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LA LITERATURA DE LOS DIOSES

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No señor, usted no es capitalista

UN ATARDECER DE OTOÑO de 2008 o 2009 tuve una conversación en un estacionamiento con uno de los guardianes del campus de la universidad en Pennsylvania en la que trabajaba. El señor, un hombre en sus sesenta a quien siempre aprecié y creo que él me apreciaba igual, con una seguridad que se la envidio, me dijo: “Yo pienso así porque soy capitalista”.

Agotado por una larga jornada le dije, sin pensar que no era el momento ni el lugar: “No, señor, usted no es capitalista. Usted es un trabajador asalariado. Usted no es capitalista, sólo tiene fe en el capitalismo, como tiene fe en Jesús; pero de la misma forma en que usted no es Jesús, tampoco es capitalista”.

La trampa de las palabras

LAS PALABRAS VELAN Y REVELAN, cubren y descubren. Las palabras curan y las palabras matan. Cuando no se piensa en las palabras, ese instrumento insustituible del pensamiento humano, otros lo hacen por nosotros y le dicen a cada una lo que deben decir. Entonces, las palabras se vuelven esclavas de los de arriba y esclavizan a los de abajo. Entonces, las palabras engañan y tratan de pensar por uno mismo.

Dentro de cada palabra hay una multitud de significados, muchas veces contradictorios, pero siempre triunfa uno de ellos a conveniencia del poder social de turno, y así cada palabra impone una idea, una forma de pensar y, finalmente, una realidad que se convierte en indiscutible hasta que alguien vuelve a pensar en las palabras con otras palabras.

Por ejemplo, los ideoléxicos tolerancia, libertad, americano, éxito, fracaso, violencia y todas sus combinaciones posibles en combos convenientes.

Por ejemplo, se afirma que los críticos que luchan por los derechos iguales de los diferentes y son antiimperialistas o antibélicos son contradictorios porque se oponen a una guerra contra Irán mientras en Irán ponen a los homosexuales en la cárcel o los condenan a muerte. En cambio, nosotros, los salvadores del mundo, sí respetamos los derechos de los homosexuales (cuando nos conviene; por no recordar que en el siglo pasado el FBI los investigaba, los perseguía y perdían sus trabajos), lo que nos da el derecho de bombardear e invadir países que no lo hacen (excepto si son nuestros aliados, como Arabia Saudí). Luego les decimos qué hacer, nos quedamos con sus recursos e imponemos el imperio de la libertad en ese país y en todos los países que lo rodean. Y a eso le llamamos coherencia.

Theodore Roosevelt, premio Nobel de la paz, decía que la invasión de Filipinas, donde los marines mataban negros por deporte, en realidad era por humanidad, y también decía que “la paz llega con la guerra”. Ciento veinte años más tarde, otro presidente, Donald Trump, bombardea a un ejército enemigo “para evitar la guerra”. Cuando Irán responde con el bombardeo de dos de sus bases en Irak y su escudo antimisiles resulta inefectivo, dice que “el enemigo se está retirando”. La voz del poder no necesita pruebas y las pruebas en contra, por evidentes que sean, son mudas.

Cada tanto, como en Azizabad y en tantos otros lugares, decenas de niños en algún país lejano mueren bajo las bombas inteligentes (a veces 60, a veces 90 de un solo golpe) y la acción se la reporta como un éxito porque un supuesto terrorista se cuenta entre las pocas víctimas y la gente decente que en los paises libres vive en paz gracias a dichas acciones de humanidad y coraje, los echa inmediatamente al olvido. Solo nuestros muertos son verdaderos porque duelen.

Entonces algunos pacifistas reaccionamos contra todo tipo de violencia. Y está bien. Pero cuando no diseccionamos como se debe esa simple palabra (no mencionemos el resto de la narrativa), volvemos a caer en la trampa semántica. Porque no es lo mismo la violencia del colonizador que la del colonizado, la violencia del opresor que la del oprimido. La violencia del invasor se la llama defensa propia y a la violencia del invadido se la llama terrorismo.

Y así un largo etcétera, tan largo como cualquier diccionario de cualquier lengua.

Cambia el lenguaje y cambiarás el mundo

WASHINGTON DC. 7 DE JUNIO DE 1844. Al día siguiente de la inesperada derrota de Martin Van Buren a manos de James Polk en la interna del partido Demócrata, el Congreso estadounidense desestima la anexión de Texas por 16 votos a favor y 36 en contra. Ha vencido la sensatez, se dice en los pasillos. La prensa asegura que el candidato del partido Whig, Henry Clay, más ambiguo con el tema de Texas y la esclavitud, “sólo tiene que caminar hacia la Casa Blanca”.

Pero James Polk huele una estrategia que dará vuelta todos los debates sobre Texas y la esclavitud que dominan la política ese año. En lugar de seguir discutiendo sobre la anexión, comienza a hablar de re-anexión de Texas. Polk no es un hombre religioso, pero su esposa Sarah lo ha obligado a presentarse como devoto. Más importante que eso: Polk es parte de una cultura de la fe donde más importante que la evidencia es lo que uno cree, y si lo que uno cree contradice la evidencia más clara, más mérito tiene el que cree. ¿Un río no se puede parir en dos? Pues, solo se parte para quienes cierran los ojos y creen que se puede partir a fuerza de creer. La palabra religiosa no tiene ningún compromiso con la realidad y también en política valen más que los hechos, por lo cual la batalla más importante es la batalla dialéctica. Las palabras crean el pasado y fuerzan el futuro. Las palabras crean la realidad como Dios creó el mundo a partir del verbo. A pesar de su desinterés por Dios, aparte de sus propias ambiciones y su escasa preparación, estos son todos los instrumentos intelectuales desde los cuales el presidente Polk y sus gobernados ven la realidad.

La idea de comenzar a hablar de re-anexión de Texas como siempre, no es suya, sino del senador de Mississippi Robert J. Walker. Según el senador, Texas ya estaba incluida en la compra de Luisiana. Luisiana había sido comprada al imperio francés porque el gigante territorio poblado de millones de indios no valía un cobre comparado con la pequeña colonia de Haití. Como siempre, las naciones indígenas no fueron invitadas a la negociación de Luisiana, pero tampoco el imperio español, por lo que difícilmente Texas hubiese estado incluido en el contrato de venta con los franceses. De hecho, luego de cerrado el negocio con Napoleón Bonaparte en 1804, los límites de estos territorios habían sido definidos y pactados con extrema claridad por el tratado Adams-Onís, firmado por el presidente John Quincy Adams y el representante del imperio español en 1819. Este tratado definía el río Sabine, futuro límite entre los estados de Luisiana y Texas, como el límite de los territorios adquiridos a Francia. Por entonces, España se había demorado en firmar el tratado, por lo cual el 14 de mayo de 1820 Thomas Jefferson le escribió al presidente James Monroe: “no puedo lamentarme de que España no haya firmado el acuerdo, ya que creo que un día Texas será uno de los estados más ricos de nuestra Unión”.1 Dos años después, España y Estados Unidos firmaron el acuerdo que fijaba el río Sabine como límite entre ambos imperios. En Washington decidieron aceptar los límites “por el momento”, ya que consideraban que Texas y Cuba debían ser anexados a la Unión. El 12 de enero de 1828, en la ciudad de México, México y Estados Unidos ratificaron por escrito los acuerdos limítrofes del tratado Adams- Onís. El 5 de abril de 1932, en Washington, los mismos países firmaron esta ratificación. El artículo segundo establecía en detalle los límites y sus coordenadas entre ambas naciones. Entre otros ríos, se mencionan el río Sabine, el río Roxo (Rojo) y el río Arkansas. Por si todos esto no fuese suficiente, se mencionó el mapa publicado en Filadelfia en 1818 como referencia.

Cuando Andrew Jackson se convirtió en presidente en 1829, instruyó a su secretario de Estado, Van Buren, para negociar la compra de Texas o, en caso contrario, correr la frontera reconocida por el tratado de 1819 llamando río Sabina al río Nueces. Ahora su discípulo y heredero, el presidente Polk, va más allá y confunde el río Nueces con el río Grande y olvida tratados firmados recientemente, como un pastor interpreta mandamientos bíblicos con mucha imaginación y en honor a la libertad. Todo por una causa altruista. Polk y sus promotores anuncian que ha llegado el momento de “expandir la libertad a otros territorios”. En la mira también están California, Oregón, Canadá, Cuba…

En el Norte, los políticos y aficionados se entretienen en las discusiones sobre el problema de la inmigración. Los nuevos no son bienvenidos. La mayoría son irlandeses y, a todas luces, su raza es defectuosa: sus pelos color cobre, sus mujeres feas que parecen rubias, pero no lo son. Los restaurantes anuncian “Ni perros ni irlandeses”. Los diarios ofrecen trabajo de cocineros a los negros pero no a los irlandeses, porque son sucios. Más sucios que los negros. Para colmo, casi todos son católicos, lo que demuestra que no saben leer inglés correctamente, que es el idioma de la Biblia. Hasta las mujeres de la raza bonita comienzan a organizarse por sus derechos. Los sindicatos de obreros se hacen fuertes. Desde su exilio en Londres, Karl Marx publica durante diez años una columna en el New York Tribune contra el imperialismo británico y la esclavitud americana y elogia la nueva cultura obrera de Estados Unidos. Pero todavía no hay comunistas. Tardarán casi un siglo en llegar a las tierras de los negros y de los salvajes para proveer de otras buenas excusas a los elegidos de Dios.

La guerra dialéctica entre esclavistas y antiesclavistas se intensifica en las elecciones más importantes de la historia de Estados Unidos. En la convención del partido Demócrata, los expansionistas observan que, si bien los cheroquis eran cristianos que sabían leer y escribir y algunos hasta habían aprendido a mantener algunos esclavos negros, era su raza lo que los hacía salvajes. Los diarios se burlan de su candidato a la presidencia. Se burlan también de su vice, Dallas. El New York Herald dice que nunca en la historia del país hubo un candidato más ridículo, falto de toda preparación y habilidad para el máximo cargo, que el señor James Polk. “¿Acaso los demócratas se han vuelto locos?” se preguntan, y aseguran que el triunfo de Henry Clay está por lo menos asegurado.

Por supuesto, la imaginación del poderoso pasará, una vez más, por encima de cualquier ley o cualquier acuerdo. El tratado Adams-Onís no valdrá el papel en el que está escrito y Texas será anexada en base a mejores interpretaciones. Medio siglo más tarde, el mismo tratado renacerá en una Corte para defender a sus violadores. En 1896, Texas, para entonces otro estado de la Unión, litigará en la Suprema Corte contra Oklahoma por la posesión del condado de Greer. Su defensa se centrará en el reconocimiento del tratado Adams-Onís firmado por Washington y Madrid en 1821 y ratificado con México en 1832, pocos años antes de haber sido ignorado para correr la frontera nacional desde el río Sabines al rio Nueces, primero, y hasta el río Grande después. Como Texas es un estado del país de las leyes, citará palabra por palabra el mismo tratado que medio siglo atrás Austin, Houston, Polk y el resto de Washington habían violado por medios diplomáticos, primero, y por la guerra después.

¿Por qué los grandes medios son de derecha?

MONTEVIDEO, URUGUAY 27 DE JUNIO DE 1973. Con la oposición de la marina, el presidente electo Juan María Bordaberry y otro ejército latinoamericano deciden salvar la libertad, la democracia, la patria y el honor contra la influencia extranjera. Para eso debe suprimir las libertades individuales, el parlamento, los derechos humanos y permitir que el plan de Washington se lleve a cabo al mismo tiempo que se culpa a alguien más (en este caso, los Tupamaros) de la necesaria dictadura. Como otros casos en América latina, la campaña electoral de Bordaberry había sido en parte financiada por la dictadura brasileña, otra hija de la desestabilización programada del gobierno de Washington que terminó con el gobierno progresista de João Goulart en 1964 y la instalación de otra dictadura militar y la creación de los Escuadrones de la muerte.

El agente de la CIA asignado a Uruguay en 1964, Philip Franklin Agee, se encuentra en Londres escribiendo sus memorias, de donde será expulsado, no por sus operaciones encubiertas sino por sus revelaciones. Durante la década anterior, escribe Agee, los grandes medios en Uruguay, como en otros países latinoamericanos, estaban inoculados. Con un presupuesto de un millón de dólares anuales (equivalente a más de ocho millones para el año 2020) y siguiendo los lineamientos de Mockingbird Operation (Operación Sinsonte) cada día se plantaban “dos o tres artículos de propaganda” en diarios como El País, La Mañana y El Día. Los artículos eran pasados como editoriales sin firmas, lo cual aumentaba la idea de realidad objetiva y luego eran, previsiblemente, citados por otros medios. En abril de 1964, recuerda Agee, la CIA había plantado un artículo de media página en el diario colorado La Mañana firmado por Hada Rosete, representante del Consejo revolucionario cubano, en el cual había hecho circular la idea de la presencia de armas rusas y cubanas en el hemisferio para apoyar a grupos subversivos en Venezuela, Honduras, Perú, Colombia, Argentina, Panamá y Bolivia, operación supuestamente dirigida a muy larga distancia por las embajadas soviéticas y cubanas en México, Buenos Aires y Montevideo, las tres únicas embajadas soviéticas existentes en el continente durante los años cincuenta. El artículo había sido escrito por los agentes Gerald O’Grady y Brooks Reed. Otros artículos publicados en los principales diarios del país habían sido escritos en Nueva York por el cubano Guillermo Martínez Márquez, editor de la Sociedad Interamericana de Prensa.

Estas son prácticas comunes en el continente y más allá. En 1976 la Comisión Otis Pike de la Cámara baja y la comisión Church del Senado de Estados Unidos reproducirán uno de los informes de la CIA fechado en octubre de 1970 sobre su actividad sistemática de plantar editoriales y proveer información falsa o conveniente en los medios locales para influir o reparar una intervención. En sus propias conclusiones, la comisión Church revelará el “uso sistemático de la prensa, de las radios, del cine, de panfletos, de posters, de correo directo” por parte de la CIA. En el caso del programado golpe de Estado en Chile, a semanas de la asunción de Salvador Allende: “San Pablo, Tegucigalpa, Lima, Montevideo, Bogotá, Ciudad de México reportan que se continúa reproduciendo el material sobre el tema Chile. Incluso algunas partes se han reproducido en el New York Times y en el Washington Post. Los esfuerzos de propaganda continúan dando resultados satisfactorios en la cobertura de noticias según nuestros lineamientos…” Las memorias de agentes de la CIA, como las de Howard Hunt publicadas en 2007, reconocerán estas prácticas y sumarán otras, puestas en duda por la misma comisión Church del senado que lo investigó treinta años antes. El 26 de diciembre de 1977 el New York Times publicará una investigación con otros nombres de medios involucrados en esta operación millonaria de desinformación, entre ellos Avance, El Mundo, Prensa Libre, Bohemia, El Diario de las Américas y The Caracas Daily Journal, aparte de múltiples programas de radio por toda la región y agencias de noticias como EPS y Agenda Orbe Latino American. Diversos agentes de la CIA también operan encubiertos o con permiso en agencias de noticias como Reuters, The Associated Press y United Press International. En algunos casos, como Combate, ni siquiera sus editores sabían del origen de la financiación. Nueve años atrás, un desconocido profesor de Harvard llamado Henry Kissinger, sobreviviente de la persecución nazi en Alemania, había resumido toda la filosofía imperialista con su clásico cinismo: “Existen dos tipos de realistas: aquellos que manipulan los hechos y aquellos que los crean; Occidente necesita hombres capaces de crear su propia realidad”.

Radios como La Voz de la Liberación fueron creadas de la nada para el golpe de Estado en Guatemala en 1954, pero la práctica más común por sus costos y, sobre todo, por su credibilidad fue la inoculación de medios establecidos y con algún prestigio. La televisión y algunas radios de Uruguay también habían caído en esta red, pero se prefería a los diarios porque eran el espacio ideal para introducir ideas e información política que luego sería repetida por los otros medios. En el tranquilo país del extremo Sur, la CIA, que también había trabajado con funcionarios, policías y políticos, había encontrado dificultades en la universidad y en las organizaciones populares. Diferente a su anterior experiencia en otros países del continente, había reconocido el agente Agee, Uruguay era más difícil de corromper con dinero debido a su alto desarrollo social y económico y a una fuerte educación que procedía de los tiempos de José Batlle y Ordóñez a principios de siglo. Por esta razón, en lugar de infiltrar grupos de izquierda y organizaciones universitarias como la FEUU, habían decidido trabajar más a nivel de la educación secundaria, esperanzados de que estos estudiantes más jóvenes un día serían universitarios.2 También habían invertido en la promoción de “sindicatos libres” alternativos y en políticos mediáticos y ruralistas como Benito “Chicotazo” Nardone (luego presidente por un año) los cuales también eran canales para la narrativa y las políticas de la CIA.3 Durante la Guerra Fría la estrategia era subsidiar los grandes medios de prensa latinoamericanos con dinero secreto o a través del pago de publicidad. Durante la Era de Internet la estrategia será posicionarlos en las autopistas más transitadas de Internet, en manos de las compañías estadounidenses con frecuentes conexiones con Washington. Como lo demostrarán diversos estudios de instituciones como la American Institute for Behavioral Research and Technology, para 2015 las grandes compañías habrán invertido 20 mil millones de dólares anuales sólo en forzar la búsqueda de información para privilegiar una opción política sobre otra.

El plan resultó según lo previsto. No sólo se estableció una dictadura por once años en uno de los países más democráticos de América Latina, sino que, además, como en cualquier otro país al sur del río Grande, se inoculó la idea de que la barbarie militarista no era un ataque sino una defensa contra las injerencias extranjeras. Por las generaciones por venir, una considerable proporción de la población y de los políticos continuará justificando la dictadura militar y culpando de sus violaciones de los derechos humanos a un grupo guerrillero llamado Tupamaros, surgido en los años sesenta y desarmado mucho antes del golpe de Estado. El argumento de que un país puede suprimir los derechos humanos para luchar contra quienes desean destruir los derechos humanos seguirá siendo un éxito casi absoluto de la propaganda organizada en Washington desde el siglo XIX. La idea de que los grandes medios de prensa y los ejércitos latinoamericanos defienden el honor y las injerencias extranjeras, también.

Los negacionistas funcionales (muchos de ellos educados en estos grandes medios de manipulación) se encargarán de descalificar a Agee por haber desertado de la CIA y no mencionarán que sus revelaciones no fueron negadas por otros agentes y directores de esa agencia, sino lo contrario. Diferentes confesiones de agentes que se mantuvieron fieles a su misión hasta sus últimos días reconocerán y confirmarán estas prácticas sin ninguna comezón de conciencia.

La CIA opera en cada país desde dentro de compañías aéreas, mineras y de servicios de limpieza (en mucha de las cuales es accionista) hasta sindicatos y centros de educación. Pero los medios de información y entretenimiento siempre han sido un área de extrema sensibilidad y utilidad. Los medios son los principales creadores de opinión y de sensibilidades y, como lo reconoció Edward Bernays mucho antes de que se inventara la CIA, la mejor forma de administrar una democracia es decirle a la gente lo que deben pensar. Como lo practicó innumerables veces el mismo Bernays cuando fue contratado por Washington para vender un golpe de Estado o por una empresa privada para vender tocino, la Opinión pública es un producto, algo que se fabrica y se vende como cualquier otro producto. Sólo hay que hacer que otros digan y repitan lo que nosotros queremos que se diga y se repita sin que nunca se sepa su verdadero origen. “Sobre todo cuando la gente no tiene ni idea de dónde procede realmente una mentira”.

Por las décadas y por las generaciones por venir, los grandes medios de prensa dominantes y creadores de opinión pública en casi todo el mundo serán conservadores, de derecha. Como parte de la misma lógica, serán acusados de ser liberales, de izquierda.

En sus manuales, la CIA y del National Security Council (“A Plan for National Psychological Warfare” del 10 de julio de 1950) compartían un consenso que les habían robado al propagandista Edward Bernays: la forma más efectiva de propaganda “es aquella en la cual el sujeto se mueve en la dirección deseada por las razones que él cree que proceden de su propia libertad”.

En Argentina, la decepción de los peronistas por el nuevo peronismo de derecha y la actividad subversiva (nacida bajo la dictadura de Onganía en los 60) habían alcanzado niveles de nerviosismo nacional y sirvieron para una nueva excusa de las fuerzas de represión. Pocos meses antes de las elecciones de 1976, con una violencia paramilitar de la extrema derecha actuando a su antojo, los militares decidirán dar un nuevo golpe de Estado y evitar el triunfo del ala izquierda del peronismo, representado por Héctor Cámpora, candidato favorito para esas elecciones.

En Uruguay, el golpe de Estado de 1973 tampoco tuvo como objetivo derrotar a los tupamaros que ya habían sido derrotados. Había que eliminar la amenaza de una opción popular por la fuerza de los votos. En Chile, el golpe de Estado no fue posible antes del triunfo de Allende, sino después. Esta fue la diferencia.

Años después, las elites en el poder político y social no se cansarán de repetir que, de no haber sido por los grupos rebeldes de izquierda como los Tupamaros, las dictaduras militares nunca hubiesen existido. Esta fabricación se convertirá en un dogma. Como los traumas de las dictaduras, sobrevivirá en las generaciones por venir.

Escritores, libros, editoriales, reseñas mercenarias

WASHINGTON DC. 26 DE ABRIL DE 1976. El senado de Estados Unidos publica el informe final de las investigaciones de la Comisión Church sobre abusos de la Agencia de Seguridad Nacional y de la CIA, desde el planeamiento de golpes de estado y asesinatos de líderes de países extranjeros hasta el seguimiento de disidentes nacionales y la introducción planificada de propaganda ideológica en los ámbitos de la cultura, la academia, los medios de comunicación, las agencias noticiosas, sindicatos y grupos religiosos. Cualquier grupo u organización con cierto prestigio social ha sido infiltrada con el propósito de crear opinión pública a favor o en contra de algo o de alguien o, simplemente, para evitar que algo o alguien cobre alguna relevancia social y se hunda en la oscuridad y en el ostracismo. Cuando en 1963 la CIA supo antes que nadie que Pablo Neruda era un fuerte candidato al premio Nobel de Literatura de 1964, comenzó de inmediato una campaña de desprestigio, inoculando los medios y apuntando a los lectores de izquierda con el rumor de que en 1940 León Trotsky había sido asesinado, con la complicidad del poeta chileno.4 Neruda, García Márquez, Eduardo Galeano y muchos otros estaban en la lista de visitantes prohibidos de Washington, pero como los otros, en 1966 Neruda había logrado realizar una gira por Estados Unidos, no sólo debido a los reclamos de Arthur Miller y otros intelectuales estadounidenses sino porque no convenía a la imagen del gobierno hacer pública la prohibición de nombres respetados en tantos países. La CIA y el FBI no le perdieron pisada, siempre a la búsqueda de algún dato comprometedor, como la afición por las mujeres de Martin Luther King y la nunca descubierta debilidad de John Lennon. Cuando el premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias (otro feroz crítico de la guerra de Vietnam y el imperialismo estadounidense) fue propuesto para la presidencia del PEN de Nueva York, la CIA presionó para que Miller obtenga el puesto. Esta vez tuvo éxito, pero los fracasos de sus éxitos se irán acumulando a largo plazo.

La CIA y otras fundaciones indirectas invirtieron montañas de dólares, como ninguna otra organización en el planeta podría hacerlo, y usaron la poderosa red de inteligencia de Washington para promover “el arte por el arte” y neutralizar la ola latinoamericana del “autor comprometido”, pero una vez que se dan cuenta que la ola era más grande que el surfista, sobre todo porque los interminables golpes de Estados auspiciados por Washington habían tenido terminado por promocionar a sus autores rebeldes, hubo un cambio de estrategia. Se recurrió a la negociación donde una de las partes cede un poco de su terreno para incluir a su adversario en terreno propio. Es decir, la misma CIA, con sus propios agentes y espías, como Howard Hunt, y a través de sus fundaciones satélites, como el Congress for Cultural Freedom, comenzaron a publicar al mismo Neruda y a García Márquez en medios culturales que, en su mayoría, iban en contra de las ideas radicales de los estos escritores. Los involucrados en estas manipulaciones culturales, como Howard Hunt, no le llaman ni propaganda ni ideología sino “defensa del país” y “propagación de los valores estadounidenses”.

Ahora, a un par de años del escándalo de Watergate que terminó con la renuncia del presidente Nixon, una parte menor de estas actividades secretas son reveladas en Washington. De ahora en más las conspiraciones y las manipulaciones serán más herméticas y sofisticadas. En base a las leyes y al derecho vigentes, Frederick Schwarz Jr., asistente del senador Frank Church de Idaho que encabeza esta comisión, solicita más información a la NSA y su director, considerando que su área de acción no es Estados Unidos, le responde que “la Constitución no se aplica a la NSA”. Aunque lleva el título de Final, es un informe y una investigación de quince meses que se queda corta por varias leguas. Aunque valiente en su contexto, no deja de revelar los problemas de su cultura y de la ideología dominante (desparramada por los servicios de propaganda de la CIA en coordinación con los diarios dominantes de América Latina) como cuando considera que las relaciones internacionales del presidente Salvador Allende con algún país socialista o comunista podrían ser atenuantes de una intervención extranjera.

El escándalo, que será silenciado por otros ruidos y olvidado rápidamente por una mayoría suficiente de la población, había comenzado menos de dos años antes cuando, el 22 de diciembre de 1974, en su primera página, el New York Times había publicado información filtrada que, por algún tiempo, se intentará negar acudiendo a la acusación de “teoría conspiratoria”. El diario había acusado a la administración Nixon de usar a la CIA para acosar a los disidentes estadounidenses que protestaban contra la guerra de Vietnam y otros movimientos pacifistas. La CIA, afirmaba el artículo, había creado al menos diez mil archivos sobre ciudadanos pacifistas, sospechosos de no ser estadounidenses de verdad o poco patriotas.

En su interpelación a varios agentes, el senador Frank Church había acusado a la CIA de pagar a periodistas, escritores, académicos y a otros cientos de medios de prensa para propagar propaganda alrededor del mundo. La CIA no acepta entregar una lista de nombres, pero el poderoso agente Howard Hunt, con extensa experiencia en América Latina, no niega ninguna de las acusaciones.5 Por el contrario, las confirma y reivindica como “actos de patriotismo”. Una de las prácticas más comunes consiste en financiar en diferentes países la traducción o la publicación en su idioma original de miles de libros afines, sobre todo de “comunistas arrepentidos” o de escritores “no comprometidos”, funcionales a la causa de Washington. Otro recurso, según el agente Hunt y administrador por un tiempo de los millones de dólares que se destinaban a este tipo de cultura, consistía en amplificar el alcance de las reseñas de críticos reconocidos que eran favorables a los libros promocionados por la Agencia o, de lo contrario, de lograr reseñas negativas de libros no deseados.

En Estados Unidos, el proyecto para la profusa intervención ideológica en los medios de prensa había sido establecido mucho tiempo atrás, en 1948, por el Consejo de Seguridad Nacional, conocido más tarde como Mockingbird Operation, en honor al pájaro que imita el canto de otros. En América Latina tomó el nombre náhuatl de Sinsonte, el pájaro de los cuatrocientos cantos, por el cual la CIA plantaba editoriales y noticias ficticias en los diarios más importantes del continente, sobre todo cuando estaba a punto de perpetuar una invasión, un golpe de estado o simplemente necesitaba una votación favorable en la OEA. Algunas veces esta creación de opinión pública era realizada a través de cientos de escribas a sueldo, por mercenarios zafrales o facilitando con información secreta el trabajo a escritores y periodistas que trabajaban de forma honoraria, con mayor convicción y alguna necesidad de promocionar sus carreras. En otros casos iba precedido del necesario cultivo de la amistad de los dueños de los principales medios que frecuentaban fiestas y reuniones caras donde nunca falta un agente de la CIA o de la Embajada cumpliendo con su trabajo de Relaciones Públicas. Agustín Edwards Eastman, dueño de El Mercurio en Chile e instigador del golpe contra Allende en Santiago y en la Casa Blanca, es sólo uno de los casos más conocidos que también incluyen dueños o directores de radios, canales de televisión, revistas y todo medio creador de opinión.6

Aunque se trata de la agencia de inteligencia más estricta, disciplinada y poderosa del mundo, la CIA tuvo múltiples fracasos y no pocos fiascos. Pero siempre fue extremadamente creativa y sus ideas nunca carecieron del apoyo de millones de dólares de Washington. Cuando fue destinado a Uruguay en 1957, sus agentes solían usar enormes grabadoras que recibían por correo diplomático las que se descomponen cada semana y, luego de un tiempo, las arrojaban a la bahía de Montevideo para no levantar sospechas. Como jefe de operaciones de la CIA en México durante los años 50, Hunt había logrado empapelar las calles de la ciudad de México con posters alentando el sentimiento de la población contra políticas específicas del gobierno, las que lograba asociándose con la amenaza comunista. Como lo había demostrado Edward Bernays años antes, todo debía ser hecho en nombre de terceros, y éstos debían ser individuos o grupos con prestigio social. Los posters estaban firmados por organizaciones creíbles que sin darse cuenta se prestaban para la maniobra. Según reconoce Hunt en sus memorias de 2007 “estos posters, atribuidos a una respetable institución, tenían una enorme influencia entre la población”.

Para el derrocamiento Jacobo Árbenz en Guatemala veinte años atrás, los recursos de la CIA fueron múltiples, pero uno de ellos, invento del agente David Phillips en Chile, fue las caceroleadas, luego convertidas, paradójicamente, en símbolos de resistencia de la izquierda latinoamericana. En sus orígenes, la CIA los había promovido las caceroleadas en las “amas de casa” contra la “influencia comunista” que menguaba los recursos en las cocinas del subcontinente. En Asia, la CIA prefería financiar películas pro-Washington, pero en América latina la cultura escrita tenía más peso. Lo mismo los grafitis. Al menos como campaña planificada, la primera vez fue organizada por la CIA: 32 muros y autobuses son pintados en Guatemala contra Árbenz, acusándolo de comunista. Como corresponde, y como dicta el manual de conspiraciones reales, cada nueva innovación debe ser atribuida al adversario. En otros países los estudiantes serán acusados de responder a una ideología infiltrada desde el exterior. Para redondear, los estudiantes de secundaria (según la CIA en Uruguay, los estudiantes universitarios estaban perdidos; tenían demasiada conciencia ideológica, por lo que eran imposible de manipular y se recomendaba invertir en los estudiantes de secundaria) pegan carteles en las puertas de aquellos que apoyaban a Árbenz con la advertencia: “AQUÍ VIVE UN COMUNISTA”.

Cuando un representante del Partido Comunista de México visitó Pekín, Hunt, que también es un novelista prolífico, inventa una historia en la cual el enviado mexicano denigra a sus propios compatriotas. Con orgullo por un trabajo de inteligencia perfecto, recordará que se la envió a Washington, donde un equipo técnico la tradujo al mandarín y copió la tipografía usada por un diario en China. Cuando Hunt recibió las copias falsas, se las pasó a los periodistas mexicanos con los que había trabajado una relación de amistad y la historia fue traducida al español y publicada. Cuando el viajero afectado protestó (Hunt no revelará su nombre), una investigación independiente demostró que la tipografía del diario filtrado en México y la usada por el original en China eran las mismas.

En México, Hunt reclutó políticos, estudiantes y sacerdotes para su gran misión de derrocar al presidente democrático de Guatemala, Jacobo Árbenz, al que nunca dejó de llamar dictador. Diferente a la batalla financiera y política, la batalla cultural siempre fue ganada por la izquierda, tanto en Estados Unidos como en América latina, motivo por el cual se inoculó la idea de que la intelectualidad en el mundo había sido infestada por el marxismo. Paradójicamente, los principales agentes perturbadores del libre proceso de debate y pensamiento a través del dinero y la manipulación de los servicios de inteligencia fueron los de Washington y la CIA. Hunt financiaba a estudiantes mexicanos favorables a su ideología, los que lograba enviar a Guatemala para amplificar la narrativa y el miedo al comunismo.

La CIA no sólo invertía en artículos para crear opinión directa en los principales medios de comunicación del continente sino, incluso, en arte abstracto. En Estados Unidos, el Congress for Cultural Freedom (Congreso por la Libertad de la Cultura), con presencia en decenas de países, fue ideado y financiado por la Agencia, preocupada porque no sólo los científicos y los escritores tenían inclinaciones hacia la izquierda sino también los artistas plásticos.7 En el caso de revistas culturales como la Partisan Review fundada en Nueva York por el Partido Comunista de Estados Unidos en 1934, a partir de los años 50 fue inoculada por la CIA, la que la financió por las décadas siguientes. Al mismo tiempo, las derechas estadounidense y latinoamericana se esforzarán por propagar la idea de que la cultura había sido infiltrada por el marxismo mucho antes que esta corriente tuviese alguna relevancia en las universidades latinoamericanas y estadounidenses.

Por esta época, aparte de los programas de radio para los trabajadores rurales, aparte de las editoriales de los diarios de gran circulación para la clase obrera y de los pequeños empresarios urbanos, las revistas culturales tienen un peso abrumador (algo que nunca recuperarán) en la creación de opinión de la clase culta, rebelde o dirigente, un grupo minoritario pero con una relevancia que no existe en Estados Unidos. La CIA lo sabe y sabe dónde invertir sus excedentes presupuestales. Diferentes publicaciones latinoamericanas como Amaru de Lima, Eco de Bogotá o Combate, fundada por el ex presidente de Costa Rica José Figueres, fueron financiadas por la Agencia a través de terceros, como fundaciones fachadas, muchas veces sin el conocimiento de sus propios directores. La revista Mundo Nuevo, fundada en París por el reconocido crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, fue financiada por la CIA.8 Los principales autores del Boom latinoamericano como Octavio Paz, Carlos Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, y los del Boom alternativo, como los cubanos Cabrera Infante y Severo Sarduy, publicaron y fueron promocionados por esta influyente publicación internacional. Con manifiesto disgusto, Rodríguez Monegal renunció a su dirección cuando una investigación del New York Times reveló esta nueva manipulación de Washington. En el número 14 de Mundo Nuevo publicado en agosto de 1967, Rodríguez Monegal (antagónico, en el archi célebre semanario Marcha de Montevideo, de otros dos respetados críticos del continente, el cubano Fernández Retamar y el uruguayo Ángel Rama) publicó un alegato algo tibio y exculpatorio contra la CIA y el estalinismo en un largo artículo titulado “La CIA y los intelectuales”. Su afirmación de que “no formamos parte de la propaganda de nadie” seguramente fue honesta, pero no la verdad. Seguramente se trató de otra víctima de otro complot. Las estrategias de engaño verosímil de la CIA tienen un patrón común. En 1972 Rodríguez Monegal fue acusado de financiar al movimiento guerrillero de izquierda Tupamaros, de la cual su hija era miembro. Su hija fue detenida por la dictadura militar uruguaya y a él se le negó la entrada al país hasta el final de la dictadura, en 1985.

La filtración de esta operación desencadenará en una extensa investigación sobre otras costumbres de la CIA y de Washington en otros países, como los golpes de Estado y los asesinatos de líderes incómodos, lo que será posible por un Congreso estadounidense con un número histórico de representantes y congresistas progresistas, algo que será revertido en los años ochenta con la reacción mediática, religiosa y política del nuevo movimiento neoconservador. También la CIA y la NSA deberán reconsiderar cómo hacen las cosas. Si antes eran academias del secreto y el engaño, desde ahora tendrán que ir más allá del posgrado. Furioso por los comités de investigación del Senado y por la desclasificación de unos pocos documentos secretos, el Secretario de Estado Henry Kissinger propone radicalizar las medidas que impidan futuras acusaciones bajo nuevos estándares de “unconditional secrecy”. Las estrategias son infinitas. Según el National Security Archive, el mismo Kissinger había filtrado documentos secretos por lo cual se intentaba castigar a las comisiones investigadoras y, según uno de los periodistas que destaparon el escándalo que terminó con la renuncia de Nixon, Carl Bernstein, la misma comisión Church omitió información más comprometedora.

El senador Frank Church morirá en 1984 a los 59 años, luego de luchar sus últimos años contra dos cánceres diferentes, primero un cáncer de testículo y luego otro cáncer de páncreas. El cáncer ha sido con frecuencia una causa de muerte natural de muerte entre los disidentes. Claro que estas son especulaciones exageradas basadas en meras coincidencias. Los servicios secretos más poderosos del mundo jamás atentarían contra la integridad física de un disidente. Mucho menos contra uno que los ha desnudado y goza de cierta popularidad.

Durante los años 90, la CIA invertirá fuerte en películas y programas de televisión. Desde 1996, un veterano del golpe contra Allende en Chile, colaborador de Operación Cóndor y experto en guerra psicológica, Chase Brandon, será el principal operador de medios visuales de la CIA en América Latina. Brandon actuará como productor y asesor de decenas de películas, de prestigiosos canales como Discovery, Learning Channel e History Channel y, sobre todo, programas de entretenimiento de consumo rápido y alcance masivo. No por casualidad, entrado el siglo XXI, la misma Agencia continuará secuestrando, torturando, manipulando información o haciendo pasar muertos inocentes como resultado de ataques clínicos contra terroristas en Medio Oriente con total y absoluta impunidad.9 El 31 de enero de 2016, el Washington Post revelará una de las estrategias de la Agencia llamada Eyewash, que consiste en difundir información falsa no sólo al público inexperto sino a sus propios agentes de segunda categoría, de forma que nunca nadie sepa si algo es verdad o producto de alguna teoría conspiratoria. En un cable enviado a un país extranjero, la CIA desautoriza cualquier operación contra el objetivo X y en otro, enviado a un círculo pequeño de oficiales, ordena desestimar cualquier información anterior para proceder con el plan Z. Desde entonces, los malditos historiadores la tendrán más difícil cuando se hagan con alguna prueba o documento. Cuando descubran algo, serán silenciados, desestimados por reseñas lapidarias o por la burla del pueblo burlado.

El mayor mito de la historia

De cómo el “mundo rico” duerme sobre los despojos del pasado

COMENCEMOS POR UN LUGAR COMÚN que todavía no pudimos refutar: el dinero no lo puede comprar todo. Es, por este axioma, por lo cual quienes tienen mucho de eso detestan tanto todo aquello que no se puede comprar. Como la dignidad, por poner sólo un ejemplo.

Ahora dejemos de lado a los dueños del mundo y veamos qué ocurre con el resto. Quienes ven más gente por debajo que por encima y que, por alguna razón profunda, sienten una comezón en la conciencia, necesitan comprar también confort moral y se compran cien paquetes de “todo lo que tengo, lo tengo gracias al esfuerzo propio”, “si no soy más exitoso es porque los holgazanes me roban a través del Estado”, “si no fuera por nosotros, el país se hundiría en la miseria”. Etcétera.

Es verdad que hay gente sacrificada y hay holgazanes de primera, pero esos son factores de la ecuación, no la ecuación completa. Pongamos un ejemplo obvio que es invisible o inexistente en los grandes debates mundiales. Mientras uno duerme en un país paradójicamente llamado desarrollado (como si el desarrollo fuese un estado terminal descrito por un pasado participio) el oro que se apila por toneladas en los grandes bancos no duerme. Trabaja, nunca para, y trabaja billones de veces más que cualquier orgulloso empresario desclasado, de esos que hasta en Cochabamba ahora se llaman entrepreneurs. Una buena parte de ese oro fue literalmente robado de varios países latinoamericanos y africanos, por varios siglos. Sólo en las primeras décadas de la Conquista americana, más de 180 toneladas de oro y 16.000 toneladas de plata se embarcaron de México, Perú y Bolivia hacia Europa. Los registros de impuestos de Sevilla no dejan lugar a muchas discusiones. Para no seguir con el guano, el cobre, el café, las bananas del resto del continente; los diamantes, el oro y lo más valioso de las entrañas de África. Para no seguir con las riquezas que siglos de colonialismo nórdico arrebató de diferentes continentes del sur con sangre de millones que quedaron en el camino de este negocio ultra lucrativo que definió la jerarquía del mundo. Lo único que los imperios dejaron en esos continentes fue miseria y una profunda cultura de la corrupción, asentada en el despojo legitimado y en la ausencia de justicia ante el racismo y la brutalidad, física y moral, de los poderes locales contra los de abajo, de los mestizos que, al golpear a un indio en Bolivia, en Guatemala, o a un negro en Brasil, en el Congo, se sentían (y se sienten) blancos arios.

Más allá de sus méritos propios en otras áreas, Europa y Estados Unidos no se hicieron solos. Se hicieron gracias al trillonario despojo del resto del mundo. Nada de ese “desarrollo” logrado en los siglos previos se evaporó. Ni un gramo de esas toneladas de oro y plata se evaporó. Ni la vergüenza se evaporó, porque nunca existió o sólo castigó a los mejores europeos, a los estadounidenses más valientes, que terminaron demonizados por las serviles narrativas sociales.

Cada tanto aparece alguna queja displicente de los desarrollados del mundo o de sus orgullosos bufones sobre las quejas de los pobres acerca del pasado y del presente. “Los pobres no salen de su pobreza porque no se hacen responsables de su presente”. Hasta dos generaciones atrás se explicaba todo por la “inferioridad de las razas” (Theodore Roosevelt, Howard Taft, Adolf Hitler y millones de otros) y ahora se prefiere arrojar, como una bomba de racimo, bellezas como “la enfermedad de sus culturas” y “la corrupción de sus gobiernos”.

Es una verdad existencial que uno debe hacerse cargo de su propia vida sin descargar en otros los fracasos propios. Uno debe jugar con las cartas que le tocaron. Pero también es una simplificación criminal cuando aplicamos esta misma lógica del individuo a los pueblos y a la historia, como si cada país se hiciera de cero cada vez que nacemos. Los individuos no heredan los pecados de sus padres, pero heredan sus ideas y todos sus bienes, aun cuando fueron logrados de forma inmoral o ilegítima.

Gracias a ese orden, el mundo tuvo como monedas globales el peso español, la libra inglesa y el dólar estadounidense. Gracias a tener una divisa global y dominante, no sólo fue posible instalar cientos de bases militares alrededor del mundo para hacer buenos negocios, sino que desde hace décadas basta con imprimir dólares sin aumentar el depósito de oro de las reservas nacionales. Si cualquier país menor imprime papel moneda, automáticamente destruye su economía con hiperinflación. Si Estados Unidos, Europa y ahora también China hacen lo mismo, simplemente crearán valor como quien recoge agua un día de lluvia, succionando ese valor de los millones de depósitos de millones de ahorros de millones de trabajadores alrededor del mundo. (Hace un tiempo, en un debate de una universidad, un economista me dijo que esta idea no tiene sentido, pero no fue capaz de articular una explicación).

Creer que sólo existe el pecado, la responsabilidad y los méritos individuales es el mayor mito (producto de la ideología protestante) de los últimos siglos que mantiene un sistema de explotación global. Cuando un pobre diablo (me incluyo) trabaja siete días a la semana, tiende a creer (quiere creer) que todo lo que ha logrado es sólo por mérito propio. De igual forma, cuando un pobre diablo trabaja siete días a la semana en un país pobre de América Latina o de África, lo vemos con condescendencia por no ser tan inteligentes y meritorios como los otros (nosotros). Pero el oro acumulado en los bancos por siglos, las riquezas robadas con las mismas manos de sus víctimas, los privilegios arbitrarios debido a un orden que hace las cosas posibles para unos e imposibles para otros, continúa trabajando para los inocentes herederos de siglos pasados.

Como esta es una verdad enterrada, no sólo por la propaganda del poder sino por la mala conciencia de los de abajo, unos deciden perpetuar este orden de cosas comprando confort moral, justificándose con cien unidades de “yo lo merezco; quienes lo cuestionan son inadaptados, demonios que merecen la cárcel o la muerte”. Entonces, se transforman en soldados dialécticos disparando argumentos llenos de bilis a quienes incomodan ese confort moral. Las municiones más baratas son: “si no estás de acuerdo con el sistema, no votes”, “si no estás de acuerdo con este país, vete a otro”, “si no estás de acuerdo con que existan pobres, dona tu casa a los pobres”, “si no estás de acuerdo con nosotros, arruinate y vete a vivir debajo de un puente”, “si crees que los inmigrantes pobres merecen ser tratados como seres humanos, lleva a dos o tres a dormir en el cuarto de tu hija” y toda esa batería mediocre pero efectiva. Efectiva, precisamente porque es mediocre; no por su calidad McDonalds es el restaurante más popular del mundo.

Otros prefieren decir lo que piensan, aunque lo que piensan no convenga a sus intereses ni a su confort moral. Por el contrario, sólo les trae más problemas.

Pero de ellos es eso que no se puede comprar con dinero.

Nacionalistas y patriotas

LAS PALABRAS SON PAQUETES que contienen múltiples significados y algunas, los ideoléxicos, piensan por nosotros cuando estamos distraídos. Por ejemplo, a lo largo de la historia moderna la palabra nacionalismo ha significado al menos dos cosas perfectamente opuestas, dependiendo de si hablamos del nacionalismo de un país que mantiene colonias subyugadas, legal o económicamente, o del nacionalismo de aquellas colonias y de aquellos países acosados (generalmente en nombre de la libertad) que luchan por reivindicar sus derechos y su valor como pueblo, como seres humanos libres y dignos de respeto y orgullosos de su propia belleza.

El primero es un nacionalismo tribal, étnico y con frecuencia racista. Es un instrumento de opresión y deshumanización que se considera, por su raza o por su cultura, superior al resto y con derechos especiales de oprimir, de imponer sus criterios, sus intereses y sus formas de vida. El segundo es un instrumento de lucha contra la arbitrariedad de ese mismo poder y de esa misma ignorancia. Es un instrumento simbólico, político y psicológico de resistencia que lucha por reivindicar su igualdad humana ante las otras naciones. Es un instrumento de liberación.

Otra precisión necesaria se refiere al campo semántico del primero, del nazionalismo. Sus fronteras semánticas ni siquiera coinciden con las fronteras físicas de la nación que representan cuando ondean la bandera de su país. Esto queda cuantitativamente demostrado cuando consideramos el cúmulo de discusiones, furias, insultos y amenazas que motivan a un nazionalista, no contra otras naciones sino contra sus adversarios nacionales.

Para un nacionalista exacerbado no hay nada mejor que otro nacionalista exacerbado, aunque sea un nacionalista de otra nación. Los verdaderos enemigos de los nazionalistas son sus propios compatriotas que piensan diferente, sobre todo todos aquellos que tienen el valor de realizar una crítica profunda, incómoda, inconveniente, ese servicio supremo que alguien puede hacerle a un país y que los nacionalistas exacerbados llaman traición a la patria. La verdadera patria de un nacionalista exacerbado, de un patriota rabioso es su ideología, no su patria. Un nazionalista está incapacitado para entender que ningún país del mundo le pertenece ni tiene derechos civiles especiales por encima de cualquier otro ciudadano de su país. Ni tiene derechos humanos especiales por encima de cualquier otro ciudadano de cualquier otro país.

Para un nacionalista exacerbado, solo las verdades dulces son patriotas, las verdades que pintan a sus héroes recién afeitados y montando un caballo blanco. Cuando no hay verdades que adulan, lo mismo da una buena mentira. Como el nacionalismo es una secta, creer es una obligación y cualquier cuestionamiento una grave traición. Las verdades amargas, las verdades más necesarias, aquellas que nadie quiere escuchar porque remueve los crímenes propios, son consideradas traiciones a la patria. Si el país Z acosa, arruina o invade el país X (naturalmente, Z es una potencia y X es un país pequeño y pobre, nunca al revés) y alguien en el país Z levanta la voz para defender los derechos y la dignidad del país X, el nazionalista saltará como un resorte con su previsible pregunta en forma de respuesta: “¿Y por qué no te vas a vivir a X?” Siempre es dulce, conmovedor y un acto heroico defender la razón del más fuerte. (Sobre todo si es un nuevo ciudadano del ganador Z, porque estos nacionalistas necesitan ser un doscientos por ciento nacionalistas Z para sentirse un verdadero Z.)

Para este tipo de nacionalistas no hay servicio mayor a la patria que ir a una guerra, sin importar si es una guerra justa o una guerra criminal, sobre todo si alguien más va a la guerra por ellos. Las guerras hacen mucho ruido y nadie escucha. Cuando no hay guerras o no hay invasiones a algún país lejano, cuando las bombas y sus víctimas se han callado y algunos pueden volver escuchar, la guerra continua fronteras adentro contra aquellos que se atreven a desenterrar uno o dos muertos incómodos. Pero ¿qué servicio mayor puede hacerle un ciudadano a su país que decirle la verdad, sobre todo cuando ese país va a aplastar a miles de inocentes o, peor, cuando ya lo ha hecho y un pueblo embrutecido por el nazionalismo lame sus heridas morales colgándose medallas e historias heroicas que van a alimentar aún más el nazionalismo?

La narrativa aglutinante de un imperio

UNO DE LOS ESCRITORES Y CRÍTICOS MÁS RELEVANTES de la historia de Estados Unidos, Mark Twain, no sólo fue prolífico en sus denuncias contra el imperialismo de su país, sino que, junto con otros destacados intelectuales de la época, en 1898 fundó Liga Antiimperialista, la que tuvo sede en una decena de estados hasta los años veinte, cuando comenzó la caza de antiamericanos, según la definición de los fanáticos y mayordomos que siempre se amontonan del lado del poder político, económico y social. Para estos secuestradores de países, antiamericano es todo aquel que busca verdades inconvenientes, enterradas con sus víctimas, y se atreve a decirlas. Hasta el día de hoy han existido estadounidenses y extranjeros de probada preparación intelectual y valor moral que han continuado esa tradición de resistencia a la arbitrariedad, a la brutalidad de la fuerza y a la narrativa del más fuerte, a pesar de los peligros que siempre acarrea decir la verdad sin edulcorantes. Este fanatismo ha llegado a la desfachatez de algunos inmigrantes nacionalizados que acusan a aquellos ciudadanos nacidos en el país de no ser lo suficientemente americanos, como supuestamente son ellos cuando van a la playa con pantalones cortos pintados con la bandera de su nuevo país.

Pero si la gente de la cultura, del arte y de las ciencias está de un lado, es necesario mirar al lado opuesto para saber dónde está el poder y sus mayordomos. En noviembre de 1979, la futura asesora de Ronald Reagan, Jeane Kirkpatrick, promotora de la asistencia a las dictaduras militares, los Contras y los escuadrones de la muerte en América Latina, había publicado en la revista Commentary Magazine una idea enraizada en el subconsciente colectivo: “Si los líderes revolucionarios describen a los Estados Unidos como el flagelo del siglo XX, como el enemigo de los amantes de la libertad, como una fuerza imperialista, racista, colonialista, genocida y guerrera, entonces no son auténticos demócratas, no son amigos; se definen como enemigos y deben ser tratados como enemigos”.

Este es el concepto de democracia de la mentalidad imperialista y de sus servidores que detestan que los llamen imperialistas y que tiene, por lo menos, 245 años. ¿Cómo se explica esta contradicción histórica? No es muy difícil. Estados Unidos posee una doble personalidad, representada en el héroe enmascarado y con dos identidades, omnipresente en su cultura popular (Superman, Batman, Hulk, etc.). Es la creación de dos realidades radicalmente opuestas.

Por un lado, están los ideales de los llamados Padres Fundadores, los cuales imaginaron una nueva nación basada en las ideas y lecturas de moda de la elite intelectual de la época, las ideas del humanismo y la Ilustración que también explotaron en Francia en 1789, el mismo año en que entró en vigor la constitución de Estados Unidos: liberté, égalité, fraternité. La mayoría de los fundadores, como Benjamín Franklin, era francófilo. Diferente al resto de la población anglosajona, Washington solo iba a la iglesia por obligación social y política. El más radical del grupo, el inglés rebelde Thomas Paine, el principal instigador de la Revolución americana contra el rey George III, la monarquía y la aristocracia europea, era un racionalista y látigo de las religiones establecidas. El padre intelectual de la democracia estadounidense, Thomas Jefferson, había aceptado la ciudadanía francesa antes de convertirse en el tercer presidente y sus libros fueron prohibidos por ateo. No era ateo, pero era un intelectual francófilo, secularista y progresista en muchos aspectos. Pero también era un hijo de la realidad opuesta: al tiempo que promovía ideas como que todos los seres humanos nacemos iguales y tenemos los mismos derechos, Jefferson y todos los demás Padres Fundadores eran profundamente racistas y tenían esclavos que nunca liberaron, incluidas las madres de sus hijos.

Aquí la otra personalidad de Estados Unidos, la que necesita de la máscara para convertirse en el superhéroe: se formó con los primeros peregrinos, los primeros esclavistas y continúa hoy, pasando por cada una de las olas expansionistas: una mentalidad anti iluminista, conservadora, ultra religiosa, practicante de la auto victimización (justificación de toda violencia expansionista) y, sobre todo, moldeada en la idea de superioridad racial, religiosa y cultural que confiere a sus sujetos derechos especiales sobre los otros pueblos que deben ser controlados por el bien de un pueblo excepcional y con un destino manifiesto, para el cual cualquier mezcla será atribuida al demonio o a la corrupción evolutiva, al mismo tiempo que celebra “el crisol de razas”, la libertad y la democracia.

Estados Unidos es el gigante producto de esta contradicción traumática, la que conservará siempre desde su fundación y los sufrirán “los otros”, desde los indios que salvaron del hambre a los primeros peregrinos y los que fueron exterminados para expandir la libertad del hombre blanco, hasta las más recientes democracias destrozadas en nombre de la libertad. Todo lo cual ha llevado a que, como ningún otro país del mundo moderno, Estados Unidos nunca haya conocido un lustro sin guerras desde su fundación. Todo por culpa de los demás, de los otros que nos tienen envidia y nos quieren atacar, con el resultado estimado de millones de muertos debidos a esta tradición de guerras perpetuas “de defensa” en suelo extranjero.

POCO DESPUÉS DE LA INDEPENDENCIA de las 13 colonias del Imperio Británico, las bases militares se llamaban Fuertes (razón por la cual hoy existen miles de ciudades llamadas Fort…) y no estaban en islas lejanas sino en el corazón de las naciones indígenas, a las que se las acusaba de representar un peligro para la sobrevivencia de Estados Unidos, se les arrebataba enormes territorios y se eliminaba millones de salvajes. Por entonces, los fuertes se encontraban a varias semanas de distancia del territorio nacional, es decir, mucho más lejos que la Europa de la época y mucho más lejos de lo que se encuentran las bases militares hoy en día.

Así como comienza la historia de Estados Unidos en los territorios indígenas, continuará con el despojo de los territorios mexicanos, con los protectorados en el Caribe, en América Central y en Filipinas. Así continuará con las dictaduras impuestas en el Tercer Mundo, con las guerras perdidas en Asia, con las masacres de Corea, Vietnam e Irak, y así continúa hoy con las 800 bases militares en 85 países que, como los forts en tierras indígenas dos siglos antes, son para proteger “la libertad de la nación” y de otras naciones. Nada que ver con el imperialismo británico y todos los otros nuevos imperialismos contra los cuales, de forma “altruista y desinteresada”, Washington luchaba entonces y se sigue luchando dos siglos años después.

Como una de las hijas de esta contradicción fundacional, la definición de libertad ha sido siempre muy particular y necesaria. El divorcio entre la narrativa y la práctica ha sido siempre funcional y radical. Una enmascara a la otra, como el traje de los superhéroes enmascarados de doble personalidad. Un siglo y medio atrás, los fanáticos anglosajones del sur promovían, en el Congreso y en la prensa, la expansión de la esclavitud en los nuevos territorios tomados por la fuerza como forma de “expandir la libertad”. Ahora, como lo escribió la consejera de Reagan, Jeane Kirkpatrick, si alguien piensa diferente y lo dice, es un enemigo. De forma implícita, por Estados Unidos se asume que se está hablando de un grupo ideológico (en este caso conservador, de extrema derecha) que se arroga el derecho de excluir a cualquier otro grupo, a millones de ciudadanos que piensan diferente y se atreven a decirlo. Es una estrategia antigua, más antigua que la Inquisición, que cuesta reconocer, incluso en frases obvias como la propagada por la pasada dictadura brasileña: “Brasil, ame-o ou deixe-o”. Traducción: “nosotros, y sólo los que piensan como nosotros, somos Brasil; si no estás de acuerdo con nuestro gobierno, con nuestra hegemonía, entonces odias este país, eres enemigo y debes irte o sufrir las consecuencias”. De algo parecido ha pecado la ortodoxia cubana (y ahora venezolana, también) desde una ideología opuesta, aunque desde una perspectiva histórica no sólo son la consecuencia del brutal fanatismo imperialista que se remonta a doscientos años atrás, sino una clara minoría en el actual contexto internacional. En este tipo de trampas, que hasta un niño de tercer año de escuela cuestionaría, caen millones de distraídos cada día.

El caso de Estados Unidos, como todo, posee sus propias particularidades. El hecho de que desde su fundación y desde la escritura de su mítica constitución no se inició como un reino absolutista y centralizado, sino fragmentado en trece colonias; el hecho de que no se inició como un pueblo unido sino como una sociedad quebrada (donde existía una raza que gobernaba por ser blanca, otra que no existía por ser salvaje y otra que era esclava por ser negra) la obsesión por la Unidad como condición de sobrevivencia recorrerá toda su historia. Pero, como todo miedo, también este se traduce en agresión y violencia. El exacerbado miedo anglosajón se traducirá en una obsesión por las guerras.

Doscientos años más tarde, en tiempos del Tea Party y de Donald Trump, sus partidarios ondearán en sus casas y en sus SUV banderas amarillas con una serpiente enroscada sobre una amenaza: “Don’t Tread on Me (No pases encima de mí)”. El “Me (Yo)” es central en el lenguaje y en la cultura anglosajona. Aunque los cristianos odian las serpientes, sean chinas o mexicanas, aquí la serpiente representa la unión de los estados de la costa Atlántica. En 1754 Benjamín Franklin había publicado una viñeta con una serpiente cortada en trece pedazos bajo el título “Unión o muerte”. En un artículo fundacional, publicado por el Pennsylvania Journal en 1775, el mismo Benjamín Franklin propuso que la serpiente de cascabel debía ser el símbolo de los estadounidenses “porque nunca ataca primero… pero sus heridas, aunque pequeñas, son decisivas y mortales”. Este mito fundador, que analizaremos en este libro (“ellos nos atacaron primero”), se perpetuó por los siguientes doscientos años con sus diversas variaciones de época.

Por otro lado, y por una razón más práctica que psicológica, esta misma constelación de trece colonias obligó al nuevo país a mantener una permanente discusión y negociación entre su élite gobernante sobre los temas fundamentales y hasta sobre los más irrelevantes. La repetida democracia en la tierra de la libertad fue, en realidad, una dictadura étnica que obsesivamente negó su propia condición de dictadura con una narrativa de tipo religiosa. En nombre de la fragmentación (de estados, de razas, de clases sociales) predicó la Unión; en nombre de la Libertad practicó y expandió a otros países la esclavitud y el monopolio; en nombre de la tolerancia, del crisol de razas, y de la apertura practicó, desde su fundación, una rígida y nunca superada discriminación racial y cultural.

La sola fragmentación de sus estados (no sólo en trece colonias sino entre Norte y Sur) obligó al sistema político estadounidense a un esfuerzo narrativo superior al necesario en cualquier otro país, en cualquier otro imperio más centralizado y dominado por un rey o por un dictador personal. Para alcanzar el consenso político y la convicción social de las grandes decisiones expansionistas en base a la obsesión de la superioridad racial anglosajona era necesario lograr narrativas aglutinantes como, por ejemplo, la creativa idea del Destino manifiesto (regado en las tabernas con abundante ron y whisky barato), algo que justificara cualquier acción en contra de los supuestos principios de la ley, la democracia, la libertad, la igualdad, el derecho y la justicia. La narrativa aglutinante será la justificación que convertirá un crimen colectivo (el genocidio indígena, el robo de la mitad de México luego de varios intentos para ser “atacados primero”) en un acto de heroísmo individual. Así se alcanzará “una más perfecta unión” (frase favorita del expresidente Obama) al tiempo que se justificará la expansión de la esclavitud a millones de hombres y mujeres por el color de su piel gracias al despojo de los territorios indígenas y mexicanos, donde la esclavitud era ilegal. Todo en nombre de un ataque indígena y de una ofensa mexicana que nunca existió, y luego del rechazo a anexar el resto de México y los países más débiles al sur para no agregar más negros y mestizos a la sagrada Unión, sobre todo cuando los negros ya no podían ser esclavos por ley. Un siglo más tarde, la misma idea fue sustituida por la nueva excusa del ataque preventivo en la lucha contra el comunismo. La fiebre narrativa transmitida a través de la prensa y los discursos políticos en base a ideas simples y arbitrarias se realizará de la misma forma que una verborragia prédica protestante se basa en una sola frase bíblica.

ESTADOS UNIDOS FUE FUNDADO en base a una contradicción fundamental: por un lado, el humanismo ilustrado de la élite de los Padres fundadores y, por el otro, una cultura más extendida basada en el mito de la superioridad de la raza anglosajona, elegida por Dios. Esta contradicción se superará en 1828 cuando Andrew Jackson, un racista, genocida y analfabeto sureño arrase en las elecciones contra el último presidente de la generación fundadora, John Quincy Adams, e inicie la primera refundación del país. Hasta entonces, el mito fundador, las narrativas aglutinantes habían atacado desde el principio el absolutismo europeo. Al fin y al cabo, la Revolución estadounidense de 1776 se había realizado contra el rey George III mientras los Padres fundadores se encontraban seducidos por las nuevas ideas de la Ilustración europea que luego llevarán a Francia a su propia revolución en 1889. A partir de Andrew Jackson, “los amigos de la libertad” ya no serán los intelectuales de Franklin y Jefferson sino los “hombres de la frontera”, los Daniel Boone con un hacha en una mano y una escopeta en la otra. Las dos generaciones se odiarán por sus ideas, pero compartirán el mismo racismo, una más criminal y más honesta que la anterior.

Desde antes de la Doctrina Monroe de 1823 y por los siglos por venir, las declaraciones contra cualquier injerencia de cualquier potencia europea (las únicas potencias imperiales posibles por entonces) en al Patio trasero de Estados Unidos debían ser aniquiladas a cualquier precio, sea por la vía diplomática, financiera o directamente a través de la guerra (contra países pobres, naturalmente). Si consideramos la historia previa de agresiones contra las naciones indígenas y los prematuros deseos de tomar Florida, Cuba y el norte de México, podemos entender (o al menos sospechar) que la Doctrina Monroe no tenía en mente tanto Europa como los pueblos más débiles del Oeste y del Sur, poblados por razas inferiores. Para ello, esta doctrina, expresión legalizada del fanatismo anglosajón, se fue actualizando acorde a las necesidades históricas: Doctrina Richard Olney (1895), corolario Theodore Roosevelt (1905), corolario George Kennan (1950) y doctrina Jeane Kirkpatrick (1980; para defender sus intereses, Estados Unidos debe apoyar a dictaduras de extrema derecha en el Tercer mundo, sin sentimientos de culpa).

Por otro lado, la principal narrativa aglutinante que promovió y justificó el expansionismo estadounidense desde 1780 hasta 1945 fueron abiertamente raciales, una mezcla de la Biblia con El origen de las especies de Darwin. En 1900, por poner sólo un ejemplo, el senador Albert Beveridge repetía ideas por entonces rutinarias en el mismo Congreso que resumen esta poderosa mentalidad: “Dios no ha venido preparando al pueblo teutónico de habla inglesa por mil años para nada, para que nos admiremos de nuestra propia belleza. Pues no. Dios nos ha hecho los amos de la organización para que corrijamos el caos que reina en el mundo… Esta es la misión Divina de Estados Unidos y por eso merecemos toda la felicidad posible, toda la gloria, y todas las riquezas que se deriven de ella… Sólo un ciego no podría ver la mano de Dios en toda esta armonía de eventos… Señores, recen a Dios para que nunca tengamos miedo de derramar sangre por nuestra bandera y su destino imperial”. Sangre ajena, está de más decir.

Esta mentalidad, ahora disimulada en los medios, en los bares y hasta en la misma academia, permea toda la historia y el presente del país. En la declaración de Independencia de 1776 se proclamaba que “todos los hombres son creados iguales y dotados por su Creador de derechos inalienables, como lo son el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” mientras que la Constitución de 1887 se iniciaba con la famosa frase “Nosotros, el Pueblo”. Hay un detalle: “nosotros” y “todos los hombres” no incluían a los esclavos negros ni a los indios ni a ningún otro grupo que no fuese blanco y propietario, dos condiciones para ser considerados ciudadanos responsables. Así será para la constitución por al menos un siglo, y a esa brutal dictadura de una pequeña minoría (cuyas leyes protegían y promovían la esclavitud, la persecución, el secuestro, la tortura, el despojo y el genocidio) se la llamará “democracia”. No por casualidad democracia y libertad serán las dos palabras más usadas desde el inicio para justificar la esclavitud, el robo de tierras, las limpiezas étnicas y las múltiples violaciones de tratados firmados con las razas inferiores. Cuando las populosas naciones indias fueron despojadas de sus tierras, desplazadas y exterminadas, lo fueron en nombre de la “expansión de la libertad”. Cuando se despojó a México de la mitad de su territorio con una guerra inventada con excusas que ni sus generales creían, no sólo se convirtió a sus habitantes en ciudadanos de segunda categoría, sino que se los expulsó en la medida de lo posible y se reinstaló la esclavitud donde antes era ilegal. Todo fue hecho para “expandir la libertad”. Cuando no se quiso seguir anexando lo que quedaba del México antiguo, ni se quiso a las repúblicas de América Central y del Caribe como nuevos estados fue porque estaban demasiadas llenas de negros y mestizos, lo cual podía contaminar la Unión. Entonces se establecieron protectorados y brutales dictaduras bananeras para imponer “el orden y la libertad”. En algunos casos los dictadores fueron aventureros privados (William Walker), abogados oficiales (William Taft), hombres de negocios (Theodore Roosevelt, hijo) o directamente marines (Faustin Wirkus), pero en la mayoría consistieron en marionetas criollas, marionetas de Washington con poder absoluto para tomar las tierras de los pobres, de los indios, para violar a sus mujeres y garantizarles a las empresas estadounidenses toda la protección posible aparte de tierras gratis y de exoneración de impuestos.

Cuando las poderosas empresas privadas continuaron empujando las fronteras, imponiendo otras dictaduras militares en América latina más allá del Patio trasero o, simplemente, presionando a los legisladores criollos para garantizar su derecho a exterminar cualquier otra opción económica o social en la región, también se lo hizo en nombre del “imperio de la libertad”. De hecho, luego del fiasco de la gira de Nixon por América del Sur en 1958, el presidente Eisenhower notará que, por alguna razón, en aquellos países donde Washington había sostenido dictaduras como la de Pérez Jiménez en Venezuela, la palabra “capitalismo” estaba asociada a “imperialismo”, por lo cual ordenó reemplazarla por “libertad de empresa” o, simplemente, por “libertad”. Siempre la libertad. ¿Qué hay más sexy que la libertad, aunque se trate de un perfecto masoquismo?

Estas ideas, que en el siglo XIX alcanzaron el estatus de Derecho internacional con el monopolio moral de una sola nación (“la raza libre”), fueron dominantes durante varias generaciones antes de ser reemplazadas por la “lucha contra el comunismo” durante la Guerra Fría a mediados del siglo XX. Luego de la desaparición de la Unión Soviética, se continuará la misma tradición de dictar sobre las razas y los pueblos inferiores en favor de nuestras empresas. Las excusas deberán adecuarse una vez más. En los países con petróleo y sin coca de Medio Oriente se lanzará la “guerra contra el terrorismo islámico”; en los países latinoamericanos, con coca y sin musulmanes, se lanzará la loable y sangrienta “guerra contra las drogas”. El narcotráfico no sólo será una nueva excusa para criminalizar negros en Estados Unidos e intervenir en democracias vigiladas de América Latina, sino que, además, será una fuente de ingreso de dictadores amigos y de empleados de la CIA, como el dictador panameño Manuel Noriega y los paramilitares colombianos.

DURANTE LA GUERRA FRÍA, al mismo tiempo que Washington consideraba que la presencia de Moscú en la región era prácticamente inexistente (en los años cincuenta sólo México, Buenos Aires y Montevideo tenían una embajada soviética), propagaba lo contrario. Las clases dirigentes latinoamericanas, por obvias y diversas razones económicas, lo repetían sin dudar. Más abajo, quienes nunca recibieron un dólar colaboraban con fanatismo. Algo parecido a lo que la CIA llamaba “colaboradores honorarios” para referirse a los periodistas que no recibían paga por el servicio de reproducir sus ingeniosos inventos informativos escritos en Miami y Nueva York.

Debido a la derrota del nazismo en Europa, el viejo racismo y el nuevo nazismo estadounidense tuvo que esconderse y llamarse a silencio por un tiempo. Unos pocos volvieron a las máscaras del Ku Klux Klan y el resto se travistieron con nuevos discursos xenófobos sobre los límites fronterizos, el peligro de los inmigrantes (se agregó lo de ilegal para adaptarlo al mito legitimador del límite fronterizo, no de la frontera) y la eterna victimización de la raza caucásica, la más patriótica de todas, siempre amenazada desde abajo. De hecho, Adolf Hitler, (líder ampliamente admirado entre varios poderosos políticos y empresarios como Henry Ford, Torkild Rieber, y numerosos directores de la CIA y el FBI) ni siquiera tuvo ideas radicales; las recibió digeridas de esta tradición estadounidense, como él mismo lo reconoció.

La nueva “política del buen vecino” de Franklin Roosevelt y la inevitable retórica democrática de los Aliados contra Hitler lograrían más tarde desmantelar varias dictaduras de extrema derecha en América Latina, pero este desaliento duró lo que dura la Navidad. Lo mismo la retirada de los militares pronazis en países como Bolivia, Paraguay o Guatemala. Apenas concluida la Segunda Guerra, Estados Unidos, convertido en la primera superpotencia mundial sobre las cenizas de Europa y Japón, había identificado a su más importante aliado durante la guerra, la Unión Soviética, como el desafío número uno a su hegemonía. Rápidamente, las simpatías por los nazis volvieron a su estatus anterior. En Washington, quienes no simpatizaban con los nazis los usaron en la supuesta lucha contra el comunismo y para desarrollar programas más constructivos como la NASA. En Países con numerosa población indígena como Guatemala, Paraguay, Bolivia y parte de Chile, las comunidades alemanas y los militares pronazis, con su sentido de la superioridad racial y social, accedieron rápidamente al poder y, consecuentemente, Washington y las transnacionales estadounidenses los vieron como aliados naturales a los cuales apoyaron con capitales, con propaganda ideológica y con diversos complots, la mayoría de las veces organizados por la CIA.

En América latina el conflicto central no radicó en el comunismo ni en las razas impuras, sino contra cualquier fuerza independentista que pusiera en cuestionamiento la superioridad anglosajona y el derecho de Washington a dictar a su antojo. En 1909, por ejemplo, el gobierno de Nicaragua, uno de los pocos gobiernos capitalistas (con algunas políticas progresistas) que había logrado un resonante éxito, no sólo en materia social sino también recuperando la costa caribeña en manos de Gran Bretaña, fue destruido por un golpe militar orquestado en Washington. La razón no era ni su capitalismo ni su progresismo, sino su independencia y su inaceptable éxito. Así veremos, a lo largo de esta historia, una sucesión de excusas: defensa de la raza, imposición del orden en países demasiado lleno de negros y de indios y, finalmente, lucha contra el comunismo —aun cuando el comunismo era una fuerza irrelevante, como en Guatemala. El verdadero problema era otro. Antes que Washington decidiera destruir el gobierno de José Santos Zelaya en Nicaragua, a quien llamó cada vez que pudo “tirano” y “dictador”, ese país era el más próspero y desarrollado de América Central. Luego de medio siglo de desestabilizaciones y de la larga dictadura de la familia Somoza, impuesta y apoyada por Washington en nombre de la libertad, Nicaragua se convirtió en el país más pobre y más embrutecido de la región. Cuando en 1979 Nicaragua se liberó de la dictadura de los Somoza, fue acosada otra vez por Washington, a fuerza de dólares, bombas y propaganda internacional, siempre en nombre de la libertad —no vaya alguien a pensar otra cosa.

Violencia que no se exporta se consume en el mercado interno

EL 24 DE MARZO DE 1983, EN UN ACTO EN LA BIBLIOTECA del Congreso, el presidente Ronald Reagan repitió las palabras del historiador Henry Commager: “la creación de los mitos nacionales nunca estuvo libre de conflictos; los estadounidenses no creían del Oeste lo que era verdad sino lo que para ellos debía ser verdad”. Como en todos los grandes temas a los que se enfrenta la sociedad estadounidense, la actitud de una parte significativa ha sido siempre la de negar la realidad a través de narrativas y en base a sus mitos fundadores: la libertad propia como producto de las armas, la libertad ajena como producto de nuestro sacrificio, la promoción de la democracia en países bárbaros, la riqueza como mérito individual de unos pocos, la superioridad racial primero (“la raza libre”) y la superioridad nacional después (“el pueblo libre”), el éxito económico como prueba de ser los elegidos de Dios, la acusación a los demás de nuestros propios defectos (los fanáticos pertenecen a otras religiones)…

El fanático religioso, que cree y siente que la realidad depende de sus oraciones y Dios está obligado a escuchar sus deseos, no se representa como tal. Esta negación de la realidad ha tenido resultados diversos, aunque casi siempre fue la realidad la que debió ceder. Pero cuando esa misma sociedad debe enfrentarse a un enemigo que no escucha ni se puede ver, un enemigo al que no se puede amenazar con un rifle AR 15 ni se puede bombardear, la negación de la realidad no funciona como se espera y la frustración explota por las viejas heridas.

En el caso del Covid 19, el país más rico y poderoso del mundo ha demostrado que no sabe organizarse como colectivo ni sus instituciones (como el sistema de salud) están hechas para actuar de esta forma civilizada a la altura de sus posibilidades materiales. Todavía algunas cosas se pueden aliviar a fuerza de montañas de dólares, pero la conducta racional de su sociedad y de sus líderes es un déficit que explica los millones de infectados y los ya casi doscientos mil muertos.

Con la excepción de las redes científicas y universitarias, con la excepción de un sector de la población que no alcanza a decidir las políticas de Estado, los políticos y la sociedad estadounidense tampoco saben relacionarse con las otras naciones para enfrentar el problema, como no ha sabido hacerlo para enfrentar un problema mayor, el ecológico. Si se relaciona, es a través del conflicto.

Como consecuencia de este enemigo interior e invisible, los antiguos problemas sociales y raciales (nunca resueltos por la misma afición a negar la realidad) se han exacerbado hasta empujar al país a un estado de tensión social y hasta niveles de violencia armada en las calles que no se veía desde hacía muchas décadas, cuando el país se dedicaba a exportar su violencia fundacional a otros países. Esta exportación de violencia no solo era estimulante para los negocios de la guerra, para la industria militar y las megacorporaciones, sino que, además, producía un poderoso efecto de distracción de los problemas propios y, por ende, de unión ante un enemigo exterior.

Con la identificación de los inmigrantes como el nuevo “enemigo exterior”, el problema comenzó a filtrarse hacia el interior y se encontró con viejos monstruos, como la discriminación racial, el desprecio por los pobres (los perdedores), el fanatismo de las armas como solución a todos los problemas, y el patriotismo de banderas hasta en los calzones que cubre todas las viejas heridas que nunca cicatrizan, esas mismas que convierten los traumas históricos e individuales en motivos de orgullo.

Ahora, por primera vez en mucho tiempo, y mal gracias a la pandemia, algunos estadounidenses comienzan a sospechar que para ser llamado héroe no hay que vestir un uniforme militar e invadir otros países en nombre de la defensa propia y de la libertad ajena, sino que tal vez le debemos algo a los médicos, a las enfermeras, a los maestros y a tantos otros trabajadores que cada día construyen lo mejor y más necesario de nuestras sociedades.

El triunfo del candidato opositor Joe Biden en la elección presidencial que se realizará en dos meses aliviará por un momento esta tensión social, pero a largo plazo tendrá un efecto contrario. Los perdedores no aceptarán la derrota ni aceptarán ceder un centímetro en la hegemonía de su propio país, como no la aceptan ahora que, tal vez inconscientemente, perciben la progresiva pérdida de sus privilegios domésticos e internacionales. Pero, a largo plazo también, la futura minoría en el recambio político y demográfico tendrá que conformarse con ver la reducción de sus mitos fundadores a fetiches y amuletos, no en sus cabezas sino en las nuevas generaciones que, además, deberán convivir con un mundo mucho menos dócil.

Entonces, rezar ya no será suficiente, porque Dios estará ocupado escuchando a otros. 2020

La privatización de la verdad

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