IV a. C.; un Zenón, un Durmiente del grupo de Marsias, el Gladiador moribundo y Arria y Peto, del siglo III a. C.; un Fauno con crótalos y Eros y Psique, del siglo II a. C., así como el Hermafrodita durmiente, el Torso Belvedere, Cástor y Pólux y, por supuesto, el Laocoonte de Apolodoro, del siglo I a. C., entre otras.44 Este elenco, junto con lo que había podido ver años atrás en Versailles (y dejando a un lado lo que se encontró en Italia, ya en 1788-1789, cuya experiencia no afectaría al tema que nos ocupa), constituye el repertorio artístico objetivo desde el que puede entenderse la clase de preocupaciones que movían a Herder en sus reflexiones sobre la escultura.

LA PLÁSTICA, LA VISTA Y EL TACTO

A este contexto podemos añadir sus convicciones sensualistas, que naturalmente le conducían a entender la experiencia de cada una de las artes en función de la manera en que, a través de los sentidos específicos, radicados en el cuerpo físico individual, se manifestaría en las obras la totalidad del alma humana, a través de la cual se expresaría también, se supone, el correspondiente espíritu colectivo. En este aspecto, en lo que atañe al papel de los sentidos, Herder proseguía en parte, pero también corregía decisivamente las ideas de Baumgarten sobre el carácter sensorial de la experiencia estética.45 De éste hablaba en la cuarta de sus Silvas críticas.46 Allí le elogiaba su ubicación del universo de las artes en la esfera de lo estético, es decir, de lo sensorial, frente a la de la lógica, obviamente centrada en el orden conceptual o intelectivo. Pero, al mismo tiempo, le criticaba por entender esa dimensión estética en unos términos meramente analógicos respecto a la pura racionalidad y, por tanto, necesariamente inferiores a ella,47 así como por no diferenciar, de cara a una verdadera teoría de las artes, entre los distintos sentidos en los que cada una de ellas se hallaría implicada.

Llegamos así al núcleo de nuestro asunto. Ya hemos indicado cuál era el problema que interesaba a Herder en el momento en que se puso a trabajar en la obra que aquí presentamos. Podemos decir que su propósito se inscribía en el marco de un urgente proyecto de reflexión sobre la distinta manera en que las artes actúan en función de los sentidos a los que se dirigen. Ahora bien, sabemos que, en la primera de sus Silvas críticas, Herder se había ocupado del Laocoonte de Lessing. En efecto, el tema de Lessing era precisamente el de la necesidad de una diferenciación de principio entre las artes (y con independencia de los contenidos de cada obra concreta) con vistas a una más ajustada comprensión de los problemas estéticos en general. De hecho, en el Laocoonte se trataba de una distinción entre las artes plásticas (lo que incluía tanto pintura como escultura) y la literatura. De ahí el punto de partida: el grito de «dolor contenido» en el Laocoonte del grupo de Apolodoro, frente al supuestamente horrísono del Laocoonte de Sófocles.48 En el fondo, ahora ya podemos entenderlo, Herder discrepaba de Lessing –a quien nunca dejó de admirar– no sólo por su presuntamente errónea interpretación del pasaje de la tragedia de Sófocles (de eso ya hemos hablado), sino por su indistinción entre pintura y escultura y, esto es lo más importante, por la orientación semiótica de un Lessing aparentemente interesado en las distintas formas objetivas de significación de las artes, derivadas de medios específicos, frente a la orientación, por así decir, más bien fisiológica, determinada por los sentidos subjetivos a los que cada una de las artes habría de dirigirse al individuo humano, tal como Herder comenzaría a sugerir ya en la cuarta silva.

Es en este marco en el que se entiende la correspondencia que Herder establece entre la vista, el oído y el tacto con la pintura, la música y la escultura respectivamente, mientras que a la literatura no se vincularía ningún sentido en concreto, sino más bien la facultad de la imaginación en que quedarían todos ellos involucrados. Ahora bien, si en el caso de la pintura y la música no habría, en principio, demasiados problemas en reconocer el destinatario sensorial al que prioritariamente se remitirían, en lo concerniente a la relación entre la escultura y el tacto parece que las cosas resultan un tanto más complicadas.

El punto de partida de Herder es una teoría de la percepción de raíces empiristas. De hecho, Escultura se abre con una referencia a la Carta sobre los ciegos de Diderot,49 en donde el autor se hacía eco de un asunto que había venido discutiéndose desde que Locke se ocupara de él en la cuarta edición de su Ensayo sobre el entendimiento humano, de 1700. Allí hablaba Locke del que más tarde sería conocido como «el problema de Molineux».50

Supongamos que un hombre ya adulto es ciego de nacimiento, y que se le ha enseñado a distinguir por medio del tacto la diferen-cia que existe entre un cubo y una esfera del mismo metal, e igual tamaño aproximadamente, de tal manera que, tocando una y otra figura, puede decir cuál es el cubo y cuál la esfera. Imaginemos ahora que el cubo y la esfera se encuentran sobre una mesa y que el hombre ciego ha recobrado su vista. La pregunta es si, antes de tocarlos, podría diferenciar, por medio de la vista, la esfera y el cubo.51

La respuesta de Molineux, con la que concuerda el propio Locke, es que no, puesto que la experiencia previa del ciego, basada en el sentido del tacto, no podía ser trasladada sin más a la de la vista.52

Este problema cobraría actualidad en 1728, cuando el cirujano William Cheselden, a quien Herder se remite ampliamente, llevó a cabo una exitosa operación de cataratas cuyos resultados parecían confirmar empíricamente lo que para Molineux y Locke no había sido sino una conjetura o un experimento mental. En cualquier caso, las reflexiones de Diderot derivaban, por un lado, de los escritos del matemático Nicholas Saunderson,53 ciego de nacimiento, y, por otro, de sus contactos personales con otro ciego de Puisseaux. Lejos de extraer de ello las conclusiones de Herder, Diderot consideraba sólo la relatividad de los mundos en que vivirían los ciegos y los videntes, aunque negando a los primeros una auténtica noción de la belleza. Herder, por su parte, lo que defiende en Escultura (y asimismo en cierto fragmento de 1769),54 es la existencia de una belleza específica del sentido del tacto, a saber, no la belleza de las superficies, de los colores, las luces y las sombras, sino la belleza de los cuerpos.

Finalmente, encontramos una fuente de particular importancia para Herder, y para este libro en concreto, en otro texto en donde se tematizaban estos problemas. Se trata del Tratado de las sensaciones de Condillac, de 1754. En él se habla de la manera en que actúan los diversos sentidos en el desarrollo del conocimiento humano, pero con especial atención al sentido del tacto. De hecho, Condillac toma como punto de referencia el mito de Pigmalión y Galatea, que es justamente el que Herder menta en el subtítulo de Escultura (Algunas observaciones sobre la forma y la figura a partir del sueño plástico de Pigmalión). Como es sabido, el mito de Pigmalión y Galatea nos habla de un rey de Chipre que se enamoró de una estatua de Afrodita (que, según otras versiones, habría esculpido él mismo); pidió entonces a la propia Afrodita que le proporcionase una esposa semejante a esa imagen, y la diosa decidió concedérsela, en efecto, dando vida a la estatua misma, a la que llamaría Galatea. Condillac parte de esta historia para imaginar a la estatua cobrando vida poco a poco a través de la activación sucesiva de cada uno de sus sentidos, siendo el del tacto el único que le permitiría acceder a las noción de un espacio corpóreo y, en fin, a distinguirse a sí misma como sujeto de sus representaciones, y no como un mero conjunto de ellas.

Herder, por así decir, asume implícitamente la argumentación de Condillac, pero a un tiempo la invierte, en la medida en que no es el tacto de la estatua, de Galatea, lo que le interesa, sino más bien su vivificación a través del tacto de Pigmalión. De algún modo, el mito lo recoge no como ejemplo de siniestra transformación de la figura inerte en un cuerpo realmente vivo,55 sino como ilustración de la capacidad de la obra de arte para ofrecerse como una suerte de criatura viviente en el sentido de dispensadora de vida, de creación activa, interrogante, significativa, porque orgánicamente ligada a los nutrientes históricos de los que ha nacido y a aquellos otros en los que se inserta.

Así pues, cabría decir que el sentido del tacto le sirve como vehículo para una exploración del arte de la escultura en cuanto que celebración del cuerpo humano. En esta medida, Herder procede aquí a lo que Jason Gaiger ha calificado como una rememoración o «anamnesis del tacto»,56 e Inka Mülder-Bach una suerte de «restitutio in integrum» de los sentidos,57 tradicionalmente sometidos, al menos en Occidente, al predominio del sentido, más espiritual, de la vista. La ceguera de la que habla Herder a propósito de la escultura debe ser entendida, desde luego, en términos metafóricos. Es verdad que en sus tiempos aún se identificaba la gran escultura con la monocromía del mármol y el bronce,58 mientras que, por otro lado, ni se concebía una pintura monocroma, ni se atribuía a los grabados o al dibujo otro rango que el de formas de expresión auxiliares. En todo caso, no es de creer que Herder negase a la escultura –es decir, a la estatuaria– su plena disponibilidad para la contemplación. Al revés: las estatuas, aun cuando apreciables eventualmente por la mano de un ciego, y por ello mismo, se distinguen de la pintura (y de los relieves) por el hecho de que no se ofrecen sólo a un punto de vista privilegiado, sino que están hechas en tres dimensiones para ser contempladas desde las más distintas posiciones, no necesariamente frontales.

Ya en 1763 afirmaba Herder que la visión sólo se fija un instante y «resbala» enseguida sobre el objeto, de modo que lo bello aparece como una suerte de experiencia «eléctrica», mientras que «el sentido del tacto interviene y hace estremecer con todos los nervios».59 Así pues, cuando Herder defiende en Escultura la lentitud con que debe actuar el tacto frente a la celeridad con que la vista puede captar una pintura (aun cuando un vistazo no bastase para una auténtica comprensión o disfrute de la misma), lo que reclama son los derechos que asisten a la facultad de la imaginación (es decir, a la imaginación creativa) en el buen trato con el arte: el lento examen, la generosa demora como expediente hermenéutico y heurístico, como modelo de experiencia de la obra de arte. Y del tacto como su implícito fundamento sensorial, como el sentido más universal de todos, aunque desde siempre injustamente preterido, pero sólo desde cuya base, a través de la imaginación, incluso en forma de asociaciones sinestésicas de los sentidos, pueden llegar a articularse los demás.

* * *

Me gustaría terminar esta breve presentación con unas pocas observaciones de orden diverso, pero que supongo pertinentes. Ante todo, no debemos olvidar que el lector actual de este libro de Herder se encuentra, sin duda, ante un panorama escultórico de una apariencia absolutamente diversa a la de aquel escenario clásico al que se refería nuestro autor. Como es bien sabido, las esculturas actuales hace tiempo que han superado ese estadio de la estatuaria en donde podía ser relevante su reconocimiento a través del sentido del tacto. Ya hemos sugerido que, junto a la enérgica reivindicación del tacto, Herder invocaba también los derechos del cuerpo como un todo, y de su figura en acción como paradigmática encarnación de las pasiones y de los ideales de lo humano. No obstante, y en notorio contraste con su admirado Winckelmann, él era demasiado consciente de la imposibilidad de una recreación contemporánea de aquellos modelos clásicos en los que se sustentaba su concepción de la escultura.60 Por otro lado, como es lógico, se mostraba incapaz de imaginar una forma de escultura en donde el cuerpo –y el tacto, a fin de cuentas– pudiera quedar excluido por completo. Él podía, como decía Nietzsche, sentirse agitado por la inquietud de la primavera por venir... «¡pero él no era la primavera!», ni tampoco su profeta. En cualquier caso, no es evidente que fuera una primavera lo que esperaba a la escultura...

Ahora bien: podemos mirar la cosa con otros ojos. Por una parte, es bueno recordar que las ideas de Herder sobre el tacto no pasaron desapercibidas a los historiadores del arte. Baste citar un par de ejemplos. Uno, sin duda el más eminente, es el de Aloïs Riegl de la Spätrömische Kunstindustrie (1901),61 en donde, en el marco de su sutil reivindicación del barroco, se valía de dos categorías fundamentales, la de lo táctil (o háptico) y la de lo óptico. En las obras determinadas por la primera, lo que dominaría sería todo aquello relacionado con la experiencia del espacio, de su ocupación, de la profundidad; en suma, de lo irreductible a la mera visión de una imagen, de aquello que Herder llamaba una «tabla plana» de la naturaleza. El otro historiador en donde hallamos claros ecos de lo mismo es en Heinrich Wölfflin, aunque en este caso en unos términos más secos y abstractos, por ejemplo, en el primer capítulo de sus Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915), donde formula su distinción entre «imagen táctil» e «imagen visual».62

Por otra parte, si bien se mira, estas categorizaciones no dejan de mantener puntos de contacto con bastante de lo que ha venido sucediendo en la escultura moderna y postmoderna. Obviamente, no es éste el lugar de proceder a un análisis de lo que significó, como punto límite, la escultura de Rodin. Pero sí podemos recordar que tanto la escultura de signo constructivista, en cuanto que modelo ejemplar de registro de vanguardia, como el minimalismo y el postminimalismo, a título de opciones postvanguardistas, resultan poco menos que incomprensibles sin una apelación a una aguda conciencia de los valores táctiles de la obra plástica.63 De hecho, y a pesar de su patente heterogeneidad, en muchas obras inspiradas en tales orientaciones reconocemos un interés particular, ya que no por la figura en cuanto que objeto susceptible de ser tocado, sí por la relaciones espaciales, por la manera en que el espectador no sólo ve la obra, sino la siente de modos diversos, confrontándola como objeto físico, experimentando el carácter y las propiedades de sus materiales, abordándola como objeto en el espacio, en ocasiones experimentando su infinita distancia, y a veces adentrándose en ella, dejándose envolver por ella y, por así decir, habitándola.64 Herder no podía haberlo imaginado, pero acaso esta clase de cosas habría sido imposible sin su reivindicación del tacto –y del cuerpo– como agente insoslayable de las artes plásticas.

SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN

Aunque Herder envió su manuscrito a Riga ya en 1772, Plastik no fue publicada (en la editorial de Johann Hartknoch) hasta 1778. La versión de la que suelen partir las ediciones posteriores es la aparecida en las Sämtliche Werke, tomo VIII, a cargo de Bernhard Suphan, elaborada por Carl Redlich, en 1892, para la que los editores pudieron confrontar el texto original con las correcciones del propio Herder.

En nuestro caso, hemos optado por tomar como fuente la edición de Lambert A. Schneider (Plastik: Einige Wahrnehmungen über Form und Gestalt aus Pygmalions Bildendem Traume, Colonia, Jakob Hegner, 1969), basada en aquélla. Hemos cotejado, además, la excelente edición inglesa realizada por Jason Gaiger (Sculpture. Some Observations on Shape and Form from Pygmalion’s Creative Dream, Chicago/Londres, University of Chicago Press, 2002) y la gran edición italiana de Giorgio Maragliano (Plastica: Alcune osservazioni su forma e figura a partire dal sogno formativo di Pigmalione, Palermo, Aesthetica edizioni, 1994), ambas, como la de Schneider, acompañadas de numerosas y pertinentes notas aclaratorias de las que, naturalmente, nos hemos servido cuando ha sido necesario.

1 F. Nietzsche, El viajero y su sombra, #118.

2 I. Berlin, «Herder and the Enlightenment» (1965), en The Proper Study of Mankind. An Anthology of Essays, Londres, Pimlico, 1998, p. 434.

3 La visión de Herder como un irracionalista enemigo de la Ilustración, en lugar de como un ilustrado autocrítico, procede de intérpretes como, por ejemplo, Dilthey. Por eso sorprende que, aún en nuestros días, pensadores tan alejados de aquel tardo-romanticismo como Alain Finkielkraut insistan en ofrecer esa imagen de Herder como un mero reaccionario defensor de la colectividad nacional y del «calor materno del prejuicio» (La derrota del pensamiento, Barcelona, Anagrama, 1987, pp. 10 ss.). Dicho esto, es preciso reconocer que, si no el espíritu, sí la letra de muchas formulaciones de Herder se prestan demasiado fácilmente a semejantes interpretaciones.

4 Herder estudió con Kant entre 1762 y 1764. Éste pudo haber sido quien le iniciase, por ejemplo, en el pensamiento de Rousseau y de Montesquieu, o en la ciencia natural de Buffon. No obstante, hay que recordar que Kant, por entonces joven, no había desarrollado todavía, ni de lejos, su filosofía crítica, a la que Herder habría de oponerse. Para ésta y otras noticias sobre los años de formación de Herder, cfr. Robert T. Clark, Herder. His Life and Thought, Berkeley/Los Ángeles, University of California Press, 1969, cap. I; sobre su «campaña contra Kant», cfr. ibid., cap. XII.

5 Johann Georg Hamann (1730-1788), el llamado «Mago del Norte», se erigiría, como es sabido, en una las figuras más brillantes y respetadas de entre los opositores a la Aufklärung. Herder y él se conocieron en Königsberg, y siguieron manteniendo lazos e intercambiando correspondencia hasta el final. Hamann fue uno de los primeros en considerar el lenguaje como mucho más que una herramienta de comunicación, hasta el punto de identificar la poesía con el puro lenguaje originario. Aunque estas y otras ideas encontraron un claro eco en Herder, el influjo del místico Hamann en su obra no debería ser sobrevalorado. Cfr., a propósito, su Aesthetica in nuce (1762), en Belleza y verdad. Sobre la estética entre la Ilustración y el Romanticismo, Barcelona, Alba Editorial, 1999.

6 Sobre las relaciones entre Herder y Goethe, cfr. el testimonio de este último en Poesía y verdad (De mi vida, Barcelona, Alba Editorial, 1999, libro 10). En cuanto a Schiller, el problema de Herder estribaba, por un lado, en sus discrepancias acerca de la filosofía de Kant, que Schiller abrazaba con fervor y que Herder combatía; y, por otro (y esto es algo que atañía también a Goethe), en su concepción tendencialmente universalista –pero también de un sesgo elitista– de la literatura y el arte, algo lejana respecto de las perspectivas nacionales y popularistas de Herder.

7 Friedrich Nicolai (1733-1811) fue la figura principal del círculo de ilustrados de Berlín, orientado en una dirección más práctica que la de la corriente wolffiana (cfr. infra, nota 10). De hecho, Nicolai sería más relevante por sus actividades organizativas y editoriales que por su propio pensamiento. Cfr. Clark, op. cit., pp. 21 ss.

8 John Locke (1658-1704), fundador del empirismo inglés, constituyó uno de los puntos de referencia de la concepción herderiana de la experiencia y de su oposición al racionalismo alemán. Tanto su negación de las ideas innatas, como su tesis sobre el origen de las ideas en las sensaciones podían conducir, por un lado, al relativismo historicista, y, por otro, al reconocimiento de la dependencia de razón respecto de los sentidos. En Escultura, en concreto, desempeña un papel particularmente importante su Ensayo sobre el entendimiento humano.

9 A Étienne Bonnot de Condillac (1714-1780) se le debe la formulación más radical y consistente, en el contexto francés, de las consecuencias sensualistas del empirismo. En el Tratado de las sensaciones (1754) desarrolla estas teorías al hilo de la suposición de una estatua como la de Pigmalión, que va cobrando vida a medida que adquiere cada uno de sus sentidos, partiendo del olfato. En ese texto considera al tacto como el «sentimiento fundamental».

10 Christian Wolff (1688-1754), discípulo y comentador de Leibniz, constituyó en su momento el más influyente referente del racionalismo sistemático en el marco de la Ilustración alemana, del que también se nutriría Kant, y antes de él Baumgarten.

11 Cfr. de nuevo Clark, op. cit., cap. XII. Herder veía en la Crítica de la Razón Pura una especie de «pasatiempo verbal» [Wortspielerei]. En cualquier caso, sus planteamientos se mantenían también en el marco de los principios racionales (aunque no racionalistas) de la Ilustración.

12 Ésta y otras obras de Herder son hoy accesibles en castellano en la excelente edición de Pedro Ribas: J. G. Herder, Obra selecta, Madrid, Alfaguara, 1982 (pp. 23-131), a la que remitiremos aquí siempre que sea posible.

13 J. G. Herder, Obra selecta, op. cit., p. 49. Sobre el programa pedagógico, cfr. ibid., pp. 45-76.

14 Cfr. Obra selecta, op. cit., pp. 131-232. Allí, en efecto, polemiza en distintos tonos con las teorías mecanicistas de Condillac (pp. 143 ss.), el espontaneísmo naturalista de Rousseau (pp. 144 ss.) y el providencialismo teológico del ortodoxo Süssmilch (pp. 158 ss.), entre otros.

15 Ibid., pp. 151 ss.

16 Vale la pena recordar que ya en este contexto aparece ya el tacto, el que «capta lentamente», como fundamento de todos los demás sentidos («la misma vista comenzó siendo sólo tacto», «¿qué son originariamente todos los sentidos sino tacto?»), y ello, por cierto, por referencia al problema planteado por Diderot en la Carta sobre los ciegos (Obra selecta, op. cit., pp. 140-141 y 174 ss.).

17 Ibid., pp. 171-172.

18 En Obra selecta, op. cit., pp. 273-367.

19 Ibid., p. 301.

20 Ibid., pp. 302-303.

21 Ibid., p. 303

22 Cfr. Briefe zur Beförderung der Humanität, en J. G. Herder, Sämtliche Werke, ed. de Bernhard Suphan, Berlín, 1877-1913, vol. XVIII (reimpreso en Georg Olms, Hildesheim, 1967-1968), pp. 222-232. El texto es citado y comentado por I. Berlin, op. cit., p. 375.

23 Ideas, libro 8.V. En castellano puede leerse, en traducción de J. Rovira Armengol, en la edición de Losada, Buenos Aires, 1959.

24 Ibid.

25 Ibid., libro 15.V.

26 Cfr., a este respecto, los comentarios de Rene Wellek en su Historia de la crítica moderna (1750-1950), i, Madrid, Gredos, 1969, pp. 214 ss.

27 Extracto de un intercambio de cartas sobre Ossian y las canciones de los pueblos antiguos, en Obra selecta, op. cit., p. 239.

28 Shakespeare, en Obra selecta, op. cit., p. 252.

29 Ibid., pp. 256-257.

30 Ibid., pp. 258-260.

31 Ibid., pp. 261, 263.

32 Ensayo sobre el origen del lenguaje, en Obra selecta, op. cit., p. 171.

33 Sobre Kaligone [Calígona], de 1800, no podemos ni debemos extendernos aquí. A tal propósito, y como precedente de posteriores estudios, el punto de referencia podría ser el gran trabajo de Günther Jacoby, Herders und Kants Ästhetik, Leipzig, Dürrschen Buchhandlung, 1907.

34 Sobre estos aspectos de Herder, cfr. Michele Cometa, «Mitologie della ragione in Johann Gottfried Herder», en Michele Cometa (ed.), Il romanzo dell’Infinito. Mitologie, metafore e simboli dell’età di Goethe, Palermo, Aesthetica edizioni, 1990.

35 Diario de mi viaje del año 1769, en Obra selecta, op. cit., pp. 25-27.

36 Silvas críticas, Primera silva, ibid., pp. 1-5.

37 Sobre Laocoonte, cfr. infra, Escultura, nota 3, p. 61; sobre Filoctetes, ibid., nota 37, p. 77.

38 Obra selecta, op. cit., p. 10.

39 Ibid., p. 22.

40 Ibid., pp. 112-113.

41 Parece que uno de los métodos empleados consistía en «perforar el lacrimal y hacer pasar un pelo de caballo diariamente, moviéndolo arriba y abajo para restablecer la comunicación». Cfr. Goethe, Poesía y verdad, op. cit., libro 10, nota 1.

42 Ibid.

43 Cfr. Goethe, Poesía y verdad, op. cit., libro 11. Allí describe la colección, unas cuarenta piezas, como «un bosque de estatuas que había que penetrar, una gran sociedad ideal».

44 Herder también conocía, aparte de la colección de Versailles, la Walmonden de Hannover y la de la Kunsthaus de Kassel. Sólo más tarde tuvo ocasión se conocer más esculturas durante su visita a Roma en 1788.

45 Cfr. Alexander Gottlieb Baumgarten, Reflexiones filosóficas en torno al poema (1735), en Belleza y verdad. Sobre la estética entre la Ilustración y el Romanticismo, Barcelona, Alba Editorial, 1999.

46 Cuyo pretexto era polemizar con Friedrich Riedel, autor de una Teoría de las bellas artes y las ciencias (1767). La Silva la escribió en 1769, pero no fue publicada hasta 1846. Cfr. infra, Escultura, notas 24 y 25, pp. 71-72.

47 Lo que Herder reprochaba a Baumgarten, obviamente, era su perspectiva crasamente racionalista, a la que oponía un sensualismo un tanto ingenuo, aunque de orígenes empiristas. «¡Me siento a mí mismo, luego existo!» («Ich fühle mich! Ich bin!»), proponía Herder como alternativa al cogito cartesiano en cuanto que fuente de autoconciencia. Cfr. Zum Sinn des Gefühls, en Sämtliche Werke, VIII, p. 96. Cfr. la introducción de Jason Gaiger a su espléndida edición de la Plastik de Herder (Sculpture. Some Observations on Shape and Form from Pygmalion’s Creative Dream, Chicago y Londres, University of Chicago Press, 2002, p. 9).

48 Cfr. Gotthold Ephraim Lessing, Laocoonte, edición de Gustavo Barjau, Madrid, Tecnos, 1990, caps. I-V.

49 Carta sobre los ciegos seguida de carta sobre los sordomudos, Valencia, Pretextos, 2002.

50 William Molineux, abogado dublinés, fue también el autor de un tratado de óptica, Dioptica nova, publicado en 1692. Molineux, amigo de Locke, le planteó explícitamente el problema en una carta. Cfr. los clarificadores comentarios al respecto de Jason Gaiger, op. cit., pp. 11 ss.

51 Ensayo sobre el entendimiento humano, Libro segundo, cap. IX, # 8 (Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 223).

52 Tal vez vale la pena recordar que poco después, y a propósito del problema de Molineux, el radical Berkeley afirmaría directamente que «los objetos de la vista y los del tacto son dos cosas diferentes». Cfr. Ensayo sobre una nueva teoría de la visión (1709), XLI-L.

53 Cfr. infra, Escultura, nota 2, p. 42.

54 Über die schöne Kunst des Gefühls, en Sämtliche Werke, VIII, p. 94.

55 Herder no parece pensar en el Golem, o en los cuentos de Hoffmann, ni su mundo era todavía el de Mary Shelley y su Frankenstein. Sus curiosas especulaciones sobre la palingenesia y la metempsícosis no vienen tampoco al caso.

56 Jason Gaiger, op. cit., pp. 16 ss.

57 Inka Mülder-Bach, «Eine ‘neue Logik für den Liebhaber’: Herders Theorie der Plastik», en Hans-Jürgen Schings (ed.), Der ganze Mensch: Anthropologie und Literatur im 18. Jahrhundert, Stuttgart, Metzler, 1994, p. 360. Cfr., al respecto, el comentario de Jason Gaiger, op. cit., p. 20.

58 De hecho, no fue sino hasta 1815, gracias a la publicación de Le Jupiter Olympien, ou l’art de la sculpture antique, considerèe sous un nouveau point de vue, de Quatramère de Quincy, cuando se empezó a reconocer el uso del color en la escultura antigua.

59 Von der Fähigkeit des Empfindens des Schönen in der Kunst (Sämtliche Werke, VIII, p. 107).

60 De la admiración de Herder por Winckelmann no sólo da cuenta la obra que aquí presentamos, sino algún que otro escrito suyo. Por ejemplo, su Denkmal Johann Winckelmanns, escrito en 1778 (diez años después del asesinato de Winckelmann en Trieste).

61 Aloïs Riegl, El arte industrial tardorromano, Madrid, Visor, 1992.

62 Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la historia del arte (1924), Madrid, Espasa-Calpe, 1979, pp. 26 ss.

63 Aprovecho la ocasión para explicar que el término alemán Plastik suele traducirse, como en este caso, como Escultura. Pero somos conscientes de que en otros idiomas, como el nuestro, se habla de artes plásticas en referencia a las artes visuales en general. En alemán también se pudo llamar a la escultura, como hacía Winckelmann, Bildhauerkunst (arte del cortar una madera, o arte del labrar o tallar una piedra, o de esculpir). De cualquier modo, parece que traducir Plastik por Plástica hubiera llevado a los lectores en castellano a un innecesario malentendido.

64 Sobre las nuevas relaciones entre lo visual y lo táctil, en cuanto que trabajo de articulación del espacio, en la nueva escultura, aquí podemos conformarnos con remitir al libro de Javier Maderuelo, El espacio raptado, Madrid, Mondadori, 1990.

Escultura

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