Читать книгу Billete de ida - Jonathan Vaughters - Страница 2
ОглавлениеBILLETE DE IDA
SIETE VIDAS SOBRE RUEDAS
JONATHAN VAUGHTERS
Con JEREMY WHITTLE
© Jonathan Vaugthers 2019, del texto original.
Publicado originalmente bajo el título One-Way Ticket: Nine Lives on Two Wheels por Quercus, un sello de Hachette, en 2019.
© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2020.
Bilbao-Galdakao errepidea 10-3
48004 Bilbao
info@librosderuta.com
www.librosderuta.com
Primera edición: mayo 2020
Traductor: David Batres Márquez
Edición: Eneko Garate Iturralde
Portada y maquetación: Amagoia Rekero García
Foto inferior portada: Pascal Pavani/AFP via Getty Images
Foto superior portada y retrato en solapa: Sarjoun Faour Photography/WireImage
Foto interior portada: Pascal Pavani/AFP via Getty Images
Foto interior contraportada: Doug Pensinger/Getty Images
ISBN: 978-84-120188-9-9
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
Dedicado a TK
INDICE
Aquel Volvo Station Wagon Naranja
Ventricularmente prometedor
Golpes de realidad
Tercera parte: 1996
El fin de la inocencia
Entierran mi bici en Burgos
«¡Viva la química!»
Uno de los nuestros
Cuarta parte: 1997-2000
Hola Edgar
Cartero
El espectáculo de marionetas
Passage du Gois
Quinta parte: 2001-2006
Adicto
La picadura
Sumido en la oscuridad
Un trato con Doug
Día de elecciones
Sexta parte: 2009-2012
La guerra de Brad
Haz lo correcto
Se acabó la partida
Séptima parte: 2010-2019
Fusiones y absorciones
Roubaix
Aguanta
Educando a JV
Rupturas
Epílogo
Agradecimientos
Índice onomástico
Nota del autor
Cuando empecé a competir sobre una bicicleta lo hice ignorante del hecho de que, desde su nacimiento, este deporte se había visto mancillado por las más diversas maneras de hacer trampa. Cuando me retiré, me sabía todas las trampas posibles. Resulta complicado marcar el momento preciso en el que perdí la inocencia, ya que fue una senda que recorrí poco a poco, no hubo un momento determinado en el que de repente vi la luz. Imagino que algo similar le debió de ocurrir a todo aquel que tuvo relación con el ciclismo durante la década de los 90 y, seguro, a comienzos de los 2000. Hay tantos ciclistas que han dado positivo en los controles antidopaje, aparte de los que han admitido haberse dopado, como para que nadie pueda rechazar la idea de que este deporte llevaba muchos años sumido en la cloaca del dopaje, fuera del tipo que fuera. Pero eso no significa que todo el mundo recurriera a ello, ni que todo el mundo lo supiera por aquel entonces, y no hay nada en este libro que haya que tomarse como una acusación sobre cualquiera que no haya sido encontrado culpable por, o haya admitido, el uso ilegal de sustancias prohibidas.
Todo lo que diré es que, teniendo en cuenta lo extendido que estaba el dopaje, todo aquel que lograra algún éxito en este deporte sin haberse dopado merece un reconocimiento por su excepcionalidad y su honor. Resulta doloroso, sin embargo, que todo aquel que tuvo algo que ver con el deporte profesional del ciclismo en ruta durante aquella era soporte el nubarrón de la sospecha sobrevolando su persona. Uno de los motivos por los que he escrito este libro es el de reconocer el grano de arena con el que contribuí a que se creara dicho nubarrón, además de documentar aquello que he hecho desde entonces en mi empeño por enmendar el daño.
Prólogo
Una de las primeras cosas que llaman la atención al dirigirse hacia el oeste desde la casa de mis padres, situada sobre una colina en un barrio de las afueras de Denver, es la descomunal formación rocosa del Monte Evans.
Cada vez que mi padre me llevaba al colegio en su Volvo Station Wagon naranja, y cada vez que salía a entrenar con mi bicicleta cuando era un crío, me veía contemplando la cima de esta enorme montaña.
Resulta una vista hermosa e imponente que contemplar cada día. Me insufló un propósito, una motivación y, aún siendo apenas un crío, hizo que en mi corazón arraigase el espíritu de la alta montaña.
Es una montaña preciosa de contemplar desde lo alto de la pequeña colina en la que se asienta la casa de papá y mamá. Durante el invierno te devuelve la mirada un gigantesco coloso cubierto de nieve. En verano es el vivo ejemplo del «esplendor de la montaña florida» de la canción America, The Beautiful (La hermosa América), de Katherine Lee Bates.
Con 4347 metros de altura es una de las cimas más altas de Colorado y, con diferencia, la más visible desde la ciudad de Denver. Lo que la convierte en especial, sobre todo para los ciclistas, es que cuenta con una carretera asfaltada que lleva hasta la mismísima cima. Es la carretera asfaltada de mayor altura de toda Norteamérica y una de las más altas del mundo.
Todo niño que haya competido sobre una bicicleta en Colorado sueña con vencer en la legendaria carrera que asciende al Monte Evans. Pero el encanto de esa carrera no reside solamente en la victoria, sino en marcar el mejor tiempo en la ascensión a La Vieja Señora. Para un adolescente obsesionado con el ciclismo, ostentar el récord de la subida al Monte Evans es como recibir la llave a la inmortalidad.
A los 4000 metros la naturaleza cambia de manera repentina y, si deseas romper ese récord, necesitarás un poco de ayuda divina. El viento ha de ser el preciso y el tiempo atmosférico ha de mantenerse lo suficientemente estable. Si quieres conseguir el récord no puedes bajar el ritmo en ningún momento, pero tampoco puedes dejar de vigilar a tus contrarios, ya que pueden coger tu rueda en las rampas menos duras esperando a que la victoria les caiga en las manos, sin haberse preocupado por el récord.
Bob Cook, natural de Colorado y amigo del tres veces ganador del Tour de Francia Greg LeMond, no solo era un ciclista de clase mundial, sino que era, además, todo un intelectual e ingeniero de gran valía. Bob ganó la subida al Monte Evans una y otra vez en los 70 y los 80, pero, después, tras licenciarse en la universidad, le fue diagnosticado un tumor cerebral y falleció. Desde entonces la carrera recibió la denominación de Memorial Bob Cook.
La primera vez que vencí en el Monte Evans tenía catorce años. Fue una «victoria técnica», ya que competía contra chicos mayores y terminé el quinto, solo que los cuatro que terminaron por delante de mí tenían todos entre diecisiete y dieciocho años. Nuestra carrera solo ascendía hasta la mitad de la montaña, tras lo que nos pusimos a contemplar cómo pasaban frente a nosotros los ciclistas profesionales, adentrándose en el fino y enrarecido aire empujados por un agónico esfuerzo montaña arriba.
Quise así convertirme en uno de ellos. Pensaba que, tal vez, Bob Cook era una suerte de mentor espiritual para mí. Quería ser como él.
Tras aquella victoria acabé obsesionado con el Monte Evans. Quería convertirme en una de las leyendas que conquistara aquella montaña. Quería reinar. Y así fue como empecé un camino por el que, durante quince años, intenté batir el récord del Monte Evans.
Ese récord se convirtió en mi Moby Dick, evocándome a «Ahab y su angustia... yaciendo juntos en una misma hamaca».
Lo intenté con un empeño cercano a la locura. Hubo muchas ocasiones en las que, estando prácticamente a punto de caer en mis redes, sin saber cómo, lograba escabullirse de entre mis manos. Tras cada nuevo fracaso contemplaba aquella montaña durante todo el año, esperando una nueva oportunidad de hacer mío el récord.
Taladré mi bicicleta, busqué los componentes más ligeros con los que montarla, experimenté con dietas novedosas y sumé semanas de entrenamiento en altitud extrema. Hoy en día, en 2019, esas cosas resultan de lo más normal, pero a principios de los 90 se consideraba un comportamiento demencial y obsesivo. Y es cierto que estaba obsesionado.
Mi primer intento serio de romper el récord fue en 1992. Un año antes, con apenas diecisiete años, ya había terminado quinto en la carrera absoluta. Así que supuse que un año más de crecimiento adolescente me pondría en las condiciones óptimas para salir a por la victoria. Le pedí a mi equipo que me dejase fuera del calendario de carreras y así poder ir a entrenar a Leadville, a 3000 metros de altura. A regañadientes, me dieron permiso para concentrarme en aquella vieja ciudad minera durante un mes y convertirme en un ermitaño trastornado.
Entrené más duro que nunca y adopté una dieta baja en carbohidratos con la que traté de perder unos pocos kilos. Asumí el riesgo de que me echaran del equipo al desmontar todos los componentes de mi bicicleta proporcionados por los patrocinadores, cambiándolos por los más livianos que pude encontrar.
El resultado fue una bicicleta tan ligera que hoy en día abriría un boquete en el reglamento de pesos de la UCI. Los frenos apenas cumplían su función, toda la tornillería era de titanio o aluminio y la despojé de todo lo que pudiera quitarle. No puse cinta en el manillar, el sillín no tenía acolchado y la tija no pesaba prácticamente nada. Mi peso era de 58 kilos, mi bicicleta apenas aportaba lastre y me había tirado todo un mes respirando aire con poca concentración de oxígeno. Al igual que Gollum con el anillo, estaba listo para aceptar la llave a la inmortalidad.
Desde el mismo comienzo de los 45 kilómetros de ascensión la carrera se desarrolló tal y como yo necesitaba. Los del equipo profesional Coors Light habían decidido ir a por el récord, también, e impusieron un ritmo feroz desde la misma línea de salida. El Monte Evans no comienza a endurecerse de verdad hasta el kilómetro 12, más o menos, así que para batir el récord siempre será necesario contar con un equipo sólido; hay que cubrir esos casi 12 kilómetros lo más rápido posible.
Soldado a su rueda, asistí tranquilamente al trabajo que realizaban. Yo era todo un desconocido para ellos y, rebosantes de confianza, no le prestaron demasiada atención a ese flacucho chavalín de dieciocho años con frenos de plástico en su bicicleta.
En el kilómetro 25, cuando la carretera se despide del firme ancho y bien pavimentado para desembocar en la mucho más estrecha carretera de parque estatal, es cuando el desnivel también aumenta. Justo después de ese cambio, más o menos cuando se alcanzan los 3350 metros de altitud, decidí lanzar un duro ataque.
Pese a su estupefacción los Coors Light acabaron respondiendo, aunque les costara unos cuantos minutos alcanzarme. Para entonces yo ya había mostrado mis cartas, aunque tal vez un poco pronto. Necesitaba reducir el grupo cabecero un poco más, llevar conmigo, como mucho, a otro Coors Light, pero nunca tres.
Me pareció que, ya que me había puesto a ello, lo mejor era ir a por todas. Así que aceleré de nuevo. Y luego otra vez. En muy poco tiempo me quedé solo junto a Mike Engleman. Podía sentir lo mucho que le costaba seguirme, así que mantuve el ritmo, pensando que podría asestar el golpe de gracia en los kilómetros finales. El día estaba totalmente calmado y la temperatura era cálida, incluso había algo de viento a favor en la parte más larga de la subida, la que va de Echo Lake a Summit Lake. Acababan de reasfaltar la carretera y se notaba lo suave que estaba la superficie. Íbamos rápido, muy rápido.
A casi 4000 metros hay un pequeño descenso que lleva hasta Summit Lake. Dejé correr la bicicleta por esa única bajada que concedía toda la carrera, con Engleman todavía a mi rueda. Llevaba un rato sufriendo y se había quedado sin compañeros, así que solo podía aguantar conmigo y jugárselo al esprint. Volví a acelerar en cuanto regresó el desnivel, pero ahora la carretera estaba llena de baches y con el asfalto roto por culpa del clima extremo de esas alturas.
Miré atrás para comprobar si, por fin, me había librado de Engleman, y justo en ese mismo instante me comí un bache.
¡Crack!
Rompí la tija y el sillín cayó al suelo. Durante unos minutos pensé que sería capaz de seguir hasta la cima pedaleando de pie sobre los pedales, pero a 4250 metros no es tan sencillo pedalear fuera del sillín. Por fin, exhausto, reventé y no pude más que mirar a Engleman mientras desaparecía y pulverizaba el récord. Acabé abatido. Haber asumido tantos riesgos en la elección de componentes acabó convirtiéndose en una patada en el trasero. Pero aun así seguí decidido a regresar y ganar, y destrozar el récord; solo que, al final, ese acabó siendo el día que más cerca estuve de lograrlo.
Tras aquello seguí empeñado en conquistar el Monte Evans, pero siempre se me cruzaría algún contratiempo estrambótico: un pinchazo, calambres que no venían a cuento o cambios de clima de lo más extraño. El incidente que mejor lo ejemplifica tuvo lugar en 1999, cuando logré la victoria, pero no el récord.
Con mi equipación del U.S. Postal Service y recién conquistado el Mont Ventoux, en el sur de Francia, no había duda de que era un ciclista mucho más poderoso que aquel capullo de dieciocho años. Pero, además, para ese año de 1999 ya había hecho mis pinitos en el dopaje.
Dejé atrás al pelotón con toda facilidad. Volaba montaña arriba directo al récord, bailando sobre los pedales. Justo cuando comenzaba a pensar en cuánto tiempo rebajaría el récord se levantó el viento. Y sopló muy fuerte. Sin apenas tiempo de darme cuenta me vi luchando contra un vendaval de cara, apenas era capaz de mantenerme sobre la bicicleta. La violencia de las ráfagas se mantuvo durante la larga sección entre Echo Lake y Summit Lake. Da igual lo fuerte que pudiera encontrarme aquel día, no lograría batir ningún récord.
En el mismo momento en el que crucé la meta el cielo se abrió, de repente, y el viento cesó. Terminada la carrera me senté bajo los apacibles rayos del sol mientras me roía el sentimiento de culpa. ¿Acaso trataba de decirme algo aquella montaña? ¿Se habría vuelto, de alguna manera, en mi contra ante las oscuras prácticas en que estaba envuelto?
A lo mejor era el propio Bob Cook el que no estaba nada contento de verme batir aquel récord. Aún hoy sigo pensándolo. De alguna manera, el espíritu que habitaba aquellas alturas quería que comprendiera que no podía tener todo lo que quería; no si para ello pasaba por encima de lo que fuera necesario. Le debía un respeto a la montaña y a la pureza que representaba. Y no se lo había tenido.
La ascensión al Monte Evans fue, además, la última carrera en la que luché por una victoria. Quise terminar mi carrera deportiva allí, porque había sido la montaña que me había inspirado durante tantos y tantos años. Nunca conquisté a La Vieja Señora, pero conseguí estar en paz con ella.
Ambos sabíamos que no merecía aquel récord, pero en un guiño a todos mis intentos, incluso puede que al camino de regreso que poco a poco recorrería en mi intento de ser una persona más recta y honesta, me permitió ganar aquel año. Fue como un rápido beso de despedida en la mejilla.
Primera parte
1986-1988
El último
No tengo muy claro por qué me apunté a mi primera carrera ciclista.
En el colegio era un desastre y en los deportes también. Apenas tenía coordinación, mi musculatura era raquítica y era prácticamente quince centímetros más bajito que el más bajito de la clase. El último adjetivo con el que a nadie se le ocurría describirme era «deportista». En pocas palabras, tenía el talento académico y atlético de un gusano.
Entonces ¿cómo, incluso por qué, decidí a los doce años de edad convertir el ciclismo de carretera en mi gran aventura? No tengo la menor idea. Pero así fue. En una mañana de primeros de julio de 1986 mis padres me llevaron desde la beis y urbanita Denver a la pintoresca y azulada Boulder. Iba a competir en la Red Zinger Mini Classic, una carrera infantil por etapas que duraba una semana, y que trataba de imitar la famosa carrera por etapas Coors Classic.
La primera etapa era una contrarreloj. No estaba nada familiarizado con aquella disciplina y me preguntaba si, de verdad, me había apuntado a una carrera para correr a solas por una carretera vacía, toda para mí. Al notar lo nerviosos y concentrados que estaban mis rivales me retiré al maletero del coche familiar de mis padres y me puse a pelearme con Angie, nuestra adorable bedlington terrier. Es posible que lo mío fuera más montar en bici que ser ciclista. Por supuesto que me encantaba ir de un lado a otro sobre mi bicicleta, a ver a mis amigos y a las chicas por las que estaba colado. Pero ¿competir para ganar? Todos aquellos chicos parecían más grandes, agresivos y fuertes que yo. Me parecían lobos hambrientos.
De manera apocada avancé hasta la línea de salida, sin tener la más remota idea de dónde me metía. Sobre el papel, aquello era de lo más simple: ocho kilómetros, ir del punto A al B en el menor tiempo posible. Aun así, coherente con mi naturaleza, había estado dándole vueltas a todo aquel calvario y casi prefería escabullirme hasta el Oldsmobile de la familia para pedirles a papá y a mamá que me llevaran a casa. Acabé tomando la salida, rumbo al territorio desconocido de una carrera en solitario contra el reloj por la Autopista 36. Poquísimo después de la salida otro ciclista pasó volando por mi lado. Y entonces, muy poco después, un segundo hizo lo mismo. Mi actuación en esa carrera ciclista iba de acuerdo con la absoluta ausencia de logros atléticos que había experimentado hasta entonces en mi vida.
Era lento. Muy lento.
Habíamos salido en orden alfabético y unos pocos puestos detrás de mí salía Chris Wherry. Wherry era alto y apuesto, con doce años era toda una leyenda en el folclore ciclista de Colorado. Ganaba casi todas las carreras en las que participaba e inspiraba respeto, incluso entre las otras «superestrellas» de doce años que merodeaban por el sucio aparcamiento que hacía las veces de salida.
Por supuesto que pasó volando a mi lado tras muy poco tiempo, directo a una nueva victoria en otra carrera. Según me adelantaba gritó: «¡Venga, colega! ¡Tienes que echarle un poco más de ganas!». Fue bochornoso. Como era de esperar intenté subir mi ritmo para poder seguir con él, pero apenas duré treinta metros. Me dejó atrás resollando y padeciendo, mitad avergonzado mitad dolorido.
Me arrastré hasta la línea de meta. Sabía que no lo había hecho muy bien, pero calculé que Wherry tampoco me había atrapado demasiado pronto, así que con suerte habría acabado en mitad de la tabla de la categoría de doce años. Me temo que fui un poco más que optimista.
Mis padres habían traído un pícnic para comer entre la contrarreloj de la mañana y la carrera de critérium vespertina. Nos sentamos junto al resto de familias, esperando con paciencia a que anunciaran los resultados de la contrarreloj.
Me comí un sándwich de mortadela y queso y me bebí una soda, todo aquello mientras, a escondidas, daba de comer a Angie algunos de los trozos de mi sándwich que no me apetecían. Por fin colgaron una hoja de papel en la pared de uno de los servicios del parque.
Mi padre y yo fuimos de mala gana a ver cómo me había ido.
Por encima de todos esos cuellos estirados y cabezas más altas que la mía conseguí ver al fin mi nombre: en la mismísima última línea de la hoja.
El ultimísimo lugar.
Estaba destrozado y avergonzado de, tan siquiera, estar allí. Quería irme a casa. Quería salir de allí, de inmediato.
Era más de lo mismo, como con todo aquello que intentaba. En esto tampoco era bueno, para nada. Igual que en el colegio, igual que en los juegos en el patio, igual que cuando trataba de encajar. Había fracasado en todo aquello y ahora sería también un fracasado en el ciclismo. No valía para nada: en nada.
Hablé con mi madre y le dije que quería irme de allí, de inmediato. No pintaba nada en ese lugar. Se mostró comprensiva, escuchándome mientras le contaba lo malo que era en el ciclismo y que, seguramente, lo mejor que podía hacer era salir de allí e irme a casa.
Angie notó lo triste que estaba. Se acercó y comenzó a darme pequeños besos perrunos, en un intento de comprender qué ocurría. Le di un largo abrazo con la esperanza de que saldríamos de allí, que nos alejaríamos de aquel lugar y aquella gente.
Mientras tanto, mi madre y mi padre estaban inmersos en una discusión sobre algo. Estaba claro que estaba siendo una discusión acalorada, y podía ver a mi padre gesticulando con sus brazos.
A mis padres nunca les interesó demasiado el deporte. Mi padre es un abogado con una acusada querencia por la Constitución de los Estados Unidos y un gran sentido de la justicia. Tenía gran pasión por la lectura y la justicia, lo que he heredado de él. Le encantaba ayudar a los demás, llegando hasta límites insospechados a la hora de defender los derechos de sus clientes. Era querido y respetado. A menudo nos daban leña, carne de pollo o nos ayudaban en las tareas domésticas como pago por las facturas que sus clientes no podían pagar; clientes a los que, no obstante, había aceptado representar. Si algo le movía era el ideal de igualdad para todos, no el dinero.
Mi madre trabajaba con niños con problemas de aprendizaje y habla. Quiso ser doctora en medicina, pero su abuelo, quien a su vez era médico, le quitó aquella idea de la cabeza diciéndole que la medicina no era para mujeres. Siempre le atormentaría no haber luchado por ser doctora.
Pese a esto acabó siendo bastante moderna para una mujer que llegó a la mayoría de edad en la chovinista década de los 50: obtuvo un máster en patologías del lenguaje y antepuso su carrera a todo lo demás.
Se había casado con un hombre más joven que ella a una edad ya avanzada, y no me tuvo hasta los treinta y ocho años. Mis padres formaban un extraordinario conjunto de potencia intelectual. Pero, su hijo, al tomar parte en los deportes, en particular en un deporte tan poco extendido y minoritario como el ciclismo, era todo un desconocido para ellos.
Me senté en el césped mientras observaba su discusión, hasta que por fin llegaron a un acuerdo por el cual (sabiendo lo decidida y combativa que era mi madre) cargaríamos el coche y regresaríamos a casa.
Pero, en lugar de eso, mi padre se acercó a mí y con la mayor firmeza me dijo que nos quedábamos y que tomaría la salida en la carrera de la tarde. Me quedé estupefacto y me quejé con todas mis fuerzas.
Papá tiene un espíritu amable, poco predispuesto a ponerle límites inquebrantables a nada. Tiene una asombrosa habilidad para ver todos los lados de cualquier problema. Casi siempre cedía ante la naturaleza más decidida de mi madre, incluso ante mí.
Pero no en aquella ocasión. Hizo que me sentara.
«Tienes que acabar aquello que empiezas, maldita sea», me dijo con la mayor convicción. «Da igual que seas el mejor o el peor, nunca has de rendirte. Esta tarde tomarás la salida en esa carrera y lo harás lo mejor que puedas».
Me quedé sorprendido.
«Me ha costado un montón de dinero que vengas a esta chorrada, así que no vas a retirarte», dijo exasperado. «Ni hablar».
Mi padre era el apoyo, siempre comprensivo, que jamás contraatacaba en nada. Era la primera ocasión en la que me obligaba a hacer algo. Y con esa decisión cambiaría el resto de mi vida.
Aquella tarde tomé la salida en la segunda etapa de la Red Zinger, de mala gana y convencido de que me iban a machacar y me doblarían enseguida. No quería estar allí ni quería competir. Pero lo hice, por muy mala cara que llevara.
Sonó el disparo que daba la salida e intenté meter rápidamente en el calapié de mi bicicleta el pie que llevaba libre. Al final de la corta primera vuelta conseguí reintegrarme en el pelotón de púberes. Parecía que no era tan terrible como me había imaginado, y pasar tan rápido por las curvas era muy divertido. Incluso me lo estaba pasando bien.
Aunque fuera el peor de los ciclistas que allí había, me estaba gustando. Estaba a años luz de mis intentos de jugar al fútbol en los recreos, en los que odiaba cada minuto que duraba. No, esto era muy diferente. Estaba claro que era un manta, pero me encantaba.
El miedo al trazar las curvas a punto de perder el control era todo un subidón de adrenalina que hacía brincar mi corazón. Me centré en la rueda que llevaba delante y no me rendí. A cada vuelta se me hacía más y más complicado, pero apreté los dientes negándome a darme por vencido.
Uno tras otro comencé a adelantar a otros chicos que eran incapaces de aguantar el ritmo en la cola del pelotón. A pesar de que parecían mucho mejores que yo sobre la bici y de estar, no tengo dudas, mucho más en forma, yo era capaz de sufrir, de dejarme las entrañas ese poco más, para lograr aguantar. Apenas veinte minutos antes ni tan siquiera quería estar allí, pero ahora me lo estaba pasando mejor que en toda mi vida. Y eso era una experiencia nueva para mí.
En el tiempo que me llevó dar unas cuantas vueltas alrededor de una anónima caseta de un parque a las afueras de Boulder, mi mente cambió de parecer respecto al deporte.
Quería convertirme en deportista.
Quería competir.
Las carreras me habían inoculado su veneno. Era una combinación de aspectos mentales, técnicos, tácticos y físicos. De alguna manera se me hacía más natural mantener el equilibrio sobre una bicicleta mientras trazaba una curva, que lograr la coordinación necesaria entre vista y manos para atrapar una pelota. El movimiento circular de hacer girar los pedales tenía mucho más sentido para mi excesivamente cerebral mentalidad que el que tenía ese supuestamente más «natural» movimiento que se necesitaba para correr. Me había enamorado del ciclismo. Seguía dando pena de lo lento que era y la mala forma en que me encontraba, pero quería ser bueno en ello con todas mis fuerzas.
Aquella semana, día tras día, etapa tras etapa, fui mejorando mis habilidades competitivas. Aprendí a trazar las curvas, a seguir la rueda lo más cerca posible, a moverme por el pelotón. Quería luchar tan duro como fuera capaz por mejorar un poco, aunque siguiera estando lejísimo de ser capaz de ganar nada. Por primera vez en toda mi vida no iba a rendirme cuando las cosas se pusieran difíciles. En el colegio, en otros deportes, e incluso en la vida misma, había mostrado muy poco talento natural para cualquier cosa que no fuera memorizar anécdotas de la Guerra Civil sin orden ni concierto.
En lo más profundo de mí resultaba que era competitivo, solo que jamás lo había dejado florecer. Era, simplemente, que no se me daban igual de bien las típicas cosas en las que la mayoría de padres e hijos quieren ser buenos. Fútbol, béisbol, baloncesto... en todo aquello para lo que se precisase una pelota yo era un truño.
Era bajito y miope, por lo que la mayoría de la gente daba por sentado que se me darían bien los estudios, pero mis notas también eran un desastre.
Entonces apareció el ciclismo, y lo cambió todo.
Cuando se acercaba el final de la Red Zinger se me podía ver ya de vez en cuando en cabeza de carrera. Durante aquella semana me había dado cuenta de que podía superar a muchos de aquellos chicos que tenían mayor fuerza física que yo tan solo con estar dispuesto a llevar mi cuerpo un poco más allá.
En el penúltimo día de la carrera había otra contrarreloj, solo que esta vez era subiendo una gran colina. Comprendí que esta sería una ocasión inmejorable para poner a prueba esa teoría y ver si de verdad podía llevarme hasta el mismo límite, corriendo contra el crono.
Comencé la contrarreloj con una energía en las piernas y una excitación como no había sentido durante toda aquella semana. Quería comprobar hasta dónde podía llegar si me quitaba de encima aquel lastre perfeccionista.
¡Era tan liberador limitarme a intentar hacerlo lo mejor que pudiera sin dejar que los «¿y si?» que me habían atenazado hasta entonces me paralizasen!
«¿Y si no era el mejor?» o «¿Y si me ponía en evidencia?».
Así que me centré en dar hasta el último gramo de fuerza que albergara mi cuerpo.
Tras apenas un kilómetro y medio de dura subida ya sentía que estaba a punto de morirme, o de cagarme en los pantalones. Mi cuerpo no estaba acostumbrado a poner el motor a tope todo el rato. No tenía la menor idea de cómo me las iba a arreglar para continuar a ese ritmo durante otros cinco kilómetros, así que me centré en superar los siguientes 15 metros, y después los siguientes 15, y así sucesivamente.
Seguí soportando una agonía autoimpuesta como jamás había sentido, sin cejar. Cerca de la mitad vi al ciclista que había salido por delante de mí. Estaba a punto de alcanzarlo. De nuevo comencé a hacer cálculos en mi cabeza, diciéndome que pedalearía lo más fuerte que pudiera hasta alcanzarlo, y que entonces me tomaría un pequeño respiro.
Pero en cuanto lo alcancé me sentí como un niño que acaba de probar las patatas Pringles por primera vez.
Estaba enganchado.
Fue delicioso atrapar y adelantar a esa víctima inocente. Ahora quería comerme toda la lata de golpe. Seguí adelante, cegado por mi empeño de encontrar más presas antes de cruzar la meta. Y obtuve mi deseo.
Al llegar al último kilómetro y medio comencé a ver en el horizonte cuerpos que apenas se movían. Los atrapé a todos ellos antes de la meta.
Justo después de cruzar la meta comencé a vomitar todo lo que había en mi estómago, dando arcadas como las que sufre un gato con una enorme bola de pelo. Jamás me había ocurrido algo similar. Puede que suene de lo más horroroso, pero en realidad era fantástico. Por fin me había liberado de mi miedo a no intentarlo. Había superado todas mis rendiciones.
Una vez más papá y yo esperamos pacientemente junto al servicio a que pusieran los resultados. A diferencia de lo que había pasado al principio de la semana, esta vez no había tanta gente. La mayoría de los niños se habían ido a casa, sabedores de que no iban a obtener ninguna recompensa, y un poco cansados ya tras toda una semana de competición.
Pero yo estaba revigorizado por completo. Estaba fascinado y lo único que deseaba era que aquella carrera continuara el resto del verano. Por fin colgaron la lista impresa en la parte trasera de aquel servicio portátil. Estaba en décimo lugar, entre los siempre importantes diez primeros de una carrera ciclista.
Había vencido a otros cuarenta chicos y no estaba tan lejos de la realeza de la categoría de doce años.
Durante un par de poco acostumbrados minutos sentí puro júbilo y orgullo. Después, cuando regresábamos al coche, me giré hacia mi padre.
«El año que viene ganaré esta carrera», le dije. «Ya lo verás, papá, voy a ganarla».
Desde ese momento comencé a pensar en cómo convertir a un lerdo en un deportista, a un perdedor en un ganador.
En los EE. UU. de 1986 no es que abundaran los mentores o entrenadores para los niños que quisieran convertirse en ciclistas. Había alguno que otro por Colorado que te podía dar algún consejo, pero no había nadie capaz de hacerme mutar de perdedor a vencedor de carreras gracias a su maestría como entrenador. Tendría que ser yo mismo quien averiguase cómo hacerlo.
Solo había una cosa para la que disponía de un talento natural, la lectura. Si algo me interesaba podía tirarme horas y horas leyendo, absorbiendo datos como una esponja.
La lectura siempre fue mi válvula de escape. Me ayudaba a evadirme de mis problemas a la hora de hacer amigos, a evadirme de los problemas en el colegio y a evadirme de la soledad de ser hijo único. Ni que decir tiene que la mayoría de cosas que nos hacían leer en el colegio no eran lo que me parecía «interesante», por lo que en el colegio no pude hacer mucho alarde de ese gran talento con la lectura.
Aun así, estaba listo para leer cientos de miles de palabras para mi recién comenzado proyecto de aprender a entrenar en ciclismo. Fui a la biblioteca y a muchas librerías para intentar encontrar los mejores libros de entrenamiento y ciclismo en general.
El primer vencedor de un Tour de Francia que habían dado los EE. UU., Greg LeMond, había escrito un libro; el viejo entrenador polaco del equipo olímpico norteamericano para los Juegos de 1984, Eddie Borysewicz, había escrito un libro; ya estaba disponible la traducción del libro del cinco veces ganador del Tour de Francia, Bernard Hinault, Recuerdos del Pelotón; y mi favorito era Periodización del entrenamiento, de Tudor Bompa. Pero devoraba todo lo que caía en mis manos.
Y así fue como siempre se me podía ver leyendo tirado en el sofá de la casa de mis padres.
Aprendí a poner bien mi bicicleta, a escoger el desarrollo adecuado, a cerrar el hueco con unos escapados, a comer en carrera, cuánto había que beber, cómo trazar las curvas y cómo frenar. Aprendí acerca de los entrenamientos de fuerza, de las series, del entrenamiento de resistencia, cómo dividir los entrenamientos y a entrenar el umbral anaeróbico, que por entonces era un concepto revolucionario.
Apenas dos meses después de acabar el último en mi primera carrera ya había aprendido más, leyendo por mi cuenta, de lo que había aprendido en seis años de colegio. Estaba listo para comenzar mi cruzada en busca de la conquista de la Red Zinger Mini Classic de 1987 y convertirme en una de las leyendas de trece años del folclore ciclista de Colorado.
Comencé mis entrenamientos el primer día de colegio de 1986. Calculé que necesitaría una cantidad de tiempo considerable para conseguir el nivel de fortaleza física que la mayoría de chicos ya tenían gracias a ser, por lo general, más activos en los deportes «normales» de lo que yo lo había sido. Después podría comenzar a entrenar más duro y durante más tiempo.
En mis estudios ya había comprendido que, con toda seguridad, las fibras musculares que predominaban en mi cuerpo eran fibras del tipo lento, y que si quería desarrollar la fuerza explosiva necesaria para poder ganar carreras ciclistas debía incrementar mi fuerza muscular, lo que me llevaría mucho tiempo. Comencé a entrenar de cara al siguiente verano antes siquiera de que hubiera terminado el verano en el que me encontraba.
Al principio, mis salidas de entrenamiento eran cortas y sencillas. Mi objetivo era tratar de ganar masa muscular en el sótano de mis padres con un equipo de pesas que mi padre me había comprado de segunda mano. Aquella cueva de cemento bajo nuestra casa fue testigo de multitud de sentadillas, extensiones de pierna y extensiones de isquios.
Cada día, al salir del colegio, salía a montar en bicicleta, sin importarme el clima: hiciera calor, frío, lloviera o nevara. Los fines de semana, en los que por lo general me había limitado siempre a hacer el tonto con mis amigos y tratar de ligar con chicas (de manera muy poco exitosa), se convirtieron en dos días en los que podría montar en bicicleta todo el tiempo.
Cada fin de semana exploraba carreteras cada vez más y más lejanas de la casa de mis padres. Experimentaba un inmenso sentimiento de libertad viajando por sitios a los que ninguno de mis amigos llegaría jamás sin suplicarle a sus padres que les llevasen en el coche.
Cada vez me alejaba más de los anodinos barrios periféricos, acercándome más y más a los límites de la ciudad, hacia las montañas y más allá, a un nuevo mundo. Estaba fuera de casa tres, cuatro e incluso cinco horas, machacando los pedales y explorando.
Mis padres no tenían la más remota idea de dónde me encontraba, ni tan siquiera de si estaba bien, pero aceptaban que debían dejar rienda suelta a mi obsesión para que yo creciera.
Y así salí en busca de mi sueño, de mi objetivo, en busca de mí mismo. Me encantaban esas largas salidas en las que podía soñar con victorias durante horas.
Pero, más que limitarme a soñar con ganar, comencé a soñar con ser ciclista profesional. En todas mis lecturas comencé a aprender cosas sobre el místico mundo del ciclismo profesional europeo. Y me encantaba. Me encantaban los héroes, el romanticismo, la dificultad, el sacrificio, el dolor, la fama y la gloria.
Me sentía hechizado por ello y comencé a buscar cualquier cosa que pudiera encontrar acerca de este mundo legendario. Además de aquellos libros encontré algunas viejas cintas de vídeo, como A Sunday in Hell (Un domingo en el infierno), y algunos resúmenes del Tour de Francia en la CBS, mal grabados. Esas cintas de VHS se convirtieron en mi posesión más preciada, las veía una y otra vez.
El ciclismo profesional europeo era un completo desconocido en la Norteamérica provinciana de los 80, y aquella obsesión mía les parecía toda una locura a mi familia y amigos. Trabajaba durísimo y soñaba horas y horas con una carrera profesional que mis padres dudaban tan siquiera de que existiera.
Mis amigos se cachondeaban de mis piernas, emergiendo como palillos de mis culotes de licra. Y cuando llegaba a casa contando lo lejos que había llegado con la bicicleta, no me creían. Se reían y se ponían a jugar al fútbol de nuevo. No era más que un niño raro y friki. Pensaban que, por algún motivo, había perdido la cabeza y había decidido expresar mis rarezas con la bicicleta. Aquel era un sueño que tendría que perseguir en solitario.
Pero lo cierto es que ya era un solitario desde mucho antes de todo aquello.
Jamás pude hacer un amigo en el colegio con el que me pudiera sentir identificado. Al no ser ni deportista ni muy empollón no había conseguido labrarme mucha fama. Era el niño más bajito del séptimo curso y me habían avasallado, se habían burlado de mí y me habían metido en unas cuantas taquillas y cubos de basura.
Ir al colegio no era lo que más me gustaba, así que la soledad de la bicicleta se convirtió en todo un alivio. En las carreteras no había nadie que me juzgara por mis notas de clase, nadie que me juzgara por ser incapaz de atrapar una mierda de pelota. A nadie le importaba que no obtuviese menciones honoríficas. Nada de eso, en la carretera solo importaba lo rápido que pudieras alcanzar la cima de una montaña.
La lectura me había facilitado amplísimos conocimientos sobre cómo entrenar y competir, pero aún carecía de la más mínima noción sobre cómo vestirme para practicar ciclismo. Puede que esto no parezca demasiado importante cuando se sale a entrenar en un cálido día de veranillo de San Miguel en Colorado, pero cuando los vientos de la montaña empezaron a soplar en noviembre mi plan de entrenamientos comenzó a hacerse un poco incómodo.
En cuanto llegó el frío mis pantaloncitos cortos, finos como el papel de fumar, eran incapaces de proporcionar el más mínimo calor. En un bienintencionado intento por solucionar este problema mi madre me compró un pantalón de chándal muy grueso, pensando que eso podría servir de algo. Probé a ponerme mi culote sobre aquellos pantalones grises de chándal estilo años 50, pero no dio resultado. Al llegar a la mitad de cada entrenamiento era como si me sentase sobre unos pañales meados, mientras que las patas del pantalón se me enganchaban con la cadena. Por no decir que tenía una pinta ridícula. Tenía que parecer un ciclista de verdad, incluso cuando solo estuviera entrenando. Debía olvidarme de aquellos pantalones.
El invierno se recrudeció. En los helados días de Colorado llegaba a casa con las rodillas entre azules y moradas y las manos doloridas por el intenso frío. Los dedos de los pies se me quedaban dormidos, era incapaz de mover los dedos de las manos y mis partes pudendas se encogían en un intento desesperado por escapar a esa cruda realidad.
Por fin, antes de que sufriera alguna lesión nerviosa causada por el frío, mis padres me llevaron a la tienda en la que habíamos comprado la bicicleta, con la esperanza de que hubiera algún tipo de equipación hipertérmica especial que me salvara de morir de hipotermia.
La tienda estaba escondida en una esquina de Middle America, en un insulso centro comercial, junto a una tintorería y un restaurante chino. A mí me pareció un diamante en bruto. Tenía el hermoso nombre de El Rincón de las Bicicletas, y los dueños eran una familia italiana de nombre Yantorno, apasionados de la bicicleta, y que, en algunas ocasiones, parecían unos maniáticos perturbados.
Creo que cuando mi madre me llevó allí para comprar una equipación de invierno debió de ser la primera vez que veían a un chico de trece años preguntar cómo entrenar a temperaturas bajo cero. A pesar de sus modales broncos y hostiles pude ver el brillo en la mirada de Frankie Yantorno, el mayor de los hijos de la familia, cuando manifesté mi absoluto entusiasmo por la competición. Vio a un niño completamente enamorado del ciclismo, tal y como lo estaba él.
Pero Frank jamás podría admitir abiertamente que le importasen lo más mínimo las bicicletas o el ciclismo.
«¿Y para qué hostias quieres salir a montar en bicicleta bajo toda esa mierda?», dijo mientras señalaba la tormenta de nieve que caía en el exterior y haciendo que mi madre se ruborizase ante aquel lenguaje.
«Porque tengo que entrenar», le contesté. «Para ganar hay que entrenar, ¿no?».
«Pues no vas a ganar una mierda con esos puñeteros pantalones de chándal, chaval», gritó. «La madre que lo parió... Vale, vale, espera un momento...». Tras aquello cerró de un portazo la puerta del almacén que había tras él.
Mientras regresaba comencé a explorar un poco aquella tienda. Era como estar en el cielo. Me sentí hechizado por las pletinas y racores pintados a mano de los cuadros Colnago, las pulidas bielas Campagnolo, el olor del caucho y el aceite de cadena, además de la amortiguada discusión en italiano que llegaba desde el almacén. Era mi puerta hacia el romanticismo y el glamur del ciclismo europeo. Me enamoré de ese lugar y quise convertirme en el pupilo de Frankie.
Por fin Frankie reapareció con unos paquetes de ropa. «Aquí no habrá nada de tu talla, chaval, pero es mejor que esos horribles pantalones de chándal... o que se te congele la picha».
Con timidez me probé toda aquella ropa. Eran muy exóticos, guantes italianos, perneras y manguitos.
Frankie tenía toda la razón, no eran mi talla para nada. Eran demasiado grandes para mí y se resbalaban por mi cuerpo, todo piel y huesos. Pero me daba igual, estaban hechos en Italia y olían a aventura europea.
Poco a poco mamá y papá habían perdido toda esperanza de que pudiera desear un perrito, o algo un poco más terrenal, a los pies del árbol de Navidad. Les había dicho a mis padres que lo único que quería por Navidad era algo de ropa que me mantuviera caliente mientras pedaleaba. Dubitativa, mamá le dio la tarjeta de crédito a aquel hombre malhumorado de la tienda de bicicletas.
Antes de salir le pregunté a Frankie si le importaría que regresara para hablar del ciclismo en Italia y, con suerte, que me pudiera dar algunos consejos.
«No tengo ni puñetera idea de ciclismo ni de bicicletas, pero a lo mejor puedo enseñarte alguna cosilla, chaval. Y ahora sal de aquí y ponte a montar en bici bajo esta nevisca, imbécil».
Fue el momento en que supe que Frankie se convertiría en mi nuevo mejor amigo. Hice lo que me dijo. Armado con aquellas prendas italianas que dejaban obsoleta toda excusa que tuviera que ver con el clima, pedaleé bajo neviscas. En cuanto terminaron las navidades llegó el momento de redoblar el duro trabajo que necesitaba llevar a cabo si quería ganar. También comencé a hacer unos cuantos amigos gracias a la tienda de bicis, algunos de ellos gente que ya competían.
Frankie, al que muy pronto comenzaría a llamar Tío Frank, se dio cuenta de que la única persona, aparte de mí, lo suficientemente loco como para entrenar en enero en Colorado era su excuñado, Bart Sheldrake. Bart era el ex de la hermana de Frank y hacía malabarismos para alternar tres trabajos, criar a un niño y entrenar para correr al máximo nivel amateur de Colorado.
Bart había corrido las clasificatorias para los Juegos de 1984 y era un ciclista de categoría. De vez en cuanto entraba quedamente en la tienda para recoger a su hijo de dos años después de que la hermana de Frankie lo hubiera recogido en el colegio. Frank pensó que deberíamos conocernos, así que me invitó a ir a la tienda un día en el que a Bart le tocaba la custodia compartida.
Pedaleé a través del tráfico después del colegio y me dirigí a la tienda para conocer a Bart. Tenía miles de preguntas que hacerle sobre cómo era ser un ciclista de verdad. Bart tenía la misma pinta que tenían los ciclistas que había visto en las revistas: una cara demacrada, larga, enjuta y como de cuero.
Tenía malas pulgas y era torpe en las relaciones sociales, además de tener una risa nasal muy graciosa. De muy mala gana accedió a compartir conmigo sus experiencias como ciclista durante la mayor parte de la tarde. Pero lo más importante fue que accedió a que lo acompañara a un entrenamiento.
Me dejó bien claro que si lo acompañaba en su entrenamiento dominical no quería lloriqueos, ni se pararía a esperarme, ni me ayudaría si pinchaba; y tampoco bajaría su ritmo. Con una sonrisa en la cara accedí, contando los minutos hasta el domingo, cuando saldría a pedalear con un ciclista de verdad.
Mi madre entró en pánico cuando llegó la mañana del domingo. Yo iba a hacer una ruta de más de 100 kilómetros con un hombre al que ella no había visto jamás, y que, de conocerlo, le habría producido pavor. ¿Por qué iba a querer un hombre que tenía un hijo pasar tanto tiempo montando en bicicleta un fin de semana y con aquel frío helador?
Bart tenía que salir a entrenar temprano, así que quedamos en la tienda a las nueve. Era lo más temprano que podíamos salir sin riesgo de pisar demasiadas placas de hielo sobre el asfalto. Con la cara congelada por el frío me dio unas instrucciones.
«Escucha, tengo que estar en casa para prepararle el almuerzo a mi hijo y quiero hacer cien kilómetros. Y los tengo que cubrir en tres horas», dijo. «Si eres capaz de seguirme, perfecto. Si no, mala suerte».
El ritmo que puso Bart fue implacable. No dejé de sufrir ni un instante, tan solo para seguir a su rueda. Pero en aquel entrenamiento había demasiado en juego.
Era mi oportunidad de ganarme su respeto, de ganarme el respeto de Frankie y, lo más importante, mi oportunidad de que siguiera diciéndome que saliera con él a hacer entrenamientos de verdad y aprender de un auténtico ciclista. No podía quedarme atrás.
Mi cuerpecito de gorrión se retorcía sobre el sillín, mis hombros iban de un lado a otro, apretaba los brazos y mis piernas me suplicaban que parara. Pero no permití que Bart me dejara atrás. Creo que le disgustó un poco que aquel mocoso de doce años fuera capaz de aguantar a su rueda.
A pesar de comenzar la ruta un poco entrada la mañana las carreteras seguían heladas y húmedas. Según fue avanzando aquella salida los cables del cambio de mi bicicleta se fueron cubriendo de hielo y quedaron fijos. Lo mismo le ocurrió a Bart. Durante la última hora no seríamos capaces de cambiar de desarrollo.
Me quedé atascado en un encantador 53x17. Seguí dando vueltas a los pedales, dolorosamente lento, pero Bart (quien estaba claro que ya tenía experiencia en este asunto) se mostró despectivo y siguió pedaleando.
«No tienes más que apretar el culo un poco más y aguantarte», gruñó.
Así era como Bart veía la vida, a más sufrimiento, mayor diversión.
Por fin, a cosa de quince kilómetros de casa, reventé, helado e hipoglucémico. Tal y como había prometido que haría Bart no me esperó, aunque pude escuchar que me gritaba algo según me detenía.
«¡Buen trabajo, chaval! ¡Nos vemos el próximo domingo!».
Sabía que me había ganado una pizca del respeto de Bart.
Me arrastré aquellos últimos quince kilómetros. Lo único que quería era detenerme y echarme a dormir en un sucio montón de nieve con la esperanza de que alguien me encontrara antes de que se hiciera de noche. Pero seguí moviendo los pedales, dolorosamente lento y cuadrado. No tenía dinero para telefonear a casa o para comprar un chocolate caliente. Solo me funcionaba una marcha. Y me caía hielo por la barbilla. Tenía muchísima hambre, muchísimo frío y me encontraba fatal, pero no había otra manera de llegar a casa que no fuera seguir adelante. Eso sería una gran lección. En ocasiones no queda otra opción. Lo único que puedes hacer es seguir adelante.
La cara de mi madre cuando entré por la puerta no tenía precio. Podías ver la furia, la decepción, el orgullo y el instinto maternal luchar entre ellos en su cabeza. Quería darme algo de comer, abrazarme, meterme en la bañera a darme un baño caliente mientras no dejaba de gritarme por ser tan imbécil; todo a la vez.
No suelen gustarme demasiado los baños. Me parecen demasiado indulgentes, largos y aburridos. Pero no hay nada en este mundo como un baño caliente después de pasar un día de frío que te cala los huesos sobre la bicicleta. El contraste entre llevar tu cuerpo tan al extremo que casi se hace pedazos bajo el agua y el frío y deslizarse en el interior de la cálida matriz que es una bañera caliente, es de lo más intenso.
Escapada en Buckeye
Cada mañana iba al colegio en mi bicicleta. Cuando salía al mediodía escuchaba las carcajadas de los chicos que subían a los autobuses del colegio o que iban al entrenamiento de fútbol, riéndose de mi ridículo culote y de mi casco en forma de cacerola.
Me dolía escuchar aquello y me dolía comprender que no encajaba, pero me repetía que iba a pasar el rato con un tío que molaba mucho más que los chicos del Instituto de Cherry Creek. Su nombre era Frankie, un artista que había visto mundo, un tío que se había ganado la vida en Nueva York como mensajero sobre una bicicleta.
En la tienda Frankie me mimaba con historias de grandísimos ciclistas con nombres tan fantásticos y exuberantes como Fons De Wolf. Me adoctrinó en su absoluta certeza de que todo componente de bicicleta fabricado en Japón era una auténtica basura, y que la única bicicleta de verdad es aquella que está hecha de cuadro de acero italiano y va montada en Campagnolo.
Me puso un apodo italiano, Gianni, y me ofreció algunas perlas de brutal sabiduría.
«Montar componentes de Marrano es como echar un polvo con condón, Gianni. Es seguro, funciona, pero es una puta mierda», decía de los componentes del gigante japonés.
La tienda se estaba convirtiendo en mi refugio. Amaba ese lugar y en él me sentía respetado y comprendido. Durante muchos de mis tortuosos años de adolescencia se convirtió en un segundo hogar.
Unos días después de aquel entrenamiento con Bart pedaleé hasta la tienda para contarle a Frankie mis peripecias de aquel domingo, y para que me arreglara la bici después de haberla convertido en un amasijo de hielo y sal.
«Me han contado que Bart te pateó el culo, chaval», me dijo Frankie a modo de saludo.
Después echó una mirada por mi lisiada máquina.
«Esa bici está hecha un puto desastre, imbécil. ¡Jesús! ¡Has de tener un poco de cuidado con esa porquería!».
Mientras Frankie convencía a mi bicicleta de que volviera a la vida me senté en el almacén, en el que se leía «Solo Empleados», a escuchar sus historias sobre la vida, el ciclismo y ser adulto. Le dio por llamarme «Gianni». De vez en cuando, tras una salida excepcionalmente dura con Bart le escuchaba decir «¡Gianni-morto!» o «¡ha palmado Gianni!». Durante muchos años más Frank pintaría con todo cuidado «Gianni» en el tubo superior de mis bicicletas.
A menudo, en la tienda estaban también las dos hermanas de Frank, Dominique y Mónica, a las que también había puesto apodos: Tiny y Priss, respectivamente. Cuenta la leyenda que Priss, la exmujer de Bart, fue toda una auténtica ciclista. Al principio parecía que verme por allí las exasperaba, aquel pequeño mocoso siempre detrás de Frank por toda la tienda; pero después de un tiempo creo que les comenzó a hacer gracia. Para mí aquello era increíble; me relacionaba con una familia de adultos que lo sabían todo sobre las bicicletas. Era muchísimo mejor que pasar el tiempo con un puñado de niñatos de instituto obsesionados con el fútbol y el maquillaje.
Los Yantorno tenían unas broncas tremendas. Se tiraban a la cabeza los platos de transmisión, comenzaban a escucharse las más variadas palabrotas en italiano y el perro de Frank, Ducco, que era un chucho bastante agresivo, comenzaba a agitarse y a tirar de la cadena con la que estaba atado, a menudo hasta romperla.
Cada mes llegaba por correo un nuevo catálogo de Victoria’s Secret. Yo sabía, más o menos, sobre qué día del mes llegaba, así que pedaleaba con todas mis fuerzas hasta la tienda de bicicletas para poder echarle un ojo. Priss y Tiny ya la estaban ojeando en el cuarto, riéndose cuando yo aparecía. Disimulaban como si no pasara nada. Un día me metieron en aquel cuarto, como si fuera su hermano pequeño.
«Vamos, Gianni, échale un vistazo», me dijeron. «Venga, será mejor que veas estas cosas si alguna vez quieres tener novia».
Yo estaba lejos, muy lejos, de tener novia en el instituto. No hay muchas animadoras interesadas en los chicos diez centímetros más bajitos que ellas y que se visten con unos pantalones de licra y un cubo en la cabeza. Pero Tiny y Priss veían potencial en mi futuro, y me decían que algún día crecería y me desarrollaría, y haría muy feliz a alguien. Se convirtieron en mis hermanas mayores.
Abrí aquel catálogo, con los ojos como platos y echando chiribitas mientras dejaba volar mi imaginación. Podía sentir como hervía mi sangre, de esa manera que solo los chicos que están pasando la pubertad pueden comprender. De repente me di cuenta de que llevar culote ciclista no solo me hacía blanco de las bromas de los chicos de mi edad.
Esperaba que nadie se diera cuenta. Pero claro que lo hacían; siempre. «Eh, Gianni, ¡parece que a alguien se le ha puesto tiesa!» dijo Frankie.
Priss y Tiny me defendieron.
«¡Que te den, Frankie! ¡Tienes celos de que a él todavía se le empalme!».
Y entonces estalló la guerra. Llaves de cadena, palabrotas en italiano y casetes Regina volaban por toda la tienda, una vez más, mientras Priss y Frankie se lanzaban uno contra la otra. Y así se consumían mis hermosas tardes, pasando el rato en aquella tienda. Lo adoraba.
Mientras tanto los entrenamientos iban viento en popa. Era capaz de comprobar cómo mejoraba semana tras semana. Cada vez estaba más y más fuerte y, de vez en cuando, sentía que se acercaba el momento en el que mis piernas conseguirían el volumen necesario como para rellenar esos culotes de talla extra pequeña que todavía me quedaban tan anchos.
Cuanto más entrenaba más cuenta me daba de que en mis habilidades ciclistas había un gran sumidero, el esprint. En comparación con otros ciclistas mi capacidad de aceleración era nula. En mis primeras carreras tampoco me había dado cuenta de aquella debilidad, pero ahora que estaba cada vez más en forma pude comprobarlo.
Pisar los pedales como un loco no era mi fuerte. Si lo miro con el beneficio del tiempo que ha pasado no sé de qué me sorprendía, ya que parecía un espárrago con brazos. Mis rodillas eran unos cuantos centímetros más anchas que cualquier otra parte de mis muslos, y mis piernas parecían dos palillos pinchando una aceituna.
Comencé a entrenar el esprint. Dos veces por semana esprintaba, una y otra vez, en un intento de aumentar un poco el volumen de aquellos palillitos. No era nada fácil. Para empezar, cualquiera podía ganarme. Cualquiera. Pero seguí picando piedra, por mucho que aquello pareciera una labor destinada al fracaso. Esprints largos, esprints cortos, esprints en subida, esprints en bajada, esprints con el viento a favor, esprints con el viento en contra... Esprintaba cada martes y sábado. Una y otra vez. Estaba obsesionado con el entrenamiento, pero durante mi preparación para la Red Zinger Mini Classic de 1987 acabé obsesionándome también con otra cosa, el equipamiento. En seguida me di cuenta de que este es un deporte para flipados. Me pasaba las horas babeando ante catálogos que mostraban radios planos y platos perforados. Ahorraba todo lo que podía para poder comprar cualquier cosa que pudiera hacerme ir un poco más rápido.
También me obsesioné con el peso, y para gran disgusto de Frank me compré un cuadro de aluminio Vitus. Frank decía que estaba torcido y que, dado que lo habían hecho los franceses, era una basura.
Muy pronto me di cuenta de que los Yantorno consideraban a los franceses culpables de todos los problemas del mundo.
No eran capaces de hacer cuadros de bicicleta, ni de hacer buena comida, ni de hacer volar aviones, ni de construir coches. Olían mal y eran unos esnobs. En resumen, eran el enemigo para cualquier familia ciclista italiana con un mínimo de amor propio. Y lo peor era que yo había roto el código de honor al comprar un cuadro hecho en Francia.
Frankie se puso manos a la obra.
«Gianni, parece como si alguien se hubiera cagado en los racores de esa cosa. El pegamento se cae. No voy a tocar esa puta mierda de cuadro, lo más seguro es que me pegue un herpes».
Acabé convenciéndole de que me montara mi ultraligero y pequeño cuadro Vitus de cincuenta centímetros. Me dijo que era demasiado flexible y se partiría. Puede que estuviera sobreestimando mi fuerza como ciclista. Le recordé que Sean Kelly usaba una Vitus. Pero seguía sin dar su brazo a torcer.
«Gianni, los ciclistas profesionales pueden montarse sobre cualquier cosa y seguir yendo rápido. Bernard Thévenet ganó el Tour de Francia con una bicicleta hecha para repartir periódicos. Así que tu Vitus sigue siendo una mierda. Como lo es la de Sean Kelly...».
Mierdosa o no, me encantaba mi Vitus azul.
Bajo mis piernas parecía una pluma y subiendo por la montaña era rapidísima; aparte de que dudo de que yo fuera capaz de hacerla flexar más que esos franceses adictos a las baguettes y al queso que la diseñaron. Seguía pesando apenas una pizca por encima de los 45 kilos y comenzaba a quedar patente que mi gran arma a la hora de competir sería la escalada. Incluso en mis sufridas sesiones de entrenamiento semanales junto a Bart ya era capaz de ir a su ritmo cuando la carretera picaba para arriba de verdad. Todavía daba la impresión de que yo sufría mucho más que él, pero de una forma u otra jamás le dejaba poner tierra de por medio.
Pronto, con la primavera, el clima comenzó a atemperarse y las carreras veraniegas se fueron acercando. Vigilaba el buzón en busca de los packs de registro a las carreras casi con tanto interés como el que ponía en encontrar catálogos de Victoria’s Secret extraviados.
Las carreras en las que había tomado parte a regañadientes un año atrás comenzaron a obsesionarme. Contaba los días que quedaban. Estaba nervioso e impaciente por comenzar a competir, mis salidas de entrenamiento en solitario y las de fin de semana con Bart comenzaban a aburrirme. El año anterior me había enamorado del excitante mundo de las carreras. Pero, como descubriría, el entrenamiento acaba convirtiéndose en algo un poco mundano, tedioso, en ocasiones aburrido. Sin duda, comenzaba a sentirme un poco estancado.
Por suerte había un paso intermedio entre el entrenamiento y la competición en sí misma. En cuanto entró el horario de verano Bart me habló de un evento vespertino improvisado, la Meridian. Entre sesenta y setenta ciclistas se presentaban en las oficinas del parque sur de Denver -que recibía el nombre de Meridian- cada anochecer de martes y jueves, y simulaban una carrera desbocada de una hora. La Meridian era, y sigue siendo, toda una institución en el ciclismo competitivo de Colorado.
Pero tenía algo de clandestino. Tenías que conocer a alguien que conociera a alguien que supiera cuándo había que aparecer. Era El Club de la Lucha del ciclismo. No había nada oficial en aquello; era clandestino, ilegal, en carretera abierta y no hablabas de ello, con nadie.
Bart era el rey de este Club de la Lucha sobre dos ruedas. Llevaba varios años invicto y las historias de las palizas que daba se extendían por toda la red ciclista de Colorado, como la leyenda de Paul Bunyan. En cuanto Bart consideró que estaba listo para conocer el Club de la Lucha, me invitó a presentarme a una y probar.
Me sentí tan honrado como acojonado, pero no había miedo capaz de hacerme desaprovechar esta invitación a la clandestinidad. La Meridian se convirtió en mi actividad extraescolar favorita.
No había ni una sola cosa en ese Club de la Lucha que pudiera ser considerada una buena idea. El rango de niveles era inmenso. Desde triatletas a ciclistas en pista; hombres, mujeres, chicas y chicos; algunos que jamás habían corrido en un pelotón, otros que jamás deberían haberlo hecho... De todo, hasta llegar a gente de primer nivel como Bart. Cualquiera era bienvenido... Siempre y cuando molases lo suficiente como para que alguien te avisara, por supuesto. No había ningún papeleo, ni oficialidad alguna. No había distancia oficial ni líneas de salida o de llegada, y desde luego que no se cerraban las carreteras ni había protección policial. Tan solo te presentabas a las seis de la tarde y corrías. Nos saltábamos los semáforos en rojo, pasábamos entre el tráfico y hacíamos lo posible por hacer que alguno acabara camino del hospital. Era rápido, era peligroso, me encantaba.
Y también fue todo un maestro. El ciclismo es un deporte que se aprende compitiendo, gracias a la experiencia, al método del ensayo y error. Hay cosas que no se pueden aprender a base de entrenamiento y práctica. La manera en la que el pelotón se estira o se comprime, o esa danza fluida que se da al entrar y salir de cada curva.
El Club de la Lucha podría ser el sueño de un abogado y la pesadilla de toda madre, pero era un maestro excepcional. Me enseñó a maniobrar por el pelotón, a saber cuál es el mejor momento para lanzar un ataque, a mantener la aceleración, a evitar las caídas... al menos, evitar todas cuantas pudieras.
Cada noche de martes y jueves, cuando regresaba a casa para compartir aquellas cenas de estilo medio oeste que cocinaba mi madre, me sentía como un guerrero cubierto de sangre. Mientras comía hamburguesas y ensalada de col les explicaba a mis padres que estaba aprendiendo a sobrevivir en la batalla.
Esperaba impaciente a que sonara el timbre del colegio. Nunca llegaba lo suficientemente pronto, ya que ahora muchos de mis compañeros se habían dado cuenta de que yo era ese chico, el chico que veían por todas partes, pedaleando por todos lados embutido en licra. Y eso no estaba bien visto en la Norteamérica Central de 1987.
De vez en cuando me pasaba algún coche conducido por estudiantes de instituto que se acababan de sacar el carnet y me arrojaban un batido a medio terminar. Y, como no podía ser de otra manera, estaban los insultos: cada semana tenía mi ración de «maricón» y «bujarrón». Llegados a este punto hacía ya mucho tiempo que había dejado de dolerme; ahora me llenaba de rabia. Algún día sería famoso y esos cabrones sabrían cómo me llamaba.
Por complexión me resultaba imposible contraatacar, pero ya se había encendido la pólvora que me haría dejar en ridículo a aquellos cretinos. De alguna manera, de alguna forma se avergonzarían de haberme hecho tragar tanta mierda. Aunque tuviera que pasar una década. Ser pequeño y ser el objeto de las burlas inoculó en mí una enorme necesidad de alcanzar el éxito, de demostrarle a la gente que se equivocaban; además de alimentar mi rabia, una rabia que se convirtió en la clave de mi camino hasta convertirme en un ciclista.
Era el momento de correr una carrera de verdad. Enviamos los papeles, pagamos la cuota, recibimos la camiseta y el dorsal y firmamos todas las exenciones de responsabilidad. Frankie me ayudó a revisar mi preciada bicicleta como si fuera el niño Jesús en el pesebre. Me explicó con todo detalle cómo montar todos los componentes, cómo cambiar los cables, cómo centrar mis ruedas y cómo poner el resto a punto. Mientras salía de la tienda me dedicó unas tiernas palabras de ánimo ante mi primera carrera, a su manera típica.
«¡Más te vale ser mejor corriendo sobre esa mierda de bicicleta francesa de lo que eres arreglándola!».
Estaba listo, y estaba nervioso. Mis padres también estaban listos... listos para que se acabara por fin esa extraña obsesión mía. Cargamos la ranchera familiar con una nevera para botellas, Fig Newtons, el bedlington terrier y mi bicicleta Vitus azul. Mi madre estaba preocupada porque no hubiera comido lo suficiente durante el desayuno, y mi padre estaba preocupado porque no hubiéramos salido lo suficientemente pronto. Muy pronto el Oldsmobile azul láser se arrastró rumbo norte, conduciéndome hacia a mi destino.
Mi primera carrera era la Buckeye. Buckeye está en mitad de ninguna parte, Colorado, típico ejemplo de condado repleto de cardos rodadores, justo a las afueras de Fort Collins. Y como en todas las carreras de Colorado, la salida era a primera hora.
Con los años he aprendido que si no te tienes que despertar en mitad de la noche no eres un auténtico ciclista. Aparcamos la bestia azul en un sucio descampado, bajamos mi bicicleta y comenzamos a colgarme los dorsales. Fue como si me dieran una descarga eléctrica. A diferencia del año anterior, cuando competía de mala gana, esta vez me subía por las paredes, tenía los nervios a flor de piel. Estaba listo para probarme.
Se podía oler el miedo en el frescor matutino. Los demás padres daban vueltas de un lado a otro hablando por walkie-talkies, coordinando la carrera de sus hijos mientras trataban de no perder a los hijos más pequeños en medio de aquel caos. Entre aquella marabunta de padres-animadores unos llenaban sus bidones, mientras que otros se abrochaban los cascos o se calzaban las zapatillas de calas.
Pude ver a los mitos del año anterior; y a Chris Wherry, que reinaba sobre todos ellos. Tras aquel día todos ellos sabrían quién era yo, estaba seguro... O eso pensaba, pese a que todavía no sabía si habría mejorado o no. Después de todo, la última vez que corrí contra aquellos muchachos no había estado nada bien. Mis inseguridades del año anterior comenzaron a bullir en mi cabeza y tuve que hacer un esfuerzo para acallarlas.
La carrera consistía en una vuelta a un trazado circular de 30 kilómetros, casi todos llanos, en una brillante, apacible y agradable mañana de verano en Colorado. Permanecí callado, sacudido por mis nervios, esperando la salida. El pistoletazo de salida resonó entre los campos yermos y los cardos rodadores y yo enganché mi zapatilla en el pedal. Había practicado una y otra vez cómo engancharme, pero con tantos nervios estuve lento y torpe. Había perdido unos metros con respecto a la mayoría de mis rivales, pero rápidamente aceleré hasta llegar a la cabeza.
Los ataques dieron comienzo de inmediato.
Todo el mundo salía detrás de cada movimiento, haciendo que el pelotón menguase y se estirase una y otra vez, mientras guerreros pubescentes intentaban dejar atrás al pelotón. Entre aquellas afiladas ruedas se escuchaban los chillidos y alaridos, además de gritos que avisaban que otro estaba atacando. El ritmo era demasiado alto para la mayoría de los chicos de trece años y la fatiga comenzó a cobrarse su peaje, esquilmando el pelotón, ciclista a ciclista.
El tramo final de ocho kilómetros del circuito de Buckeye tenía unas pocas colinas de cierta longitud que ascendían de manera gradual hasta la meta. Había decidido esperar hasta ese tramo para mostrar mis cartas. La espera hasta alcanzar la parte final se me hizo eterna; quería mostrar mis habilidades y hacer que aquellos tipos aprendieran. Pero era consciente de que debía ser paciente. Esperé, como un arquero con el arco tensado, que llegara el momento perfecto para soltar la cuerda.
Girando a la derecha entramos en la parte final, directos a la mayor de las colinas de aquella carrera prácticamente llana. En un momento de pausa en el que el pelotón se daba un respiro antes de la colina, ataqué. Dado que casi nadie me conocía no salieron a por mí de inmediato. En cuestión de unos segundos abrí hueco. Fue entonces, en ese mismo instante, cuando sentí que me sacudía un instinto primario de lo más intenso.
Yo era la presa, y eso me hizo sentir que una oleada de adrenalina recorría mi cuerpo. Me sentí a punto de perecer, como si aquello fuera una escena del documental de la BBC Planet Earth, un ñu solitario perseguido por una manada de chacales rabiosos. Pero este pequeño ñu de 45 kilos demostraría ser todo un desafío para esos chacales arrogantes. Jamás me había sentido así, no en mis carreras del año anterior, ni tan siquiera en mis entrenamientos con Bart.
Era un sentimiento desconocido, algo feral e intenso. Un miedo como el que jamás había sentido. Miedo a perder, miedo al fracaso, miedo a que me atraparan.
Era el deseo de salirme de aquella carretera y simular una caída para evitar el fracaso en la confrontación, enfrentado al deseo de seguir empujando todavía más fuerte para no permitir nunca que ganaran esos chacales. Necesité de todas mis fuerzas para convencerme de que la mejor manera de seguir adelante era dar todo lo que tenía en aquel intento, no permitir que el miedo al fracaso me paralizara y me hiciera esconderme ante el desenlace.
El hueco se mantuvo al coronar. En la lejanía podía ver las pancartas de la meta. Ahora empezaba a pensar que podía lograrlo.
Quería que mi madre me viera cruzar esa meta en primer lugar.
Quería que Frankie escuchara el relato de mi victoria aquella tarde, en la tienda.
Quería demostrarle a Chris Wherry que era más fuerte que él.
Y quería demostrar a todos mis estúpidos compañeros de instituto que yo era mucho más, que era mejor de lo que ellos se creían. Era el ñu que podía liderar la manada. Quería ganar.
Agaché mi cabeza y apreté todo lo fuerte que pude rumbo a las pancartas, mirando bajo mi brazo apenas en una ocasión para comprobar si los otros tenían opción de atraparme.
«No se lo permitas. No se lo permitas. No-se-lo-permitas», me dije una y otra vez.
Ahora, mi necesidad de ganar tenía más que ver con el miedo a que me atrapasen que con la alegría de correr o vencer. Me obsesionaba demostrarles a todos que estaban equivocados. Me obsesionaba hacer hincar la rodilla a toda la negatividad. Mis puños se crisparon apretando el manillar mientras intentaba combatir el deseo de bajar el ritmo un poco.
Resoplaba como un tren de cercanías y sentía las piernas como gelatina, pero en mis salidas con Bart había aprendido que si había algo que mi debilucho cuerpo podía hacer era tolerar y superar una inmensa cantidad de dolor. Y eso hice.
En lugar de intentar ignorar o minimizar el dolor que padecía me sumergí en él, abrazándolo, centrándome en él, sintiendo casi una adicción por él. Por primera vez en mi vida tenía el control. Recuerdo visualizar un gigantesco letrero que decía no en cuanto mi cuerpo me gritaba que parara, que frenase.
No a parar, no a abandonar, no a dejarme atrapar, no al fracaso.
No era capaz de lograr que ninguna chica quisiera venir conmigo al baile de bienvenida, ni podía aprobar el examen final de álgebra, pero sí que podía obligar a mi cuerpo a soportar el dolor como casi nadie es capaz de hacerlo y lograr, con ello, ir un poco más rápido sobre una bicicleta.
En el pelotón acabaron organizando una persecución, pero era demasiado tarde. Me habría matado antes de dejar que me cogieran, y como tal pedaleé. A punto de cruzar la meta eché una última mirada atrás. No había nadie cerca. Pude celebrar mi victoria mucho antes de lo que en realidad lo hice, pero por si acaso seguí pedaleando a tope, hasta que la línea de meta estaba justo debajo. Entonces, por fin, levanté un brazo, victorioso.
Un intenso alivio comenzó a inundarme, como si me arroparan con una cálida manta de algodón después de ser rescatado de un mar enfurecido. Debería haber sentido una intensa alegría, eso suele decirse. Pero, ante la victoria, no sentí ninguna ola de orgullo.
Tan solo estaba contento de no haber defraudado a nadie. Ni a Frankie, ni a mi madre, ni a Bart. Había ganado. Por fin.
Aquel Volvo Station Wagon Naranja
La victoria en la Buckeye avivó mi mono de más «mierda» ciclista de aquella. Comencé a buscar carreras en los rincones más lejanos de Colorado, en otros estados, e incluso comencé a pensar en cómo clasificarme para los campeonatos nacionales.
Estoy seguro de que mis padres estaban, por un lado, contentos al ver que el veleta de su hijo por fin se involucraba de verdad en una actividad; pero también estoy seguro de que, por otro lado, sentían cierta preocupación ante las cotas a las que llegaba mi obsesión. Mientras tanto, la economía en Colorado se había ido al garete y papá y mamá estaban pasando algunos apuros económicos, añadiendo preocupaciones extra.
Les preocupaba más poder pagar la hipoteca y poner un plato en la mesa que viajar de una carrera de bicicletas a otra. Mis planes de participar en esas carreras tan remotas parecían demasiado disparatados como para, tan siquiera, tomárselos en serio; además de estar demasiado lejos como para acudir. Con todo, seguían apoyándome en mis sueños y me ayudaron a concebir planes para viajar a esos lugares de manera económica.
Aquello era esencial para mí. Ansiaba llegar al siguiente nivel en el ciclismo, pero tampoco deseaba que el coste económico de mi obsesión se convirtiera en una carga para mis padres.
Pero a la vez necesitaba, por lo menos, presentarme a algunas carreras regionales para, con un poco de suerte, conseguir llamar la atención. Necesitaba que se fijasen en mí los equipos locales, los entrenadores nacionales y, a lo mejor, uno o dos patrocinadores. Si lo hacía bien podría ganar un poco de dinero con los premios, más del que sacaría con trabajos veraniegos, e incluso que me alcanzara para pagar la gasolina y poder así presentarme en la siguiente carrera.
Por supuesto que aún tendría que convencer a mis padres de que me llevaran. Sabía que papá tenía el tiempo suficiente para hacerlo, ya que su trabajo estaba sufriendo los embates de la deteriorada economía. Así que pensé en lanzarle la idea de que me llevara a unas pocas. Es así como entra en acción, por el lateral del escenario, el Volvo Station Wagon naranja brillante de 1974 de mi padre.
El Volvo tenía más de 330 000 kilómetros a sus espaldas y olía al acre aroma del tabaco en pipa y a café derramado. Era el coche que me había llevado al colegio desde que era un niño.
La velocidad máxima que lograba alcanzar no llegaba, ni tan siquiera, al límite de velocidad máxima permitida, y quemaba tantísimo aceite que había que rellenarlo cada vez que había que echar gasolina. Los asientos estaban tan raídos que tenían fundas de piel de oveja y estaban cubiertos de cenizas de la pipa de papá.
La presencia y el olor de mi padre fumando en pipa en aquel Volvo, con la ventanilla bajada en una helada mañana de enero en Colorado, es uno de mis mejores recuerdos. Ahora, este buen y viejo amigo con ruedas me llevaría a los campos de batalla del ciclismo de Colorado.
Pero a este Volvo naranja le esperaban aún más tareas. Se convertiría en algo más que mi transporte a las carreras: metamorfosearía en un vehículo de apoyo ciclista multifuncional. Su destino era el de marcarme el ritmo en mis entrenamientos tras coche.
El tras moto y tras coche son el arte de pedalear pegado a un coche o una motocicleta aprovechando la estela del vehículo para alcanzar velocidades mucho más altas de las que normalmente serían posibles. Por lo que tenía entendido, hacer tras vehículo era la puerta directa para convertirse en un gran ciclista.
Había leído sobre aquello en el libro de entrenamiento de Eddie Borysewicz. Pero, más importante aun, lo había visto en las películas. Como cualquier flipado del ciclismo durante los 80 había visto Breaking Away y American Flyers. Esas dos películas, en las que salían chicos americanos que se adentraban en el mundo de las carreras ciclistas, personificaban todos mis sueños y experiencias.
Me veía identificado en los chicos de Breaking Away, un «picapedrero» de familia humilde que vivía en el lado malo de las vías pero que asistía al siempre pudiente instituto de Cherry Creek. Me sentía Dave Stoller, el héroe de Breaking Away, un marginado que encontraba su propósito en la vida gracias a montar en bicicleta y soñar con la gran aventura europea. Y una parte de convertirme en Dave requería que aprendiera a hacer tras coche.
En mis primeros intentos trataba de pegarme al parachoques de conductores que iban despacio, totalmente ajenos a lo que ocurría tras ellos; a menudo personas mayores. Pero comprobé que esto era un poco arriesgado. A menudo, en cuanto veían por el retrovisor la cara roja como un tomate de un chico sobre una bicicleta, entraban en pánico, tras lo que solían pisar con todas las fuerzas los frenos y yo acababa volando por los aires y aterrizando en el maletero.
Después de unos cuantos incidentes como ese pensé que la solución pasaría porque el conductor supiera en todo momento qué era lo que estaba ocurriendo, y evitar así que entrase en pánico. Desde luego, parecía la mejor opción para todo el mundo. Así que le pregunté a mi padre si estaría dispuesto a probar aquello del tras coche.
Su respuesta fue típica de él, ni sí ni no, sino que comenzó a hacerme más preguntas, como qué era lo que exactamente pretendía lograr al hacer algo tan extraño como pedalear sobre mi bici justo detrás del maletero de un coche ranchera. Aunque cedería casi en seguida.
Supongo que lo vio como una de esas actividades que crean un vínculo entre un padre y su hijo. La mayoría de los chicos se lanzaban balones con sus padres, recibían su ayuda en las tareas o salían a pescar. Papá y yo nunca hicimos cosas de ese tipo, teníamos un temperamento muy diferente y básicamente sentíamos que nos separaba un abismo. Pero nuestras sesiones de tras coche acabaron con nuestras diferencias y se convirtieron en nuestro vínculo de unión.
Y, contra todo pronóstico, resultó ser un marcador de ritmo perfecto. Seguramente, mi padre es el conductor más lento al que jamás haya visto conducir, y no le gustan nada los cambios de dirección bruscos, en ningún aspecto de la vida. Es la viva definición de prudente.
Apenas necesita usar los frenos, porque nunca va lo suficientemente rápido como para necesitarlos... en ningún aspecto de la vida. Pese a que esa calma era justo lo contrario a mi tensa impulsividad, además de poder ser el motivo por el que jamás estuvimos nada cercanos, demostró ser perfecta para el tras coche.
Y también aquel Volvo naranja demostró ser el vehículo soñado para ello. Era una mastodóntica y pesada bestia que hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus mejores días. Apenas tenía capacidad de aceleración por lo quemado que tenía el motor. Tampoco es que los frenos hicieran una gran labor, pero ambas cosas juntas resultaban perfectas.
Quedaba con papá en el Chatfield Reservoir cada miércoles a la salida del instituto. Chatfield era un parque estatal que apenas tenía tráfico. Casi todas las carreteras que lo atravesaban eran llanas, con muy pocas curvas y sin apenas baches. Justo las condiciones que necesitaba para perfeccionar el arte de perseguir parachoques.
Al comenzar el entrenamiento me limitaba a pedalear detrás del coche, acercándome al parachoques a unos 40 kilómetros por hora. Ambos nos estábamos acostumbrando a los diferentes gestos y modos de comunicarnos que necesitábamos para lograr hacer de esta práctica algo remotamente seguro para que un padre lo hiciera con su hijo. Comenzamos a comprender, razonablemente rápido, los sutiles movimientos y gestos con los que le indicábamos al otro lo que ocurría. Se fue convirtiendo en nuestro lenguaje común.
Papá y yo no hablábamos demasiado en nuestro día a día, pero durante aquellas sesiones de tras coche en Chatfield manteníamos una gran locuacidad. Muy pronto comenzamos a entender las subidas, curvas y el resto del tráfico de la misma manera. Un pequeño gesto y una rápida mirada a los laterales nos bastaban para comprender, sin atisbo de duda, lo que el otro quería decir. Aquellos gestos furtivos a través del retrovisor del Volvo naranja fueron la mejor comunicación que jamás tuve con mi padre.
En cierto modo, creo que ambos estábamos deseando que llegaran nuestros entrenamientos de los miércoles por la tarde. No puedo ni imaginarme qué pensarían los vigilantes del parque cuando veían a mi viejo, recién salido de una vista en los juzgados y vestido con un traje de tweed de tres piezas, fumando en pipa y conduciendo un coche que parecía una batidora, con su flacucho hijo ciclista pegado al parachoques trasero del coche.
Nuestros entrenamientos fueron haciéndose más intensos y complejos cuando integré las series en aquellas sesiones, en las que intentaba adelantar esprintando a aquel leviatán naranja. Muy pronto llegamos a sobrepasar sin dificultad los 60 km por hora, lo que técnicamente era ilegal y excedía el límite de velocidad.
De vez en cuando, en el parque teníamos que pasar a una camioneta que remolcaba un bote de pesca o una caravana. Eso le ponía un poco de pimienta al entrenamiento. Papá cruzaba al carril izquierdo y comenzaba la maniobra de adelantamiento con su hijo pegado al tubo de escape. Las miradas y negaciones que nos dirigían mientras pasábamos a algún viejo pescador en una Ford pick up resultaban impagables. Notaba lo orgulloso que estaba papá. Su hijo pedaleaba sobre una maldita bicicleta más rápido de lo que iba un Ford F-150.
Sigue siendo la única ocasión en la que he sido testigo de que mi padre sobrepasara el límite de velocidad. A pesar de tragarme esa mezcla tóxica de humos de aceite cancerígeno quemado y de tubo de escape que expulsaba el Volvo, los entrenamientos funcionaban. Comencé a adjudicarme carreras más largas, más a menudo.
A pesar de mi escasa estatura resultó que se me daban bien las contrarrelojes, fueran montaña arriba o en llano. Las contrarrelojes me resultaban muy atractivas, porque se basan en comprobar cuánto dolor eres capaz de tolerar. En ellas no hay liebre a la que seguir, no tienes un rival junto a ti, ni motivación externa o pistas visuales. Tan solo tú, tu bicicleta y la carretera.
No tenías esas súbitas aceleraciones de los esprints, ni había que tomar las fulgurantes decisiones tácticas que requieren las carreras en ruta. Eran puro esfuerzo. La capacidad de concentrarse en algo hasta lograr olvidarte de todo lo demás requiere de un talento muy específico, diferente del que se necesita cuando estás compitiendo en mitad de un pelotón.
Tras embaucar a mi padre para que me llevara a unas cuantas carreras, y disfrutando de una confianza recién encontrada, me inscribí en los campeonatos de contrarreloj estatales de Colorado de 1988. Como comprobaría, aquellos campeonatos resultarían una encarnación de la esencia solitaria de la contrarreloj. Se celebraron en las lejanas llanuras del este de Colorado, en una ciudad llamada Estrasburgo.
Estrasburgo, una ciudad agrícola con aire de abandono, era la viva imagen de la desolación, donde la única compañía que sentías eran el viento y el polvo. Ese aire a final de trayecto que tiene puede estar provocado por el hecho de que fue allí donde se puso el último clavo que completó la línea transcontinental de ferrocarril.
Pero había un buen motivo para escoger un lugar tan desolado: el ciclismo de Colorado no nadaba en la abundancia durante los 80 y los organizadores no podían permitirse el lujo de cerrar carreteras. Por eso buscaban la carretera con menos tráfico posible en la ciudad menos poblada que se pudiera. Y en Estrasburgo dieron en el clavo.
Un poco antes de las cuatro de la madrugada de un sábado, recién acabado el curso escolar, mi padre y yo desayunamos unos cereales que parecían engrudo, llenamos de agua un termo Coleman que tenía escrito en rotulador «Para hacer tiro al pichón» y después cargamos la bicicleta en el maletero del Volvo.
Tras un chisporroteo, una sacudida y unos pocos petardeos salimos rumbo a mi intento de convertirme en campeón estatal de Colorado. No era un trabajo sencillo, ya que Colorado era, con bastante probabilidad, el semillero del ciclismo de los EE. UU. en los 80. Ganar en Colorado no era sencillo, y como había demostrado otro de los pupilos de Frankie, Clark Sheehan, si eras capaz de ganar los campeonatos de Colorado estabas capacitado para lograr los campeonatos nacionales. Aunque no hubiese en juego ningún premio en metálico sí que nos jugábamos nuestro orgullo.
Tenía que salir a las siete en punto. Llegamos al aparcamiento un poco más tarde de lo que yo hubiera querido porque el Volvo había tenido una mala mañana. Pero llegamos. Comencé mi calentamiento mientras papá se dirigía a por los dorsales. Hacía un frío polar, como siempre ocurre en Colorado a primera hora de la mañana.
Me puse encima todo el equipo invernal que había comprado en El Rincón de las Bicicletas, y que por fin comenzaba a quedarme bien; había costado. Nervioso, vi cómo, al otro lado del parking, calentaba el conocido prodigio adolescente Bobby Julich, luciendo su equipación verde y roja del equipo júnior 7-Eleven.
Bobby estaba en la siguiente categoría de edad y era mucho mejor ciclista de lo que yo era. Pero de vez en cuando le batía en las contrarrelojes. Estaba tan concentrado en conseguir la victoria que no presté demasiada atención a la hora que era. Papá me había colgado los dorsales, yo estaba ataviado con mi buzo arcoíris y salí a dar una última vuelta de calentamiento. Papá no estaba muy cómodo con eso de que me alejara de las inmediaciones del área de salida, pero no hice caso, considerándolo un exceso de preocupación de un progenitor estúpido.
Vamos a ver, se suponía que tenía que calentar, ¿no?
Cuando regresé al área de salida pude escuchar al comisario gritar con frenesí el dorsal de alguien, llamándole para que se presentara en la salida. De repente me di cuenta de que ese dorsal que gritaban era el mío.
Papá tenía la cara carmesí, con la apariencia exasperada que un hombre de lo más organizado solo muestra cuando trata de lidiar con el colgado de su hijo. Llegué a la salida lo más rápido que pude, justo cuando comenzaban con mi cuenta atrás.
«... 5... 4...»
Yo luchaba por deshacerme de mis perneras y de desabrocharme la chaqueta, mientras veía desaparecer en el aire de Colorado mis opciones de ser campeón estatal, segundo a segundo.
«... 3...»
Rogué a Dean Crandall, el bronco y severo comisario, que postergara mi salida: básicamente, una segunda oportunidad.
«... 2...»
Nos miró a papá y a mí.
«No, esta será una buena lección para ti, chico».
«... ¡1!».
Subí a mi bicicleta y comencé a pedalear, aunque lleno de aflicción. Me parecía una causa perdida. Menudo imbécil. Por mi propia arrogancia, y por no haber escuchado a mi viejo, había tirado a la basura mis opciones de lograr el campeonato.
Cubrí el primer kilómetro y medio de la contrarreloj como alma en pena, pero entonces, mientras me despojaba de mi última prenda de calentamiento y la dejaba a un lado de la carretera, me di cuenta de algo muy importante: era seguro que no iba a ganar, pero si me rendía tampoco podría clasificarme para los campeonatos nacionales.
Entré en pánico. Por un momento se me pasó por la cabeza simular que me había caído en una zanja para poder irme a casa. Pero entonces me golpeó la lógica. Fallar en la salida me habría costado un minuto, más o menos. Si hacía un buen papel aún podría llegar entre los cinco primeros y conseguir una plaza para los nacionales. Con eso bastaba. Comencé a entregarme al esfuerzo, luchando por mantener vivas mis opciones de ir a los nacionales.
Hasta el cambio de sentido soplaba viento a favor y el que me seguía, el ciclista que había salido sesenta segundos después de mí, me había doblado cuando llegamos a aquel cono en mitad del asfalto que marcaba el punto intermedio. Pero en cuanto nos pusimos cara al viento lo atrapé.
Entonces fue cuando empecé a apretar de verdad y, después de unos pocos minutos contra el viento, encontré la paz entre aquel silencio y el dolor. Me olvidé de que era el imbécil que no había llegado a su salida. Me olvidé de no tener opción alguna de vencer a Bobby Julich. Me limité a concentrarme en dar los pedales y en respirar como una máquina de vapor. El pánico desapareció.
Pasé a otro ciclista. Y otro. Y todavía uno más.
A falta de kilómetro y medio sufría de tal manera que sentía como si estuviera a punto de cagarme encima de un momento a otro. También se me caían las babas, al no poder permitirme el lujo de cerrar la boca el tiempo suficiente como para poder tragar. Necesitaba todo el aire posible. Pero me limité a aceptarlo y seguí apretando.
Hasta aquel día no supe de verdad lo que significaba «potar». Pero cuando hube cruzado la meta lo supe. De inmediato comencé a sacudirme, a sentir arcadas y a intentar vomitar. Se me podía escuchar. Se me podía escuchar de lejos.
El resto de padres me miraban asqueados y sorprendidos ante aquellos ruidos y convulsiones. Pero también estaban sorprendidos de lo mucho que había sido capaz de exprimirme, del estado hasta el que llegué. Bajé a trompicones de la bicicleta y me senté allí mismo, intentando expulsar aquella comida que mi estómago, en realidad, no tenía. Me alegré de que mi madre no estuviera presente para ver a su hijo en tal estado.
Estoy seguro de que me habría dicho algo así como: «Esos esfuerzos tan terribles no pueden ser buenos para tu corazón».
Papá llegó a donde estaba.
«Parece que has sido capaz de sacar provecho de una mala situación», soltó con una risita. «Espero que hayas aprendido algo hoy».
Mi padre era un cronometrador de lo más meticuloso en este tipo de carreras. Con apenas un viejo reloj de muñeca a cuerda con segundero era capaz de saber los tiempos del resto de chicos. Pero ese día, sin embargo, no me daba ninguna información.
Se hizo el silencio hasta que, por fin, avergonzado, le pregunté: «¿Entonces crees que me he clasificado para los nacionales?».
Me miró, casi molesto. «No», me dijo. «Creo que has ganado».
Durante el regreso a casa me quedé dormido sobre la funda de piel de oveja llena de cenizas de tabaco que cubría el asiento de aquel Volvo Station Wagon naranja, igual que hacía cada vez que iba camino del colegio. Me sentía completamente agotado. Pero, de vez en cuando, abría un ojo, miraba a mi pecho y podía ver la medalla de oro que colgaba de mi cuello. No podía esperar para enseñársela a mamá. Eso sí, papá y yo acordamos no decirle nada acerca de las arcadas.
Comencé a entrenar para los campeonatos de ciclismo de Estados Unidos de 1988. Por supuesto que el Volvo tuvo que llevarnos aún a unas cuantas carreras antes de los nacionales. La principal carrera de preparación que quería disputar era una prueba de una semana de duración llamada Casper Classic, en Casper, Wyoming. Era una carrera calurosa y barrida por los vientos, en una ciudad que hacía tiempo que había sido olvidada por el resto del mundo. Pero sería una carrera dura y me prepararía para los nacionales.
Gané la contrarreloj al inicio de la carrera y me puse de líder. Por desgracia, en una larga recta azotada por el viento aprendí por las malas lo que es un abanico; y qué no hay que hacer en uno.
Me fui al suelo. Una dura caída.
Me levanté muy rápido y volví a la bicicleta, pero mientras intentaba regresar a cabeza de carrera comencé a sentir un intenso dolor en el antebrazo. Me complicó el resto de la etapa, aunque conseguí arreglármelas para entrar en meta junto al grupo.
Tras la llegada nos acercamos al hospital local para hacerme unas radiografías. Me había roto el brazo, justo en la placa epifisaria sobre la muñeca. Mientras el doctor me colocaba aquella enorme placa de escayola alrededor de mi brazo me dijo que nada de montar en bicicleta al menos en cuatro semanas.
No podía creérmelo. ¿Cuatro semanas?
Un mes sin tocar la bicicleta tiraría por tierra cualquier oportunidad de lograr nada en los nacionales. No podía ser verdad. ¿Por qué demonios no iba a poder montar con una escayola? La respuesta fue que podía hacerlo, pero que si me volvía a caer y me fracturaba de nuevo afectaría al crecimiento de mi brazo. Además de que sería como una tortura durante semanas.
Mis padres sabían lo triste que estaba, pero intentaron consolarme. «Venga, siempre te quedará el año que viene», me decía mi madre.
Pero mientras regresábamos al coche lo único en lo que yo podía pensar era: «Menuda mierda». Estábamos a medio camino de regreso a casa desde el hospital cuando volví a hablar. «Mañana corro», aseguré.
Tanto mi padre como mi madre pusieron el grito en el cielo, pero estaba decidido.
«Si no me lleváis a la carrera mañana iré yo mismo sobre la bicicleta a la salida», dije de manera obstinada. «Voy a correr. Y me da igual si acabo con un brazo más largo que otro. Voy a correr aquí. Y voy a correr en los nacionales».
Pobrecillos mis padres...
Y así lo hice, y sufrí como un perro bajo el sol de verano.
Era incapaz de sujetar el manillar a la vez que soportaba esa enorme cédula de yeso de los años 80, que parecía hecha de cemento. De hecho, era del todo incapaz de levantarme del sillín. Tenía el brazo tan hinchado que con el calor presionaba contra la escayola, y siendo el día siguiente a la caída me dolía todo el cuerpo. Pero no iba a abandonar siendo el líder de la carrera. Ni hablar.
Había leído muchas historias de ciclistas profesionales europeos que aguantaban terribles lesiones y enfermedades y aun así seguían adelante, con diarreas, clavículas rotas, infecciones y fiebres. Y nunca abandonaban. Era su trabajo, y ser así de duros era lo que les hacía buenos para aquel trabajo.
Y ese era mi sueño también, demostrarme que era lo suficientemente duro como para aguantar lo que fuera. No iba a rendirme; sería como ellos, como esos ciclistas europeos, obreros, trabajadores incansables, duros como el cuero viejo. Yo no era como esos niñatos consentidos de los EE. UU. a cuyos padres les preocupaba el más mínimo cambio de dirección en el viento.
Ni que decir tiene que, al no poder salir detrás de ningún ataque, perdí el liderato de la carrera; pero conservé mi orgullo, además de mantener vivas mis esperanzas para los nacionales. Podía verse al resto de padres negar con la cabeza cuando pasaba frente a ellos sobre mi bicicleta, con aquella enorme escayola azul en el brazo. Jamás permitirían que sus hijos corrieran en esas condiciones.
¡Nanay! ¡Tururú!
Pero tampoco les había dado a mis padres otra opción, así que asistieron, nerviosos, contando las vueltas para que todo terminara y pudiéramos regresar a casa.
Conseguí aguantar la quinta posición de la general, pero, sobre todo, mantuve con vida mis esperanzas de poder hacerlo bien en los campeonatos nacionales; y les demostré a mis padres lo mucho que quería que aquel sueño se hiciera realidad. La vuelta a casa fue, he de admitirlo, un poco silenciosa, pues ambos estaban enfadados porque hubiera corrido. Pero podría asegurar que también estaban orgullosos.
Había demostrado auténtico coraje, y tal vez eso pesara más que los riesgos que había tomado. Había demostrado que no iba a rendirme, y eso les proporcionaba una gran tranquilidad.
Me libré de aquella escayola una semana antes de los nacionales. El doctor estaba sorprendido de lo rápido que se había curado mi brazo. Jamás había visto algo parecido, dijo mientras cortaba el yeso que me había lastrado. Olvidados mis problemas de lesiones, toda la familia, incluida la perra, viajamos a Pensilvania, a los campeonatos nacionales de ciclismo de 1988.
Pero nos vimos obligados a dejar atrás a nuestro leal Volvo naranja, sabedores de que podíamos morir al no contar con aire acondicionado. Papá siempre decía que el Volvo tenía aire acondicionado 4x125, o lo que es lo mismo, aire acondicionado con las cuatro ventanillas abiertas a 125 kilómetros hora. Pero todos sabíamos que el Volvo era incapaz de alcanzar 125 por hora, y en mitad del corazón de América, en agosto, aquello era un problema. Así que dejamos atrás a mi viejo amigo y usamos el Oldsmobile ranchera azul en el largo camino a lo ancho del país para competir en bicicleta contra los mejores de la nación.
En la escena ciclista americana de finales de los 80 los rumores se extendían como la pólvora. Yo había escuchado historias acerca de un chico de Nueva York (de Brooklyn, Queens o un sitio de esos) que en la categoría de 14 a 15 años lo había ganado todo. Decían de él que medía 2 metros y 40 centímetros y tenía una barba tan tupida como jamás se le había visto igual a ningún otro niño de catorce años. Pasaba por ser invencible.
Todos los ciclistas de la costa este que se atrevían a acercarse al oeste contaban historias de ese chico invencible. Intimidaba a todos los que habían competido contra él. Muchas de esas historias salían de boca de Bobby Julich, quien me advirtió de que no se me subiera demasiado a la cabeza mi título de campeón estatal de Colorado. Bobby me dijo que aquel gigante barbudo de Nueva York me aplastaría en los nacionales contrarreloj.
Aquello recordaba a la lucha de David contra Goliat. Esta vez, la mayoría de la gente apostaba por Goliat.
Mientras calentaba para la contrarreloj por fin pude ver a ese Goliat. Su nombre era George Hincapie. Parecía resplandeciente con su reluciente buzo blanco de GS Mengoni, subido a horcajadas sobre una preciosa bicicleta de contrarreloj montada, de manera inmaculada, con brillantes componentes y ruedas lenticulares Campagnolo.
Y además era guapo. Parecía como una versión adolescente de Sir Lancelot recién salido de Camelot. Siempre y cuando exceptuáramos aquella maraña de pelo oscuro, engominado y rizado con permanente que salía de debajo de su casco. Eso sí que parecía más típico de Nueva Jersey que de Camelot.
Le dije a papá que George era el hombre al que vigilar con su reloj Casio. Papá asintió nervioso, enervado por el relativo caos que parecían aquellos campeonatos nacionales de la Costa Este, en comparación con la escena ciclista de Colorado. En lugar de una fría y vigorizante mañana de Colorado de esas a las que estábamos acostumbrados, nos encontrábamos en un caluroso y húmedo mediodía de Pensilvania, con moscas y mosquitos volando por todos lados. Estábamos en territorio Hincapie y eso me asustaba. Pero, por lo menos, en esta ocasión no me perdí en la salida.
Durante los minutos que precedían a una salida siempre parecía que me encontraba al borde de un ataque de pánico. Pero nunca antes había estado más nervioso. Aun así, de alguna forma, pude controlarlo y usé todos esos nervios reprimidos para ir rápido. Después de todo, mis padres me habían traído hasta aquí desde lejísimo.
El esfuerzo en una atmósfera densa y anegada por la humedad me resultó muy diferente al que realizaba en la altitud a la que estábamos en casa. Competir a nivel del mar era una experiencia nueva para mí. Pese a apretar todo lo que podía, parecía que mis piernas no eran capaces de moverse con rapidez. Estaba empapado en sudor, pero tampoco respiraba tanto. Sentía que me iba a morir en ese calor y humedad. Eso sí, no iba a tener ningún ataque de arcadas.
Crucé la meta agotado por el esfuerzo, mientras mi madre no dejaba de decirme que tenía la cara demasiado roja y me echaba agua helada por encima. Y como no podía ser de otra manera, quiso que comiera algo. Mi madre siempre estaba intentando hacerme comer algo. Pero yo no quería comer nada: quería saber cómo lo había hecho contra la leyenda de Long Island. Papá me dijo que no estaba seguro. Sabía que nos separaban apenas unos segundos a uno del otro, pero no sabía de qué lado había caído la pelota.
Así que esperamos pacientemente a que llegaran los resultados. Cuando por fin los colgaron resultó que no habíamos ganado ni George ni yo. Fuimos segundo y tercero, por detrás de un chico de Indiana. Parecía impensable, imposible, pero ahí estaba, impreso, negro sobre blanco.
La ceremonia de medallas fue una hora después, más o menos, y por fin conocí a mi némesis; y al chico de Indiana, también. George era extremadamente tímido y educado. Me dijo que había escuchado un montón de cosas sobre aquel legendario chico de Colorado al que nadie podía vencer. Había escuchado que apenas pesaba 45 kilos y que mis pulmones eran el doble de grandes que los de una jirafa.
George admitió que me temía, y que toda la gente de Colorado con la que había hablado le había dicho que no tenía opciones de vencerme. Resultaba gracioso contarnos uno al otro todas aquellas historias grandilocuentes que habíamos escuchado el uno sobre el otro, y los temores que habíamos construido sobre ellas.
Y ahí estábamos, en un aparcamiento de Reading, Pensilvania, logrando la plata y el bronce, derrotados por un chico de Indiana del que nadie había oído hablar jamás.
Moab
Según vencía carreras en diferentes sitios de los EE. UU. comencé a soñar con tomar parte en competiciones internacionales. Una de las maneras de lograrlo era clasificarse para los campeonatos del mundo júnior. Ese se convirtió en mi objetivo y mi determinación para la temporada de 1989.
Para clasificarte tenías que obtener buenos resultados en una serie de carrera clasificatorias para los mundiales júnior, a lo largo de EE. UU. La primera de aquellas carreras tenía siempre lugar en Moab, Utah, en algún momento cerca de la Pascua. Era una carrera que atraía a los mejores de todo el país, todos ellos en busca de una de las plazas para el equipo que acudiría a los mundiales júnior.
Moab está en un seco desierto a gran altitud, en una parte desolada y poco poblada del este de Utah. Tiene unos pocos hoteles y bares de carretera cursis de estilo cincuentero, con carteles intermitentes de neón que intentan atraer a los turistas. También es un lugar de una intensa belleza, con gigantescos arcos de arenisca roja en el cercano parque nacional, además de cielos completamente azules.
Moab atrae a gente de todo el globo para contemplar la enormidad y grandísima belleza de esos arcos. La primera etapa de la Moab era una carrera típica del oeste, madrugadora, y que atravesaba el Parque Nacional de Arches. Era dura y montañosa, y solía señalar al que acabaría siendo el vencedor de la general en esa carrera de fin de semana.
Yo estaba acostumbrado al patrón que seguían las carreras júnior. Todo el mundo pedaleaba con bastante indecisión hasta que llegaban unos pocos momentos clave, o subidas, en los que se acababa dilucidando a cuentagotas quien quedaría vencedor. Mientras se acercaban las 8:00, hora de nuestra fría salida, me esperaba más o menos lo de siempre. Holgazanearíamos hasta las grandes ascensiones, habría unos cuantos ataques en las rampas de mayor pendiente, quedaría seleccionado el grupo cabecero y después disputaríamos los últimos kilómetros para dilucidar el vencedor.
Pero esta vez fue diferente. Segundos después de que sonara el pistoletazo de salida todo aquel pelotón júnior se convirtió en una fila india, en la que comenzaron a abrirse los primeros huecos. En un tramo de carretera recto y plano como la palma de una mano, a cosa de 100 kilómetros para la meta, alguien marcaba el ritmo a una velocidad que jamás se había visto antes en la categoría júnior. Volábamos, y parecía que alguien había tirado una granada en mitad de ese, por lo general, dócil grupo de educados ciclistas. Algunos de los chicos a los que en condiciones normales esperarías ver en la lucha por la victoria comenzaron a quedarse, antes incluso de la primera montaña. Era como si una moto liderara el pelotón.
Poco a poco fui recobrando posiciones por ese pelotón que se iba desintegrando, sorprendido por las caras rojas y los ciclistas medio muertos a los que iba pasando en mi remontada a la cabeza. Al fin llegué hasta donde Bobby Julich luchaba por aferrarse a la rueda frente a él.
«¿¿Quién es... ESE... que va... en... cabeza... ??». Resoplé. Bobby, sin aliento y apenas logrando hacerse oír, pronunció una sola palabra. «Lance».
En cuanto llegamos a la primera ascensión del día conseguí por fin abrirme camino hasta la cabeza para echarle un ojo a aquella bestia, el tal Lance, en acción. Estaba más que claro que le importaba bien poco cualquier táctica ciclista, limitándose a intentar eliminar a base de pura fuerza bruta, por sí solo, a todos los demás.
Sus hombros eran mucho más anchos y musculosos que los de cualquier otro chaval, y en su cara se veía una tormentosa determinación. No estaba allí para vencer en aquella carrera, había ido a imponer su voluntad. Estaba aquí para masacrar, saquear y dominar.
De manera disimulada me dejé caer unas pocas ruedas y pensé que lo mejor sería aguardar, mientras esperaba para ver si aquella bestia sobrenatural conseguía seguir a machete hasta la victoria o si acababa, finalmente, agotando sus reservas de rabia y odio, haciendo volar en pedazos su caldera. Bobby, un ciclista sibilino e inteligente, estaba pensando lo mismo. Al ‘Niño’ Lance no le preocupaban lo más mínimo esos pocos competidores que se aferraban desesperadamente a su rueda trasera. Siguió aplastando los pedales de manera torpe, como presa de una posesión demoniaca. Sus hombros se movían atrás y adelante mientras arrastraba un desarrollo demasiado largo para la colina en la que estábamos. No parecía importarle que los demás estuviéramos guardando fuerzas a su rueda. Su batalla no era por la victoria, lo que intentaba era desmoralizar, meter presión, y, por último, acabar con los últimos posos de ánimo que quedaran entre sus rivales.
En la parte de vuelta de la carrera entramos en la subida de mayor pendiente del trazado. Quedaban unos 15 kilómetros a meta, en la zona en donde, habitualmente, tenía lugar el momento definitivo. ¿Se conformarían los demás con ceder la victoria ante Lance? Desde luego que nos había intimidado a todos.
De repente vi a Bobby saltar a la cabeza. Fue un ataque audaz que lo único que hizo fue avivar aquella ira. Lance lo neutralizó.
Entonces fue mi turno. Ataqué sin mirar atrás, con más miedo que cualquier otra cosa. Me limité a seguir adelante, como si me persiguiera un león.
Bobby cerró el hueco conmigo, junto a uno o dos de los mejores júnior. «Lo hemos descolgado», gritó. «¡¡Vamos!!».
Y eso hicimos. Todos sabíamos que Lance lucharía como un animal herido para lograr reintegrarse en el grupo y darnos una lección. Así que pedaleamos como el viento para escapar a las consecuencias de nuestra insubordinación.
Habíamos herido al macho alfa, dejándolo agonizante. En el descenso final y aproximación a Moab comenzó a caer un aguanieve gélido, pero no creo que ninguno de nosotros se diera cuenta; estábamos tratando de escapar a nuestra defunción. Asumimos todo riesgo posible en aquellas resbaladizas y húmedas curvas.
Nuestro pequeño grupo trabajó en equipo, sin fallo, hasta que llegamos al último kilómetro. Entonces esprintamos por la victoria, con Bobby dando buena cuenta de mí, por supuesto, y de otro chico nuevo, Chann McRae.
Recuperando tras la carrera hablé con Bobby. «¿¿De dónde ha salido eso??», le pregunté.
Bobby me contó algo más. El nombre de aquel chico era Armstrong, Lance Armstrong, y era de Texas.
Corría en triatlones, pero se iba a pasar a la ruta y destrozaba a todo el mundo. Parecía ser buen amigo del otro chico nuevo de Texas, nuestro compañero de escapada Chann McRae. Entrenaban más que nadie, sabían mejor que nadie dónde hacer más daño e iban a por todas en el ciclismo, sin duda alguna.
Mientras estábamos en el podio vi a Lance mirándonos, entre el resto de chicos y padres que nos contemplaban.
Aquel día acabaría en cuarta posición. Se quedó mirando hacia el podio, con una mirada llena de desprecio, amenazante.
Me volví a Bobby. «Vale, está claro que ese Lance es una auténtica máquina», le dije, «pero tío, ¿no podría ser menos imbécil?».
Chann, de pie junto a mí en el podio, escuchó lo que dije. «Coleeeeega, le voy a decir a Lance lo que has dicho, y te va a patear ese flacucho culo que tienes, por capullo», dijo arrastrando las palabras con su acento texano.
Segunda parte
1989-1995
La generación de oro
Todos ellos, Lance Armstrong, Bobby Julich, George Hincapie y Chann McRae, acabarían disfrutando de carreras profesionales que los llevarían a colarse entre los mejores ciclistas de su generación. Serían quienes darían forma al ciclismo profesional durante las siguientes tres décadas; y no solo en los EE. UU., sino en todo el mundo, para bien o para mal. Pero en ese momento no eran más que chicos que intentaban competir sobre una bicicleta, igual que yo.
Bobby se presentaba en las carreras en la oxidada furgoneta de su padre, mientras Bob Julich senior siempre lucía los pantalones de atletismo Day-Glo más cortos y verdes que se podían encontrar. Lance iba a las carreras en un Camaro IROC-Z T-top blanco, con su madre sentada en el asiento del pasajero y la bicicleta desmontada y apretujada en el asiento trasero.
Había otros personajes que acabarían ganando y haciéndose un hueco en los grandes eventos: Freddie «el rápido» Rodríguez, Kevin Livingston y Jeff Evanshine, por nombrar a unos pocos. Éramos unos disfuncionales, chicos marginados que se conjuntaron en aquel extraño y minoritario deporte que era el ciclismo.
Todos nosotros soñábamos con competir en Europa y superar al múltiple ganador del Tour de Francia Greg LeMond. Y éramos competitivos, aunque lo cierto es que ese término, «competitivo», se queda corto para describirnos. Los de nuestra generación, nacidos entre 1971 y 1973, no solo queríamos ser buenos ciclistas, sino que nos sentíamos predestinados para dominar el ciclismo. Ni que decir tiene que el mayor problema vendría del hecho de que también nos convertiríamos en los mayores escollos que nos encontraríamos a nuestro paso.
USA Cycling, nuestra federación nacional, invitaba a los mejores y más brillantes ciclistas a varias concentraciones en el Centro de Entrenamiento Olímpico de Colorado Springs. No solo competiríamos unos contra otros, sino que, además, tendríamos que convivir los unos con los otros, un día sí y otro también. Competíamos entre nosotros en todo momento del día; nos tirábamos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, tratando de superar al resto.
La peor de aquellas concentraciones fue la de diciembre, cuando hicimos una «sesión de cross» que se suponía que nos ayudaría a sentar las bases de la temporada siguiente. Cada caminata, cada sesión de estiramiento y trabajo en el gimnasio, se convertía en una jaula de lucha libre. Nadie cedía un milímetro, en nada. Si hacíamos una caminata de seis horas hasta la cima de Pikes Peak, al día siguiente hacíamos sesiones triples de carrera, pesas y ciclocrós.
Tras una semana de entrenamiento las ampollas y tendinitis causadas por el sobreesfuerzo se convirtieron en norma general. Nos pasábamos calmantes a hurtadillas. Beber cantidades descomunales de café para lograr sobrevivir de un día al otro sin acabar llorando acabó siendo algo de lo más normal.
Aquello divertía muchísimo a los entrenadores, la mayoría de ellos salidos de la Europa del Este. Consideraban que la mejor manera de desarrollar los mejores ciclistas posibles era intentar destruir a todos con una carga de trabajo descomunal, para ver quién era capaz de mantenerse en pie tras dos semanas. Y, por supuesto, nosotros hacíamos que fuese todavía peor al convertir cada ejercicio en una competición que había que ganar a toda costa.
En cada concentración había unas cuantas rutinas que eran de lo más útil, como medir el VO2 máximo, análisis de sangre y ayudas para encontrar la mejor posición en nuestras bicicletas. Resultaba inevitable que incluso algunas de estas cosas acabaran tomando el mismo cariz competitivo.
Un entrenador decidió convertir la prueba del VO2 máximo en una competición. Como no podía premiarnos por tener el nivel de VO2 Max más alto, ya que en esto tiene mucho peso la genética, nos dijo que el que consiguiera el mayor nivel de lactato en sangre -el que fuera capaz de aguantar un mayor dolor- sería su acompañante en una excursión con todos los gastos pagados al cercano club de striptease Puss in Boots (Gatitas con Botas), de la cercana Colorado Springs.
El último día de aquella concentración un responsable salió del edificio principal para buscarnos a George Hincapie y a mí. Nos habían dado citas separadas para una consulta con el médico del Centro Olímpico de Entrenamiento. Ninguno de los dos teníamos la más mínima idea del motivo por el que nos citaban, pero ambos teníamos la sospecha de que había algún tipo de problema.
El doctor comenzó aquella consulta entregándome los resultados de las recientes analíticas que nos habían hecho en el campamento.
«Nos gustaría que te fijes en los resultados que aparecen donde se lee hematocrito y hemoglobina», me dijo.
Pasé la vista por el papel buscando esas palabras.
La primera cosa que se me pasó por la cabeza fue «Mierda, tengo cáncer».
Aquellos análisis del Centro Olímpico de Entrenamiento habían descubierto que tenía cáncer. «¡Pobre mamá!».
«Consideramos que esos números son anormalmente altos y tenemos que hacerte una serie de preguntas muy directas», me dijo.
«De acuerdo», contesté con resignación.
Y entonces el doctor me dijo: «¿En algún momento, mientras se celebraba esta concentración, has recibido algún tipo de transfusión de sangre para potenciar tu rendimiento?».
No tenía ni la más remota idea de lo que me estaba hablando, aunque recordé vagamente que durante los Juegos de 1984 se dio un escándalo que tenía algo que ver con la sangre. Le pedí que me explicara qué era una transfusión de sangre y me reí, nervioso.
El doctor me lo explicó.
«No, no he hecho algo así», le dije. «¿Por qué haría algo así...?».
Estoy bastante seguro de que a George le dijeron lo mismo. Al final, los doctores fueron bastante amables con nosotros y nos dijeron que estaban obligados a hacer ese tipo de preguntas tan directas, pero que el motivo más coherente para explicar estos valores debía de ser genético. George era de ascendencia colombiana y yo vivía en Denver, a lo mejor aquello tenía algo que ver en todo esto.
Mi padre se había tirado años tomando anticoagulantes después de sufrir un pequeño infarto cuando yo era un crío, así que era probable que también él tuviera altos los niveles de hematocrito y hemoglobina. No tenía ni idea. Ni tampoco la tenía George, pero ambos estábamos contentos de que se acabaran esas incómodas consultas.
La selección para los viajes a Europa que haría el Team USA comenzaría justo después de las concentraciones, empezando también el proceso de selección para los mundiales. El equipo nacional júnior realizaba entre tres y cuatro viajes anuales a Europa, y obtener una plaza para esos viajes era un premio de lo más codiciado.
En mi primer viaje pasé un mes en Bretaña, Francia, el corazón del ciclismo francés del momento. Sería mi primera aventura de verdad fuera de los EE. UU. y mi primer contacto con el auténtico ciclismo europeo.
La aventura comenzó durante el vuelo sobre el Atlántico, cuando uno de mis compañeros comenzó a sacar unos pocos tragos de whisky del carrito de bebidas cada vez que este pasaba. Cuando llegamos a París estaba «agresivamente» borracho. Tuvimos que conducirlo a través del control de pasaportes mientras rezábamos para que no le diera por montar alguna movida con alguien en el aeropuerto.
Al final lo arrastramos fuera de allí y tomamos nuestro transporte. El masajista y mecánico que enviaron a recogernos tiraron de cualquier manera nuestras bicicletas en el maletero de la furgoneta y después también a nuestro compañero borracho, en lo alto de todas las bolsas de bicicletas. Fue un largo viaje hasta Bretaña, y cuando llegamos tuvimos que limpiar el vómito que había sobre las bolsas de nuestras bicis.
La granja en la que nos alojamos tenía un aspecto exterior de los más pintoresco, pero por dentro era una pocilga donde se colaba todo el frío. Estábamos acampados a todos los efectos; a cada uno de nosotros nos dieron una esterilla y un saco de dormir para que lo pusiéramos en el suelo. Había goteras y apenas teníamos agua caliente, lo que pronto se convirtió en un problema. Después del entrenamiento del primer día nos dimos cuenta de que, como mucho, habría agua para uno o dos de nosotros.
Siendo criaturas de lo más darwinianas, los kilómetros finales de cada entrenamiento se convertían en una carrera hasta la granja, una carrera en busca del agua caliente. Al principio fue una suerte de broma, pero muy pronto se convirtió en una batalla sanguinaria. Mientras tanto, el entrenador se enfadaba porque pedaleásemos a tope en la parte del entrenamiento que se suponía que era de vuelta a la normalidad. Así que acordamos una rotación para las duchas, asegurando así que todo el mundo dispondría de agua caliente una vez cada tres días.
Pero en cuestión de unos pocos días Jeff Evanshine rompió la rotación. Cerca del final del entrenamiento salió esprintando en dirección a la casa y corrió a las duchas, riendo como un poseso el resto del día. La primera vez tuvo gracia. La segunda un poco menos.
La tercera vez que lo hizo, después de un entrenamiento particularmente largo, lluvioso y frío, el resto esperamos con paciencia a que estuviera completamente desnudo y listo para disfrutar de su ducha caliente. Lo rodeamos y lo sacamos al patio.
Evanshine tenía mi misma complexión: una rata esmirriada que mediría cosa de metro setenta y cinco y pesaría unos cincuenta y cinco kilos. ¡Pero tío, se convirtió en una bestia parda mientras se resistía a que lo arrojáramos al frío de la calle! Se retorció, gritó y luchó como un desnudo tigre sin pelaje por todo el camino hasta salir de la casa. Resultaba difícil de creer que pudiera tener esa fuerza. Por fin logramos sacarlo por la puerta.
Y lo dejamos a la intemperie.
Dio igual lo mucho que chilló, que lloriqueó, lo mucho que suplicó que lo dejáramos volver adentro, le dejamos ahí mismo, bajo una de esas somantas de agua helada por las que es tan conocida la Bretaña. Pero había mostrado una gran resistencia, así que se había ganado nuestro respeto y en reconocimiento no lo dejamos toda la noche allí.
No éramos unos globeros. Éramos ciclistas de competición, y en eso éramos implacables. Teníamos la misma disposición por cortarnos la yugular entre nosotros como la teníamos para con los rivales en las carreras en que tomamos parte. Competíamos por ser el primero en atacar, ya que entonces el resto del equipo se veía obligado a quedarse en el grupo perseguidor y no moverse. No eran las tácticas que usaría un ciclista profesional, pero funcionaban.
Casi nunca perdíamos, y a menudo dominábamos por completo, incluso cuando el pelotón era internacional y de calidad. Los EE. UU. eran un equipo contra el que había que vérselas. Greg LeMond ganaba el Tour de Francia y nosotros vencíamos en todas las carreras de categoría júnior que se celebraban en ese país.
Pero había un par de tíos a los que no parecíamos capaces de ganar. Eran las estrellas del ciclismo júnior francés de la época: Philippe Gaumont (quien más tarde correría en el Cofidis y acabaría siendo un reconocido confidente en temas de dopaje) y Erwan Mentheour.
Gaumont era una mala bestia, con una frente protuberante y una barba aun más espesa que la de Hincapie. Y ganaba, casi siempre. Podía esprintar, podía escalar y podía escaparse por su cuenta. Ningún terreno lo detenía.
Mientras pedaleábamos de vuelta a nuestra granja, después de una carrera en la que Gaumont nos había hecho trizas, un grupo de ciclistas franceses se nos acopló durante esos kilómetros extra de entrenamiento. Comencé un intento de conversación con uno de ellos al final del grupo. Era, sobre todo, una conversación de gestos y bufidos, pero cuando pronuncié el nombre «Gaumont» ambos sabíamos a qué me refería. A ambos nos había hecho pedacitos el vencedor de aquel día.
Entonces el francés se señaló la parte del brazo en la que el brazo se dobla sobre el codo, la parte en la que las venas sobresalen. Apretó con su pulgar, haciendo el gesto de un yonki que se pega un chute de heroína.
Mientras lo hacía exclamaba «¡Gaumont!» para enfatizar.
Me costó un segundo darme cuenta, pero entonces me di cuenta de que estaba acusando a Gaumont de doparse. Sacudí mi cabeza.
«Nooooon», respondí incrédulo.
El francés me miró fijamente.
«Mas oui!», dijo.
Aquella noche, mientras cenábamos una apetitosa lengua de vaca con guisantes, empezamos a hablar de aquellos rumores de dopaje en el pelotón. Todos nosotros aseguramos estar convencidos de que nuestro ciclista favorito estaba limpio, y todos aseguramos tener tolerancia cero con el dopaje. Todos coincidimos en que los que se dopaban no eran más que unos bastardos tramposos, y que los americanos jamás recurrirían a algo así.
Esos malditos franchutes e italianos harían cualquier cosa, pero nosotros, como americanos, éramos moralmente superiores y jamás recurriríamos a ese tipo de actitudes. Igual que Greg LeMond, que ha ganado el Tour limpio, exclamamos todos.
Por fin, nuestro entrenador, danés, mayor y más experimentado, replicó: «En Italia todo el mundo piensa que Bugno corre limpio y que Fignon se dopa. En Francia todo el mundo cree que Fignon está limpio y que LeMond se dopa».
Entonces comenzó a contarnos historias de ciclistas que cambiaban de equipo y que, de repente, pasaban a ir mucho más rápido o mucho más lento. Le pregunté si sabía por qué mi héroe, Andy Hampsten, ya no era capaz de ir tan rápido en el 7-Eleven como lo había hecho cuando corría en La Vie Claire.
Soltó una risita.
«Puede que ese sea un gran problema para Andy... pero, desde luego, es mucho mejor para su salud...».
Rechacé creer que mis héroes hubieran pensado en doparse, jamás.
«Puede que tengas razón», dijo encogiéndose de hombros, «pero no des por sentado que porque alguien sea americano no sentirá jamás la tentación de doparse».
Nos sentamos en silencio, escuchándole mientras nos contaba cómo los ciclistas júnior de todo el mundo habían tenido esta misma discusión que estábamos teniendo ahora. Nos contó que todos ellos deseaban creer que sus ídolos estaban limpios. Jamás nos habríamos imaginado que nuestra opinión pudiera sustentarse sobre prejuicios culturales. Jamás habríamos pensado que solo porque alguien hablara una lengua diferente, o viniera de una cultura diferente, no pudiera tener la misma perspectiva moral.
«Lo único que desea un buen ciclista es que en el pelotón haya justicia: que todos sigan las mismas reglas», dijo. «Porque todos pensáis que ganareis si nadie hace trampas, porque seguro que nadie es capaz de ser mejor que vosotros. Y eso está bien, es la manera en que piensa un campeón».
Después de que el Team USA regresara de aquellas aventuras europeas, todos nosotros nos aplicamos en nuestra tarea de intentar masacrarnos entre nosotros en nuestra tierra natal. Y, por supuesto, esto incluía dejar de correr en la categoría júnior y participar en todas las carreras profesionales en que nos permitiesen correr con diecisiete años. Si estábamos llamados a suceder a los Greg LeMond y Andy Hampsten teníamos que ganar ya a todos los ciclistas locales de primera categoría y a los profesionales de menor nivel antes de cumplir los dieciocho.
Acompañado de mi nuevo amigo, Colby Pearce, fui a todas esas carreras locales o regionales. Era un año mayor que yo y poseía un fiable coche japonés con el suficiente espacio como para meter dos bicicletas y el equipaje. Incluso tenía una baca para poner las bicis. Además, ambos compartíamos nuestra pasión por la música oscura y alternativa, además de por las mujeres de aspecto gótico vestidas de negro.
Colby era la antítesis del resto de ciclistas que había conocido. Leía a Nietzsche, odiaba el resto de deportes, odiaba las hermandades, odiaba el pelo con demasiado volumen y odiaba la mayor parte de lo que constituye la vida en sí misma. Estaba clarísimo que era el compañero de viajes ideal.
Nos hicimos grandes amigos y viajamos a lo largo y ancho de EE. UU. en busca de las carreras con el mayor premio en metálico posible, y en las que pensásemos que podíamos ganar a ciclistas que nos sacaban más de diez años. Si una carrera se nos daba medianamente bien sabíamos que tendríamos el dinero suficiente como para acudir a la siguiente.
Nuestra primera aventura comenzó con un viaje desde Denver a Oklahoma City. Después, una vez que nos hicimos con unas cuantas estampitas verdes del gobierno de los Estados Unidos nos dirigimos a Bisbee, Arizona, para una carrera por etapas de cinco días. Como contrapartida, toda esta libertad y exploración traía aparejada no ir a clase, no ir a las fiestas de último curso y no poder encontrar a nuestros primeros amores en las clases de álgebra.
Dormíamos en el suelo de las habitaciones de hotel de otras personas, conducíamos horas y horas y después montábamos en nuestras bicis. No teníamos teléfono móvil ni forma de comunicación alguna con casa. Éramos, simplemente, nosotros dos, unos adolescentes con un Honda blanco y dos bicicletas en el techo, en un continuo viaje por carretera, un continuo cabalgar a lomos de la libertad. Colby y yo nos hicimos inseparables, unos hermanos del asfalto que escuchaban a Duran Duran.
Colby era un alma interesante pero atormentada. Había perdido a su madre siendo un niño por culpa del cáncer, y unos años después su padre había muerto de un ataque al corazón. Era un ateo convencido, bajo el razonamiento de que ningún dios permitiría que un niño tuviera que soportar un dolor como aquel a una edad tan tierna.
Cada vez que una carrera no le iba como esperaba, o que tenía algún problema con su bicicleta, Colby culpaba a Dios. Gritaba mirando al cielo mientras decía: «¡¿Por qué me odias?!».
En uno de esos accesos de ira Colby arrojó un viejo extractor de bielas Campagnolo directo a los cielos. Ambos le perdimos la pista, pensando que, a lo mejor, esta vez sí que había golpeado en el mismísimo Dios. Es decir, lo pensamos hasta que, de repente, el extractor cayó justo sobre mi pie. Mi cara se puso como un tomate; y mi pie más aun.
«¿A qué coño ha venido eso, imbécil?», le pregunté. Colby se quedó de piedra.
Rápidamente se disculpó.
«Mi pie no tiene culpa de tu ateísmo, así que ¿podríamos dejar de gritarle a Dios, aunque fuera un poquito?», dije lleno de rabia.
Tras aquel incidente con el extractor de bielas hubo algo menos de debate filosófico y bastante más de escuchar a Depeche Mode y The Cure. Daba igual cuáles fueran nuestras diferencias, estábamos de acuerdo en nuestra manera de viajar y perfeccionamos el arte de recibir multas por exceso de velocidad y mear en botellas cuando no podíamos parar porque no llegábamos a tiempo a la siguiente carrera.
Nuestra parada final en aquella aventura nuestra que duró un mes fue la carrera por etapas de Mammoth Lakes. Se rumoreaba que iba a participar el equipo de la Unión Soviética, y ambos nos sentíamos intimidados y excitados a partes iguales.
«¡Que vienen los rusos...!».
Era como en la escena de Breaking Away en la que el Team Cinzano participaba en la Bloomington 100.
Las estrellas de los soviéticos era Vladislav Bobrik y Evgeni Berzin, quienes acabarían gozando de un gran éxito en el circuito profesional europeo años más tarde. Pero ya entonces eran unas estrellas de nuestro mundo, tras haber dominado durante años el circuito de carreras amateur en Europa. Parecía que su destino era convertirse en ciclistas profesionales, siempre que su todavía comunista gobierno les permitiera perseguir una aventura tan capitalista.
Condujimos las dieciséis horas que nos separaban de Mammoth Lakes, entusiasmados por demostrar lo buenos que éramos en comparación con la apisonadora rusa. Ambos teníamos mucho que demostrarle al mundo y el peso del rencor que cargábamos sobre nuestros hombros era como el de una montaña rocosa. Esta sería una buena oportunidad de demostrarle a todo el mundo que nosotros también podíamos pedalear como unos malditos cohetes.
Un gran número de ciclistas profesionales había decidido presentarse a la carrera y medirse contra los soviéticos. Eran cinco días y un buen puñado de etapas por encima de los 150 kilómetros atravesando puertos de montaña y desiertos: sería la carrera más dura en la que ninguno de los dos hubiera competido hasta entonces, por mucha diferencia.
La primera etapa era una cronoescalada hasta la estación invernal de Mammoth. No tenía ni idea de cuál podía ser mi papel, ni el de los contrincantes. Que me invitaran a una carrera tan prestigiosa era todo un orgullo para un soñador de diecisiete años.
Sabía que era bueno escalando, y disfrutaba de medirme en el arte de la contrarreloj, pero jamás me había enfrentado a una prueba con tantísimo nivel entre los participantes. Estaba demasiado nervioso y excitado como para comer mucho durante el desayuno. Mientras nos dirigíamos a la salida vi a muchos de mis héroes calentando. Estaban Alexi Grewal, Bobrik, Jeff Pierce, ganador de una etapa del Tour en los Campos Elíseos, y muchos más.
Al comenzar la cronoescalada consideré que un buen objetivo sería que no me pasaran los que venían por detrás, así que a pesar de estar alucinando no sentí demasiada presión. Aun así, acabé esforzándome lo suficiente como para volver a abrazar a mis viejas amigas las arcadas al llegar a la meta. Esta vez no estaban allí papá y mamá para consolarme cuando, en una esquina, comencé a querer vomitar.
Pero entre aquel ataque de bilis pude escuchar al comentarista.
«¡Nuevo mejor tiempo! Marcado por un ciclista del que jamás he escuchado hablar, pero que aun así acaba de marcar un nuevo mejor tiempo, Jonathan Vaughters».
Estaba flipando. Dos comisarios de carrera se acercaron a decirme que debía quedarme cerca de la zona de meta, por si acaso ganaba. Exacto. Por si acaso ganaba... Al final quedé segundo, detrás de Bobrik. Pero luché de manera valerosa contra los rusos durante toda la semana, superando montañas, resistiendo altas temperaturas y vientos laterales. Ninguno de mis compañeros júnior podía creer lo que estaba haciendo... Y yo tampoco.
Al final fui el que mejor quedó entre todos esos ciclistas de la «generación de oro» del ciclismo americano. Aquel resultado no tardó en llamar la atención de los entrenadores del equipo nacional, y casi todos me aseguraron que tendría una plaza para el equipo que iría a los mundiales júnior de 1991.
Los campeonatos del mundo júnior de ese año se celebrarían en Colorado Springs, la primera vez que los EE. UU. organizaban unos. El trazado era un circuito montañoso alrededor del Jardín de los Dioses, a más de 2100 metros de altura. Y eso le venía como anillo al dedo a un escalador que vivía en altitud. Quería ganar. Quería ser el primer americano desde Greg Lemond que lograba convertirse en campeón del mundo júnior.
Como no podía ser de otra forma hubo varias concentraciones en el Centro Olímpico de Entrenamiento (al cual le habíamos puesto el muy apropiado nombre de El Vertedero) para preparar los mundiales. Durante las concentraciones coincidíamos, en ocasiones, con la promoción júnior justo anterior a la nuestra, quienes acababan de engrosar las filas de la categoría senior; y entre ellos estaba Lance.
Aquello volvía a parecer un instituto, con los más veteranos, como Lance y Bobby, haciéndose los guais y rechazando confraternizar con esos que seguíamos formando parte de los júnior. Por supuesto que hubo ocasiones en las que nuestros grupos coincidían en carreras locales en Colorado, lo que nos daba la oportunidad de demostrarle a esos tíos unos años mayores que nosotros no éramos inferiores.
Durante una de esas concentraciones la mayor parte de los ciclistas acudieron a disputar la escalada al Monte Evans. Competirían tanto la versión júnior como la senior del Team USA, y Lance sería uno de ellos. Apenas eran 46 kilómetros, pero el aire se hacía cada vez más liviano cuanta más altura remontabas.
Puede que los ciclistas senior del Team USA fueran incluso más competitivos entre ellos de lo que lo éramos los del equipo júnior, ya que también se estaban jugando por entonces una plaza en el equipo olímpico de 1992. Para ellos cada carrera tenía una importancia capital, por lo menos todas las carreras en las que se dejaban caer los seleccionadores.
Los tres grandes capos del Team USA eran: Lance, Bobby y Darren Baker. Para nosotros, los júnior, era una oportunidad sin igual de patear algún trasero que otro y evitar que nos metieran en un cubo de basura o nos encerraran en alguna taquilla cuando regresáramos al centro de entrenamiento.
Terminé quinto, siguiendo muy de cerca a los ciclistas profesionales del Coors Light y del Subaru-Montgomery, más mayores y establecidos. Lance, que ese mismo año se había impuesto en la Settimana Bergamasca, una carrera por etapas del norte de Italia, entró el sexto. Aquello supuso una pequeña victoria que llevar al Vertedero.
Chad Gerlach, otro ciclista que también era una especie de marginado, fue otro de los presentes en aquella concentración. Chad siempre tuvo los huevos suficientes como para desafiar a Lance. Era el lobo solitario que siempre intenta acabar con el macho alfa. Esta era la mejor oportunidad para sacar a Lance de sus casillas. Mientras estábamos pasando el rato en el dormitorio de hormigón en el que dormíamos, Chad comenzó a provocar a Lance.
«Bueno, Lance, entonces, la cosa esa que ganaste en Italia, Settimana Bergdorf, Goodman o lo que sea, no debía de ser muy complicada, ¿no?», reflexionaba Chad. «Me refiero a que te acaba de ganar un júnior de 55 kilos. Tiene que joder, ¿no?».
Y así siguió durante días. Podías notar que el cabreo de Lance aumentaba cada vez más. Eso sí, de haber sido las cosas al revés Lance le habría hecho tragar a este chaval la misma mierda. Entonces, un buen día, Chad desapareció de la concentración. Se rumoreaba que Lance había abierto un agujero en un tabique con la cabeza de Chad.
Todos sabíamos que los entrenadores tendrían que hacer algo y asumimos que, de acuerdo a las políticas del Centro Olímpico de Entrenamiento, mandarían a casa a Lance. Una cosa eran las palabras, pero la violencia era algo más serio.
A todos nos confundió enterarnos de que al que habían expulsado era a Gerlach, no a Lance. Pero el mensaje de los entrenadores nos llegó alto y claro. Nada de líos con el hijo prodigioso de Texas. Las reglas no van con él.
Quedaban apenas unas semanas antes de los mundiales júnior, y las cosas estaban muy tensas por el Vertedero. Se iba a hacer la selección final, tanto la del equipo de carretera como la del combo para la contrarreloj por equipos, y la gente andaba con el alma en vilo. La lucha por entrar en el corte final estaba en su apogeo y todos íbamos a degüello. El equipo para los mundiales estaba dividido en dos partes: el equipo seleccionado para la contrarreloj por equipos y el seleccionado para la prueba en ruta. Me imaginaba que era un fijo en la prueba en ruta, pero también pensaba que tenía bastantes posibilidades de entrar en el equipo para la contrarreloj.
Colby también estaba entusiasmado con poder entrar en las filas de la contrarreloj por equipos. Así que formamos pareja para disputar la contrarreloj por parejas que USA Cycling había organizado como criterio extra para elegir a los que irían a los mundiales.
Estábamos convencidos de que nos merecíamos formar parte del equipo para la contrarreloj por equipos y, al terminar segundos en esa contrarreloj por parejas, pensábamos que habíamos hecho un buen trabajo para demostrarlo. Sin embargo, esa prueba era un simple aperitivo para la contrarreloj por equipos de cuatro integrantes, en la que los entrenadores decidirían quién correría con quién.
Parecía cantado: Colby y yo estábamos seguros de que nos emparejarían con los otros chicos más fuertes y con eso quedaría conformado el equipo para la crono de los mundiales. Sin embargo, cuando se anunciaron los equipos A, B y C para la prueba final, nos vimos en el equipo B.
Me llevaban los demonios. Todo el mundo sabía que los entrenadores usaban aquella contrarreloj de cuatro como una forma de dar por cerrada una decisión que ya estaba tomada. A Colby y a mí nos habían emparejado con otros dos chicos que no iban a ser de gran ayuda, con lo que nos condenaban a la derrota. Aquello era una mierda como un piano, y típico de los entrenadores de EE. UU. por entonces. Tenían sus favoritos y nosotros no estábamos en esa lista.
Así que tuve una charla con Colby. Le dije que debíamos boicotear esa parodia de selección y boicotear la propia carrera. Colby se mostraba un poco más renuente a tocarle las narices a los principales entrenadores de USA Cycling, pensando que aquello no le beneficiaría a largo plazo; y estaba en lo cierto. Pero después de un discurso farisaico por mi parte por fin pude ver en los ojos de Colby ese fuego que le despertaba su odio-a-Dios-y-a-la-autoridad. Accedió a llevar a cabo el boicot.
Sabía que un boicot dañaría mi posición para el equipo en ruta y que los entrenadores lo verían como una traición. Pero estaba plenamente convencido de que aquello podía ayudar a mostrarles a otros chavales que no tenían por qué tragar con un sistema de selección tan parcializado.
«¡Da ejemplo, maldita sea! ¡Levántate para luchar por lo correcto, demonios! ¡Esto es América!».
Además, molaba eso de ir de rebelde. Me sentía como mi mayor héroe de aquellos tiempos: El campeón olímpico en los Juegos de 1984, Alexi Grewal.
Me encantaba Alexi. Escupía a las cámaras y destrozaba su maillot al ganar carreras para evitar darle publicidad a sus patrocinadores cuando sentía que en su equipo lo habían tratado mal. Se mantenía fiel al papel de «El Hombre». Hacía las cosas a su manera, sin importarle las consecuencias. No tenía nada de niño bonito. Todos los entrenadores y directores le odiaban, y él odiaba toda clase de autoridad. Yo quería ser como él, justo lo contrario a Lance.
Sin embargo, resultó que aquellos entrenadores salidos del régimen soviético no se dejaban impresionar por adolescentes americanos tendenciosos e idealistas. Fue divertido ver el caos que montamos, pero los cierto es que tuvo sus consecuencias. Me arrastraron a las oficinas de los principales entrenadores del Vertedero y me dijeron, sin dejar ningún lugar a las dudas, que sabían que aquel alboroto había sido idea mía y que si se me ocurría llegar dos segundos tarde a cualquier salida de entrenamiento o reunión del equipo, me echarían del equipo en ruta para los mundiales.
Mi acto de rebeldía a lo James Dean murió durante aquella reunión. Me disculpé y me fui enfurruñado hasta mi habitación, con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha. Durante el resto de la concentración previa a los mundiales cumplí con las reglas, no moví ni un pelo y siempre dije «sí» y «gracias».
El equipo para la contrarreloj por equipos formado por George Hincapie, Fred Rodríguez, Chris Wherry y Matt Johnson lo hizo bastante bien sin mí, terminando en segunda posición y logrando la primera medalla en unos mundiales júnior para los EE. UU. en unos cuantos años. Los entrenadores se aseguraron de que me enterara de lo bien que lo habían hecho sin mí. Por una vez, cerré el pico y me limité a esperar hasta el día de la prueba en ruta.
Cumplí las reglas, esperando mi oportunidad de proclamarme campeón del mundo. Durante los días previos me había encontrado un poco apagado, tal vez luchando contra los síntomas de un catarro, aunque me encontraba demasiado nervioso como para pensar en ello. En la salida temblaba de nerviosismo.
Al mirar a mi alrededor vi lo mismo, chicos de todo el mundo temblando por los nervios. Fue una tensa mañana. En el último momento se aplazó la salida porque el equipo de Egipto acababa de llegar desde el aeropuerto en unos viejos taxis de los que había en los 80.
Vimos cómo les montaban las bicicletas en la misma línea de salida. En apenas cinco minutos, esos chavales, recién salidos de un bonito vuelo que había durado veinticuatro horas, estaban a punto de tomar la salida en unos mundiales.
«No van a durar ni dos vueltas», pensé.
Sonó el pistoletazo de salida y desde el primer momento me vi en problemas. La carrera fue rápida y peligrosa. Nerviosos ciclistas júnior estaban dispuestos a arriesgar lo que hiciera falta en aquellos mundiales, los cuales veían como el primer paso para lograr un contrato profesional.
En las primeras vueltas hubo varias caídas. Esquivé las peores, pero no hice más que quedarme taponado por detrás, intentando encontrar mi ritmo. El equipo de los EE. UU. estaba considerado como uno de los más potentes que había en carrera, y todos sabíamos quiénes eran los más peligrosos, en cabeza de los cuales estaba nuestro viejo amigo Philippe Gaumont.
Pese a todo, aquello se estaba celebrando en nuestros dominios, en nuestro país por una vez, y sabíamos que podíamos ganar. El problema era que todos nosotros queríamos ser el que se llevara la victoria. La vieja paradoja del ciclismo. Es un deporte de equipo en el que solo un miembro alcanza la gloria.
Y todos queríamos esa gloria. Pero había una persona que la quería un poco más que el resto de nosotros y no estaba teniendo ningún problema para sentir que volaba: Jeff Evanshine.
Aquel día luchó por conseguir la victoria todavía con más coraje que el demostrado cuando lo sacamos bajo la lluvia en Bretaña. Y cuando todo el pescado estuvo vendido fue el flacucho Jeff el que se llevó la victoria. El menos favorito del equipo, el tipo que acaparaba todo el agua caliente en Francia.
Jeff se vengó de aquella tarde bajo la lluvia. Ahora nosotros éramos los que nos habíamos quedado bajo el frío, asistiendo, con las manos vacías, a su imagen en lo más alto del podio, resplandeciente con las bandas arcoíris de campeón del mundo luciendo a lo largo de su pecho, igual que Greg LeMond.
La gran aventura
La vida se convirtió en todo un anticlímax tras los mundiales júnior. Fue un verano caluroso y perezoso en Colorado, y mientras todos mis amigos se preparaban para ir a la universidad, yo me echaba siestas en el sofá y trataba de ignorar la realidad que tenía ante mí.
En apenas cuatro años había pasado de ser el último clasificado en mi primera carrera a representar a los EE. UU. en unos mundiales. Había demostrado ser uno de los mejores ciclistas júnior del mundo y pensaba que estaba predestinado a hacer algo grande. Pero en aquel momento se cernía, amenazante, una pregunta sobre mí: ¿y ahora qué?
Mis padres sabían que no me planteaba, de manera muy seria, la posibilidad de ir a la universidad. Estaba apático, apenas competía y entrenaba poco, por hacer algo, pero sin estar muy seguro de cuál sería mi siguiente paso.
Ya no podía correr en categoría júnior y tendría que competir con los adultos y contra ciclistas profesionales: no por elección propia, sino porque era lo que debía hacer si quería seguir compitiendo.
¿Me seguiría prestando mamá su ranchera? ¿Tendría que buscarme un trabajo? ¿Querría algún equipo senior apoyarme e incluso patrocinarme? ¿O acabaría como esa caterva de ciclistas profesionales «quiero y no puedo» de veinticuatro años que todavía vivían con sus padres, envidiando a aquellos que habían conseguido un contrato con un equipo y que todavía soñaban con ser grandes algún día?
En mi interminable tiempo libre decidí que tampoco sería tan mala idea apuntarme a un par de cursillos en el centro de estudios superiores local. Como necesitaba ganar un poco de dinero extra para poder así gastar más dinero, tampoco resultaba tan mala idea apuntarme a alguna carrera local en la que hubiera buenos premios en metálico. Por suerte para mí, Colby pensaba lo mismo.
Como dos mercenarios en busca de un botín comenzamos a buscar carreras locales en las que nos resultara sencillo lograr premios. La primera de todas fue la Steamboat Springs, una carrera por etapas. Ambos nos apuntamos a la categoría profesional uno, pensando que podríamos escapar de allí con unos cuantos cientos de dólares.
Mientras conducíamos rumbo a la carrera Colby no hacía más que lloriquear sobre una chica con la que quería romper, aunque no tenía agallas para decírselo. Esto era algo típico de él. Era un imán para las mujeres, en cuanto se enteraban de que había perdido a sus padres apenas siendo un niño todas querían convertirse en su madre y amarlo. Y a menudo él mismo jugaba esa carta.
«Escucha, vamos a hacer una apuesta», le dije. «Si gano esta carrera tú tendrás que cortar con ella, en ese mismo momento».
Colby se rio.
«¡Colega, no tienes la más mínima posibilidad de ganar en categoría profesional siendo un júnior! ¡Ni de coña! Hay demasiado capo ahí».
Nos estrechamos la mano y convinimos que si yo ganaba la carrera él pararía en la primera cabina que viéramos y llamaría a aquella chica.
Tras una larga temporada de competición a ninguno de los dos nos quedaban demasiadas fuerzas ni ganas como para gastarlas en una pequeña carrera en Steamboat. Pero aquella apuesta avivó mi hambre de victoria.
Las cosas entre Colby y yo siempre funcionaron así: nada tenía mayor importancia que ganar una apuesta.
Durante tres días luchamos contra los mejores «ciclistas-quiero-y-no-puedo-que-siguen-viviendo-en-el-ático-de-mamá» de Boulder por entrar en los lugares de honor en las Rocosas de Colorado. No resultó sencillo, ya que desde los mundiales júnior no había prestado demasiada atención a mis entrenamientos, pero luché con todo lo que tenía. Cuando la carrera llegó a su fin había ganado 5000 dólares en metálico, un cuadro de titanio Moots y, sobre todo, mi apuesta con Colby.
Tras la carrera me apoyé en una cabina de teléfono junto a Colby en el aparcamiento del Motel Rabbit Ears, esperando a que él hiciera esa llamada. Él comenzó a quejarse, diciendo que en el fondo le gustaba y que tal vez no quería romper con ella. Le contesté que muy bien, pero que entonces tendría que llamarla y pedirle matrimonio.
Al final, después de unos cuantos momentos de lo más extraño, llamó y estuvo unas dos horas al teléfono. Yo no hacía más que ir de un lado a otro buscando más monedas que meter en aquella cabina, porque él no hacía más que esquivar el asunto. Al fin dejó caer la bomba.
Todo se había acabado: nuestra inocencia, nuestra última carrera júnior, nuestra temporada de carreras y también aquella relación. Regresamos a casa escuchando a The Cure una y otra vez.
Después de que la temporada de carreras de ese año llegará a su fin comencé, sin demasiadas ganas, mis clases en el infame Metro State College. La Metro era la universidad en la que acababas cuando tus padres no tenían suficiente dinero para mandarte a ningún otro sitio.
Había decidido estudiar algo parecido a filosofía e historia del arte, ya que me parecía que ninguna de esas cosas se entrometería demasiado en mis entrenamientos en caso de que, por fin, encontrara un equipo con el que correr la temporada siguiente. No sé por qué, pero no llegué a preocuparme por la posibilidad de que no apareciera ninguno. Tenía tal confianza en que mi destino era convertirme en ciclista que tenía la certeza absoluta de que, antes o después, algún equipo acabaría llamando a mi puerta.
Comencé un agotador horario de debates sobre Aristóteles y de dibujos impresionistas para tener así un poco controlados a mis padres. Técnicamente «iba» a la universidad, así que tampoco tenían de qué quejarse. A pesar de mi cansado horario académico entrenaba cada día, sin un objetivo claro, pero considerándolo una especie de empleo.
Como había ganado más dinero con el ciclismo del que mis amigos habían ahorrado repartiendo pizzas consideraba que me merecía contemplar que el ciclismo era mi empleo. Y desde luego que eso era en lo que quería que se convirtiese, pero alguien (algún equipo, alguna persona) tendría que hacerlo realidad.
Y eso me condenó a largas sesiones de espera junto al teléfono. A veces todo el día.
En ocasiones parecía como si estuviera esperando a que me telefonease alguna chica a la que había invitado al próximo baile. Si no encontraba un equipo o lograba que alguien me patrocinase sería muy complicado seguir con mis progresos en el ciclismo. De eso estaba seguro.
Ya había logrado el galardón como mejor ciclista del estado de Colorado en la primera división/profesional, así que no me quedaba mucho más que lograr a nivel regional. El equipo nacional de los EE. UU. me llevaría a algunas carreras en Europa y Sudamérica, pero no iba a pagarme por ello y tendría que limitarme a competir en las carreras nacionales.
Seguía viviendo en casa de mis padres, en la misma habitación de cuando era un crío, comiendo a sus expensas. Precisamente lo que quería evitar con todas mis fuerzas. Había visto a muchísimos júnior prometedores hacerse invisibles para los grandes equipos en las carreras júnior, teniendo que inventarse después la manera de seguir corriendo.
Y eso solía llevar implícito vivir en casa, pidiendo dinero para echar gasolina, tener un trabajo a media jornada, intentar entrenar lo más posible y acabar pareciendo un auténtico perdedor en comparación con tus amigos universitarios. Miraba con desdén a aquellos ciclistas a los que les había ocurrido, aunque yo mismo estaba a punto de convertirme en uno de ellos.
Yo quería ser como Lance o Bobby Julich. En cuanto salió de la categoría júnior, Lance firmó con un gran equipo, el Subaru- Montgomery, que le pagaba una pasta. No vivía en casa: tenía su propio apartamento, sus ingresos propios y su propio Camaro. Era la vida con la que yo soñaba.
Envié currículos, hice llamadas, intenté pedir favores, todo lo que pude para conseguir llamar la atención de alguien, que alguien me llamara. Y por fin sucedió.
Cuando me telefonearon fue mi madre la que cogió el teléfono y me llamó desde la planta de abajo. Al tomar el auricular escuché una voz extrañamente áspera y quejumbrosa.
«Hola, Jonathan, soy Warren Gibson».
Warren Gibson había dirigido unos años antes el equipo Plymouth-Reebok y era un buen amigo de Greg LeMond. En el mundo del ciclismo era conocida su displicencia, aunque se le reconocía su habilidad a la hora de hacer tratos. Había sido responsable de lograr que Paul Willerton fichase por el Z de LeMond, así que era un buen contacto que tener en tu agenda.
Me explicó que se había fijado en mi actuación en la Mammoth Lakes y que le había impresionado mi capacidad para plantarles cara a los rusos. Estaba organizando un nuevo equipo para la temporada de 1992 y quería contar conmigo.
Me dijo el sueldo que tendría (¡1500 dólares al mes!), las carreras en las que participaría el equipo e incluso me comentó cómo haría para ayudarme a entrar en el equipo de Greg LeMond en Europa. Estaba tan excitado que quería ponerme a gritar. Por fin. Así es como saldría del sótano de mis padres.
El equipo estaría patrocinado por la compañía automovilística Saturn, una nueva filial de General Motors, y giraría alrededor de Bob Mionske, quien había sido cuarto en los Juegos de 1988.
Oficialmente sería un equipo amateur -nuestros sueldos serían, técnicamente, «dietas y gastos básicos a reembolsar»- y nuestro objetivo era el de meter al mayor número posible de gente en el equipo que iría a los Juegos de 1992; sobre todo a Bob. Después de escuchar la voz, nada relajante, de Warren durante más de una hora corrí escaleras abajo, contento de poder decirles que ya no seguiría siendo una carga.
Estaban contentos de que me fueran a pagar, pero no les hacía tanta gracia que a partir de la primavera no siguiera en la universidad. Pero aquello no tenía vuelta de hoja, era mi primer paso para convertirme en un auténtico ciclista profesional.
Justo después de Año Nuevo recibí por correo mi prima por haber fichado por el Saturn y me fui a comprar un oxidado Porsche de 1971 que me costó 2000 dólares. Meter la bici en aquel Porsche era de lo más complicado, pero eso apenas me importaba. Necesitaba que mi coche fuera una prolongación de mi personalidad, y un Porsche naranja lleno de óxido, y que apenas funcionaba, era la elección perfecta.
En cuanto llegué a Los Gatos, California, al día siguiente, vi a un corpulento hombre con pinta de morsa, con bigote y una brillante calva, que se acercó caminando de manera extraña hacia mi coche en cuanto entré en el aparcamiento. Era Warren.
Me saludó de la misma manera en la que un padre saluda a su hijo que acaba de regresar a casa tras años en la guerra. Me tomó en brazos y me abrazó, llamándome todo el rato «amiguito», y lleno de alegría se puso a enseñarme el mejor hotel de carretera de Los Gatos. Hombre, el tío estaba contentísimo de tener su propio equipo, y su alegre entusiasmo era de lo más contagioso.
La gente llamaba a Warren «Gibbo» (también le llamaban «la morsa», aunque jamás se lo decían a la cara) y Gibbo parecía un chico con un enorme juguete nuevo. No podía creerme la cantidad de dinero que se estaba gastando en aquel equipo. Nos dieron unos polos en los que estaba cosido el nombre del equipo, y teníamos coches de asistencia en los que estaban rotulados los logos de los patrocinadores. A cada uno de nosotros nos daban gratis la ropa ciclista y un casco. Nos pagaban todos los gastos que teníamos en los viajes. Era una especie de nirvana ciclista para un chico de dieciocho años. Yo estaba acostumbrado a pagar la gasolina con el dinero que obtenía con los premios y a dormir en los sofás de otros. Ahora me alojaba en hoteles y no tenía ni que preguntarme cuánto costaba la inscripción para las carreras. ¡Y cada mes me pagaban! Aquel equipo tenía pasta.
Cenábamos chuletones en el Chart House, nos hicieron reportajes fotográficos en la sede de la revista Sunset y nos grabaron en vídeo para usar nuestra imagen en anuncios de coches. Nos creíamos las estrellas del rock de la escena ciclista de California. La verdadera estrella de rock del equipo, Bob Mionske, apareció muy pronto en la concentración. Para nosotros aquello fue como la segunda venida del profeta.
Bob era el motivo por el que existía aquel equipo, ya que iría a los Juegos y la gente creía que incluso tenía posibilidades de medalla. Desde luego, los de Saturn creían que la iba a conseguir. Esta creencia se sustentaba sobre la cuarta plaza que había logrado en los Juegos de Seúl de 1988. Aquella llegada a meta también había alumbrado un apodo de los más gracioso.
A Bob le encantaba broncearse al sol. No le gustaba tener el moreno tan característico que tienen todos los ciclistas, y se pasaba horas tumbado al sol, bronceándose. Durante muchos años la gente le llamó «Bronce Bob». Pero el caso fue que, después de haber terminado cuarto en los Juegos, cuando casi logró la medalla de bronce, el apodo mutó a «Casi Bronce Bob»
Pero, a él, aquello no le hacía mucha gracia.
En la recepción de Los Gatos también conocí a mis nuevos compañeros de equipo y de habitación durante la concentración. Andrew Miller era un licenciado en ciencias e ingeniería computacional o algo así. Leía un montón, estudiaba matemáticas como hobby y le gustaba contar historias de cuando partía planchas de boro con un láser en el laboratorio de ciencias de la universidad.
El otro era Dave McCook. La mayor afición de Dave era mirar a través de la ventana del estudio para ver a las mujeres hacer yoga y aerobic. Se podía tirar horas haciendo aquello, señalando a las que le parecían más atractivas.
A pesar de la diferencia de intereses entre nosotros nos divertíamos viajando y entrenando juntos en las carreras del norte de California. Y cocinábamos juntos, sobre todo usando mi olla eléctrica Crock-Pot. Era una olla milagrosa: metíamos en ella un montón de comida y cuando regresábamos a casa después de un largo entrenamiento aquello se había convertido en una suerte de masa comestible que nos comíamos para cenar.
Por desgracia, en una ocasión en la que fuimos a Oregón para una carrera de una semana nos olvidamos de que nos habíamos dejado la Crock-Pot haciendo unas judías pintas en nuestro palacio de Los Gatos. Por fortuna, una mujer del servicio del hotel la desconectó tras un par de días. En lugar de que nuestra habitación quedara calcinada por las llamas de un cortocircuito eléctrico, a nuestro regreso nos encontramos el soso y prístino rezumar de unas judías pintas cocinadas una semana atrás, pudriéndose en el fondo de la olla.
Aquel año competimos por todo el país, participando en las carreras más importantes y, en ocasiones, enfrentándonos a los mejores equipos profesionales. Pero el gran objetivo del equipo Saturn eran las clasificatorias para los Juegos.
Los Juegos eran la razón por la que Saturn se había metido en el ciclismo. Gibbo nos dejó muy claro lo importante que esas carreras eran para el equipo y para el patrocinador. Lo mínimo que se esperaba de nosotros era meter a Casi Bronce Bob en el equipo olímpico, y Gibbo también esperaba que un segundo ciclista del Saturn acudiese a los Juegos de Barcelona de 1992.
Era un objetivo demasiado ambicioso, ya que solo había tres plazas. Lance ya era dueño de una de ellas al 100%, con lo que en realidad quedaban solo otras dos. Pero eso era lo que Gibbo nos exigía, con un apremio como nunca antes había presenciado. Desapareció aquel cálido mentor con alma de abuelo y en su lugar apareció el despiadado hombre de negocios.
Las clasificatorias olímpicas eran un asunto muy sencillo. Se disputarían dos carreras de un día, ambas con la misma distancia y características topográficas que tendría la prueba en ruta de los Juegos. Pasarían un par de días entre ambas, y quienes lograran una mayor suma de puntos tras los días de competición lograrían una plaza de manera automática en el equipo olímpico de los EE. UU.
El primero de los días sirvió también para celebrar los campeonatos nacionales, y gracias a tener tantos efectivos el Team Saturn dominó la carrera. Chann McRae logró la victoria, con unas tácticas de equipo maestras que lograron aislar y dejar sin respuesta posible a los, a priori, dos claros favoritos, Lance Armstrong y Darren Baker. Pero yo estuve a punto de joderlo todo al atacar en el momento más inoportuno, desencadenando la furia de Lance.
Mis compañeros estaban muy cabreados conmigo, y es normal que lo estuvieran. Fue una estupidez por mi parte, pero aquellos eran los años en los que todavía no existían los pinganillos y era complicado lograr información.
Ese es uno de los motivos por los que soy un firme defensor del uso de las radios en las carreras: ayuda a acabar con los movimientos estúpidos en las carreras y hace que todas las decisiones se tomen en base a información real. Sea como sea, dejando de lado mi imbecilidad, logramos ganar aquella carrera, lo que nos puso todo de cara para meter a dos tíos en el equipo olímpico.
Al comenzar la segunda carrera clasificatoria para los Juegos yo estaba decidido a enmendar mi estupidez, y muy pronto me vi en el grupo de cabeza junto a otro compañero, John Lieswyn. John era un poco mayor que el resto de miembros del Saturn, y una suerte de tapado para lograr entrar en el equipo olímpico. Se le conocía por el nombre de «Tornado», ya que a principios de año sufrió una torsión testicular durante una carrera y tuvieron que operarlo de urgencia para ponerle todo en orden.
Desde entonces había necesitado un acolchado extra bajo el culote. Tornado me caía bien, muy bien. Era un marginado y un rebelde. Me parecía un tío que molaba.
No estaba entre los favoritos de los directores, pero era la típica oveja negra capaz de ganar una gran carrera. Así que, en cuanto Tornado y yo, acompañados de otros pocos ciclistas, tuvimos el suficiente hueco sobre el pelotón yo tiré lo más fuerte que pude para poner tierra de por medio respecto de los grandes nombres. Y funcionó.
A falta de una vuelta al duro circuito contábamos con una buena ventaja sobre el pelotón. En la vuelta final cerré tantos ataques en la fuga como pude para ayudar a Tornado y, tras ellos, exhausto tras tanto tirar y cerrar huecos, me quedé descolgado del grupo cuando apenas quedaban unos kilómetros.
Aunque no pude aguantar a la cola del grupo escapado seguía teniendo el empuje suficiente como para acabar bien en la carrera de un día de, quizás, mayor prestigio entre los ciclistas amateur de los EE. UU. Sería algo de lo que estar orgulloso y pintaría muy bien en mi CV.
Pero mientras pedaleaba rumbo a la meta comencé a hacer unos rápidos cálculos mentales y me di cuenta de que (si quedaba por delante de Casi Bronce Bob) le arrebataría algunos puntos que este necesitaba para asegurarse un puesto automático en el equipo olímpico. Sabía que Bob podría adjudicarse el esprint en el grupo trasero, casi seguro.
Sabiendo esto, y consciente de la mierda de compañero que había sido en la anterior prueba de las clasificatorias, decidí que lo mejor que podía hacer era esperar hasta que Bob me pasara antes de cruzar la línea. Opté por esperar, pedaleando muy despacio, hasta casi detenerme y, obviamente, perdiendo toda posibilidad de poder fanfarronear con mi posición en la carrera.
No estoy muy seguro de cuáles fueron los factores y los puntos que se usaron para la selección final, pero Bob consiguió su plaza, Tornado y Chann estuvieron a punto y nadie siguió enfadado conmigo. Gibbo se acercó a mí tras la carrera y me dio un abrazo por aquella actuación tan altruista. Me dijo que había demostrado una ausencia de egoísmo muy difícil de ver en el ciclismo, pero que, tras haber demostrado tal lealtad hacia el equipo, el equipo me recompensaría; sin duda.
En aquellos dos días comprendí la auténtica relación entre un patrocinador, la dirección de un equipo y los ciclistas. Gibbo había estado sometido a un gran estrés durante las semanas que condujeron a las clasificatorias, y este derivó gran parte de ese estrés sobre los ciclistas y el equipo.
Estoy seguro de que el equipo de marketing de Saturn le llamaba y le preguntaba: «¿Cómo van las opciones para conseguir plaza en el equipo de los Juegos?».
Y él soportaba aquel peso, que a su vez acababa recayendo sobre el equipo. Cuando logramos lo que se suponía que debíamos lograr, la presión tornó en alegría de manera inmediata; o al menos en un respiro para Gibbo. Fue un pequeñísimo atisbo de las lecciones que estaban por venir sobre cómo afectaban las presiones comerciales al deporte y a los deportistas.
Por ahora, me sentía contento por el equipo, pero resultaba difícil olvidar la olla a presión en que se habían convertido aquellas dos carreras, en las que lo único que importaba era nuestra relación con el patrocinador. Lo primero era el dinero y después venía la competición.
Por desgracia, mis días en aquel equipo estaban contados. Gibbo soñaba con que ese equipo pasara a profesionales en la siguiente temporada y no sentía que yo estuviera listo para dar ese paso. Me telefoneó a finales de agosto para decirme que no me ofrecerían volver, y para decirme que tenía que devolver mi bicicleta lo antes posible.
Discutí un buen rato con él, recordándole la cantidad de resultados que había logrado en la segunda mitad de aquel año; pero Gibbo no estaba dispuesto a ceder. Necesitaba ciclistas más maduros y yo le había demostrado ser una apuesta demasiado de futuro como para pensar en hacerme pasar a profesionales. Muchos años más tarde me di cuenta de que tenía razón, pero en aquel momento odié a ese tipo.
Le mandé la bici de vuelta por piezas, sin haberla limpiado en más de un mes. En el ciclismo impresiona lo sencillo que es pasar de adorar a alguien y verlo como un héroe, a odiarlo desde las mismas entrañas, y todo ello en cuestión de un año. Especialmente cuando se habla de directores. O bien son héroes o bien son demonios, y no hay término medio
¿Qué fue de aquel bonito discurso sobre la lealtad y todo aquello tras las clasificatorias para los Juegos? Esta sería una lección que se me grabaría a fuego: el único pensamiento verdadero en el ciclismo gira en torno a la pregunta «¿Qué has hecho por mí últimamente?».
Así que ahí estaba de nuevo, en el sofá de casa de mis padres otra vez.
Da igual lo rabioso que estuviera después de que me hubiesen despedido del Saturn, la cruda realidad era que, una vez más, no tenía equipo para la temporada siguiente. Así que me apunté a más clases de filosofía, con la esperanza de encontrar alguna suerte de camino a seguir en mi vida, mientras a la vez esperaba, desesperado, a que me llamara algún equipo.
Al final me llamaron para participar en una carrera en Sudamérica. Fue una conversación un poco extraña con alguien de la Federación de Ciclismo de EE. UU., casi parecía que me estuvieran tendiendo una trampa, en lugar de preguntarme si quería competir en una carrera.
«¿Tienes algo que hacer en octubre...?», preguntaron de manera evasiva.
Daba la sensación de que, si conseguía entrar en contacto con algún norteamericano cualquiera que viviera en Caracas y estuviera trabajando para alguna especie de cártel petrolero, entonces podría entrar en un equipo que representaría a USA Cycling en Venezuela. ¿Quién podría negarse?
La Vuelta a Venezuela constaba de catorce etapas entre la jungla y los Andes venezolanos. El equipo nacional de EE. UU. me pedía que acudiera a aquella carrera, pero en realidad no era un viaje organizado por la Federación. De hecho era, más bien, como una invitación que lanzaban con la esperanza de que un grupo de peregrinos mercenarios y majaras la aceptaran.
Y me apetecía un montón: una aventura por Sudamérica, completamente desorganizada y que me haría posponer los estudios un nuevo semestre. De la misma manera que ocurre cuando se restablece una relación, esto era justo lo que necesitaba para curar el dolor después de que Gibbo me hubiera rechazado de manera tan cruel.
En cuanto llegamos a Venezuela a Colby, quien había decidido apuntarse, y a mí nos dio la bienvenida un taxista con un gran sentido emprendedor, que nos convenció de que era muy complicado dar con nuestro hotel y que teníamos que darle 100 dólares para que nos llevara allí. Tras algún tira y afloja accedimos a ello y le entregamos a aquel hombre su dinero para que pudiera llevarnos a nuestro hotel, que estaba a seis kilómetros de distancia en una carretera bastante recta. Empezábamos bien.
Poco después de nuestra carrera en el taxi nos reunimos con nuestro heterogéneo grupo de compañeros americanos, y nuestro patrón del petróleo venezolano, en el hall del Hotel Ejecutivo de cara a prepararnos para las dos semanas que nos esperaban.
Jamás había estado en un hotel con cubiertas de plástico en los colchones y tapizado azul en las paredes y el techo. Ni he vuelto a hacerlo. El Hotel Ejecutivo apestaba a prostitución y a asesinatos; pero el aire acondicionado funcionaba muy bien, así que no me iba a quejar porque hubiera unos pocos fluidos corporales resecos en mi habitación.
En cuanto el equipo se inscribió y recibimos nuestros dorsales comencé a flipar con el libro de ruta. Me encontré con perfiles de ascensiones enormes en los Andes y mapas de carreteras que se adentraban en partes remotas de la jungla. Me hizo las veces de lectura de intriga y, en parte, de terror. Parecía una aventura mucho mayor que competir en la gris y aburrida Europa. Aquel asunto sudamericano me caló hasta el fondo; me hizo sentir valiente y molón, como un Indiana Jones en bicicleta.
La salida de la primera etapa estaba a unos cientos de kilómetros del hotel y nos llevaron allí en un enorme y oxidado autobús escolar, que lo más seguro era que realizase sus primeros kilómetros allá por los años sesenta. Aquel autobús fue el hogar de cuatro equipos nacionales -estadounidense, alemán, italiano y danés- durante las siguientes dos semanas.
Teníamos que amontonar nuestras bicicletas, maletas y cuerpos en el autobús, arrastrarnos carretera abajo cada día hasta la salida y después regresar tras la llegada. Era la Asamblea General de las Naciones Unidas de los autobuses escolares, con un montón de pálidos pasajeros europeos y estadounidenses experimentando su primera aventura en un lugar muy diferente de sus casas.
Mientras descargábamos el autobús en la salida pude ver por primera vez a los ciclistas sudamericanos. Eran tipos duros, flacos, intimidantes. Los más amenazadores eran los colombianos, que pese a ser bajitos tenían una mirada feroz en los ojos.
Nuestro traductor, perteneciente al cártel petrolífero, nos dijo que el gran favorito para ganar era Omar Pumar, que corría en un equipo de Táchira, una remota provincia venezolana, montañosa y sin ley, que estaba situada en la frontera con Colombia. Aquellos tipos me fascinaban y atemorizaban como ningún francés lo había hecho.
Pero, a pesar de estar intimidado, había ido a competir y podría ser mi última oportunidad de demostrarle mi valía a algún equipo o patrocinador potencial. ¿Y si aquello salía bien y podía correr para algún equipo sudamericano? Mudarme a Táchira, disputar carreras, aprender español... A mi madre le encantaría todo aquello.
Cada día de carrera fue duro y caluroso. Cuando no nos estábamos asando bajo el sol ecuatorial estábamos remontando por alguna ascensión de cuarenta kilómetros que nos llevaba hasta los cuatro mil metros de altitud. A pesar de la extrema dificultad de la carrera el mayor problema con el que tuvieron que luchar la mayoría de los ciclistas extranjeros fueron los problemas intestinales. Nunca antes había visto a nadie vomitar como si fuera una manguera mientras pedaleaba subido en una bicicleta, y en ese aspecto la Vuelta a Venezuela demostró ser un bautismo de fuego.
Una y otra vez, de manera inesperada, la gente comenzaba a echar su bienintencionado desayuno sobre la carretera. Por fortuna yo me había adelantado a este tipo de problemas, llenando mi equipaje con todo tipo de barritas energéticas, polvos de proteínas y bebidas isotónicas. Fue la cantidad suficiente de sucedáneo de alimento como para que no tuviera que probar la, mucho más, interesante cocina local.
Pero el efecto secundario que tuvo esta dieta artificial basada en polvos fueron unas flatulencias que cortaban la respiración. Después de dos o tres días comiendo todo aquello mi cuerpo comenzó a producir un humo comparable al gas que el Duende Verde usaba para intentar acabar con Spiderman.
También el pobre chófer de nuestro autobús tuvo que soportar mi olor cada día, aunque parecía más comprensivo con mis problemas que el crítico equipo alemán. Muy pronto el conductor del autobús comenzó a saludarme con un alegre «¡Hola, huevos y cebolla!». Con una gran consideración me había puesto ese apodo, y en cuanto todos los habitantes del autobús supieron lo que quería decir acabó convirtiéndose en mi nombre.
Yo era el pequeño gringo «Huevos y cebolla» que competía (y puede que defoliaba) las junglas de Sudamérica.
A pesar del hedor nuestro equipo estaba haciendo un buen papel. Habíamos logrado el liderato en la cuarta etapa gracias a un conductor de autobús escolar a tiempo parcial llegado de Minnesota y llamado Dewey Dickey. Defendimos aquel liderato como a un huevo de oro, echando abajo las escapadas todos los días y marcando el ritmo en el pelotón, igual que habíamos visto hacer a los equipos del Tour de Francia.
Comenzamos a sentirnos todos unos machotes, vigilando los ataques mientras hacíamos que cada día lucieran nuestros maillots de barras y estrellas en cabeza. Incluso nos habíamos ganado el respeto de los locales y varios equipos comenzaron a unir fuerzas para desalojarnos. Sin embargo, aquella carrera no había llegado aún a las etapas decisivas, y sabían que tras tantos días martilleando en cabeza de carrera, durante toda la etapa, comenzábamos a sufrir el desgaste.
Supongo que pensaban que cuando llegásemos a los auténticos Andes, en las últimas etapas, nos barrerían. Pero antes de aquellas etapas cruciales del final había una contrarreloj, y tras ella quedaría confeccionada la escena para el drama que se avecinaba. Durante las primeras etapas de la carrera no me había sentido muy allá, así que me sorprendí a mí mismo (y puede que a mis compañeros) al adjudicarme la contrarreloj y ascender a la segunda posición de la general.
Dewey seguía siendo el líder por muy poco tras aquella crono, pero el favorito local, aquel infame Omar Pumar, había ascendido a la tercera plaza.
Las últimas etapas eran las más duras de la carrera y se desarrollaban en el terruño de Pumar, las altas montañas de Táchira. Los colombianos, junto al equipo de Pumar, planeaban darnos a los ciclistas del hemisferio norte una dolorosa lección; y vaya si lo hicieron. Con el resto de nuestro equipo agotado tras tantos días en cabeza del pelotón protegiendo el liderato, en el mismo momento en el que la carretera picó para arriba, Dewey y yo nos vimos solos.
Aun así, fuimos capaces de aguantar a los colombianos y a Pumar, ascendiendo a ritmo y no respondiendo a sus bruscas aceleraciones. Llegamos a la penúltima etapa, en la que, finalmente, Dewey se vino abajo en la última ascensión.
Al principio, no me di cuenta de que se había descolgado del grupo en los últimos momentos de la que era la última ascensión de la carrera. Ni me había gritado ni me había pedido que parara, pero como no había radios y tampoco teníamos un director en el coche de apoyo, puede que tratara de enmascarar su debilidad no diciendo nada.
Yo no sabía muy bien qué debía hacer.
Si me limitaba a quedarme en el grupo delantero heredaría el liderato. Si esperaba, a lo mejor lograba reenganchar de manera heroica a Dewey, pero también podíamos perderlo todo si no conseguíamos reintegrarnos.
No sería la primera (ni la última) vez en mis días de competición que preferí el egoísmo al heroísmo, y decidí quedarme en el grupo en lugar de esperar. Tal y como debía hacer, me mantuve a rueda en todos los esfuerzos que hacía el Táchira, intentando comerles la moral, haciéndoles ver que, por muy detrás que dejasen a Dickey sería otro gringo el que heredara el liderato. Pero no le esperé.
Esto me hizo sentir culpable, pero lo justificaba repitiéndome que podía ganar aquella carrera para el equipo. Además, Dewey y yo ni tan siquiera nos conocíamos antes de llegar a Venezuela. No era un auténtico compañero de equipo, tan solo un compañero temporal, así que ¿qué demonios le debía?
Crucé la línea de meta esperando a que me condujeran al podio para la ceremonia, pero, ¡qué extraño! no vinieron a por mí. En lugar de eso vi cómo le hacían entrega del maillot de líder a Pumar mientras yo les pedía a los comisarios, ansioso, una explicación. Al principio nadie quiso contestarme y parecía que habían decidido, de manera arbitraria, que el pequeño hueco entre Pumar y yo corría a su favor.
Al final acabaron diciéndome que me habían penalizado con veinte segundos por no firmar a tiempo en el control de firmas de aquella mañana, tiempo que, como acabó viéndose, era justo el que Pumar necesitaba para ponerse líder. No podía creérmelo. Jamás había escuchado hablar de ese tipo de penalización y desde luego que nadie me dijo, en aquel momento, que había llegado tarde.
Nuestro autobús escolar no siempre era el más rápido a la hora de llevarnos a los sitios, así que en ocasiones nos presentábamos un poco tarde en la salida. Aquella penalización era ridícula y ni tan siquiera aparecía en el reglamento, pero ¿qué podía hacer para cambiar aquello en la remota jungla de Venezuela? No había nadie a quien reclamar.
Y ahora mi pequeño acto de egoísmo en la cima de la montaña se había convertido en todo un desastre, un movimiento de picha floja contra el propio Dickey. Al no querer ayudarlo y después recibir aquella pequeña «penalización» había hecho perder la carrera al equipo.
Colby y yo decidimos quedarnos en Venezuela para hacer el vago en la playa e ir a pescar. Habíamos logrado el dinero suficiente como para disfrutar de él unos días, y yo necesitaba aclarar mi cabeza.
Acabaron siendo algo más que unos pocos días y nos gastamos hasta el último centavo del premio en varios actos de desenfreno. Fuimos a pescar marlines, a hacer submarinismo, a beber piñas coladas y le dimos propinas descomunales a las camareras guapas.
Mientras estaba sentado en la playa, evitando regresar a la realidad, hice lo que pude por olvidarme del drama de los últimos días de carrera. Pero todo aquello me hizo pensar. En el Saturn había sido el ciclista menos egoísta, y en Venezuela había sido el ciclista más egoísta, todo en un mismo año.