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1910-1930

El período 1910-1930 es, como veremos, uno de los más fascinantes y productivos en la historia del teatro nacional. Está marcado por la creciente profesionalización de los artistas, el afianzamiento del mercado y las formas de producción “industrial”, estimulado por el cambio en las relaciones con el teatro europeo durante los años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y por el ascenso de las clases populares a través del voto “universal” (masculino), secreto y obligatorio, los gobiernos radicales y el nacimiento de la clase media y su progresivo desenvolvimiento. Son años de potente actividad y riqueza creativa, en los que se consagran artistas, poéticas y obras, y aparecen espacios e instituciones que aún hoy están vigentes. Baste adelantar que en ellos se producen dos fenómenos artísticos notables que por su inserción en todas las clases sociales pueden ser reivindicados como teatro popular: llega a su máxima expresión el sainete criollo y de él se deriva el grotesco criollo, que sin duda se hallan entre las contribuciones más relevantes de nuestra escena al teatro mundial. La visibilidad social del teatro llega a ser tan nítida que en los años 20 se crea el partido político Gente de Teatro, que impone al gran actor Florencio Parravicini en el Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires en 1926. Entre 1910 y 1930 el teatro va desbordando los límites de su campo específico y se asimila a todas las áreas del tejido social.

¿A la sombra de una “época de oro”?

Sin embargo, muchos coetáneos, intelectuales y artistas (del teatro y otras disciplinas) no comprendieron esa relevancia y juzgaron el teatro nacional con una visión negativa que, más tarde, se irradiaría a los primeros y valiosos historiadores que se dedicaron a analizar los acontecimientos de aquellos años. Sobre el teatro entre 1910 y 1930 tanto los coetáneos como los primeros historiadores proyectaron la sombra de una supuesta “década áurea” anterior (1901-1910), frente a la que las nuevas orientaciones eran vistas como síntomas de decadencia.

Ya en 1946, en su libro El teatro en el Río de la Plata desde sus orígenes hasta nuestros días, Luis Ordaz dio impulso historiográfico a una interpretación de la historia de nuestra escena que circulaba desde hacía años en la oralidad y en la gráfica del medio teatral de Buenos Aires: el teatro argentino había tenido una “época de oro” en la primera década del siglo, gracias a la labor de las compañías de los hermanos Podestá (que se instalan en sala) y a la producción dramática de tres autores notables: Florencio Sánchez, Gregorio de Laferrère y Roberto J. Payró; tras esa década gloriosa, el teatro nacional habría tomado, salvo excepciones rescatables y tomando las palabras usadas en la época, un rumbo no deseado de “mercantilización” por el auge del género chico, el sistema industrial de producción y la “mediocrización” estética y moral del sainete y la revista porteña. Según esta visión, se habría producido como consecuencia una marcada y creciente “declinación”, de la que sólo se habría empezado a salir a partir de 1930 por la acción “dignificadora” del teatro independiente. En 1957 el mismo Ordaz ratificó la existencia de esa “época de oro” en la segunda edición “corregida y aumentada” de su libro: volvió a afirmar que desde que José Podestá se instaló en el Apolo en 1901 hasta la prematura muerte de Sánchez en 1910, se vivió “la etapa más brillante de la escena nacional” (76), “el ciclo más feliz cumplido por la dramática argentina” (79), y luego sobrevino, salvo excepciones, un “triste panorama” (138) de “mediocridad y decadencia” (147). Aunque matizada por las perspectivas que fue abriendo el siglo en su avance, Ordaz mantuvo esta idea hasta sus últimos trabajos. La incluyó en los fascículos preparados a fines de los 70 y principios de los 80 para la colección “Capítulo” del Centro Editor de América Latina, de venta en los quioscos y tirada masiva. Dichos fascículos fueron reeditados en 1999 y 2011, con ampliaciones y en formato libro, por el Instituto Nacional del Teatro, con amplia tirada de distribución gratuita. Sin duda, Ordaz ha sido el historiador teatral más leído e influyente de la Argentina, especialmente en la comunidad teatral, con una obra sostenida desde los años 40 hasta hoy. En su Historia del teatro argentino desde los orígenes hasta la actualidad (1999: 89; reeditada en 2011), Ordaz reafirma esta posición.

Los primeros investigadores del período 1910-1930 retoman literalmente la propuesta de Ordaz, entre ellos José Marial (1955), Juan Carlos Ghiano (1960) y Raúl H. Castagnino (1968), o se muestran cautos sobre sus valores, como Arturo Berenguer Carisomo (1947: 399). Castagnino afirma en su Literatura dramática argentina: “La década comprendida entre 1900 y 1910, verdadera edad de oro de la escena criolla, coincide con nuevos estremecimientos de la vieja sociedad porteña” (102) y tras ella sobrevienen “declinación” y “decadencia” (119).

En síntesis, esta interpretación propone la siguiente secuencia de relato histórico: existió un florecimiento auspicioso del teatro argentino entre 1900-1910, al que siguió una desviación degradante por “caída” en el mercado en las dos décadas siguientes, y salvo honrosas excepciones hubo que esperar la aparición del teatro independiente en los 30 para recuperar la “dignidad artística”. Esa lectura de la historia se transmitió con diversa fortuna a través de los años y, de alguna manera, a pesar del trabajo de nuevas generaciones de historiadores (Tulio Carella, Blas Raúl Gallo, David Viñas, Marta Lena Paz, Susana Marco y equipo, Beatriz Seibel, Osvaldo Pellettieri, Nora Mazziotti, Eva Golluscio de Montoya, Sirena Pellarolo, Gonzalo Demaría, que han contado con lectorados más reducidos que Ordaz), sigue vigente en el imaginario de muchos amantes del teatro argentino, que consideran a Florencio Sánchez el mayor referente –no superado– del teatro rioplatense, y nuestro “clásico” por antonomasia.

A la luz del concepto de industria cultural

Ahora bien: hay que abandonar definitivamente esta interpretación. El período 1910-1930 fue tan rico que los conceptos historiográficos de una “época de oro” anterior y de una degradación por “mercantilización” deben ser desterrados, por varias razones.

Primero: la imagen de la “época de oro” proviene de un intento, desmedido en su optimismo teórico, de comparar los procesos del teatro europeo con los del argentino. Si la historiografía española reconoce una época de oro de la literatura y el teatro en los siglos xvi y xvii, y algo semejante sucede en la historiografía de Inglaterra y de Francia para el mismo período, la Argentina habría tenido su correspondiente esplendor en la primera década del siglo xx. Pero ¿sólo una década, un florecimiento de tan breve duración? Justamente, algunos historiadores posteriores retoman la idea historiográfica de una “época de oro” del teatro argentino, pero la reubican. Abel Posadas (1993, ii) la extiende entre 1890 y 1930, en coincidencia con el desarrollo de las cuatro décadas del género chico criollo. Para David Viñas (1989b: 336), el “período de oro del teatro porteño” se produce durante los años de las presidencias radicales, 1916-1930, es decir, con posterioridad al señalado por Ordaz. Pero además surge otro interrogante: ¿tan tempranamente, cuando apenas comienza a cobrar fuerza el teatro nacional, ya sobreviene su “época de oro”? Y lo que instala una mayor incertidumbre aun: ¿qué puede seguir a una época de oro: una “época de plata”, “de bronce”, “de barro”? Sin quererlo, con su énfasis admirativo, la imagen áurea sienta un equívoco principio de non plus ultra, de excelencia insuperable, como si la historia teatral tuviese momentos inmejorables y después de ellos, necesariamente, debiese venir algo inferior.

Segundo: el concepto historiográfico de “época de oro” surgió a la luz de la celebración del indiscutible talento y la laboriosidad de Sánchez, Laferrère, Payró y los Podestá, y de su magnífica contribución entre 1900 y 1910; puede pensarse, además, que fue producto del entusiasmo por el aniversario patriótico del primer centenario; pero también resultó una forma de expresar, por contraste, el descontento frente a la supuesta “declinación” del teatro argentino hasta que el movimiento independiente vino a “salvar” (Marial, 1955: 36) a la escena nacional.

Tercero: no se debería pensar la historia del teatro argentino en etapas que contrastan unas con otras, sino más bien en procesos que no se interrumpen por la muerte de ningún dramaturgo (ni siquiera de Sánchez), devenires de continuidad y transformaciones por los que el desarrollo del período 1910-1930 sólo es posible gracias a la experiencia histórica de la década anterior, que encierra en germen los constituyentes que se desplegarán más tarde. El teatro de 1910-1930, como veremos, es resultado de la profundización, el desarrollo y la diversificación de la escena en las dos décadas anteriores.

Cuarto: a partir de los años 60, progresivamente, la teoría de las industrias culturales logró que la idea de “mercado” del teatro y de las artes ya no fuera demonizada ni entrañara juicio negativo. Para los historiadores las palabras “industria” y “mercado” se han desprendido de toda connotación peyorativa y podemos valorar el período “industrial” del teatro argentino como una etapa destacable por más de un aspecto. Resume Jorge B. Rivera (2001): “Desde fecha relativamente reciente, la expresión industria cultural tiende a sistematizar y a describir, en la bibliografía de las ciencias sociales y la comunicación, a los sistemas de producción y distribución de bienes y servicios culturales elaborados en gran escala y destinados fundamentalmente a un mercado de características masivas” (372). ¿Se puede aplicar el concepto de “industrialización” al teatro? En esos años, como es propio de su lenguaje de origen, el teatro trabaja (y trabajará siempre) dentro de los límites “artesanales” que lo diferencian de la literatura, el cine y la radio, límites que implican la asunción de su singularidad. A diferencia del cine (o más tarde la música y la televisión), el teatro no se puede “industrializar” porque no se deja “enlatar” en soportes tecnológicos ni goza de las posibilidades de la “reproductibilidad técnica” de la que hablaba Walter Benjamin. El teatro es, de acuerdo con la definición benjaminiana, un acontecimiento irreductiblemente aurático, corporal, de la cultura viviente, en el que son insustituibles el convivio de actores, técnicos y espectadores y la territorialidad en cada función. Cuando afirmamos que el teatro adquiere entre 1910 y 1930 una dimensión “industrial”, queremos decir una producción rentable, prolífica y seriada, de labor múltiple y agotadora, y en algunos casos con alto rendimiento económico, que estimula la práctica de un conjunto de técnicas dramáticas, actorales, de dirección y empresariales, sobre las que además los artistas reflexionan intensamente. Adaptamos el término “seriada”, que remite a la idea de “producción en serie”, al trabajo teatral: queremos decir que la intensidad de producción es tal que el teatro parece una “máquina” que no para de multiplicar funciones, escribir nuevos textos, realizar estrenos semanales y reposiciones de repertorio, acelerar ensayos y simultáneamente intervenir en las discusiones gremiales.

“¿Por qué es verdaderamente malo el teatro nacional?”

Los primeros historiadores que estudian el período absorbieron y prolongaron en su interpretación el juicio negativo que circulaba en forma generalizada tanto en la oralidad como en la gráfica de aquellos años. Fue una constante en la Argentina durante décadas –y en algunos sectores sigue viva aún– la valorización idealizante de lo europeo y el desmedro de lo local. En el teatro la desvalorización se acentúa, porque se suma el peso de la tradición ancestral del “pensamiento antiteatral”, vivo hasta hoy en Occidente. Se identifica con ese término a la corriente de ideas contra la actividad teatral, ya presente en la antigüedad clásica y multiplicada en la Edad Media por acción de los Padres de la Iglesia. Se desconfía del teatro por diversos tópicos: el problema de la “representación”, su degradación imitativa de la realidad, especialmente de lo divino; el carácter potencialmente irreverente de los histriones y sus hábitos “inmorales”; el origen pagano en celebraciones rituales; la feminización del varón, que se disfraza de mujer; el poder sugestivo, político y pedagógico del teatro, etcétera.

Lo cierto es que ya el 6 de enero de 1910 –es decir, incluso dentro de la más tarde llamada “época de oro”–, el diario La Razón denunciaba la “decadencia” del teatro nacional y hacía responsables a los autores y los actores (a los que llamaba, respectivamente, “arregladores” y “morcilleros”, es decir, los que adaptan las obras para los intérpretes y los actores improvisadores, que se salen del texto del autor), al público (“ciego que reclama por un lazarillo”) y a los periodistas complacientes (Seibel, 2002: 441).

Entre 1910 y 1930 el rechazo a la situación del teatro porteño es generalizado. Podríamos multiplicar las citas de los documentos que ratifican esa negación, pero hay un caso ejemplar, en el que vale la pena detenerse: la encuesta que publica el diario Crítica entre el 26 de julio y el 11 de agosto de 1924, en la que quince personalidades destacadas de diferentes disciplinas responden a la pregunta contundente “¿Por qué es verdaderamente malo el teatro nacional?”. Contestan la encuesta José Ingenieros (ensayista), Arturo Goyeneche (político radical), David Peña (historiador y dramaturgo), Ricardo Rojas (historiador y profesor universitario especialista en literatura argentina), José Ignacio Garmendia (militar), Emilia Bertolé (pintora y poeta), Antonio de Tomaso (político socialista), Juan Luis Ferrarotti (jurisconsulto), Alberto Palcos (historiador y profesor universitario), Enrique Dickman (médico, escritor y político socialista), Carlos Ibarguren (escritor y jurisconsulto nacionalista), Nicolás Coronado (crítico teatral), Alfredo Palacios (político socialista), Antonio Dellepiane (historiador y educador) y Herminio J. Quirós (jurisconsulto y profesor universitario). Es relevante la selección de los entrevistados: no se trata sólo de artistas o de especialistas en teatro sino de exponentes de diversos sectores, que sin embargo se demuestran atentos a la actividad teatral y se consideran habilitados para opinar sobre ella.

En la presentación de la encuesta (26 de julio, sin firma), bajo el título “Rodríguez Larreta y Vacarezza” (en referencia a Enrique Rodríguez Larreta y Alberto Vacarezza, señalados por los periodistas como exponentes de las dos tendencias polarizadas de nuestra dramaturgia, el “teatro de arte” y el “teatro mercantilizado”), se califica rotundamente el presente y el pasado inmediato y se idealiza la década de Sánchez: “El teatro nacional es malo. He aquí una afirmación rotunda que no discuten ni los mismos autores. Y aun las personas menos versadas en estos asuntos seudoliterarios saben que el teatro de los primeros años, el de Florencio Sánchez, por ejemplo, no ha sido superado, ni lo será, probablemente, ya que una orientación mercantilista aleja cada vez más de la escena al autor que no es, al mismo tiempo, un excelente «productor», como se dice en el lenguaje comercial”. La nota reconoce que “en todos los ambientes tiene la producción artística, aparte de la finalidad puramente estética, una finalidad económica” y que “los países más civilizados son aquellos, precisamente, que colman de riqueza a Anatole France, a Bernard Shaw o a [Gilbert K.] Chesterton”. Pero los encuestadores no están dispuestos a “poner en idéntico plano, a igualdad de éxito económico, “a Guido de Verona, el autor de La suegra de Tarquino, y a ciertos revisteros de algún teatro bonaerense”. Por eso llaman a opinar a “nuestros lectores” y convocan para la encuesta a “los más capacitados”.

Salvo José Ingenieros (26 de julio) y Nicolás Coronado (7 de agosto), que rescatan la producción dramática del momento y, en particular, hacen elogiosas referencias a la obra de Armando Discépolo (que ya retomaremos), en rasgos generales el resto de los encuestados afirma que debe hacerse algo para cambiar la orientación negativa del teatro argentino. Hablan de “mercantilización” y de carencia de “calidad artística”. Según Arturo Goyeneche (27 de julio), el problema es inherente a la “juventud” del teatro argentino y el error que se comete es ponerse al servicio del gusto del público. Para David Peña (28 de julio), quienes manejan la situación son los empresarios y los directores, preocupados por la taquilla, pero también está en juego la competencia del cine. Según Peña, se ha popularizado el oficio del dramaturgo a tal punto que “no hay espíritu audaz y zafado, por lo demás, que no se considere habilitado para considerarse autor teatral”. Peña refiere una anécdota reveladora: “Voy a la peluquería a afeitarme y el barbero que me conoce saca una obrita y me la da para que la lea. Lo mismo me sucede en la zapatería o en el café. Todo el mundo tiene su obrita preparada”. Cuenta que, además, un reconocido actor le contó que su cocinera le había presentado un drama. “Éste es un mal tan generalizado que hay que temerle”, concluye. Para Peña, la dramaturgia requiere de estudio y observación:

Yo, para escribir, cultivo permanentemente mi inteligencia, leyendo, estudiando, y analizando profundamente las modalidades de nuestra vida.

Los encuestados oponen el teatro comercial a un “teatro de arte”. Juan Luis Ferrarotti (2 de agosto) describe con nitidez el funcionamiento del teatro mercantilizado: la imposición de los “capocómicos” (grandes actores cabeza de compañía), las obras escritas sólo para su lucimiento, la tarea cómplice de los críticos para favorecer la convocatoria de público, el conformismo de los espectadores, la estandarización formularia en la composición de los textos. Dice Ferrarotti: “La receta del cocoliche que no tiene más gracia que maltratar el idioma, del «filósofo» que hilvana palabras solemnes, del cabaret con el borracho sentimentaloide y de la prostituta en trance de retorno a la inocencia y la doncellez”. Para Alberto Palcos (3 de agosto) el teatro argentino se ha alejado de la “misión del arte”: “La misión del arte no es satisfacer al público”, dice, “sino también educarlo, que es lo que sucede con los grandes dramaturgos extranjeros, [William] Shakespeare, [Friedrich] Schiller”.

Enrique Dickman (4 de agosto) afirma que “el teatro es un comercio sometido a las influencias de la demanda”, habla de “degeneración” y encuentra razones histórico-sociales en el contexto para la situación negativa del teatro argentino: “La guerra ha degenerado la sensibilidad del público. Considero que la guerra y la posguerra han desorganizado el espíritu del mundo”. La hipótesis de Dickman es que la ciudadanía ha permanecido dormida durante “cuatro años de contiendas” y ahora “despierta acicateada por varios impulsos, deseando apagar la sombra del desastre con el dominio inefable de la diosa alegría”. Para Dickman no es un fenómeno nuevo: “Cada vez que una catástrofe ha conmovido a la humanidad, el hombre ha tratado de borrar todo pensamiento siniestro sobre el pasado buscando en la diversión fácil un anestésico eficaz a su dolor y así sucede en la actualidad”. Desde su punto de vista la Argentina, “moldeada en el supremo cáliz de la cultura europea”, no puede mantenerse al margen de lo que sucede en Europa y “se siente arrastrada en la corriente general que anima al Viejo Mundo”. Por esa razón, concluye, el teatro argentino “prodiga diversión fácil y barata a nuestro pueblo, no siempre como es de suponer de muy buena calidad”.

Para Alfredo Palacios (8 de agosto), entre los “defectos fundamentales” del teatro argentino y del uruguayo están “la enorme superficialidad de las obras y ciertas características destinadas a satisfacer las pasiones nada deseables”.

Un diagnóstico semejante sobre el período (o su prolongación inmediata) se encontrará en otros intelectuales y en historiadores años después, incluso dos y tres décadas más tarde. Alfredo Bianchi (1927) afirma que “los autores abandonaron todo ideal artístico para correr únicamente tras el éxito material” (17). Ezequiel Martínez Estrada, en La cabeza de Goliat. Microscopia de Buenos Aires, de 1940, distingue “el público mayoritario, el de los estadios de fútbol, hipódromos y rings, el porteño”, del “extranjero”, es decir, el de los inmigrantes. Si el primero es “más fino”, el segundo es una “minoría desarraigada que sostiene un nivel de espectáculos de sainete, comedia y drama de última categoría en el gusto peninsular del teatro teatral [sic]”. Para Martínez Estrada, este “teatro teatral” es “el género característico de la literatura española desde los tiempos de Lope de Rueda, y es hoy su hijo legítimo muy venido a menos”. A diferencia de ese teatro popular, “el repertorio de gran esti-

lo de compañías ocasionales suele tener la sala vacía, cuando no se tra-

ta de tournées de significación diplomática” (254-255), agrega.

Las mismas observaciones reaparecen en las páginas de los historiadores tiempo después. El ya citado José Marial asegura que el teatro independiente nació en 1930 en parte como reacción frente a la escena comercial, “reducida en su significación teatral” (33). Para Marial están en auge “la revista burda y el sainete ya sin búsquedas y reiterado hasta en los detalles”, así como “la repetición de tipos mecanizados y construidos ramplonamente”, y ese teatro que se impuso “dejaba muy atrás los antecedentes de un teatro digno que por desgracia conoció la desintegración antes de haber alcanzado su propia madurez” (33).

Dice Ordaz en la segunda edición de El teatro en el Río de la Plata, bajo el subtítulo “Después de Sánchez”: “El teatro perdía su ruta específica y empezaba a andar a los tumbos. Decayó el espíritu artístico y [salvo algunas excepciones, que detalla] las obras más mediocres se apoderaron de la escena” (139). Ordaz atribuye la principal responsabilidad de esta degradación a los empresarios preocupados por el “negocio teatral” y, especialmente, a los actores, a los capocómicos, como la nota de La Razón que ya en 1910 arremetía contra los “arregladores” y los “morcilleros”. Para Ordaz, en la época que nos ocupa, “el «mercado» andaba revuelto” y “los actores, aquellos lejanos y humildes actores que se formaron en pleno andar, se habían ido independizando poco a poco hasta ser puntales de nuevas compañías” (138). Si bien esto podía significar “que la semilla había dado su fruto”, según Ordaz ponía en evidencia “primordialmente la egolatría de ciertos intérpretes” (138). Para el gran historiador, esa egolatría hacía que se armaran compañías sin “valores homogéneos”, en las que “preferían rodearse de mediocridades para ser los «capos» y sobresalir. Triunfo pobre, en realidad, pero que colmaba sus burdas ambiciones” (138).

Para Ordaz, los actores comenzaron a exigir a los autores que escribieran obras a “la medida de sus recursos escénicos más elementales” (138) y esto marcó la decadencia del género chico y del sainete. Así, los teatros “se inundaron de viejas criollas, de italianos, vascos, gallegos, turcos, judíos, compadritos y tantos otros personajes del sainete porteño, compuestos para un determinado actor, para una determinada actriz o para satisfacer las necesidades de todo un elenco”. El efecto, dice Ordaz, es que “todos resultaban iguales”: “En las obras se repetían la criolla [Orfilia] Rico, el compadrito [Enrique] Muiño, el gallego [Roberto] Casaux, el italiano [Luis] Arata” (139). La dramaturgia se vació de “caracteres humanos” y se colmó de “simples tipos con careta de carnaval a los que se descolgaba de la percha y, sin quitarles siquiera el polvo de la pieza anterior, se les hacía ir y venir por el escenario” (138-139).

En síntesis, muchos contemporáneos y los primeros historiadores acentúan los siguientes problemas: el auge del género chico desplaza a un teatro de mayores aspiraciones; la dramaturgia se torna formularia y estereotipada, al servicio de los capocómicos; se impone un “teatro del actor”, en desmedro de un teatro de valores literarios; gana primacía la “diversión” banal y pierde lugar el “teatro de arte”; la práctica escénica ya no sirve al progreso ni a la “educación”, el caudaloso público no es exigente y busca expresiones burdas y adocenadas como mero pasatiempo. Hay que atender estas observaciones, en tanto son reveladoras de la “industrialización” teatral, pero es necesario cambiarles el signo negativo.

Dos décadas brillantes

Entre 1910 y 1930 se produjo en el campo teatral porteño un crecimiento cuantitativo inédito en todos sus aspectos: aumentaron los estrenos, las compañías nacionales, la producción de textos nacionales, las publicaciones, las salas, la afluencia de público, la creación de instituciones gremiales reguladoras y de formación teatral. Ese crecimiento se advierte principalmente en el circuito comercial, que transforma el teatro de Buenos Aires en un vasto mercado de transacciones artísticas, sincrónico con el desarrollo de otras industrias culturales en Buenos Aires: la profesionalización del escritor, el periodismo y el mercado editorial, sumado a las expresiones espectaculares del circo, el cabaret, las “variedades”, los recitadores y los payadores, el tango (que paralelamente se internacionaliza), el folclore que viene de las provincias, el cine y la radio (en 1920 se realiza en Buenos Aires la primera transmisión).

El mapa teatral porteño es extenso y complejo, porque la franja comercial, que manejan los capocómicos y los empresarios, en tensión con los dramaturgos y con muchos actores de menor figuración, no es la única: conviven y se relacionan con ella de diversas maneras y en distintos momentos dentro del período otras formas de producción teatral. Destaquemos la de los “filodramáticos” (elencos aficionados generalmente radicados en instituciones: clubes, bibliotecas, sociedades de fomento, centros culturales, sindicatos, que muchas veces reproducen el repertorio y las formas de organización de las compañías comerciales), los “cuadros” anarquistas, los teatros “experimentales” y las compañías de profesionales e intelectuales que promueven un “teatro de arte” (de renovación y sincronización con las corrientes del teatro europeo, sobre los que volveremos en el capítulo que sigue), las cooperativas organizadas por actores profesionales al margen de las grandes compañías comerciales (por ejemplo, en el contexto conflictivo de las huelgas) y, hacia mediados de la década del 20, el incipiente teatro “oficial” dependiente del Estado (municipal y nacional). Aunque en número más reducido respecto del siglo xix, se presentan también compañías extranjeras, radicadas o visitantes, especialmente españolas y francesas.

Se suman a esta dinámica difícil de abarcar otras expresiones nacionales más acotadas, como las de las compañías de teatro judío en ídish, el teatro infantil, el teatro de títeres, así como una vasta zona de liminalidad, es decir, de fronteras imprecisas entre el teatro, las otras artes y la teatralidad social, en los espacios del circo, el carnaval, las peñas literarias y musicales donde concurre la “bohemia” intelectual, los “cafés concierto”, los cabarets, los bares y otros lugares del tiempo libre y la vida nocturna donde proliferan los “números” a la manera del varieté, se toca música (especialmente tango), se recita. El teatro se muestra expandido, ofrece un mapa de diseminación que excede las salas y los espectáculos específicos.

Pero lo cierto es que el gran motor de las transformaciones del período y que favoreció la profesionalización (es decir, la posibilidad de la rentabilidad del trabajo teatral) fue la franja más poderosa en términos económicos: la comercial (sin duda en productivos lazos con las otras expresiones). Los avances del teatro nacional en la “época de oro” ya habían sido relevantes, pero en las décadas siguientes se afianzará y multiplicará esa situación propiciadora, potenciándola y llevándola a índices más altos. Confrontemos algunos datos fundamentales de la dinámica teatral en la “época de oro” y en las dos décadas siguientes. Según Beatriz Seibel (2002), entre 1900-1910 se advierte un incremento de las compañías nacionales, “que pasan de tres en 1900 a ocho en 1910” pero que todavía “en general son superadas en cantidad por los elencos extranjeros” (467). En la “década áurea” el público teatral de Buenos Aires también crece: pasa de 1,5 millones de espectadores en 1900 a 6,6 millones en 1910. Seibel observa que “esto muestra un incremento del 440% con una tendencia en ascenso desde 1904, mientras la población sólo muestra un crecimiento del 100%, desde 663.000 habitantes en 1895 a 1.300.000 en 1910” (467). Crece la asistencia a los espectáculos. Seibel señala también que entre 1900-1910 aumentan las salas de cine, “de una sala compartida con espectáculo de variedades en 1900 a quince salas en 1910”. Los espectadores que asisten a ver películas (todavía mudas) son unos 600.000 en 1907, y se transforman en 3,4 millones hacia 1910 (467). La historiadora agrega que “la gran cantidad de obras producidas en la década se aprecia en la estadística de José Podestá, que estrena 249 piezas en el Apolo entre 1901 y 1908; a esta cifra deben sumarse los estrenos hasta 1910 y los de otras compañías, por lo que puede estimarse un mínimo de 800 obras estrenadas en ese período” (469).

En cuanto a 1910-1930, siempre en Buenos Aires, la misma investigadora provee cifras que el lector puede contrastar. A partir de 1916, las compañías nacionales de teatro superan en número a las europeas: crecen de 8 a 15 en 1920, en 1923 ya se publicita la actividad de 17. Dice Seibel, marcando el crecimiento: “En 1925 y 1927 son 20, en 1929 entre 17 y 18 elencos” (739). También aumenta la cantidad de espectáculos: de 49 en 1910 y 50 en 1920, se llega a 86 en 1929. Provee además datos del público teatral: “Se mueve con altibajos desde 1910 alrededor de los siete millones”, pero en realidad la población aumenta cerca de un 80%. Observa Seibel que el gran aumento de espectadores se advierte en el cine: “De 3,4 millones en 1910 a 18,7 millones en 1923 y 21,9 millones en 1925. En la crisis de 1930, el público disminuye a 4,3 millones en el teatro; en el cine es de 22,9 millones” (739). El cine va ganando la partida en materia de convocatoria.

De las cifras se desprende, en términos cuantitativos, un proceso de crecimiento y acumulación. El gran salto se produce tras los años de la Primera Guerra Mundial, que serán favorables al teatro en la medida en que aumentará la demanda de producción escénica local frente a la reducción de compañías visitantes extranjeras. David Viñas (1977) ubica un momento de apogeo a lo largo de los años de la Primera Guerra Mundial porque “al contraerse las importaciones de todo tipo, las clásicas giras de los «monstruos» europeos como la [Sarah] Bernhardt o la [Eleonora] Duse se detienen” (xliii). Ese “vacío va siendo cubierto por la producción local” y Viñas destaca “la aparición de «grandes divos» rioplatenses”, entre los que ubica a Lola Membrives, Camila Quiroga, Florencio Parravicini, Enrique de Rosas, Angelina Pagano y Luis Arata. “Divos que irán condicionando una producción puesta a su servicio y lucimiento”, agrega. Esto determinará la aparición de “autores de divo”, que Viñas califica como “adecuados, sometidos e incondicionales” (xliii). Señala un pasaje “de la profesionalización de los años 10 a la mercantilización acelerada luego de 1914-1918”, que implicará “la organización de «autores de empresa»” (xliii), cuya concentración se produce en los teatros Nacional y Apolo.

Hacia 1917 el teatro de Buenos Aires se ha convertido en un magnífico “negocio”, debido a la caudalosa respuesta del público. La todavía incipiente profesionalización de la “época de oro” se transforma en industria del entretenimiento. Poco a poco teatro, cine, tango y radio (a partir de 1920) irán cruzándose productivamente y también rivalizando en el dominio de la oferta y la demanda. Es además un período de importantes relaciones con Montevideo y las provincias, con éstas especialmente a través de la modalidad cada vez más frecuente de las giras. Nace y se desarrolla en esos años la temporada teatral de Mar del Plata.

Auge del “género chico criollo”

La dimensión “industrial” se advierte en la franja comercial, y especialmente en la del género chico, que configurará progresivamente entre 1890 y 1930 “el movimiento teatral más importante de la histórica escénica rioplatense” (Mazziotti, 1990: 71). Se conoce como género chico un sistema de producción teatral innovador, caracterizado por las formas breves, también llamado “teatro por horas” o “por secciones”, diseñado y asentado gradualmente en Madrid hacia fines de la década de 1870 y traído a la Argentina unos diez años después. Hacia 1889, en el teatro Pasatiempo de Buenos Aires comienzan a hacer temporada las primeras compañías de género chico, integradas por actores españoles de zarzuela. Poco más tarde trabajarán en otras salas: el Nacional, el Doria, el Jardín Florida, el Variedades. La entrada cuesta cincuenta centavos por sección u hora. En cada sección se ofrece una pieza corta: zarzuela, juguete cómico, vodevil, sainete, drama social, “petit pieza”, melodrama, revista, etc. “Género chico” no debe ser tomado como sinónimo de sainete, pues en él se incluye una amplia variable de poéticas del teatro breve.

La creciente demanda de obras motiva que los argentinos comiencen a escribir textos locales, para los que aprovechan el modelo español, pero van introduciendo variables dialectales o regionales específicamente porteñas o argentinas. Ese proceso de transculturación, como lo define Silvia Pellarolo (1997), constituye un capítulo fundamental en la historia del “sainete criollo” que llegará a su auge entre 1910 y 1930, y de él se derivará el “grotesco criollo”. La lista de sainetes nacionales, que en poco tiempo se tornará caudalosa, se iniciaría así con La fiesta de don Marcos de Nemesio Trejo en 1890. Lo que los autores argentinos introducen en sus piezas para la “argentinización” o “criollización” del género chico hispánico son las poéticas, o al menos algunos de sus procedimientos, vigentes en el teatro argentino hacia 1890: circo criollo, melodrama social y romanticismo tardío, gauchesca, nativismo, comedia de costumbres. Mezclan la poética del género chico hispánico con las convenciones teatrales del Buenos Aires de entonces, convenciones que pertenecían a diferentes circuitos y piezas no necesariamente breves.

Dice Beatriz Seibel (2002) con respecto al período 1910-1930: “En las compañías porteñas se anuncian tres o cuatro secciones en días hábiles, y cinco a siete secciones los domingos, lo que demuestra la concurrencia masiva de público” (740). Abel Posadas (1993) explica que “los domingos, día de diversión por excelencia, las funciones empiezan a las tres de la tarde, de manera que ese día se representan siete funciones” (ii-iii). Relata que los actores llegan a las dos de la tarde y salen a las cuatro de la mañana “porque luego de la séptima sección llega el ensayo”. Estrenar permanentemente obliga a ensayar permanentemente. “El teatro por secciones se transforma en un pulpo –como todo medio masivo– a la manera del cine en sus mejores tiempos y, hoy en día, de la televisión. Es una máquina que no para” (ii-iii). Según Posadas, es en los autores donde la máquina se resiente, porque asisten a una demanda que no pueden cubrir sino parcialmente y a los tumbos:

Entregan lo que pueden. Sólo así puede explicarse que Carlos Mauricio Pacheco escriba Los disfrazados –una de las mejores piezas breves del teatro de cualquier nacionalidad– y abominables productos del tipo de Así terminó la fiesta. (ii-iii)

El género chico trabajará con poéticas “de identificación” (en términos de Iuri Lotman), es decir, poéticas codificadas y reconocibles en su sistema de convenciones por el público, aunque ello no impedirá variaciones internas con mezcla de procedimientos, la búsqueda de nuevas resoluciones y la incorporación de recursos que provienen de la modernización teatral. El género chico se opone por definición al “grande”, basado en una literatura dramática de mayor extensión y que, por su duración larga, no permite el esquema “por horas”. El género grande es mejor considerado en la opinión de los intelectuales, goza de mayor prestigio porque propicia las poéticas “de contraposición” (Lotman), esto es, el trabajo con formas teatrales menos convencionalizadas, de búsqueda “experimental” (etimológicamente, “fuera de perímetro”), un término frecuente a partir de la década del 20 para designar un teatro de reacción frente al mercado del género chico y que favorece la sincronización con las nuevas orientaciones del teatro europeo.

Adelantemos que la riqueza del género chico en cuanto a la dramaturgia es múltiple. Por la demanda de las compañías, los autores escriben gran cantidad de textos (aproximadamente, unos 140 Enrique García Velloso; Alberto Vacarezza, 110; José González Castillo, 90; Carlos Mauricio Pacheco, 70). El género chico encierra una notable diversidad discursiva (no sólo sainete, como ya señalamos). A su vez, dentro de la poética del sainete, hay variantes muy ricas, muchas de ellas todavía no analizadas como se merecen (volveremos enseguida sobre este aspecto).

Incremento de las compañías nacionales

En este contexto, se produce un despliegue inédito en materia actoral, aumentan las compañías nacionales, se consagran numerosas figuras y se desarrollan poéticas de actuación que constituyen un auténtico tesoro de la cultura argentina, aún no valorado como se debe. Osvaldo Pellettieri (2008) pone el acento en que tanto el sainete como el grotesco criollos configuran poéticas singulares tanto del autor como del actor. La industria favorece el desarrollo de grandes figuras, el divismo y el capocomiquismo, e incluso la rivalidad y los “roces” entre intérpretes y dramaturgos por el control del acontecimiento teatral. En el período sobresalen entre cientos de nombres los trabajos de Pablo, María Esther y Blanca Podestá, Florencio Parravicini, Enrique Muiño, Olinda Bozán, Orfilia Rico, Roberto Casaux, Luis Arata, Guillermo Battaglia, Ángela Tesada, Camila Quiroga, Enrique de Rosas, Francisco Ducasse, Elías Alippi, Pierina Dealessi, Felisa Mary, Luis Vittone, Segundo Pomar, Tomás y Leopoldo Simari, José y Eva Franco, Salvador Rosich, Lola Membrives, Enrique Arellano, José Gómez, Paquito Busto, Tito Lusiardo, César Ratti, Gregorio Cicarelli, Matilde Rivera, Gloria Ferrandiz, Milagros de la Vega… La lista podría ser extensísima, sobre todo si se consideran las figuras que hacen en estos años sus primeros pasos y configurarán más tarde carreras notables: Libertad Lamarque, Tita Merello, Francisco Petrone, Iris Marga, Pepe Arias, Luisa Vehil, Santiago Gómez Cou, Luis Sandrini, Miguel Ligero, Tania, Pedrito Quartucci… Junto a los actores se consagran las primeras grandes figuras del tango: Carlos Gardel, Enrique Santos Discépolo, Azucena Maizani, Ada Falcón, entre otros. Es un signo de madurez de nuestra historiografía teatral el hecho de que cada vez más los actores, sus trayectorias, sus técnicas y sus poéticas, sean objeto de análisis; destaquemos al respecto el Diccionario de actores argentinos (2009) dirigido por Osvaldo Pellettieri.

Los actores argentinos se insertan además en el mercado internacional. En Madrid, 1913, Florencio Parravicini presenta con éxito Fruta picada de Enrique García Velloso y a partir de la década del 20 las giras internacionales se multiplican: Camila Quiroga se presenta en España, Francia, México, Cuba, Estados Unidos; también llevan sus obras a Latinoamérica y Europa las compañías de Muiño-Alippi, Rivera-De Rosas, Vittone-Pomar, Conti-Podestá, entre otros.

Además se destacan en el período actores extranjeros radicados en la Argentina, entre ellos el payaso inglés Frank Brown, y se producen importantes visitas internacionales: Ramón María del Valle-Inclán (1910), Margarita Xirgu (por primera vez en Buenos Aires en 1913), el coreógrafo Serguei Diaghilev y los bailarines Vaclav Nijinsky y Tamara Karsavina con Les Ballets Russes (1913, Nijinsky regresará en 1917), la bailarina Isadora Duncan (1916), el director francés Aurélien Lugné-Poë y la actriz Suzanne Després (1916, ésta es su tercera visita), el niño Narcisín (quien será en el futuro el reconocido Narciso Ibáñez Menta, llega a Buenos Aires en 1919), Jacinto Benavente (quien en 1922 recibe en la Argentina la noticia de que le han otorgado el premio Nobel de literatura), la actriz rusa Galina Tolmacheva (llegada en 1925 y años más tarde transformada en relevante pedagoga, especialmente en Mendoza), el futurista italiano Filippo Tomasso Marinetti (1926), Luigi Pirandello (1927), Antonio Cunill Cabanellas (1928, quien se radicará en la Argentina e iniciará en Buenos Aires una intensa labor de magisterio desde el Conservatorio Nacional), Josephine Baker (1929) y la compañía del teatro Kamerny de Moscú dirigida por Alexander Tairoff (1930, cuando presenta obras de Eugene O’Neill, Oscar Wilde y el primer Bertolt Brecht del que tenemos noticias en nuestro país: La ópera de dos centavos).

La respuesta del público hace que algunos espectáculos se transformen en auténticos fenómenos de convocatoria y que determinados procedimientos “taquilleros” creen una “fórmula” y se reproduzcan en nuevas obras hasta la reiteración agotadora, hasta convertirse –como dice Raúl Castagnino (1968: 121)– en “plaga”. Enrique Muiño recordará en sus memorias el éxito de Los dientes del perro que en abril de 1918 lleva a escena por primera vez un tango cantado: “Desde ese día, por siete años, todos los teatros de Buenos Aires –raro esto de la imitación, ¿no?– tuvieron cabarets y orquestas típicas. Los dientes del perro nos cansamos de darla. El boletero veía hasta diez veces al mismo cliente frente a sus rejas” (Castagnino, 1968: 121). Habrá muchos éxitos resonantes: Tu cuna fue un conventillo, La borrachera del tango, Mateo, y especialmente El conventillo de la Paloma, que hará más de mil funciones en un año.

Proliferación de salas y espacios teatrales

El crecimiento del teatro se advierte además en la disponibilidad de salas, muchas en la calle Corrientes (todavía angosta), centro de la vida nocturna, o en calles cercanas. Sugerimos al lector que preste atención a cuántas de las salas que mencionaremos siguen hoy abiertas y cuántas han cerrado, demolidas o transformadas en cines, librerías, iglesias alternativas, boliches o playas de estacionamiento… Detallamos entre paréntesis el año de apertura y la dirección de cada sala (con la nomenclatura actual de las calles), de acuerdo con los datos que brinda Leandro Hipólito Ragucci (1992). Entre las abiertas en décadas anteriores, siguieron funcionando durante el período 1910-1930, total o parcialmente, al menos unos treinta teatros, entre otros, el Pueyrredón (1873, del barrio de Flores, Rivadavia 6871), El Dorado (1876, a partir de 1893 llamado Rivadavia, en 1907 Moderno y después de 1918 Liceo, en Rivadavia y Paraná), el Politeama Argentino (1879, en Corrientes 1478-1490), el Ópera (1886, en Corrientes 860), el Onrubia (1889, transformado en 1895 en el Victoria, en Hipólito Yrigoyen 1400), De la Comedia (1891, en Carlos Pellegrini 248), De la Zarzuela (1892, que en 1897 pasa a llamarse Argentino, en Bartolomé Mitre 1448), el Odeón (1892, en Esmeralda 367), el San Martín (1892, en Esmeralda 247), el Mayo (1893, en Avenida de Mayo 1099), el Olimpo (más tarde Cómico y Moulin Rouge, en Lavalle 851), el Roma (1900, enseguida Parisiana y en 1922 Ba-Ta-Clán, en 25 de mayo 468), el Cosmopolita (1900, en 25 de Mayo 440), el Apolo (reabierto por los Podestá en 1901, en Corrientes 1388), el Salón Verdi (1903, en la Boca, Almirante Brown 736), el Nacional Norte (1903, llamado Guillermo Battaglia en 1915 y Gran Splendid a partir de 1919, en Santa Fe 1860), el Roma (1904, en Avellaneda, del otro lado del Riachuelo, Sarmiento 99), el Marconi (1904, en Rivadavia 2330), el Royal Theatre (1905, enseguida cambia su nombre por Cabaret Pigalle y Ta-Ba-Rís, cabaret, Corrientes 835), el Nacional (1905, regenteado por Pascual Carcavallo, se transformará en la “catedral del género chico”, en Corrientes 960), el Coliseo (1907, en Marcelo T. de Alvear 1125), el Scala (1908, transformado en el Esmeralda en 1917, poco antes de su demolición, en Esmeralda 449), el Colón (1908, manzana de Tucumán-Libertad-Viamonte-Cerrito), el Avenida (1908, en Avenida de Mayo 1224), el Variedades (1909, en el barrio de Constitución, Lima 1615), el Olimpo (1909, Pueyrredón 1463), el Buenos Aires (1909, en Juan D. Perón 1053), el Ateneo (1909, a partir de 1912 Empire Theatre, en Corrientes 699), la Sociedad Unione e Benevolenza (1909, en Juan D. Perón 1358).

A partir de 1910 y hasta 1930, por el desarrollo industrial del espectáculo en Buenos Aires, las salas (que hospedan teatro, música, cine, variedades) se multiplican, en el centro y en los barrios, donde no sólo operan los filodramáticos sino también se realizan giras. Entre 1910 y 1930 se abren más de treinta espacios nuevos, con predominio del diseño de “caja italiana” (el escenario frontal tradicional, encajonado entre tres paredes: dos laterales y fondo). Las carpas circenses, aún vigentes y numerosas en la “época de oro”, se muestran en retirada. En el centro porteño, o en su periferia más próxima, se inauguran los teatros Nuevo o Corrientes (1910, donde funcionará más tarde el Teatro del Pueblo entre 1937 y 1943 y el primer Teatro Municipal a partir de 1944, en el terreno del actual teatro San Martín, Corrientes 1530), el Salón La Argentina (1912, Rodríguez Peña 361), el Florida (1915, en la galería Güemes, Florida 165), el Porteño (1917, en Corrientes 846), el Esmeralda (1919,

llamado Maipo a partir de 1924, en Esmeralda 445), el Chacabuco

(1919, en Chacabuco 968), el Cervantes (1921, en Córdoba y Libertad, más tarde transformado en sala nacional), el Smart (1922, en Corrientes 1283), el Sarmiento (1923, en Juan D. Perón 1040), el Ideal (1923, en Paraná 426), el Ateneo (1925, en Juan D. Perón 927), el París (1926, en Suipacha 153), el Italia Unita (1927, en Juan D. Perón 2535), el Cómico (1927, en Corrientes 1280), el Astral (1927, en Corrientes 1639), el Versailles (1928, en Santa Fe 1445), la Asociación Wagneriana (1929, en Florida 940), el Del Pueblo (1930, en Corrientes 465). Algo más lejos del centro y en los barrios empiezan a funcionar el Solís (1910, en Constitución, Bernardo de Irigoyen 1431), el Boedo (1911, en Boedo 949), el Excelsior (1912, en el barrio del Abasto, Corrientes 3224), el 9 de Julio (1914, en Villa Urquiza, avenida Triunvirato, Ragucci omite la numeración), el De Verano (al aire libre, 1916 y cerrado en 1918, en San Juan entre Solís y Entre Ríos), el Villa Crespo (1916, en Corrientes 5535), el 25 de Mayo (1918, en Villa Urquiza, Triunvirato 4440), el Florencio Sánchez (1922, en Almagro, Corrientes 4880), el Príncipe (1922, en Belgrano, Cabildo 2327), el Coliseo Rivadavia (1922, en Floresta, a partir de 1927 Fénix, en Rivadavia 7802), el Pablo Podestá (1922, en Parque Patricios, La Rioja 2045), el América (1922, en Boedo 819), el Mitre (1925, en Villa Crespo, Corrientes 5424).

Como señala Beatriz Seibel (2002), hay que tener en cuenta otros espacios alternativos de relevancia teatral en el período, como el Circo-Teatro Romano del Parque Japonés (para 3.500 espectadores, abierto en 1911 y demolido en 1931), la Sociedad Rural, los retablos instalados en el balneario municipal (a partir de 1919) o el teatro que comienza a funcionar en Retiro hacia fines de la década del 20). Prolifera en el verano la arquitectura teatral efímera, tablados construidos en parques y plazas. Seibel señala que en los años 20 los circos criollos bajo carpa no son frecuentes en la capital, pero siguen activos en provincias; “en cambio, en Buenos Aires se anuncian grandes compañías [circenses] alemanas y europeas” (740).

Como se desprende de los datos señalados, la cartografía de salas y espacios teatrales da cuenta del esplendor de la actividad escénica y de la proliferación de los espectáculos en Buenos Aires.

Creciente presencia estatal: el Colón, el Cervantes, el Conservatorio

Un párrafo especial merecen los mencionados teatros Colón y Cervantes, porque marcarán el comienzo de los teatros “oficiales” –dependientes del Estado– en el siglo xx. En 1925 el Colón deja de estar en manos de empresarios particulares y se transforma en un teatro municipal, con la consecuente creación de los cuerpos estables de orquesta, coro y ballet. El Cervantes, construido por el matrimonio de actores españoles María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza en 1921, es adquirido en 1926 en subasta pública, durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear, por la Caja de Crédito Hipotecario, y pasa a jurisdicción del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. En 1933 se transformará en el Teatro Nacional de Comedia y a partir de 1947 en el Teatro Nacional Cervantes.

La gestión de los gobiernos municipal y nacional es cada vez más sensible al apoyo estatal de la actividad teatral. Ya en 1919 se favorece a algunos teatros porteños de repertorio nacional con la reducción de los impuestos municipales, y en 1927 se pone en vigencia la ordenanza municipal de estímulo al teatro con la misma finalidad. El 7 de julio de 1924 el presidente Alvear crea por decreto el Conservatorio Nacional de Música y Declamación, y pone al frente a Carlos López Buchardo (director) y Enrique García Velloso (vicedirector). La carrera de Declamación se llamará de Arte Escénico a partir de 1939. En 1927 se crea la Asociación Casa del Teatro, hogar de artistas retirados, gracias al impulso que da al proyecto la primera dama Regina Paccini de Alvear y, si bien se trata de una institución privada, es la Municipalidad la que cede el terreno. En 1913 se crea el Teatro Municipal Infantil Labardén y en 1928, por iniciativa del concejal Florencio Parravicini (representante del partido político Gente de Teatro), se transforma con fuerzas renovadas en el Instituto de Teatro Infantil Labardén, espacio de formación actoral de niños y niñas bajo la jurisdicción de la Municipalidad. Desde 1930 la Municipalidad de Buenos Aires instituye tres premios anuales para obras de teatro: comedia, drama y sainete, que ese año ganan respectivamente El señor Pierrot y su dinero de Enrique Gustavino, Señorita de Samuel Eichelbaum y He visto a Dios de Francisco Defilippis Novoa.

Institucionalización gremial de dramaturgos y actores. Huelgas

Estimulado por el desarrollo industrial, el período 1910-1930 fue escenario de importantes avances en la organización gremial, especialmente para los dramaturgos y los actores. Si bien existieron ya en años anteriores intentos de asociación, se darán en las décadas que estudiamos los pasos fundamentales para la creación de dos instituciones vigentes hasta hoy: Argentores (1934) y la Asociación Argentina de Actores (1924).

Hasta 1910, recuerda Luis Ordaz (1957), el derecho de los autores “a participar en las entradas de las cajas de los teatros –que ellos originaban con sus obras– les eran negados rotundamente por los empresarios”. Se sometían a cobrar de cinco a diez pesos por acto “según la época, si no optaban por malvender sus producciones” (123). Pero en 1910 se sanciona y promulga la Ley de Propiedad Literaria. Sucedió que estaba en Buenos Aires el político francés Georges Clemenceau y una compañía francesa comenzó a representar en el teatro Moderno su comedia El velo de la felicidad. Clemenceau expresó públicamente su indignación, ya que no había dado autorización para el montaje de su obra. Redactada por Paul Groussac y presentada por Manuel Carlés, los legisladores se apresuraron a votar la ley, “en homenaje al ilustre visitante”, escribe Mariano G. Bosch (1929).

Inmediatamente los dramaturgos se organizan en la Sociedad Argentina de Autores Dramáticos (saad), presidida por Enrique García Velloso, que comienza a funcionar en 1910. La primera gran conquista de la saad fue imponer el 10% de recaudación para los derechos de autor, tal como sucede actualmente. Según se lee en un texto reproducido en el Boletín Oficial de Argentores (N° 21, enero de 1939), el acuerdo con los empresarios llegó tras violentos sucesos: “Después de dos jornadas de violencia, de discursos y barricadas en los teatros, con heridos, contusos y presos, se firmó la base de la organización autoral y quedó consagrado el derecho del 10%”. El 12 de agosto de 1911 –afirma Ordaz–, Enrique García Velloso, Alberto Ghiraldo y Pedro E. Pico, en representación de la saad, y Santiago Fontanilla, José J. Podestá y Julio C. Traversa, en representación de la Sociedad de Empresarios y Propietarios de Teatros, firmaron el acuerdo de entregar a los autores el 10% de las entradas brutas.

En 1921 un grupo de autores se separó de la saad y fundó el Círculo Argentino de Autores. Poco después otro conjunto de dramaturgos se alejó también de la saad y creó el Sindicato de Autores. Ya en 1923 la saad y el Círculo se pusieron de acuerdo para crear una comisión administrativa permanente para regir la acción conjunta. Diez años después, se acordó la fusión de ambas instituciones y el 17 de diciembre de 1934 se realizó la asamblea general de autores de la Argentina, que creó la Sociedad General de Autores de la Argentina (Argentores), hasta hoy en plena vigencia.

En su libro Una historia de luchas, Teodoro Klein rastrea los orígenes y la formación de la Asociación Argentina de Actores. Tras la disolución en 1917 de la Asociación de Artistas Dramáticos Líricos Nacionales (fundada en 1906), los intérpretes nacionales vuelven a reunirse y fundan el 18 de marzo de 1919 la Sociedad Argentina de Actores. Como recuerda Seibel (2002), “la asamblea constitutiva cuenta con la presencia de 118 actores, sin mencionar a las actrices, que no pueden votar hasta 1920” (567), aunque más tarde se reconocerá a algunas socias fundadoras, como Milagros de la Vega y Eva Franco. Paralelamente funcionaba la Sociedad Internacional de Artistas, que agrupaba a los intérpretes españoles. A comienzos de mayo unos ochocientos actores y actrices de ambas asociaciones realizan una huelga en reclamo de “sueldos mínimos, aumentos por la función vermouth, un día de descanso de ensayos, contratos únicos” (567). La huelga llega a las provincias –Rosario y Bahía Blanca– pero se corta porque se retiran los actores españoles, que llegan a un acuerdo. Sólo algunas compañías nacionales atienden los reclamos. Como señala Mariana Baranchuk (2011), los actores argentinos se organizan tempranamente pero, más allá de los logros, muchos problemas laborales siguen en pie hasta hoy. De la Sociedad Argentina de Actores se desprenderá, tras una nueva huelga en 1921, la Unión Argentina de Actores, pero el 25 de agosto de 1924 la Sociedad y la Unión se fusionan en la nueva Asociación Argentina de Actores. Según Klein, esta última crece notablemente entre 1924 y 1928, cuando pasa de 1.000 a 1.800 socios. En 1924 se crea la Sociedad de Actores Judíos.

Publicaciones populares, crítica, investigación y memorias

Otro síntoma del desarrollo alcanzado por el teatro nacional en el período son las numerosas colecciones de revistas de teatro, de circulación masiva, que dan cuenta de la existencia de un vasto lectorado interesado en la producción dramática nacional e internacional. Nora Mazziotti (1990) provee una lista de estas publicaciones muy económicas que se vendían en quioscos y librerías con frecuencia semanal, quincenal o (en muy pocos casos) mensual: El Teatro Criollo (1909), El Teatro Nacional (1910), Dramas y Comedias (1911), Nuestro Teatro (1913), Mundial Teatro (1914), La Novela Cómica Porteña (1918), El Teatro Nacional (segunda época, 1918), La Novela Teatral (1918), Bambalinas (1918), La Escena (1918), El Teatro Argentino (1919), Teatro Popular (1919), El Teatro Universal (1920), Teatro Rosarino (1920), El Teatro (1921), Teatro Selecto (1921), Arriba el Telón (1921), La Farsa (1921), El Entreacto (1922), La Escena Nacional (1922), Teatralia (1922), Talía (1922, en Buenos Aires y en Bahía Blanca), Bastidores (1922), Dramas y Comedias (1922), Comedia (1922), Teatro (1923), Telón arriba (1925), El Telón (1926), El Apuntador (1930). A mediados de la década del 30, tras la aparición de algunas nuevas revistas (menos de una decena), en Buenos Aires y en las provincias, esta modalidad de publicación desaparece. Los casos sobresalientes son Bambalinas y La Escena.

Bambalinas publica 762 números y 12 suplementos entre marzo de 1918 y marzo de 1934, al principio con frecuencia quincenal, muy pronto semanal. En cuanto a las tiradas, refiere ediciones de 5.000 y 10.000 ejemplares, y casos en que llegó a 40.000. La Escena circula desde julio de 1918 a octubre de 1933, alcanza 797 números semanales y 125 suplementos. Otros casos notables son El Teatro Nacional, con más de 170 números; Teatro Popular, con 133, y El Teatro, casi un centenar.

¿Quiénes compraban estas publicaciones, cuyo valor rondaba los 20 centavos en Buenos Aires? Suele hallárselas en bibliotecas particulares de espectadores de teatro, así como en bibliotecas de compañías de aficionados y profesionales. En el caso de Bambalinas, las obras aparecen rodeadas de un conjunto de textos sobre distintos temas de la temporada teatral, que permiten diseñar un lectorado muy amplio al que van dirigidos: dramaturgos, actores, empresarios, directores, críticos y, especialmente, espectadores inquietos que participan activamente en la publicación a través de cartas, respuestas a encuestas y concursos. Nora Mazziotti destaca que en total estas pequeñas revistas reúnen un corpus de alrededor de tres mil obras, en su mayoría argentinas (los títulos extranjeros son poco frecuentes) y vinculadas a estrenos recientes. Son un indicador del grado de prolificidad que adquieren los autores nacionales en el período “industrial”.

Junto al desarrollo de la actividad escénica, aumenta la producción de pensamiento crítico. Hubo además publicaciones especializadas más vinculadas a la crítica y la reflexión sobre la actividad teatral, entre ellas Carátula, Comedia y Anuario Teatral Argentino; esta última marca, según José Marial, “en nuestro medio una superación, no sólo por la gran cantidad de elementos de juicio que aporta para una visión del año teatral, sino también por los artículos de seria investigación que incluye en su amplio material literario” (29).

Otra evidencia de la relevancia que adquiere el teatro de Buenos Aires en el período es la creciente publicación de libros sobre historia, crítica, pedagogía teatral y memoria. Destaquemos, en orden cronológico, algunos de los títulos más importantes: Historia del teatro en Buenos Aires (1910) de Mariano G. Bosch; Teatro nacional rioplatense, contribución a su análisis y a su historia (1910) de Vicente Rossi; Teatro argentino (1917) de Juan Pablo Echagüe (conocido por su nombre artístico Jean Paul); La literatura argentina (cuatro tomos, 1917-1922) de Ricardo Rojas, con abundantes referencias al teatro; el artículo “Orígenes del teatro rioplatense” (1918) de Roberto F. Giusti (publicado en la revista Nosotros); Un teatro en formación (1919) de Juan Pablo Echagüe; Teatro nacional (1920) de Alfredo Bianchi; Del teatro al libro; ensayos críticos sobre teatro argentino y extranjero, arte y literatura (1920) de Luis Rodríguez Acassuso; Nuestra incultura y Sobre el teatro nacional y otros artículos y fragmentos (ambos de 1921) de Juan Agustín García; Una época del teatro argentino (1914-1918) (1924) de Juan Pablo Echagüe (reeditado en 1926); Desde la platea (críticas negativas) (1924) y Nuevas críticas negativas (1926) de Nicolás Coronado; El arte del comediante (tres tomos, 1926) de Enrique García Velloso; el artículo “Veinticinco años de teatro nacional; breve reseña histórica” (1927) de Alfredo Bianchi (publicado en la revista Nosotros); Le Théâtre Argentin (1927) de Juan Pablo Echagüe (en francés, publicado en París por Excelsior, con traducción de Georges Pillement y prólogo de Lugné-Poë); Historia de los orígenes del teatro nacional argentino y la época de Pablo Podestá (1929) de Mariano G. Bosch; Florencio Sánchez y el teatro argentino (1929) de Arturo Vázquez Cey; El nuevo teatro argentino. Hipótesis (1930) del director italiano Anton Giulio Bragaglia (traducción de María Rosa Oliver). El período que estudiamos realiza un aporte sustancial a las bases de la historiografía teatral nacional. Una mención muy especial merece María Velasco y Arias, quien en 1913 presenta en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires la primera tesis para aspirar al doctorado: “Dramaturgia argentina”. Allí estudia tempranamente la producción de los autores contemporáneos: Florencio Sánchez, José de Maturana, Julio Sánchez Gardel, Martín Coronado, Roberto J. Payró, entre otros, así como “los españoles que han escrito para el teatro local”: Justo López de Gomara, Xavier Santero y Camilo Vidal. En cuanto al género de la “memoria teatral”, la década se cierra con la publicación de Medio siglo de farándula (1930) de José J. Podestá.

Diversidad de poéticas dramáticas

A mayor demanda de obras nacionales, mayor prolificidad de los autores locales, en su amplia mayoría “rioplatenses”, argentinos y uruguayos, aunque también hay chilenos, españoles, italianos, franceses radicados en Buenos Aires. Según Mazziotti (1990), las revistas teatrales entre 1909 y 1935 publican un corpus de alrededor de tres mil textos dramáticos, en su gran mayoría nacionales. Pero no todo lo estrenado aparece en esas ediciones: en escasas ocasiones unos pocos textos llegan al formato libro, y quedan muchos inéditos. Un ejemplo representativo al respecto es el de Alberto Vacarezza, que estrena alrededor de 110 obras y sólo edita en las revistas unas 70. Ciertamente, la producción de obras teatrales fue caudalosa entre 1910 y 1930, sólo superada en cantidad en la actualidad (véanse los dos últimos capítulos).

Sería imposible nombrar aquí a todos los dramaturgos que escriben en el período “industrial”; sólo mencionaremos a los más relevantes. Por un lado, siguen escribiendo y estrenando autores que habían iniciado su producción en el siglo xix: Martín Coronado, David Peña, Emilio Onrubia, Nemesio Trejo, Nicolás Granada, Ezequiel Soria, Enrique García Velloso, Alfredo Duhau, Agustín Fontanella.

Por otro, consolidan su obra muchos otros que comenzaron a estrenar en la “época de oro”: Gregorio de Laferrère, Roberto J. Payró, Alberto Ghiraldo, Alberto Vacarezza, Pedro E. Pico, Carlos Mauricio Pacheco, Julio Sánchez Gardel, Federico Mertens, Roberto Cayol, Alberto Novión, Vicente Martínez Cuitiño, José León Pagano, Carlos R. de Paoli, José de Maturana, Luis Bayón Herrera, Arturo Giménez Pastor, César Iglesias Paz, entre muchos.

A ellos se suman, a partir de 1910, un amplio número de nuevos autores que pronto se afirman como figuras fundamentales: Armando Discépolo, Francisco Defilippis Novoa, Alberto Weisbach, Belisario Roldán, Samuel Eichelbaum, José González Castillo, Rodolfo González Pacheco, Alejandro Berruti, Carlos Schaefer Gallo, Emilio Berisso, José Antonio Saldías, Julio F. Escobar, Camilo Darthés, Carlos S. Damel, Claudio Martínez Payva, Julio F. Escobar, Edmundo Guibourg, Enrique Gustavino, Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta, Ricardo Rojas, Roberto Gaché, Arnaldo Malfatti, Nicolás de las Llanderas, Rafael Di Yorio, Mario Folco, Eduardo Pappo, Gustavo Caraballo, Roberto Tálice, Enzo Aloisi, Ivo Pelay, Álvaro Yunque, Ezequiel Martínez Estrada, entre muchísimos más.

Además, en el período aumenta considerablemente la producción de dramaturgia escrita por mujeres, que se consolida en los años 20: entre las nuevas dramaturgas sobresalen los nombres de Alfonsina Storni, Salvadora Medina Onrubia, Alcira Chaves de Vila Bravo, Lola Pita Martínez, Alcira Olivé, Leonor Kierman, María Laura Segré, Sofía Espíndola, Dinah E. Torrá, Amelia Monti, Alcira Obligado, Margarita Villegas Basavilbasso, Carolina A. Alió, Emilia H. Citter Morosoni, Herminia Brumana, Luisa Israel de Portela, Mercedes Pujato Crespo. Una reciente antología, reunida por María Claudia André (Dramaturgas argentinas de los años 20, Buenos Aires, Nueva Generación, 2010), rescata esta dramaturgia femenina, más que atractiva por sus temas y procedimientos.

Si bien los nombramos individualmente, es muy frecuente que estos autores escriban en colaboración, en binomios y en tríos, para favorecer el ritmo de producción que exige la demanda industrial.

En cuanto a las poéticas dramáticas (o principales estructuras composicionales), son muy variadas y pueden ser agrupadas –como ya señalamos– en dos grandes franjas: género chico y género grande, según su extensión-duración y su adaptación al formato del teatro por secciones. Por la demanda “industrial”, el género chico concentra la mayor cantidad de producción, pero no todo es sainete. Dentro de las estructuras del teatro breve se encuentran, además de sainetes, piezas que trabajan con las poéticas del melodrama social, el nativismo, la tragicomedia, el naturalismo, el costumbrismo, el drama de tesis, la revista, el vodevil. El sainete es la poética más cultivada dentro del género chico, con una variedad de procedimientos internos que enseguida destacaremos y que todavía no ha sido estudiada en profundidad.

En cuanto al género grande, la diversidad también lo caracteriza: el melodrama (continuidad del romanticismo tardío del siglo xix), la pieza nativista, la comedia (en sus variantes más ricas: burguesa, “alta” o “de salón”, “blanca”, “asainetada”, “de puertas” o vodevilesca), la comedia musical (introducida por Ivo Pelay en 1926), la tragicomedia y la tragedia, la revista, el drama moderno realista (también con ricas variantes internas: drama social, psicológico, naturalista, costumbrista). Dentro del género grande se ubican también las propuestas “experimentales” o de “vanguardia” (como se las llama en esos años), espacio poético de modernización y sincronización con el teatro del mundo, en el que se incorporan componentes de la poética del expresionismo, el simbolismo, el grotesco italiano y el teatralismo autorreferencial, y se hacen evidentes los nuevos intertextos de autores europeos y norteamericanos: Luigi Pirandello, Henri Lenormand, August Strindberg, Georg Kaiser, Ernst Toller, Jacinto Benavente, Gabriel D’Annunzio, Eugene O’Neill.

Se observa, tanto en el género chico como en el grande, expresiones vinculadas al proyecto de un nacionalismo democrático (Ricardo Rojas, Manuel Gálvez), a través de la representación de la vida y la mítica provincianas, en una suerte de apropiación simbólica teatral de la territorialidad argentina. Por ejemplo, varias obras del santiagueño Carlos Schaefer Gallo pueden pensarse como la “teatralización” de la concepción literaria expresada en El país de la selva de Rojas. En su libro El revés de la máscara (Añoranzas y recuerdos teatrales rioplatenses), Schaefer Gallo confirma este vínculo estético-ideológico al reproducir una carta que le envió Rojas el 7 de agosto de 1912, con motivo de la aparición de los relatos de Schaefer Gallo reunidos en el volumen Alma quichua. Esta carta de Rojas sintetiza el proyecto estético-ideológico del nacionalismo a comienzos de la década del 10: nacionalismo opuesto a extranjerismo y modernización internacional, rescate de los imaginarios populares, lo folclórico y lo religioso local provinciano; conciencia territorial del país, defensa de las identidades regionales, lucha por la pervivencia de las tradiciones.

Un párrafo aparte merecen las relaciones entre teatro y tango, ya que muchas veces un éxito de la escena depende del estreno de un tango importante (valga un ejemplo notable: Enrique Santos Discépolo incluye su tango “Yira... yira” en la revista Qué hacemos con el estadio en 1930). También las obras teatrales comienzan a llevarse al cine, con mayor frecuencia en los años 20.

Tensión y aprendizaje entre autores y actores

Los mismos autores cultivan, a la par, los géneros chico y grande, y así como los procedimientos del sainete se manifiestan en la comedia “asainetada” (por su formato y duración, género grande), diversos componentes de las poéticas “experimentales” son reelaborados en el género chico. Un caso ejemplar, auténtica obra maestra del teatro nacional, es He visto a Dios, de Francisco Defilippis Novoa.

Es común que los autores con mayores aspiraciones artísticas e intelectuales cultivaran el género chico como una concesión culposa a la “mercantilización”, con hondo conflicto interno respecto de una ética artística, tema que comienza a debatirse en forma creciente frente a las exigencias pragmáticas a las que obliga la profesionalización. Es el caso de Armando Discépolo, como lo ha estudiado Osvaldo Pellettieri en numerosos trabajos. Discépolo declaró que había escrito muchos de sus sainetes sólo por dinero. De hecho, en los tres tomos de sus Obras escogidas publicadas por Jorge Álvarez en 1969, Discépolo privilegia varios de sus textos del género grande (hoy menos vigentes) e ignora algunos de sus mejores sainetes en colaboración. Lo cierto es que, desde una lectura actual, el teatro más valioso del período es el que proviene del género chico. Hay, por supuesto, importantes exponentes del género grande, pero la mayor potencia creadora correspondió a aquél.

La demanda permanente de la producción “industrial” propició muchas veces, sin duda, el repentismo, la escritura circunstancial por encargo, la repetición acelerada de “recetas”, la escasa elaboración y las resoluciones mediocres, así como el ajuste de la composición a un “teatro del actor”. La profesionalización autoral –lo dice David Viñas (1989a)– se relaciona con la velocidad, la aparición de colectivos autorales y nuevos procedimientos de composición: se constituye en “los ritmos característicos de la industria cultural y las actividades grupales que, paradójicamente, desbordan la escritura individualizada mediante colaboraciones, adaptaciones, refritos, contaminaciones”. La relevancia de los capocómicos llevan a Viñas a aproximar la dramaturgia industrial con la commedia dell’arte italiana, “sobre todo si se tiene en cuenta no sólo el predominio fundamental de los divos, sino también los ritmos escénicos, los compulsivos «suplicados empresariales» [repasos de la letra al final del día, a pedido de los empresarios] y la paulatina cristalización de los roles” (17). Los correlatos de Arlequino, Pantalón y Esmeraldina serían, para Viñas, “el tano, el turco, el catalán, el gallego o los previsibles y celebrados judíos en medio de compadres, aspirantes a cafishios, milonguitas y entrañables ladrones” (17).

Esto último puede ser relativizado, porque si bien existe una potente dramaturgia del actor producida en el acontecimiento escénico y se imponen las mencionadas poéticas de identificación, hipercodificadas y formularias, también los autores producen presión en las compañías para que los textos sean respetados y no se abuse de la improvisación, las adaptaciones y los agregados. La tensión entre autores y actores, al respecto, cuenta con innumerables testimonios en el período. Uno de ellos lo provee Alberto Vacarezza: en el periódico Bombos y Palos (Nº 88, 1950), publica el artículo “La morcilla escénica más que una virtud es un repudiable defecto de los actores”, donde se refiere al decoro lingüístico en la vida cotidiana (en lo piropos o en el uso de malas palabras, por ejemplo) y también a sus experiencias en el teatro en el período industrial. Este valioso testimonio da cuenta, contra lo que suele pensarse, de la importancia que Vacarezza (un autor muchas veces acusado de repetirse y “bastardear” el género) le otorga al sainete como pieza literaria y no como guión de base para las improvisaciones del actor. Dice allí que “en mi viejo oficio de autor teatral, hice reír y llorar algunas veces sin orillar jamás situaciones escabrosas, ni fraguar chistes que no pudiesen ser oídos por la más pudorosa de las niñas”. Y evoca una “infausta noche” en que oyó a un actor que representaba un sainete suyo hacer “lo que en lenguaje de la farándula se llama «una morcilla», o sea que agregó por su cuenta un chiste grosero”. Cuenta que corrió al escenario, mandó bajar el telón, “le di al atrevido la reprimenda que merecía” y escribió en la tablilla de ensayos una décima “que muchos artistas criollos saben de memoria, y ojalá la aprendan todos los que trabajan para el público”. La décima es imperdible: “Recuerden de un sainetero / estas palabras sencillas: / el exceso de «morcillas» / echa a perder el puchero. / Y el cómico majadero / que por no entenderlo igual / le faltase a la moral / merece una y cien veces / que lo condenen los jueces / lo mismo que a un criminal”.

Un balance de la dramaturgia de las décadas de 1910 y 1920 permite concluir no sólo que del género chico surgieron los grandes clásicos del período sino que además las prácticas de producción industrial proveyeron a los dramaturgos de un arsenal de saberes, técnicas y procedimientos y un entrenamiento fundamentales en su configuración como autores. El género chico fue una invalorable usina de formación en el oficio y una fuente de comprensión profunda de cómo “el teatro teatra” (Kartun, 2009), de la existencia de un saber en el hacer teatral, más allá de una “razón” literaria. La contribución del género chico a una singularidad del teatro rioplatense, cuyos más grandes aportes son el sainete y el grotesco criollos, fue ya percibida, excepcionalmente, por algunos lúcidos contemporáneos en la encuesta del diario Crítica en 1924. Afirma entonces José Ingenieros en diálogo con los periodistas, cuando le preguntan si “Vacarezza sería el «as» de nuestros autores nacionales y Rodríguez Larreta, con su Luciérnaga [1923], el peor”: “Esto será muy triste decirlo, pero hay que reconocerlo” (26 de julio de 1924). Para el lúcido Ingenieros, más cercano a nuestra conceptualización y sensibilidad actuales, “el señor Vacarezza satisface los deseos del público y cumple con ello el que lo ha llevado a escribir”. Por el contrario, “las obras para una noche de representación están bien para ser publicadas en un elegante volumen y leerlas tranquilamente en una rueda de amigos”. Ingenieros valora el teatro como acontecimiento de reunión, en el que el encuentro con el público es fundamental: “El teatro es otra cosa. En él hay un público que paga y ese público no va a buscar paradojas ni filosofía; desea sentir emociones; pasar un momento agradable, y aquel que lo ha logrado, ése es el mejor autor teatral aunque no sea el mejor literato”. Ingenieros destaca entre sus predilecciones un sainete que lo hizo reír mucho, y se trata nada menos que de Mateo de Armando Discépolo: “Confieso que me divertí un rato, y no me molestó que me hubiese llevado un amigo a verla. Con seguridad no hubiese sucedido lo mismo con una de las obras del teatro «honesto» y aburrido que nos endilgan de tiempo en tiempo los autores con veleidades literarias”. Ingenieros distingue una lógica de la literatura de otra teatral, y pide para la escena argentina esta última:

[Rodríguez] Larreta es un magnífico escritor, pero es innegable que, como autor teatral, no se puede decir lo mismo, y basta para comprobarlo recordar la suerte de su obra que, a pesar de estar muy bien escrita, subió una sola noche al escenario del Cervantes.

En la misma encuesta Nicolás Coronado, uno de los críticos más interesantes del período, aporta su mirada valorizadora: “Nuestro teatro cómico es superior al serio”, asegura. Y vuelve a rescatar la obra de Discépolo:

Hasta hoy el sainete ha resultado ser un género muy superior al serio y mucho más aceptable que éste. Mateo, Mustafá, en su especie, no pueden compararse a ninguna de las obras con pretensiones que nos endilgan periódicamente nuestros escritores serios. (7 de agosto de 1924)

Entre los valorizadores del sainete, el grotesco y las poéticas del género chico sobresale Roberto Arlt, quien en sus aguafuertes y textos periodísticos expresa su admiración por Armando Discépolo y especialmente por Babilonia y Stéfano.

Un corpus destacable de obras

Pero no sólo se trata de un período relevante en lo cuantitativo; también hay que destacar la calidad de numerosos autores y textos, tantos que no podemos incluir aquí una lista completa. Señalaremos un pequeño grupo de autores y algunos estrenos para constatar la densidad de producción dramática.

Dos autores destacados como puntales de la “época de oro” cierran en estos años el ciclo de su producción: Gregorio de Laferrère, con Los invisibles (1911) y Roberto J. Payró, con Vivir quiero conmigo (1923), Fuego en el rastrojo (1925) y Alegría (1928). Lo mismo puede decirse de tres autores que provienen del siglo xix: Martín Coronado (La chacra de don Lorenzo, 1918), Nicolás Granada (Bajo el parral, 1911) y Nemesio Trejo (Las mujeres lindas, 1916).

En 1910 debuta Armando Discépolo con su drama Entre el hierro y más tarde aportará a las dos décadas que estudiamos algunos de los textos más relevantes en toda la historia del teatro nacional: El movimiento continuo (1916, en colaboración con Rafael José de Rosa y Mario Folco), Mustafá (1921, con De Rosa), Mateo y Hombres de honor (ambas en 1923), Giacomo (1924, con De Rosa y Folco), Muñeca (1924), Babilonia (1925), El organito (1925, con Enrique Santos Discépolo), Stéfano (1928, texto sobresaliente al que dedicaremos atención especial).

Otro autor fundamental es Alberto Vacarezza, autor de una amplia producción, en la que sobresalen como clásicos Los escrushantes (1911, ganadora del concurso del teatro El Nacional), Los cardales (1913), La casa de los Batallán (1917), Tu cuna fue un conventillo (1920), Juancito de la Ribera (1927), El conventillo de la Paloma (1929).

Alberto Novión estrena grandes obras: Los primeros fríos (1910), Doña Pancha la Brava (1914), La caravana (1915), La fonda del pacarito (1916), El rincón de los caranchos (1917), El cambalache de Petroff y El vasco de Olavarría (ambas de 1920), En un burro tres baturros (1923), trayectoria que coronará en 1933 con su obra maestra Don Chicho.

Debuta en el período otro autor notable, Francisco Defilippis Novoa, en 1914 con La casa de los viejos. Su producción más destacable corresponde a los años 20: Los caminos del mundo y Tu honra y la mía (1925), El alma del hombre honrado y Yo tuve veinte años (1926), María la tonta (1927), Despertate Cipriano (1929), He visto a Dios y Nosotros dos (1930).

José González Castillo es uno de los autores más resonantes del período: en 1914 se prohíbe con escándalo su drama naturalista Los invertidos, porque plantea el tema de la homosexualidad masculina (la obra será llevada a escena en 1989 por el director Alberto Ure, en el teatro San Martín, con gran éxito). En 1918 estrena el drama La mujer de Ulises y el sainete de cabaret Los dientes del perro, en colaboración con Alberto Weisbach: en él se canta por primera vez un tango, “Mi noche triste”.

Otro gran dramaturgo es el prolífico sainetero Roberto Cayol, de quien sobresale El debut de la piba (1916). Pedro E. Pico estrena en estos años Tierra virgen (1910), La novia de los forasteros (1926), San Juancito de Realicó y Pueblerina (ambas de 1927). Una figura sobresaliente es Enrique García Velloso, por su labor múltiple como gremialista, historiador, docente. Entre sus muchas obras destacamos El tango en París (1913), El tango en Buenos Aires (1914), Mamá Culepina y 24 horas dictador (1916), Armenonville (1920) y Los conquistadores del desierto (1927, en colaboración con José González Castillo y Folco Testena).

Durante estos años estrena algunas de sus mejores obras Julio Sánchez Gardel, quien ya se había destacado en la “época de oro”: Los mirasoles (1911), La montaña de las brujas (1912), El zonda (1915), El cascabel del duende (1930, en colaboración con Alberto Casal Castel). Lo mismo puede decirse de Carlos Mauricio Pacheco: Los equilibristas (1912), El diablo en el conventillo (1915), Tangos, tongos y tungos (1918), La Tierra del Fuego (1923).

Debutante en el período es Samuel Eichelbaum, con La quietud del pueblo (1919). Eichelbaum aportará a estas décadas textos insoslayables para la modernización teatral: La mala sed (1920), La hermana terca (1924), Nadie la conoció nunca (1926), Cuando tengas un hijo (1929) y Señorita (1930). Otro autor relevante que se inicia es Rodolfo González Pacheco, con Las víboras (1916), a la que siguieron La inundación (1917) y El grillo (1929), entre muchas otras relacionadas con el anarquismo.

Son relevantes también los aportes de Alberto Ghiraldo (Alma gaucha, 1910; La columna de fuego, 1913), el ya mencionado Alberto Weisbach (El guaso, 1912), José de Maturana (Canción de primavera, 1912), Vicente Martínez Cuitiño (El malón blanco, 1912; La fuerza ciega, 1917; El espectador o la cuarta realidad, 1928), Carlos Schaefer Gallo (La novia de Zupay, 1913; La leyenda del Kakuy, 1914; La borrachera del tango, 1921, en colaboración con Elías Alippi), Alfredo Duhau (La murmuración pasa, 1914), José León Pagano (La ofrenda, 1914; El halcón, 1915), José Antonio Saldías (El distinguido ciudadano, 1915, con Raúl Casariego; El candidato del pueblo, 1917; Delirio de grandezas, 1919), César Iglesias Paz (La dama de coeur, 1915; El vuelo nupcial, 1916), Roberto Gaché (Un error de San Antonio, 1915), Emilio Berisso (La amarra invisible, 1915; Con las alas rotas, 1917), Belisario Roldán (El rosal de las ruinas, 1916), el binomio Camilo Darthés y Carlos S. Damel (El novio de Martina, 1917; El viejo Hucha, 1921).

Otros textos y autores dignos de atención son Alma fuerte (1914), La solución (1921) y Las descentradas (1929) de Salvadora Medina Onrubia; El velorio del angelito (1918) de Carlos R. de Paoli, La ley oculta (1918) y Los penitentes (1922) de Claudio Martínez Payva, Madre tierra (1920) y Tres personajes a la pesca de un autor (1927) de Alejandro Berruti, Marcela (1922) de Lola Pita Martínez, El bailarín del cabaret (1922) y Ejército de salvación (1930) de Manuel Romero, Obreros en lucha y Sonreír (1924) de Álvaro Yunque, El casamiento de Chichilo (1925) del ya nombrado Mario Folco, Adriana y los cuatro (1927), La mujer más honesta del mundo (1929) y El señor Pierrot y su dinero (1930) de Enrique Gustavino, El amo del mundo (1927) de Alfonsina Storni, Elelín (1929) de Ricardo Rojas, Los caballeros del altillo (1929) de Florencio Chiarello.

Muchos de los autores y títulos recordados fueron posteriormente reeditados en obras completas, tomos unitarios dedicados a cada dramaturgo, ediciones escolares o antologías que comienzan a ser publicadas a partir de la década de 1950.

Sainete y grotesco criollos, tesoro de la cultura nacional

Como señalamos, el sainete es sólo una de las poéticas dentro del diverso y rico género chico; a su vez, dentro de la poética del sainete, hay variantes que se diferencian. Los investigadores (Tulio Carella, Luis Ordaz, Susana Marco y equipo, Osvaldo Pellettieri, entre otros) no se han puesto de acuerdo en la clasificación de esas variaciones internas y proponen distintas tipologías. Sucede que el sainete es un “tesoro” nacional todavía en descubrimiento y, cuanto más se lee su corpus inconmensurable, más variantes se advierten y más subclasificaciones se diseñan. Los mismos saineteros definieron el género a través de los personajes de sus obras, poemas o declaraciones en los medios. Sin embargo, las prácticas son mucho más ricas y complejas que las declaraciones autorales. Son los historiadores los que proponen visiones más abarcadoras y sistemáticas. Para Tulio Carella (1967), el sainete es, por la ascendencia de su origen español, “una pieza breve, jocosa, que refleja las actividades cotidianas del pueblo”, pero en su versión rioplatense o “porteña” se transforma en un “género tragicómico” (17), es decir que alterna la risa y el efecto dramático o trágico. Con el mismo criterio, Luis Ordaz (1981) distingue “dos líneas mayores” en el sainete porteño: por un lado, “una graciosa, chispeante y con ocurrencias disparatadas hasta lo bufonesco, que denunciaba las influencias inmediatas del género chico español”; por otro, aquella que se considera más local, “la de contenido dramático, aunque sin desechar del todo los prototipos burlescos de la línea anterior” (5).

A partir de la constatación de la diferencia entre el sainete español y el argentino, Marta Lena Paz (1962, 1963) encontrará “prefiguraciones” del grotesco criollo en los sainetes de Carlos Mauricio Pacheco, y David Viñas (1969, 1973) advertirá que el llamado “grotesco criollo” no es una reescritura local del “grotesco italiano” sino el resultado de un proceso de transformación e “interiorización” del sainete criollo de contenido dramático o tragicómico. El grotesco es identificado, entonces, como un nuevo tipo de sainete.

En la década de 1970 el grupo de investigación integrado por Susana Marco, Abel Posadas, Marta Speroni y Griselda Vignolo retomó esa posición y distinguió al menos cuatro modelos de sainete en su libro Teoría del género chico criollo: el sainete lírico criollo, el sainete español producido en la Argentina, el sainete de indagación y entretenimiento y el sainete de divertimento y moraleja, a las que suma, como derivado, el grotesco. En los 80 y los 90 Pellettieri, especialmente en su edición del Teatro completo de Armando Discépolo, ubica el sainete en una teoría del “sistema teatral argentino”, le atribuye un “microsistema” específico (entre 1890 y 1930) y caracteriza tres fases de su desarrollo: el sainete como pura fiesta, el sainete tragicómico y el grotesco criollo. Distingue además tres variantes del sainete tragicómico: reflexivo, inmoral y del autoengaño.

Como hemos señalado, a partir de la década del 50 la historiografía ha enriquecido notablemente nuestra visión sobre el sainete. A los análisis citados podrían sumarse muchos otros. Pero intentaremos resumir, desde nuestro punto de vista, los múltiples aportes de esos estudios en una única fórmula de clasificación que nos parece a la vez amplia, abarcadora y precisa.

El sainete puede definirse como una pieza breve (generalmente acto único, dividido en dos o tres cuadros), de carácter popular, eminentemente cómica, pero que también incluye componentes melodramáticos, dramáticos o trágicos según diferentes combinaciones, ya presentes en las prácticas españolas del género. Uno de sus artificios fundantes son los “tipos”, personajes hipercodificados en su caracterización y desempeño de acuerdo con una práctica regularizada, en los que se reelaboran figuras de la realidad inmediata, entre el costumbrismo y la caricatura cómica (estos dos últimos ingredientes implementados también según diferentes combinaciones en cada caso).

En cuanto a una clasificación interna, puede hablarse de diferentes tipos de sainete según el tratamiento combinatorio de lo cómico, lo dramático y lo trágico en la composición de los personajes y su inserción en una narrativa de acontecimientos:

a) Sainete cómico: aquel que trabaja con situaciones puramente reideras y entrelaza en la trama un conflicto melodramático de problemática más leve, generalmente ligado a lo amoroso y de resolución “feliz”. Ejemplos: Entre bueyes no hay cornadas (1908) de José González Castillo, El debut de la piba (1916) de Roberto Cayol, Tu cuna fue un conventillo (1920) y El conventillo de la Paloma de Vacarezza (1929).

b) Sainete cómico-melodramático o cómico-dramático: alterna situaciones cómicas y melodramáticas o dramáticas, acentuando la problemática seria o grave, no reidera, que incluye la representación de la experiencia del dolor o de la muerte, aunque no en su dimensión trágica (ver tipo “c”); busca la respuesta emocional-sentimental del receptor y su identificación compasiva, e involucra una observación más detenida y profunda de los problemas del orden social, las privaciones de la vida cotidiana, y las dificultades y los padecimientos de la existencia y del destino. Es el sainete “para reír y para llorar” alternadamente, pero que no enfrenta al espectador con la dimensión irreparable de la tragedia. Ejemplos: Justicia criolla (1897) de Ezequiel Soria, Los primeros fríos (1910) de Alberto Novión, El movimiento continuo (1916) de Discépolo, De Rosa y Folco, El diablo en el conventillo (1916) de Carlos Mauricio Pacheco, Juancito de la Ribera (1927) y La comparsa se despide (1932) de Vacarezza. La distinción interna entre sainete cómico-dramático y cómico-melodramático está vinculada al diseño de una cartografía de valores: si el o los personajes principales responden nítidamente al esquema de oposición maniquea “personaje positivo / personaje negativo”, en tanto hipóstasis del Bien y el Mal, estamos ante la estructura cómico-melodramática de enfrentamiento entre la víctima inocente y el villano; si, por el contrario, las tensiones entre el Bien y el Mal asumen formas más complejas y mezcladas, tanto en el protagonista como en el antagonista, y por lo tanto no es posible identificar claramente la oposición maniquea “personaje positivo / personaje negativo”, estamos ante la estructura poética de lo cómico-dramático. Para la distinción entre melodrama, drama y tragedia, seguimos a Eric Bentley (1980).

c) Sainete tragicómico: alterna situaciones cómicas y trágicas (no dramáticas o melodramáticas), entendiendo lo trágico como la experiencia de lo irreparable, de una pérdida absoluta sin compensaciones ni reparación, que no puede mitigarse con ninguna justificación material o trascendente, según Bentley. Es el sainete “para reír y para llorar” alternadamente , pero en el que el llanto obtura al espectador en un dolor sin atenuantes ni mitigación. Ejemplos: Los políticos (1897) de Nemesio Trejo, El desalojo (1906) de Florencio Sánchez, Los disfrazados (1906) de Carlos Mauricio Pacheco, Cuando un pobre se divierte (1921) de Alberto Vacarezza.

d) Sainete “agrotescado”: responde al modelo del sainete cómico-dramático o tragicómico pero incluye en su diferencia algunos procedimientos ligados a la poética del grotesco, es decir, situaciones que fusionan o integran lo cómico y lo trágico, no lo alternan. Es el sainete con situaciones “para reír y llorar” simultáneamente (no alternadamente), la risa y el llanto fusionados. Tanto el sainete cómico-dramático como el cómico-melodramático y el tragicómico implican la visión de que la vida tiene cosas buenas y malas para reír y para llorar “una de cal y una de arena”, en cambio lo grotesco presentará una dimensión absurda y desgarradora inédita, con visos de nihilismo, en la que lo trágico produce risa y ésta alimenta la percepción trágica. Ejemplo: Mustafá (1921) de Discépolo y De Rosa; He visto a Dios (1930) de Defilippis Novoa.

e) Sainete grotesco o grotesco criollo: predomina la fusión de lo cómico y lo trágico, extendida a las principales situaciones de su relato y a los componentes centrales de su poética, especialmente la composición del personaje grotesco. Los ejemplos no son numerosos: Mateo (1923), Stéfano (1928) y Cremona (1932) de Armando Discépolo; El organito (1925) de Armando y Enrique Santos Discépolo; Don Chicho (1933) de Alberto Novión. Tradicionalmente se incluye también Relojero (1934), de Armando Discépolo, pero es importante advertir que no se trata de una pieza de género chico, no es un sainete sino una comedia grotesca, por lo tanto no debe ser incluido –creemos– junto a los sainetes.

La diferencia entre sainete agrotescado y sainete grotesco radica en que en el primero lo grotesco está presente como procedimiento aislable, en cambio en el segundo organiza como componente esencial la estructura de la poética.

Cada tipo de sainete puede dividirse en dos subtipos: costumbrista o caricaturesco, según la acentuación del componente cómico en la construcción de los personajes y de las situaciones. Esto hace que, cuando se refieren al sainete de estilización costumbrista, muchos autores insistan en sus metatextos con la definición del género como un resultado de la observación “realista”. Entre ellos, el Florencio Sánchez de la conferencia El teatro nacional. Esta doble posibilidad (acentuar lo costumbrista o lo caricaturesco) hace que los historiadores puedan definir simultáneamente el sainete como “breves comedias de costumbres [dotadas de un] costumbrismo realista casi fotográfico” y como “nuestra commedia dell’arte” (Ordaz, 1981). Alejandro Berruti le hace decir a un sastre italiano en Tres personajes a la pesca de un autor, de 1927:

De este modo l’autore no pone nada suyo. Copia a un sastre italiano come yo, per ejemplo; copia al tendero de enfrente, que es gallego; al vigilante de la esquina, que es cordobeso; a un chofero de tachímetro, que es catalán; ajúntano esto tipo en un cafetín para que discutan entre ellos, e te háceno un sainete. El público no se ríe per la gracia que pone l’autore, se ríe del modo come hablamo nosotro e de nuestra caricatura.

Asimismo, en los cuatro primeros casos puede incluirse la música como procedimiento narrativo (derivado de la zarzuela y el sainete lírico español). Se trata del “sainete musical” o “sainete lírico”, así definido por los mismos dramaturgos en los subtítulos de las piezas.

En los últimos años Sirena Pellarolo (2010) investigó los llamados “sainetes de cabaret” y publicó en una antología cinco textos notables: El cabaret (1914) de Carlos Mauricio Pacheco, Los dientes del perro (1918) de José González Castillo y Alberto Weisbach, El cabaret de Montmartre (1919) de Alberto Novión, Armenonville (1920) de Enrique García Velloso y La borrachera del tango (1921) de Elías Alippi y Carlos Schaefer Gallo. Como señala Pellarolo, “el interés primordial de estas piezas teatrales se debe a que conforman un formidable documento de la cultura de cabaret, que tuvo su apogeo en la ciudad de Buenos Aires entre 1910 y 1930, época paralela a la internacionalización del tango” (19). La cultura de cabaret de influencia francesa se inicia en la Argentina con la apertura del lujoso local Armenonville. Lo llamativo es que los sainetes que representan el cabaret llevan a escena el mundo del “vicio” y la “depravación” –términos frecuentes en boca de sus personajes–, universo de violencia física y sexual, prostitución, homosexualidad y droga. Un mundo muy distante del más abuenado y simpático del sainete de conventillo, distante de la tan mentada “gente decente y trabajadora” que abjura de él y más cercano a la visión descarnada del naturalismo. Valgan dos ejemplos. En El cabaret de Pacheco, el cordobés don Pío, que viene a rescatar de la “mala vida” a su sobrino estudiante, es seducido por “la alegría” y “las mujeres” y acepta que lo droguen: en el centro de la escena, es decir sin reconocer lo “obsceno” –es decir, lo que debería ser representado en la extraescena–, “forman grupo Odette, Pepe, la italiana y don Pío. La italiana ejecuta la inyección y dejan a don Pío, que se queda medio asonsado, en medio de la escena, esperando sentir los efectos de la morfina”. En el cuadro segundo de Armenonville de García Velloso se habla de que en el cabaret “los alcaloides están de moda… se toma mucha morfina, mucha cocaína, mucho éter…” y, por los excesos con la bebida y la velocidad de los lujosos automóviles, la bella protagonista acaba con un brazo menos y la cara quemada. Se trata de un corpus fascinante para el estudio de las representaciones del tiempo libre y la vida nocturna, de la sexualidad y del género, y especialmente para la problematización de las relaciones entre tango y teatro. Es indudable que estos textos trabajan con la ambigüedad, entre el rechazo pedagogizante y la fascinación liberadora, y, en términos de poética, entre las estructuras de la tragedia (donde el héroe es culpable y asume su error) y las del melodrama (en el que el protagonista es víctima inocente y bienintencionada de la persecución de un villano, hipóstasis del mal). Por un lado, los autores se encargan de describir este mundo como un “infierno” (otro término recurrente), de ribetes siniestros, tragicómicos o grotescos, pero por otro explotan la indiscutible atracción que la vida del cabaret y “la noche” generan en los espectadores, especialmente por su vinculación con el tango. Dadas estas características, ¿son sainetes los “sainetes de cabaret”? Es llamativo que los mismos autores evitan esa nominación y apelan a los términos “escenas de la noche porteña”, “pieza” o “pieza cómica”. Pellarolo observa con acierto que “en cuanto al estilo de estos «sainetes», muchas de estas piezas no responden al modelo de las anteriores”. A diferencia de la farsa y la caricatura del costumbrismo con una clara impronta étnica propios del sainete codificado, las piezas de cabaret “favorecen una matriz melodramática que servirá en la década de 1930 de estructura tanto formal como temática de las primeras películas sonoras argentinas, que giran alrededor del tema del tango y su internacionalización” (63).

En caso de que se los considere sainetes, se trata de sainetes “negros”, de inusitada violencia, y de intertexto con el naturalismo por su capacidad de representar los aspectos más escabrosos de la realidad. ¿No podría identificarse, entonces, una línea interna del “sainete negro”, a la que, al margen del ámbito del cabaret, se integrarían otros sainetes violentos, como Los escrushantes de Vacarezza? Insistimos: en el universo del sainete hay mucho aún por descubrir.

El grotesco criollo es la mayor contribución poética del período a la historia del teatro nacional. Es, además, uno de los aportes singulares de la escena nacional al teatro del mundo. Armando Discépolo afirmó sobre el grotesco en La Nación el 22 de abril de 1934: “El grotesco no es para mí una fórmula, una receta, sino un concepto, una opinión; no es un menjunje más o menos batido de comedia y drama, de risa y llanto; no es que tome yo un dolor y lo tilde de chiste o a una caricatura le haga verter lágrimas para lograr en una sola obra las dos muecas de la máscara y contentar así en una misma noche a los que van al teatro a reír y a los que van a llorar”. Discépolo explica que llama “grotescos” a sus textos “porque sus personajes son grotescos para mí”. A los personajes, dice el autor, “los crea mi piedad pero riendo, porque al conocerles la pequeñez de sus destinos me parece absurda la enormidad de sus pretensiones”. Discépolo afirma que “sin que cambiara mi posición de observador, podría bautizar estas piezas de ridículo”. Para el genial dramaturgo, “en la vida, lo serio y lo cómico se suceden o se preceden recíprocamente como la sombra y el cuerpo”, por ello, “en su aspecto teatral, yo definiría el grotesco como el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático”.

Un texto ejemplar del grotesco criollo: Stéfano

Desde nuestro punto de vista, Stéfano es el máximo exponente del grotesco criollo y acaso la obra maestra que mejor representa el teatro nacional hasta hoy. Estrenada en Buenos Aires el 26 de abril de 1928 por la compañía de Luis Arata en el teatro Cómico, esta pieza pone en evidencia la complejidad y sabiduría que puede atesorar el género chico. Hay un aspecto fundamental de la poética de Stéfano en el que los estudios sobre la obra no han puesto suficientemente el acento: su carácter de problem play (obra-problema). Este término, utilizado originariamente para el análisis de Shakespeare, fue propuesto por primera vez por el crítico británico Frederick Samuel Boas en su libro Shakespeare y sus predecesores, de 1896. Como señala María Eugenia Bestani (2008), Boas formula esta categoría a la luz de “un tipo de obras popularizadas en su propio tiempo, inspiradas en el teatro sociológico, de ideas, de Henrik Ibsen”. Según Bestani, “se trata de textos que cuestionan los rígidos valores del siglo xix y proponen una reflexión crítica, sin concesiones, sobre las convenciones sociales y sus estructuras ideológicas, con miras a una transformación social del individuo y de la sociedad en su conjunto” (28). La intuición original del joven Boas admite un grado mayor de abstracción y la problem play puede definirse como una pieza teatral que expone un problema sin resolverlo para colocar al espectador en la perturbadora situación de ser él mismo quien lo haga. Así, textos como Medida por medida de William Shakespeare, Una casa de muñecas de Henrik Ibsen o La ópera de tres centavos de Bertolt Brecht, por sólo citar algunos exponentes representativos, reelaboran la estructura de la obra-problema de maneras diferentes.

Nadie pensaría que el género chico criollo pudiera incluir obras-problema, y sin embargo... Dos núcleos destacables constituyen la entidad problemática de Stéfano: la polifonía de los personajes, resultante de la ausencia de personaje-delegado (o portavoz del autor, encargado de explicitar una tesis o el sentido de la obra), y la relación interpretativa causalidad-responsabilidad. Vale la pena detenerse en este texto clásico como síntesis y evidencia de la calidad dramática alcanzada en el período.

En Stéfano Discépolo cuenta la historia de un músico italiano que llega a Buenos Aires a “hacer la América” y fracasa. Intenta componer una gran ópera y no lo consigue. La sobrevivencia cotidiana lo obliga a tocar en una “orquesta” o más bien banda, copiar partituras, dar clases. Stéfano hace venir a sus padres a Buenos Aires, se casa con Margarita, tiene varios hijos, y a todos los sume en la miseria. La fuerza de la juventud y la confianza en sí mismo se retiran. En el presente de la acción, Stéfano acaba de ser despedido de su cargo en la orquesta. Sabrá por su discípulo Pastore que lo han echado porque toca mal, desafina, “hace la cabra”.

Frente a la situación de indigencia de la familia, Discépolo despliega una polifonía encarnada en diferentes personajes, y especialmente en la confrontación de las posiciones frente a la vida de los tres varones adultos: Alfonso (el abuelo), Stéfano (el padre) y Esteban (el hijo mayor de Stéfano). Acaso íntimamente Discépolo identificaría su mirada con uno de ellos (Esteban), pero esa valorización no se desprende ni explícita ni implícitamente de la estructuración de la obra. Las tres posiciones son sustentables y comprensibles, ninguna “supera” a la otra; Discépolo se propone que el espectador sienta que los tres personajes tienen razón. Al menos no hace nada para cuestionar a alguno de ellos: los pone en paridad. Pueden comprender (o no) la razón del otro pero, en caso de comprenderla, la razón del otro no les sirve para su propia vida. Y esto no vale sólo para los vínculos particulares entre estos personajes, o para las relaciones intergeneracionales en general, sino que se extiende, según Stéfano, a la naturaleza misma del hombre:

Alfonso: –Tú sei nu frigorífico pe mé.

Stéfano: –Jeroglífico, papá.

Alfonso: –Tú m’antiéndise.

Stéfano (Apesadumbrado) –E usté no.

Alfonso: –Yo no t’ho comprendido nunca.

Stéfano: –Y es mi padre. Ma no somo culpable nenguno de lo dos. No hay a la creación otro ser que se entienda meno con su semejante qu’el hombre.

Es importante aclarar que esta polifonía se vincula con la actitud filosófica del relativismo, pero lo hace de manera singular. En el caso de Discépolo el relativismo no pretende negar la idea de verdad sino sostener una verdad múltiple, es decir, se asimila a la actitud filosófica del pluralismo. Si para el relativismo pirandelliano la verdad no existe y sólo hay construcciones subjetivas que enmascaran ese vacío y se desautorizan entre sí como falsas verdades, para Discépolo existen las verdades subjetivas, tantas como formas de experiencia y representación de la existencia puedan concebirse. La polifonía de Stéfano favorece la percepción de multiplicidad de lo humano. La polifonía de Discépolo es plenamente pluralista, de acuerdo con la visión filosófica del pluralismo, que acentúa la diversidad de perspectivas que nos entrega nuestra experiencia del mundo, sin que se juzgue posible, conveniente o necesario un procedimiento reductivo que reconduzca tal experiencia múltiple a una unidad más básica o fundamental (Cabanchik, 2000: 100). En suma, el relativismo de Discépolo es, en su espíritu, pluralista: cada visión de mundo es relativa cuando se la confronta con las otras, pero en sí misma es necesaria y verdadera para la territorialidad y la historicidad de cada experiencia.

La polifonía se articula central pero no excluyentemente desde la palabra de los personajes: Alfonso, Stéfano y Esteban explican y comparan sus visiones del mundo, sus diferentes formas de pensar la existencia y el proyecto vital del hombre, pero ninguno asume la función privilegiada del delegado. Discuten sobre lo que tienen en común y sobre lo que los diferencia. Si bien lo hacen en diversas situaciones, hay dos que resultan de mayor concentración: el diálogo Alfonso-Stéfano en el único acto y el diálogo Stéfano-Esteban en el epílogo, en el que también interviene, aunque más lateralmente, Alfonso.

Stéfano sostiene una visión pesimista de la existencia como absurdo, desilusión y fracaso, que sintetiza en la imagen del trabajo de cargar un peso a la espalda, anticipación a su manera del rattrapage (puesta al día y apropiación) camusiano del mito de Sísifo y que tiene además puntos de contacto con la visión del “hombre desengañado” del tango:

La vita es una cosa molesta que te ponen a la espalda cuando nace y hay que seguir sosteniendo aunque te pese […] la caída de este peso cada ve ma tremendo e la muerte. Sémpliche. Lo único que te puede hacer descansar es l’ideale… el pensamiento… Pero l’ideale […] es una ilusión e ninguno l’ha alcanzado. Ninguno. […] No hay a la historia, papá, un solo hombre, por ma grande que sea, que haya alcanzado l’ideale. Al contrario: cuando más alto va meno ve. Porque, a la fin fine, l’ideale es el castigo di Dio al orguyo humano; mejor dicho: l’ideale es el fracaso del hombre.

Los esfuerzos por construir un mundo mejor se ven decepcionados y Stéfano ironiza: “El premio viene siempre”. Su síntesis magistral del periplo existencial del hombre es la siguiente: “Uno nace, empieza a sufrir, se hace grande, entra a la pelea, y lucha y sufre, y sufre y lucha, y lucha y sufre, pero yega un día que uno... se muere”. En el final del acto remata con un epigrama (que hoy circula oralmente, desentendido de su origen teatral): “Uno se cre un rey… e lo espera la bolsa”. En el epílogo afirma que la vida es demasiado larga para ser tan dolorosa y se lamenta: “Lo que no comprendo es qué voy a hacer con todo este dolor que ahora me sobra”.

Alfonso, el padre de Stéfano, propone una visión en la que es posible la felicidad a través de la posesión sencilla y humilde de “pane”, “pache e contento”:


(Imita groseramente [a Stéfano]) –“La vita es una ilusione” ¡No! No es una ilusione. Es una ilusione para lo loco. El hombre puede ser feliche materialmente. Yo era feliche. Nosotro éramo feliche. […] Teníamo todo. No faltaba nada. Tierra, familia, e religione. La tierra… chiquita, nu pañuelito… (Sonríe como si la viese) pero que daba la alegría a la mañana, el trabajo al sole y la pache a la noche. La tierra… la tierra co la viña, la oliva y la pumarola no es una ilusione, no engaña, ¡e lo único que no engaña!

Por su parte, Esteban siente que ya ha vivido “un pasado que desconozco”. Le dice a su padre: “Siento su vida como en carne propia. Soy su continuación. Usted es mi experiencia, yo soy su futuro, ya que por ser su hijo sumo dos edades, la suya y la mía”. Comprende y compadece a su padre, y sabe que no tiene “remedio para su pena”. Pero a la vez se opone al pesimismo paterno desde una mirada esperanzada y le dice claramente que si no pudo escribir su ópera es porque nunca la escribiría:


Quien traiga un canto lo cantará. Nada ni nadie podrá impedírselo. El amor y el odio por igual lo elevarán. Para un artista no hay pan que lo detenga, ni agua que le calme la sed que lo devora… ¡sólo no canta cuando no tiene qué cantar! […] La vida es como uno quiere que sea.

Estas palabras de Esteban son significativas y acaso precipitan la muerte de Stéfano, porque su hijo (como antes Pastore) lo ha enfrentado con la dolorosa realidad: ¿acaso Stéfano tenía algo que cantar, acaso no estaba vacío? Stéfano atestigua la fuerza creadora del hijo y la contrasta íntimamente con su impotencia:

Por oírlos yorar no me he oído. Basta. (Esteban abandona al viejo que se va con las tres mujeres y se inclina en la mesita. Ha compuesto un verso bello. Lo escribe.) (Mirándole con asombro) Canta… Todo este dolor por un verso. ¿Vale tan poco la vida?

La posición de Esteban no es superación dialéctica de la oposición materialismo/idealismo de su abuelo y su padre: es la fundación de un territorio de subjetividad alternativa a ambas posiciones basada en una radicalización de la experiencia de la autoobservación y el autoconocimiento. Esteban trabaja (“Soy feliz cumpliendo”, le dice a su madre) pero también puede crear (escribe poesía), y está atento a sí mismo y a la creación. Lo que siente o piensa lo anota (“Lo que se piensa no se cuenta, se escribe”). Aparentemente Esteban sabe oírse a sí mismo, como los artistas que Stéfano elogia (“lo que muriérono a la miseria… por buscarse a sí mismo”), y hace lo que Stéfano no supo hacer (“Por oírlos yorar no me he oído”). Como es evidente, tampoco resulta válida la lectura de la circularidad de la historia: la idea de que Esteban repetirá la historia de su padre. Las diferencias entre los tres personajes son explicitadas en una recapitulación realizada por el mismo Stéfano: “(Por el padre) Un campesino iñorante que pegado a la tierra no ve ne siente; (Por él mismo) un iluso que ve e siente, pero que no tiene ala todavía; (Por Esteban) un poeta que ve, siente e vola”. Tampoco deben interpretarse estas palabras, en forma reduccionista o empobrecedora, como una serie evolucionista o una secuencia de progreso creciente, de la tierra al cielo. Hay que atender a la complejidad de las diferencias de los grupos internos: campesino (Alfonso) / artista (Stéfano-Esteban) y artista sin “ala” (Stéfano) / artista “que vuela” (Esteban); hay que atender también a la diversidad de edades y experiencias existenciales, a la horizontalidad, no jerárquica ni evolucionista, del pluralismo. Asimismo, calificar al padre de “campesino iñorante” es producto más del resentimiento y el enojo que de la reflexión equilibrada y respetuosa. ¿Acaso en el propio teatro de Discépolo muchas veces la simpleza, la ignorancia, no se acercan más a la sabiduría? Ser un “campesino iñorante” (exabrupto soberbio de Stéfano, que no representa a Discépolo) no

implica no poseer una visión de mundo y existencial sabia. Además, no podemos dimensionar positivamente el alcance del “vuelo” artístico de Esteban: sólo vemos que sí, efectivamente, produce (a diferencia de su padre). Como sostiene Roberto Arlt coetáneamente, producir es lo más importante. Pero Discépolo construye en Esteban el artista “cachorro” (Dylan Thomas) o “adolescente” (James Joyce), y no da garantía alguna del valor o la trascendencia de esa producción. Su padre relativiza la importancia de las afirmaciones de Esteban desde otro espesor de experiencia, invitando a esperar el futuro:

Cuando se te caiga el pelo e te veas la forma de tu cabeza –de tu propia cabeza que no conoce, ciego– te voy a dar la mandolina para que repita este pasaje.

La polifonía (sostenida en los matices de oposición y diferencia) hace que las tres voces estén en paridad y el espectador tiene que elegir con quién coincide en su propia visión, con quién no coincide pero al menos comprende, a quién considera definitivamente equivocado. O tal vez concluya en forma pluralista, como Discépolo: los tres tienen razón, sustentada en su propia experiencia. Discépolo no le dice al espectador cómo tiene que pensar: lo hace pensar desde su propia experiencia. Construye ausencia de discurso pedagógico, no hay tesis explicitada, no hay personaje-delegado, y esa ausencia reclama la actividad del espectador. Discépolo habilita la elocuencia del espectador, al que por cierto no subestima. Para él, el mismo espectador sabe o sabrá con quién o quiénes concordará.

De la misma manera, retomando la oposición entre Stéfano (“qué canto ha quedado sen cantar”) y Esteban (“quien traiga un canto lo cantará”), la poética de Stéfano instala otra pregunta que Discépolo no responde: ¿quién es el responsable del fracaso de Stéfano? ¿Es el medio hostil, que lo obligó a pelear contra la miseria, por el pan diario, y no le permitió dedicarse a la creación musical? Las palabras de Stéfano parecen sugerirlo: “¡Me he deshecho la vita para ganarlo! ¡Estoy así porque he traído pan a esta mesa día a día; e esta mesa ha tenido pan porque yo estoy así!”. ¿O, por el contrario, el responsable es el mismo Stéfano, que no tenía nada que “cantar”? ¿Estaba vacío, estéril, desde el comienzo? ¿Sabemos acaso de alguna creación musical que Stéfano haya compuesto alguna vez? En una capital musical como Buenos Aires, ¿ha llegado a distinguirse siquiera como intérprete? ¿O su talento es sólo un malentendido, una ilusión desmedida, sin fundamento, una pretensión? Stéfano también lo sugiere, siempre a medias, cuando le confiesa a Pastore tras la caída de la máscara: “Pastore… tu cariño merece una confesión. Figlio… ya no tengo qué cantar. El canto se ha perdido; se lo han yevado… Lo puse a un pan… y me lo he comido. Me he dado en tanto pedazo que ahora que me busco no m’encuentro. No existo. L’última vez que intenté crear –la primavera pasada– trabajé do semana sobre un tema que m’enamoraba… Lo tenía acá… (Corazón) fluía tembloroso… (Lo entona) Tira rará rará Tira rará rará… Era Schubert… L’Inconclusa… Lo ajeno ha aplastado lo mío. […] Sí, fliglio… no me quedaba ma que soplar... (Llora con la cara en la mesa)”. La resistencia de Stéfano a aceptar su realidad se advierte hasta el final: cuando se compara con su padre y su hijo se define como “un iluso que ve e siente, pero que no tiene ala todavía”. Póngase el acento en el valor del “todavía”.

La pregunta acerca de quién es el responsable del fracaso de Stéfano pone en evidencia que la causalidad dramática de la pieza es implícita: nuevamente el dramaturgo no resuelve e invita al espectador a definir su posición. La respuesta que atribuye la responsabilidad a la causalidad social (Stéfano como víctima de un país cuyo proyecto socioeconómico liberal, basado en la desigualdad, acabó con su potencia creadora obligándolo a la lucha por la supervivencia diaria) ha sido la más frecuente y puede encontrársela tanto en los ensayos de David Viñas (1969, 1973, 1989c) como en la puesta en escena de Juan Carlos Gené en el teatro Cervantes (2003). Gené abría la obra con la proyección de imágenes documentales de inmigrantes llegando a la Argentina y agregaba una escena inicial inexistente en el texto de Discépolo: el sepelio de Stéfano, durante el que Esteban leía un fragmento de Las bases de Juan Bautista Alberdi referido a la política argentina frente a la inmigración.

En conclusión, Stéfano es una obra-problema en tanto formula dos preguntas-problema sin resolverlas para colocar al espectador en la perturbadora situación de ser él mismo quien lo haga. El espectador es enfrentado a grandes interrogantes: ¿con qué personaje o personajes concuerda en su visión de mundo, quién tiene la razón frente a la vida?, y ¿quién es el responsable del fracaso de Stéfano? Según responda estas preguntas fundamentales, el espectador definirá los múltiples alcances de Stéfano.

Productividad en el teatro posterior

Hemos asistido en las últimas décadas a un redescubrimiento del período “industrial” del teatro argentino, investigación que seguimos atravesando y a la que este capítulo intenta contribuir. Una obra maestra como Stéfano no habría podido ser escrita sin el desarrollo industrial del teatro de Buenos Aires, porque éste obligó a Discépolo a compenetrarse en mundo del sainete. Los contemporáneos no supieron verlo: el bosque no les permitió ver los árboles. Por un lado, ese redescubrimiento se debe al manejo de categorías teóricas e historiográficas más comprensivas y precisas. Lo popular y lo masivo, así como los fenómenos del mercado, la producción de una dramaturgia con estructuras formularias y seriadas, las variantes del género chico, el teatro del actor y la poética del sainete y el grotesco se resignifican desde otra mirada, despojadas de todo sentido peyorativo. Desde otros enfoques y concepciones, ya no oponemos lo “mercantilizado” a lo “artístico”; sabemos que puede existir un teatro comercial de arte, de la misma manera que ya no confiamos –por las ricas experiencias del siglo xx– en los efectos del teatro pedagógico. En una entrevista reciente, el gran dramaturgo y director Javier Daulte destacaba como un rasgo de madurez de nuestro campo teatral actual la retirada del prejuicio contra el “teatro comercial” (Dubatti, 2011a).

Por otro, ya no consideramos el teatro argentino a la zaga e imitación del teatro europeo, sino que valoramos los fenómenos regionales desde una visión poscolonial.

El período 1910-1930 no implica así “declinación” ni “decadencia” respecto de la década anterior sino continuidad, crecimiento y transformación del teatro de principios de siglo con logros inéditos en lo institucional-gremial, en las poéticas y las formas de producción comerciales y alternativas, en la configuración de un corpus de dramaturgia femenina y en el progresivo afianzamiento del teatro infantil, en lo edilicio, en la participación estatal, en la formación actoral. Las bondades del período involucran datos cuantitativos y cualitativos.

Tanto el sainete como el grotesco, tanto en sus aspectos de dramaturgia y actuación, serán retomados en el teatro argentino posterior bajo los términos de “neosainete” y “neogrotesco”. En actores como Alberto Olmedo, Antonio Gasalla, Guillermo Francella y Diego Capusotto reviven las poéticas y los procedimientos de los grandes capocómicos. Armando Discépolo es hoy considerado una de las glorias de la dramaturgia nacional: en las últimas décadas sus obras son llevadas a escena permanentemente y reinterpretadas con la producción de nuevos sentidos. Afirma el joven director Guillermo Cacace, responsable de recientes versiones de Stéfano (2008), Babilonia (2009) y Mateo (2011), en una entrevista (Dubatti, 2012b):

Para mí el grotesco criollo es la valentía de sumergirse en la dolorosa materialidad del fracaso para realizar un acto poético. No hay optimismo al interior del grotesco, pero sí lo hay en su existencia. Quiero decir, ver el Guernica es ver el horror al que puede llegar la condición humana, pero saber que alguien puede pintarlo es la posibilidad de seguir creyendo en algo.

Hay además huellas de las obras de Discépolo en la dramaturgia de Jorge Accame, Julio Chávez, Emeterio Cerro, Alejandro Urdapilleta, Diego Manso, entre muchos dramaturgos argentinos contemporáneos.

Las que antes los coetáneos y los primeros historiadores señalaban como faltas porque no se encuadraban en las coordenadas preestablecidas, hoy las analizamos como fenómenos de singularidad y grandes aportes a la historia de nuestra escena. Intentamos valorar con mayor perspectiva y equidad la intensa actividad teatral de aquellos años que, en muchos aspectos, recién comenzamos a conocer en detalle. La experiencia de los coetáneos del período industrial, que en su gran mayoría no pudieron advertir la relevancia de los procesos teatrales que estaban viviendo, invita al lector a preguntarse a su vez: ¿hasta qué punto soy consciente de lo que pasa en el teatro actual?, ¿con qué parámetros juzgo y evalúo?, ¿soy también un coetáneo que da la espalda a las características peculiares del período que me ha tocado vivir?

La década del 20 se cierra con un acontecimiento político nefasto: el primer golpe militar-cívico, el 6 de septiembre de 1930, que colocará a José Félix Uriburu en la presidencia de facto hasta comienzos de 1932. La industria teatral no se corta pero involucra cambios relevantes, que enseguida estudiaremos. La labor de los “experimentales” favorecerá la gran creación del teatro independiente. Durante la “década infame” el teatro sabrá dar una respuesta creativa a los desencuentros y las injusticias de la historia.

Cien años de teatro argentino

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