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Jorge Illa Boris (compilador)

Historiador por la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Magíster en Humanidades: Arte, Literatura y Cultura Contemporáneas en la especialidad de Sociedad por la Universitat Oberta de Catalunya y en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universitat de Barcelona. Actualmente, doctorando en Historia Contemporánea en la Universitat de Barcelona y docente a tiempo completo en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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Rocío Denisse Rebata Delgado

Magíster en Estudios Internacionales, con mención en Sociedades Contemporáneas, Europa-América Latina, por la Universidad Sorbona Nueva, París 3. Ha realizado investigaciones sobre temas políticos y electorales en el Jurado Nacional de Elecciones y en la Oficina Nacional de Procesos Electorales. Ha sido docente de Investigación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y actualmente se desempeña como docente de Historia en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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Emilio José Santos Castilla

Doctorando en Historia Ambiental en la Universidad Pablo de Olavide, España. Magíster en Historia de Europa, el Mundo Mediterráneo y su Difusión Atlántica (1492-2000) y licenciado en Humanidades por la Universidad Pablo de Olavide. Ha sido profesor de Historia de los Movimientos Políticos y Sociales en la misma casa de estudios. Actualmente es docente del curso de Historia Contemporánea en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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José Vásquez Mendoza

Historiador por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Magíster en Historia Social por esa misma casa de estudios. En la actualidad es profesor a tiempo completo en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas dictando los cursos de Temas de Historia del Perú e Historia Contemporánea. Además, es profesor a tiempo parcial en la Universidad de Lima, donde dicta los cursos de Globalización y Realidad Nacional, Metodología de la Investigación, y Procesos Sociales y Políticos.

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INTRODUCCIÓN

Jorge Illa Boris

Este libro que se encuentra entre sus manos, o que está leyendo en un medio digital, tiene como objetivo entender el presente a partir del relato de los dos últimos siglos. Está dirigido a todo aquel que siente curiosidad por comprender cómo hemos llegado a tener el mundo en el que vivimos, desde una perspectiva tanto política como económica, tecnológica y social. Pero, especialmente, el libro pretende fortalecer las competencias de pensamiento crítico y ciudadanía que los estudiantes adquieren en la asignatura de Historia Contemporánea de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), perteneciente al Área de Humanidades.

La historia de los últimos, aproximadamente, doscientos años —lo que se conoce como Edad Contemporánea y que se inicia con la Revolución francesa en 1789— es la continua construcción de nuestro presente. Por mucho que se piense que el siglo xxi es el summum de las innovaciones tecnológicas, si echamos un poco la vista atrás veremos que no somos tan originales como pensamos. Partamos de algunos simples ejemplos: la gran mayoría de nuestros transportes, tal y como los conocemos, son evoluciones de inventos que datan de la Revolución Industrial. El coche, el avión, el ferrocarril, la motocicleta… Todos ellos ya existían en las primeras décadas del siglo xx. No poseían las prestaciones tecnológicas de los actuales, pero ya estaban transformando la manera de desplazarse. Y, en cuanto a las comunicaciones, podríamos decir casi lo mismo: no solo había el telégrafo para comunicaciones intercontinentales, sino que el teléfono ya se utilizaba; ahora lo llevamos en el bolsillo y antes estaba colgado en una pared, pero eso no significa que no existiera. Ahora contamos con internet y tecnologías satelitales, de acuerdo, pero cualitativa y cuantitativamente los cambios de los últimos 30 años no son comparables con los que transformaron la vida de los ciudadanos de finales del siglo xix e inicios del xx.

Si nos centramos en la política, nuestras constituciones se basan en características como el hecho de que la soberanía reside en la nación, la división de poderes o que todos los ciudadanos tienen derecho a la igualdad ante la ley. Todo ello proviene de la Ilustración, y ya fue aprobado en las constituciones liberales de finales del siglo xviii e inicios del xix. Las que ahora están vigentes han corregido importantes lagunas de dichas constituciones, como el derecho al voto femenino, pero en muchos aspectos no han existido en el siglo xxi grandes innovaciones.

En un momento como el actual, en donde están subiendo los partidos de extrema derecha, es fundamental tener en cuenta qué ocurrió la anterior ocasión en que los partidos fascistas estuvieron en el poder: una guerra con más de cincuenta millones de muertos y el Holocausto, la gran mancha negra de la humanidad. Por eso, en una época en que políticamente se banaliza el insulto de nazi o fascista, saber exactamente a qué se están refiriendo es vital para comprender la importancia de que no vuelvan al poder partidos de dicha índole.

Para los nuevos marcos políticos del siglo xix era indispensable la creación y el desarrollo del nacionalismo, porque los Estados necesitaban que el ciudadano entendiera que tenía unos derechos, pero también unos deberes. El problema fue que, llevado al extremo, el nacionalismo tuvo consecuencias nefastas en el siglo xx, como las dos guerras mundiales. Después de unas décadas de globalización, parece que está volviendo con fuerza con dirigentes como Donald Trump, que venció las elecciones de 2016 con mensajes nacionalistas y excluyentes.

El modelo de economía capitalista ahora se ha generalizado en el mundo, aunque con algunas variantes. Una excepción es Corea del Norte, donde persiste un sistema comunista-totalitario, porque incluso Cuba ya va realizando pequeños pasos hacia el libre mercado. El capitalismo se basa en las reglas que se fueron imponiendo en la economía liberal de hace más de dos siglos. Pero el sistema económico capitalista liberal tenía sus debilidades, como se demostró en el crac del 29, lo que hizo que a partir de la Segunda Guerra Mundial se instaurara el estado del bienestar, que también inició su declive con otra crisis, la del petróleo de 1973. De allí surgió el actual modelo económico, el neoliberalismo, el cual con la globalización se expandió por casi todo el mundo y del que ya muchas voces empiezan a pedir su reforma, pues está acelerando las desigualdades sociales.

Pero, durante gran parte del siglo xx, el capitalismo tuvo que convivir como modelo económico con su archienemigo, el comunismo. El primer país en adoptarlo fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a partir de la Revolución rusa de 1917, y en numerosos países desde la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, el fracaso económico del sistema comunista provocó la caída del muro de Berlín en 1989 y su casi desaparición. Aunque no en el plano económico, pues ya ha abrazado el capitalismo, en el plano político todavía se mantiene en un país tan poderoso como es China.

En gran medida, las economías de los países que se descolonizaron en la segunda mitad del siglo xx seguían supeditadas, al igual que sus contextos políticos, a las antiguas potencias imperialistas, en cierta medida por cómo se llevaron a cabo las descolonizaciones y los intereses económicos de Occidente, en lo que se pasó a llamar neocolonialismo. Las anteriores potencias, y las nuevas también, quisieron conseguir un trato de favor por parte de las nuevas naciones, para lo cual no tuvieron reparos en influir políticamente sin importar las necesidades de la población.

Podríamos seguir aportando ejemplos durante muchos párrafos más, pero lo mencionado hasta ahora ya es una muestra significativa de la relevancia que tiene en nuestra sociedad actual lo que ha ocurrido en los últimos dos siglos. Por ello, de una manera divulgativa, este libro pretende que el ciudadano del siglo xxi entienda el porqué de las principales características económicas, políticas y sociales en las que el mundo actual se mueve. Para ello, se divide en tres grandes partes:

—Política. A partir de cuatro capítulos, se repasan los principales acontecimientos políticos desde finales del siglo xviii hasta la actualidad. En el primero, escrito por Rocío Rebata, se relata cómo se implantaron las constituciones liberales y qué aportaron en los nuevos contextos políticos. El segundo, de José Vásquez, nos acerca a la primera mitad del siglo xx con las dos guerras mundiales y el ascenso del fascismo en el periodo entreguerras. En el tercero, de Rocío Rebata, se analiza la Revolución rusa desde sus antecedentes hasta el terror desencadenado por Stalin. Y en el cuarto, de Jorge Illa, se muestra el mundo bipolar de la Guerra Fría y cómo su finalización encumbró a los Estados Unidos como única superpotencia.

—Economía y sociedad. Esta sección contiene tres capítulos, los dos primeros escritos por Emilio Santos y el tercero por José Vásquez. En el primero se relatan las transformaciones económicas y sociales que surgieron con las revoluciones industriales del siglo xix, y en el segundo las distintas variaciones que fue adoptando el capitalismo durante el siglo xx para superar las crisis que enfrentó. El tercer capítulo nos muestra las características de los nuevos movimientos sociales que aparecen en la década de 1960 y cómo afectaron a la sociedad.

—Nacionalismo e imperialismo. Se divide en dos capítulos, ambos escritos por Jorge Illa. En el primero, enfocado en el siglo xix, se presentan la aparición y el desarrollo del nacionalismo, así como las causas del imperialismo de finales del siglo xix; en el segundo se muestran los problemas que causó el nacionalismo en el siglo xx y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial, que económicamente no terminó de ser todo lo positiva que podría haber sido para los países colonizados.

PRIMERA PARTE

Política

CAPÍTULO 1

Transformaciones políticas a inicios de la época contemporánea, 1770-1848

Rocío Denisse Rebata Delgado

Introducción

La recordada frase de Winston Churchill, el líder británico de la Segunda Guerra Mundial, “la democracia es la peor de todas las formas de gobierno, a excepción de todas las demás” (como se cita en Hobsbawm, 2007, p. 104), sigue siendo tan polémica como vigente. ¿Por qué aceptamos que la democracia hoy en día es la mejor forma de gobierno posible? ¿Por qué la creemos compatible con constituciones políticas republicanas o monárquicas parlamentarias? ¿Efectivamente se pueden establecer límites al poder y garantizar derechos fundamentales en un sistema democrático? A lo largo de la historia del mundo occidental se ha registrado una serie bastante amplia de formas de gobierno —tiranías, repúblicas oligárquicas, imperios, reinos feudales, monarquías absolutistas, dictaduras, etcétera.—, y esa vasta experiencia nos condujo, hacia mediados del siglo xx, a construir una valoración positiva de la democracia, en su versión liberal y representativa1, como la menos negativa de todas las formas de gobierno.

El ejercicio de analizar la historia y de establecer prescripciones o ideales de formas de gobierno no es una novedad. Hace más de dos milenios, filósofos e historiadores griegos como Platón y Aristóteles ya se planteaban cuestionamientos en torno a la mejor forma de gobierno posible, una que pudiera conservar la unidad y que permita cierta armonía en el interior de una comunidad política (Bobbio, 2001). Hoy en día queda claro que, como señala Przeworski (2019), todo sistema político presenta límites, y el ejercicio de reflexionar acerca de la democracia es necesario para perfeccionarla y para tener mayor conciencia de nuestra responsabilidad y participación como ciudadanos dentro de ella. En este punto, es importante anotar qué características y componentes presenta este sistema político en el mundo occidental en nuestros días. De acuerdo con Hobsbawm (2007), la democracia es un

modelo estándar de Estado constitucional que ofrece la garantía del imperio de la ley, así como diversos derechos y libertades civiles y políticos, y al que gobiernan sus autoridades, entre las que deben figurar necesariamente asambleas representativas, elegidas por sufragio universal y por la mayoría numérica del conjunto de sus ciudadanos, en elecciones celebradas a intervalos regulares en las que se enfrenten distintos candidatos y organizaciones [políticas] (pp. 100-101).

Este marco conceptual agrega otras definiciones que entendemos que pertenecen a un mismo conjunto de elementos, porque son parte del lenguaje político del mundo contemporáneo: constitución, derechos, representación, sufragio universal, elecciones o ciudadanía. Estos conceptos, como la democracia en sí misma, también tienen una historia, una evolución. ¿Cómo llegamos a introducir constituciones con sistemas de representación democrática? ¿Desde cuándo y por qué la mayoría de los gobiernos representativos en el mundo occidental se sostienen sobre la base de la legitimidad que les otorgan las elecciones en una democracia? ¿Cómo y por qué el sufragio restringido implantado en el siglo xix fue reemplazado por el sufragio universal hacia mediados del siglo xx? ¿Por qué hoy consideramos necesarias no solo la ampliación sino también una mayor participación ciudadana desde diferentes sectores de la sociedad? Partiendo de estas interrogantes, nos interesa analizar y reflexionar, en las páginas siguientes, acerca de los principales hitos de la historia política contemporánea.

En la primera sección del presente capítulo trazaremos el camino que se siguió para alcanzar una valoración positiva de la democracia —en su sentido representativo y liberal— en el mundo occidental y examinaremos cómo se incluyeron, y se siguen incluyendo, individuos de diferentes sectores sociales, económicos y culturales de las sociedades en dicho proyecto político. El punto de partida, que justamente da inicio a la época contemporánea, es el de la historia de las revoluciones liberales —también conocidas como revoluciones burguesas—2 de fines del siglo xviii e inicios del xix: la independencia de las trece colonias (1773-1787), la Revolución francesa (1789-1799) y la Revolución hispanoamericana (1808-1814). El denominador común de estas revoluciones fue la introducción de marcos constitucionales que incluyeron una relación de derechos y libertades individuales que serían la base de la democracia actual y que fueron concebidos desde el pensamiento político moderno y la Ilustración. Estas revoluciones, además, dieron lugar a los primeros ensayos de sistemas representativos de gobierno, si bien aún no considerados democráticos, sobre la base de los planteamientos del liberalismo político, en oposición a regímenes absolutistas. Estos procesos revolucionarios se expandieron, con ciertas variantes, hacia otros escenarios del mundo occidental y occidentalizado, e influyeron en la construcción de sus proyectos políticos contemporáneos, como es el caso de los países latinoamericanos. Se examinarán, asimismo, los intentos de reposicionar los gobiernos de perfil absolutista tras el fin de las guerras napoleónicas en el marco del Congreso de Viena en 1815, así como la relevancia de las revoluciones liberales de 1830 y 1848, que no solo pusieron término definitivo al absolutismo en Occidente, sino que, además, dieron cuenta de una mayor intervención política de sectores populares.

1 Principios del liberalismo político

El liberalismo político comprende principios provenientes del pensamiento moderno del siglo xvii y del pensamiento ilustrado del siglo xviii. Para comprender su contenido y relevancia como parte del proyecto político —de la clase burguesa— en los inicios de la época contemporánea, es necesario examinar ante todo tanto la forma de gobierno que se había legitimado en gran parte de Europa a fines de la época moderna, es decir, el Estado absolutista, como las características de la sociedad en ese tiempo, esto es, de la sociedad estamental, en que la burguesía, el cuerpo social que luego lideró las revoluciones liberales, era un estamento no privilegiado en el campo político. Ambos aspectos, el social y el político, fueron comprendidos en el concepto de Antiguo Régimen, popularizado principalmente en el contexto de la Revolución francesa.

El aspecto político del Antiguo Régimen lo constituía el absolutismo. Las monarquías absolutistas, instauradas en los siglos xvii y xviii, habían logrado su legitimidad en función de dos elementos procedentes de la época medieval: el derecho divino y el principio hereditario para la transmisión del poder (Ullmann, 2013 [1964]; Artola & Ledesma, 2005, p. 40; Arranz, 2016, p. 216). El pensamiento teocrático, sostenido por la expansión de la religión cristiana católica desde los inicios de la época medieval, postulaba la idea de que la soberanía del rey se justificaba en el poder otorgado por Dios. El rey investía el poder soberano por la gracia de Dios y era vicario de Cristo, esto es, representante de Dios en la tierra3. Ello legitimaba el ejercicio unilateral y la concentración del poder, así como el hecho de que el rey no tenía que rendir cuentas a la población sobre las acciones políticas y económicas que tomaba. El principio complementario al derecho divino del poder era la transmisión de este por la vía hereditaria, que también procedía de la época medieval. Así tenemos una serie de dinastías que siguieron el modelo de gobierno absolutista, como algunos monarcas, en la época moderna, de la dinastía de los Estuardo en Inglaterra, de los Borbones en España y Francia, de los Hohenzollern en Prusia o, hasta en la época contemporánea a inicios del siglo xx, de los Romanov en Rusia.

Otro de los elementos del Antiguo Régimen —que, aunque parcialmente, el liberalismo político buscará rebatir— consistió en el carácter estamental de las sociedades formadas desde la época medieval. Una sociedad estamental implicaba el reconocimiento jerárquico de cuerpos o segmentos diferenciados dentro de ella por una determinada condición social, económica y cultural. La distinción estamental de ser superior o inferior, de poseer o no privilegios, se originaba por el hecho del nacimiento y se reproducía en la función socioeconómica que ejercía cada segmento dentro de la sociedad. En este orden social, la igualdad jurídico-política entre individuos era inexistente: el clero y la nobleza eran estamentos con leyes y fueros privados que contaban con grandes beneficios, a diferencia del resto de la población, el llamado Tercer Estado, que carecía de privilegios. En particular, el alto clero y la nobleza basaban su poder económico en la tenencia y renta de la tierra, estaban exentos del pago de varios impuestos y podían eventualmente ocupar cargos públicos o tener, aunque limitada, cierta influencia político-militar en las monarquías feudales y absolutistas. El Tercer Estado, por su parte, era el segmento de la sociedad más extenso y heterogéneo y se componía principalmente de la burguesía y del campesinado, pero también se incluía en este estamento a jornaleros libres de las urbes y vagabundos (Spielvogel, 2014). Dentro de este gran grupo, la burguesía (alta y baja) era la clase social más dinámica en el sentido económico, dio lugar al sistema económico capitalista y lideró la Revolución Industrial también a fines de la época moderna.

Surgida en la época bajomedieval, es decir, en la última etapa de la Edad Media, cuando renacieron las ciudades4, la burguesía había ido obteniendo desde entonces cada vez más poder económico a través de actividades de producción artesanal, de finanzas y de comercio. Así, desde sus orígenes este segmento estuvo relacionado con la generación de riqueza. Con ello, poco a poco fue ganando fuerza social, económica y, por ende, política. De hecho, en la época bajomedieval habían surgido asambleas o parlamentos con representación corporativa de los estamentos, en particular de la nobleza, el clero y la burguesía. Se había instituido así una forma de gobierno conocida como Estado estamental o dualista, porque el rey se encontraba en el mismo rango de poder con respecto a los estamentos a través de dichas asambleas, es decir, el poder del monarca se encontraba limitado por ellas (Naef, 2005, pp. 10-11). Se trataba, por ejemplo, del Parlamento en Inglaterra, las Cortes en España y los Estados Generales en Francia.

En la etapa final de la época moderna, con la consolidación del Estado absolutista, las asambleas dejaron de convocarse o de reunirse con frecuencia, a excepción de Inglaterra. En este contexto, ni el clero ni la nobleza veían mermados sus privilegios, como sí sucedió en el caso de la burguesía. Así, la diferencia de privilegios de los estamentos se podía evidenciar no solo en la obligación o no del pago de impuestos, sino, además, en la intervención política por medio de cargos burocráticos y militares en el interior del Estado absolutista. Ahora bien, cabe anotar que la situación jurídica, social y económica de la burguesía varió de acuerdo con los escenarios y contextos previos a cada revolución liberal; por ejemplo, como se analizará más adelante, el contexto económico en que los burgueses protagonizaron una revolución no fue el mismo en las trece colonias británicas que en la Francia de Luis XVI: fue en este último escenario donde afrontaron una aguda crisis económica. En cualquier caso, los burgueses fueron los primeros en cuestionar la desigualdad política y el orden absolutista.

Es en el contexto del Antiguo Régimen en que se llevó a cabo una revolución intelectual del pensamiento político en Occidente. En el siglo xvii surgieron teorías políticas que maduraron posteriormente en el siglo xviii —el siglo de la Ilustración—, las cuales sostenían que el poder soberano se legitimaba en un pacto o contrato social, no teocrático y garante de ciertos derechos individuales. Así, uno de los primeros aportes de esta nueva línea de pensamiento político moderno fue la desacralización del poder, porque eliminaba de forma progresiva la idea de que el poder era otorgado por una fuente divina; en contraparte, postulaba que el ejercicio reconocido de un poder soberano surgía por la necesidad racional y práctica de los individuos que buscan vivir en cierta paz, y de forma duradera, mediante la aplicación de leyes civiles que resguarden la integridad, la libertad y la propiedad de los individuos. A continuación, trataremos los principales postulados del liberalismo político, formados por el pensamiento político moderno e ilustrado, que influyeron en la burguesía y que sentaron las bases para la construcción de proyectos políticos contemporáneos que debían reemplazar a los absolutismos y eliminar los antiguos privilegios estamentales instituidos en la época moderna: el principio de la defensa de la propiedad privada y de las libertades individuales, la separación de poderes, la soberanía del pueblo y el sufragio restringido.

1.1 La defensa de la propiedad y de las libertades individuales

Uno de los principales aportes del pensamiento liberal burgués y que se ha introducido en buena parte de las constituciones políticas del mundo contemporáneo es la distinción del reconocimiento de derechos vinculados a la libertad individual y, en particular, a la propiedad. De hecho, John Locke (1632-1704), cuyo pensamiento influyó en la Revolución inglesa5, había previsto que incluso antes del establecimiento de las leyes civiles, esto es, en el estado de naturaleza, se puede reconocer la preexistencia del derecho natural de la propiedad del individuo, el cual incluye su vida, su libertad y su hacienda o bienes. Más aún, Locke no intentaba sustentar la validez de la propiedad privada, ya que ella era incuestionable para los burgueses (Touchard, 2007, pp. 293-294; Rawls, 2009, p. 185). Por ende, el gobierno civil, a través de sus leyes, debía garantizar la propiedad del individuo; así, en adelante, los proyectos políticos burgueses se centraron en el objetivo de protegerla. De ahí que, como se verá en un apartado siguiente, los gobiernos representativos que siguieron a las revoluciones burguesas en el siglo xix excluyeron de la participación política a buena parte de la población a través del voto restringido, con la finalidad de proteger ese derecho.

El posterior desarrollo del pensamiento ilustrado abordará las libertades individuales de pensamiento, de opinión o expresión, de imprenta o prensa, de reunión y asociación, así como la de conciencia o religión. Sobre esta última, cabe recordar los aportes de Locke y de Voltaire (1694-1778) en la inclusión de la tolerancia religiosa. Conocidas las persecuciones católicas contra los herejes y paganos en la época medieval y las consecuencias político-económicas de las guerras de religión entre católicos y protestantes en la época moderna, se evidenció, en el plano de las ideas, la necesidad de establecer la tolerancia de cultos6, esto es, la posibilidad de ejercer en el ámbito privado y público una creencia religiosa determinada sin ser perseguido o discriminado por ello.

1.2 La separación de poderes

Con la finalidad de encontrar equilibrios de poder y de evitar abusos por la concentración de este, algunos pensadores modernos e ilustrados postularon la necesidad de separar competencias y funciones, esto es, de dividir el trabajo de la autoridad política. Por ejemplo, Locke, quien, como mencionamos, representó el pensamiento político de la burguesía inglesa, planteó la separación de poderes en los ámbitos legislativo, ejecutivo y federativo7, entre los cuales reconocía como el más relevante al poder legislativo por su función central de crear leyes, en el marco de un Estado civil, para la protección del derecho a la propiedad privada de los individuos. Con ello, fortaleció las bases teóricas de la monarquía parlamentaria, el modelo inglés, como forma de gobierno. Por su parte, la propuesta desarrollada por Montesquieu (1689-1755) influyó mayormente en los países que siguieron proyectos constitucionales republicanos. Este pensador ilustrado distinguió entre el poder que legisla, el que ejecuta las leyes y el que administra la justicia. Con ello, dio un paso adelante a lo propuesto por Locke, pues tuvo lugar una independencia del poder judicial a fin de que así se pueda garantizar una mayor seguridad en la conservación de la propiedad de los individuos (Lowenthal, 2017, p. 495). Esta propuesta de división de poderes es la que hoy prima en las repúblicas con democracias representativas en el mundo contemporáneo, en las cuales se espera que sean poderes autónomos; por lo menos, así son planteados en el plano teórico.

1.3 La soberanía del pueblo

Otro pilar del liberalismo político fue el principio de la soberanía del pueblo, en nombre del cual se llevaron a cabo las revoluciones de fines del siglo xviii y de la primera mitad del xix. Este principio reemplazó también a la línea del pensamiento del poder teocrático, en la que la fuente del poder ya no era divina ni se correspondía más con la Corona o la persona del monarca, sino que procedía del pueblo, o nación, el cual a partir de ese momento se instituyó como el soberano. La base del postulado de la soberanía popular procede del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) y se fortaleció con Emmanuel Joseph Sieyès (1748-1836) en el marco de la Revolución francesa (Hobsbawm, 2003, p. 64; Fioravanti, 2014, p. 39). En esta línea, se sostiene que el pueblo nunca debe ceder su poder soberano, únicamente lo debe delegar de forma temporal a través de gobiernos representativos y, por ende, podrá reclamarlo cuando los gobernantes instituidos como tales, por el contrato social, traicionan la voluntad general, los intereses comunes. Por ello, como afirma Fioravanti (2014), uno de los mayores aportes del pensamiento revolucionario de Rousseau radicó en que el pueblo siempre debe estar activo, es decir, en constante alerta y desconfianza hacia sus gobernantes, para que evite la imposición de voluntades o intereses particulares.

1.4 El sufragio restringido

En la implementación de los gobiernos representativos, tras las revoluciones liberales burguesas, la participación política se restringió solo a algunos sectores de la sociedad. Así, hace cien años en la mayoría de los países occidentales el sufragio era restringido únicamente a ciertos sectores socioeconómicos de la población. Se debía cumplir con una serie de requisitos constitucionales y legales para poseer y ejercer el derecho de votar, como ser varón, poseer propiedades o pagar contribuciones al Estado, tener alguna característica racial o cultural particular, como ser blanco o tener la condición de alfabeto. La defensa de la igualdad, uno de los principios del pensamiento ilustrado del siglo xviii, no se sustentaba en una igualdad económica o social8, sino que se circunscribía al ámbito de lo político, donde los burgueses se percibían en desventaja frente al clero y, sobre todo, frente a la nobleza, desventaja que daba lugar, entre otros aspectos, a amenazas contra su propiedad.

Es importante anotar también la diferencia entre la regulación del sufragio activo (quiénes votaban) y la del sufragio pasivo (quiénes podían ser votados); en este último caso, los requisitos eran mayores y más exigentes porque idealmente se buscaba que gobiernen los mejores o los más capacitados por condición de edad, conocimiento o cultura, y riqueza9. Otra forma de limitar la participación de la población de estratos populares fue la inclusión de un sistema electoral indirecto, es decir, de la votación de electores intermediarios a través de colegios electorales. De esta manera, la participación en elecciones era amplia en los primeros grados de votación, es decir, en la elección de electores, y reducida en la elección de las autoridades y de los cargos públicos. Siguiendo este modelo, el voto indirecto se mantuvo vigente en el siglo xix en varios países latinoamericanos como el nuestro.

En línea con el pensamiento político de Immanuel Kant (1724-1804), la necesidad de restringir el voto a ciertos sectores de la población se justificaba en buena parte en el hecho de que no todos podían hacer uso de su razón y alcanzar, por ende, la mayoría de edad y una independencia civil. Es probable, como sostiene Fioravanti (2014, p. 38), que Kant haya arribado a esta conclusión al ser espectador contemporáneo de la etapa más radical de la Revolución francesa, la jacobina, en la que participaron los estratos sociales más bajos y que implicó un periodo de terror o violencia incompatible con los ideales y las garantías de las libertades individuales y de la protección a la propiedad. En este escenario, los hombres sin propiedades, sin educación o “incivilizados”, los hombres sin libertad y las mujeres10 no podrían —o “no debían”— participar en la elección de representantes ni en la toma de decisiones políticas. Como recuerda Przeworski (2019),

la relación entre [la propiedad] y el poder era íntima […]. No se puede confiar en el pueblo porque puede “errar”: lo dijo James Madison, lo dijo Simón Bolívar, y también Henry Kissinger. Y el peor error que podía cometerse era utilizar los derechos políticos en la búsqueda de la igualdad social y económica, asociarse con el fin de conseguir salarios más altos, condiciones de trabajo dignas, seguridad material y atacar la “propiedad”. Incluso cuando las clases más pobres no podían ya ser excluidas del voto, surgió una plétora de ingeniosos dispositivos para neutralizar los efectos de sus derechos políticos (p. 39).

El sufragio restringido fue incluido en las constituciones que sucedieron a las revoluciones liberales y se mantuvo aproximadamente hasta mediados del siglo xx en el mundo contemporáneo occidental. De ahí que, en sus orígenes, los primeros gobiernos representativos no fueron plenamente democráticos, pero constituyeron los marcos políticos sobre los cuales se dieron los movimientos sociales obreros y feministas de los siglos xix y xx que buscaron y lograron la ampliación de sus derechos políticos, en particular del sufragio universal masculino primero y del femenino después.

2 Revoluciones y constituciones liberales

Las revoluciones liberales burguesas llevaron a la práctica, aunque no de manera uniforme, los aportes teóricos del pensamiento político moderno e ilustrado que postulaban la igualdad, la libertad y la protección de la propiedad de los individuos. Se trató de puntos de partida para la formación de las constituciones políticas del mundo contemporáneo que hoy en día nos rigen y que conllevaron al establecimiento de gobiernos representativos, si bien en un principio no de carácter democrático (ver gráfico No 1). Estas revoluciones implicaron el tránsito del declive del armazón ideológico del Antiguo Régimen a un nuevo horizonte político al que progresivamente, desde entonces, se aspira llegar: de una comunidad de súbditos basada en la tenencia de privilegios a una comunidad política de ciudadanos con derechos constitucionalmente establecidos. Así, entre otros, se observarán, como principales consecuencias de las revoluciones liberales, la caducidad del absolutismo como teoría y práctica política, y el desplazamiento del dominio de la nobleza en el campo político por parte de la burguesía.

Cabe anotar ante todo que la Revolución inglesa de 1688 —también conocida como la Revolución Gloriosa— fue la primera en eliminar el absolutismo, y su justificativo teocrático, en un territorio europeo. Por ello, sirvió como campo de análisis y reflexiones del pensamiento político moderno11, cuyos aportes serán importantes para el desarrollo del pensamiento ilustrado del siglo xviii. Desde la época bajomedieval, en Inglaterra ya se habían establecido límites a la monarquía12. En la época moderna, el Parlamento, con representación del clero y de la nobleza (Cámara de los Lores) y de la burguesía (Cámara de los Comunes), era relevante para la toma de decisiones políticas, por ejemplo, con respecto a la agregación de impuestos o a la participación en una guerra. No obstante, algunos monarcas de la dinastía de los Estuardo, que reemplazó a la dinastía Tudor desde la primera mitad del siglo xvii, se enfrentaron al Parlamento13. La oposición de estas dos fuerzas, es decir, el enfrentamiento entre el rey y el Parlamento, dio lugar al estallido de una guerra civil; y, tras un breve ensayo republicano que condujo a un momento dictatorial con Oliver Cromwell a la cabeza, tanto la burguesía como la nobleza acordaron primar el restablecimiento del orden con la aceptación del reinado de Guillermo de Orange, rey protestante que debía reconocer el poder del Parlamento con la firma de la Declaración de derechos en 1689 (Spielvogel, 2014). De esta manera, se restableció y fortaleció el sistema de la monarquía parlamentaria inglesa, el cual continúa hasta el presente. Esta revolución influyó en el desarrollo del pensamiento político moderno que más tarde constituiría parte del marco ideológico de las revoluciones liberales de fines del siglo xviii e inicios del xix.

Gráfico N° 1. Revoluciones liberales burguesas, siglos xviii-xix


Fuente: elaboración propia

2.1 Revolución de las trece colonias

La primera revolución que buscó aplicar los principios liberales, gracias a la divulgación de las ideas de la Ilustración, implicó, además, el primer proceso de descolonización en el mundo occidental. Desde el siglo xvii, las colonias británicas habían ejercido prácticas de autogobierno y regulación local, lo cual favoreció su unificación y resistencia frente a los ingleses cuando vieron mermados sus derechos e intereses. En este contexto, se generalizó el descontento en las trece colonias británicas con respecto al aumento de impuestos como el del timbre de las comunicaciones, del papel o del té por parte del Imperio británico, que buscaba reponer sus finanzas tras continuas guerras contra Francia, como la guerra de los Siete Años (1756-1763), debido, entre otros aspectos, a las disputas europeas por el control de sus dominios coloniales en el norte del continente americano. La resistencia al pago de impuestos se evidenció en el famoso motín del té en Boston en el año 1773, cuando toneladas de este producto fueron lanzadas al mar a manera de protesta (ver gráfico N° 2). La negación del pago del impuesto al té no respondía a una limitación económica o a incapacidad de pago: los colonos reclamaron como justa la representación política a cambio del pago de impuestos (Artola & Ledesma, 2005; Spielvogel, 2014). Ante la desatención por parte del Gobierno británico a la Declaración de derechos y agravios de 1774, en la cual las colonias pretendieron defender su poder legislativo y ciertos derechos individuales, se dio lugar a la decisión de separarse políticamente de los ingleses (Artola & Ledesma, 2005, p. 42).

Gráfico N° 2. Destrucción del té en el puerto de Boston, 1773


Fuente: litografía de 1846. Library of Congress

El discurso ilustrado había penetrado en la clase burguesa de las ahora excolonias británicas; por ello, en la Declaración de independencia de los Estados Unidos de América, firmada en Filadelfia en julio de 1776, se sellaron sus principios centrales, como la soberanía del pueblo y el reconocimiento de los valores de la libertad y la igualdad. En uno de sus pasajes más famosos se puede dar cuenta de ello:

Todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios (Congreso Continental, 1776).

Se verá prontamente que dicha igualdad aludirá a quienes logran alcanzar su independencia civil, y una prueba de ello será la generación de la riqueza o el aumento de la propiedad. En 1787 las antiguas colonias británicas ofrecieron el mayor aporte de la revolución al mundo occidental contemporáneo y, en particular, a la futura América Latina: la redacción de una constitución. La carta política que inicia con la famosa frase: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…” da cuenta de la puesta en práctica de lo que ya se había remarcado en su declaración de independencia: la nueva noción de soberanía que reside en la nación o conjunto de ciudadanos organizados políticamente en el republicanismo y el federalismo. Se trata de la primera constitución en que se establecen, además del principio de separación de poderes14, las bases del sufragio pasivo y activo restringido, y, junto con las enmiendas de 1791, una serie de principios liberales y derechos individuales, entre ellos la tolerancia religiosa (Arlettaz, 2014, p. 26). Esta revolución, y su constitucionalismo republicano, influirá tanto en la Revolución francesa como en la Revolución hispanoamericana. No obstante, en el caso de España y de buena parte de los nuevos países latinoamericanos que se formarán en el siglo xix no se aceptó la inclusión de la tolerancia de cultos y se buscó, más bien, proteger a la religión católica como la oficial de sus Estados.

2.2 Revolución francesa

Sin duda alguna, por sus alcances políticos en el mundo occidental, la Revolución francesa es la más relevante de todas las revoluciones liberales burguesas y, por ello, su inicio tradicionalmente constituye el hito final de la Edad Moderna y el principio de la Edad Contemporánea. Como señala Hobsbawm (2003), se trató de la única revolución que buscó exportar sus ideales y, durante más de un siglo, o, más precisamente:

Entre 1789 y 1917, las políticas europeas —y las de todo el mundo— lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793 [la etapa jacobina]. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo (p. 58).

La historia de la Revolución francesa, que se desarrolló alrededor de una década, es bastante compleja no solo debido a la crisis estructural del contexto previo a su estallido en julio de 1789, sino, en particular, a la participación de diferentes sectores de la sociedad en ella, con sus respectivos intereses e interpretaciones sobre los principios revolucionarios y sobre las formas en que se debían llevar a cabo dichos principios. Como sostiene François Furet (2016):

La Revolución francesa nunca [dejó] de ser una sucesión de acontecimientos y regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder sea del pueblo, principio único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que, unos tras otros, se van apropiando de su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible, reconstruida sin cesar después de que ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución francesa lo acelera y lo secciona. Eso se debe a que jamás logra crear instituciones (p. 57).

La complejidad de esta revolución es proporcional a la gravedad de las circunstancias económicas y sociales que precedieron a su inicio. En efecto, Francia atravesaba una grave crisis económica. La escasez de alimentos y el alza del trigo ocasionados por el intenso invierno anterior, que limitó las cosechas, habían dado lugar a una aguda situación económica. El Gobierno francés había insistido no solo en invertir en guerras contra Gran Bretaña, sino que, además, apoyó la causa de la independencia de las trece colonias como estrategia de lucha contra su rival, lo cual llevó a Francia a la bancarrota (Hobsbawm, 2003; Spielvogel, 2014). En este escenario, el peso de la crisis era sobrellevado por los estamentos no privilegiados de la sociedad que pagaban impuestos: entre aquellos, principalmente, la burguesía.

Para menguar la crisis financiera, se decidió obligar a los nobles a pagar impuestos. Ante la preocupación y resistencia de la aristocracia por esta medida y la presión cada vez más evidente de los burgueses, se convocó a la antigua asamblea medieval francesa, conocida como los Estados Generales —con representación corporativa de los estamentos—, la cual no se había convocado hacía más de un siglo. En este contexto fue clave la intervención de Necker, el ministro más popular de Luis XVI. Al ver que podría perder el control sobre los Estados Generales, el rey, de perfil absolutista, decidió cerrarlos; mientras que los representantes del Tercer Estado se posicionaban en contra de la votación corporativa, a través de la cual se encontrarían en notable desventaja, puesto que ellos representaban al estamento de mayor número entre la población y solo contaban con un voto corporativo frente a los otros dos votos de los estamentos privilegiados del clero y la nobleza. Ante el temor del cierre de los Estados Generales, el rechazo a la exclusión de Necker y a una serie de rumores en desprestigio de la familia real, se suscitó el estallido de la revolución con la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789.

El Tercer Estado se separó de los otros estamentos para formar la Asamblea Constituyente y en ella se redactó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 178915, documento en el que se sentaron las ideas liberales y revolucionarias del pensamiento ilustrado como la libertad y la igualdad16 entre los individuos con la abolición de los privilegios de la nobleza y la idea de que la soberanía reside en la nación. Cabe anotar que, en esta nueva lectura de la igualdad, no obstante, solo se visibiliza la inclusión y el empoderamiento de la burguesía (ver gráfico N° 3). El absolutismo sería reemplazado, aunque temporalmente, por un sistema político de monarquía constitucional o parlamentaria. Además, se estipuló que “la finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre [sic]. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (art. 2). Sobre la base de estas premisas, en la etapa de la Asamblea Legislativa, se redactó posteriormente la Constitución de 1791, la que Luis XVI se vio forzado a reconocer.

Gráfico N° 3. El Tercer Estado confesor, 178917


Fuente: Bibliothèque nationale de France

Como mencionamos, la complejidad de la Revolución francesa radicó, además, en la composición de sus actores políticos, es decir, en la participación de diferentes sectores de la burguesía, las clases bajas urbanas y el campesinado (Hobsbawm, 2003, pp. 65-66). De hecho, en el interior del estamento de la burguesía se podía encontrar subgrupos sociales marcadamente diferenciados, que no bastaría con reducirlos a una clasificación de alta o baja burguesía. En esa línea, era de esperar que los intereses políticos no necesariamente sean comunes. Así, se fueron formando facciones, clubes o partidos políticos con sus respectivos planteamientos e interpretaciones de los ideales de la revolución: unos moderados y otros más radicales en la Asamblea (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). Por ejemplo, se puede recordar el enfrentamiento entre los girondinos, que agrupaban y representaban a la alta burguesía, y los jacobinos, conformados por gente de clase media y media baja, de tendencia más radical, entre los cuales destacó la figura de Maximilien Robespierre (1758-1794). Cabe remarcar, asimismo, que la intervención de los sectores bajos urbanos y rurales fue sustancial para el desarrollo de la revolución: sin los sans-cullotes18 en la toma de la Bastilla, sin las mujeres pobres en la marcha hacia Versalles o sin los campesinos en las revueltas contra los privilegios señoriales (Spielvogel, 2014), la burguesía no habría podido dirigir, por lo menos inicialmente, el curso de la revolución (ver gráfico N° 4).

Gráfico N° 4. Valentía de las mujeres parisinas el día 5 de octubre de 1789


Fuente: Bibliothèque nationale de France

Tras el cautiverio de la familia real y, sobre todo, debido a su intento de fuga en 1791 a Austria, de donde era originaria la reina María Antonieta, la eliminación de la monarquía constitucional y el planteamiento del proyecto republicano se hacían más notorios. Luis XVI y María Antonieta fueron considerados traidores no solo por el intento de fuga, sino por la comunicación que mantuvieron con Austria para que intervenga en Francia. Luego de pasar por sus respectivos juicios sumarios, fueron guillotinados en 1793. Ello indudablemente generó una enorme preocupación en las monarquías absolutistas de Europa continental, justamente como Austria, que veían con temor la propagación de la revolución. Hacia 1793, los jacobinos, liderados por Robespierre, ya habían tomado control de la Asamblea con la expulsión de los girondinos (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). De esta manera, inició la etapa más radical de la revolución, conocida como “la república del terror”, en la cual todo intento de contrarrevolución o crítica a la revolución se penalizaba con la muerte en la guillotina. Resultaba evidente que el uso de la violencia se contradecía con los ideales revolucionarios que pretendían introducir derechos y libertades individuales. De hecho, esta etapa contribuyó al desprestigio de la revolución y al uso político propagandístico de otros escenarios para poner en valor y conservar sus propios sistemas de gobierno (ver gráfico N° 5).

Gráfico N° 5. El contraste. ¿Cuál es mejor? Propaganda inglesa contra el radicalismo de la Revolución francesa, 1793


Fuente: University College London

Con la caída de Robespierre, quien también pasó por la guillotina, de nuevo la alta burguesía buscó controlar el poder. Se formó el Directorio, todavía sobre bases republicanas, hasta el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte, quien a partir de ese momento dirigió Francia. El reconocimiento del liderazgo de Bonaparte y el ejercicio dictatorial del poder en Francia se sostuvo no solo en su gran éxito como militar, sino en que supo, a través de su carisma, conseguir el apoyo de diferentes sectores de la población, entre ellos la alta burguesía, los campesinos y, por supuesto, el ejército. De nuevo, en contradicción con los ideales de la revolución, Bonaparte asumió primero el puesto de cónsul y luego el de emperador de Francia. Más allá de ello, uno de los mayores aportes de Bonaparte a la historia del derecho occidental fue la publicación, durante su dictadura, del primer código civil en el mundo en clave liberal. El código napoleónico de 1804 ha sido modelo de los códigos civiles en Europa continental y en América Latina.

2.3 Revolución hispanoamericana

La crisis de la monarquía española inició con la ocupación de las tropas de Napoleón Bonaparte en la península en 1808. Ese mismo año, en la ciudad de Bayona, Carlos IV y Fernando VII, enfrentados entre ellos, pero obligados por Napoléon, renunciaron a la corona española, la cual sería instituida en José Bonaparte. En España este periodo de la historia se conoce como “guerra de independencia”, mientras que, para la entonces América hispánica, es el periodo en el que inicia el quiebre de sus lazos políticos con la metrópoli y comienzan los procesos de independencia, los que darán lugar a la formación de las naciones latinoamericanas. El quiebre no sucedió de inmediato; de hecho, en el periodo inicial de la crisis un sector importante de la América hispánica aún se sentía parte del reino español, y, al igual que la población de la península, rechazó el poder usurpador y, por ende ilegítimo, del hermano de Napoleón Bonaparte. En este marco, Cádiz, una de las pocas ciudades libres de los franceses, fue el escenario de la convocatoria a Cortes —las antiguas asambleas de origen medieval— para que puedan hacer frente a la crisis y recuperar la soberanía perdida.

La convocatoria incluyó la elección de diputados representantes peninsulares y americanos, quienes debatieron y dieron lugar a la Constitución de Cádiz de 1812 (ver gráfico N° 6). Esta constitución liberal declaró que la soberanía residía en la nación e implementó la regulación de gobiernos representativos sobre la base de un sistema de votación indirecto para las elecciones de representantes nacionales a Cortes, de representantes a diputaciones provinciales y de autoridades para el gobierno local de los ayuntamientos constitucionales. Como hemos mencionado anteriormente, se trató de gobiernos representativos, mas no plenamente democráticos: se había instaurado el voto indirecto, a través de juntas electorales de parroquias, partidos y provincias; pero, a diferencia de otros escenarios revolucionarios como el de Estados Unidos, la Constitución de Cádiz incluyó en la participación política, en un hecho sin precedentes, a la población indígena19, aunque sea en los primeros grados de votación.

Gráfico N° 6. Portada de la Constitución Política de la Monarquía Española, 1812


Fuente: Biblioteca Nacional de España

Los problemas entre la monarquía española y la América hispánica habían iniciado un siglo antes. El estatuto jurídico de los territorios americanos era ambiguo, pues no quedaba claro si se les consideraba parte integrante del reino, sobre la base del pactismo, o si se les consideraba colonias, con lo cual se establecía una relación asimétrica y de dominio (Guerra, 2000 [1992], pp. 80-82). Así, ya durante la crisis iniciada en 1808, algunos problemas suscitados entre españoles peninsulares y españoles americanos, dado que estos últimos adujeron no haber recibido un trato igualitario desde la convocatoria a Cortes, dieron lugar a que finalmente algunos sectores de las élites criollas americanas, en el contexto de la formación de juntas de gobierno, planteen proyectos políticos independentistas y republicanos. Sumadas la divulgación e influencia de las ideas de la Ilustración, así como las experiencias de la independencia de Estados Unidos y de la Revolución francesa, este fue el escenario de los movimientos libertadores20 y de la creación de los países de América Latina, conocida como tal desde el siglo xix. No obstante, a diferencia de las constituciones de Estados Unidos de 1787 (y primera enmienda de 1791) y de Francia de 1791, el texto constitucional gaditano estipuló que la religión de la nación “[era] y [sería] perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera” (art. 12). Esta pauta de defender la religión católica como religión oficial de Estado, como mencionamos, se mantuvo en buena parte de la historia latinoamericana en el siglo xix.

3 Reacciones y tensiones políticas y sociales en Europa

Las bases ideológicas y la experiencia política de la Revolución francesa ya se habían expandido por el mundo occidental, y diferentes interpretaciones, posturas y reacciones a favor y en contra del liberalismo político y de los ensayos republicanos se presentaron en Europa en las siguientes décadas. La reacción conservadora se dio con el Congreso de Viena al término de las guerras napoleónicas y las tensiones políticas surgidas por la imposición conservadora dieron lugar a las revoluciones liberales de 1830 y 1848.

3.1 Congreso de Viena, 1814-1815

Ante la eminente caída de Napoleón Bonaparte, se inició el proceso de recomposición de la legitimidad dinástica en Europa continental, en otras palabras, de la reposición de las monarquías absolutistas. Con ese objetivo, a fines del año 1814 se convocó en Viena a las principales potencias europeas que se enfrentaron al ejército de Napoleón y otros países de menor peso político internacional, como España y Portugal, para restablecer el equilibrio del poder y los límites fronterizos en el mapa europeo (ver gráfico N° 7). Así, el Congreso de Viena fue un hito importante en la historia del derecho internacional, dado que en su marco de acción se estableció una serie de reuniones bilaterales y multilaterales entre los representantes de los países europeos y se firmaron tratados como resultado de dichas reuniones con fuerza vinculante. Uno de los más relevantes fue el Tratado de la Santa Alianza, firmado entre Rusia, Austria y Prusia, que juraron por la fe cristiana restablecer el absolutismo y reprimir cualquier intento revolucionario liberal. En esa línea, se restituyó el poder de los borbones en Francia y en España. En esta última, Fernando VII anuló la Constitución de Cádiz de 1812 y, con ello, los primeros gobiernos representativos en la monarquía española, contexto que propició el inicio del proceso independentista de América hispánica.

Gráfico N° 7. El pastel de los reyes, repartido en el Congreso de Viena en 1815


Fuente: Bibliothèque nationale de France

Pese a los esfuerzos por reponer las monarquías absolutistas en Europa, la ideología liberal ya había echado raíces en varias partes del mundo y, por ende, por lo menos en el plano teórico, el absolutismo estaba feneciendo. Así, tras el Congreso de Viena, a manera de reemplazo de las constituciones liberales, se establecieron las denominadas cartas otorgadas, en las que, si bien se mantenía la figura de, por ejemplo, la representación parlamentaria, esta se encontraba sujeta al poder del rey absoluto repuesto (Artola & Ledesma, 2005, pp. 49-50). Sin embargo, este contexto histórico pronto terminaría con las revoluciones liberales de 1830 y 1848.

3.2 Las revoluciones liberales de 1830 y 1848

Los propósitos del Congreso de Viena de restablecer el absolutismo en Europa continental no se pudieron concretar ni siquiera a mediano plazo, debido a que dicha forma de gobierno había caducado como ideología política, en particular, para la clase burguesa. Además, las capas medias y, sobre todo, la clase trabajadora, en el marco de la expansión de la Revolución Industrial, tomarían cada vez mayor protagonismo en la búsqueda de la igualdad política y jurídica. Las revoluciones liberales de 1830 y de 1848, ambas iniciadas en Francia, se diferencian tanto por el alcance como por sus consecuencias políticas21.

La revolución de 1830 en Francia dio lugar a la eliminación definitiva del absolutismo que los borbones Luis XVIII y Carlos X habían tratado de mantener tras el Congreso de Viena, y significó el ascenso definitivo de la burguesía al poder. Se reconoció el ejercicio del poder de un monarca liberal, Luis Felipe de Orleáns, quien debía gobernar sobre la base de una monarquía parlamentaria. La representación política, como era de esperarse, se circunscribiría a la clase burguesa, es decir, con exclusión de las clases populares que habían apoyado la revolución, a través de la introducción del voto restringido. Como afirma Hobsbawm (2003): “La revolución de 1830 introdujo las constituciones moderadamente liberales […] antidemocráticas a la vez que antiaristocráticas en los principales estados de la Europa occidental” (p. 283).

Gráfico N° 8. El deseo de Francia22


Fuente: Bibliothèque nationale de France

La revolución de 1848 en Francia, por su parte, no buscó inicialmente cambiar la forma de gobierno, sino la inclusión de las capas medias bajas y populares al proyecto liberal mediante el sufragio (Hobsbawm, 2003). Aquí nos encontramos finalmente ante las demandas democráticas y la participación política, aunque limitada, de la clase obrera, como mencionamos, una nueva clase social surgida por la expansión de la industrialización. El alcance más significativo de esta revolución fue el establecimiento de una república con sufragio universal masculino23. Por primera vez el pueblo francés, en ejercicio de su soberanía, participaba en elecciones para votar por un representante de la nación. El presidente electo fue Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del famoso general de inicios del siglo xix (ver gráfico N° 8). Así, el hecho revolucionario radicó en que la legitimidad del poder ya no se basaría en el traspaso por herencia sino en la representación, esto es, en los resultados de una elección que ahora sería —o aspiraría a ser— democrática. No obstante, pronto la alianza entre las clases media y baja terminaría, de nuevo por temor a una mayor demanda de derechos políticos y económicos por parte de los sectores populares. Nos encontramos así en el umbral de los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo xix.

Reflexiones finales

En este primer capítulo dedicado a la historia política contemporánea se han examinado los orígenes del gobierno representativo a través de la revisión de los principios del liberalismo político que sostuvieron ideológicamente a las revoluciones liberales burguesas: la defensa de la propiedad privada y de las libertades individuales, la separación de poderes, la soberanía del pueblo y el sufragio restringido. De hecho, una de las principales consecuencias de las revoluciones burguesas —de las trece colonias, la francesa y la hispanoamericana— fue el camino hacia el constitucionalismo liberal que buscó resguardar dichos principios. En este contexto la democracia representativa todavía no era considerada la mejor forma de gobierno posible; prueba de ello fue la implementación del voto restringido en la mayor parte del mundo occidental. Sin embargo, se sentaron las bases ideológicas de lo que se espera para mejorar como sociedad, desde la perspectiva occidental, esto es, un conjunto de ciudadanos con una mayor ampliación de libertades individuales y la garantía de derechos fundamentales.

Ahora bien, pronto ciertos sectores de las sociedades occidentales marginados y excluidos del marco político y económico burgués —como los obreros y las mujeres— buscarían ser incluidos en ese proyecto de sociedad. Por ello, desde la segunda mitad del siglo xix, más precisamente en el marco de la industrialización y del avance del capitalismo como sistema económico predominante, dichos sectores marginados y excluidos demandaron derechos sociales, económicos y laborales. En capítulos siguientes se estudiarán, en esta línea, los contenidos políticos de los sistemas totalitarios —el fascismo, el nazismo y el estalinismo—, surgidos en el periodo de entreguerras mundiales del siglo xx, luego de los cuales se consolidó la ideología de la democracia representativa (y republicana) como antítesis de formas autoritarias o dictatoriales de gobierno, y se dio lugar al proceso de universalización de los derechos humanos. Hasta aquí se buscará reflexionar sobre las limitaciones y desafíos de las democracias en el mundo actual; esto es, por ejemplo, la agenda pendiente para la aplicación efectiva de los derechos humanos y la inclusión de las minorías de toda índole en este proyecto.

Referencias

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CAPÍTULO 2

La primera mitad del siglo XX

José S. Vásquez Mendoza

Introducción

A finales del siglo xix, en Europa Occidental se diseñaron e implementaron múltiples procesos históricos cuyo desarrollo —muchos de ellos, casi en simultáneo— transformó la política, economía y sociedad del Viejo Continente. El primero de los referidos fue la segunda etapa de la Revolución Industrial, en que la ayuda del capitalismo consolidado logró grandes avances tecnológicos, una gran aceleración en la producción y sobre todo la expansión del comercio internacional en la mayoría de continentes. Este nuevo periodo fue dirigido por Gran Bretaña, pero solo en los primeros años. Otras potencias, como Alemania e incluso Estados Unidos, acabarían preponderando en el comercio y la producción mundial (Hobsbawm, 1982, pp. 121-123) en las últimas décadas del siglo xix.

El auge económico fomentó la búsqueda de materias primas, mano obra y nuevos territorios a quienes vender su manufactura. Entonces, las potencias occidentales iniciaron —en paralelo a su expansión económica— una creciente intervención política en espacios no nacionales, proceso llamado imperialismo y que ve la luz con el reparto de territorios en Asia, África, Oceanía y algunos lugares de América, sin importar la destrucción de culturas o la división de pueblos originarios, o una agresiva —y, en ocasiones, indirecta— transculturización, con la excusa de llevar bienestar y civilización a los “nuevos” territorios. Un ejemplo es lo relatado por el historiador Norman Lowe, quien señala lo siguiente:

La mayor parte de África fue tomada por los Estados europeos en lo que se conoce como “la rebatiña de África”, que se basaba en la idea de controlar nuevos mercados y nuevas fuentes de materias primas. También se trataba de intervenir en el Imperio chino, que se derrumbaba; en diferentes momentos, las potencias europeas, los Estados Unidos y Japón forzaron a los indefensos chinos a otorgar concesiones comerciales (2012, p. 19).

Sin embargo, estos procesos también impactaron sobre la situación de trabajadores y obreros, los que, impregnados de nuevas filosofías que apuntaban a criticar su estatus social y sus condiciones de vida, se organizaban de manera gremial y política para denunciar las duras condiciones impuestas por el sistema industrial (jornadas de 14 a 16 horas diarias), el que no les permitía una forma de vida adecuada. Surgiría entonces una serie de conflictos sociales que trasuntaban demandas laborales, sociales y de ciudadanía que se prolongarían en las siguientes décadas.

Es entonces que la formación de los llamados Estados nación agrupó a diversos pueblos europeos en países, construyendo fuertes lazos nacionalistas, y atenuó la protesta social, debido a la necesidad de defenderse frente a cualquier amenaza extranjera. Es así que, tras las unificaciones de Alemania e Italia, la expansión del Imperio austrohúngaro y del de Rusia zarista, la consolidación de reinos como los de Gran Bretaña y la República Francesa se produjo junto con la conformación de bloques beligerantes que, aun sin declararse la guerra, se miraban con cierto recelo (Aróstegui, García, Gatell, Pafox & Risques, 2015, pp. 94-96). Es así como terminaba el siglo xix e iniciaba el xx, bajo la sombra amenazante de una posible gran conflagración bélica entre las potencias occidentales.

1 Breve explicación de la Primera Guerra Mundial

El inicio del siglo xx no encontró paños fríos para la situación ya referida y las tensiones entre las potencias europeas aumentaron. Las rivalidades comerciales y políticas llevaron a un clima de desconfianza entre las principales repúblicas y reinos, quienes iniciaron un aumento en la producción de armamento y el fortalecimiento de sus milicias, preparándose para un futuro conflicto y formando alianzas de mutua defensa con países que les eran afines. ¿El resultado? Dos grandes bloques dividieron Europa (Aróstegui et al., 2015, pp. 97-100):

 LA TRIPE ALIANZA: Alemania, Austria-Hungría e Italia

 LA TRIPLE ENTENTE: Gran Bretaña, Francia y Rusia

Gráfico N° 1. Sistemas de alianzas durante la Primera Guerra Mundial


Fuente: elaboración propia

Aunque en la primera década del siglo xx estas alianzas no se activaron, el Viejo Continente vivía una calma que puso a dudar a la mayoría de personas de la activación de un gran conflicto; por el contrario, la continuidad del progreso y el bienestar económico de sus naciones hicieron que a este breve periodo se le asigne la denominación de La Belle Époque (“La Bella Época”). Sin embargo, como esa extraña tranquilidad que precede a las tormentas, los chispazos arrancarían en el Imperio austrohúngaro bajo el dominio de Francisco José I, un anciano emperador absolutista que había sometido a diversos pueblos que reclamaban reformas —e incluso independencia—, negándoselas siempre e intentando canjearlas por normas que les brindasen cierta autonomía económica. Bosnia, una zona de los Balcanes, fue el último territorio anexado a los dominios austriacos, y mantuvo una gran resistencia a ser gobernada por foráneos. Desde afuera de sus fronteras, su vecina Serbia buscaba liberarla para poder continuar con su plan de unir a todos los pueblos eslavos de la península balcánica. Otro punto importante para entender los problemas de Austria-Hungría es conocer al sucesor del trono, el archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador, quien fue más abierto a las reformas, aunque sin ser del agrado del dignatario vienés y su corte.

Es precisamente este personaje quien será la figura epónima que dará inicio a la Primera Guerra Mundial, cuando, aquel fatídico 28 de junio de 1914 durante una visita (junto a su esposa Sofía Chotek) a Sarajevo (capital de Bosnia), fue víctima de dos atentados contra su vida, siendo el último de los intentos el que logró el magnicidio. El archiduque y su esposa murieron por disparos a manos del joven nacionalista bosnio Gavrilo Princip, conformante de un grupo radical que buscaba la liberación de su nación (Lowe, 2012, pp. 23-29).

Tras ser informados sobre los trágicos acontecimientos en los Balcanes, el Imperio austrohúngaro decidió enviar un ultimátum a los serbios, culpándolos del crimen y exigiendo las investigaciones y persecución de todos los criminales involucrados. El Gobierno serbio accedió a la mayoría de pedidos, aunque los austriacos asumieron que ello era una gran oportunidad para justificar una intervención militar y expandir sus dominios. Declararon la guerra a Serbia el 28 de julio de ese año. Los hechos relatados fueron el desencadenante de una guerra total como nunca el mundo hubiese visto hasta esa época, atizada por el sistema de alianzas que empezó a activarse: el Imperio ruso, apenas un día después, ordenó a sus tropas movilizarse en apoyo de Serbia. Alemania —por el tratado con los austriacos— declaró el 1 de agosto la guerra a Rusia y, dos días después, a Francia. Gran Bretaña —que estaba atenta a todo lo sucedido y observando la inminente invasión alemana de Francia— decidió enfrentar a los germanos el 4 de agosto de 1914.

Gráfico N° 2. Tanques británicos Mark V (1918)


Fuente: colecciones de los museos imperiales de guerra, para commons.wikipedia.org

El conflicto puede describirse a través de las dos maneras en que los bandos dispusieron sus ejércitos y recursos para afrontar la conflagración. La primera es llamada guerra de movimientos, planificada por las potencias centrales pero dirigida principalmente por los alemanes, quienes consideraron necesaria una guerra rápida debido a que peleaban en dos frentes (el occidental o francobritánico, y el oriental o ruso). Se buscaba que no se dilatase por mucho tiempo, temerosos de la posibilidad de dar chances a los aliados para poner en acción su poderío marino, que los aislaría y los conduciría a la derrota. Sin embargo, las fuerzas francesas, británicas y sus aliados lograron detener el avance de los alemanes y austriacos mediante la resistencia en las diversas líneas estratégicas, usando para ello una serie de fortificaciones cavadas en el suelo, conocidas con el nombre de trincheras (Lowe, 2012, pp. 37-45).

Este último plan fue más efectivo, pero significó el sacrificio de cientos de miles de soldados en ambos lados, producto de cargas masivas expuestas al fuego al salir de las mismas, o del propio hacinamiento experimentado por los soldados y su consecuente afectación a la salubridad, tal como describen Aróstegui et al.

La batalla de Verdún fue iniciada por los alemanes con el objetivo de romper el frente aliado. Pero los soldados franceses soportaron, durante más de cuatro meses, los embates de las tropas alemanas sin ceder un palmo de terreno. También los aliados intentaron una ofensiva en el Somme, pero no tuvieron éxito. En esas dos batallas, los aliados perdieron alrededor de un millón de soldados, y los alemanes, unos 800 000 (2015, p. 101).

Gráfico N° 3. Equipo de ametralladoras Vickers con máscaras de gas (1916)


Fuente: colecciones de los museos imperiales de guerra, para commons.wikipedia.org

Aunque la Primera Guerra Mundial fue principalmente una disputa geopolítica entre las principales potencias imperiales europeas, eso no supone que el enfrentamiento solo ocurriera en este continente: también se presentaron combates y desplazamientos de fuerzas en otros lugares donde tuvieron dominio, tales como África y Asia. Además, otros países como Estados Unidos de América (EUA) ingresaron bélicamente a la contienda en abril de 1917, debido a que difícilmente se podía ser neutral en un suceso en que estaba en juego el dominio mundial (Hobsbawm, 1982, pp. 32-34). Por esa razón, aunque desde 1914 los estadounidenses ofrecieron apoyo financiero y logístico al bando aliado, luego de haber recibido amenazas y ataques directos de los alemanes contra sus puertos y barcos mercantes tuvieron que optar por enviar tropas a la guerra, generando un desbalance de fuerzas que marcó la derrota de los llamados imperios centrales (Alemania y Austria-Hungría).

1.1 Consecuencias

El 11 de noviembre de 1918 se firmó el fin de la Gran Guerra (otra denominación de esta primera conflagración mundial). La victoria de los aliados significó una nueva composición de las potencias occidentales y una serie de consecuencias que demuestran lo dramático de las guerras. Así, uno de los efectos políticos de este conflicto (para el caso de los perdedores) fue la desaparición de algunos imperios, como el austrohúngaro, el Imperio otomano y el alemán, obligados a dividirse en otros países o a transformarse en repúblicas (Polonia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Yugoslavia, Austria y Hungría). Sin embargo, incluso los países europeos vencedores, como Gran Bretaña y Francia, perdieron su hegemonía en el mundo tras la crisis económica producida, como consecuencia de las enromes pérdidas humanas y la destrucción del aparato industrial local. En el caso de Italia, a pesar de estar en el bando de los ganadores, terminó muy endeudada y con una de sus mayores crisis económicas, propiciando el surgimiento de uno de los primeros Estados totalitarios con la asunción de los “camisas negras”. Rusia zarista vio su caída incluso antes del fin de la Gran Guerra, obligada por una revolución a retirarse, la que, tras la radicalización asumida por los bolcheviques, acabará con la dinastía de los zares para crear el primer Estado de corte comunista. El panorama revestido de convulsión en la vieja Europa le quitó su hegemonía, cediéndosela a otras potencias que se vieron beneficiadas al no haberse desarrollado el conflicto en sus territorios, principalmente Estados Unidos y Japón (Aróstegui et al., 2015, p. 106).

Otro de los efectos más impresionantes y fatídicos de la Primera Guerra Mundial fue la elevada cifra de muertos: más de ocho millones de personas, principalmente rusos, franceses y alemanes, sin contar los heridos, mutilados y niños huérfanos que debieron afrontar el desamparo. Un buen resumen de las trágicas estadísticas nos lo da Eric Hobsbawm (2011):

Los franceses perdieron el 20 por 100 de sus hombres en edad militar, y si se incluye a los prisioneros de guerra, los heridos y los inválidos permanentes y desfigurados —los guales cassés (caras partidas) que al acabar las hostilidades serían un vívido recuerdo de la guerra—, solo algo más de un tercio de los soldados franceses salieron indemnes del conflicto. Esa misma proporción se puede aplicar a los 5 millones de soldados británicos. Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de hombres que no habían cumplido los 30 años (Winter, 1986, p. 83). […] en las filas alemanas, el número de muertos fue mayor aun que en el ejército francés, aunque fue inferior la proporción de las bajas en el grupo de la edad militar, mucho más numeroso (el 13 por el 100). Incluso las pérdidas aparentemente modestas de los Estados Unidos (116 000, frente a 1,6 millones de franceses, casi 800 000 británicos y 1,8 millones de alemanes) ponen de relieve el carácter sanguinario del frente occidental (p. 34).

Pese a estas desgracias, el propio conflicto y su desenlace generaron cambios muy relevantes en lo social; por ejemplo, el papel de las mujeres y su accionar en la sociedad cambió cuando estas —y los Estados— debieron salir del mundo doméstico al laboral, jugando un papel muy importante en la producción fabril para sostener los esfuerzos de guerra (Aróstegui et al., 2015, pp. 107-108). Este suceso permitió mayores libertades y apoyo en pro de sus derechos civiles, tales como los encarnados por el movimiento sufragista.

Gráfico N° 4. Prisioneros de guerra alemanes en un campo de prisioneros de Francia (1917 y 1919)


Fuente: U. S. National Archives and Records Administration, para commons.wikipedia.org

1.2 Paz de Versalles

La Primera Guerra Mundial selló su final —formalmente— luego de la firma del Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919. En este documento se culpó a Alemania y a las otras potencias centrales de haber dado inicio al conflicto, por lo que debían reconocer todos los daños causados a los países afectados (léase, aliados). Entre los acuerdos más destacados de este tratado, Alemania debía perder territorios en Europa, tales como Alsacia y Lorena (viejo anhelo francés tras su derrota ante Prusia en 1870), además de todas sus colonias en África, y se la obligaba a reducir su ejército a 100 000 efectivos, incluyendo solo contar con 4000 oficiales, además de no disponer de artillería pesada, de submarinos ni de aviación. A ello se sumó la fuerte indemnización que se obligaba a pagar a los países vencedores, monto total de 6600 millones de libras esterlinas, suma estratosférica e impagable (Lowe, 2012, pp. 66-68). Por esa razón los germanos —aunque firmaron el documento— protestaron por estas duras condiciones descritas, que en la práctica fueron imposibles de cumplir, lo que desencadenó un nuevo conflicto de mayores dimensiones: la Segunda Guerra Mundial.

En este mismo documento se buscaba garantizar la paz mundial; por esa razón se creó la Sociedad de Naciones o Liga de las Naciones, primer intento por resolver los grandes conflictos en el siglo xx, y aunque, como veremos más adelante, no resolvió los problemas en las décadas siguientes, es el antecedente de un organismo de dimensiones mundiales y de mayor efecto. Nos referimos a la ONU.

2 Periodo de entreguerras

2.1 Occidente entre 1919 y 1939

Los veinte años posteriores a la Primera Guerra Mundial comprendieron una serie de acontecimientos que transformaron no solo a Occidente, sino al resto del planeta. Se erige Estados Unidos como la primera potencia del mundo, teniendo un crecimiento económico marcado por un superávit a partir de 1919, y que tendrá una estrepitosa caída tan solo diez años después, con el crac del 29 y la posterior gran depresión:

Las cotizaciones comenzaron a bajar, provocando un efecto en cadena que hizo incrementar todavía más el número de acciones a la venta. La desmesurada oferta comportó el desplome del valor de las acciones, lo cual provocó el llamado “jueves negro” (24 de octubre de 1929). Ese día, el pánico se apoderó de los inversores y 13 millones de títulos fueron puestos a la venta sin que encontrasen comprador (Aróstegui et al., 2015, p. 134).

Por otro lado, la creación de la Liga de las Naciones (10 de enero de 1920) buscaba mantener la paz en Europa a través de la seguridad colectiva de sus miembros; con ello se quería fomentar la cooperación internacional para la resolución de problemas económicos y sociales (Lowe, 2012, pp. 80-81). Sin embargo, fue una organización que solo en el papel parecía efectiva pues, si bien fue parte del esfuerzo multinacional por crear la Organización Mundial del Trabajo (OIT), en la práctica no logró impedir un conflicto de niveles mundiales. Gran Bretaña y Francia la lideraban, pero la renuencia de los Estados Unidos le restaba poder para exigir a otras potencias que, entre otras cosas, no invadieran otros países o que se generen discrepancias que pongan en peligro la paz mundial.

En paralelo, la propia Europa empezó su lenta reconstrucción y también los propios ladrillos para una próxima desgracia bélica. Y es que dentro de los países perdedores del conflicto se generaron graves crisis económicas, políticas y sociales que desencadenaron nuevas formaciones radicales, conocidas como Estados totalitarios; ello, principalmente en Italia y luego en Alemania. En la naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Joseph Stalin asumió el poder en el Partido Comunista Soviético, desarrollándose una dictadura sangrienta que logró convertir a este país-continente en una potencia industrial, donde las libertades se habían perdido en nombre de la ideología comunista bajo la pretensión de una igualdad social a cambio de sacrificar los derechos políticos y económicos de sus habitantes.

2.2 Definición de totalitarismo

Los derrotados en la Gran Guerra no solo tuvieron que afrontar un penoso tránsito que los devolviera a la normalidad en medio de los escombros y las nuevas disputas políticas de las ruinas de las monarquías y partidos que condujeron la conflagración. Tan solo una década después, la crisis económica producida por la Gran Depresión norteamericana generó una angustia que fue capaz de catalizar el descontento que abrió paso al establecimiento de regímenes dictatoriales que se aprovecharon de los débiles sistemas liberales parlamentarios y democráticos de sus países para construir aquello que se conoce hoy como Estados totalitarios. Esta configuración política, caracterizada por un sistema de poder centralizado en pos del control absoluto de la economía y la vida política local, no admitía ningún tipo de oposición al Gobierno y a los hombres que lo ejercen (Enciclopedia Universal, 2009, p. 15 043). Así, desde 1920, Hungría inició el establecimiento de dictaduras de este tipo; luego le siguió España, donde el general Primo de Rivera organizó un golpe de Estado en 1923; tres años después Polonia, Lituania y Portugal siguieron el mismo camino de ruptura democrática y, en los siguientes años, el modelo —que comenzaba a tener éxito en el campo económico y que exaltaba el orgullo nacionalista como cápsula frente al descontento social e individual anterior— continuó en diversos países europeos, como Austria (1933), Letonia y Estonia en 1934 (Aróstegui et al., 2015, p. 147).

En el proceso relatado, la construcción ideológica basada en un nacionalismo radical y militarizado se volvió en un elemento trascendente para el sostenimiento de este tipo de regímenes. En Italia, donde el Partido Nacional Fascista (PNF) liderado por Benito Mussolini ingresó al poder, estableció un gobierno de ultraderecha en 1922. En esa misma línea, Alemania tuvo su propio fascismo, dirigido por el austriaco Adolf Hitler (1933), quien, a través del Partido Nacionalsocialista (Partido Nazi), construyó un gobierno aún más radical que el establecido en Italia.

Para comprender cabalmente lo que es un Estado totalitario, se necesita conocer a la principal ideología que influyó (sin contar a la URSS) en los más importantes gobiernos dictatoriales que se generaron: el fascismo. Este cuerpo doctrinal de origen italiano fue “la suma de diversas tendencias como el nacionalismo, el sindicalismo, disidentes del socialismo e inmovilismo social de los grandes industriales siderúrgicos de la clase media y el desaliento de excombatientes” (Enciclopedia Universal, 2009, p. 5952). Todo eso generó un pesimismo generalizado que buscaba solucionar los problemas de sus naciones a través de la “mano dura” y de proclamas de dirigentes populistas. Así, podemos describir como principales características de esta corriente de pensamiento político las siguientes:

1 Líder carismático y mesiánico. Pues se necesitaba un hombre capaz de generar emociones y sentimientos nacionalistas, que “venía a salvar a los pueblos de sus desgracias”, y representaba el poder y el Estado. En Italia se le conoció como duce y en Alemania como führer; en ambos casos, la etimología significaba “gran líder”.

2 Nacionalismo radical. Sustentado en la “gloria de los ancestros”, como los romanos para los italianos. También en el darwinismo social fue empleado como elemento discursivo para poder justificar la supremacía racial y política sobre cualquier otro grupo humano. Entonces, se puede inferir que el nacionalismo generado no se basaba en la razón (al contrario de sus más connotados filósofos), sino en fanatismo del pasado y fenotipo idealizante, aunado a la fe ciega de sus seguidores hacia el máximo líder (culto a la personalidad).

3 El Estado estaba primero, incluso sobre los derechos y libertades de los individuos que lo conformaban. Por ello se rechazaron la democracia, el liberalismo, la separación de poderes, el parlamentarismo y cualquier forma de oposición al Estado.

4 Los militares son vistos como imagen de orden, disciplina y la fuerza de la nación. Así, la violencia ejercida por ellos se considera legítima, y la guerra como un instrumento de progreso para enfrentar y civilizar a otros pueblos.

2.3 Ascenso de los principales Estados fascistas

Como dijimos líneas antes, hubo naciones que perdieron o no recibieron algún beneficio luego de terminado el conflicto. Tal fue el caso de Italia, que, a pesar de cambiarse al bando de los aliados, no recibió grandes beneficios; por el contrario, ingresó a una serie de conflictos sociales, económicos y políticos que la envolvieron en el caos y el desgobierno. Algunas de las claves para desencadenar este proceso fueron las siguientes: primero, el movimiento obrero italiano ocupó la mayoría de las fábricas en el norte del país, causando diversas paralizaciones y huelgas. Por otro lado, en la zona rural los campesinos se organizaron para tomar las tierras de los grandes propietarios, lo que hacía pensar a los terratenientes que se estaba formando una revolución muy similar a la bolchevique en Rusia, generando con ello el pánico en la burguesía local, quienes reclamaron una rápida intervención del Estado.

En el aspecto político, el país tampoco pasaba su mejor momento. La monarquía constitucional gobernante no conseguía estabilidad debido a la fragmentación política y, por consiguiente, los periodos de mando eran cortos. Entre 1919 y 1922 llegaron al poder hasta cinco gobiernos distintos que no lograron solucionar rápidamente los numerosos problemas que aquejaban al país (Aróstegui et al., 2015, p. 150). A todo lo ya descrito se suman los movimientos nacionalistas llenos de resentimiento por los territorios perdidos durante la guerra y la posguerra, quienes reclamaban al Estado un conjunto de acciones rápidas para recupéralos. Entre esos movimientos destaca el Partido Nacional Fascista, creado en 1921 por Benito Mussolini (un ex militante socialista) y que, bajo ideas ultranacionalistas, empezó a combatir a los comunistas. Tal acción le ayudó a sumar el apoyo de la burguesía del centro y norte itálico, militares e incluso obreros. Con el transcurrir de semanas y meses, el fascismo se convirtió en un movimiento fuerte con personalidad propia. Según Aróstegui et al. para 1922 el número de camaradas afiliados pudo llegar a 7 000 000 (2015, p. 151) y se les identificaba por usar camisas negras y el saludo alzando el brazo derecho al estilo romano; además, se les asociaba con un discurso férreo y proclive a la defensa de la nación, la propiedad privada, y un proyecto expansionista para ampliar los dominios del Estado italiano.

La primera demostración de poder del Partido Fascista fue durante la huelga de trabajadores de 1922. En ese contexto, los fascistas amenazaron al Gobierno a que, si no era capaz de detener el conflicto, ellos se organizarían en cuadrillas para impedirlo. La advertencia se cumplió, logrando evitar el avance de los huelguistas y que los servicios de correos, trenes y autobuses funcionasen con total normalidad. Sin embargo, en otras regiones del país (principalmente en el norte), las movilizaciones de obreros y trabajadores continuaron aplicando sus medidas de fuerza, lo que provocó en octubre de aquel año un nuevo comunicado de los fascistas al Estado: esta vez anunciaron que, si no lograban [el gobierno] acabar con los conflictos sociales, ellos tomarían el poder caminando hacia la capital. Este suceso sería conocido a partir de aquella fecha como la marcha sobre Roma. Fue entonces que miles de los llamados camisas negras llegaron hasta el centro del país y empezaron a tomar los principales edificios de gobierno. El primer ministro, Luigi Facta, intentó desalojarlos proclamando un Estado de excepción el 28 de octubre, pero el rey Víctor Manuel III se negó a firmar el decreto, por lo que Facta renunció; en su lugar, el rey puso a Benito Mussolini.

Fue así como el fascismo empezó a tomar el poder político en Italia, fuerza que no hubieran conseguido sin respaldo del monarca y los militares, lo que terminó de concretarse durante 1924 cuando es asesinado el diputado socialista Giacomo Matteotti, político que denunció a las camisas negras por los sistemáticos asesinatos y el fraude electoral que le dio la victoria al Partido Fascista. Frente a esos hechos, Mussolini decidió tomar el control total del país, convirtiéndose en un dictador a partir de 1925.

Una vez con el poder, Mussolini (llamado Il Duce por sus partidarios) emprendió una serie de reformas que lo hicieron cada vez más poderoso, como la de 1926 (Ley Rocco), que prohibía la legalidad de partidos políticos y sindicatos que no fuesen vinculados al órgano partidario fascista. En 1928 limitó las funciones del Parlamento, supeditándolo a su órgano partidario: el Gran Consejo Fascista. Tan solo un año después (1929), restableció las relaciones con la Iglesia católica a través del Pacto de Letrán, la cual le daba al Vaticano soberanía e independencia a cambio de apoyar al régimen fascista. Bajo la excusa nacionalista se logró militarizar el país y se inició un proceso de expansión territorial que empezó a calentar los motores para una guerra de dimensiones mundiales y de catástrofes nunca antes vistas.

Gráfico N° 5. Benito Mussolini en un caballo (1929)


Fuente: Archivos Federales Alemanes, para commons.wikipedia.org

En el mismo periodo y tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, el Imperio alemán se convirtió en la República Democrática de Weimar (1918), siendo obligada a firmar las duras condiciones del Tratado de Versalles. Este evento la sumió en una profunda crisis económica de la que pareció no tener salida. Por esa razón se produjeron diversos conflictos entre los grupos políticos, principalmente comunistas y nacionalistas radicales que no estaban conformes con el sistema republicano. Así, uno de los movimientos golpistas de mayor trascendencia fue el organizado en Múnich por el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), que luego fue llamado simplemente Partido Nazi, teniendo como líderes a Rudolf Hess y a Adolf Hitler, quienes fueron atrapados y juzgados cuando el Putsch de Múnich (golpe de Estado) fracasó. El joven Hitler fue condenado a seis meses de prisión, tiempo que usó para escribir su principal obra ideológica, Mein Kampf (Mi lucha). Concluida la reclusión, su liderazgo en el partido creció y solo desde allí fue llamado Führer (el gran líder), formó milicias propias conocidas como Sturmabteilung o “sección de asalto” (llamadas SA) y la tristemente célebre Schutzstaffel o “escuadrones de protección” (SS para los cinéfilos), y siguió aumentando sus seguidores con un discurso ultranacionalista hasta 1929, año de la gran crisis estadounidense que arrastró al resto del mundo capitalista, justo cuando Alemania estaba en proceso de recuperación. Ello generó un duro golpe a su economía, haciendo crecer el malestar en la población y aumentando el número de afiliados y simpatizantes al Partido Nazi, lo que ocasionó una mayor división en el país respecto de los sectores socialdemócratas, centristas y monárquico-nacionalistas.

Gráfico N° 6. Hitler saluda a los nazis marchando en Weimar (1930)


Fuente: Archivos Federales Alemanes, para commons.wikipedia.org

En las elecciones parlamentarias germanas de noviembre de 1932 (la tercera en ese año), los resultados dieron al Partido Nazi unos 196 diputados, mientras que otro grupo radical en obtener una importante votación fue el Partido Comunista, con 100 elegidos. La publicación de esas cifras generó mayor polarización, lo que causó preocupación entre los militares y conservadores, que prefirieron establecer un acuerdo con Hitler para su nombramiento como canciller en un gobierno de coalición (1933); sin embargo, a pesar de que se pretendía seguir bajo la vía democrática, Hitler, conociendo el ejemplo italiano, buscaba formar un Estado autoritario. Así, con ayuda [ingenua o no] del presidente Hindenburg, disolvió el Parlamento y convocó a nuevas elecciones, plagadas de fraude y represión; a pesar de ello, no logró la mayoría deseada y tuvo que aliarse con los diputados del centro católico (Partido Zentrum), con quienes consiguió los votos necesarios para tener plenos poderes y promulgar leyes sin necesidad de debates.

Un año más tarde, en agosto de 1934 y tras la muerte del presidente Hindenburg, Hitler acumuló las funciones de canciller y presidente, suceso que es aprovechado para denominarse führer y canciller del nuevo Reich (tercer Imperio alemán). Con ello quedaba establecido el segundo Estado totalitario europeo, aquel que persiguió a los enemigos y opositores de su régimen, incluyendo a todos aquellos grupos que fueran considerados perjudiciales o con características “inferiores” a la raza aria. Los militares vuelven a tener gran poder, iniciándose el rearme, contradiciendo el Tratado de Versalles.

3 La Segunda Guerra Mundial (1939-1945)

3.1 Antecedentes

Como ya se ha descrito, la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial estaba inmersa en unos continuos cambios y conflictos económicos, políticos y sociales. Sin embargo, fue la permanente tensión en el continente lo que se constituye como su principal característica. Y es que, a pesar de la existencia de un organismo que velaba por la paz (la Sociedad de las Naciones), antes de 1939 se desarrollaron varios hechos militares que empezaron a demostrar que no se había aprendido nada de la tragedia de la Gran Guerra. El primero de ellos —aunque no sucedió en Occidente— fue la invasión de Japón al territorio chino de Manchuria (1931). China pidió la intervención de la Liga de Naciones, la que intentó resolver el conflicto condenando el accionar nipón y pidiendo el retiro del lugar para ser administrados por ellos. A pesar de la presión, los japoneses no obedecieron y decidieron abandonar la Liga, “cuyo prestigio se deterioró, pero todavía sin consecuencias fatales” (Lowe, 2012, pp. 88-89).

El otro acontecimiento importante —y de mayor trascendencia— fue la invasión italiana a Abisinia (actual Etiopía) entre octubre de 1935 y principios de mayo de 1936. La Sociedad de Naciones protestó contra este suceso, pero Benito Mussolini hizo caso omiso y continuó tomando dicho territorio. La Liga sancionó económicamente a Italia, pero fueron tan moderados que los italianos no la tomaron en serio; esto a raíz de que Francia y Gran Bretaña intentaron no propiciar una alianza en Hitler y Mussolini —hecho que finalmente sucedió— y que terminase por desencadenar una serie de expansiones germanas en los siguientes años (Lowe, 2012, p. 90). El escenario ya estaba preparado para el segundo gran conflicto del siglo xx, que a todas luces quiso ser impedido por franceses e ingleses, pero cuyas estrategias de evitar una condena frontal hacia sus adversarios facilitaron el avance de italianos y alemanes, quienes se excusaban del irrespeto al derecho internacional, manifestando hacer el trabajo de detener la expansión comunista en Europa Central y Occidental.

3.2 Breve explicación del conflicto

Las razones del desarrollo del nuevo conflicto, conocido como la Segunda Guerra Mundial, son múltiples; varios factores que discurrieron paralelos y entrecruzados, propiciando con ello el enfrentamiento entre las potencias sobrevivientes de la Gran Guerra. Por ello, esbozamos una explicación breve sobre algunas causas del conflicto, su detonante y su desarrollo:

 En primer lugar, debemos mencionar al Tratado de Versalles como uno de los factores de la guerra: documento impuesto a los países perdedores que los obligaba a pagar indemnizaciones leoninas, a recortar sus territorios y a reducir sus ejércitos. Los condenaba a una profunda crisis, lo que propició el resentimiento y la búsqueda de venganza, principalmente en el pueblo y en los políticos alemanes.

 La debilidad de las democracias europeas permitió que surjan regímenes autoritarios en Italia y Alemania (entre los más destacados). Además, el limitado poder de la Liga de las Naciones no pudo impedir el desarrollo de conflictos y el inicio de la guerra, ya que Francia y Gran Bretaña —quienes dirigían principalmente el organismo— propusieron una política de no intervención para no afectar a sus países, que aún estaban en proceso de recomposición después de la Primera Guerra Mundial y los efectos de la crisis económica de Estados Unidos de 1929.

 El expansionismo de las llamadas “Potencias del Eje” (empezando por la invasión japonesa de China en 1931, la toma de Abisinia por Italia en 1935) y la política alemana de crecimiento territorial —llamada espacio vital o lebensraum—, que inició la toma de territorios cercanos al país bávaro en 1935, generaron un ambiente tenso en el mundo que dio pie a una carrera armamentista que encendió nuevamente los motores de la industria militar.

 La formación de alianzas que implicó la división del mundo, empezando con la unión de las Potencias del Eje, luego de la Guerra Civil Española (1936-1939), pues este conflicto produjo la unión entre Hitler y Mussolini, ya que ambos apoyaron a militares españoles que enfrentaron a la Segunda República y empoderaron a Francisco Franco. En octubre de 1936 se consolidó el pacto Roma-Berlín y, un mes después, Japón firmaba con Alemania un acuerdo similar (Pacto Antikomintern) para luchar contra el avance de la URSS, al que luego se sumaron Italia, Hungría y España, consolidándose un grupo que buscaba someter a los aliados y tomar el poder en el mundo. En cuanto al bloque aliado, estuvo formado por parte de los que participaron en la Gran Guerra (Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos), a los que se sumaron la URSS y otros países que se fueron agregando según avanzó el conflicto.

 Alemania nazi es, sin duda alguna, el principal causante de la Segunda Guerra Mundial, la instalación del III Reich, el ultranacionalismo, la búsqueda de venganza por la derrota de 1918 y la imposición del Tratado de Versalles. El ascenso al poder de Adolf Hitler (pasando por las purgas en la “noche de los cuchillos largos”) y la ejecución de sus planes expansionistas a través de la anexión de territorios y la recuperación de algunos otros donde se encontraban germanoparlantes (anschluss). Así, en marzo de 1938 ocuparon Austria y en setiembre se tomó la zona de los Sudetes (territorio de la actual República Checa, ex-Checoslovaquia), hecho que causó la preocupación de algunas potencias europeas. Por esta razón, Hitler convocó a Francia, Gran Bretaña e Italia a la Conferencia de Múnich, acordándose la ocupación alemana de los Sudetes a cambio del compromiso de no volver a tomar más territorios checos. Sin embargo, el pacto no fue respetado, porque en marzo de 1939 Hitler volvió a expandir sus dominios en territorios de Checoslovaquia.

El comienzo de la guerra finalmente tuvo como detonante la obstinación de Hitler en continuar sus planes expansionistas: ahora deseaba tomar el corredor polaco de Danzig, sabiendo que conllevaría a la reacción inmediata de Francia y Gran Bretaña, por ello se le ocurrió dialogar con quien era su enemigo, Josep Stalin (URSS). Ambos acordaron un pacto de no agresión en agosto de 1939, llamado Ribbentrop-Mólotov, y por el cual secretamente se dividían Polonia, mientras Alemania les permitiría a los comunistas tomar el control de Finlandia, Letonia, Estonia y Lituania (Aróstegui et al. 2015, p. 166). Una vez sellado el pacto, Hitler decidió construir una vía ferroviaria en la ciudad de Danzig, para poder conectar Alemania con Prusia; el Gobierno de Polonia se negó y tras ello se inició la invasión nazi a tierras polacas el 1 de setiembre de 1939. De forma casi inmediata e inevitable, Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra al Estado alemán, y por tal razón se inició la Segunda Guerra Mundial.

Gráfico N° 7. Invasión a Polonia (1939)


Fuente: colección de impresiones de la Segunda Guerra Mundial de Marek Tuszyński, para commons.wikipedia.org

La conflagración tuvo como principal característica “la guerra relámpago”, que los alemanes llamaron blitzkrieg, estrategia innovadora que aprovechaba el factor sorpresa y la rapidez en la ejecución de las operaciones. Para cumplir con tal cometido, una combinación de tanques y fuerza aérea que bombardeaba continuamente hasta derrotar al enemigo asestaba una contundencia inusitada al ataque. Esta estrategia fue aplicada contra Polonia y sus siguientes objetivos: Dinamarca y Noruega, conquistadas velozmente a inicios de 1940. Por otro lado, en Gran Bretaña hubo cambios políticos. El primer ministro Chamberlain (que intentó evitar la guerra) renunció, y su lugar lo tomó Winston Churchill, quien formó un gobierno de unidad para vencer a las fuerzas del Eje. Por su lado, los alemanes siguieron su avance y esta vez su objetivo fueron los Países Bajos y Bélgica en mayo de 1940, para luego tomar por sorpresa a Francia (todavía confiada en la invulnerabilidad de la línea Maginot) y, sin poder evitar la caída de París y otras regiones, apenas dejando una porción “tutelada” por el III Reich, conocida como la “Francia de Vichy”.

En ese mismo año Hitler tomó la decisión de invadir las islas del Reino Unido de Gran Bretaña. Para ello, diseñó un ataque aéreo —que incluyó a objetivos civiles— que bombardeó duramente esos territorios; sin embargo, los aviones ingleses lograron repeler el ataque en una defensa que sería conocida para la posteridad como “la batalla de Inglaterra”. De igual manera ocurrió con el intento germano de invadir el archipiélago por vía marítima, ya que las fuerzas conjuntas de británicos y estadounidenses lograron bloquear su avance. Este acontecimiento dio inicio a una serie de fracasos por el lado del Eje; así, luego de una conquista alemana del norte de África (1941), las fuerzas aliadas lograron detener y vencer a los germanos en El Alamein en mayo de 1943. En tanto, en el frente oriental Hitler quiso seguir expandiendo su poderío. Primero tomó Grecia y, tras ella, los Balcanes (21 de abril de 1941), pero su objetivo principal fue conquistar la URSS a través de la Operación Barbarroja, traicionando con esto el pacto de no agresión entre ambos países, y forzando el ingreso de los soviéticos a la guerra del lado de los aliados, aun cuando estos fueran sus enemigos ideológicos. Los nazis pensaron que podían vencer rápidamente, pero no contaron con la gran resistencia del Ejército Rojo, que, durante tres largos años y con ayuda del intenso invierno eslavo, logró la derrota de los alemanes en este frente (febrero de 1943) en célebres batallas, como Stalingrado y Kursk.

Los Estados Unidos ingresaron oficialmente a la guerra el 7 de diciembre de 1941. Luego del ataque sorpresa de los japoneses a su flota del Pacífico en Pearl Harbour, el presidente estadounidense F. Roosevelt le declaró la guerra al Imperio del Japón, mientras que las fuerzas niponas se expandían por toda Asia tomando los territorios de Hong Kong, Singapur, Malasia, Birmania, Indonesia y Filipinas. Los Estados Unidos se preparaban para la venganza usando todas sus fuerzas y logrando detener el avance (Midway) e iniciar el camino de la derrota japonesa a inicios de 1943.

Gráfico N° 8. Ataque japonés a la base de Pearl Harbour (1941)


Fuente: Administración Nacional de Archivos y Registros de Estados Unidos, para commons.wikipedia.org

Como se ha descrito, si bien las fuerzas del Eje durante los primeros dos años obtuvieron victorias importantes, estas no fueron sostenidas debido a sus malas decisiones militares, pero sobre todo por el ingreso al conflicto de la URSS y de los Estados Unidos al bloque aliado, lo cual puso la balanza a favor de ese sector y brindó el triunfo que cambiaría la configuración del mundo moderno.

3.3 El Holocausto

El Diccionario de la Real Academia Española (2018) define holocausto como “gran matanza de seres humanos”. Es precisamente eso lo que sucedió con determinada población civil durante la Segunda Guerra Mundial, ya que los países invadidos por el régimen nazi e incorporados a su dominio sufrieron explotación y un sistema de esclavismo contra toda persona que no fuera considerada alemana. Así, se pensó usarlos como mano de obra para la industria germana, pasando de tener 300 000 a tener 5 300 000 trabajadores extranjeros al servicio del Reich, lo cual aceleró la producción y grandes beneficios económicos, ya que era mano de obra gratuita, manejada bajo el terror de la violencia, la tortura y la muerte.

Los encargados de organizar ese sistema de explotación fueron la policía de investigación (Gestapo) y el escuadrón de protección conocido como las SS, quienes seleccionaron a los que debían ir a las fábricas o ser llevados a los campos de concentración por ser considerados peligrosos, inferiores o despreciables para su régimen. En esos grupos estaban negros, comunistas, gitanos, homosexuales, polacos, soviéticos y, principalmente, judíos, a quienes se les consideraba una “raza inferior y traidora” a la que se acusó de haber favorecido la derrota de Alemania durante la Primera Guerra Mundial.

Los campos de concentración ya existían antes del conflicto (incluso existieron en Estados Unidos y el Perú24), pero fue durante la guerra que tuvieron mayor relevancia. Uno de estos centros execrables más relevantes fue Auschwitz-Birkenau (actual Polonia). En este lugar de exterminio se usaron cámaras de gas y crematorios. Se calcula que se llegó a asesinar a unas 10 000 personas diarias tras decidirse en 1942 la llamada solución final. Esta política buscó la destrucción total del pueblo judío (Lowe, 2012, pp. 198-202). Las cifras son realmente dramáticas: sin contar a los demás grupos prisioneros, se calcula que se exterminó a más de seis millones de judíos (Aróstegui et al., 2015, pp. 174-175) durante todo el conflicto. Realmente una verdadera tragedia, algo que nunca se debería repetir.

3.4 Fin de la guerra

El fin de la Segunda Guerra Mundial debe ser entendido a partir de un conjunto de circunstancias que jugaron a favor de los aliados; primero, los errores estratégicos militares del Eje, tales como la invasión a la URSS o el ataque sorpresa de los japoneses a la flota de los norteamericanos en el Pacífico. Ello generó la participación directa de los soviéticos y de Estados Unidos, inclinando la balanza a favor de los aliados, quienes buscaron venganza y terminar con la guerra lo más pronto posible. Para ello, dejaron de lado sus diferencias ideológicas, luchando juntos militares capitalistas y comunistas, porque tenían un enemigo común más peligroso que los quería derrotar y someter.

Gráfico N° 9. Prisioneros liberados en el campo de concentración de Mauthausen, en Austria (1945)


Fuente: Departamento de Defensa de los Estados Unidos, para commons.wikipedia.org

Otro factor importante fueron los ataques aéreos de las principales ciudades alemanas, y el uso de una nueva arma letal para conseguir el rendimiento de Japón, la bomba atómica, que fue autorizada por el nuevo presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, quien el 6 y el 9 de agosto de 1945 ordenó se lancen sobre Hiroshima y Nagasaki, lo que hizo desaparecer prácticamente esas ciudades. Con ello se consiguió semanas después que el Imperio japonés reconozca su derrota, y con ese anuncio se puso fin a un conflicto de seis años que dejó a buena parte del mundo devastado.

Gráfico N° 10. Templo de Nagasaki (1945)


Fuente: Wayback Machine, para commons.wikipedia.org

3.5 Consecuencias

La principal consecuencia del conflicto fue demográfica: el término de la contienda arrojó cifras realmente impresionantes. Según Low (2012), se calcula que casi 40 millones de personas murieron, de las cuales más de la mitad eran rusos; seis millones, polacos; cuatro millones, alemanes; dos millones, chinos; y dos millones, japoneses, sin contar las víctimas en Gran Bretaña y los Estados Unidos, cantidad bastante inferior a las mencionadas (p. 202). Esas cifras también incluyen a la población civil, que, según algunos investigadores, pudo llegar al 22% del total, sumando 35 millones de heridos y 21 millones sin hogar y que tuvieron que migrar (Aróstegui et al., 2015, p. 176), principalmente hacia América.

El conflicto mostró lo brutal que puede comportarse el ser humano; los campos de concentración asesinando gente, las bombas atómicas y las violaciones a todas las mujeres alemanas durante la toma de Berlín por parte del Ejército Rojo son muestra de lo terrible de las guerras. Sin embargo, los países vencedores promovieron la creación de un tribunal que defendió un nuevo concepto de derecho internacional: el de los crímenes contra la humanidad. En ese contexto se instalaron el tribunal y los juicios de Núremberg (a partir del 20 de noviembre de 1945) para juzgar a los principales líderes nazis que ordenaron las torturas y matanza de judíos.

La Segunda Guerra Mundial también dejó la necesidad de crear un organismo que realmente pueda evitar y resolver los conflictos entre países, ya que la Sociedad de Naciones no lo había logrado. Por esa razón, en la Conferencia de San Francisco se creó el 25 de junio de 1945 la Organización de las Naciones Unidas (ONU), organismo al cual se adhirieron originalmente unos 51 Estados, incluyendo a todas las potencias del mundo; sin embargo, pasadas casi ocho décadas desde su creación, no ha logrado evitar diversos conflictos que se han desarrollado durante la segunda mitad del siglo xx.

En cuanto a lo económico, la mayoría de las ciudades europeas estaban destruidas, principalmente las orientales; el costo de la guerra fue cuantioso y en los países perdedores la miseria era total. El contexto ayudará a fortalecer a dos superpotencias, quienes emergerán para competir ideológica, militar y geopolíticamente: Estados Unidos y la URSS, protagonistas de una nueva etapa de la historia contemporánea, conocida como la Guerra Fría.

Reflexiones finales

En el capítulo se ha explicado cómo la primera mitad del siglo xx estuvo marcada por una serie de acontecimientos violentos que generaron destrucción y muerte en gran parte de los continentes, principalmente en Europa y Asia. También se pudo comprender que su desencadenamiento fue provocado por la ambición de las potencias occidentales, quienes desarrollaron una sociedad industrializada capitalista, que necesitaba constantemente producir, y que para lograr sus objetivos no dudó en explotar a sus trabajadores o invadir territorios que no les pertenecían en el afán de conseguir nuevos mercados, así como recursos naturales y mano de obra barata (imperialismo). Esas acciones generaron movimientos sociales en busca de mejores condiciones laborales y derechos civiles que parecía que podían iniciar la explosión de una gran revolución de trabajadores, muy similar a la descrita por Karl Marx. Sin embargo, el inicio de la Primera Guerra Mundial detuvo esos avances, debido a la ideología nacionalista que logró reunir a las masas para enrolarse en una guerra de donde obtendrían muy pocos beneficios.

La Gran Guerra, si bien detuvo una revolución total en la Europa capitalista, no impidió que se desarrolle, en paralelo, un gran conflicto social en un Estado conservador como el ruso, donde el zar se negó a realizar cambios estructurales y, por lo tanto, generó las condiciones para la conformación del primer país comunista del mundo, la URSS. Por otro lado, el fin de la Primera Guerra Mundial provocó cambios en el mapa europeo, donde desaparecieron los imperios perdedores y se conformaron nuevos países. Además, a través del Tratado de Versalles se castigó duramente al pueblo alemán, quien empezó a construir en su imaginario la necesidad de vengarse de los países que lo sometieron y lo llevaron a una de sus mayores crisis.

El porqué del presente

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