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Introducción

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Hace algún tiempo, tuve una reunión con varios profesores de una universidad australiana muy respetada. Estaban investigando sobre cruzamiento y selección de cultivos, y existía la posibilidad de colaborar con ellos en un proyecto para integrar rasgos de resistencia a enfermedades en un nuevo tipo de cereal recién desarrollado. Las técnicas de mejora incluían tratar las semillas con productos químicos que dañaban su ADN. Las semillas mutantes se germinaban, y se estudiaban en busca de cualquier rasgo beneficioso que pudiera haber resultado de los cambios.

El nuevo tipo de cereal, del que estábamos hablando, poseía una disparidad favorable causada por la destrucción de parte de un gen. Esta pérdida de material genético hacía que la “nueva” planta produjera un grano con almidón menos digerible, que al ser incorporado en la elaboración de alimentos podía, potencialmente, ser beneficioso para la prevención y el control de la diabetes tipo II.

Durante el almuerzo, estuve pensando en el papel de las mutaciones en relación con la Teoría de la Evolución. Para que una nueva especie evolucione a partir de un antepasado común, debe surgir información genética nueva, presumiblemente a partir de algún tipo de mutación favorable. Así que, mientras estábamos sentados alrededor de la mesa, pregunté al investigador en jefe del proyecto: “¿Alguna vez las mutaciones han originado nueva información genética significativa?”

Su respuesta fue inmediata: “¡Por supuesto que sí!”

“¿Podría darme un ejemplo?”, le pedí a continuación.

Pensó por un momento y respondió alargando las palabras: “Hmmm... No puedo recordar ahora mismo ningún ejemplo específico, pero pregúntele a nuestro genetista… él será capaz de darle un ejemplo”.

Horas después, esa tarde, me encontré con el investigador superior de Genética del Departamento de Producción Vegetal de la Universidad, y le planteé la misma pregunta.

Su respuesta fue tan rápida como la anterior, pero completamente opuesta: “¡Nunca!”

Sorprendido, continué presionando. Me explicó que las mutaciones siempre causan daños en el ADN, lo que generalmente resulta en una pérdida de información genética. Dijo que no conocía ningún caso de una mutación, natural o provocada, que hubiera dado lugar a nueva información genética significativa.

Pensé en las dos respuestas. El científico de más edad y experiencia creía efectivamente que las mutaciones pueden producir información genética nueva. Ya que ninguno corrigió su respuesta, me atrevería a afirmar que los demás investigadores presentes en el almuerzo, biólogos especialistas en diferentes campos, creían exactamente lo mismo. Más aún, es muy probable que la mayoría de los científicos actuales que defienden la validez de la Teoría de la Evolución piensen también que las mutaciones pueden producir nueva información genética, que dará lugar a nuevos rasgos, de entre los cuales la selección natural escogerá los más favorables para crear nuevas especies. Pero si el genetista estuviera en lo cierto y las mutaciones no pudieran producir nueva información genética significativa, la “evolución” sería imposible y no podría haber ocurrido.

Cuando pensé en esto, decidí comenzar a investigar y escribir este libro.

Desde principios de los años ‘70, cuando era investigador en el Departamento de Química de la Universidad de Tasmania, he estado estudiando las evidencias a favor y en contra de la evolución. En aquella época, un amigo mío estaba terminando su doctorado en Geoquímica. Un día me mostró los resultados de una datación radiométrica hecha con la prueba del carbono 14, relacionada con la investigación de un fragmento de madera de una pala europea, parcialmente fosilizada, encontrada en una vieja mina de oro. Los resultados del análisis de laboratorio estimaron una edad de 6.600 años. Sin embargo, la actividad minera de la zona databa de fines del siglo XIX, y era improbable que el mango de la pala estuviese hecho de una madera que tuviera más de unos pocos cientos de años.

Este resultado, aparentemente incorrecto, estimuló mi interés por los métodos de datación radiométrica, y por las implicaciones asociadas para la datación de la columna geológica y la evolución. A medida que continuaba mi investigación, me convencí de que la Teoría de la Evolución presentaba problemas obvios, que estaban siendo percibidos por prominentes científicos como Sir Fred Hoyle, un reconocido astrónomo británico,2 y el profesor E. H. Andrews, Jefe del Departamento de Materiales en la Universidad de Londres.3

A finales de los años ‘90, después de un seminario sobre evidencias a favor de la Creación, dictado en la Universidad de Macquarie, en Sídney, Australia, decidí ponerme en contacto con científicos que defendían una visión creacionista de los orígenes y preguntarles por qué elegían aceptar la Creación, en oposición a la evolución. Encontré sus argumentos tan reveladores y convincentes que edité algunas de las respuestas, y estas se convirtieron en el libro In Six Days: 50 Scientists Explain Why They Believe in Creation [En seis días: Cincuenta científicos explican por qué creen en la Creación],4 publicado originalmente en 1999. Desde entonces, la obra ha sido reimpresa numerosas veces, incluyendo ediciones en alemán, italiano, español y coreano; además, es citado frecuentemente en Internet, en el contexto del debate creación/evolución.5

La creación es un acto de Dios –él es la Inteligencia suprema– y, por eso, decidí escribir también a profesores de universidades seculares que se autodefinían como creyentes, pidiéndoles que me explicaran por qué creían en Dios, en los milagros y en las respuestas a las oraciones. Estos académicos me proporcionaron abundantes evidencias de un Dios personal que interactúa con su creación. Una vez más, edité algunas de las respuestas que recibí, y el conjunto se publicó en 2001 bajo el título The God Factor: 50 Scientists and Academics Explain Why They Believe in God [El factor divino: 50 científicos y académicos explican por qué creen en Dios].6 También esta obra ha sido reimpresa varias veces.

El presente libro es una continuación de los anteriores, “In Six Days” y “The God Factor”, y resume las evidencias científicas en contra de la evolución como mecanismo responsable de la diversidad de la vida en la Tierra. En él se detallan las evidencias que apoyan la afirmación de aquel genetista sobre la incapacidad de las mutaciones para producir nueva información genética significativa, junto con datos de muchas otras investigaciones que también se oponen a las explicaciones clásicas de la Teoría de la Evolución. Muchos lectores encontrarán esta perspectiva nueva y desafiante; no obstante, espero que sirva, al menos, para estimular un debate mejor informado sobre el tema de los orígenes.

2 Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe, Evolution from Space (London: J.M. Dent & Sons, 1981), pp. 23-33.

3 E. H. Andrews, God, Science and Evolution (Homebush West, New South Wales: ANZEA Books, 1981).

4 John F. Ashton, ed., In Six Days: 50 Scientists Explain Why They Believe in Creation (Green Forest, AR: Master Books, 2001).

5 Ver referencias a In Six Days... en, por ej.: C. Groves, “The Science of Culture. Being Human: Science, Culture and Fear”, The Royal Society of New Zealand, Miscellaneous Series, Nº 63 (2003); E.C. Scott y G. Branch, “Antievolutionism: Changes and Continuities”, BioScience, vol. 53, Nº 3 (2003), pp. 282-285.

6 John F. Ashton, ed., The God Factor: 50 Scientists and Academics Explain Why They Believe in God (Australia: HarperCollins Publishers, 2001).

Evolución imposible

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