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Introducción LOS GRILLOS ESTÁN MUY BIEN, PERO HABLEMOS DE EVOLUCIÓN

El grillo campestre (Grillus campestris) es el cantautor que más escuchan los españoles en verano. Su chirrido es inconfundible. En China y Japón los grillos son apreciados como insectos cantores y se encierran en cajas en las casas; algo parecido a lo que nosotros hacemos con ciertos pájaros. Además, en China son muy populares los combates de grillos. ¿Cuatro personas con las cabezas pegadas alrededor de un cuadrilátero en miniatura? La tecnología hace milagros: los combates se transmiten por pantallas gracias a cámaras con potentes zums.


Figura 1. Nuestro grillo patrio, el grillo campestre (Grillus campestris).

Aunque los entomólogos no se ponen del todo de acuerdo, parece que se conocen más de 2.200 especies de grillos. Son insectos que pertenecen al orden de los Ortópteros, como los saltamontes y las langostas. La principal característica que define a este grupo es que sus extremidades posteriores están adaptadas para el salto. Son capaces de saltar hasta treinta veces su longitud. A pesar de que los grillos tienen alas, raramente las usan para volar, prefieren escapar mediante saltos. De hecho, el principal uso que dan a sus alas es el canto. Los grillos consiguen grillar gracias a sus alas, que tienen una nervadura en forma de dientes de sierra, con lo que, al frotarlas, producen ese característico «cric-cric».

Como mucha gente que vive en el campo sabe, los grillos incrementan la frecuencia de sus chirridos con la temperatura. Lo que no es tan conocido es que lo hacen de forma tan precisa, que se pueden utilizar como termómetros. Un caso que ha sido bien estudiado es la frecuencia del «cric» de un pequeño grillo americano, el Oecanthus fultoni. Si contamos el número de «crics» de un grillo de esa especie en 7 segundos y sumamos 5 nos dará la temperatura a la que se encuentra en grados centígrados. En el caso de nuestro grillo campestre, los números serán ligeramente diferentes, pero su chirrido es suficientemente lento y claro como para contarlo sin problemas. Es un experimento que cualquiera puede hacer durante sus vacaciones de verano en el campo.

¿Por qué los grillos funcionan como termómetros? En general, las reacciones químicas se producen más rápidamente a mayor temperatura. Fue el químico-físico suizo Svante Arrhenius quien, en 1889, dedujo la expresión matemática que relaciona la velocidad de reacción y la temperatura a la que se produce. Los grillos, como todos los organismos, son contenedores de una enorme cantidad de reacciones químicas que llamamos metabolismo. Como los grillos no autorregulan su temperatura corporal como los mamíferos, la velocidad de sus reacciones metabólicas depende de la temperatura ambiente. En cierta manera, el chirrido de los grillos es una demostración macroscópica de la ecuación de Arrhenius. En realidad la ecuación de Arrhenius es una relación exponencial entre la velocidad y la temperatura, pero para valores pequeños de temperatura se ajusta bien a una relación lineal.


Figura 2. Ejemplar de un pequeño grillo de la espece Oecanthusfultoni. La frecuencia del cric de este grillo en función de la temperatura ha sido bien estudiada. Si contamos los crics que emite durante 13 segundos y sumamos 40, obtendremos aproximadamente la temperatura en grados Fahrenheit a la que se encuentra el grillo.

A una temperatura dada, cada grillo emite en una frecuencia ligeramente diferente. Cuando un conjunto de ellos entra en sincronía por acoplamiento, se consigue una frecuencia consenso. Curiosamente, el ajuste lineal con la temperatura del que hablábamos unas líneas más arriba se sigue entonces de forma más exacta. Se trata de un maravilloso ejemplo de lo que los estadísticos llaman «regresión a la media».

Los grillos grillan por sexo. Sus serenatas nocturnas intentan atraer a las hembras. De hecho, las hembras no tienen la capacidad de producir ese característico sonido. Los grillos macho emplean el sonido también para marcar su territorio, en los combates o como alarma de peligro. Si emiten sonidos deben de tener oído. ¿Se han preguntado alguna vez dónde se localiza? Los insectos, para nosotros, mamíferos, son como extraterrestres: aunque aún no conocemos bien cómo funciona, sabemos que los grillos poseen una especie de tímpano auditivo en las extremidades anteriores, en las patas.


Figura 3. Svante Arrhenius fue premio Nobel en 1903 y el primer científico en hablar del efecto invernadero producido por el CO2 a nivel mundial.

Hay veranos en que el campo suena como una «jaula de grillos» y otros en que apenas se oyen. ¿A qué es debido? Es un bonito problema de dinámica de poblaciones. La responsable es una mosca de menos de 1 cm. Se llama Ormia ochracea. La mosca hembra parasita a las especies de grillo del género Gryllus, como nuestro grillo campestre. Localiza al grillo gracias a su chirrido y le inyecta sus larvas en el cuerpo. A la semana el grillo muere comido desde su interior. A pesar de que ellas los prefieren cantores, no todos los grillos machos tienen tanta afición a las serenatas. Hay grillos simplemente merodeadores. Que un grillo sea cantor o merodeador depende de sus genes. Que abunden más unos que otros en un determinado año depende de la población de moscas parasitoides. Si los cantores son mayoría, la población de moscas aumentará, cebándose con los cantores, que dejarán poca descendencia para el año siguiente. De modo que en esa hornada la mayor parte de grillos serán merodeadores, no detectables por el parasitoide. Consecuentemente la población de moscas disminuirá, lo que representará una nueva oportunidad para los grillos cantores; porque recordemos que ellas los prefieren cantores.


Figura 4. La pequeña Ormia ochracea preparando el desayuno para sus crías.

¿Cómo localiza la pequeña mosca Ormia ochracea a los grillos cantores? Como los grillos muestran su máxima actividad por la noche, las moscas no usan su visión para localizarlos, sino su especial capacidad auditiva. La pequeña mosca posee dos diminutos oídos de aproximadamente 1 mm2 de área, que están situados en la parte delantera del tórax.

Los entomólogos se han preguntado durante mucho tiempo cómo era posible que con un aparato auditivo tan minúsculo, Ormia tuviera semejante habilidad y precisión. Nuestros oídos, y los de muchos organismos, son capaces de localizar una fuente de sonido gracias a las diferencias de tiempo e intensidad con que cada oído percibe un sonido. Por ejemplo, si un sonido nos llega desde la izquierda, alcanza antes y es percibido con más intensidad por nuestro oído izquierdo que por el derecho. En los humanos, debido a la distancia de un palmo que separa nuestros oídos, percibimos diferencias de tiempos entre 500 y 700 microsegundos. La distancia entre oídos de Ormia es de aproximadamente medio mm. Si su funcionamiento fuera semejante al de los mamíferos, su sistema auditivo le permitiría captar diferencias de tiempo de a lo sumo 1,5 microsegundos. Y encima, la diferencia de intensidad posible de detectar estaría muy por debajo de un decibelio. Pero Ormia usa un astuto truco. Sus dos tímpanos están unidos por un pequeño exoesqueleto de un tamaño de menos de 2 mm. Lo que han descubierto los investigadores es que esa estructura flexible que engancha ambos tímpanos consigue amplificar la energía recibida. Ambas membranas vibran en fases y amplitudes ligerísimamente diferentes y el «presterum», así llaman al exoesqueleto, amplifica esta asimetría para que el sistema nervioso de la mosca sea capaz de determinar el origen del sonido. Con la ayuda del presterum, que actúa como puente intertimpanal, la diferencia temporal que la mosca es capaz de detectar se amplifica de 1,5 hasta 55 veces y la intensidad de menos de un decibelio a 10 decibelios. Hasta donde saben los biólogos hoy día, este mecanismo es único en el reino animal.


Figura 5. Situación de los «oídos» en el tórax de una mosca Ormia ochracea y esquema del funcionamiento del puente intertimpanal.

Teorías

Dan mucho de sí los grillos, ¿verdad? En realidad, no son una excepción, cualquier ser vivo es una maravilla desde una infinidad de puntos de vista. Como naturalistas podemos admirar miles de ejemplos de fascinantes adaptaciones y coadaptaciones (como la del grillo y la mosca). El público general disfruta con este acercamiento a la naturaleza, pero los científicos van mucho más allá intentando encontrar explicaciones lo más globales posible a lo que existe.

Por ejemplo, hemos visto que Arrhenius dedujo una expresión matemática que relaciona la velocidad de una reacción química con la temperatura a la que se produce. Y que éste es el motivo por el cual un grillo puede ser usado como termómetro. Pero hay un montón de fenómenos naturales que siguen la ecuación de Arrhenius. Entre ellos la velocidad de las hormigas, la frecuencia de emisión de luz de las luciérnagas o la frecuencia de las ondas alfa de nuestro cerebro.

También hemos hablado de la sincronización del chirrido de los grillos. Esta tendencia a la sincronización en la naturaleza ha llamado poderosamente la atención de los biólogos. Un caso espectacular es el de las luciérnagas macho, que son capaces de emitir pulsos de luz. Cada luciérnaga posee una especie de oscilador cuya frecuencia se ajusta en respuesta a los flashes de otros congéneres. Los machos se juntan por miles y logran sincronizar sus frecuencias para emitir un pulso de luz rítmico con la intención... de llamar la atención de las hembras a larga distancia, ¡claro! Algunas noches, a las orillas de los ríos de Malasia, miles de luciérnagas enamoran con un espectáculo de luces rítmicas. Un efecto hipnótico-auditivo parecido al que nos causan los grillos de nuestros campos cuando cientos de ellos sincronizan sus chirridos. Pero, nosotros mismos estamos formados por miles de osciladores acoplados. Nuestros ciclos circadianos (ciclos biológicos sincronizados con el día y la noche: sueño-vigilia, variación de temperatura corporal, tono muscular...), nuestras ondas cerebrales o muchos de nuestros procesos nerviosos están regidos por el acoplamiento de osciladores. El caso más ilustrativo es nuestro corazón. El tejido cardíaco está formado por miles de células musculares capaces de oscilar. Cada una oscila con su propia frecuencia, pero gracias a que están acopladas logran prodigiosamente sincronizar sus oscilaciones, hasta el extremo de poder escuchar su oscilación colectiva como un latido bien definido. Lo interesante es que en el tejido cardíaco no existe una célula líder que marque el ritmo a las demás. Si fuera así, el mal funcionamiento o la muerte de esta célula líder significarían un paro cardíaco fatal. La evolución ha optado por un sistema democrático, distribuido: ninguna célula lidera el proceso, los latidos son un resultado colectivo, la autoorganización del conjunto por el acoplamiento de osciladores.

La teoría de la sincronización no atañe solo a la biología sino a toda la ciencia. Es toda un área de la física teórica y aplicada (con el láser como estandarte). Si bien las ecuaciones que describen un oscilador y su comportamiento son sencillas, las posibilidades dinámicas de dos o más osciladores acoplados resultan todavía hoy intratables matemáticamente. Sin embargo, en los últimos años, a partir de los trabajos pioneros de investigadores como Charles S. Peskin, Arthur T. Winfree o Yoshiki Kuramoto, se han producido notables avances. Se debe en gran parte a las posibilidades que brindan los modelos por ordenador y a los intereses compartidos, bajo el nombre de ciencias de la complejidad, por físicos, matemáticos y biólogos desde hace un par de décadas. Quizá el descubrimiento reciente más importante en esta nueva orientación haya sido la inesperada conexión entre la sincronización en muchos sistemas biológicos y las transiciones de fase bien conocidas de la física estadística.

Cuando hablábamos de la relación entre las poblaciones de grillos cantores, merodeadores y su mosca parasitoide estábamos exponiendo un ejemplo de dinámica de poblaciones. Los ecólogos teóricos dicen que las tres poblaciones están acopladas, y son capaces de describir con ecuaciones matemáticas la dinámica de estas poblaciones con mucha precisión. La dinámica de poblaciones es una rama enorme y bien fundada de la ecología teórica que como bien puede imaginar el lector no se restringe a los grillos, sino que se aplica a ecosistemas de cualquier índole. Y cuya base matemática se extiende a toda la ciencia.

Incluso el extraordinario diseño del oído de Ormia, con el que acabábamos la sección anterior, puede contextualizarse dentro de la ingeniería. Desde su reciente descubrimiento, los bioingenieros están trabajando en el desarrollo de sonotones, audífonos y micrófonos direccionales basados en los espectaculares principios que usa Ormia ochracea. Desean aprovechar este diseño natural, producto de millones de años de evolución, para construir aparatos de 2 mm de tamaño, extremadamente sensibles y de bajo coste. Aprendemos y nos inspiramos en los seres vivos para desarrollar ingenios artificiales. Un interesante ejemplo de esta práctica lo constituye el Centro para el Diseño Inspirado por la Biología, en el Instituto de Tecnología de Georgia, en Atlanta, EE. UU.

Con todo esto queremos decir que los documentales de la 2 están muy bien, pero que la biología es algo más que conocer hasta los nombres de pila de los leones del Serengueti. La biología ha sido fuente de inspiración de maravillosas teorías y ha buscado explicaciones teóricas a sus competencias fuera de sus límites. En este libro hablaremos de algunas de ellas, aunque todas relacionadas con la teoría de las teorías, la teoría de la evolución.

La teoría de la evolución

Las especies evolucionan, cambian con el tiempo. Varios científicos en el siglo XVIII, como Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), y Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), propusieron explicaciones a la evolución que resultaron incorrectas. Fue el naturalista británico Charles Robert Darwin en el siglo xIx, junto a su compatriota Alfred Russell Wallace, quienes propusieron de forma independiente la selección natural como mecanismo explicativo de la evolución. La teoría de Darwin, una de las contribuciones científicas más importantes de todos los tiempos, fue desarrollada en su obra El origen de las especies, publicada por primera vez en 1859. Y, por cierto, traducida por primera vez al castellano en 1877 por la editorial Perojo.


Figura 6. Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788) y Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829). Charles Robert Darwin (1809-1882) y Alfred Russell Wallace (1823-1913).

El hecho de la evolución, que las especies cambian, ya era contemplado como cierto por muchos naturalistas en los tiempos de Darwin. El problema era que nadie había planteado un mecanismo plausible de su funcionamiento sin recurrir a la intervención divina.

Darwin lo describió y argumentó de forma enciclopédica en El origen de las especies.

¿En qué consistía el algoritmo propuesto por Darwin? En resumen, se puede afirmar que la selección natural opera de la siguiente manera:

1. Existe una variabilidad dentro de las poblaciones. Nuevas variantes tienen lugar continuamente fruto de la mutación y, en especial, de la recombinación genética en organismos sexuales.

2. Los nuevos caracteres se transmitirán a los descendientes.

3. Existen variantes más aptas que otras para la supervivencia. Los individuos que las posean tendrán por término medio una tasa de supervivencia y/o reproducción superior. Como consecuencia, a lo largo de las sucesivas generaciones, el nuevo carácter se irá extendiendo y estandarizado hasta quedar fijado.

La teoría de la evolución es hoy día una de las teorías mejor fundadas de la ciencia. Como decía el genetista Theodosius Dobzhansky (1900-1975): «En biología nada tiene sentido, si no es a la luz de la evolución». Pero su éxito ha desbordado a la propia biología. La psicología y la medicina evolutivas, la antropología estudiando las emociones humanas básicas, las capacidades innatas de lenguaje, la emergencia de la conciencia, la base biológica de la moral y la estética, la memética o nuestra comprensión de cómo funcionan el cerebro o el sistema inmune son algunos ejemplos del impacto del paradigma darwinista fuera de su disciplina de origen.

Al lector puede parecerle gratuito un libro más sobre evolución. Pero lo que tiene entre manos no es un libro al uso. Intenta integrar dos grandes visiones de la evolución que a menudo se presentan enfrentadas. Por una parte, la visión que enfatiza la contingencia, los accidentes congelados y la irreversibilidad, determinando una ciencia eminentemente histórica. Por otra, la visión más racional basada en la comprensión de los procesos de autoorganización similares a otros sistemas físicos alejados del equilibrio termodinámico, determinando una ciencia estructuralista. Este diálogo entre la contingencia y el estructuralismo bien podría resumir el diálogo entre la biología y la física que ambos autores representan. El resultado es una visión más rica y plural del fenómeno evolutivo, donde se ponen en evidencia paradigmas clásicos como la generalidad del proceso competitivo, la extinción de las especies menos aptas, el concepto de progreso y el rol dominante del gen en el proceso evolutivo.

Desde el descubrimiento de la doble hélice de adn como el soporte físico del material heredable hasta nuestros días, la biología molecular ha vivido un avance importantísimo, culminado con la secuenciación del genoma humano. No obstante, este éxito es solo parcial. Es manifiestamente difícil entender, por ejemplo, el proceso de formación de patrón durante el desarrollo embrionario a partir de la secuencia de adn. En este sentido, puede resultar iluminador entender la formación de celdas de convección que emergen de un líquido calentado por debajo o la formación de ondas espirales en reacciones químicas oscilantes. Análogamente a esos casos de autoorganización, la secuencia de adn proporciona las condiciones de contorno que permiten los procesos de morfogénesis. Pero para entender el resultado final se requiere una visión física dinámica.

La escuela dominante en biología evolutiva presenta un enfoque eminentemente reduccionista, en el que se tiende a extrapolar procesos que operan a escalas muy básicas con el objetivo de entender la totalidad del fenómeno evolutivo. La versión ortodoxa de la teoría evolutiva se basa en la genética de poblaciones y la microevolución, aunque es bien sabido que el proceso evolutivo abarca una gran gama de escalas. En las páginas que siguen revisamos los límites de dicha visión ortodoxa de la evolución mediante nuestro diálogo entre la contingencia y el racionalismo. Al hacerlo, queremos rendir tributo a dos abanderados del estudio de la evolución que nos han abandonado recientemente y cuyos escritos tuvieron una influencia enorme en nuestros particulares inicios científicos. Nos referimos al paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould y al biólogo del desarrollo español Pere Alberch.

Jordi Bascomptey Bartolo Luque

Evolución y complejidad

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