Читать книгу U.S.A. ¿Confía Dios en nosotros? - Jorge Majfud - Страница 8
ОглавлениеII. Nuestra lengua es mejor porque se entiende
EL LENTO SUICIDIO DE OCCIDENTE
Occidente aparece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo tras siglo, ocupado ahora en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos, como lo son el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende ahora, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La mayor esperanza y el mayor peligro para Occidente están en su propio corazón. Quienes no tenemos “Rabia” ni “Orgullo” por ninguna raza ni por ninguna cultura sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos.
Actualmente, algunas celebridades del pasado siglo XX, demostrando una irreversible decadencia senil, se han dedicado a divulgar la famosa ideología sobre el “choque de civilizaciones” —que ya era vulgar por sí sola— empezando sus razonamientos por las conclusiones, al mejor estilo de la teología clásica. Igual suerte ha corrido la afirmación, apriorística y decimonónica, de que “la cultura Occidental es superior a todas las demás”. Y que, como si fuese poco, es una obligación moral repetirlo.
Desde esa Superioridad Occidental, la famosísima periodista italiana Oriana Fallaci escribió, recientemente, brillanteces tales como: “Si en algunos países las mujeres son tan estúpidas que aceptan el chador e incluso el velo con rejilla a la altura de los ojos, peor para ellas. (…) Y si sus maridos son tan bobos como para no beber vino ni cerveza, ídem.” Caramba, esto sí que es rigor intelectual. “¡Qué asco! —siguió escribiendo, primero en el Corriere della Sera y después en su best seller “La rabia y el orgullo”, refiriéndose a los africanos que habían orinado en una plaza de Italia— ¡Tienen la meada larga estos hijos de Alá! Raza de hipócritas” “Aunque fuesen absolutamente inocentes, aunque entre ellos no haya ninguno que quiera destruir la Torre de Pisa o la Torre de Giotto, ninguno que quiera obligarme a llevar el chador, ninguno que quiera quemarme en la hoguera de una nueva Inquisición, su presencia me alarma. Me produce desazón”. Resumiendo: aunque esos negros fuesen absolutamente inocentes, su presencia le produce igual desazón. Para Fallaci, esto no es racismo, es “rabia fría, lúcida y racional”. Y, por si fuera poco, nos regala una observación genial para referirse a los inmigrantes en general: “Además, hay otra cosa que no entiendo. Si realmente son tan pobres, ¿quién les da el dinero para el viaje en los aviones o en los barcos que los traen a Italia? ¿No se los estará pagando, al menos en parte, Osama bin Laden?” … Pobre Galileo, pobre Camus, pobre Simone de Beauvoir, pobre Michel Foucault.
De paso, recordemos que, aunque esta señora escribe sin entender —lo dijo ella—, estas palabras pasaron a un libro que lleva vendidos medio millón de ejemplares, al que no le faltan lugares comunes, como el “yo soy atea, gracias a Dios”. Ni curiosidades históricas de este estilo: “¿cómo se come eso con la poligamia y con el principio de que las mujeres no deben hacerse fotografías. Porque también esto está en el Corán”, lo que significa que en el siglo VII los árabes estaban muy avanzados en óptica. Ni su repetida dosis de humor, como pueden ser estos argumentos de peso: “Y, además, admitámoslo: nuestras catedrales son más bellas que las mezquitas y las sinagogas, ¿sí o no? Son más bellas también que las iglesias protestantes” Como dice Atilio, tiene el Brillo de Brigitte Bardot. Faltaba que nos enredemos en la discusión sobre qué es más hermoso, si la torre de Pisa o el Taj-Mahal. Y de nuevo la tolerancia europea: “Te estoy diciendo que, precisamente porque está definida desde hace muchos siglos y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de una u otra forma, quieren cambiar nuestro sistema de vida. Nuestros valores. Te estoy diciendo que entre nosotros no hay cabida para los muecines, para los minaretes, para los falsos abstemios, para su jodido medievo, para su jodido chador. Y si lo hubiese, no se lo daría” Para finalmente terminar con una advertencia a su editor: “Te advierto: no me pidas nada nunca más. Y mucho menos que participe en polémicas vanas. Lo que tenía que decir lo dije. Me lo han ordenado la rabia y el orgullo”. Lo cual ya nos había quedado claro desde el comienzo y, de paso, nos niega uno de los fundamentos de la democracia y de la tolerancia, desde la Gracia antigua: la polémica y el derecho a réplica —la competencia de argumentos en lugar de los insultos.
Pero como yo no poseo un nombre tan famoso como el de Fallaci —ganado con justicia, no tenemos por qué dudarlo—, no puedo conformarme con insultar. Como soy nativo de un país subdesarrollado y ni siquiera soy famoso como Maradona, no tengo más remedio que recurrir a la antigua costumbre de usar argumentos.
Veamos. Sólo la expresión “cultura occidental” es tan equívoca como puede serlo la de “cultura oriental” o la de “cultura islámica”, porque cada una de ellas está conformada por un conjunto diverso y muchas veces contradictorio de otras “culturas”. Basta con pensar que dentro de “cultura occidental” no sólo caben países tan distintos como Cuba y Estados Unidos, sino irreconciliables períodos históricos dentro de una misma región geográfica como puede serlo la pequeña Europa o la aún más pequeña Alemania, donde pisaron Goethe y Adolf Hitler, Bach y los skin heads. Por otra parte, no olvidemos que también Hitler y el Ku-Klux-Klan (en nombre de Cristo y de la Raza Blanca), que Stalin (en nombre de la Razón y del ateísmo), que Pinochet (en nombre de la Democracia y de la Libertad) y que Mussolini (en su propio nombre) fueron productos típicos, recientes y representativos de la autoproclamada “cultura occidental”. ¿Qué más occidental que la democracia y los campos de concentración? ¿Qué más occidental que la declaración de los Derechos Humanos y las dictaduras en España y en América Latina, sangrientas y degeneradas hasta los límites de la imaginación? ¿Qué más occidental que el cristianismo, que curó, salvó y asesinó gracias al Santo Oficio? ¿Qué más occidental que las modernas academias militares o los más antiguos monasterios donde se enseñaba, con refinado sadismo, por iniciativa del papa Inocencio IV y basándose en el Derecho Romano, el arte de la tortura? ¿O todo eso lo trajo Marco Polo desde Medio Oriente? ¿Qué más occidental que la bomba atómica y los millones de muertos y desaparecidos bajo los regímenes fascistas, comunistas e, incluso, “democráticos”? ¿Qué más occidental que las invasiones militares y la supresión de pueblos enteros bajo los llamados “bombardeos preventivos”?
Todo esto es la parte oscura de Occidente y nada nos garantiza que estemos a salvo de cualquiera de ellas, sólo porque no logramos entendernos con nuestros vecinos, los cuales han estado ahí desde hace más de 1400 años, con la única diferencia que ahora el mundo se ha globalizado (lo ha globalizado Occidente) y ellos poseen la principal fuente de energía que mueve la economía del mundo —al menos por el momento. No olvidemos que la Inquisición española, más estatal que las otras, se originó por un sentimiento hostil contra moros y judíos y no terminó con el Progreso y la Salvación de España sino con la quema de miles de seres humanos.
Sin embargo, Occidente también representa la Democracia, la Libertad, los Derechos Humanos y la lucha por los derechos de la mujer. Por lo menos el intento de lograrlos y lo más que la humanidad ha logrado hasta ahora. ¿Y cuál ha sido desde siempre la base de esos cuatro pilares, sino la tolerancia?
Fallaci quiere hacernos creer que “cultura occidental” es un producto único y puro, sin participación del otro. Pero si algo caracteriza a Occidente, precisamente, ha sido todo lo contrario: somos el resultado de incontables culturas, comenzando por la cultura hebrea (por no hablar de Amenofis IV) y siguiendo por casi todas las demás: por los caldeos, por los griegos, por los chinos, por los hindúes, por los africanos del sur, por los africanos del norte y por el resto de las culturas que hoy son uniformemente calificadas de “islámicas”. Hasta hace poco, no hubiese sido necesario recordar que, cuando en Europa —en toda Europa— la Iglesia cristiana, en nombre del Amor perseguía, torturaba y quemaba vivos a quienes discrepaban con las autoridades eclesiásticas o cometían el pecado de dedicarse a algún tipo de investigación (o simplemente porque eran mujeres solas, es decir, brujas), en el mundo islámico se difundían las artes y las ciencias, no sólo las propias sino también las chinas, las hindúes, las judías y las griegas. Y esto tampoco quiere decir que volaban las mariposas y sonaban los violines por doquier: entre Bagdad y Córdoba la distancia geográfica era, por entonces, casi astronómica. Pero Oriana Fallaci no sólo niega la composición diversa y contradictoria de cualquiera de las culturas en pleito, sino que de hecho se niega a reconocer la parte oriental como una cultura más. “A mí me fastidia hablar incluso de dos culturas”, escribió. Y luego se despacha con una increíble muestra de ignorancia histórica: “Ponerlas sobre el mismo plano, como si fuesen dos realidades paralelas, de igual peso y de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas”.
¿Será necesario recordarle a Fallaci que entre todo eso y nosotros está el antiguo Imperio Islámico, sin el cual todo se hubiese quemado —hablo de los libros y de las personas, no del Coliseo— por la gracia de siglos de terrorismo eclesiástico, bien europeo y bien occidental? Y de la grandeza de Roma y de su “concepción de la Ley” hablamos otro día, porque aquí sí que hay blanco y negro para recordar. También dejemos de lado la literatura y la arquitectura islámica, que no tienen nada que envidiarle a la Roma de Fallaci, como cualquier persona medianamente culta sabe.
A ver, ¿y por último?: “Y por último —escribió Fallaci— está la ciencia. Una ciencia que ha descubierto muchas enfermedades y las cura. Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión… Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?”.
Respuesta fatal: detrás de nuestra ciencia están los egipcios, los caldeos, los hindúes, los griegos, los chinos, los árabes, los judíos y los africanos. ¿O Fallaci cree que todo surgió por generación espontánea en los últimos cincuenta años? Habría que recordarle a esta señora que Pitágoras tomó su filosofía de Egipto y de Caldea (Irak) —incluida su famosa fórmula matemática, que no sólo usamos en arquitectura sino también en la demostración de la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein—, igual que hizo otro sabio y matemático llamado Tales de Mileto. Ambos viajaron por Medio Oriente con la mente más abierta que Fallaci cuando lo hizo. El método hipotético-deductivo —base de la epistemología científica— se originó entre los sacerdotes egipcios (empezar con Klimovsky, por favor); el cero y la extracción de raíces cuadradas, así como innumerables descubrimientos matemáticos y astronómicos, que hoy enseñamos en los liceos, nacen en India y en Irak; el alfabeto lo inventaron los fenicios (antiguos libaneses), y probablemente también idearon la primera forma de globalización que conoció el mundo. El cero no fue un invento de los árabes, sino de los hindúes, pero fueron aquellos que lo exportaron a Occidente. Por si fuera poco, el avanzado Imperio Romano no sólo desconocía el cero —sin el cual no sería posible imaginar las matemáticas modernas y los viajes espaciales— sino que poseía un sistema de conteo y cálculo engorroso que perduró hasta fines de la Edad Media. Hasta comienzos del Renacimiento, todavía había hombres de negocios que usaban el sistema romano, negándose a cambiarlo por los números árabes, por prejuicios raciales y religiosos, lo que provocaba todo tipo de errores de cálculo y litigios sociales. Por otra parte, mejor ni mencionemos que el nacimiento de la Era Moderna se originó en el contacto de la cultura europea —después de largos siglos de represión religiosa— con la cultura islámica primero y con la griega después. ¿O alguien pensó que la racionalidad escolástica fue consecuencia de las torturas que se practicaban en las santas mazmorras? A principios del siglo XII, el inglés Adelardo de Bath emprendió un extenso viaje de estudios por el sur de Europa, Siria y Palestina. Al regresar de su viaje, Adelardo introdujo en la subdesarrollada Inglaterra un paradigma que aún hoy es sostenido por famosos científicos como Stephen Hawking: Dios había creado la Naturaleza de forma que podía ser estudiada y explicada sin Su intervención (He aquí el otro pilar de las ciencias, negado históricamente por la Iglesia romana). Adelardo, además, reprochó a los pensadores de su época por haberse dejado encandilar por el prestigio de las autoridades —comenzando por el griego Aristóteles, está claro. Por ellos esgrimió la consigna “razón contra autoridad”, y se hizo llamar a sí mismo “modernus”. “Yo he aprendido de mis maestros árabes a tomar la razón como guía —escribió—, pero ustedes sólo se rigen por lo que dice la autoridad”. Un compatriota de Fallaci, Gerardo de Cremona, introdujo en Europa los escritos del astrónomo y matemático “iraquí”, Al-Jwarizmi, inventor del álgebra, de los algoritmos, del cálculo arábigo y decimal; tradujo a Ptolomeo del árabe —ya que hasta la teoría astronómica de un griego oficial como éste no se encontraba en la Europa cristiana—, decenas de tratados médicos, como los de Ibn Sina y del iraní al-Razi, autor del primer tratado científico sobre la viruela y el sarampión.
Podríamos seguir enumerando ejemplos como éstos, que la periodista italiana ignora, pero de ello ya nos ocupamos en un libro y ahora no es lo que más importa. Lo que hoy está en juego no es sólo proteger a Occidente contra los terroristas, de aquí y de allá, sino —y quizá sobre todo— es crucial protegerlo de sí mismo. Bastaría con reproducir cualquiera de sus monstruosos inventos para perder todo lo que se ha logrado hasta ahora en materia de respeto por los Derechos Humanos. Empezando por el respeto a la diversidad. Y es altamente probable que ello ocurra en diez años más, si no reaccionamos a tiempo.
La semilla está ahí y sólo hace falta echarle un poco de agua. He escuchado decenas de veces la siguiente expresión: “lo único bueno que hizo Hitler fue matar a todos esos judíos”. Ni más ni menos. Y no lo he escuchado de boca de ningún musulmán —tal vez porque vivo en un país donde prácticamente no existen— ni siquiera de algún descendiente de árabes. Lo he escuchado de neutrales criollos o de descendientes de europeos. En todas estas ocasiones me bastó razonar lo siguiente, para enmudecer a mi ocasional interlocutor: “¿Cuál es su apellido? Gutiérrez, Pauletti, Wilson, Marceau… Entonces, señor, usted no es alemán y mucho menos de pura raza aria. Lo que quiere decir que mucho antes que Hitler hubiese terminado con los judíos hubiese comenzado por matar a sus abuelos y a todos los que tuviesen un perfil y un color de piel parecido al suyo”. Este mismo riesgo estamos corriendo ahora: si nos dedicamos a perseguir árabes o musulmanes no sólo estaremos demostrando que no hemos aprendido nada, sino que, además, pronto terminaremos por perseguir a sus semejantes: beduinos, africanos del norte, gitanos, españoles del sur, judíos de España, judíos latinoamericanos, americanos del centro, mexicanos del sur, mormones del norte, hawaianos, chinos e hindúes, entre otros.
No hace mucho otro italiano, Umberto Eco, resumió así una sabia advertencia: “Somos una civilización plural porque permitimos que en nuestros países se erijan mezquitas, y no podemos renunciar a ellos sólo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagandistas cristianos (…) Creemos que nuestra cultura es madura porque sabe tolerar la diversidad, y son bárbaros los miembros de nuestra cultura que no la toleran”. Como decían Freud y Jung, aquello que nadie desearía cometer nunca es objeto de una prohibición; y como dijo Baudrillard, se establecen derechos cuando estos se han perdido. Los terroristas islámicos han obtenido lo que querían, doblemente. Occidente parece, de pronto, desprovisto de sus mejores virtudes, construidas siglo tras siglo, ya que se encuentra ahora ocupado en reproducir sus propios defectos y en copiar los defectos ajenos: el autoritarismo y la persecución preventiva de inocentes. Tanto tiempo imponiendo su cultura en otras regiones del planeta, para dejarse ahora imponer una moral que en sus mejores momentos no fue la suya. Virtudes como la tolerancia y la autocrítica nunca formaron parte de su debilidad, como se pretende, sino todo lo contrario: por ellos fue posible algún tipo de progreso, ético y material. La Democracia y la Ciencia nunca se desarrollaron a partir del culto narcisista a la cultura propia sino de la oposición crítica a partir de la misma. Y en esto, hasta hace poco tiempo, estuvieron ocupados no sólo los “intelectuales malditos” sino muchos grupos de acción y resistencia social, como lo fueron los burgueses en el siglo XVIII, los sindicatos en el siglo XX, el periodismo inquisidor hasta ayer, sustituido hoy por la propaganda, en estos miserables tiempos nuestros. Incluso la pronta destrucción de la privacidad es otro síntoma de esa colonización moral. Sólo que en lugar del control religioso seremos controlados por la Seguridad Militar. El Gran Hermano que todo lo escucha y todo lo ve terminará por imponernos máscaras semejantes a las que vemos en Oriente, con el único objetivo de no ser reconocidos cuando caminamos por la calle o cuando hacemos el amor.
La lucha no es —ni debe ser— entre orientales y occidentales; la lucha es entre la intolerancia y la imposición, entre la diversidad y la uniformización, entre el respeto por el otro y su desprecio o aniquilación. Escritos como “La rabia y el orgullo” de Oriana Fallaci no son una defensa a la cultura occidental sino un ataque artero, un panfleto insultante contra lo mejor de Occidente. La prueba está en que bastaría con cambiar allí la palabra Oriente por Occidente, y alguna que otra localización geográfica, para reconocer a un fanático talibán. Quienes no tenemos Rabia ni Orgullo por ninguna raza ni por ninguna cultura, sentimos nostalgia por los tiempos idos, que nunca fueron buenos pero tampoco tan malos.
Hace unos años estuve en Estados Unidos y allí vi un hermoso mural en el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, si mal no recuerdo, donde aparecían representados hombres y mujeres de distintas razas y religiones. Creo que la composición estaba basada en una pirámide un poco arbitraria, pero esto ahora no viene al caso. Más abajo, con letras doradas, se leía un mandamiento que enseñó Confucio en China y lo repitieron durante milenios hombres y mujeres de todo Oriente, hasta llegar a constituirse en un principio occidental: “Do unto others as you would have them do unto you”. En inglés suena musical, y hasta los que no saben ese idioma presienten que se refiere a cierta reciprocidad entre uno y sus semejantes. No entiendo por qué habríamos de tachar este mandamiento de nuestras paredes, siendo como es fundamento de cualquier democracia, de cualquier estado de derecho, y de los mejores sueños de Occidente, sólo porque los otros lo han olvidado de repente. O la han cambiado por un antiguo principio bíblico que ya Cristo se encargó de abolir: “ojo por ojo y diente por diente”. Lo que en la actualidad se traduce en una inversión de la máxima confuciana, en algo así como: hazle a los otros todo lo que ellos te han hecho a ti —la conocida historia sin fin.
(enero 2003)
LA ENFERMEDAD MORAL DEL PATRIOTISMO
Natural es todo aquello que inventaron los hombres y las mujeres antes que naciésemos nosotros; toda mentira que no cuestionamos es necesariamente una verdad. Una mentira útil nunca sirve al engañado sino al que engaña. Una mentira útil, un instrumento de la perversión inhumana es el patriotismo.
Por todos lados vemos inflamados discursos patrióticos, actos públicos, guerras y matanzas, ofensas y contra ofensas, ceremonias de honor y ritos solemnes impulsados por esa orgullosa y arbitraria discriminación que se llama patriotismo. Claro, no se pueden montar discursos en nombre de los intereses de una clase social, ya que la tradición no es suficiente para sostener un concepto moralmente insignificante y generalmente negativo, como lo es el concepto de “interés”. Por lo tanto, se apela a un concepto de larga y bien construida tradición positiva: el patriotismo. Con ello, se niega la división interna de la sociedad afirmando la división externa. La división interna —de clases, de intereses— no desaparece, pero se vuelve invisible y, a la larga, se consolida con la sangre del patriota que no pertenece al reducido círculo de los intereses que la promueven. El patriota muere religiosamente por su patria. Su patria concede medallas a sus padres, a sus hijos, y toda la seguridad a sus “intereses”. Así, morir es un honor. El honor no procede de una reflexión moral sino del discurso patriótico, del rito, de los símbolos nacionales, de una virtual trascendencia del individuo en la “salvación” de su patria.
No voy a entrar ahora a analizar el significado de la trágica sustitución de interés real por patriotismo interesado. Simplemente me bastará con anotar que sólo la idea de “patriotismo” es insostenible, desde un punto de vista humano, desde la conciencia de la especie a la que pertenecemos. Es más: el patriotismo no sólo es insostenible para cualquier humanismo, sino que se lo usa para destruir a una humanidad que busca, desesperadamente, su conciencia universal.
El sentimiento patriótico es pasivo y activo, es impulsado por los ritos, por los discursos y por las ceremonias. Pero también es el motor de todas ellas. El patriotismo es la conciencia egoísta de la tribu que le impide la evolución a un estado de conciencia universal: la conciencia humana. El patriotismo es uno de los mitos más consolidados desde los últimos siglos. Por naturaleza, el patriotismo no sólo es la confirmación casi inocente de la pérdida de individualidad en beneficio de un símbolo artificial, creado por la milenaria tendencia humana del dominio de una tribu sobre otra.
Ahora bien, podemos decir que un país puede ser una región cultural más o menos definida —y siempre imprecisa—; que la idea de país tiene ventajas en la organización administrativa de la vida pública. De acuerdo. Pero el reclamado sentimiento patriótico, mezcla de fanatismo religioso y utilidad secular, antes que nada es la negación de todos los pueblos que no incluyen al patriota. Si soy nacionalista, si soy patriota, estoy dando prioridad moral a un conjunto de hombres y mujeres desconocidas (mis compatriotas) sobre un conjunto más amplio de desconocidos (la humanidad). Puedo beneficiar a mi familia, a mi ciudad, a mi país en alguna decisión propia. De hecho siempre tendremos tendencia a beneficiar a nuestra familia antes que a la familia del vecino. Pero puedo hacerlo de forma consciente y no valiéndome de una mentira para justificar cualquier acto delictivo de alguno de los integrantes de mi círculo afectivo más próximo. Y el patriotismo es precisamente eso: una condición de irreflexividad. Para ser patriota debo aceptar cierto grado de acrítica —a veces mínimo, a veces obsceno, pero ese grado, por mínimo que sea, es todo lo que tiene de patriota un individuo. Todo lo demás es lo que tiene de individuo. Esto no niega que alguien pueda sentir “amor” por un lugar concreto, por un país, y que pueda dar la vida en su defensa. Un sentimiento de amor es irrefutable. Pero este “entregar la vida por amor” no significa que la motivación de los hechos no esté motivada en un error, en un engaño. El amor es irrefutable, pero lo que hace el amor puede ser deleznable. Y para que ese amor se identifique con la motivación errónea es necesario, además, un fuerte sentimiento patriótico. Para que ese amor nos lleve a la muerte sin el paso previo de una profunda reflexión moral es necesario un código incuestionable, una condición de fanatismo, el anestésico de un rito religioso, el patriotismo. De esta forma, la estrategia más efectiva del patriotismo consiste en identificarse —entre otras cosas— con el amor, es decir, con el altruismo, siendo que su objetivo es, paradójicamente, egoísta. Es decir, en nombre del altruismo, el egoísmo; en nombre de la unión, la discriminación.
No podemos negarlo. Todo patriotismo significa una discriminación, un crédito que extendemos a quienes comparten nuestra nacionalidad y se lo negamos a quienes no la comparten. Ahora, ¿por qué este crédito? Este crédito moral sólo puede tener una función profiláctica, pretende evitar la crítica y el cuestionamiento a quienes poseen el beneficio, la alianza interior. Pero es un crédito injusto, inhumano, discriminatorio, arbitrario.
La reflexión es cuestionamiento, el cuestionamiento es duda, y la duda siempre es un estorbo para los intereses ajenos. Un soldado que piense gasta inútilmente sus energías mentales. Si acaso se niega a ir a una guerra que considera injusta, recibirá todo el peso de la ley, la cárcel, y la lapidaria deshonra de “traidor a la patria”. Lo que demuestra, una vez más, que sólo un reducido grupo —con intereses y con poder— puede administrar el significado de lo que es y no es “patriota”. Es decir, patriota es alguien que no cuestiona, que no critica. El patriota ideal no piensa.
Yo me reconozco como uruguayo. Reconozco una vaga región cultural llamada Uruguay. Pero de ninguna manera soy patriota. Me niego a ser patriota como me niego a responder a una raza —otra histórica arbitrariedad de la ignorancia humana—. Me niego a inyectarme ese sentimiento militarista. Ser patriota es confirmar la arbitrariedad de haber nacido en un lugar cualquiera de este mundo, y negar a un africano o a un asiático el derecho al respeto y a la defensa como seres humanos. Desde niños, las instituciones sociales nos imponen ese sentimiento. Hace varios años uno de mis personajes, en el momento de jurar “dar la vida por su bandera” en su tierna infancia, gritó “no juro”, alegando que ese juramento era inválido e inútil, que gracias a ese juramento los asesinos y corruptos podían recibir sus credenciales de ciudadanía igual que cualquier honesto trabajador. Estoy de acuerdo con mi propio personaje. ¿Por qué debo amar a un desconocido compatriota más que a un desconocido australiano o más que a un desconocido portugués? ¿Por qué habría de entregar mi vida por una región del mundo en desmedro de otra? ¿Por qué el Uruguay habría de ser más sagrado que el Congo o Singapur? ¿Por qué debo considerar a mis compatriotas más hermanos que un argelino o un mexicano? Sí, me siento culturalmente más próximo a otro uruguayo, compartimos una historia, una forma de sentir el mundo, de hablar, de comer. Pero eso no le da prioridad a ningún compatriota mío a ser considerado más ser humano que cualquier otro.
Por todo eso, y por mucho más, no soy patriota. Seré patriota el día que se reconozca como única patria a la humanidad —así, sin discriminaciones.
(junio 2004)
LA COLONIZACIÓN INTRA-NACIONAL DE LOS PATRIOTISMOS
Cierta vez, en una clase de secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Juan Carlos Onetti. La respuesta fue contundente: ese señor había recibido todo de Uruguay (educación, fama) y “se había ido” a España a hablar mal de su propio país. Es decir, se identificaba un país entero con un gobierno y una ideología, excluyendo y desmoralizando todo lo demás.
De forma implícita, se asume que existe una forma única —verdadera, honorable— de país y de ser uruguayo (chino, argentino, norteamericano, francés). Si uno está en contra de esa idea particular de país, de patria, entonces es antipatriota, es un traidor.
Un requisito fundamental para la construcción de una tradición es la memoria. Pero nunca toda la memoria, porque no hay tradición sin olvidos. El olvido — siempre más vasto— es indispensable para la adecuación de una determinada memoria a los poderes presentes que necesitan legitimarse a través de una tradición. Si asumimos que los símbolos y los mitos nacionales no son imposiciones de Dios, no nos queda más remedio que sospechar de los poderes terrenales. Es decir, una tradición no es simple e inocente memoria sino memoria conveniente. esta suele cristalizarse en símbolos y vacas sagradas, y nada menos objetivo que los símbolos y las vacas.
En la España de Isabel y Fernando, la exclusión fue la base de una patria previamente inexistente. La península Ibérica era, por entonces, el rincón con mayor diversidad cultural de Europa y conformada por tantos países como esta . Ser español pasó a ser para muchos, después de la Reconquista, un ejercicio de purificación: un solo idioma, una sola religión, una sola raza. Casi quinientos años después, Francisco Franco impuso la misma idea de nación basada por lo menos en las dos primeras categorías de pureza. Camilo José Cela lo reconoció así: “Ni un solo español está libre de ver correr por sus venas sangre mora o judía” (A vueltas con España, 1973); como quien dice “nadie es perfecto”. Durante siglos los intelectuales buscaron, con obsesión, el “carácter español”, como si en la ausencia de una característica concreta se corriese el riesgo de perder la patria. Américo Castro en Los españoles… (1959) observó: “no se encontrará nada semejante a la fantasía española de imaginar españoles antes de que existiesen”. Luego criticó los escritos patrióticos que alababan lo español de Luis Vives que, aún en el extranjero “nunca olvidó Valencia”: no podría olvidar Valencia porque su familia, de origen judío, había sido perseguida y sus dos padres quemados por la inquisición. El célebre presbítero Manuel García Morente entendía que “para los españoles no hay diferencia, no hay dualidad entre la patria y la religión” (Idea de la hispanidad, 1947); “no existe el dualismo entre el César y Dios”. “España está hecha de fe cristiana y de sangre ibérica”. “En España, la religión católica constituye la razón de ser de una nacionalidad…” El gusto ultraconservador por las esencias, lo lleva a repetidas tautologías de este tipo: “el deber patriótico” es ser “fiel a la esencia de la patria”. Otro español, Julio Caro Baroja (El mito del carácter nacional, 1970), cuestionó estas ideas funcionales del poder: “Considero que todo lo que se habla de ‘carácter nacional’ es una actividad mística”. “Los caracteres nacionales se quisieron fijar como colectivos y hereditarios. Así, a veces, se recurrió a expresiones como las de ‘mal español’, ‘hijo renegado’, traidor a la ‘herencia de los padres’ para atacar a un enemigo”.
Esta estrategia del olvido y la exclusión es universal. Los chilenos, argentinos y uruguayos construimos una tradición a la medida de nuestros propios prejuicios europeístas y no en pocos momentos racistas y genocidas. Los autores de diversas limpiezas étnicas (Gral. Roca, Gral. Rivera) son honrados aún hoy en las escuelas y en los nombres de calles y ciudades. Los indígenas no sólo fueron expoliados y exterminados; también terminamos por blanquear la memoria de los salvajes indómitos. Otro español, Américo Castro, nos recuerda: “Cuando los pueblos son más creyentes que pensantes […] se hace antipático el dudar”.
Así, La patria se convierte en una idea de nación que tiende a excluir todas las demás ideas sobre la misma. Por esta razón suele convertirse en un arma de dominación negativa basada en los sentimientos positivos de pertenencia y familiaridad. Para consolidar esa arbitrariedad del poder tradicional, se recurre a otros instrumentos semánticos. Como el honor, por ejemplo.
El honor es el tributo simbólico que una sociedad impone, por medio de la violencia ideológica y moral, a aquellos individuos que deben ejercer la violencia física para defender los intereses sectarios de aquellos otros que nunca arriesgarán su propia vida en hacerlo. Por esta razón, un ideoléxico compuesto y contradictorio como “el honor de las armas” ha sobrevivido por siglos. No existe otra forma de predisponer a la muerte a un individuo por razones que no está en condiciones de comprender o, si las comprende, no está en condiciones de aceptarlas como sus propias razones. Si se trata de un soldado (el caso más común) el sueldo nunca será razón suficiente para morir. Es necesario cultivar una motivación más allá de la muerte. En el caso del mártir religioso, esta función la cumple el Paraíso; en el caso de una sociedad laica que organiza un ejército a través de un Estado secular, no queda alternativa que la retribución de una muerte ejemplar: el honor, el cumplimiento con el deber, el amor por la patria, etc. Todos ideoléxicos basados en acepciones positivas, incuestionables.
Se honra individuos (paradójicamente anónimos) porque no se puede honrar la guerra que produce esos mares de muertos sin nombres ni se puede honrar las razones financieras, políticas, los intereses de las sectas en el poder. Esto se demuestra cuando el día en que se recuerda a los soldados caídos, nunca se recuerdan los motivos que llevaron a los ahora héroes a morir. Se abstrae y se descontextualiza para consolidar el símbolo y conferirle naturaleza absoluta. Podría ocurrir que existan guerras justas (como una acción de defensa o de liberación), pero aun así resulta imposible pensar que todas las guerras son justas o santas. Entonces, ¿por qué se abstrae este elemento perturbador de la conciencia colectiva? Un solo cuestionamiento es (debe ser) interpretado como una afrenta a los “héroes caídos”. De esa forma, la ganancia es cuádruple: (1) la sociedad lava sus pecados y su mala conciencia; (2) las víctimas del absurdo reciben una gratificación moral y un sentido a sus propias desgracias; (3) se previene cualquier cuestionamiento radical sobre el sentido de las guerras pasadas; y (4) se asegura el crédito de acción para las guerras que están por venir —por unos pocos pero en nombre de todos.
(julio 2004)
LAS FRONTERAS MENTALES DEL TRIBALISMO
“Race mixing is communism”. (1958)
“Cohabitation multiethnique c’est propagande déculturée et sans projet”. (2004)
2000 ans d’Historie qui nous ont civilisés
Hace un tiempo, en un ensayo anterior, critiqué la valoración ética del patriotismo. Un lector francés que leyó una traducción de este artículo hecha por el escritor Pierre Trottier —”La maladie morale du patriotisme”— escribió un largo alegato a favor de las fronteras nacionales. Su fundamentación giró en torno a la siguiente idea: Los países tienen distintas culturas, cada uno concibe diferente la “libertad” y, por lo tanto, no es posible considerar el mundo como una “tabla rasa”, ignorando las diferencias culturales. De las diferencias culturales se concluye la necesidad de las fronteras y, más aun, los valores “patrióticos”: […] c’est à que servent les frontières: à defender des espaces de liberté dont la valeur diffère d’un côté et de l’autre. L’abolition des frontières viendra quand l’humanité se sera dissoute dans le même moule culturel universel, unique, et total (Oulala/Le Monde, 29 de agosto de 2004).
Sin negarle el derecho voltaireano, entiendo que este lector no comprendió que mi crítica al “patriotismo” —tal como es entendido hoy y creo ha sido bandera nacionalista en toda la Era Moderna— no ignoraba las diferencias culturales sino, precisamente, las tenía en cuenta. Cosa que no hace el autor de estas palabras en su respuesta, cuando dice que no todas las libertades valen igual, lo cual es bien sabido en los países con conflictos étnicos y culturales, menos por «nous, pauvres français idéalistes décérébrés par la propagande de la cohabitation multiethnique et culturallment diverse, festive et altermondiste, métisse et deculturée, déracinée et sans projet».
En otro lugar hemos analizado cómo la retórica ideológica procura identificar unos símbolos con otros, unas ideas con otras sin una relación causal o necesaria entre ellas, de forma que se logra una valoración negativa del adversario identificándolo con un concepto negativo. Es el ejemplo de las pancartas que en los años cincuenta, en el sur de Estados Unidos, podían leerse en contra de la integración racial: “Race mixing is communism” (literalmente, “integración racial es comunismo”).
Aquí estamos ante al mismo método, el cual se podría resumir de esta forma, aunque esta vez en francés: “cohabitation multiethnique” es (1) “propagande”, (2) “déculturé”, (3) “et sans Project”.
Por si la asociación arbitraria con el objetivo de identificar al adversario —o, en el mejor caso, a la idea adversaria—, no hubiese sido suficiente, el método ideológico cierra su retórica con una frase que, sin nombrarlo, alude a una expresión acuñada por el nazi Hermann Wilhelm Goering hace sesenta años: “Peut-être avez-vouz envie de sortir votre revolver quand vous entendez le mot ‘Culture’?” (En español, la intolerante frase traducida del alemán sería: “cuando oigo la palabra ‘cultura’ saco el revólver”).
No obstante, luego de haber atacado el mismo concepto de diversidad cultural, al final mi lector francés pretende identificarse a sí mismo con los defensores de la ‘Culture’, en general, cuando en su caso omitió, deliberadamente, escribir el adjetivo “française” al lado del sustantivo en singular. (El criminal Goering sólo podía concebir «Cultura», con mayúscula y en singular; mientras que nosotros preferimos el plural “culturas”; la diferencia no es simplemente gramatical, sino de vida o muerte, tal como lo demuestra la historia.) De acuerdo con el conjunto de su artículo, lo único que ha demostrado defender, antes que nada, es su propia cultura, en el entendido que los demás harán lo mismo porque el mundo es “un combat que je suis prêt à embrasser face à la menace du totalitarisme intellectuel, celui qui joue au révisionnisme des 2000 ans d’Historie qui nous ont civilisés”.
Mi tribu es el centro del mundo
No me voy a detener recordando estos arbitrarios y simplificados «dos mil años de historia» europea, cruzados por una multitud de culturas “impuras” —de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur—, de intolerancia religiosa, de totalitarismo francés —dentro y fuera de fronteras— y de libertad y derechos humanos, también franceses.
Ahora demos un paso más allá. Observemos que la «otredad» no tendría mucho sentido si el «otro» fuera un reflejo especular de nosotros mismos. El desafío y la virtud de nuestro mundo consiste, entonces, no en enfrentarnos con otras culturas y otras sensibilidades éticas sino en aprender a dialogar con las mismas. Ninguna de ellas podría fundamentar un derecho superior o natural sobre la otra, tal como lo sostienen explícitamente algunos intelectuales del centro, como Oriana Fallaci. Sólo la fuerza es capaz de establecer esta diferencia jerárquica, pero recordemos que en un mundo que se ha cerrado en su geografía, la fuerza puede lograr victorias económicas y militares, pero no la justicia necesaria para la paz y el progreso sostenido de la humanidad. Por no hablar sólo de justicia como fin en sí misma.
Esta diversidad cultural —a la cual no estamos tan acostumbrados como presumimos; aún nos pesa la sensibilidad moderna de “mi tribu como centro del mundo”— es posible siempre y cuando unos y otros son capaces de compartir ciertos presupuestos morales. Para entenderme con un chino, con un norteamericano o con un mozambiqueño no necesito exigirle que se vista como yo, que acepte mi preferencia de Sartre sobre Hegel, o de Buda sobre John Lennon o que modifique su política impositiva. Incluso no debería ser necesario, para reconocer al otro, que el otro comparta mis tendencias sexuales, mi heterosexualidad, por ejemplo. Sí es rigurosamente necesario que ambos, el otro y yo, compartamos algunos axiomas morales como alguno de los que se encuentran resumidos en la Segunda tabla del Decálogo de Moisés: “no matarás; no robarás; no calumniarás…”.
Pero observemos que estos preceptos —que también son prejuicios que podemos llamar positivos o fundamentales, ya que no necesitan ser confirmados por un análisis o pensamiento— no son propios únicamente de la tradición judeo-cristiano-musulmana. Muchas otras religiones, en muchas otras civilizaciones que se desconocían mucho antes de Moisés, ya observaban estos mismos mandamientos. Si bien el psicoanálisis nos advierte que “se prohíbe aquello que se desea”. también es cierto que podemos reconocer una “cultura común” que ha ido consolidado normas interiorizadas que se reflejan en una determinada conducta individual y social que nos pone a salvo de la incomunicación y la destrucción. Además, la tendencia a la conservación de la vida es mayor que la tendencia humana a la destrucción y al genocidio se demuestra con la misma existencia de la raza humana. Sería inimaginable concebir una ciudad de diez millones de habitantes, por “monstruosa que parezca” controlada por el miedo y una fuerza represiva infinita. Es decir, sería inimaginable concebir apenas una avenida en Nueva Delhi, en Estambul, en París o en Nueva York sin una conciencia ética fuerte y compleja que facilitara la vida y la convivencia, mejor que cualquier sistema de tránsito facilita el flujo vertiginoso de los vehículos por una red compleja de autopistas.
Las culturas no necesitan fronteras
Si estos argumentos no fueran suficientes para contestar a las observaciones de mi lector francés, procuraría expresarme con un ejemplo tomado, precisamente, de una gran ciudad cualquiera. Pongamos una que suele ser paradigmática por su cosmopolitismo: mi admirada Nueva York. Para este análisis, dejemos de lado por el momento consideraciones geopolíticas —de las cuales ya nos hemos ocupado varias veces y nos seguiremos ocupando en otros ensayos—. Observemos sin prejuicios ideológicos esta región del mundo, como un laboratorio, como un experimento posible de ser extendido a una posible sociedad global sin fronteras nacionales. No hablo aquí de exportar una ideología —¡sálveme Dios!— sino de advertir una situación humana posible, que no se diferencia mucho de otros ejemplos como la Bagdad de las Mil y una noches o la Alejandría egipcia que albergó la biblioteca más grande del mundo antiguo, además de africanos, romanos, griegos, semitas, judíos y comerciantes de todo el mundo —hasta que las masacres de algunos césares, que nunca faltan, terminaron con la población y con su ejemplo.
En Nueva York podremos reconocer una gran variedad de culturas conviviendo en un área relativamente pequeña, donde se hablan más de una docena de idiomas, donde hay más restaurantes italianos que en Venecia o más restaurantes chinos que en Xi’an, sin contar sinagogas, mezquitas, e iglesias de todo tipo. En un artículo anterior anoté que muchas veces esta convivencia no resulta en un conocimiento del «otro», pero creo que sigue siendo un valioso progreso el hecho de que sean capaces de convivir sin agredirse por sus diferencias.
Ahora ¿qué rescato de esta metáfora llamada Nueva York? Muchas cosas. Nueva York es ejemplo de una gran diversidad cultural, política, económica, ética, religiosa, filosófica y artística. Y, no obstante, ni el barrio chino, ni el italiano ni el irlandés necesitan de ningún sentimiento patriótico para sobrevivir como comunidad barrial ni para salvaguardar la existencia pacífica de la ciudad entera. Lo único que necesitan es compartir unos pocos principios morales, muy básicos, como aquellos que anotamos más arriba. Principios que, por supuesto, no compartían quienes estrellaron los aviones en el World Trade Center en el 2001 ni aquellos higiénicos jefes y soldados que violaron prisioneros en Irak o suprimieron aldeas en Vietnam “porque molestaban demasiado”. Pero observemos que una confusión también criminal se produce cuando el mundo musulmán es identificado con este tipo de mentalidad intolerante, terrorista. De esa forma, identificamos al enemigo en el otro, en la otra cultura y, por lo tanto, justificamos nuestro pulcro, higiénico y estúpidamente orgulloso patriotismo, destruyendo la humanidad.
Por supuesto que el mundo no es Nueva York, y muchos lo festejarán. No obstante, con este ejemplo no me refiero a ciertos “valores nacionalistas” que deberían ser extendidos por el mundo sino todo lo contrario: la superación de estos valores arbitrariamente sectarios, tribales que amenazan a la otredad y, con ello, a la raza humana.
El ensayo en cuestión —La enfermedad moral del patriotismo— ha sido reproducido en muchos medios y ha sido recibido de muchas formas. Con elogios y con insultos, con comprensión y con “rabia y orgullo”. Mientras tanto, procuro repetir sobre el teclado lo que fue capaz de hacer el francés Philippe Petit, aquel francés que, con cierto aire delicado, caminando sobre el vacío, de una torre a la otra, nos dejó una lección para la posteridad: el equilibrio y el miedo, la serenidad y el vértigo desesperado, todo, está en la mente humana. De ella depende dejarnos caer en el imponente vacío o sonreírle a los pájaros.
(agosto 2004)
EL RECURSO DEL MIEDO
Robert Kagan, refiriéndose a la oposición de la “vieja Europa” al uso de la fuerza en Irak, escribió: “Cuando no se tiene un martillo, no se desea que nada se parezca a un clavo”. La referencia al martillo alude a la carencia por parte de la Unión Europea de un ejército poderoso (el cual será una de sus prioridades en los próximos años, como resultado del fracaso del Derecho internacional). La refutación ética y dialéctica puede formularse invirtiendo la metáfora: cuando se tiene un martillo —y se carece de escrúpulos— cualquier cosa se parece a un clavo, incluso los seres humanos.
Lo que queda claro, por lo menos, es que las relaciones internacionales continúan basándose, como hace miles de años, en la fuerza, ya sea económica o militar, es decir, en el poder. No quiero decir que en un futuro próximo la psicología de las naciones vaya a cambiar, sino que la unidad fundamental dejará de ser, predominantemente, el país o la nación, para atomizarse en grupos más pequeños hasta concluir en los individuos. Pero en este proceso existe una contradicción implícita: la dominación de las corporaciones y la liberación de los pueblos a través de los individuos. Probablemente estemos viviendo el ascenso de los primeros, y es de esperar su derrumbe a manos de los segundos.
Echemos una breve mirada hacia atrás y veremos parte de este proceso histórico, que no se debe confundir con una especie de neohegelianismo. Para el reformador religioso Martin Lutero, fundador del cristianismo anglosajón, si se me permite, la primera condición para ser amado era la sumisión. Si bien Lutero se había revelado contra la autoridad del Papa y de la estructura vertical de la Iglesia católica, condenó la rebeldía de aquellos que, a su juicio, eran incapaces de ser libres. A pesar de su manifiesto fatalismo, parecería que, muy en el fondo, Lutero hubiese sentido que la predestinación terminaba donde comenzaba el poder. Autoridad con los de abajo y sumisión con los de arriba, era su fórmula y la fórmula de los neoliberales.
En este sentido, para un artesano o para un campesino, era lo mismo someterse a la autoridad del Papa o de un emperador que someterse a la autoridad de un príncipe o del nuevo reformador religioso. Su relación con el poder no había cambiado substancialmente. De hecho, era la misma relación que se había establecido desde los orígenes de los monoteísmos religiosos, base espiritual y psicológica del actual mundo islámico y occidental. Hasta el advenimiento de Cristo, el temor a Dios era más importante que el amor. Abraham es un ejemplo moral en el Génesis porque teme desobedecer a Dios y, por lo tanto, no duda en matar a su hijo como prueba de su fe. Intento por el cual fue históricamente elogiado por la teología y sin duda hubiese sido condenado a prisión o a un manicomio por cualquier juez contemporáneo. Hasta el más ortodoxo abrahamista condenaría hoy a cualquier padre de familia que viniese con la misma historia.
Será Jesús, el eterno subversivo, el que pondrá en tela de juicio todas las reglas éticas y la nueva relación del hombre con la Ley. Entonces el individuo descubrirá, por primera vez, la libertad a través del amor. ¿Cómo es esto? Más allá de una reforma en la concepción de la naturaleza divina, Jesús operó un cambio ético, es decir, un cambio en las relaciones entre los individuos. De la obligación mosaica y sumeria de “no matarás” se pasa a su traducción al positivo de “amarás a tu prójimo”, especialmente si se trata de un pordiosero, de una prostituta o de cualquier otro ser humano marginado por el poder y la moral oficial. Amor, claro está, del todo utópico, si los hay, ya que la humanidad jamás pudo lograr la democratización de este sentimiento, el que se encuentra aún circunscripto a la vida privada y lejos de la vida pública. En el área pública, lo más que los individuos han logrado sentir es compasión por el extraño —probable reflejo del amor propio, ya que un extraño nunca lo es en valor absoluto; un extraño es una variación desconocida de nosotros mismos o de un familiar nuestro, y por ello sentimos dolor por su dolor—. La compasión pública luego se traduce en limosnas y, más tarde, en previsión social. Pero no en amor. Sin embargo, la utopía del amor democrático e indiscriminado es noble, aunque no haya impedido que en los sucesivos siglos los seguidores de Cristo lo hayan predicado con la persecución, la tortura y la muerte. El mismo amor que impúdicamente y sin arrepentimientos proclaman hoy en nuestros países aquellos que fueron cómplices o responsables directos de las violaciones a los derechos humanos más básicos.
Pero lo importante de su reforma —hablo de Cristo, pero no como religioso—consistió en introducir no sólo la libertad a través del amor, sino también a través de cierta racionalidad en la interpretación y en la reforma de las leyes inamovibles de las Sagradas Escrituras. Hecho que, por lo menos, resulta milagroso desde un punto de vista teológico: la posibilidad de cambiar una orden dictada por Dios usando la razón y el análisis ético, es decir, la libertad individual. Esta idea podríamos demostrarla citando pasajes bíblicos, pero no es el momento ahora.
Es interesante observar que hasta hoy la enseñanza de Jesús ha sido sólo un paréntesis en la historia de la humanidad. Por lo general, el espíritu autoritario y la orden de sumisión al Poder —al padre, al Estado— han prevalecido. Tanto como para que, desde tiempos faraónicos hasta Bordaberry, pasando por “reformadores” como Martin Lutero, se haya considerado el poder como un don de origen divino, sin importar si procedía de un rey sabio o de un tirano impiadoso. “Aun cuando aquellos que ejercen la autoridad fueran malos o desprovistos de fe —escribió Lutero—, la autoridad y el poder que esta posee son buenos y vienen de Dios” (Römerbrief).
Está claro que la “sociedad desobediente” es un paso casi imposible de la humanidad, si consideramos sus últimos cuatro mil de años de historia religiosa. Mucho más cuando vemos el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos en Oriente y en Occidente, el aumento del control militar y sanitario, y la restricción de la libertad en términos policiales y aduaneros. Sin embargo, y aún ante tan grandes obstáculos, una batalla social y psicológica a gran escala se está produciendo en el resto de la población que lejos de beneficiarse del poder económico y ético, que ostentan los grupos fundamentalistas, lo sufren.
Cada vez será más difícil someter a la población mundial a la coacción estatal, primero, y corporativa después. Luego de exterminar la violencia no oficial, la violencia ilegal, la violencia del débil (si realmente existe el interés de exterminarla), el poder dominante deberá transformar su estrategia cambiando las armas de fuego por la dialéctica y la propaganda. ¿Por qué? Sencillamente porque cada individuo que no participa directamente de la violencia, legal o ilegal, comienza a tener parte en la generación de riqueza, y eso significa desestructuración del dominio vertical. La insumisión es la negación del poder y, a lo largo de la historia, ha sido variadamente maldecida con palabras como “revolución”, “subversión” o “rebeldía”. En la modernidad la idea de “revolución” perdió su maldición teológica para convertirse en una virtud de la nueva sociedad. Luego, en la posmodernidad, es probable que la idea de “rebeldía” corra la misma suerte, ya no en figuras aisladas como las del Che Guevara sino a través de toda la sociedad. Sin embargo, algo es permanente: para el poder dominante, cualquier tipo de insumisión será siempre su negación. Recordemos que en francés y en inglés, “peligro” se escribe “danger”, palabra que a su vez se derivó del latín “dominiura”, que en español significa “dominación reforzada”.
Si bien la era del trabajo industrial fue un período de mayor seguridad para el individuo, también es cierto que su total dependencia lo hacía un engranaje más del sistema de producción, casi siempre pasivo o impotente ante el capital e, incluso, ante su propio sindicato. Todo lo cual favorecía una relación muy estructurada entre las partes; una relación de solidaridad y dominación, de agradecimiento y sumisión. La posición espacial del mal era clara: para los sindicatos estaba en la gerencia; para los gerentes estaba en los sindicatos.
Actualmente, el mal aparece muy bien definido en los grupos terroristas, por unanimidad, y sobre grupos económicos y estatales, según sea el caso del discurso alternativo. Pero nada de esto explica las relaciones de poder y de orden actuales. Es probable que el destinatario final de este antiguo producto —el miedo inducido— sean las millonarias poblaciones de ciudadanos que comienzan a independizarse de los poderes centrales, de aquellos que necesitan de la estructuración rígida de las sociedades con el fin de dominarlas. Y será aquí cuando la ideología secreta del miedo alcance su máxima expresión.
El miedo y la esperanza están relacionados con el futuro de la misma forma que la nostalgia lo está con el pasado. Al mismo tiempo que son sentimientos universales, por lo menos en la raza humana, constituyen tres de los puntales más importantes de la política. En los mejores momentos, el poder político actúa sobre las causas que producen estos sentimientos para prevenirlos o para estimularlos. Es decir, la acción de un grupo o de un líder puede perseguir resultados concretos que signifiquen un aumento de la esperanza y una disminución del miedo (inseguridad) de una sociedad. Sin embargo, en su versión más oscura y perversa, el poder, político o de clase, actúa directamente sobre la nostalgia, la esperanza y el miedo para lograr resultados que beneficien su posición estratégica, su propio poder. Actúa como un gurú quien, para paliar el hambre, en lugar de proporcionar alimentos, actúa sobre la sensación de hambre. Esta versión de la acción del poder político y económico, tal vez la más común, es la perversión de su razón de ser.
El resultado es la manipulación de los sentimientos en procura de una acción social, mientras, en realidad, se pretende lo contrario. Esta estrategia es básica para los grupos llamados terroristas, pero también lo es para la política tradicional: si los grupos marginales siembran el miedo en una sociedad para destruir el poder que la domina, los grupos en el poder persiguen el mismo objetivo. Porque si una sociedad teme el caos y la inseguridad, se someterá más fácilmente al poder vertical que debería protegerla contra el desorden, aunque para ello deban perder su libertad.
De mi vida en África recuerdo la especial disposición de los actores de una tribu para representar escenas que sólo ellos consideraban ficción. Las mujeres no; ellas creían en la representación de los demonios como algo real-onírico. El objetivo de esta danza era atemorizar a las mujeres con demonios venidos desde afuera. Los demonios eran los invasores. De esta forma se alejaba a las mujeres del peligro a través del miedo. Lo cual podría resultar válido en el cuidado de un niño, pero es del todo erróneo cuando se perpetúa en un adulto, porque es una forma no sólo de desvalorizarlo sino de impedir su propio desarrollo —su libertad.
Si bien el terrorismo psicológico es casi tan viejo como la tortura física, probablemente será la estrategia más usada por los poderes dominantes que verán amenazada su permanencia. Y nada más fácil y efectivo que la búsqueda de fantasmas. Un hombre puede salir a cazar jabalís, pero si no encuentra uno, volverá a su casa sin la presa. Pero yo les digo que pocas búsquedas hay tan seguras como la búsqueda de fantasmas. Quien sale a buscar fantasmas siempre regresa a casa con alguno de ellos, acompañados, la mayoría de las veces, por dos o tres cadáveres.
(octubre 2003)
EL FORO DE LAS IDEAS EN ESPAÑOL
Diciembre 9, 2007, 7:00 p.m. ET, University of Miami. Una voz de evento anuncia el Primer Foro Presidencial del Partido Republicano en español, mencionando las reglas: en el foro no habrá debate ni diálogo, ni se hablará español. Otra particularidad: el foro de ideas está organizado por la poderosa cadena Univisión en la Universidad de Miami.
Tomo asiento y escucho con atención. Cada candidato tiene un traductor simultáneo al español. Todos sonríen, menos uno. A mí sólo me mueve una curiosidad griega. La simpática María Elena Salinas modula su voz. El famoso periodista Jorge Ramos, con su habitual seguridad afirma:
RAMOS: …los votos hispanos pudieran decidir quién será el próximo presidente de los Estados Unidos.
El público está algo excitado.
HUNTER: …luego, muchos años después en El Salvador, un presidente republicano, Ronald Reagan, brindó una barda para protegerlos mientras tenían elecciones libres, que trajeron la libertad a ese país. Fueron dos partidos distintos, pero estoy hablando del partido de la libertad, el Partido Republicano…
El público comienza a entusiasmarse. El calor de Miami recorre la platea.
SALINAS: Congresista Paul, la misma pregunta. El Partido Republicano ha perdido terreno, únicamente el 23 por ciento apoya al partido. ¿Qué hacer para recuperar el terreno?
PAUL: …tanto los hispanos como todos los demás americanos están cansados, están a favor de la paz, no a favor de la guerra… Estamos olvidando nuestras necesidades acá bombardeando allá… Se supone que somos los conservadores fiscales y no lo somos. Por eso es que perdimos la elección el año pasado, porque no respaldamos los principios a favor de la paz, de la libertad y de los Estados Unidos de América.
Los aplausos comienzan a decaer. La siguiente pregunta recae sobre el idioma. Romney sonríe, con su pelo negro impecable y su oído atento a la ola de voces. Sonríe, tal vez calcula.
ROMNEY: …somos una sociedad plural y maravillosa, esta estatua que usted tiene acá en pantalla, detrás de nosotros, esta es una luz que ilumina a todo el mundo y dice, esta es una tierra insólita, esta es una tierra que le da la bienvenida al pueblo de todos trasfondos, de todas las etnias…(Aplausos) Somos el partido de la fuerza y el partido de la libertad. Gracias. (Aplausos)
SALINAS: Congresista Paul, ¿cuál sería el valor práctico del inglés oficial?
PAUL: …pienso que aquellos que atacan el bilingüismo tienen envidia, quizás se sienten inferiores porque no son capaces de hablar otro idioma…
SALINAS: Hace exactamente hoy una semana, Venezuela rechazó cambios a la Constitución, pero el presidente Hugo Chávez…
Los aplausos interrumpen a María Elena, quien hace algún esfuerzo por impedir una sonrisa.
SALINAS: Muchos creen que el presidente Chávez es una amenaza para la democracia en la región. Si usted fuera presidente, ¿cómo lidiaría con Chávez?
PAUL: Bueno, él no es la persona más fácil con quien lidiar, pero tenemos que lidiar con todas las personas en el mundo de la misma manera, con amistad, oportunidad de dialogar y comerciar con las personas…
Los abucheos lo interrumpen. Ron Paul, con su mirada cansada pero con el rostro ya curtido por largos años de disidente, insiste, imperturbable, tal vez resignado.
PAUL: …hablamos con Stalin, hablamos con Kruschev. Hablamos con Mao y hemos hablado con el mundo entero, y de hecho estamos en un momento en que debemos hablar incluso con Cuba.
Ahora los abucheos crecen como un huracán sobre Miami.
PAUL: …y viajar a Cuba y tener comercio con Cuba. Pero déjenme decirles por qué, por qué tenemos problemas en Centro y Sudamérica: porque hemos estado metidos en sus asuntos internos hace tanto tiempo, nos hemos metido en sus asuntos de negocios y nosotros creamos a los Chávez de este mundo, hemos creado a los Castros de este mundo, interfiriendo y creando caos en sus países y ellos responden sacando a sus líderes constituidos.
Los abucheos alcanzan su clímax. Miami se lo quiere comer crudo, sin ron caribeño. Las reglas civilizadas del foro obligan a seguir indiferentes al próximo candidato, que ha escuchado muy bien la voz del pueblo.
HUCKABEE: …Aunque a Chávez lo eligieron, no lo eligieron para ser un dictador que es en lo que se ha convertido suspendiendo la ley constitucional. Mi mamá decía: ‘Si uno le da suficiente soga a alguien, se van a colgar’, y yo pienso…
El pueblo se ha calmado con las últimas palabras. Unos esperan con más ansiedad a Giuliani y a Romney.
GIULIANI: Yo, por cierto, estoy de acuerdo con la manera en que el rey Juan Carlos le habló a Chávez, así mismo lo haría yo. (Aplausos) Mucho mejor que lo que quiere hacer el congresista Paul… Hay un contra movimiento en Latinoamérica, se ve en Panamá, en Colombia, se puede ver en México. Yo creo que al presidente Calderón lo eligieron, no es que yo sea experto en política mexicana, pero yo creo que Chávez tuvo algo que ver con eso…
Mi curiosidad griega ha disminuido un poco. Espero una pausa comercial para consumir algo. Me aguanto, porque está hablando Romney.
ROMNEY: …el curso que tienen que tomar los estadunidenses es continuar el aislamiento de Cuba, mantenerlos aislados, no es como lo que dijo Barack Obama, el demócrata, que iba a visitar personalmente a Castro en Cuba…
El entusiasmo del pueblo sigue in crescendo.
McCAIN: Quiero felicitar al pueblo venezolano por rechazar este intento del dictador de hacerse dictador de por vida. Yo también quiero repetir unas palabras del príncipe Juan Carlos: “¿Por qué no te callas?”.
Los aplausos lo interrumpen. Comienzo a imaginar que el público no está compuesto de académicos. El senador ha confundido al rey Juan Carlos con el príncipe Carlos, y el traductor cambió “prince” por “presidente Juan Carlos”. Me acordé cuando hace unos años yo estaba en España y el gobernador Bush de Florida saludó a la “República española”.
McCAIN: …me da gusto que a mí me apoye gente que me aconseja y sabe mucho de esos asuntos… Si yo fuera el presidente de Estados Unidos, yo ordenaría que se hiciera una investigación… (Aplausos) a los cubanos que murieron, a los que tiró del avión bajo órdenes de Raúl y Fidel Castro, y los enjuiciaría si hiciera falta.
RAMOS: Una encuesta revela que dos de cada tres hispanos creen que los Estados Unidos deberían retirar sus tropas de Irak…
HUNTER: …si usted averigua qué piensan los hispanos de la Décima División de la Marina y de la Caballería, los resultados serán muy distintos a los de la encuesta que habla usted. (Aplausos)
ROMNEY: …lo que estamos haciendo nosotros en Irak es tratar con la protección de las vidas de los ciudadanos estadunidenses, acá y en diferentes partes del mundo, me refiero a las vidas en todas partes del mundo, a la honestidad y a la libertad…
SALINAS: Gracias. Congresista Paul, de todos usted tiene un punto de vista diferente.
PAUL: Sí, así es, yo tengo un punto de vista diferente porque no estamos justificados en meternos ahí, no declaramos la guerra y yo les diría a los hispanos que si piensan que deben venir a casa, mi respuesta es vengamos a casa lo antes posible. Tengo un punto de vista diferente porque respeto la Constitución y escucho a los padres fundadores que nos dicen ‘quédense afuera de los asuntos internos de otras naciones…’.
THOMPSON: …La comunidad hispana se conoce por sus valores. Saben que el matrimonio, por ejemplo, es entre hombre y mujer… (Aplausos) Saben que la familia es el centro de la sociedad, y con familias fuertes tenemos sociedades mejores… (Aplausos)
Mi energía socrática está agotada. Casi no comprendo lo que dicen. Necesito un agua tónica.
PAUL: Lo más importante que pueden hacer los hispanos, o lo que pueden hacer todos los estadunidenses, es unirse para restaurar nuestra Constitución y nuestro gran país; nos hemos extraviado, y esto no es un problema hispano, es un problema americano. Lo que queremos es que el imperio de la ley sirva para tener, todos, oportunidades, no solamente tenemos que restaurar la Constitución, sino primero tenemos que leerla y entender lo que quiere decir. Ser libres en este país nuevamente.
Los gritos siguen a las palabras de Ron Paul. Ron Paul no es un buen político. No sabe escuchar la voz del pueblo de Miami. Ruddy es diferente, Ruddy sabe cómo hacerlo.
GIULIANI: Los hispanoamericanos ya han llegado a un gran nivel en Estados Unidos…
Necesito tomar aire. La emoción por el calor del pueblo en comunión con sus líderes deja exhausto a cualquiera.
GIULIANI: …algo que ha sido maravilloso para nosotros es que hayan venido los cubano-americanos aquí, que nos hayan hecho mejores norteamericanos, it made us better Americans.
ROMNEY: …somos la esperanza del mundo… And Hispanics are brave and they are free. (Aplausos)
Espero, luego me levanto para buscar un café.
RAMOS: Muchas gracias por confiar en Univisión y muchísimas gracias por haber participado en este Foro Presidencial Republicano trasmitido exclusivamente en español por Univisión…
SALINAS: Por supuesto que los candidatos ya hablaron, ahora les toca a ustedes, los votantes. Así que, si usted es ciudadano norteamericano, inscríbase y vote, haga valer su voto.
(diciembre 2007)
RON PAUL Y EL ANARQUISMO DE DERECHA
Escandalizado por la miseria que había encontrado en las clases bajas de la poderosa Francia, Thomas Jefferson le escribió a Madison que esta era producto de la “unequal division of property” (“división desigual de la propiedad”). La riqueza de Francia, pensaba Jefferson, estaba concentrada en muy pocas manos, lo que provocaba que las masas vivieran desempleadas y mendigando. También reconoció que “la igual distribución de la propiedad es impracticable”, pero las grandes diferencias producen miseria. Si se quería preservar el proyecto utópico de la libertad en América, ya no solo por justicia, era urgente asegurar que las leyes dividiesen las propiedades obtenidas por herencia para ser equitativamente distribuidas a los descendientes (Bailyn 2003, 57). Por esta razón, en 1776 Jefferson abolió en su estado las leyes que privilegiaban herederos y estableció que toda persona adulta que no poseyera 50 acres (20 hectáreas) de tierra, las recibiera del Estado, ya que “la tierra pertenece a los vivos, no a los muertos” (58).
Alguna vez Jefferson sostuvo que, si tuviese que elegir entre un gobierno sin periódicos y los periódicos sin gobierno, elegía esto último. Como la mayoría de sus pares fundadores, fue famoso por otras ideas libertarias, por su anarquismo moderado y por una colección de otras contradicciones.
Quizás hoy en día Ron Paul sea una especie de encarnación posmoderna de aquel presidente y filósofo ilustrado. Quizás por eso mismo haya sido desplazado por Sarah Palin en la definición de lo que es ser un buen conservador. Además de médico, representante texano y uno de los líderes históricos del movimiento Libertario, probablemente Paul sea el verdadero fundador del inexistente Partido del Té (Tea Party).
Si algo ha diferenciado en las últimas décadas a los republicanos neoconservadores de los demócratas liberales, es su fuerte intervencionismo internacional con reminiscencias mesiánicas o sus tendencias a legislar contra el matrimonio homosexual. Por el contrario, si algo ha caracterizado la fuerte crítica y la práctica legislativa de Ron Paul ha sido su propuesta de eliminar el banco central de EE.UU, su oposición a la intromisión del Estado en la definición de lo que es o debe ser un matrimonio y su oposición a todo tipo de intervencionismo en los asuntos de otros países.
Un momento ilustrativo fue el debate del partido Republicano en Miami, en diciembre de 2007. Mientras el resto de los candidatos se dedicaron a repetir frases prefabricadas que levantaron los aplausos y el entusiasmo del público hispano de Miami, Ron Paul no perdió la oportunidad para repetir sus incómodas convicciones.
Ante la pregunta de María Elena Salinas sobre cómo tratar con el presidente de Venezuela, Ron Paul simplemente contestó a favor de dialogar con Chávez y con Cuba. Obviamente los abucheos resonaron en toda la sala. Sin esperar a que la tribuna se calmara, contraatacó: “Pero déjenme decirles por qué, por qué tenemos problemas en Centro América y en América del Sur: porque hemos estado metidos en sus asuntos internos desde hace mucho tiempo, nos hemos metido en sus negocios. Nosotros creamos a los Chávez de este mundo, hemos creado a los Castro de este mundo, interfiriendo y creando caos en sus países y ellos han respondido sacando a sus líderes constituidos…”.
Los abucheos terminaron con la línea argumentativa del tejano, hasta que le preguntaron de nuevo sobre la guerra en Irak: “no tuvimos razones para meternos ahí, no declaramos la guerra […] Tengo un punto de vista diferente porque respeto la Constitución y escucho a los padres fundadores que nos dicen: “quédense afuera de los asuntos internos de otras naciones”.
En política interna, el movimiento Libertario comparte varios puntos con los neoconservadores. Por ejemplo, la idea de que las desigualdades son producto de la libertad entre diferentes individuos con habilidades e intereses diferentes. De ahí que la idea de “distribución de la riqueza” sea entendida por los seguidores de Ron Paul como un acto arbitrario, de injusticia social. Para otros neocons, es simplemente un producto del adoctrinamiento ideológico de los socialistas como Obama. Acto seguido, no pierden oportunidad de señalar todos los libros de Karl Marx que Obama estudió, aparentemente con pasión, en Columbia University y todas las reuniones de los “Socialist Scholars Conference” a las que acudió (Radical-in-Chief: Barack Obama and the Untold Story of American Socialism, Stanley Kurtz). No obstante, según la perspectiva de los libertarios, todo esto caería dentro de los derechos de cualquiera, como fumar marihuana, siempre y cuando no intente imponérselo a los demás. Cosa que en un presidente sería por lo menos difícil.
La vaca sagrada de los neoconservadores norteamericanos es la libertad (ya que para ellos el liberalismo es una mala palabra) como si se tratase de una escancia independiente de la realidad. Para lograrla, basta con eliminar o reducir todo lo que se llame Estado y Gobierno. Menos el ejército. De ahí la afición de algunos por las armas en manos de los individuos: para ser usadas contra el poder intruso de los gobiernos, sean propios o ajenos.
Los fanáticos de la libertad absoluta no consideran o le restan importancia al hecho de que para ser libres se necesita una determinada cuota de poder. Para Jefferson y para el Che, el dinero era solo un mal necesario, producto de la corrupción de la civilización y frecuente instrumento de robo. Pero en nuestro tiempo (ya lo sabían los griegos de Pericles) el poder radica en el dinero. Basta, entonces, tener más dinero para ser, en términos sociales (no existenciales) más libre que un obrero que no puede disponer del mismo grado de libertad para educar a sus hijos o para tener tiempo libre que estimule su desarrollo humano y su creatividad intelectual.
En el otro extremo, en gran parte de América latina, hoy en día la vaca sagrada es la “distribución de la riqueza”, Estado mediante. Con frecuencia no se considera o se le resta importancia al hecho de que también la producción puede estar mal distribuida. Aquí los parámetros culturales son cruciales: hay individuos y grupos que crean y trabajan por el resto que luego clama por la injusticia de no obtener los beneficios que se merecerían si existiera la justicia social. Lo que es como si un mentiroso se escondiese detrás de una verdad para salvar y perpetuar sus vicios. Para esta posición, cualquier mérito es sólo el resultado de un sistema opresivo que, incluso, no permite a los perezosos salir de su pereza. Así, la pereza y el robo se explican por la estructura económica y la cultura de la opresión que mantiene a grupos enteros en la ignorancia. Lo cual no deja de ser cierto hasta cierto punto pero no es suficiente para demostrar la inexistencia de eternos haraganes y otros escasamente dotados para el trabajo físico o intelectual. En todo caso no debería haber redistribución de la riqueza si primero no hay redistribución de la producción. Lo que en parte sería también una redistribución de las ganas de estudiar, de trabajar y de hacerse responsable de algo.
En la actualidad los Estados son males necesarios para proteger la iguallibertad. Pero al mismo tiempo son el principal instrumento, como creían aquellos revolucionarios americanos, para proteger los privilegios de los más poderosos y alimentar el vicio moral de los más débiles.
(febrero 2011)