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AL ATARDECER

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(Un cuarto pequeño y pulcro.)

MARGARITA (Haciéndose sus coletas.)

Daría cualquier cosa por saber quién era el caballero de antes. Con aquel aspecto tan gallardo, seguro que es de casa noble; se lo noté en la frente. De no ser así, no hubiera tenido tanta audacia. (Se va.)

(MEFISTÓFELES y FAUSTO entran.)

MEFISTÓFELES

¡Adentro!, ¡sin hacer ruido!, ¡adentro!

FAUSTO (Después de una pausa.)

Te lo ruego, déjame solo.

MEFISTÓFELES (Fisgoneando.)

No todas las muchachas son tan aseadas. (Se va.)

FAUSTO (Mirando alrededor.)

Bien llegada seas, dulce luz del crepúsculo que te filtras en este santuario penetrándolo. Apodérate de mi corazón, dulce pena de amor, que vives consumiéndote en el rocío de la esperanza. ¡Qué sentimiento de serenidad, de orden, de contento se respira! ¡Qué plenitud en esta pobreza!, ¡qué felicidad en esta prisión! (Se deja caer en el sillón de cuero situado junto a la cama.) Acógeme tú que, en la alegría y el dolor, recibiste con los brazos abiertos a sus antepasados. ¡Cuántas veces se subieron los niños a este trono paternal! Quizá aquí, mi pequeña amada, con las mejillas gordezuelas y agradecida por el aguinaldo navideño, besó la marchita mano del abuelo. Siento, muchacha, cómo me envuelve tu espíritu ordenado y generoso que, maternal, te enseña diariamente a extender pulcramente el mantel sobre la mesa y a alisar la arena a tus pies. Oh, mano amada, semejante a la de los dioses, esta choza se convierte gracias a ti en un reino celestial. ¡Y aquí...! (Abre una de las colgaduras de la cama.) ... ¿Qué frenesí se apodera de mí? Aquí querría pasarme horas enteras; aquí, naturaleza, has formado en leve sueño a este ángel hecho carne; aquí está la niña durmiendo, su pecho lleno de calor y vida; aquí, con textura limpia y pura, se crea la imagen divina. Pero, ¿qué es lo que te ha traído aquí? ¡Me siento conmovido en mi interior! ¿Qué quieres? ¿Por qué está tan grave tu alma? Pobre Fausto, ya no te reconozco. ¿Un aroma de encanto me rodea? Me impulsó a venir la satisfacción de un placer inmediato y ahora me deshago en un sueño amoroso. ¿Somos un juguete ante cada golpe de aire? Y si ella apareciera ahora, ¡cómo expiarías tu sacrilegio! Qué diminuto se haría, incluso, el gran libertino; se fundiría echándose a sus pies.

MEFISTÓFELES

Rápido. La veo bajar.

FAUSTO

¡Vamos!, ¡vamos! ¡Jamás he de volver!

MEFISTÓFELES

Aquí hay un cofrecito bien pesado que encontré no sé dónde. Pónselo en el armario y te prometo que perderá el sentido. Metí en él varias cosas para conseguir otra. Y es que los niños son siempre niños y el juego siempre es juego.

FAUSTO

No sé si debo.

MEFISTÓFELES

¿Aún te lo preguntas? ¿Pretendes guardarte este tesoro? Entonces le recomiendo a Su Avaricia que no me haga perder el día y que me dispense de esfuerzos venideros. No creí que fueras avaro. Me rasco la cabeza y me froto las manos. (Coloca la cajita en el armario y vuelve a cerrar la puerta.) ¡Venga! ¡Deprisa! Yo intento someter el deseo y la voluntad de tu corazón a esta joven y dulce niña y tú estás ahí, como si fueras a entrar al aula y, grises, en carne y hueso, te esperaran la física y la metafísica. Vamos.

(Salen.)

MARGARITA (Con una lámpara.)

¡Qué bochorno!, ¡qué humedad hay aquí! (Abre la ventana.) Sin embargo, no hace calor fuera, pero siento calor no sé por qué. Me gustaría que volviera mamá a casa. Siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo. Creo que soy una mujer miedosa y tonta. (Empieza a cantar mientras se va desnudando.)

Había una vez un rey en Thule,

fiel hasta la sepultura,

al que su amada, muriendo,

regaló una áurea copa.

Era su mayor tesoro;

la llevaba a los banquetes;

se humedecían sus ojos

cuando de ella bebía.

Al estar su muerte próxima,

calculó su gran fortuna

y a su heredero la legó,

mas no su querida copa.

Celebró regio banquete,

flanqueado de caballeros,

en el antiguo salón

del castillo junto al mar.

Allí el viejo bebedor

tomó su último sorbo

y arrojó su amada copa

al albur de las mareas.

La vio caer y hundirse

en aquel profundo mar.

Los ojos se le apagaron,

nunca volvió a beber.

(Abre el armario para ordenar sus vestidos y ve el cofrecito de joyas.) Cómo ha llegado hasta aquí este cofrecillo si estoy segura de haber cerrado muy bien el armario. ¡Qué raro! ¿Qué podrá haber dentro? Quizá lo haya traído alguien en prenda, para pedir un préstamo a mi madre. Cuelga una llavecita de la cinta. Me parece que lo voy a abrir ahora mismo. ¿Qué es esto? ¡Dios de los cielos! Mira, no he visto nunca nada igual en mi vida. Unas joyas con las que cualquier dama de la nobleza podría asistir a la mayor de las solemnidades. ¿Cómo me sentaría esta cadena? ¿A quién pertenece esta maravilla? (Se adorna con las joyas y se pone ante el espejo.) ¡Si tan sólo fueran míos los pendientes, ya tendría otro aspecto! ¿De qué sirven la belleza y la juventud? Todo ello puede ser muy bueno y muy bonito, pero ahí se queda y se alaba casi por compromiso. Mas todos persiguen el oro y todo pende del oro. ¡Ay, pobres de nosotras!

Fausto

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