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Guerrero y el régimen político mexicano, Jorge Rendón Alarcón
ОглавлениеLa violencia y el ejercicio arbitrario de los poderes públicos en Guerrero tiene que ser explicado en el marco de la configuración actual del ejercicio del poder en nuestro país y es que, en efecto, en la construcción política de México el acento se puso en el ejercicio discrecional del poder, por los supuestos alcances sociales de la Revolución, y no en las leyes e instituciones. En este sentido, el régimen de la Revolución impidió las legítimas expresiones de la sociedad mexicana con un sistema político corporativo que violentó la vida pública para mantener un país homogéneo configurado desde el partido oficial. Así, la inexistencia de un orden que por su legitimidad no tenga otro propósito que la salvaguarda y realización del ciudadano es y ha sido el origen de los problemas de violencia en la entidad.
Tragedias como la ocurrida a los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, resultado de la complicidad entre las instancias de gobierno y el crimen organizado, ponen de manifiesto la descomposición extrema del régimen de la Revolución hasta un punto tal en que hoy México se encuentra frente a la disyuntiva, impostergable, entre un Estado de derecho democrático o continuar con ese ejercicio del poder que en su supuesto contenido social dio lugar —en realidad— a un ejercicio arbitrario y discrecional del poder que terminó convirtiéndose en instrumento de corrupción y enriquecimiento de una burocracia siempre ajena a la legalidad constitucional. Lo anterior explica en buena parte, también, la situación de deterioro de la vida pública y su fragilidad ante el crimen organizado. El presente trabajo busca mostrar esa realidad social y política en un estado —Guerrero— que por sus características constituye uno de los ejemplos extremos de lo aquí mencionado.
La historia política reciente del estado de Guerrero ha sido una cadena ininterrumpida de violencia y arbitrariedad en el ejercicio del poder, uno y otro hecho han puesto reiteradamente de manifiesto la inexistencia de poderes legítimos conforme a su formal origen constitucional. En este sentido, bien puede decirse que el ejercicio de los poderes locales no ha hecho más que reproducir el despotismo del propio régimen político mexicano y su reiterado ejercicio al margen de la Constitución. Sólo de esta manera puede explicarse que durante el último medio siglo el estado de Guerrero se haya convertido en el escenario de una tragedia social y política sin fin que se inició por cierto, en los tiempos recientes, en medio de los mayores logros económicos del régimen surgido de la Revolución mexicana resultado de lo que se llamó el desarrollo estabilizador.
Cuando México conseguía sus mayores éxitos económicos con un crecimiento hasta del 8 por ciento anual el régimen mostraba ya en Guerrero la peor de sus caras: su carácter cerrado y autoritario y, por ello, un ejercicio del poder ajeno también a cualquier forma de legitimidad apegada al acuerdo constitucional. Tal estado de cosas se habría de poner de manifiesto con todas sus graves consecuencias en una de las entidades del sur del país más precarias, poniendo así también de manifiesto las profundas contradicciones del régimen surgido de la Revolución. En efecto, en los años sesenta del siglo pasado, habiendo dejado ya atrás lo que podría llamarse el periodo activo de ese movimiento y con la consolidación del carácter corporativo del mismo, ese ejercicio del poder se exacerbó hasta el límite del rompimiento con lo que hasta entonces podría haber sido considerada su base social.
Como consecuencia de lo anterior, tuvo lugar en la capital estatal —en Chilpancingo— la exacerbación del conflicto entre ciudadanos y el despotismo político del régimen hasta un extremo tal que el Ejército llegó a masacrar a una ciudadanía que, inerme frente a ley, se encontraba ahora además inerme ante las propias fuerzas armadas. De esta manera, uno de los diarios nacionales informaba un día después que la tarde del 30 de diciembre de 1960 había tenido lugar en Chilpancingo un trágico hecho de violencia resultado de dicho ejercicio arbitrario del poder: “Trece muertos y treinta y siete heridos hubo esta tarde aquí cuando elementos del 6o. y 24o. batallones del Ejército sostuvieron un encuentro a tiros con ciudadanos de esta capital”.23
Los hechos tuvieron lugar como resultado de un ejercicio del poder —como decimos—, sin controles constitucionales; en este caso exacerbado por el gobernador en turno de la entidad, Raúl Caballero Aburto. Ese ejercicio arbitrario del poder y al margen de la ley sin otro beneficiario que quien detentaba el cargo, sus familiares y amigos —lo que se puede constatar hasta el cansancio en los diarios de la época— dio lugar a la exacerbación del conflicto y al trágico desenlace. Frente a ello, los poderes federales terminaron por desconocer a su gobierno pero dando clara muestra, también, de una incomprensión de fondo del problema político que todo ello planteaba: la puesta en cuestión de la legitimidad del régimen y, en consecuencia, la exigencia de poderes legítimos y como tales a favor de la realización de los propios ciudadanos.
En un régimen político donde las acciones de gobierno no se encuentran enmarcadas dentro de reglas legales ni sujetas al escrutinio público, es explicable que quien lo ejerza concentre un poder que va mucho más allá del ámbito político para inmiscuirse en la sociedad y en la economía en su conjunto, pervirtiendo así la vida pública y dando lugar, con ello, al debilitamiento y a la descomposición de la vida social: esto es exactamente lo que hemos tenido en el estado de Guerrero durante los últimos cincuenta años y lo que explica, también, los hechos y las circunstancias actuales.
Todo lo anterior porque el ejercicio del poder se convirtió, sobre todo a partir del último medio siglo, en un medio para afianzar poderes personales y ajenos a la ley que al transgredir los controles constitucionales permitían disponer discrecionalmente de los bienes públicos y, de esta manera, trastocar la vida pública, en este caso de la sociedad guerrerense. Sin embargo, a principios de 1961 y con una plena incomprensión del origen del problema el Senado de la República se limitaba a señalar, para justificar la desaparición de los poderes locales, que: “Se ha producido una incomprensión recíproca entre gobernantes y gobernados, de tal naturaleza que hace imposible entre ellos toda relación humana, social y constitucional, la cual es indispensable para la existencia del orden político y para la vigencia de la libertad de los individuos y de los grupos que integran la sociedad guerrerense [...] la sociedad guerrerense ha llegado a un estado de tensión, inconformidad y repudio... que impediría por completo la restauración del orden normal”.24
Al limitarse a señalar eufemísticamente la incomprensión entre gobernantes y gobernados, el Senado de la República realmente eludía el problema de fondo, es decir, el ejercicio de poderes públicos ajenos a la ley y a la Constitución y, por ello, abiertamente ilegítimos. Debemos decir además, por otra parte, que tal reconocimiento era prácticamente imposible en un régimen que surgido de la Revolución mexicana había depositado ya el poder en el presidente de la República más allá también de todo control constitucional, por lo que incluso la prerrogativa de la desaparición de poderes se convirtió en una facultad discrecional del Presidente con el Senado como mero instrumento de esa voluntad. Finalmente, dicho ejercicio discrecional del poder terminó por convertirse, en el convulso estado de Guerrero, en una variable fundamental de la inestabilidad política local. Es a partir de esas circunstancias que una década después accedió al poder uno de los cacicazgos prototípicos del estado: el de Rubén Figueroa Figueroa (1 de abril de 1975-31 de marzo de 1981), quien por voluntad del presidente Luis Echeverría (su “compadre”) llegaba a la gubernatura en abierta confrontación con el gobernador que le antecedió Israel Nogueda Otero; todo ello en medio del movimiento guerrillero de esos años y, por cierto, después de la liberación del propio Rubén Figueroa el 8 de septiembre de 1974.
Como testimonio de que nada realmente cambiaba en Guerrero, conforme a la propia naturaleza del régimen mexicano, Figueroa afirmó en su primer informe lo siguiente: “Nuestro estado era un caos, así en lo político como en lo económico, igual en lo social que en lo moral […] el orden jurídico se vio quebrantado desde sus bases, con autoridades entregadas al peor desenfreno, irresponsables y corruptas, indiferentes al cumplimiento de su deber pero atentas al uso del poder para la realización de actos ilícitos y escandalosos”.25 Paradójicamente, Figueroa no sólo habría de continuar con los mismos vicios de poder sino que los habría acentuado, como lo dio a conocer una televisora francesa al mundo entero respecto de lo que era ese ejercicio del poder: una mezcla de arbitrariedad y barbarie. Por lo demás, hay que decir también que su testimonio en primera persona era en realidad una prueba inexcusable de lo que ha sido el régimen de la Revolución mexicana en Guerrero, mismo que se ha continuado hasta hoy, como dan fe los hechos de terrible violencia en la entidad.
En ese sentido la política local se ha convertido en una absurda tragedia de degradación, de dolor y de sangre, pues el hijo de Rubén Figueroa Figueroa (Rubén Figueroa Alcocer) accedió también a la gubernatura sólo para dar lugar, conforme a las prácticas de ese ejercicio del poder, a un nuevo y terrible hecho de violencia política por lo que terminó por ser relevado a causa de la muerte de 17 campesinos provocada por la policía estatal en Aguas Blancas, municipio de Coyuca de Benítez, el 28 de junio de 1995. Figueroa Alcocer (1 de abril de 1993-12 de marzo de 1996) fue substituido por Ángel Aguirre Rivero (12 de marzo de 1996-31 de marzo de 1999), quien fungía entonces como presidente del PRI en la entidad y era, por tanto, un apoyo incondicional del gobernador. Incluso dos días antes de la renuncia de Figueroa, Aguirre Rivero, en su condición de dirigente estatal del PRI, encabezó marchas tanto en Acapulco como en Chilpancingo en apoyo del todavía gobernador.
Que luego de unos años (en 2011) Aguirre Rivero haya sido postulado por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) a la gubernatura del estado es revelador del rotundo fracaso de lo que se ha llamado la transición democrática de México, pues la misma más que impulsar la descentralización política del país lo que ha hecho es afianzar la arbitrariedad de los cacicazgos locales hasta el punto tal de condicionar incluso el papel en la identidad de los partidos políticos nacionales y al conjunto de las instituciones. Aun cuando la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la Suprema Corte de Justicia e incluso lo que se llamó la Procuraduría Especial para el caso Aguas Blancas realizaron investigaciones sobre estos hechos de violencia, ha prevalecido otro de los gravísimos rasgos del régimen: la impunidad como consecuencia de la inexistencia de un Estado de derecho legítimo.
Podemos decir, en consecuencia, que la inexistencia de un orden que por su legitimidad no tenga otro propósito que la salvaguarda y realización del ciudadano es —y ha sido— el origen de los problemas de violencia en la entidad, pero ahora además de la perversión de la vida pública y de la descomposición de la vida social, es decir, de la destrucción de una convivencia civilizada y en favor del desarrollo material y humano de los guerrerenses, todo ello como resultado de ese ejercicio arbitrario del poder. El estado de Guerrero ofrece así hoy un panorama de lo más desolador desde el punto de vista social y humano, pues con recursos naturales generosos —incluyendo sus 500 kilómetros de litoral—, sus pueblos y ciudades viven todo tipo de carencias: desempleo, servicios públicos ineficientes, violencia e inseguridad. Todo ello agravado y propiciado por el despilfarro y el uso arbitrario de los recursos públicos en los distintos niveles de gobierno; al lado de ello se encuentra hoy una sociedad inerte e incapaz de generar riqueza y bienestar por la mediatización de que ha sido objeto.
De acuerdo con cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), impulsada sobre todo por los recursos federales la economía de Guerrero avanzó un 7% en el tercer trimestre de 2014. No obstante, el índice de tendencia laboral de pobreza creció un 4% durante el cuarto trimestre (frente al 2.8% a nivel nacional). Otras cifras señalan un incremento en el porcentaje de personas cuyos ingresos no les alcanza para comer diario (de 62.8% a 65.3% en 2014), así como la grave crisis de inseguridad que se vive en Guerrero, uno de los estados con más alta incidencia de los delitos denominados de “mayor impacto” según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: el homicidio llegó a 66.01 por cada 100 mil habitantes (2012), mientras que el secuestro fue 5.87 y la extorsión 4.94 por cada 100 mil habitantes (2013).26 Por otra parte, Guerrero es uno de los estados con mayor rezago educativo a nivel primaria y secundaria. Según estudios realizados por la organización ciudadana “Mexicanos Primero”, 8 de cada 10 niños de la entidad reprueban o con dificultades superan pruebas internacionales, el 51% de los jóvenes egresan de la secundaria y únicamente el 19% termina el bachillerato; además de que el 0.1% de los jóvenes de la entidad alcanza alto desempeño y sólo 2 de cada 10 de 15 años de edad comprenden lo que leen.27
Es así que la violencia y el ejercicio arbitrario de los poderes públicos en el estado de Guerrero tiene que ser explicado en el marco de la configuración actual del propio ejercicio del poder político en nuestro país y es que, en efecto, en la construcción política del México independiente el acento se puso en el ejercicio discrecional del poder, por los supuestos alcances sociales de la Revolución, y no en las leyes e instituciones. En este sentido, el régimen de la Revolución impidió las legítimas expresiones de la sociedad mexicana al mantener un sistema político corporativo que violentó la vida pública para mantener un país homogéneo configurado desde el partido oficial. Como lo señaló Arnaldo Córdova a principios de los años setenta (las mismas fechas en las que se desata la violencia política en Guerrero), “la política de la omnipotencia [...] basta y sobra para que las masas populares no sean capaces de trascender con la acción ni con el pensamiento el marco político institucional en el que se encuentran enmarcadas. Por lo demás, toda alternativa de cambio es desprestigiada de súbito cuando se la confronta con el poderío presidencial”.28 La idea de México que prevaleció fue la de la exigencia de un orden social y político impuesto desde las esferas de un poder centralista y jerárquico.
El despotismo político del régimen mexicano, es decir la monopolización del poder por reducidos grupos bajo la égida del Presidente en turno, resultó así cada vez más adversa a una política constitucional de leyes e instituciones con las consecuencias sociales y políticas que se manifestaron en Guerrero ya en los años sesenta. A las inercias del absolutismo y a la supremacía histórica del poder central se sumó, con el régimen de la Revolución mexicana, el ejercicio personalizado y autoritario del poder en el ámbito cerrado de las estructuras de la burocracia y el “oficialismo revolucionario”, lo que dio lugar en nuestro particular siglo XX a una práctica de los poderes políticos ajena a la competencia y a los controles constitucionales del Estado moderno, que es precisamente lo que explica la peculiaridad del estado de Guerrero. De allí nos parece que el mayor de los retos de entonces —como el de ahora— siga siendo en lo esencial la contención constitucional en el ejercicio del poder a través de leyes e instituciones democráticas que den cabida a la realización de los ciudadanos en un sentido amplio y, por ello, más allá sólo de los derechos económicos.
Sin duda, a la consolidación del reformismo del régimen de la Revolución supuestamente —como decimos— en favor de las causas sociales contribuyó de manera decisiva el autoritarismo político y el carácter jerárquico del orden social heredados del pasado, pues frente a ellos el oficialismo revolucionario esgrimió no los derechos individuales y la construcción de instituciones democráticas y libres para destruir los privilegios del pasado e inaugurar así un nuevo régimen político, sino sobre todo la pretensión —como dice Alexis de Tocqueville respecto del “antiguo régimen” — de «abolir la forma antigua de la sociedad», lo que originó sin embargo en nuestro caso no sólo una nueva forma de centralización administrativa, sino también la idea del régimen de partido único, porque de acuerdo con esta práctica e idea del poder sólo desde el poder personalizado y centralista era realmente posible la construcción de la nueva nación mexicana. El problema es que la idea de la redención social y la concentración arbitraria del poder corrieron paralelas, además de que en Guerrero el ancestral atraso económico y la debilidad organizativa de la población campesina exacerbaron las estructuras jerárquicas y centralistas del régimen, convirtiendo así a los campesinos y la manipulación de la demanda social en base electoral del sistema político mexicano a nivel local.
El régimen de la Revolución demandó, en esas condiciones, la consecución de un “orden con justicia social” a través de un ejercicio del poder autoritario y personalizado y no en cambio a través de la ciudadanía y del ejercicio de sus derechos. El reformismo dentro de las estructuras del régimen se convirtió en bandera del conjunto de las fuerzas políticas del país, impidiendo con ello la transformación social por la vía democrática y de las garantías individuales. La debilidad y subordinación de la sociedad mexicana, también heredera de las injusticias del México colonial, se convirtió así en otro de los rasgos inherentes de nuestra realidad política.
En la tensión que es inherente en la historia del país respecto de las garantías y derechos individuales y el fortalecimiento del poder por sobre la Constitución, el régimen de la Revolución abiertamente promovió este último. Con ello, la subordinación y manipulación de la vida social se convirtió en un hecho reiterado, situación que durante la década de 1960 —e incluso ya antes en 1958— dio lugar al conflicto social y político con las trágicas consecuencias que tuvo en Guerrero, por ejemplo, con la represión arriba señalada. De esta manera el poder político que se ejerció durante los años del régimen de la Revolución fue casi siempre un poder ilimitado, también en cuanto a su capacidad de intervención e intromisión en la vida económica y social. La teoría constitucional misma del país quedó inserta en esta pretensión, desbordándola unas veces, y en otras más bien incluso distorsionándola, como se manifestó en esas fechas en el Senado de la República respecto del estado de Guerrero.
En suma, con la Revolución mexicana la vida política del país habitó abiertamente en dos mundos e incluso en dos realidades sociales y políticas contradictorias: por un lado la pretensión de un orden político normado por la Constitución pero, por otro, una práctica discrecional del poder cuya pretensión de legitimidad dependía de la abolición de las herencias del pasado a través del reformismo social.29 Sin embargo, la desigualdad y el autoritarismo político minaron de manera creciente y definitiva ese régimen y desde luego su legitimidad misma, sobre todo porque con el carácter reformista del gobierno de la Revolución se afirmó otro de los rasgos que Tocqueville señala a propósito del “antiguo régimen”: se trató también de sucesivos gobiernos que se propusieron “reformas” antes que hacer valer “las libertades y los derechos ciudadanos” conforme a una política fundada en la Constitución. Con esa pretensión reformista se consolidó entonces no solamente la centralización administrativa, sino además la personalización del poder para dar lugar a ese ejercicio discrecional del mismo que ha propiciado tanto el atraso social como la violencia política en Guerrero, hechos mismos que nos hablan del fracaso del régimen de la Revolución en cuanto a su propósito de promover la justicia social en el país.
Es esa doble herencia del pasado (el fortalecimiento de la centralización administrativa y, con el reformismo de la Revolución, la personalización y discrecionalidad del poder), lo que terminó por afirmar el carácter autoritario y despótico del régimen político mexicano con las consecuencias de las que el estado de Guerrero es hoy ejemplo paradigmático. La política del país se definió y se puso en práctica no desde el pacto constitucional y las instituciones que de él emanan, sino desde la sola voluntad de quien ejerce el poder. Discrecionalidad y corrupción habrían de correr así de manera paralela. Ello violentó y desgastó el orden político impidiendo el ejercicio de los derechos del ciudadano de participar como tal, es decir como ciudadano, en la vida pública. Es ese reformismo que dio origen a los privilegios de la burocracia el que hoy en día parecen disputarse los partidos políticos en México, distanciándose así de una política constitucional en favor de la transformación social del país conforme a los derechos ciudadanos y la soberanía popular.
Son, en resumen, esos viejos hábitos de un ejercicio del poder autoritario, despótico y fuera de la Constitución lo que ha prevalecido en Guerrero con las trágicas consecuencias que hoy conmueven, incluso, más allá de nuestras fronteras. A ello se suma la supremacía histórica del poder central y la discrecionalidad con que se ejerce y que, como decimos, no solamente no se debilitó con el régimen de la Revolución, sino que se potenció a través de un régimen corporativo y jerárquico que descansaba en la voluntad última del Presidente. Para desmontar todo ello ha resultado completamente insuficiente una “transición política” circunscrita, como ya había ocurrido con Madero, a sus contenidos electorales y en última instancia a la distribución de cuotas de poder entre los partidos, pues el problema como vemos se encuentra en una idea de México como nación que no ha sido postulada ni decidida por los mexicanos, sino desde un ejercicio del poder no subordinado a la normatividad constitucional.
El problema de la legitimidad en el ejercicio del poder no sólo no es una cuestión de orden formal, sino la sustancia misma del problema del poder político y su desempeño social, por cuanto da lugar al despliegue efectivo de las potencialidades ciudadanas en la vida social. Es la inexistencia de esa legitimidad lo que ha dado lugar al trastocamiento de la vida pública y al deterioro social en el estado de Guerrero como hoy ocurre, por cierto, en otros muchos lugares del país. En ese sentido, conviene destacar que Guerrero no es una excepción sino solamente la situación más extrema. Ya desde la presidencia de Miguel Alemán los gobiernos de la Revolución se limitaron a propiciar la especulación inmobiliaria en Acapulco en detrimento del desarrollo social y económico del estado en su conjunto. Frente al interés público, el ejercicio de poderes ajenos a la Constitución no ha hecho sino acrecentar los negocios y las fortunas privadas hasta un grado tal que la exclusión y la desigualdad social es hoy, en el siglo XXI, el mayor de nuestros problemas.
Bajo esas condiciones, lo que se gestó en el estado fue una concentración de la riqueza —que hoy nos equipara con las regiones más atrasadas del planeta— y es que las estructuras del régimen de la Revolución no hicieron sino inmovilizar el atraso social y económico del estado al imponer controles corporativos a la demanda campesina y afianzar así el centralismo del régimen. En este caso, el corporativismo resultó eficaz no para resolver las demandas sociales, sino para contenerlas y bloquear la acción organizada y autónoma de los propios ciudadanos, como se manifestó abiertamente en los años sesenta que aquí reseñamos.
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De lo anterior que tengamos que insistir que la democracia efectiva, incluso en sus contenidos más radicales, desde el punto de vista social solamente puede conseguirse cuando se organiza políticamente bajo los presupuestos de la idea misma de la ley que den lugar a la autodeterminación del ciudadano. Sólo entonces parece posible la configuración de una ciudadanía efectiva comprometida con las prácticas e instituciones en las que se reconoce en cuanto resultado de su libre y autónoma decisión para afrontar los pormenores, las disputas y el conflicto de la vida pública y social. Cuando los retos del orden social y político se afrontan desde una ciudadanía que se reconoce en la legitimidad de las instituciones políticas y del derecho, entonces la ciudadanía no solamente se afirma en su propia condición, sino que da lugar también al impulso y desarrollo de la vida social. Lo que ha pasado en el estado de Guerrero —y en todo el país— es exactamente lo contrario: tenemos una sociedad que no solamente no se reconoce en sus prácticas e instituciones, sino que frente a los excesos y la corrupción del poder asume que la normatividad en su conjunto se encuentra viciada por los intereses de esa burocracia política. Es una sociedad desorganizada políticamente la que hoy ha sido sometida por la violencia criminal.
La trasgresión de cualquier forma de legalidad se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad, lo que explica la penuria y los desequilibrios de la sociedad guerrerense. De allí también la extrema fragilidad del orden público actual. Cuando se reconoce, por el contrario, que las prácticas e instituciones políticas y el derecho mismo tienen un carácter civilizador en tanto la normatividad constitucional asegura formas de relación social con las que no solamente se identifica el ciudadano, sino que se reconoce en los hechos políticos a los que dan lugar esas normas, entonces el ciudadano puede afirmarse también en un conjunto de libertades que son el resultado de la vinculación de todos a la ley (y desde luego en primer término la subordinación a la ley de los propios poderes políticos), por cuanto todo ello significa la autónoma adhesión a una ley que es el resultado, como dice Jean-Jacques Rousseau, de la voluntad general.
Lo anterior no constituye una simplificación de la realidad política de Guerrero y del país en su conjunto. Por el contrario, reivindicar hoy la legitimidad del orden político como condición misma para afrontarlo es, desde nuestro punto de vista, situar el problema en sus verdaderas dimensiones. Con ello lo que hacemos es reconocer la gravedad de nuestro actual estado de cosas: un sistema educativo en crisis y heredero del corporativismo afianzado hoy por los gobiernos que tendrían que haber llevado a cabo la transición; el agotamiento de los programas sociales del gobierno por la corrupción a que han dado lugar y la inexistencia de instituciones y de un proyecto cultural en gran escala. Todo ello da lugar a la exacerbación de la crisis que vive la sociedad mexicana y en la que ya sólo parece quedar margen para las iniciativas de la misma sociedad.
El resultado —hasta ahora— de una transición circunscrita a la distribución del poder ha sido a lo sumo una nueva repartición del mismo entre los grupos políticos. Estos grupos y partidos políticos, sin el sustento de la legalidad constitucional, no sólo no han propiciado la participación política ampliada de los ciudadanos, sino que han hecho imposible también una nueva práctica del poder donde tengan justificación y cabida las libertades y los derechos ciudadanos: las campañas políticas que hoy tienen lugar en Guerrero, completamente vacuas y ajenas a los problemas de los guerrerenses, son fiel testimonio de lo que decimos.
Para romper con las herencias del pasado es entonces ahora indispensable un gobierno de leyes e instituciones, pues solamente una política constitucional democrática puede dar pie y cabida a la participación ampliada de la ciudadanía conforme a sus libertades y derechos en el ámbito de la vida política del país. Lo que podemos sostener en suma a propósito de la violencia y de un desarrollo social y político fallido en Guerrero, en el último medio siglo, es que ha sido la ausencia de un orden político propiamente constitucional en cuanto al ejercicio legítimo del poder lo que ha dado lugar a la leyenda negra de ese estado. Se trataría ahora, por todo lo anterior, de dar lugar al redescubrimiento ciudadano en la política, condición indispensable de la vida política constitucional. Abrir la democracia a la participación del ciudadano para hacer valer así sus derechos frente a lo que ha sido un orden político cerrado y autoritario es pues, hoy, el reto de Guerrero y de México. El reclamo democrático consiste, por todo ello, en un orden social y político mediado por la legitimidad de la ley y por instituciones fundadas constitucionalmente para acceder —sólo así— a un ejercicio de gobierno y de realización de la sociedad civil fincados en un auténtico Estado de derecho.
En este sentido, la democratización del país solamente puede llevarse a cabo a través del protagonismo de los ciudadanos y de sus derechos, pues es el contenido y normatividad de los derechos fundamentales el que permite a los ciudadanos una nueva comprensión de su vida política y de cuándo esos derechos establecidos por la Constitución se transgreden. El ejercicio faccioso de los mismos resulta así a todas luces incompatible con el pacto de convivencia constitucional. El referente de los derechos garantizados constitucionalmente puede entonces permitirnos una nueva lectura y comprensión de nuestra historia política y de la crisis social y política recurrente inherente a las sociedades subdesarrolladas, donde la selectividad y la aplicación unilateral de esos derechos ha sido del todo incompatible con el sentido de esas mismas normas y su fundamento constitucional. Como concepto de gobierno, el Estado democrático de derecho tiene que partir, para la ciudadanía, de la lectura del contenido normativo de los derechos consagrados en la Constitución, pues ella misma es ya un concepto resultado de la modernidad política y, como tal, resultado en principio de un gobierno civil. De ahí que el ejercicio faccioso de los derechos, como lo que en la práctica hemos tenido, lo contravenga pues desvirtúa la idea del pacto constitucional y de la prioridad, racionalidad y legitimidad de la ley que le da origen.
Finalmente, debiéramos decir que la discusión sobre el Estado democrático de derecho conlleva, de manera ineludible, responder a la pregunta de orden filosófico-jurídica en torno al problema de la legitimidad de ese hipotético Estado de derecho, misma que no puede ser respondida sino desde el proceso de constitución del Estado moderno en el marco de la emancipación de la modernidad política y la exigencia de un orden propiamente civil más allá de su concepción liberal y, precisamente por ello, no circunscrita a la visión más estrecha como simple demanda de salvaguarda de los derechos privados frente al ejercicio despótico del poder inherente al absolutismo monárquico.
Por el contrario, en su contenido democrático el Estado de derecho tiene que partir del claro deslinde con esa concepción liberal del poder como salvaguarda de los derechos privados para situarse, más bien, en una concepción de la racionalidad y validez de la ley como condición de posibilidad de la realización del ciudadano. En este caso, es con la primacía de los derechos políticos que el Estado de derecho alcanza con Rousseau el impulso de su contenido propiamente democrático —y que es el que aquí reivindicamos. Así, el problema se centra en un sujeto político reivindicativo capaz de reconocerse como tal en la validez del orden que se impone por lo que no admite ya otro principio de validez que el que se da en cuanto sujeto políticamente emancipado: Hegel habrá de decir en cuanto sujeto en sí y para sí de conformidad con su propia y radical autonomía.
El legado de Hegel, en este sentido, consiste en la formulación del Estado en cuanto idea ética. Se trata, en este caso, de la autorreflexión y acción consciente del sujeto que se reconoce políticamente emancipado y capaz así de reconocerse en la validez y universalidad de los fines que se impone. Ciertamente tal principio de universalidad resulta aquí indisociable de ese sujeto capaz de reconocerse en la validez de sus fines (y como tal indisociable del proceso de emancipación de la modernidad política), pero significa también —como el mismo Hegel sugiere— la comprensión de la validez del orden jurídico-político desde la propia acción consciente de los seres humanos como hecho fundamental de la modernidad política.
El rasgo distintivo de la modernidad consiste para Hegel en la emancipación del sujeto político en cuanto capaz de decidir en sí y por sí mismo respecto de la validez del orden que se impone. Por esta razón, Hegel habrá de insistir en que la libertad subjetiva constituye el principio y la forma peculiar de la modernidad política por cuanto da lugar a la reflexión y, con ello, a la capacidad de enjuiciamiento propio y a la capacidad, también, de imponerse fines más allá del yo subjetivo, es decir, a la auto-imposición de fines universales como realización concreta de esa libertad consciente en cuanto voluntad políticamente libre, al reconocimiento, en todo caso, de la exigencia de preceptos, leyes, decisiones generales y válidas para la generalidad como condición de validez del orden jurídico-político. Tal es el fundamento del Estado como idea ética.
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Hemerografía
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