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LAS GAFAS DE NADAR

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Cuando era chico, uno de los pasatiempos con los que más disfrutaba junto a mi hermano consistía en sentarnos en un banco de la calle y jugar a adivinar a qué se dedicaba la gente que pasaba por delante. Procedíamos de la siguiente manera: primero, nos poníamos de acuerdo en escoger a alguien. Nunca elegíamos a personas muy mayores o a chavales como nosotros. Tampoco a personas cuyas ocupaciones eran obvias, como transportistas, barrenderos o carteros. A menudo, uno u otro descartaba el objetivo propuesto por razones un tanto borrosas: acaso porque no nos inspiraban nada. Cuando habíamos acordado el personaje a escudriñar, nos quedábamos callados mientras lo seguíamos con nuestra atenta mirada. Al rato, comenzaban nuestros pronósticos. Discutíamos sobre la manera de vestir, sobre las prisas en el caminar, sobre el modo en que fumaba o se peinaba, sobre la calidad del maletín o el bolso, sobre la actitud que expresaba la mirada, cosas así. Nos sentíamos como detectives. A menudo, el uno felicitaba al otro por la sorpresa de algún argumento inesperado, pero también había veces que nos burlábamos de ideas que nos parecían una solemne tontería.

Este es oficinista del Banesto, tiene tres hijas y veranea en Salou. Esta es profesora, está divorciada y hace mucho deporte. Este es tonto y le duele la espalda. Esta es muy guapa y debe de ser importante. Este era el tipo de dictámenes. Nos parecía que un andar lento era síntoma de desidia o desdén; que sostener el bolso en el interior del codo, a diferencia de sostenerlo con la mano, era un indicio de poder y dinero; que los bajos de un pantalón sin dobladillo eran propios de un currante de obra; que llevar gafas de sol por la tarde era un signo de estupidez. Cuando los dos coincidíamos en el diagnóstico, chocábamos las palmas de las manos, como hacen en los partidos de baloncesto.

Un día decidimos ir un poco más allá. Quisimos comprobar si realmente acertábamos. Seguiríamos a la persona escogida para ver si podíamos certificar su ocupación o estatus. Seleccionamos a una señora que iba acompañada de sus hijos, una niña y un niño algo más pequeños que nosotros, de unos ocho o nueve años. La señora iba bien arreglada y parecía ajetreada. Iría con traje chaqueta y tacones, y con un pañuelo anudado al cuello. Recuerdo que la elegimos porque era el tipo de persona que no se veía a menudo por el barrio. Nuestro veredicto había sido que trabajaba de abogada o en algo así, y que en ese momento tenía que llevar a los niños a algún sitio, quizá a la piscina, porque llevaban unas mochilas a la espalda y la piscina no estaba lejos. Empezamos a seguirlos a una distancia que mi hermano calificó de «prudencial», yo creo que para darse aires. Mientras los teníamos enfrente, fuimos añadiendo detalles a nuestra pesquisa. Probablemente eran felices, dijimos, porque mamá siempre decía que una casa, para ser del todo feliz, debía tener la parejita. Nosotros no teníamos hermana. También descubrimos que la señora caminaba un metro o dos por delante de los niños, lo que me indujo a pensar que quizá tenía demasiada prisa o acaso era una mala madre. Mi hermano dijo que no, que los niños parecían un poco bordes y que acaso la madre pasaba de ellos.

Los semáforos suponían un problema. No sabíamos qué hacer. Nos veíamos ridículos parándonos a unos metros de ellos. Mi hermano dijo que parecíamos delincuentes a la espera de pegar un palo. Ni siquiera podíamos disimular haciendo ver que nos atábamos los zapatos, porque calzábamos bambas sin cordones, como era preceptivo entonces. Llevaríamos ya unas cuantas calles cuando la niña se giró y nos miró. Nos detuvimos en seco. Vimos que le decía algo a su hermano a la oreja. Este también se giró. Luego, se adelantó para tomar la mano de su madre y le contó algo. La señora se volvió y enseguida nos encontró con la mirada. Hizo un gesto a sus hijos de que se quedaran donde estaban y se dirigió a nosotros. Estábamos paralizados. Yo, que he sido siempre más cobarde que mi hermano pequeño, di un paso atrás, con ademán de huir. «¿Qué queréis, mocosos?», nos preguntó con un tono burlón, sin enojo. «Nada», dije yo. Entonces, mi brother le preguntó con un hilillo de voz: «¿Es usted abogada o algo así?». Ella frunció el ceño, miró a los lados como buscando algo, incluso más allá, como al final de la calle, como al horizonte, y dijo: «¿Os conozco?, ¿cómo sabéis eso?». Salimos corriendo, a toda pastilla. Mi hermano, desde entonces, siempre que tiene oportunidad, dice que lo más importante es explorar la relación oculta de las cosas. Antes de doblar la primera esquina, mi hermano se paró de nuevo y les gritó: «¿Vais a la piscina?». Y la cría, metiendo la mano en la mochila, sacó unas gafas de nadar que nos enseñó moviéndolas como una bandera.

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