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Capítulo 2
ОглавлениеEl emperador de Liliput, acompañado de gentes de la nobleza, acude a ver al autor en su prisión. -Descripción de la persona y el traje del emperador.- Se designan hombres de letras para que enseñen el idioma del país al autor.- Éste se gana el favor por su condición apacible.- Le registran los bolsillos y le quitan la espada y las pistolas.
Cuando me vi de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que nunca se me ofreció más curiosa perspectiva. La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores. Alternaban con estos campos bosques como de media pértica; los árboles más altos calculé que levantarían unos siete pies. A mi izquierda descubrí la población, que parecía una decoración de ciudad de un teatro.
Ya había descendido el emperador de la torre y avanzaba a caballo hacia mí; lo que estuvo a punto de costarle caro, porque la caballería, que, aunque perfectamente amaestrada, no tenía en ningún modo costumbre de ver lo que debió de parecerle como si se moviese ante ella una montaña, se encabritó; pero el príncipe, que es jinete excelente, se mantuvo en la silla, mientras acudían presurosos sus servidores y tomaban la brida para que pudiera apearse Su Majestad. Cuando se hubo bajado me inspeccionó por todo alrededor con gran admiración, pero guardando distancia del alcance de mi cadena. Ordenó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me diesen de comer y beber, como lo hicieron adelantando las viandas en una especie de vehículos de ruedas hasta que pude cogerlos. Tomé estos vehículos, que pronto estuvieron vaciados; veinte estaban llenos de carne y diez de licor. Cada uno de los primeros me sirvió de dos o tres buenos bocados, y vertí el licor de diez envases -estaba en unas redomas de barro- dentro de un vehículo, y me lo bebí de un trago, y así con los demás. La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía. Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso. Para considerarle mejor, me eché de lado, de modo que mi cara estuviese paralela a la suya, mientras él se mantenía a no más que tres yardas de distancia; pero como después lo he tenido en la mano muchas veces, no puedo engañarme en su descripción. Su traje era muy liso y sencillo, y hecho entre la moda asiática y la europea; pero llevaba en la cabeza un ligero yelmo de oro adornado de joyas y con una pluma en la cresta. Tenía en la mano la espada desenvainada para defenderse si acaso yo viniera a escaparme; la espada era de unas tres pulgadas de largo, y la guarnición y la vaina eran de oro, avalorado con diamantes. Su voz era aguda, pero muy clara y articulada; yo no podía oírla estando de pie. Las damas y los cortesanos vestían con la mayor magnificencia; tanto, que el espacio en que se encontraban podía compararse a un guardapiés bordado de figuras de oro y plata que se hubiera extendido en el suelo. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia, y yo le respondía; pero ni uno ni otro entendíamos palabra.
Estaban presentes varios sacerdotes y letrados -por lo que yo colegí de sus vestidos-, a quienes se encargó que se dirigiesen a mí. Yo les hablé en todos los idiomas de que tenía algún conocimiento, tales como alto y bajo alemán, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero de nada sirvió. Después de unas dos horas se retiró la corte y me dejaron con una fuerte guardia, para evitar la impertinencia y probablemente la malignidad de la plebe, que se apiñaba muy impaciente a mi alrededor todo lo cerca que su temor le permitía, y entre la cual no faltó quien tuviera la desvergüenza de dispararme flechas estando yo sentado en el suelo junto a la puerta de mi casa. Con una de ellas estuvo en nada que me atinase al ojo izquierdo. Entonces el coronel hizo coger a seis de los cabecillas, y pensó que ningún castigo sería tan apropiado como entregarlos atados en mis manos, lo que ejecutaron, en efecto, algunos de sus soldados, empujándolos con los extremos de las picas hasta que estuvieron a mi alcance. Los cogí a todos en la mano derecha, me metí cinco en el bolsillo de la casaca, y en cuanto al sexto hice como si fuese a comérmelo vivo. El pobre hombre gritó despavorido, y el coronel y sus oficiales mostraron gran disgusto, especialmente cuando me vieron sacar mi cortaplumas; pero pronto les tranquilicé, pues mirando amablemente y cortando en seguida las cuerdas con que el hombre estaba atado, lo dejé suavemente en el suelo, donde él al punto echó a correr. Hice lo mismo con los otros, sacándolos del bolsillo uno por uno, y observé que tanto los soldados como el pueblo se consideraron muy obligados por este rasgo de clemencia, que se refirió en la corte muy en provecho mío.
Llegada la noche encontré algo incómoda mi casa, donde tenía que echarme en el suelo, y así tuve que seguir un par de semanas; en este tiempo el emperador dio orden de que se hiciese una cama para mí. Se llevaron a mi casa y se armaron seiscientas camas de la medida corriente. Ciento cincuenta de estas camas, unidas unas con otras, daban el ancho y el largo; a cada una se superpusieron tres más, y, sin embargo, puede creerme el lector si le digo que no me preocupaba en absoluto la idea de caerme al suelo, que era de piedra pulimentada. Según el mismo cálculo se me proporcionaron sábanas, mantas y colchas, bastante buenas para quien de tanto tiempo estaba hecho a penalidades.
La noticia de mi llegada, conforme fue extendiéndose por el reino, atrajo a verme número tan enorme de personas ricas, desocupadas y curiosas, que las poblaciones quedaron casi vacías; y se hubiera llegado a un gran descuido en la labranza y en los asuntos domésticos si Su Majestad Imperial no hubiese proveído por diversos edictos y decretos de gobierno contra esta dificultad. Dispuso que los que ya me hubiesen visto se volviesen a sus casas y que nadie se acercase a la mía en un radio de cincuenta yardas sin permiso de la corte, con lo cual obtuvieron los secretarios de Estados considerables emolumentos.
En tanto, el emperador celebraba frecuentes consejos para discutir qué partido había de tomarse conmigo, y después me aseguró un amigo particular -persona de gran calidad que estaba, según fama, tanto como el que más, en los secretos de Estado- que la corte tenía numerosas preocupaciones respecto de mí. Temían que me libertase, que mi dieta, demasiado costosa, fuera causa de carestías. Algunas veces determinaron matarme de hambre, o, por lo menos, dispararme a la cara y a las manos flechas envenenadas que me despacharían pronto; pero luego consideraban que el hedor de un tan gran cuerpo muerto podía desatar una peste en la metrópoli y probablemente extenderla a todo el reino. En medio de estas consultas, varios oficiales del ejército llegaron a la puerta de la gran Cámara del Consejo, y dos de ellos, que fueron admitidos, dieron cuenta de mi conducta con los seis criminales antes mencionados, conducta que produjo impresión tan favorable para mí en el corazón de Su Majestad y en el de toda la Junta, que se despachó una comisión imperial para obligar a todos los pueblos situados dentro de un radio de novecientas yardas en torno de la ciudad a entregar todas las mañanas seis bueyes, cuarenta carneros y otras vituallas para mi manutención, junto con una cantidad proporcionada de pan, de vino y de otros licores. En pago de todo ello, Su Majestad entregaba asignados contra su tesoro; porque sépase que este príncipe vive especialmente de su fortuna personal y sólo rara vez, en grandes ocasiones, levanta subsidios entre sus vasallos, que están obligados a auxiliarle en las guerras a expensas de sí propios. Se dictó también un estatuto para que se pusieran a mi servicio seiscientas personas, que disfrutaban dietas para su mantenimiento y pabellones convenientemente edificados para ellas a ambos lados de mi puerta. Asimismo se ordenó que trescientos sastres me hiciesen un traje a la moda del país; que seis de los más eminentes sabios de Su Majestad me instruyesen en su lengua, y, por último, que a los caballos del emperador y a los de la nobleza y tropas de guardia se los llevase a menudo a verme para que se acostumbrasen a mí. Todas estas disposiciones fueron debidamente cumplidas, y en tres semanas hice grandes progresos en el estudio del idioma, tiempo durante el cual el emperador me honraba frecuentemente con sus visitas y se dignaba auxiliar a mis maestros en la enseñanza. Ya empezamos a conversar en cierto modo, y las primeras palabras que aprendí fueron para expresar mi deseo de que se sirviese concederme la libertad, lo que todos los días repetía puesto de rodillas. Su respuesta, por lo que pude comprender, era que el tiempo lo traería todo, que no podía pensar en tal cosa sin asistencia de su Consejo, y que antes debía yo Lumos Kelmin peffo defmar lon Emposo: esto es, jurar la paz con él y con su reino. No obstante, yo sería tratado con toda amabilidad; y me aconsejaba conquistar, con mi paciencia y mi conducta comedida, el buen concepto de él y de sus súbditos. Me pidió que no tomase a mal que diese orden a ciertos correctos funcionarios de que me registrasen, porque suponía él que llevaría yo conmigo varias armas que por fuerza habían de ser cosas peligrosísimas si correspondían a la corpulencia de persona tan prodigiosa. Dije que Su Majestad sería satisfecho, porque estaba dispuesto a desnudarme y a volver las faltriqueras delante de él. Esto lo manifesté, parte de palabra, parte por señas. Replicó él que, de acuerdo con las leyes del reino, debían registrarme dos funcionarios; y aunque él sabia que esto no podría hacerse sin mi consentimiento y ayuda, tenía tan buena opinión de mi generosidad y de mi justicia que confiaba en mis manos las personas de sus funcionarios añadiendo que cualquier cosa que me fuese tomada me sería devuelta cuando saliera del país o pagada al precio que yo quisiera ponerle. Tomé a los funcionarios en mis manos y los puse primeramente en los bolsillos de la casaca y luego en todos los demás que el traje llevaba, excepto los dos de la pretina y un bolsillo secreto que no quise que me registrasen y en que guardaba yo alguna cosilla de mi uso que a nadie podía interesar sino a mí. Por lo que hace a los bolsillos de la pretina, en uno llevaba un reloj de plata, y en el otro una pequeña cantidad de oro en una bolsa. Aquellos caballeros, provistos de pluma, tinta y papel, hicieron un exacto inventario de cuanto vieron, y cuando hubieron terminado me pidieron que los bajase para ir a entregárselo al emperador. Este inventario, vertido por mí más tarde dice literalmente como sigue:
«Imprimis. En el bolsillo derecho de la casaca del «Gran-Hombre-Montaña» (así traduzco Quinbus Flestrin), después del más detenido registro, encontramos sólo una gran pieza de tela ordinaria, de bastante tamaño para servir de alfombra en la gran sala del trono de Vuestra Majestad. En el bolsillo izquierdo vimos una enorme arca de plata, con tapa del mismo metal, que nosotros los comisionados no pudimos alzar. Expresamos nuestro deseo de que fuese abierta, y uno de nosotros se metió en ella, y se encontró hasta media pierna en una especie de polvo, parte del cual nos voló a la cara y nos obligó a estornudar varias veces a los dos. En el bolsillo derecho del chaleco encontramos un enorme envoltorio de objetos blancos, delgados, doblados unos sobre otros, del grandor aproximado de tres hombres, atado con un fuerte cable y marcado con cifras negras, que nosotros, con todos los respetos, suponemos que son escrituras, de letras casi como la mitad de nuestra palma de la mano cada una. En el izquierdo había una especie de artefacto, del dorso del cual se elevaban veinte largas pértigas -algo así como la estacada que hay ante el palacio de Vuestra Majestad-, y con lo cual conjeturamos que el Hombre-Montaña se peina la cabeza, pues no siempre nos decidimos a molestarle con preguntas, a causa de las grandes dificultades que encontrábamos para hacernos comprender de él. En el gran bolsillo del lado derecho de su cubierta media -así traduzco la palabra Ranfu-lo, con que designaban mis calzones- vimos una columna de hierro hueca, de la altura de un hombre, sujeta a un sólido trozo de viga mayor que la columna; de un lado de ésta salían enormes pedazos de hierro, de formas extrañas, que no sabemos para qué puedan servir. En el bolsillo izquierdo, otra máquina de la misma clase. En el bolsillo más pequeño del lado derecho había varios trozos redondos y planos de metal blanco y rojo, de tamaños diferentes; algunos de los trozos blancos, que parecían ser de plata, eran tan grandes y pesados que apenas pudimos levantarlos entre los dos. En el bolsillo izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; con dificultad alcanzábamos a su extremo superior desde el fondo del bolsillo. Una de ellas estaba tapada y parecía toda de una pieza; pero en la parte alta de la otra aparecía un objeto redondo, blanco, dos veces como nuestra cabeza de grande, aproximadamente. Dentro de cada uno había cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha minado por nuestras órdenes, tuvo que enseñarnos el Gran-Hombre-Montaña, pues sospechábamos que pudieran ser máquinas peligrosas. Las sacó de sus cajas y nos dijo que en su país tenía por costumbre afeitarse la barba con una de ellas y cortar la carne con la otra. Había dos bolsillos en que no pudimos entrar: los llamaba él sus bolsillos de pretina, y eran dos grandes rajas abiertas en la parte superior de su media cubierta, pero que mantenía cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha colgaba una gran cadena de plata, con una extraordinaria suerte de máquina al extremo. Le ordenamos sacar lo que hubiese sujeto a esta cadena, que resultó ser una esfera la mitad de plata y la otra mitad de un metal transparente, porque en el lado transparente vimos ciertas extrañas cifras, dibujadas en circunferencia, y que creímos poder tocar, hasta que notamos que nos detenía los dedos aquella substancia diáfana. Nos acercó a los oídos este aparato, que producía un ruido incesante, como el de una aceña. Imaginamos que es, o algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos a la última opinión, porque nos aseguró -si es que no le entendimos mal, ya que se expresaba muy imperfectamente- que rara vez hacía nada sin consultarlo. Le llamaba su oráculo, y dijo que señalaba cuándo era tiempo para todas las acciones de su vida. De la faltriquera izquierda sacó una red que casi bastaría a un pescador, pero dispuesta para abrirse y cerrarse como una bolsa, y de que se servía justamente para este uso. Dentro encontramos varios pesados trozos de metal amarillo, que, si son efectivamente de oro, deben tener incalculable valor.
»Una vez que así hubimos, obedeciendo las órdenes de Vuestra Majestad, registrado diligentemente todos sus bolsillos, observamos alrededor de su cintura una pretina hecha de la piel de algún gigantesco animal, de la cual pretina, por el lado izquierdo, colgaba una espada del largo de cinco hombres, y por el derecho, un talego o bolsa, dividido en dos cavidades, capaz cada una de ellas para tres súbditos de Vuestra Majestad. En una de estas cavidades había varias esferas o bolas de un metal pesadísimo, del tamaño de nuestra cabeza aproximadamente, y para levantar las cuales hacía falta buen brazo. La otra cavidad contenía un montón de ciertos granos negros, no de gran tamaño ni peso, pues pudimos tener más de cincuenta en la palma de la mano.
»Esto es exacto inventario de lo que encontramos sobre el cuerpo del Hombre-Montaña, quien se comportó con nosotros muy correctamente y con el respeto debido a la comisión de Vuestra Majestad. Firmado y sellado en el cuarto día de la octogésimanovena luna del próspero reinado de Vuestra Majestad. -Clefrin Frelock, Marsi Frelock.»
El emperador, cuando le fue leído este inventario, me ordenó, aunque en términos muy amables, que entregase los distintos objetos que en él se mencionaban. Me pidió primero la cimitarra, que me quité con vaina y todo. Mientras tanto, mandó que tres mil hombres de sus tropas escogidas -que estaban dándole escolta- me rodeasen a cierta distancia, con arcos y flechas en disposición de disparar; pero no me di cuenta de ello porque tenía mi vista totalmente fija en Su Majestad.
Después mostró su deseo de que desenvainase la cimitarra, la cual, aunque algo enmohecida por el agua del mar, estaba en su mayor parte en extremo reluciente. Lo hice así, e inmediatamente todas las tropas lanzaron un grito entre de terror y sorpresa, pues al sol brillaba con fuerza, y les deslumbró el reflejo que se producía al flamear yo la cimitarra de un lado para otro. Su Majestad, que es un príncipe por demás animoso, se intimidó mucho menos de lo que yo podía esperar; me ordenó volverla a la vaina y arrojarla al suelo lo más suavemente que pudiese, a unos seis pies de distancia del extremo de mi cadena. Pidió después una de las columnas huecas de hierro, como llamaban a mis pistoletes. Lo saqué, y, conforme a su deseo, le expliqué como pude para qué servía; y cargándolo sólo con pólvora, la cual, gracias a lo bien cerrado de mi bolsa, se libró de mojarse en el mar -percance contra el cual tiene buen ciudado de precaverse todo marinero avisado-, advertí primero al emperador que no se asustara y luego tiré al aire. Aquí el asombro fue mucho mayor que a la vista de la cimitarra. Cientos de hombres cayeron como muertos de repente, y hasta el emperador, aunque no cedió el terreno, no pudo recobrarse en un rato. Entregué los dos pistoletes del mismo modo que había entregado la cimitarra, y luego la bolsa de la pólvora y las balas, previniéndole que pusiese aquélla lejos del fuego, pues con la más pequeña chispa podía inflamarse y hacer volar por los aires su palacio imperial. De la misma manera entregué mi reloj, al que el emperador tuvo tan gran curiosidad por ver, que mandó a dos de los más corpulentos soldados de su guardia que lo sostuvieran sobre un madero en los hombros, como hacen en Inglaterra los carreteros con los barriles de cerveza. Se asombró del continuo ruido que hacía y del movímiento del minutero, que él podía fácilmente percibir -porque la vista de ellos es mucho más perspicaz que la nuestra-, y requirió la opinión de algunos de sus sabios que tenía próximos, opiniones que fueron varias y apartadas, como el lector puede bien imaginar sin que yo se las repita, aunque, desde luego, no pude entenderlas muy perfectamente. Luego entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa, con nueve piezas grandes de oro y algunas más pequeñas; el cuchillo y la navaja de afeitar; el peine, la tabaquera, el pañuelo y el libro diario. La cimitarra, los pistoletes y la bolsa de la carga fueron llevados en carro a los almacenes de Su Majestad; pero las demás cosas me fueron devueltas.
Tenía yo, como antes indiqué, un bolsillo secreto que escapó del registro, donde guardaba unos lentes -que algunas veces usaba por debilidad de la vista-, un anteojo de bolsillo y otros cuantos útiles que, no importando para nada al emperador, no me creí en conciencia obligado a descubrir, y que temía que me rompiesen o estropeasen si me arriesgaba a soltarlos.