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Capítulo primero

Conceptualización histórica y modelos para el tratamiento de la delincuencia juvenil

1. Algunas nociones básicas

La criminalidad de adultos en América Latina cuenta en la actualidad con una buena cantera para incrementar sus filas: la delincuencia juvenil. Los casos de jóvenes que realizan acciones criminales1 pasan a ser hechos recurrentes en nuestra vida cotidiana. Muchas veces, los medios de comunicación publican crónicas sensacionalistas que contribuyen a formar una cultura del antihéroe atractiva para los jóvenes delincuentes. La opinión pública latinoamericana está preocupada por el incremento de la criminalidad, mientras los Estados de la región no están desarrollando políticas para la prevención y atención de la violencia juvenil.

Según la Defensoría del Pueblo (2012, p. 157), “la criminalidad juvenil se ha incrementado notoriamente en las últimas décadas en el país”; lo mismo se podría decir de la región. Ante ello, queda cada vez más claro que los mecanismos de tratamiento para los adolescentes en conflicto con la ley penal, desarrollados a partir de normas legales construidas sobre la base de corrientes tradicionales para la resocialización de los menores de edad, como la criminológica correccionalista2, deben ser hoy materia de una profunda revisión que conduzca a generar nuevos sistemas de tratamiento que, sobre bases científicas, logren su reinserción social. Esto significa construir líneas de base, contar con indicadores, desarrollar modernos sistemas de seguimiento y monitoreo, disponer de los recursos humanos necesarios e implementar un nuevo modelo de tratamiento diferencial de acuerdo con el perfil del adolescente, en la línea de la corriente psicoeducativa desarrollada a partir de 1960 en Canadá y con resultados altamente exitosos en Cataluña y Gran Bretaña.

Además, una vez reintegrado el adolescente en la sociedad, se debe buscar disminuir los niveles de reincidencia y asegurar que al término de la medida socioeducativa impuesta –sea o no la privación de la libertad– tenga una posibilidad efectiva de realizar una vida con opciones sociales, laborales y educativas. Si bien se reportan actualmente cifras de reincidencia que pueden parecer mejores, lo cierto es que la práctica de conductas de mayor violencia pone en cuestión la capacidad de atender las necesidades de perfiles antes no observados en la actual magnitud.

Para reflexionar académicamente sobre la violencia juvenil y analizar los mecanismos de resocialización que se aplican para los adolescentes en conflicto con la ley penal en los países de la región, resulta necesario analizar la conceptualización histórica de la delincuencia juvenil, desde Grecia, resaltando ciertos hechos sobre el tema. Asimismo, se analizarán los diferentes modelos de tratamiento diseñados para hacer frente a las conductas de los adolescentes o menores de edad:

– El penal positivista, que se inició en el siglo XIX y se desarrolló de acuerdo con una lógica punitiva y de responsabilidad penal que se iniciaba a una temprana edad. Las medidas de internamiento no distinguían entre menores y adultos.

– El tutelar o de protección, cuyo origen fue la ciudad de Chicago, en los Estados Unidos de América, a principios del siglo XX. Se inspiraba en el ideal correccionalista de aislar al menor “antisocial” de un medio adverso para lograr su reinserción social. Con tal propósito se crearon los correccionales para los menores de edad, con el fin de apartarlos de las cárceles de adultos.

– El modelo educativo, que se desarrolló en Europa a partir de 1950 y generó nuevos conceptos sobre la despenalización, la desjudicialización y la no institucionalización de los menores de edad. Se determinaron así nuevos lineamientos para el tratamiento de los adolescentes en conflicto con la ley penal que posteriormente se integrarían a las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores, conocidas como las Reglas de Beijing, y que van a influenciar en la construcción del modelo de responsabilidad que conceptualizó la Convención sobre los Derechos del Niño3.

– El modelo de responsabilidad, que se desarrolló en el marco de la doctrina de la protección integral que reconoce la Convención, y que ve al adolescente infractor como sujeto de derecho que debía gozar de todas las garantías penales, incluidas las procesales, similares a las que se les reconocen a los adultos.

– El modelo de justicia juvenil restaurativa, que surgió en la década de 1990 en países como Canadá y Nueva Zelanda, considera que la aplicación de la justicia es un tema de interés social y que involucra a la comunidad. La solución de los conflictos se debe iniciar con el diálogo entre el victimario, la víctima y la comunidad. Si bien se plantea una nueva perspectiva para el tratamiento del adolescente en conflicto con la ley penal, es claro que este modelo no se puede aplicar a todos los perfiles de adolescentes.

– Finalmente está el modelo de tratamiento diferencial, que se construye con base en la corriente psicoeducativa que se desarrolló en Canadá. El modelo tiene en cuenta la aplicación del tratamiento de acuerdo con el perfil del adolescente en conflicto con la ley penal. Para ello se debe contar con los recursos humanos suficientes, los instrumentos de evaluación para el adolescente y la aplicación de los mecanismos de seguimiento para la no reincidencia.

2. Evolución histórica de la delincuencia juvenil

En la Antigüedad, la sociedad no reconocía derechos a los menores: “La idea de consagrar los derechos infantiles en la ley es, en términos históricos, relativamente reciente” (Giddens, 2000, p. 68). Por ello se solía tratar a los menores de edad como adultos. El siglo XX fue fundamental para el reconocimiento de derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales para todos los individuos; en el caso de los niños y adolescentes destacó en este sentido la última década del siglo en mención.

Al respecto, Aries señala:

En la Edad Media, a principios de la era moderna y durante mucho más tiempo en las clases populares, los niños vivían mezclados con los adultos, desde que se les consideraba capaces de desenvolverse sin ayuda de sus madres o nodrizas, pocos años después de un tardío destete, aproximadamente a partir de los siete años. Desde ese momento, los niños entraban de golpe en la gran comunidad de los hombres y compartían con sus amigos, jóvenes o viejos, los trabajos y los juegos cotidianos. (Aries, 1973, p. 539)

De esta inicial percepción o entendimiento del fenómeno, luego de pasar un largo proceso, se ha llegado finalmente a la Convención sobre los Derechos del Niño de fines del siglo XX, primer instrumento internacional que reconoce derechos a los menores de edad4, tal como ya se mencionó, y que atribuye también una responsabilidad penal especial a partir de una edad determinada5 al menor de edad que cometa una infracción a la ley penal.

2.1 Etapas históricas paradigmáticas en el tratamiento de la delincuencia juvenil

Si bien no existe una evolución lineal del tratamiento del menor de edad en la historia, seguidamente se mostrarán algunos hechos históricos destacados relacionados con esta materia desde tiempos antiguos, particularmente en Grecia y Roma y en relación con el derecho canónico. Posteriormente se analizará el riguroso tratamiento inglés del tribunal de Old Bailey en el siglo XVIII y, finalmente, el caso Gault de los Estados Unidos de América en el siglo XX, que estableció un antecedente histórico para la construcción de un sistema de garantías para los adolescentes en conflicto con la ley penal.

2.1.1 Grecia y Roma

En Esparta, una de las ciudades estado-griegas6, los niños no eran considerados como sujetos de derecho sino como objetos. Así, desde su nacimiento un niño estaba destinado a pasar por una serie de estrictas pruebas dispuestas por un Consejo de Ancianos, para lo cual era conducido a un lugar determinado donde se lo examinaba con la finalidad de determinar si era saludable y de constitución vigorosa. De aprobar la evaluación, el menor era entregado a su progenitora para su instrucción; de lo contrario era arrojado al Apóthetas7 para que muriera.

Los niños no tenían derechos jurídicos ni políticos, y si incumplían alguna norma se los consideraba como un estigma para la polis8. La mínima sublevación era castigada con métodos brutales como la muerte, o en determinados casos se les recluía. Según el pensamiento platónico, las cárceles “cumplían tres finalidades: custodia, corrección y castigo, aplicándose básicamente a condenados por robo, deudores insolventes o a aquellos que atentaran contra el Estado, abarcando a jóvenes y adultos” (Blanco Escandón, 2012, p. 86). Para lograr la corrección se adoptaban castigos severos.

Roma desarrolló un sistema de mecanismos para el tratamiento de menores de edad, siendo uno de sus aportes más importantes la conceptualización del discernimiento, que permitía distinguir entre infantes, impúberes y menores: “Esta categorización de edades permitió desarrollar el concepto sobre el discernimiento del menor, y consecuentemente su responsabilidad, la cual podía atenuarse” (Dupret, 2005, p. 29). Así, quedaban “exentos de responsabilidad penal quienes se encontraban desprovistos de la capacidad de obrar y a los cuales no era aplicable, por tanto, la denominada ley moral” (D’Antonio, 1992, p. 98).

En tal sentido, se clasificó a los menores por edades y se los juzgó según este criterio. Se fijó así hasta los nueve años la edad en la que el niño carecía de imputabilidad; luego, aquella en la que tal deficiencia podía presumirse iuris tamtum9, desde el limite anterior hasta los doce o los catorce años; y, finalmente, la edad en la que la presunción se invertía y había que demostrar que el sujeto había obrado sin discernimiento, desde los doce o los catorce años hasta los dieciséis o los dieciocho. En esta última etapa, la punibilidad del acto era sometida a la comprobación del dolo y al conocimiento del menor al momento de la realización de acto; así, los menores con capacidad de obrar eran considerados como imputables.

2.1.2 El derecho canónico

El derecho canónico surge mediante el Edicto de Milán del año 313, que reconoce el cristianismo y oficializa esta religión en el Imperio romano. Respecto a los menores de edad, se desarrollaron ciertos conceptos establecidos por el derecho romano, como la presunción de irresponsabilidad, que categorizaba las edades de los imputables y los inimputables. Así, se “establece como inimputables a los menores de siete años, y de esta edad a los catorce años existe una responsabilidad dudosa, la cual depende del grado de malicia presente en la comisión del delito” (Blanco Escandón, 2012, p. 88).

Se estableció un procedimiento y un tratamiento penal diferenciado entre menores y adultos10, lo que fue posible considerando el carácter paternalista de este derecho. El papa Gregorio IX señaló que al menor impúber se le aplicarían penas atenuadas; a su vez, el papa Clemente XI fundó, a principios del siglo XVIII, el Hospicio de San Miguel, destinado al tratamiento correccional de menores delincuentes. En ese contexto, la existencia del dolo o del discernimiento posibilitaba la aplicación de una sanción al menor11.

Si bien, como ocurría en Roma, la responsabilidad del menor era aplicada según el criterio de discernimiento y la sanción resultaba siempre menor que la que se imponía a los adultos, hubo un debate respecto a la responsabilidad penal, ya que “para algunos canonistas la misma únicamente se daba cuando el menor obrase con discernimiento y otros consideraban que siempre existía imputabilidad pero merecía una sanción atenuada” (Fuchslocher, 1965, p. 146).

2.1.3 El tratamiento en Inglaterra

El Tribunal Penal Central, conocido como The Old Bailey, tuvo su origen en el año 1585 y era considerado como el más alto tribunal para los casos penales en Inglaterra. Su labor es fundamental para entender el tratamiento jurídico de los jóvenes en ese país.

Este Tribunal promulgó resoluciones drásticas para los menores de edad, como en el caso de “dos niños de siete y once años de edad, Michael Hammond y su hermana Ann”, quienes fueron ahorcados por haber sido acusados de robo el 28 de septiembre de 1708. Asimismo, un menor de diez años de edad fue sancionado a la horca por cometer un robo, y en 1815 se condenó a muerte a cinco infantes entre los ocho y los doce años de edad, sentencia dictada en los albores de la Revolución Industrial12, periodo en el que la criminalidad aumentó a causa de la crisis económica que sufría el proletariado. En este contexto los niños empezaban a trabajar a temprana edad, lo que denotaba la necesidad de las familias por conseguir ingresos para sobrevivir. De ahí que el robo se convirtiera en el delito más frecuente, perpetrado muchas veces por menores de edad.

El Tribunal consideró que los delitos cometidos por niños debían tener la misma pena que la que recibían los mayores de edad, pues se categorizaba al infante al igual que al adulto. Tampoco se tomaba en cuenta la capacidad de discernimiento del menor de edad ni que la infracción fuera cometida por circunstancias económicas.

Este tratamiento originaba que en aquella época (1785) “el Procurador General inglés señalara que nueve de diez delincuentes ahorcados eran menores de veintiún años” (West, 1970, p. 200).

2.1.4 El caso Gault: el respeto del debido proceso para los menores de edad en los Estados Unidos de América

Un adolescente de quince años de edad, de apellido Gault, fue acusado de realizar llamadas telefónicas indecorosas y de contenido sexual a una muchacha del vecindario en el estado de Arizona en 1964. Los padres de la adolescente, mortificados por el hecho, presentaron una denuncia ante las autoridades competentes. Gault fue detenido de inmediato, y luego de un proceso judicial muy breve el juez del condado lo sentenció a cumplir una pena privativa de la libertad, para lo cual fue internado en una escuela industrial del Estado. Si este hecho hubiese sido realizado por un adulto, este último hubiera recibido una sanción máxima de dos meses de prisión o el pago de una multa de U$50 dólares americanos.

En el caso contra el adolescente Gault se evidenció la violación del debido proceso: los padres no fueron informados de la detención de su hijo, siendo imposible conocer la naturaleza de la denuncia; el menor no fue asistido por un abogado que asumiera su defensa durante el desarrollo del proceso judicial; la investigación se llevó a cabo sin las acciones necesarias y suficientes y los magistrados negaron las garantías procedimentales mínimas.

El fallo se sostuvo en la llamada doctrina del parens patriae13, lo que supone la negación de garantías al menor, de las cuales sí goza una persona mayor, basada en la idea de que un niño tenía derecho no a la libertad, sino a la custodia. La sentencia fue dictada por la Corte Suprema de Justicia, compuesta por nueve jueces; de ellos, solo uno votó en contra, debido a que consideraba que la opción no era el castigo sino la rehabilitación del menor14.

El cuestionamiento del fallo por la comunidad jurídica hizo que, en 1967, la Corte Suprema anulara la sentencia y sentara así un precedente vinculante en relación con las garantías y los derechos de los menores de edad; de tal manera, a decir de Bustos: “Los aspectos más importantes de dicha sentencia, motivarían que todos los Estados modifiquen sus leyes juveniles, por considerar que eran anticonstitucionales” (Bustos, 1992, p. 21).

De esta manera se estableció como un principio jurídico, que sería posteriormente incorporado en las normas internacionales de protección de los derechos humanos, que todo adolescente imputado de cometer una infracción tiene los mismos derechos que los adultos. Dicho de otra manera: en un proceso penal contra un adolescente se deben respetar todas las garantías procesales.

3. Los modelos de justicia juvenil desarrollados a partir del siglo XIX

3.1 El modelo punitivo tradicional

Desarrollado a inicios del siglo XIX, se instituyó sobre la base del positivismo penal, que le atribuye gran importancia a la valoración de la peligrosidad social del delincuente. Tiene como principio formador la utilización del castigo, por lo que se concibió como única forma de sostenimiento del orden social el manejo de sanciones drásticas para los trasgresores de la ley.

Así, “el derecho antiguo –acaso se debería llamar, mejor, primitivo– multiplicó las sanciones severísimas, que en no pocos casos traducían alguna forma simbólica, también calificada como poética, del Talión” (García Ramírez, 1980, p. 164).

La norma penal no hacía distinción entre los sujetos que podían responder por su acción, es decir, los imputables, y los inimputables, que no tenían un total desarrollo cognitivo. Esto llevó a que los menores de edad fueran considerados tan responsables penalmente como los adultos:

En efecto, una vez que el menor ha cometido el acto que en un adulto sería delito, se le somete a detención y enjuiciamiento. La detención se lleva a efecto en vulgares secciones y cuarteles de policía mezclado con delincuentes mayores, prostitutas y toda clase de maleantes. El menor aprende ‘novedades’, se hace duro y pierde incluso la vergüenza, haciéndose cruel. Lo más grave del problema es el cumplimiento de la sentencia en cárceles, que lejos de rehabilitar a un joven de 18 años, por caso, lo corrompe en definitiva. (Fuchslocher, 1965, p. 150)

La tipificación de delitos en la legislación penal fue incrementándose cuantiosamente con el pasar de los años, así como el incremento de la rigurosidad de las penas, lo que trajo consigo la construcción masiva de cárceles. Y el control social realizado a través del modelo punitivo fue cuestionado y criticado.

En el Perú, con la promulgación del Código Penal de 1863 la legislación quedó sumergida en el parámetro de este modelo, puesto que su regulación reconocía castigos severos para los menores. Desde los nueve años de edad los niños eran considerados imputables ante la ley penal.

3.2 El modelo tutelar o de protección

La pérdida de valores en la sociedad y la aparición de conductas trasgresoras de la ley son secuelas de un medio de desarrollo pernicioso en algunas ciudades norteamericanas como Chicago a fines del siglo XIX. Esta realidad generó delincuencia juvenil, puesto que los menores, sobre todo de sectores sociales de mayor pobreza, desarrollaron conductas delictivas. En tanto testigo y partícipe de esta realidad, Estados Unidos propuso el desarrollo de un sistema de protección, también llamado de reeducación, en el que el castigo ya no fuera considerado como un medio para la reeducación del menor. Al respecto, Bustos señala: “Movimientos filantrópicos y humanitarios se lanzan a liberar a los niños del sistema penal con una profunda convicción en los éxitos del sistema reeducativo. [...] No importa si son mendigos, pobres o delincuentes, todos necesitan un mismo sistema de protección” (Bustos, 1992, p. 12).

Este modelo asistencialista tuvo su origen en la creación de los tribunales de Chicago en los Estados Unidos de América en el año 189915, que establecieron procedimientos legales especiales para los menores que presentaban las llamadas “conductas antisociales”. A este respecto, Blanco Escandón afirma:

Muchos estados adoptaron al comienzo un modelo tutelar flexible y compasivo, en lugar de un sistema judicial penal severo y orientado a la imposición de castigos. Se rechazaba la idea de crimen y no se adjudicaba responsabilidad a los niños y menores que cometían actos tipificados como ilícitos penales, y en lugar de ello, sostenían que había que ‘curar’ y ‘rehabilitar’ o ‘readaptar’ a los jóvenes […]. (Blanco Escandón, 2012, p. 98)

No obstante, ello no implicó un respeto de sus derechos, en tanto los menores solo eran reconocidos como objetos de protección. Cuello Calón, citado por Vásquez, señala sobre el modelo tutelar:

El principal objetivo es sustituir el sistema penal propio de los adultos y, escoger un sistema de principios y de normas especiales para los menores, creando un nuevo derecho penal específico para ellos, inspirado en un espíritu puramente tutelar y protector. (Vázquez, 2003, p. 250)

La finalidad de este modelo era la resocialización de los menores. Esto lo hacía diferente del anterior, que solo aplicaba el castigo para reformar una conducta que violentaba el orden social, pero sin reconocerles un sistema de garantías. Los menores no eran percibidos como sujetos de derechos, sino como objetos de tutela que debían ser protegidos, y así se desconocían sus derechos fundamentales y las garantías que el sistema penal reconocía a los adultos.

3.2.1 La doctrina de la situación irregular y el derecho de menores

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la ciudad de Chicago se caracterizó por su cosmopolitismo, pues congregaba en un mismo espacio a individuos de diferentes etnias. Esto trajo como resultado un choque de culturas que la convirtieron en una de las urbes más convulsionadas de los Estados Unidos de América.

En este escenario se crearon los citados tribunales y se desarrolló la doctrina de la situación irregular, que conceptualizó la corriente criminológica correccionalista, la que señalaba la importancia de aislar en un correccional al menor de edad que hubiese cometido un acto antisocial para alejarlo de espacios adversos como la familia disfuncional y el barrio pernicioso.

Así, se desarrolló el concepto de “comportamiento anormal” para determinar su influencia en la delincuencia juvenil. Este comportamiento implicaba la predelincuencia y la delincuencia potencial. El predelincuente era el menor que, aunque no hubiera cometido delito alguno, presentaba problemas de conducta que llevarían a pensar que en un futuro pudiera delinquir, lo que dio pie para que en ciertos países –Austria, Inglaterra, Suiza, Suecia, Irlanda, Francia, Hungría y los Países Bajos– se establecieran medidas de cuidado con el fin de proteger su desarrollo físico, psicológico y moral, que se encontraban en peligro16.

El comportamiento del menor implicaba inadaptación, una incapacidad para adaptarse e identificarse como parte de la sociedad, lo que provocaba el alejamiento de sus acciones de las normas de convivencia social y la generación de valores propios que se encontraban deliberadamente en contra de las normas de convivencia social, de modo que eran necesarias leyes y mecanismos especializados que permitieran responder eficazmente ante el “menor desadaptado”.

En ese contexto, el Estado debía desarrollar mecanismos para resolver el problema que afectaba la seguridad social: “En pocas palabras, esta doctrina no significaba otra cosa que legitimar una potencial acción judicial indiscriminada sobre aquellos niños y adolescentes en situación de dificultad” (García Ramírez, 1980, p. 22).

Mientras, al modelo punitivo tradicional no le interesaba la resocialización del menor, pues era un sistema eminentemente sancionador que trataba a los menores de edad como adultos y los internaba en las mismas cárceles que a estos. Al modelo tutelar sí le interesa su resocialización, razón por la cual era necesario investigar su conducta y los hechos que lo impulsaban a una conducta antisocial.

Un menor que delinque puede presentar características antisociales en su personalidad, hasta llegar a mostrar una sintomatología que exprese un trastorno de personalidad antisocial o psicopática, leve o grave. Solo después de conocer a qué nivel ha llegado su deterioro antisocial se puede establecer un plan de reeducación.

De acuerdo con este enfoque, según la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2002) las conductas antisociales pueden ir desde “[…] ser oposicionista en las formas leves a ser beligerantes en las formas graves, de valientes a temerarios, de la hostilidad hasta la malevolencia, casi ningún remordimiento de usar a los demás para conseguir sus objetivos” (p. 666), lo que origina un desprecio por los deseos, derechos o sentimientos de los demás, siendo frecuentes los engaños y la manipulación para conseguir provecho o placer personal.

El individuo que sufre trastorno antisocial está motivado por una desconfianza general y el temor a que otros traten de humillarlos o explotarlos, por lo que “la autodeterminación y la autonomía pueden ser entendidas como mecanismos protectores” (Millon y Everly, 1994, p. 49).

Estos menores, que no estaban articulados a la sociedad, debían ser tutelados con el fin de corregir su conducta antisocial, así como para proteger a la sociedad de ellos: quien mostraba una conducta desviada o asocial era considerado un enfermo al que se debía tutelar o proteger. Siendo este el objetivo, “se consagra un sistema en el que no era necesario proceder con el respeto de requisitos legales mínimos ni garantías procesales: la finalidad reeducadora debería de ser priorizada” (Díaz, 2003, p. 22).

Este fin reeducador buscaba adaptar al menor al entorno social para que pudiera desarrollarse. Por ello se adopta el concepto de riesgo para determinar el objeto de protección: se protegería a los menores incapaces o en estado de peligro, riesgo social o abandono. Al respecto, “se consideraban algunos factores que incrementaban dicho riesgo hasta poder llegar a ser conductas antisociales: el maltrato o abandono en la infancia, el comportamiento inestable o variable de los padres, la inconsistencia en la disciplina de los padres” (OMS, 2002, p. 665).

Para el control social que se exigía se crearon institutos de menores y reformatorios destinados a protegerlos. Pero “dicha reeducación extendía su ámbito de actuación tanto a las conductas de infracción penal como a un amplio campo de comportamientos irregulares” (Díaz, 2003, p. 22). La intervención estatal era arbitraria, al no existir un criterio claro sobre lo entendido como “conducta predelictuosa”.

Como señala Bustos Ramírez: “[...] la ideología de la situación irregular convierte al niño y al joven en objeto, y no en sujeto de derechos, en un ser dependiente, que ha de ser sometido a la intervención protectora y educadora del Estado” (1997, p. 65).

En el Perú, el Código Penal de 1924 incorporó la doctrina de la situación irregular. Con la aprobación del “Código de Menores de 1962 se definió una intervención tutelar a cargo de la jurisdicción de menores y se organizó un proceso judicial inquisitivo en el que el juez de menores actuaba como buen padre de familia” (Ceapaz, 1996, p. 22). Este Código adoptó el modelo tutelar y la protección estatal del menor en situación irregular: “El código de menores seguía los lineamientos de la defensa de la sociedad, de modo que configuraba un esquema tutelar y represivo al mismo tiempo que disponía de manera coactiva de la libertad personal de los menores irregulares” (Ceapaz, 1996, p. 25).

3.3 El modelo educativo

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial (1945) y crearse un nuevo orden político y económico en el mundo, en Europa se inició la construcción del Estado de Bienestar, también conocido como Estado de Welfare, para garantizar educación, salud y seguridad a los ciudadanos, especialmente a los de los sectores menos privilegiados. En el diseño de las políticas sociales de la época tuvieron una fuerte incidencia los partidos Demócrata-Cristiano y Socialista.

En ese contexto se desarrolló un nuevo modelo de tratamiento para los menores en situación irregular, el denominado modelo educativo, que tenía como finalidad evitar su ingreso en el sistema de justicia penal. Con ello se produjo un descenso de la intervención de la justicia y un abandono de los métodos represivos para pasar a un predominio de la acción educativa.

Se reconocía al menor y su familia como un solo sujeto de protección para que se les brindara ayuda en conjunto. Así, en lugar de la privación de la libertad “se dio paso a residencias pequeñas, con familias sustitutas y a medidas de medio abierto” (Giménez-Salinas, 1992, p. 4).

Con ello se pretendía no utilizar el sistema penal como la única vía para la intervención al infractor. Para Jünger, el objetivo era no intervenir en interés del menor, todo lo contrario al modelo protector, de modo que, por ejemplo, “en Holanda los niños bajo control judicial pasan de 42,000 (1967) a 22,000 (1978) sin que la población juvenil haya variado” (Giménez-Salinas, 1992, p. 4).

La finalidad del modelo educativo consistía en garantizar la paz social, pero en la propuesta de los programas no se distinguía entre menores infractores y menores abandonados o carentes de medios económicos. La administración de justicia para menores, integrada por jueces y fiscales, quedó rezagada frente a la intervención de programas sociales compuestos por trabajadores sociales y psicólogos.

Así, en el desarrollo de su función protectora el Estado de Bienestar fomentó políticas educativas para la resocialización o readaptación social; en los Estados Unidos de América el modelo tenía las siguientes bases: la despenalización, la desinstitucionalización, el proceso justo y la desjudicialización.

En relación con el ámbito penal juvenil, se brindaba un tratamiento unitario a los jóvenes que delinquían y a los que se encontraban en desamparo, el cual se desarrollaba fuera de lo disciplinario, con ayuda de profesionales especializados. Se pretendía aplicar la acción educativa mediante programas destinados a la desinstitucionalización o desjudicialización, que buscaban evitar que el menor intervenga en un proceso judicial; no se trataba de reprimirlos, sino de protegerlos de una delincuencia futura.

El desarrollo de este modelo implicó que los procedimientos judiciales fueran desvirtuados en tanto se priorizaba su desformalización, de modo que muchas infracciones no fueran procesadas judicialmente, mientras que en el ámbito de la ejecución penal se prescindiera, en lo posible, de la pena privativa de libertad, fortaleciendo el uso de la labor educativa en el seno de la propia familia o en casas-hogares.

3.4 El modelo de responsabilidad

La preocupación para que el menor de edad no fuera considerado como un objeto de protección y de tutela, sino como un sujeto de derechos, generó el reconocimiento de derechos y responsabilidades que dio origen a un sistema de garantías para los adolescentes en conflicto con la ley penal. El caso Gault, ya citado, generó un antecedente de importancia en el desarrollo del modelo de responsabilidad que:

[…] trata de conjugar lo educativo y lo judicial, aplicando un modelo garantista y medidas de contenido educativo. Este modelo aparece en los Estados Unidos de América en relación con la sentencia del caso Gault, que predicaba la aplicación del modelo garantista de mayores al procedimiento de menores, influyendo en las legislaciones de los estados europeos. (Pantoja, 1997, p. 3)

El modelo de responsabilidad es conceptualizado por la doctrina de la protección integral, que reconoció la Convención sobre los Derechos del Niño.

3.4.1 La doctrina de la protección integral

Esta doctrina está basada en la crítica a su antecesora y su vulneración de los derechos de los menores de edad, y:

[…] se consolida en un conjunto de instrumentos jurídicos internacionales que expresan un salto cualitativo en la consideración sobre el menor de edad de la infancia, reconociendo como antecedente directo la Declaración de los Derechos del Niño, que es el antecedente de la Convención17. (García Méndez, 1994, p. 29)

La consideración del menor de edad –denominado de ahora en adelante niño– como un sujeto de derechos oponibles frente al Estado constituye sin duda alguna el cambio más significativo, así como el reconocimiento de que los derechos de los niños constituyen parte de los derechos humanos.

Los fundamentos de esta doctrina son: “i) los derechos específicos del niño y adolescente; ii) el reconocimiento del niño como sujeto de derechos, y iii) el principio del interés superior del niño” (Valencia, 1999, p. 96). En lo que sigue se revisan estos fundamentos:

i) Los derechos específicos del niño. Como se ha observado, anteriormente no se consideraba al niño como sujeto de derechos, sino como un objeto, de modo tal que no se le reconocía como individuo. En la actualidad ello cambia para dar paso a una situación en la cual “el niño es considerado como sujeto de derechos, libertades y obligaciones”18, gozando además de otros derechos durante su proceso de desarrollo, los denominados derechos específicos. Así:

Las condiciones tan peculiares de este grupo de edad y la necesidad de atender sus requerimientos con mayor eficacia en razón de la gran importancia que tiene esta etapa en la vida humana, han dado origen a la conceptualización de los derechos específicos. (Valencia, 1999, p. 97)

Son derechos específicos, no derechos especiales, que podrían atentar contra el derecho a la igualdad, en tanto:

[…] dicha especificidad implica mejorar y reforzar las normas a favor de la infancia frente a los demás ciudadanos. La necesidad de priorizar la atención de los niños y el ser sujetos en proceso de formación explican la necesidad de este tipo de requerimiento. (Valencia, 1999, p. 98)

ii) El reconocimiento del niño como sujeto de derechos. La Declaración de los Derechos del Niño19 señala que este debe disfrutar de todos los derechos enunciados en ella y que estos han de ser reconocidos a todos los niños sin excepción alguna.

Por otro lado, la Convención –y, en el Perú, el Código de los Niños y Adolescentes– “plasma un niño sujeto de derechos, lo que implica que tenga derechos y obligaciones, una capacidad de goce y de ejercicio acorde con su edad”. (Valencia, 1999, p. 102)

iii) El principio del interés superior del niño. Base en el tratamiento de la infancia. La Convención señala: “En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atendrá será el interés superior del niño”20. La doctrina de la protección integral establece respecto a los derechos de los niños y adolescentes que:

[…] en caso de que alguno de esos derechos se encuentre amenazado o violado, es deber de la familia, de la comunidad y/o del Estado restablecer el ejercicio concreto del derecho afectado a través de mecanismos y procedimientos efectivos tanto administrativos cuanto judiciales. De este modo, desaparecen las categorías de abandono, riesgo o peligro moral o material, situación irregular o las más modernas de vulnerabilidad, o disfunción familiar haciendo que los remedios restablezcan derechos, en lugar de vulnerarlos, como en el antiguo sistema. (Beloff, 1998, pp. 90-91)

3.4.2 El modelo de responsabilidad para el adolescente en conflicto con la ley penal y la Convención sobre los Derechos del Niño

El traslado de esta concepción al caso de los adolescentes en conflicto con la ley penal plantea aspectos fundamentales: en primer lugar, el reconocimiento de que se está frente a una situación de naturaleza penal en la que se debate la limitación de derechos para el niño en caso de ser encontrado responsable, por lo que debe contar con los derechos y garantías individuales propios de todo proceso penal, a los que se suman aquellos que sean necesarios para la atención de una persona menor de edad.

La Convención indica que el niño puede ser responsable por sus actos en algunas circunstancias, situación en la cual ha de asumir las consecuencias de haber vulnerado la ley penal; la generación de una especialidad novedosa, el derecho penal juvenil; y la búsqueda de que las medidas adoptadas frente a la infracción de la ley penal no tengan un fin meramente sancionador sino que busquen corregir las carencias existentes en el proceso de socialización del niño, especialmente en materia educativa.

El artículo 40 de este instrumento internacional instaura una serie de garantías a favor del menor de edad presumiblemente infractor de la ley penal, estableciendo un sistema de justicia especializada para los presuntos infractores o que hayan sido acusados o declarados culpables de las leyes penales. En cuanto a:

[…] las medidas a aplicarse en caso encontrárseles responsables, deben buscar no interrumpir su proceso educativo, respetando su personalidad, el derecho a su educación y evitando afectar su personalidad, favoreciendo el desarrollo de sus cualidades y aptitudes a fin de que pueda integrarse a la sociedad. (Bustos, 1992, p. 24)

Este es, justamente, el objetivo del modelo de responsabilidad: la reinserción del infractor en la sociedad.

a) Garantías

Si bien el citado caso Gault inició un nueva etapa en el proceso de garantizar los derechos individuales para los menores de edad en el proceso judicial, es a partir de la adopción de la Convención que se da el reemplazo del modelo de protección o tutelar por el modelo de responsabilidad, el cual establece un sistema de garantías sustantivas y procesales para los menores de edad. De las garantías instituidas pueden destacarse:

i) La tipicidad penal. Entendida como el encuadramiento de la conducta en un tipo penal, de manera que ella solo puede ser sancionada si está regulada previamente en la ley21. Esta garantía, aplicada a los adultos, también debe serlo a los menores de edad.

ii) La presunción de inocencia. Principio rector del derecho penal que acompaña a toda persona durante el desarrollo del proceso hasta el momento en que una resolución judicial definitiva establezca su responsabilidad. En el caso de los menores de edad, la Convención señala claramente su aplicación.

iii) El derecho de defensa: información oportuna de los cargos imputados y de la disposición de la asistencia jurídica. Involucra manifestaciones básicas del derecho de defensa, como el conocer los hechos respecto de los cuales se le acusa, así como la tipificación que de ellos se establezca, y contar con asistencia legal técnica. Es claro que la vulneración de tales garantías afecta la esencia de la defensa y deja al adolescente en una situación de amplia desigualdad ante el ente acusador.

A ello se suman otros aspectos fundamentales que garantizan una adecuada defensa: el uso de intérprete en los casos que sea necesario, el poder interrogar a los testigos de la acusación, presentar testigos o pruebas favorables, entre otros.

iv) La decisión judicial independiente e imparcial. Garantía que busca que la decisión judicial sea justa en tanto permite que el magistrado a cargo del caso sea independiente de cualquier injerencia externa. Asimismo, busca que este no prejuzgue ni sufra influencia alguna en relación con el caso concreto a partir de situaciones de preferencias o animadversiones.

v) No autoinculpabilidad. Implica la prohibición de obligar a la persona a autoinculparse de la comisión de un hecho; si reconoce los cargos por los que se la acusa, se debe garantizar que no se determine su responsabilidad únicamente a partir de tal declaración, pues deben existir otros elementos probatorios que verifiquen dicha responsabilidad.

vi) Privacidad. En el desarrollo del proceso por infracción a la ley penal debe respetarse la privacidad del menor de edad, sea víctima o imputado, por lo que no podrán divulgarse ámbitos que se encuentran en la esfera que incumbe a su derecho a la intimidad. El nivel de protección es tal que se prohíbe vulnerar su privacidad mediante la divulgación de su identidad.

vii) Edad mínima. La Convención establece que cada país debe establecer dos limites etarios: uno primero que diferencie la edad de imputabilidad penal, que la propia Convención señala a los dieciocho años, y uno segundo que diferencie a quiénes se puede hacer responsables por una infracción penal y quiénes no responden de manera alguna. En el Perú, el Nuevo Código de los Niños y Adolescentes señala dicha edad en los catorce años; por ende, solo podrán ser procesados por una infracción penal los adolescentes entre catorce y dieciocho años.

viii) Medidas extraprocesales. La Convención exhorta a los Estados a utilizar procedimientos judiciales para los adolescentes infractores como última alternativa, optándose por medidas que no impliquen el inicio de procesos. Así, el artículo 40.3 señala: “Siempre que sea apropiado y deseable, la adopción de medidas para tratar a los niños sin recurrir a procedimientos judiciales, en el entendimiento de que respetarán plenamente los derechos humanos y garantías legales”. En nuestro país ello se expresa especialmente mediante la figura de la remisión fiscal.

b) El sistema de justicia especializado

A las garantías señaladas se añade el mandato de la Convención respecto a la existencia de instancias especializadas para el caso de las infracciones penales, de modo que se recurra a policías, fiscales y jueces con una capacitación especializada dedicados a la atención de este tipo de situaciones.

3.5 El modelo de la justicia restaurativa

Este modelo plantea un tratamiento en el que la víctima, el infractor y los miembros afectados de la comunidad se involucren directamente para dar una respuesta a la persona infractora. Tiene como finalidad esencial la participación de todos ellos con el propósito de “restaurar la armonía social y dar solución al conflicto, considerando para ello las necesidades y pretensiones de la víctima y del victimario” (Mayorga, 2009, p. VII). Según Jean Schmitz:

A través del proceso de una justicia con enfoque restaurativo se permite a cada autor involucrado en un incidente (ofensor o víctima directa o indirecta y la comunidad) colocarse en lugar del otro, un papel preponderante. Sin ella, no hay justicia restaurativa completa. (Programa Accede, 2013, p. 115)

Surge en países como Nueva Zelanda y Canadá, que entienden que la manera más eficaz de solucionar conflictos es el diálogo entre el victimario, la víctima y la comunidad. Para ello se toman en cuenta los siguientes elementos: la responsabilidad del autor, quien debe hacerse cargo de las conductas realizadas libremente; la restauración de la víctima, mediante el resarcimiento del daño ocasionado y la reinserción del agraviado en la comunidad; y el restablecimiento de la relación con la sociedad, que es afectada por el daño provocado.

Según Schmitz, el modelo restaurador ofrece una importante opción para el tratamiento de los jóvenes que delinquen. La estrategia que propone consiste en plantear una “alternativa a la solución de los conflictos que se generan por la comisión de un delito, considerando tanto al agresor como a la víctima” (Programa Accede, 2013, p. 113). Para ello se busca una relación de equilibrio entre ambos, con el fin de restaurar las relaciones entre las partes, las que fueron resquebrajadas por la comisión de un delito. Claramente, no se promueve la “irresponsabilidad, que puede favorecer la reincidencia, sino que se busca la reparación que facilita la toma de conciencia del acto cometido y de los perjuicios causados” (Kemelmajer, 2004, p. 155).

3.5.1 La corriente político-criminal en el modelo restaurador

El modelo de justicia reparadora surge a partir del movimiento político-criminal a favor del afectado o la víctima y busca la reparación del daño. Se apoya en tres premisas fundamentales:

• El delito es entendido como un conflicto entre las partes que provoca un daño que debe ser reparado por la justicia penal.

• La finalidad es promover la paz en la comunidad mediante la solución pacífica de los conflictos, reconciliando a las partes y reparando los daños.

• La justicia penal debe facilitar la participación de los “afectados, infractores y comunidad, para encontrar la solución más adecuada”. (Kemelmajer, 2004, p. 153)

3.5.2 La reparación

Según Kemelmajer:

Para lograrla el infractor debe comprometerse a resarcir el daño ocasionado, mediante ciertas medidas, las que han de tener relación con los hechos cometidos y de los que se ha responsabilizado, permitiendo la toma de conciencia de las consecuencias de sus actos. (2004, p. 156)

En tal sentido, se plantean tres tipos de reparación:

i) La conciliación, que tiene como propósito que la víctima obtenga una satisfacción psicológica del infractor luego de que este se arrepienta. Luego de la conciliación entre las partes se debe dar por concluido el proceso y solicitarse el sobreseimiento y archivamiento del caso. Ahora bien, esta alternativa solo puede darse cuando la infracción no sea grave, una vez analizadas las circunstancias en que esta se cometió y garantizando que la víctima acepte las disculpas del infractor. El objetivo final es poner fin al conflicto sin someter al infractor a un proceso judicial.

ii) La reparación directa, en la que el infractor debe realizar ciertas actividades a favor de la víctima luego de la audiencia de conciliación. Se puede, por ejemplo, promover alguna actividad que beneficie al agraviado, siempre que él esté de acuerdo. Es importante considerar que “la víctima debe ser llamada solo si existe la seguridad de que el ofensor desea disculparse y reparar, no debiendo presionarse a la víctima de modo alguno” (Kemelmajer, 2004, p. 272). Esta reparación directa permite que el agresor y la víctima se vinculen y lleguen a un entendimiento emocional mutuo. De ahí que Schmitz sostenga: “La victima tiene un papel preponderante. Sin ella, no hay justicia restaurativa completa” (Programa Accede, 2013, p. 115).

iii) La reparación indirecta, en la que se realizan actividades a favor de la comunidad. El infractor reconoce su inconducta, pero no se conoce la identidad de la víctima o esta no se encuentra en condiciones de reconocer su arrepentimiento.

3.6 El modelo de tratamiento diferencial de acuerdo con el perfil del adolescente en conflicto con la ley penal

En los últimos cincuenta años se han realizado una serie de investigaciones para el tratamiento de los adolescentes en conflicto con la ley penal, lo que ha permitido grandes avances en su resocialización. Un antecedente importante de esta corriente se encuentra en Quebec, Canadá, donde en 1950 un sacerdote católico desarrolló un proyecto piloto denominado “Boscoville” con setenta adolescentes en conflicto con la ley penal. Él entendió que para el trabajo con estos muchachos no bastaban la buena voluntad y el amor, e incluyó en el proyecto a veinticinco educadores. Paralelamente se desarrolló un laboratorio de experimentación con la finalidad de analizar y evaluar las intervenciones cotidianas, que fue fundamental para el desarrollo de la llamada “escuela psicoeducativa” que daría origen al modelo de tratamiento diferencial.

Según Dionne (2008, p. 28), la importancia de la Escuela de Boscoville residió en que se propuso demostrar que la reeducación de los adolescentes infractores era posible. La psicoeducación se define como “una perspectiva que pretende ser una síntesis de principios psicológicos y educativos que demuestren su pertinencia en la práctica cotidiana de la intervención de proximidad” (Dionne, 2008, p. 32).

Posteriormente, el modelo de la Escuela de Boscoville fue sistematizado en una investigación cualitativa desarrollada por Guindon en el año 1969. También Gendreau escribió un libro sobre el tema en 1978. Luego, en 1983, por medio de una investigación cuantitativa, Le Blanc demostró que el modelo de tratamiento que se aplicó en Boscoville generaba resultados positivos. Según Dionne: “Más del 65 % de los adolescentes que habían participado en los programas durante un año no mostraban ninguna reincidencia un año después de su participación” (2013, p. 33).

Se demostró así la disminución de la reincidencia delictiva de los adolescentes infractores que habían participado en los programas de tratamiento que Boscoville había implementado. Estos resultados cobran importancia en el desarrollo de los modelos de tratamiento, pues se demuestra con información cuantitativa y debidamente sistematizada que es posible la reinserción social de los adolescentes.

El modelo canadiense tuvo influencia en algunos países europeos como España (específicamente en Cataluña), Alemania, Holanda e Inglaterra. Una de las características de este nuevo modelo es que la medida socioeducativa de internamiento se ha convertido en un mecanismo de aplicación de ultima ratio (“último recurso”). En estos sistemas de tratamiento se han generado niveles de segregación para los adolescentes de acuerdo con cada perfil, y se han establecido programas desde el Estado que se articulan con las redes sociales con resultados exitosos. Sobre esto, el experto catalán Andreu Estela señala:

Tenemos resultados sorprendentes en la resocialización de los adolescentes. Los programas de Riesgo, Necesidad y Responsividad22 ofrecen una tasa de éxito, en relación a la reincidencia, del 0,29 (por ejemplo, la quimioterapia en cáncer de mama presenta una efectividad de éxito de un 0,11). Esto demuestra de forma empírica que el tratamiento con programas de estas características ofrece un éxito elevado. (Programa Accede, 2013, p. 76)

Este modelo es la conjunción de los anteriores, por lo que la autoridad competente tiene la obligación de aplicar medidas socioeducativas para el tratamiento del adolescente en conflicto con la ley penal, basado en programas de predicción del riesgo, el aprendizaje social y formas de control.

Delincuencia juvenil

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