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Capítulo 2 El Deber Perpetuo de Cada Creyente
ОглавлениеEn el capítulo anterior hicimos la introducción de este asunto examinando las palabras y las frases en el texto en Rom.8:13 “si por el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis”. En este capítulo fijaremos nuestra atención en una declaración importante señalada con anterioridad: Los creyentes verdaderos, quienes definitivamente son libres del poder condenatorio del pecado (y de su esclavitud), no obstante, deben ocuparse a lo largo de sus vidas con la mortificación del poder del pecado que todavía permanece en ellos.
Pablo repite esta misma verdad cuando exhorta a los colosenses: “Por lo tanto, haced morir lo terrenal en vuestros miembros.” (Colosenses 3:5, RVA) ¿A quién se está dirigiendo Pablo? Se está dirigiendo a aquellos que han “resucitado con Cristo” (Col.3:1), a aquellos que “han muerto” con Cristo (Col.3:3), y aquellos que “serán manifestados con El en gloria” (Col.3:4). Lector, ¿Mortifica usted sus pecados? Su vida depende de esto. No deje de hacerlo ni siquiera por un solo día. Mate al pecado o el pecado matará su paz y su gozo. El apóstol nos dice que ésta era su práctica cotidiana en 1 Cor.9:27, “pongo mi cuerpo bajo disciplina y lo hago obedecer”. Si ésta fue la práctica cotidiana de Pablo (quien fue honrado con gracia, revelaciones, goces, privilegios, consuelos espirituales más que otros), entonces ¿por qué suponemos que estaremos exentos de la necesidad de hacer lo mismo?
1. Mientras que estemos vivos, los restos del pecado vivirán en nosotros.
Este no es el momento para discutir contra la noción tonta de la impecabilidad o perfeccionismo en esta vida. Debemos ser como el apóstol Pablo, quien no se atrevió a hablar como si “ya lo hubiésemos alcanzado...o ya fuésemos perfectos” (Fil.3:12). Nosotros también reconocemos nuestra necesidad de ser renovados en el hombre interior “de día en día” (2 Cor.4:16). Reconocemos que tenemos un “cuerpo de muerte” del cual no seremos librados hasta que nuestros cuerpos mueran. (Vea Rom.7:24 y Fil.3:21.) Entonces, admitimos que los restos del pecado permanecerán en nosotros, en un grado mayor o menor hasta el día de nuestra muerte. Puesto que ésta es la realidad del asunto, no tenemos otra opción salvo la de hacer de la mortificación del pecado, nuestro trabajo diario. Si una persona ha sido mandada a matar al enemigo pero antes de que el enemigo sea muerto deja de golpearle, entonces ha dejado el trabajo a medias. (Vea 2 Cor.7:1; Gál.6:9 y Heb.12:1.)
2. Los restos del pecado en nosotros son constantemente activos mientras que vivamos, y están luchando continuamente para producir actos pecaminosos.
Cuando el pecado nos deje en paz, entonces nosotros lo podemos dejar en paz. No obstante, esto no ocurrirá nunca en esta vida. El pecado es engañoso y sabe como aparentar que está muerto, cuando en realidad todavía está vivo. Debido a esto, debemos perseguirlo vigorosamente en todo tiempo hasta la muerte. El pecado siempre está obrando. “Porque la carne codicia contra el Espíritu.” (Gálatas 5:17) Los deseos pecaminosos nos tientan y nos guían hacia el pecado (Stg.1:14-15). A veces, trata de persuadirnos a pecar, en otras ocasiones trata de impedir que hagamos el bien y aún en ocasiones trata de desanimarnos respecto a la comunión con Dios. Como Pablo nos dice: “mas el mal que no quiero, éste hago.” (Romanos 7:19) También dice: “Y yo sé que en mí (es á saber, en mi carne) no mora el bien.” (Romanos 7:18) Esto es lo que detuvo a Pablo de hacer el bien: “Porque no hago el bien que quiero.” (Romanos 7:19) En esta misma manera cada creyente encuentra que hay una lucha interior cuando trata de hacer el bien. Esto es el porqué Pablo se queja tanto acerca de esto en Romanos capítulo siete. Cada día sin excepción, el creyente se encuentra en este conflicto con el pecado. El pecado siempre está activo; siempre está planeando; siempre está seduciendo y tentando. Diariamente el pecado nos está derrotando o nosotros le derrotamos a él. Esto continuará así hasta el día de nuestra muerte. No hay ninguna defensa contra los ataques del pecado, excepto una guerra continua contra él.4
3. Si el pecado no es frenado, si no es continuamente mortificado, entonces producirá pecados dominantes y escandalosos que dañarán nuestra vida espiritual.
El pecado siempre aspira a lo peor. Cada vez que el pecado se levanta para tentarnos o seducirnos, nos conduciría al peor pecado posible de esa clase, si no fuera refrenado. Por ejemplo, si pudiera, cada pensamiento sucio o mirada lasciva terminaría en el adulterio. El pecado, tal como el sepulcro, nunca se sacia. Un aspecto principal de la naturaleza engañosa del pecado, es la forma en que comienza con pequeñas demandas. Los primeros ataques y sugerencias del pecado son siempre muy modestas. Si el pecado tiene éxito en su primer avance, entonces exigirá cada vez más hasta que por fin, “el mero hecho de mirar a una mujer hermosa bañándose” termine en el adulterio, en maquinaciones malvadas y en el homicidio. (Vea 2 Sam.11:2-17)
Como el escritor a los Hebreos nos advierte, no debemos permitir que el engaño del pecado nos endurezca (Heb.3:13). Si el pecado tiene éxito en sus primeros avances, entonces repetirá su ataque inicial hasta que el corazón se torne menos sensible al pecado, y esté preparado para hundirse más en él. El corazón está siendo endurecido sin percatarse de ello con el fin de que el pecado aumente sus demandas sin que la conciencia sea muy turbada. De este modo, el pecado progresará gradualmente incrementando sus demandas pecaminosas. La única cosa que puede impedir que el pecado siga progresando es la continua mortificación de él. Aún los creyentes más santos en el mundo caerán en los peores pecados si abandonan este deber.
4. Dios nos ha dado su Espíritu Santo y una naturaleza nueva para que tengamos los medios necesarios para oponernos al pecado y sus deseos malvados.
La naturaleza pecaminosa está firme en su determinación de pelear contra el Espíritu Santo y contra la naturaleza nueva que Dios ha dado al creyente. Lo opuesto es también verdadero; es decir, “el Espíritu lucha contra la carne” (Gál.5:17). El hecho de que los creyentes participen de la naturaleza divina (vea 2 Ped.1:4-5). Es con el fin de que sean capacitados para “huir de la corrupción que está en el mundo por la concupiscencia”. Si no usamos el poder del Espíritu y la naturaleza nueva para mortificar el pecado cada día, entonces descuidamos el remedio perfecto que Dios nos ha dado contra este gran enemigo. Si nosotros fallamos en hacer uso de lo que hemos recibido, Dios será perfectamente justo si rehusa darnos más. Tanto las gracias de Dios como sus dones, nos son concedidos para usarlos, desarrollarlos y mejorarlos. (Esta es la enseñanza de la parábola de los talentos en Mat.25:14-30.) Si algún creyente falla en mortificar el pecado diariamente, está pecando contra la bondad, la sabiduría y la gracia de Dios quien le ha dado los medios para hacerlo.
5. El descuido de este deber conduce al decaimiento de la gracia en el alma y al florecimiento de la naturaleza pecaminosa.
No hay una forma más segura para ocasionar el decaimiento espiritual que el descuido de este deber. El ejercitarnos en la gracia y la victoria que tal ejercicio trae, son las dos maneras principales para fortalecer la gracia en el corazón. Cuando la gracia no es ejercitada (como un músculo sin ejercitarse), se debilita y se atrofia y el pecado endurece el corazón. Cuando el pecado obtiene una victoria considerable, esto debilita la vida espiritual del alma (vea Sal.31:10 y 51:8) y hace que el creyente se vuelva débil, enfermo y propenso a morir (vea Sal.38:3-5). Cuando pobres criaturas (en sentido espiritual) reciben golpe tras golpe, herida tras herida, derrota tras derrota y nunca se levantan para pelear vigorosamente, entonces ¿qué más pueden esperar salvo que sean endurecidos por el engaño del pecado y mueran desangrados? Tristemente tenemos que decir que no faltan ejemplos para ilustrar los resultados alarmantes de tal negligencia. Muchos de nosotros recordamos a “creyentes” que fueron alguna vez humildes, con una conciencia sensible, quienes lamentaban sus fallas, quienes tenían miedo de ofender, quienes eran celosos para el Señor, su obra, su día y su pueblo; pero que ahora son negligentes en el cumplimiento de este deber. Ahora son terrenales, carnales, fríos, llenos de amargura, y siguen las ideas de este mundo. Esto trae vergüenza a la religión verdadera y es una enorme tropiezo para la gente que les conoció antes.
6. Sin el cumplimiento de este deber, los demás deberes de la vida cristiana no pueden ser cumplidos.
Es nuestro deber “perfeccionar la santificación en el temor de Dios” (2 Cor.7:1), y “crecer en la gracia” (2 Ped.3:18). Sin embargo, estos deberes no pueden ser cumplidos sin la mortificación diaria del pecado. El pecado se opone con toda su fuerza contra cada acto de santidad y contra cada grado de gracia que alcanzamos. Nadie debería pensar que puede progresar en la santidad, sin la disciplina cotidiana de negarse a gratificar los deseos pecaminosos del corazón. Lector, usted siempre tendrá la oposición de estos deseos pecaminosos y siempre debe mantener la firme determinación de matarlos. Si ésta no es su determinación, entonces usted está en paz con el pecado y no está progresando en la santidad.
Antes de continuar con el siguiente capítulo de este estudio, será de ayuda hacer dos cosas:
Primero, resumiremos el punto principal que hemos estado tratando en este capítulo. Esto es, aunque la muerte del creyente al pecado fue comprada y asegurada por la muerte de Cristo en su lugar (vea Rom.6:2), sin embargo, la mortificación del pecado sigue siendo todavía el deber cotidiano del creyente. Aunque hemos recibido la promesa de una victoria completa cuando fuimos convertidos al principio, (a través de la convicción de pecado, humillación por pecado y la implantación de un nuevo principio de vida que es opuesto y destructivo para el pecado) el pecado permanece en el creyente. El pecado es activo en todos los creyentes, aún en los mejores creyentes mientras que vivan en este mundo. Por lo tanto, la mortificación continua, día tras día, es esencial a lo largo de toda su vida.
Segundo, señalaremos dos males que enfrentan a cada creyente que no mortifica sus pecados. El primer mal afecta a los creyentes y el segundo afecta a otros:
a) El creyente: El mal de no tomar en serio el pecado. Una persona puede hablar acerca del pecado y decir que es algo muy malo; no obstante, si esa persona no mortifica diariamente su propio pecado, quiere decir que no lo está tomando en serio. La causa principal de la falta de mortificación del pecado es que el pecado sigue adelante sin que la persona se percate de ello. Alguien que sostiene la idea de que la gracia y la misericordia divinas le permiten pasar por alto sus pecados cotidianos, está muy cerca de convertir la gracia de Dios en un pretexto para pecar, y de ser endurecido por el engaño del pecado. No hay una evidencia más grande de un corazón falso y podrido que esto. Lector, tenga cuidado de tal rebelión. Esto solamente puede conducirle al debilitamiento de su fortaleza espiritual, si no es que a algo peor: la apostasía y el infierno. La sangre de Cristo es para purificarnos (1 Jn.1:7; Tit.2:14), no para consolarnos en una vida de pecado. La exaltación de Cristo debería conducirnos al arrepentimiento (Hech.5:31) y la gracia de Dios debe enseñarnos a decir "no" a la impiedad (Tit.2:11-12). La Biblia habla de personas que abandonan la iglesia porque nunca pertenecieron realmente a ella (1 Jn.2:19). La forma en que esto ocurre a muchas de estas personas es más o menos como sigue:
Ellas estaban bajo convicción por algún tiempo y esto les condujo a hacer ciertas obras y a profesar la fe en Cristo. Ellos “se apartaron de las contaminaciones del mundo por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo” (2 Ped.2:20). Pero, después de que conocieron el evangelio se cansaron de sus deberes espirituales. Puesto que sus corazones nunca habían sido realmente cambiados, ellos se permitieron a sí mismos descuidar varios aspectos de la enseñanza bíblica acerca de la gracia. Una vez que este mal hubo atrapado sus corazones, fue solamente cuestión de tiempo hasta que se hundieron en el camino que conduce al infierno. (Es decir, se convirtieron en apóstatas.)
b) Otras personas: Una persona que no mortifica en sí misma el pecado puede ser preservada de caer abiertamente en la apostasía, y no obstante al mismo tiempo ejercer una influencia doble sobre otras personas:
1. Una influencia que endurece a otros. Cuando los inconversos pueden ver tan poca diferencia entre sus propias vidas y la de una persona que profesa el cristianismo pero que no mortifica sus pecados, entonces no ven ninguna necesidad de ser convertidos. Ellos observan el celo religioso de dicha persona, pero también observan su impaciencia con aquellos con quienes no está de acuerdo. Ellos observan sus muchas inconsistencias. Ellos ven que en algunas cosas se separa del mundo, pero se fijan más en su egoísmo y su falta de esfuerzo para ayudar a otros. Ellos escuchan su conversación espiritual y sus reclamos de tener comunión con Dios; pero todo es contradicho por su conformidad a los caminos del mundo. Ellos escuchan su jactancia de que sus pecados han sido perdonados, pero también se fijan en su falla de no perdonar a otros. Entonces, observando la pobre calidad de vida de tal persona, se endurecen en sus corazones contra el cristianismo y concluyen que sus vidas son tan buenas como las de cualquier “creyente”.
2. Una influencia que engaña a otros. Otros pueden tomar a tal persona como un ejemplo de un cristiano y asumir que, debido a que pueden imitar su ejemplo o mejorarlo, por lo tanto ellos también podrían considerarse como cristianos. En esta forma tales personas son engañadas y piensan que son cristianos cuando en realidad no poseen la vida eterna.