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LA FORJA DE UN REBELDE

Un socialista, ¿nace o se hace? Recuerdo tres anécdotas de mi primera infancia que parecen demostrar lo innato de mi socialismo. La primera parece relacionada con mi ser más inconsciente. Debía yo de tener tres años. Cogí un fajo de billetes nuevecitos del bargueño de mi padre y los fui tirando plácidamente al retrete... Mi instinto reconoció la identidad fecal del dinero, demostrada por el estreñimiento, símbolo de la avaricia, y por la fase sádico-anal freudiana. Mi viejo amigo Isidre Molas cree que mi fobia infantil al dinero no es propia de un socialista, sino un ideal del anarquismo. Bueno, por algo se empieza...

La segunda anécdota se refiere al conductor del autocar que me recogía cada mañana para ir al colegio. Me dijo que no tenía dinero para comprarle un libro de estudio a su hijo. Lo comenté con mis padres y les pedí su ayuda económica, la cual me fue concedida para no frustrar mis buenos sentimientos. Este acto monetario, al ser ya un acto consciente, significó una comprensión positiva del valor del dinero. En el fondo (en el retrete), el dinero es mercancía fecal, pero tiene un valor de cambio, ya que con él puede pagarse todo («poderoso caballero es don dinero» había leído en Quevedo). El dinero, en buena lógica, servía para comprar lo necesario y para posibilitar esa compra a quien careciera de él. Por supuesto, a cambio de nada, como no fuera, en mi caso, la sonrisa agradecida del conductor de mi autocar colegial.

La tercera anécdota enlaza con las anteriores y les da un sentido unitario a las tres. Pese al modesto sueldo de mi padre como oficial técnico del Banco de España (por eso tenía siempre billetes recién salidos del horno), en casa había dos sirvientas, o criadas, o «chachas». El piso era pequeño y una dormía en el pasillo sobre un catre plegable. No les era permitido bañarse más que en la habitación de una y en un barreño por turno. Mi madre, como típica señora de clase media madrileña, se pirraba por tener una cocinera y una camarera con cofia y guante blanco. Cuando mi hermano era muy pequeño, lo sacaba a pasear, en un cochecito que parecía una carroza, el «ama seca», una campesina de rostro arrugadísimo y moreno, emperifollada por mi madre como una mona de circo. Sobre el vestido de color añil, un aparatoso delantal blanco de frunces con lazo espectacular en el trasero. El cabello recogido en moño con el consabido capillo y, para redondear el uniforme de gala, unos pendientes con forma de botafumeiro, más el collar de abalorios alrededor de tal pechera que proclamaba un supuesto pasado de ama de cría. Recuerdo con qué felicidad mesocrática mi madre oyó al ama contarle cómo, en el paseo marítimo de Sitges, le habían preguntado en qué casa con título servía (¿condes?, ¿marqueses...?).

Pero toda esa presunción cursi, típica de la pequeña burguesía española del siglo pasado, ocultaba a su vez una curiosa manía visceral por el servicio doméstico, al que mi madre calificaba de «enemigos pagados». Yo diría que «pagados» más bien poco. Y «enemigos» ¿por qué? ¿Por ser campesinas empujadas por el hambre de la posguerra a Barcelona, Madrid o Bilbao a fin de comer caliente, dormir bajo techo y ganarse un parvo salario para el cine o el baile de los jueves a cambio de no parar ni un momento en tareas caseras como «chicas para todo»? En cierta ocasión, mi madre descubrió que la pareja de sirvientas hurtaba pequeñas raciones de alubias o garbanzos, para después, vaya usted a saber, venderlas o ayudar, en aquel tiempo de suma escasez, a algún hambriento conocido. Llamó a un hermano suyo, todo un abogado del Estado, para que las amenazara con llevarlas a la cárcel. Las chicas, entre sollozos, pidieron perdón y prometieron no reincidir. Mi madre, que pese a todo tenía buen corazón, les regaló a cada una un rosario para que la Virgen María les impidiera caer en la tentación de nuevo.

Estas y otras experiencias infantiles de lo que hoy podríamos calificar como «lucha doméstica de clases» entre las fámulas y el poder materno me llevaron a «desclasarme», a efectos caseros y familiares, a tomar partido por el bando proletario en los pequeños conflictos cotidianos. Debió de impulsarme a ello una vaga culpabilidad por haber sido causa directa, unos años antes, del despido de una aragonesa, Saturnina, que hacía honor a su nombre porque no podía ser más seca y adusta, y suscitaba en mí una extraña antipatía. Quizá yo proyectaba en ella la inconsciente frustración afectiva que me producía la falta de ternura materna, al fin y al cabo una Aries, aragonesa también y con la afinidad de carácter que puede suponerse con la tal Saturnina, la cual, nada menos, había sido «hermana de leche» de mi abuelo materno. El caso es que, como explicaba mi madre, a mis cinco años, en el libro Mi hijo (esa crónica almibarada que las mamás escribían sobre sus niñitos hasta que eran púberes): «Es un niño muy travieso y revoltoso, pero tiene muy buen corazón y es un buen español. Se pelea muchísimo con la muchacha y todo su afán es decir que el Caudillo es el mejor de los hombres». En la ingenua redacción materna está la clave de muchas cosas de mi futuro. En un par de frases relaciona dos cosas «malas» y dos cosas «buenas» que me definen: soy travieso y revoltoso, pero eso no es óbice para que sea de muy buen corazón y un buen español. Seguidamente, extrae las consecuencias: se pelea con la muchacha y considera el mejor de los hombres al Caudillo, Francisco Franco. ¿Cuál es la clave de todo ello? La clave está en que mi insulto preferido dedicado a Saturnina era llamarla «roja», pues era lo peor que podía ser una persona, según deduje de la opinión de mis allegados. Un día, la pobre mujer se despidió, con harto dolor de mi madre. Preguntada por el motivo (que parecía inconcebible por la buenísima relación entre las dos mujeres, igualmente semiperfectas en su papel doméstico), la sirvienta adujo el peligro que para su vida suponía que el niño de la casa, por muy niño que fuera, anduviera diciendo por ahí que ella era «roja». Yo no podía saber entonces cuánta razón tenía Saturnina para huir de mi casa. Y es que, mientras yo, con tanta inocencia como mala intención, la llamaba «roja», se fusilaba diariamente en Montjuïc o en el Campo de la Bota a centenares de «rojos», muchos de ellos sin otra prueba de su «rojez» que haber sido calificados así por algún vecino vengativo. En el resumen citado de mis cinco años puede reconocerse, después de lo dicho, mi contradicción como pequeño ser humano con una conciencia política incipiente y precoz. Si para mí el Caudillo era «el mejor de los hombres» es porque de algún modo simbolizaba la figura paterna que mis padres me inculcaban con sus alusiones a que aquel general golpista era el Salvador de España y nuestro Salvador. Da fe de lo que digo otro texto materno fechado en 1939: «José Antonio presume de ser falangista y dice que el mejor de los españoles es el Caudillo y en Italia, el Duce y Ciano». Lo cierto era que, por instinto, tendía mi propio ego mandón a identificarse con la figura de más alto mando en mi universo infantil. Todavía me sonrío ante el asombro y las carcajadas de las personas mayores, en aquel tren que nos conducía, al término de la guerra, de Madrid a Oviedo, cuando se paró en la estación de Burgos y yo me hice el ofendido «porque no ha venido a saludarme Franco». Si yo me ponía a la altura del jefe del Estado (o mejor dicho, le ponía a él a mi altura), era lógico que a Saturnina, una de mis «enemigas de clase» (una de los «enemigos pagados», según mamá), la considerara «roja». Pero eso era una muestra de mi carácter rebelde, que no admitía que me mandara nadie: ni mi madre ni menos aún una criada que, por serlo, era «roja». Y no obstante, yo tenía muy buen corazón y era un buen español. Sin duda, me había ganado lo de «buen español» por creer que Franco era el mejor de los españoles. Lo de «buen corazón» podía ser debido a dicha creencia patriótica más que a mi compasión humana, pues no parecía ser compatible con insultar a una sirvienta. ¿O sí? Podía ser una opinión familiarmente correcta que pelearse, insubordinarse ante una criada y llamarla «roja» no fuera muestra de mal corazón, teniendo en cuenta la muy reciente Guerra Civil, la cual, aunque no se quisiera reconocer, había sido una trágica lucha de clases, o así, al menos, la había vivido una pacata, cobarde y pretenciosa clase media española. El elogio sobre mi buen corazón debía de venir no, obviamente, por mis primeros maltratos al servicio doméstico (más tarde, cambiaron las cosas), sino por mis obsesionados interrogantes de un corazón sensible. «Papá, ¿por qué hay ricos y pobres? ¿Por qué hay cojos, ciegos, mancos y tullidos por las calles? ¿Por qué algunos piden limosna por el amor de Dios, como si Dios tuviera algo que ver con su pobreza? Cuando los pordioseros piden “por caridad” ¿será que nunca han oído ese villancico que dice: “...porque en esta tierra / ya no hay caridad / ni nunca la habido / ni nunca la habrá”. ¿Tiene razón ese villancico?».

Las respuestas de mi padre eran tan acertadas que provocaban en mí, como suele ocurrir con los niños pequeños lógicos y espabilados, un sinfín de nuevas preguntas. Si había tullidos y mendigos se debía a una guerra civil de tres años. ¿Por qué la guerra? Porque los «rojos» querían acabar con España y vino un militar patriota llamado Francisco Franco que se alzó contra el Gobierno masón y comunista y ganó la guerra. ¿Y por qué los «rojos» querían acabar con España? Porque eran unos malos españoles que pretendían que Rusia mandase en España. ¿Y por qué en Rusia querían mandar aquí? Sí, porque es un país comunista, «rojo», y el comunismo es una dictadura que mata y tortura para imponer a la gente de todos los países una vida terrible. Ellos presumen de que todos somos iguales, pero en la miseria y en la esclavitud. El comunismo es muy bonito en teoría. Cristo fue el primer comunista, pero en la práctica no es así; además, los «rojos» no creen en Dios.

En los años adolescentes, las evocaciones, bastante nítidas, de mis pocas experiencias de la Guerra Civil me llevaban a nuevas preguntas con las consiguientes respuestas paternas apasionadas, convencidas, pero no todas convincentes. Más tarde supe que Miguel de Unamuno les había augurado a los seguidores de Franco: «Venceréis pero no convenceréis». Un par de ejemplos se me ocurren ahora. «Si los “nacionales” nos querían librar de los “rojos”, ¿por qué bombardearon tanto Barcelona, que por poco nos mataron a mamá y a mí aquel día en que tuvimos que huir al campo...? Si los “rojos” eran tan malos, ¿por qué había tanta gente que les hacía caso y les seguía? Un niño de mi colegio me ha dicho que a su abuelo, falangista, le salvó la vida un tal señor Companys, pero a ese señor, después, Franco mandó fusilarlo por “rojo” y separatista».

Decidí que la falta de lógica del discurso paterno era una manera como cualquier otra de incoherencia propia del pensamiento de los adultos. Me refugié, por tanto, en el mundo feliz de las aventuras bélicas, de los héroes «fascistas» (Juan Centella, Roberto Alcázar, Jorge y Fernando, El Hombre Enmascarado, El Guerrero del Antifaz...), de los tebeos del nuevo Régimen (Flechas y Pelayos, Chicos). Con todo, me seguía doliendo la enfermedad, la miseria de la gente. En el colegio de curas cumplía los aburridos ritos religiosos con frío estoicismo. Aquellos jesuitas eran rígidos y secos, sin la más mínima ternura. La Compañía de Jesús era más bien una compañía o un batallón militar, y de Jesús no tenía nada, al menos del Jesús cuya vida nos explicó un sacerdote más franciscano que jesuita, el padre Armengol. Ese Jesús sí que me llegó al alma. Probablemente consiguió de mí que identificara para toda la vida mi «buen corazón» con el mensaje cristiano de que Dios es amor. No tardé mucho en hacer del amor mi dios personal diario. Fue un tierno y consciente amor el que me llevaba todos los domingos por la mañana a visitar a los enfermos de los hospitales de Barcelona y, por la tarde, a acudir a la catequesis que la Congregación Mariana (a la que no pertenecí nunca) impartía en barrios obreros, generalmente de barracas o bidonvilles. Los pequeños oyentes de mi disertación religiosa esperaban con impaciencia que yo acabara para recibir el pan con chocolate que, como premio (o cebo) a su atención, llevaba preparado en una bolsa. Mas el indudable amor que me movía no se premiaba a sí mismo con el placer del «deber cumplido» o con el regodeo de saberse bondadoso. Podía más la insufrible sensación de que todos aquellos males, incluida la enfermedad, eran inhumanos, injustos y que además se concentraban y cebaban en unos grupos sociales determinados, diferentes de los que yo acostumbraba a frecuentar. Poco a poco fui atando los cabos de un panorama urbano en el que el Mal aparecía ligado preferentemente a las clases llamadas «humildes», «necesitadas», «pobres», «menesterosas». Las denominaban así las señoras caritativas que veían en esas clases una ocasión magnífica de ejercer su caridad, su limosna y su mesa petitoria. Eran años precedentes al de «Ponga un pobre a su mesa». En puridad, se trataba de lo que la sociología definía como «clase obrera», pero era de mal gusto hablar de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros y obreras. Había que llamarlos «productores»; productores de la riqueza nacional, aunque no tanto consumidores de ella.

Pese a las apariencias de una mansedumbre resignada y mendicante, una sorda ira vengativa y violenta sacudía a la clase «baja», incluida su prole infantil. Se daba una implícita continuidad de la Guerra Civil de clases entre los chavales de los pueblos de veraneo burgués y la «colonia», es decir, los niños de papá en vacaciones. Tardé un tiempo en saber que una colonia la forman los nativos de un país sometido, política y económicamente, a otro, más poderoso y rico, precisamente gracias a los bienes y trabajos de los colonizados. Los chiquillos de Sitges (que hablaban una jerga extraña para mí, llamada catalán) se liaban a pedradas con los de la «colonia» como máxima distracción de su vida sin ilusiones.

Yo jamás participé en esa divertida salvajada. Me correspondía el bando de los senyorets (señoritos), pero ni siquiera me divertían sus costumbres lúdicas, aparte de nadar. A los catorce años me aparté definitivamente de mis compañeros «colonos» y formé parte de un grupo mixto de veraneantes de la pequeña burguesía, nada pijos y algo ilustrados, y de retoños de familias sitgetanas. Me fui acostumbrando al catalán, aunque no abandoné hasta mis años de universidad el tópico inculto de que esa lengua románica es un dialecto del castellano. En el colegio de jesuitas, mi desclasamiento era el inverso, pero conducía a un resultado idéntico. Los chicos me llamaban «murciano» por dos razones: por mi castizo castellano, distinto del «catallano» mal hablado de la burguesía españolista de posguerra, y por la forma de vestir: ropa de segunda mano y delantal comprado en los almacenes El Barato, más propio de un orfanato o de una escuela municipal que de un colegio «fino». También en el colegio me aparté de los compañeros pijos, con moto, bocadillo de jamón «pata negra» y abrigo «piel de camello», y pasé a relacionarme con «fámulos» (becados con obligación de notas altas y servicio de camareros en los refectorios escolares); con alumnos marginados por su rareza o por problemas psíquicos; con tipos originales, indóciles o apáticos, los cuales, con su actitud «inasequible al desaliento», los veía yo como unos valerosos rebeldes frente al tinglado pedagógico-clerical. Hasta cierto punto, yo era uno de ellos, pero mi fórmula era relativamente pacífica y no retadora. Opté por un humorismo entre surrealista y payaso, con lo cual me gané fama de estrambótico y de histrión. Mi espíritu crítico, ejercitado con mis padres y cualquier adulto conocido, me permitió entender y comprender los evidentes y crasos errores pedagógicos de mis educadores. Sufrí en mis carnes varios de ellos, pero, con una curiosa mezcla de comprensión y desdén, lo peor que pensaba de los curas es que eran tontos. Me acordaba de la frase evangélica «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen». Por otra parte, mi ego se hallaba suficientemente satisfecho porque, desde los once años, me convertí en el cronista de los eventos festivos y publiqué mis primeras narraciones en la revista del colegio. La fama de escritor precoz me ayudó, de modo pintoresco, a superar la terrible prueba de una expulsión anunciada. En la adolescencia, mi falta de gregarismo, mis inquietudes intelectuales, además de unos versos «eróticos» descubiertos en mi pupitre, me condujeron a un encuentro inquisitorial con el padre rector. Este pretendía que confesara unas supuestas conductas irregulares de las cuales estaba muy bien informado, pero que yo me desesperé intentando recordarlas. Al final, el cura me las recordó. Y cuál no sería su indignación, ante lo que le pareció cinismo o total inconsciencia pecadora, cuando le espeté con la mayor ingenuidad: «Ah, ¿pero era eso?». Lo cual quería decir que ni por asomo creía conducta incorrecta haber leído libros de lectura perniciosa; ir a clase por mi cuenta, fuera de filas; introducirme en el jardín romántico con su lago e isleta encantadora, pese a ser zona de clausura; pasarme toda la comida de los mediopensionistas de charla seguida, como quien da una clase, con los cinco compañeros de mesa, boquiabiertos o riendo a carcajadas, según fuera de veras o de bromas. Todas esas «irregularidades» eran demasiado, en 1950, para un colegio de la Compañía. Y además tenía algún antecedente que me marcaba: haber merecido un 2 (sobre 10) en Piedad y ser reprendido públicamente por culpa de un preocupado diálogo con otro compañero sobre los «misterios de la vida». ¿Qué tendría que ver la fecundación, el embarazo o el parto con la piedad? Y ¿por qué la mía se merecía un guarismo cercano al 0 (impiedad absoluta) si me interrogaba sobre algo tan esencial como la creación de los seres humanos? Una vez comunicada a mi padre mi expulsión del colegio, me libró de ella con un argumento que aún me deslumbra por lo eficaz que fue. «Mi hijo ha demostrado su precoz capacidad literaria. Si ustedes lo expulsan, el día de mañana dirá pestes de los jesuitas ¡Puede ser un Voltaire!».

UN ÁLTER EGO TAMBIÉN LLAMADO JOSÉ ANTONIO

En el recibidor de casa, mi padre había dedicado una especie de altar a su hermano Ernesto, militar fusilado por las «hordas marxistas» por haberse alzado en el año 1936. Según el Código Militar, el alzamiento en armas contra el Gobierno legítimo de la Segunda República era un delito castigado con la muerte. Mi tío pudo fugarse. No lo hizo por solidaridad con los otros reos y asumió la condena responsable y digno. Bajo un farolillo siempre encendido había un escudo en forma de águila donde en un pergamino figuraba una inscripción: «Ernesto González Bans, capitán de Artillería, muerto por Dios y por España ¡Presente!». Bajo el escudo, una bomba lanzada sobre Barcelona por la aviación fascista italiana que no había llegado a explotar, flanqueada por dos vainas, en bronce dorado, de balas de cañón. En mis juegos y correrías por el largo pasillo siempre llegaba a la meta de este monumento a mi tío, el «caído», que me inspiraba un respeto misterioso. Su figura, mitificada por la familia, se convirtió, sin darme cuenta, en un referente patriótico y moral: yo no quería morir fusilado como él, pero sí quería vivir por lo que el pergamino decía que murió: por Dios y por España. En mi cabecita, ambos entes se fundieron durante muchos años. Cuanto yo hiciera por uno se lo hacía al otro. Estaba ya programado para ser héroe y víctima a la vez de lo que, años más tarde, un jesuita amigo, Alfonso Álvarez Bolado, definió como el «nacionalcatolicismo de la España de Franco»: una coyunda blasfema entre la Derecha y el clero.

Entre los escasos libros que había en casa, mi atención recayó particularmente en uno, encuadernado, de color marrón, que contenía los discursos de José Antonio Primo de Rivera. Él era, junto con el Caudillo, el otro personaje mítico de mis padres y, por lo que vi, de todo el mundo. Le llamaban «el Ausente», pero, al igual que mi tío Ernesto, seguía estando presente en los gritos de ritual que daban por la radio y en otros sitios. Mi padre me había enseñado a leer y a escribir a los cuatro años y medio. Aparte de la revista Signal, elaborada por los nazis alemanes, yo me distraía y aprendía de Vértice, que editaban los falangistas. En ella me impresionaron las fotos de unos muchachos con camisa azul y antorchas encendidas que trasladaban el féretro de José Antonio desde el cementerio de Alicante al monasterio de El Escorial. Después leí la antología de sus discursos, los cuales no solo me impresionaron, sino que fueron la revelación de mi propio pensamiento. De ahí la rápida y precoz identificación con su figura como héroe, de la cual eran simples imitadores mis personajes preferidos en los cómics o tebeos de aquel entonces: Juan Centella y Roberto Alcázar. Para mayor semejanza, yo me llamaba igual que él. No podía ser casual, y aunque el nombre con que se me bautizó no era en homenaje a él, para mí y para todos los niños nombrar es algo más que una voz para llamarte. Nombrar es decir quién eres, qué arquetipo te define radicalmente, de qué relato mítico eres protagonista. A los catorce años pude ya verter literariamente mi identidad joseantoniana. Escribí en alejandrinos, imitando los de Rubén Darío, lo que era como un juramento de fidelidad, con el que yo mismo me armaba caballero desfacedor de entuertos y prometía servir a España, mi señora, mi dulce Dulcinea.

Como un fruto violento bautizado en mil sangres

vine al mundo escuchando los acordes vibrantes

de aquel himno valiente entonado ante el sol.

Vine al mundo luchando, pues luchaban mis padres

y en el pecho materno aprendí que los hombres

se batían, poetas, por España y por Dios.

Yo nací, José Antonio, para ser algún día

un soldado poeta de fusil y de lira

que cantase a la patria en la pugna sin par.

Porque tú me miraste, con la fe de un lucero

y dijiste: ¡Adelante, tú tendrás mi Ideal!

Sí, lo tengo y lo guardo y me guía constante

por las cumbres del alma en tenaz ascensión.

Yo me siento poeta y guerrero incesante

y ante todo y por todo, yo me siento español.

José Antonio, el Ausente, pero queda aquí otro

que además de tu nombre aún conserva el tesoro

de una lira dispuesta y una espada leal.

¡Ya son mías tus flechas y tu noble Ideal!

Llegué a aprenderme de memoria algunos párrafos de sus discursos, sobre todo el de la fundación de Falange Española pronunciado en el teatro de La Comedia:

Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo. Cuando en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, escribió El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente...

Conservo aún, entre miles de libros, aquellas obras completas de José Antonio, publicadas en 1938, en donde se hallan diversos escritos de un hombre joven, cuya muerte a los treinta y tres años resultaba fácil comparar con la de Cristo. Igual de injusta porque, como a este, le condenó un malentendido. Su testamento es una joya humana y literaria. De él se me quedó grabado, al hablar de sus camaradas:

Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la grandeza de España.

Y al hablar de sí mismo:

Ojalá fuese la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara, ya en paz, el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la patria, el pan y la justicia.

Releídos aquellos viejos textos medio siglo después, sigo estando de acuerdo en lo fundamental. Tan solo un mayor conocimiento de la Historia de la España contemporánea y una cierta madurez ideológica me permiten ser crítico con el pensamiento de mi homónimo y darme cuenta de los inmensos errores de apreciación política que él tenía por ser hijo del militar jerezano y Grande de España Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, conocido como «el Dictador». Su catolicismo, de sincera buena fe religiosa, era el tradicional en su tiempo, país y clase. Su españolismo se nutría de las ideas de Marcelino Menéndez Pelayo y de José Ortega y Gasset. Hoy calificaría su pensamiento de «empanada mental» ingenua y caritativa. Más que un fascista, José Antonio me parece un católico social belga de la década de 1920, pero a mil años luz del hipócrita y reaccionario catolicismo propugnado por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNdP) de Ángel Herrera Oria y El Debate o de la fascistizante Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de José María Gil-Robles, aclamado por los suyos como «el Jefe» (versión española del Duce italiano o del Führer nazi). Todo esto lo ignoraba en 1950, pero tenía la sensación de que los ataques al bolchevismo ruso eran debidos a lo que él veía como perversión totalitaria del socialismo marxista, lo cual me sigue pareciendo a estas alturas más que acertado. Por otro lado, su nacionalcatolicismo era lo más parecido a lo poco que yo había asimilado de las enseñanzas jesuitas como algo bueno. Y esa vinculación de Dios con la Patria (por ambos, se decía, sacrificaron su vida los caídos) me parecía la síntesis que mi temperamento buscaba, pues, en el fondo, yo me sentía conciliador, pacificador, superador de banderías particulares, integrador mediante entidades englobadoras, universales. Mi tocayo tenía como repetidos leitmotivs las frases «España es una unidad de Destino en lo universal» y «Ni derechas ni izquierdas: España». Pero no era nacionalista: «Ser nacionalista es una pura sandez, porque el nacionalismo es el individualismo de los pueblos». En cambio, presumía, como yo, de españolidad porque «somos españoles, que es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo». Lo que me agradaba de esta frase, en sí misma infantilmente presuntuosa, era su énfasis en la seriedad como virtud innata. Es que yo hacía a menudo el payaso como una descoyuntada protesta por la falta de seriedad, por la frivolidad, de tanto adulto. De ahí que me hicieran íntima mella afirmaciones como estas: «Lo religioso y lo militar son los dos únicos modos enteros y serios de entender la vida», o sea, la máxima tan repetida de que hemos de ser «mitad monjes, mitad soldados». No otra cosa vino a decir, no hace mucho tiempo, el desaparecido católico hindú Raimon Panikkar: «Solo si somos políticos y monjes podremos realizarnos plenamente como personas». Donde el hijo de militar dice «soldados», el malogrado gurú catalán dice «políticos». El primero, tal vez por timidez y finura, se obligaba a justificar la violencia («los puños y las pistolas»); el segundo, más coherente y seguro de sí mismo, era pacifista como Gandhi. Pero ha habido tiempos en que la política y la guerra se confundían y hasta los partidos de izquierda denominaban a sus afiliados «militantes». Otra frase joseantoniana que me impactó fue la siguiente: «Tenemos que adoptar ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda, completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio». Era lo mismo, casi literalmente, de lo que nos machacaban en los Ejercicios espirituales de San Ignacio, pero no sé por qué, dicho por un laico, por un político y por un sacrificador de su vida al servicio de lo que él creía bueno para sus compatriotas, me parecía más verdadero, más libre, más digno de convertirse en lema ético para un adolescente que empezaba a sentir el aguijón moral de la Política con mayúscula.

Un factor que debía de hacer irremisible mi fascinación por José Antonio Primo de Rivera era su capacidad poética, mítica y casi mística, que convertía la política en una auténtica actividad misionera universal. Si para él España tenía como destino la evangelización práctica del mundo (idea pintoresca pero muy atractiva para un misionero jesuita in péctore o un «capitán de quince años»), alguien que, según su madre, siempre estaba «pensando en engrandecer a España», se sintió atraído por la promesa que, con estas palabras, le hacía su ya mentor preferido:

En la más humilde de nuestras tareas diarias estamos sirviendo, al par que a nuestro modesto destino individual, al destino de España y de Europa y del Mundo, al destino total y armonioso de la Creación.

Tal vez mi mentor de entonces hubiera leído a Leibniz, con su armonía prestablecida del universo, pero seguro que no conocía el pensamiento del jesuita Teilhard de Chardin, quien tanto me influyó en mi primera juventud y aún me impresiona. Bueno, en realidad, la idea que une el destino humano con el del universo se encuentra, sin ir más lejos, en Pablo de Tarso (Romanos, 8, 18-23) o en la oración de Jesús de Nazaret «así en la tierra como en el cielo».

Yendo a las cuestiones más concretas de la vida política española, hay textos de José Antonio que aún me conmueven:

La vida de España sangra con la injusticia de que millones de nuestros hermanos vivan en condiciones más miserables que los animales domésticos.

O este otro:

¿Qué quiere decir ser antimarxista? ¿Quiere decir que no apetece el cumplimiento de las previsiones de Marx? Entonces, estamos todos de acuerdo. ¿Quiere decir que se equivocó Marx en sus previsiones? Entonces, los que se equivocan son los que le achacan ese error. Las previsiones de Marx se vienen cumpliendo más o menos deprisa, pero implacablemente.

Sobre el socialismo español, el falangista distingue, como lo hacía con Karl Marx y el experimento soviético, entre el ala socialdemócrata del PSOE (Indalecio Prieto) y el extremismo revolucionario de Francisco Largo Caballero, apodado por los comunistas el «Lenin español». En un artículo del 23 de mayo de 1936 (esto es, menos de dos meses antes del golpe de Estado militar-fascista) que tiene el interesante título «Prieto se acerca a la Falange», José Antonio comenta con estas palabras un discurso en Cuenca del dirigente del partido obrero:

El discurso del tribuno socialista se pudo pronunciar, casi de la cruz a la fecha, en un mitin de Falange Española. [...] Es un deleite comprobar cómo frases textuales nuestras y, sobre todo, pensamientos característicos, han sido trasplantados al discurso del orador de Cuenca. [...] ¿Qué lenguaje es este? ¿Qué tiene que ver esto con el marxismo, con el materialismo histórico, con Ámsterdam ni con Moscú? Esto es preconizar, exactamente, la revolución nacional, la de Falange. Y hasta con la cruda descalificación de la España caduca que la Falange fulminó muchas veces.

Entre Prieto y Primo de Rivera se había trabado, en el ámbito parlamentario, una leal amistad. Tras el fusilamiento del jefe de Falange, el líder socialista recuperó una maleta con la ropa y documentos personales del ajusticiado y la conservó en una caja fuerte en México, encargando por testamento que, a su fallecimiento, le fuese entregada a los herederos de José Antonio. Parece ser que Franco trató durante toda su vida de hacerse con ella infructuosamente. En estos escritos desde la cárcel de Alicante hoy pueden leerse cosas, desconocidas o, como mucho, intuidas o sospechadas, acerca de la evolución del mentor político de mi adolescencia. Si las transcribo, al hablar de los orígenes de mi socialismo de ahora, es para aportar una imagen antitópica del Primo de Rivera «fascista» que, de paso, justifica mi entusiasmo juvenil a quien nunca tuve por inspirador genuino de las bandas de pistoleros que, en su nombre, asesinaron durante la guerra y la posguerra y, en flagrante olvido, practicaron la corrupción económica de la derecha capitalista, como los historiadores más imparciales atestiguan. Todo lo que se le ocultó, por supuesto, a la juventud que en la década de 1950 todavía creía, como yo, en la bondad del régimen «falangista» de Franco.

Si aspirásemos a reemplazar un partido por otro, una tiranía por otra, nos faltaría el valor —prenda de almas limpias— para lanzarnos al riesgo de esta decisión suprema (un golpe militar contra el Gobierno republicano). Nuestro triunfo no será el de un grupo reaccionario ni representará para el pueblo la pérdida de ninguna ventaja.

Esto se escribe el mismo 17 de julio de 1936, ignorante su autor de tal coincidencia. Ya conocedor de la rebelión militar, José Antonio comenta por escrito lo que piensa de ella:

Detrás de los militares están 1) el viejo carlismo intransigente, cerril, antipático; 2) las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas; 3) el capitalismo agrario y financiero, es decir, la clausura en unos años de toda posibilidad de edificación de la España moderna. La falta de todo sentido nacional de largo alcance.

Y en otro texto se dice:

La terrible incultura o, mejor aún, la pereza mental de nuestro pueblo (en todas sus capas) acabará por darnos o un ensayo de bolchevismo cruel y sucio, o una representación flatulenta de patriotería alicorta de algún figurón de la derecha. [¿Gil-Robles? ¿Franco?]

Por los textos póstumos nos enteramos hoy de que, tras el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936, el jefe nacional de Falange Española y de las JONS da las siguientes instrucciones a sus militantes:

1.- Los jefes cuidarán que por nadie se adopte actitud alguna de hostilidad hacia el nuevo Gobierno ni de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas. 2.- Nuestros militantes desoirán terminantemente todo requerimiento para tomar parte en conspiraciones, proyectos de golpe de Estado, alianzas de fuerzas de orden y demás cosas de análoga naturaleza.

Asimismo, el 24 de junio de 1936, a un mes escaso del golpe de Estado militar-fascista, se envía una orden, titulada «A todas las jefaturas territoriales y provinciales. Urgente e importantísimo», en la que, entre otras muchas cosas, se dice:

La participación de la Falange en uno de esos proyectos prematuros y candorosos constituiría una gravísima responsabilidad y arrastraría su total desaparición aun en caso de triunfo [...] tomar parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista; sino a reinstaurar una mediocridad burguesa conservadora, de la que España ha conocido tan largas muestras, orlada, para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.

¡Qué trágica lucidez de un próximo ejecutado por fascista y golpista! ¡Qué clarividencia de lo que será el falangismo de guerra y de posguerra! ¡Qué intuición sarcástica de los futuros Primeros de Mayo con sus Coros y Danzas! En sus últimas reflexiones políticas, José Antonio dejó escrito que «el fascismo es fundamentalmente falso porque quiere sustituir la religión por una idolatría».

Soluciones extremas: 1.- El anarquismo o disolución de la colectividad en individuos. 2.- El fascismo o absorción del individuo en la colectividad. [...] Solución religiosa: el recobro de la armonía del hombre y su entorno en vista de un fin trascendente. Este fin no es la patria, ni la raza, que no pueden ser fines en sí mismos; tienen que ser un fin de unificación del mundo, a cuyo servicio puede ser la patria un instrumento, es decir, un fin religioso. ¿Católico? Desde luego, de sentido cristiano.

Tras lo transcrito, me alegra concluir esta curiosa exégesis del fundador de la Falange Española que puede resultar curiosa por venir de un veterano socialista que escribe su Memoria en un momento histórico de su patria española en la que él, como otros muchos ciudadanos, expresan su indignación contra el capitalismo, contra una derecha que no ha cambiado nada desde antes de que José Antonio denunciara su egoísmo disfrazado de patrioterismo. Insisto en mi visión actual de un supuesto fascista que en rigor, más allá de ciertos condicionantes heredados y de ciertas formas superficiales, fue por encima de todo un precoz ejemplo de cristiano, no en todo católico al uso, socialista nacional contrario al nacionalsocialismo y con suficiente perspicacia amarga para intuir que, a su muerte, el falangismo puro y espiritual, que él imaginaba de forma lírica y visionaria, sería adulterado y utilizado por una derecha que siempre es potencialmente fascista. Hasta que la democracia auténtica o un socialismo pujante la desenmascaran y ella, sin dudarlo, empieza a disparar.

Un personaje como el descrito había forzosamente de impresionarme en la vena más romántica, idealista y literaria de mis quince años. Incluso la violencia que se deducía como acompañante de su dialéctica de «puños y pistolas» la veía yo como lo debían de ver aquellos chicos del Sindicato Español Universitario (SEU) de 1935: como una aventura juvenil, justificada unas veces por la «santa indignación» a los supuestos «ultrajes a Dios o a la Patria», y otras, al clima colectivo de guerra civil callejera, hábilmente promovido por la derecha más reaccionaria, que utilizaba a los chavales de Falange Española y de las JONS como guerrilla urbana para desestabilizar la Segunda República. Claro está que mi ignorancia acerca de los hechos criminales de los falangistas antes, durante y, sobre todo, tras la contienda iniciada el 17 de julio de 1936 era total y, por tanto, no empañaban la imagen del para mí incomprendido político, ejecutado por las izquierdas con el visto buenísimo de las derechas. Eso de perder en los dos bandos me parecía una situación sublime. Fomentaba mi tendencia natural a la síntesis, al acorde, a la superación de los contrarios. De ahí mi tentación persistente de hallar una «tercera vía», de «ni esto ni aquello», un hegeliano deseoso de abrazarlo todo aunque hubiera que forzar algo sus partes. Mi futura vocación por el derecho tendía asimismo a la conciliación, al arbitraje y, en definitiva, a la paz como finalidad de la justicia. Por tales razones me entusiasmó el laberinto surrealista y arbitrista de Ernesto Giménez Caballero en su obra Genio de España. Este autor ha pasado por ser el ideólogo del fascismo español, pero en realidad se trataba de un fabuloso inventor de extravagancias y un oportunista ingenuo. Su relevancia como agente cultural en la década de 1930 es reconocida por todos, incluidos sus mayores críticos, pero su obra escrita y su persona no presentan unos perfiles éticos nada claros. Hoy me parece un personajillo inofensivo y tragicómico. No obstante, a mis diecisiete años me aportó el fundamento ideológico de un pacto temperamental entre lo clásico y lo innovador. El genio de España era la superación del genio de Oriente y del de Occidente. El genio español ¡era Cristo!, porque abrazaba la fraternidad sin libertad del comunismo soviético y la libertad sin fraternidad del capitalismo occidental. ¡Justamente lo que yo andaba buscando!

UN GRANO DE MOSTAZA ÚNICAMENTE

El siguiente paso lo daría junto con algunos de mis compañeros del colegio, un grupo de piadosos exalumnos de los jesuitas, «El reino de Dios es semejante a un grano de mostaza, la más pequeña de las semillas que, cuando crece y llega a ser árbol, las aves del cielo anidan entre sus ramas» (Mt. 13, 31-32), al que bauticé con el evangélico nombre de El Grano de Mostaza (Tomeu Martorell, Antoni Ribas, Luis Bartrina y Jorge Pérez Casabayó). El cristianismo práctico, político e intelectual era nuestra misión. Ser apóstoles que convirtiesen a España y al mundo entero a un cristianismo fraternal, justiciero, al servicio de los pobres, de los marginados, de los pueblos primitivos. Éramos un grupo que se reunía para formarnos en la ascética del estudio y la oración a fin de llegar a influir como juristas, como educadores, escritores o políticos en el pueblo español. Descubrimos el «mediterráneo» de la misión religiosa y patriótica que desempeñaban, cada uno a su manera y sin ocultar sus recelos mutuos, las organizaciones católicas y las del Movimiento Nacional; las primeras, avaladas por el Episcopado y los jesuitas, y las segundas, por la burocracia más o menos falangista, en especial el SEU. Nosotros, o mejor dicho yo, buscaba la entente entre el nacionalcatolicismo y el nacionalsindicalismo. De tanto hermanarlos en el genio de España que era Cristo, lo nacional patriótico se volvió catolicismo sindical o sindicalismo cristiano.

El paso siguiente lo daríamos, juntos, varios compañeros de la Facultad de Derecho (José Antonio Ubierna, Jesús Fernández, Luis Carreño) y un estudiante de ingeniería llamado a tener una grandísima influencia, no solo en mi vida, sino en la de mucha gente. Hasta entonces, mis mentores habían sido el católico falangista José Antonio Primo de Rivera y el católico vanguardista-fascista Ernesto Giménez Caballero. El tercero sería el católico carlista Alfonso Carlos Comín Ros, hijo de un dirigente de la Comunión Tradicionalista de Aragón muerto al final de la Guerra Civil tras haber sido decisivo su apoyo armado para que triunfara el golpe de Estado del general Emilio Mola.

Si mi libro de cabecera era Genio de España, el suyo se titulaba Defensa de la Hispanidad, y su autor, Ramiro de Maeztu, un escritor de izquierdas convertido al tradicionalismo más reaccionario. Como si fuéramos fieles a la fusión forzosa que el astuto Caudillo operó con falangistas serviles y carlistas sin ideas modernas (el llamado Movimiento Nacional), Alfonso Comín y yo buscábamos la unidad a partir de nuestras diferencias políticas. El diálogo era para nosotros el más profundo ejercicio de convivencia. Yo solía decir ante cada discrepancia que «estamos de acuerdo en lo fundamental». Acabó con el latiguillo un magnífico polemista de mi curso de derecho, Jaume Lorés, de los jesuitas de Caspe, a quien corté una vez nuestro debate habitual con la dichosa frasecita. Me espetó, inconmovible: «¡No, no estamos de acuerdo en lo fundamental!».

Pero con Alfonso llegamos fácilmente a un pensamiento acorde en varios temas. Del carlismo y del falangismo nos quedábamos tan solo con sus pretendidos ideales de justicia social cristiana. De las lecturas referidas extraímos que si lo cristiano era lo más auténtico del hispanismo, no podíamos ser españoles patrioteros, sino quijotes justicieros. De ahí nuestro lamento compartido por la guerra fratricida (ambos teníamos «caídos por Dios y por España») y aunque comprendíamos a las derechas por su defensa de la religión, nos parecía que la causa de las izquierdas, su lucha contra la injusticia que sufría la clase obrera y campesina, estaba moral y cristianamente más justificada todavía. No tardaríamos en ver claro que el lema falangista «Por la Patria, el pan y la justicia» no se había cumplido con el transcurrir de los años y que las diferencias sociales eran abismales y clamaban al cielo. Los obispos, que habían bendecido a las derechas en armas y calificado la Guerra Civil como una «Santa Cruzada», acabaron pareciéndonos unos blasfemos, y el hecho de que el general Franco entrara en las iglesias bajo palio, un sacrilegio. Total, nuestro cristianismo dejó de ser nacionalcatólico, y nuestro derechismo extremo fue evolucionando hacia una extrema izquierda. Todo resultaba paradójico, pero lógico a más no poder. Nuestra evolución conjunta fue la de mucha gente de nuestra generación, la que llegó a la mayoría de edad con la crisis del régimen franquista en 1957. Son ya muchos los libros que han analizado dicha evolución y el contexto nacional e internacional que coadyuvó a la misma. En mi caso, tardé un poco en despegarme de mi fe infantil en Franco, como tardé algo más en olvidarme de aquella frase de mis tres años «Mamá, yo no levanto el puño». En un escrito de 1953 para nuestra revistilla íntima de El Grano de Mostaza escribí esto:

El Estado español está manteniendo una sorda y terrible batalla con la sociedad española. Está intentando borrar de ella todas las lacras, todas las miserias de varios siglos. Está luchando contra el capitalismo y el aburguesamiento egoísta aun a costa de tremendas concesiones y claudicaciones.

En esas pocas líneas leo yo cuál era mi contradicción de entonces. Por una parte, enfrento el Estado (ojo, no el Régimen ni el Gobierno) a la sociedad española. Esta se equipara a la hegemonía de los capitalistas, cuya condición burguesa se califica de «egoísta». El Estado, por tanto, cumple su fondón justiciero patriota y cristiano de intentar acabar con los males de una sociedad que, por lo que yo veía y creía, no había mejorado básicamente a pesar de haber engendrado un Estado nuevo para una España renovada. Pero, por otra parte, el Estado hacía concesiones y claudicaciones tremendas en esa lucha. ¿Cuáles podrían ser? No las recuerdo, pero ahí se apunta que los gobiernos de Franco, su régimen político, con la retórica de quien cumple su prometido grito de «¡Arriba España!», renunciaba en la práctica a hacer pasar por el aro de «la Patria, el pan y la justicia» a la burguesía capitalista, y claudicaba de su proclamado ideal joseantoniano, como ya se temía el redactor de los 27 puntos de la revolución nacionalsindicalista, la famosa «revolución pendiente».

He dejado escrito en el libro Comín, mi amigo (2010) toda la trayectoria de maduración ideológica socialista y marxista que nos llevaría cinco años más tarde a fundar, junto con otros cristianos de diversos lugares de España, el Frente de Liberación Popular (FLP). A él me remito para quien desee saber cómo se pasaba en aquella etapa de transición de la sociedad española (1953-1962) de un nacionalcatolicismo de derechas, revestido de tradición carlista y de innovación falangista, a un socialismo revolucionario de base marxista, que es tanto como decir, cómo pasamos de una ribera a otra del Ebro (como hiciera mi padre, prófugo del bando republicano), pero en dirección opuesta: hijos de vencedores, nos pasamos al lado de los vencidos y, por tanto, nos pusimos al costado de sus hijos, compañeros nuestros en la universidad o, después, en los campos de trabajo del Servicio Universitario del Trabajo (SUT), obreros y campesinos. No corramos tanto. Mientras llegábamos al final de nuestra metamorfosis más o menos definitiva dentro de la amplia gama de posibilidades de la izquierda democrática y antifranquista, no dejamos de actuar en un sentido coherente con nuestras ideas y dentro de las exiguas posibilidades que teníamos de influir algo en la vida española. Más allá del ámbito universitario, que era nuestro campo de acción más inmediato y fácil, yo hacía pedagogía social allí donde había la más mínima previsión de éxito. Para entonces tenía acuñada una frase de la que he procurado no olvidarme a lo largo de toda mi vida: «Los ideales han sido creados no para ser alcanzados, sino para servirnos de referencia». Frase que se podría completar con otra, utilizada en ciertas ocasiones importantes: «Lo que se debe hacer debe hacerse porque hay que hacerlo, no pensando en su éxito o en su fracaso». Es como si dijera, en plena lucha por una sociedad sin clases (es un ejemplo), que yo dejo de luchar porque en este momento no se dan las «condiciones objetivas», que diría un marxista vulgar. Pues si ahora no se dan dichas condiciones, ¡se crean! o, al menos, se intenta crearlas. Un grupo de antiguos alumnos de mi colegio editaban, para entretenerse y apretar lazos (incluido el nupcial), una revistilla en ciclostil muy agradable y simpática, familiar, sencilla y que reflejaba muy bien el estilo de vida y la mentalidad de la burguesía acomodada de Barcelona. Mi pequeña fama de escritor era motivo para que me solicitaran sus redactores alguna colaboración. Debí enviar un total de media docena de escritos, muy didácticos, en un tono medio risueño y burlón, medio crítico y denunciador. Transcribo un párrafo de una de las cartas al director en que consistía mi colaboración, porque resume muy bien mi acción «apostólica socialista» a los diecinueve años:

Hace tiempo que me preocupa ver cómo vamos acabando nuestras carreras, cómo vamos ocupando un sitio en esta clase nuestra de industriales, profesiones liberales, etcétera, e incluso cómo vamos pensando ya en formar nuevos hogares del brazo de una chica encantadora. Me preocupa porque todo eso indica que hemos llegado a un punto en el que la responsabilidad se nos supone como a los soldados el valor. ¿Quién se atrevería a confiar un puesto de trabajo y una familia a un irresponsable? Y, sin embargo, ya que el responsable lo es a todas horas y frente a todo el mundo, deberíamos tener una conciencia muy clara de lo que nos exige el resto de la gente que vive en el país. ¿Y sabes, querido Director, qué es lo que nos exige? Sin duda, lo has pensado alguna vez. Ante todo nos exige que no monopolicemos la dicha de vivir sin estrecheces económicas. Después, que aportemos seriamente nuestro trabajo bien hecho para que beneficie a todos, no tan solo a nosotros mismos. Y, por último, que demos un ejemplo moral. Estas tres cosas que los demás nos exigen a cambio de permitirnos ocupar un puesto bien remunerado y crear una familia más que digna ¿las encuentran? ¿Se las entregamos?

Al cabo de varias colaboraciones críticas y socialmente exigentes, llegó un comentario procedente del capellán del grupo sobre mi persona:

... el mismo autor publica artículos que aunque tengan algo de verdad puede parecer que la quiera imponer con embestidas y diatribas contra unos y otros, incluso metiendo en el lío a padres y educadores. Dicho joven escritor parece que se ponga avinagrado al escribir sus ideas y polémicas, pegando mordiscos y dejando veneno como víbora desengañada...

Ciertamente, a los dieciocho ya había empezado a desengañarme de que nuestra burguesía, joven y católica, pudiera acompañarme en mi toma de conciencia de la transformación social. Lo de «víbora» mordiente y avinagrada indicaba tan solo los sentimientos de culpa que provocaban en el buen clérigo ese «algo de verdad» que me reconocía.

Al poco tiempo otro clérigo topó conmigo. En 1957 yo daba clases de Preuniversitario (curso final del Bachillerato) en un colegio religioso, al haber sido expulsado de la universidad a raíz de la famosa reunión estudiantil en el paraninfo de la de Barcelona y tener más tiempo para dedicaciones siempre vinculadas a la pedagogía. Mis clases estaban dedicadas a introducir en la sociología a media docena de alumnos, hijos de altos ejecutivos, médicos y abogados. Entre otras fórmulas de didáctica viva íbamos a ver películas sobre problemas sociales, como el de la vivienda (Il tetto, de Vittorio de Sica, 1956). Un día les pedí que redactaran el programa de un partido político de derechas y otro de izquierdas. Previamente les había explicado todo lo necesario para ello, pues su ignorancia era total por el hecho de haber nacido bajo el franquismo. Con toda libertad y sinceridad, optaron por reconocerse ingenuamente en la democracia cristiana los más conservadores y pacatos, mientras que los más progresistas y librepensadores se declaraban partidarios de la socialdemocracia. El éxito literario de la propuesta nos animó a redactar el primer número de una revistilla ciclostilada de uso colegial interno. En ella se incluyeron los dos programas políticos. El conservador o democratacristiano, basado en mis explicaciones, resultaba de un izquierdismo que para sí lo hubiera querido más de un demócrata europeo. Pero el que superaba a todo laborismo y «socialismo nórdico» era el de los tres alumnos más inteligentes. Como muestra, este párrafo:

Somos totalmente contrarios al capitalismo por considerarlo completamente antinatural y antilógico, ya que sin él la humanidad habría progresado mucho más rápidamente y no existiría en la actualidad una diferencia de clases tan pronunciada.

El programa tenía el detalle de estar firmado por los tres «socialdemócratas» en Barcelona, el 29 de noviembre de 1957, «109 años después de la aparición de El Capital de Carlos Marx». Uno de los redactores, además de este homenaje marxista, escribió una defensa del ateísmo, la cual, al encontrarla argumentada y correcta, cometí el error típico de la imprudencia juvenil de no censurarla y, por tanto, apareció en la revistilla con el natural escándalo de la dirección del colegio. Me llamó a capítulo el padre rector para expulsarme como profesor, alegando que yo era miembro de... ¡una célula! No dijo de cuál (si comunista, masónica...), pero la declaración anticapitalista, el homenaje al «rojo» barbudo y el ateísmo convencido de un alumno, que si lo era de aquella escuela debía de ser cristiano, todo eso era demasiado para un cura burgués de aquellos tiempos. Celebré la expulsión con todos mis alumnos en una cena triunfal. Todavía conservo el libro que me regalaron con sus firmas autógrafas: No solo de pan vive el hombre (1956), obra del ruso Vladímir Dudíntsev.

Otra buena ocasión de ejercer mi apostolado anticapitalista fue la mili. Expulsado también de las clasistas Milicias Universitarias como correlato de mi pérdida del quinto y último curso de derecho, fui destinado como soldado raso del cuerpo de Transmisiones (me vino bien el simbolismo) al cuartel de Lepanto. Tuve la suerte de que, unos días antes de que mi compañía fuese destinada al Sáhara con motivo de la Guerra de Ifni, llegase una orden de Capitanía Militar reconociendo el error cometido conmigo al no contarme como válido el primer campamento de Milicias, anterior a mi expulsión de las mismas. Ese campamento me valía para reintegrarme como cabo primera (equivalente a sargento) al arma de Infantería y, en concreto, al cuartel del Regimiento Jaén 25. De nuevo el simbolismo me regocijó, porque durante la Guerra Civil el cuartel se había llamado Carlos Marx. Mientras mis compañeros de Transmisiones se jugaban la vida en el desierto norteafricano, yo tuve que mandar tropa, veterana o novata, durante dos años, con la graduación militar menos agradecida, pues no eras, por decirlo así, ni obrero ni jefe de taller, sino una especie de capataz, despreciado por los oficiales y odiado por los soldados. De todas formas, poco a poco me di cuenta de que algo peculiar pasaba conmigo en el Regimiento Jaén 25. Desde ser saludado por un teniente coronel con un «No me llenará el cuartel de pasquines, ¿verdad, Casanova?», hasta ser despachado sin sanción por un comandante que me pescó haciendo manitas con mi novia un día que estaba en el servicio de vigilancia. ¿Qué ocurría en aquel regimiento a donde había ido a parar, tras una justa y amable rectificación de un error no recurrido? No lo he sabido nunca y tan solo mantengo la hipótesis de que aquellos jefes militares míos compartían la conspiración monárquica y antifranquista de su superior, el capitán general de Cataluña, Juan Bautista Sánchez González, quien murió en extrañas y nunca aclaradas circunstancias. Debieron de pensar que aquel cabo primera, futuro licenciado en derecho, sancionado por su oposición al Régimen, era un patriota valeroso como ellos pretendían ser, o, en su imaginación ingenua y pedestre, igual que creían en la conspiración monárquica, debieron de creer que yo podría ser algún día ministro o algo parecido. El caso es que no tuve más conflictos en mi vida cuartelera que los habituales entre soldados, cabos primera, sargentos y brigadas, esos pequeños burócratas del Ejército, especializados en beber barreges (mezcla de aguardiente y vino rancio) en la cantina.

Pero, a lo que iba. El campo para el proselitismo ético-social era enorme en un cuartel. Ahora no se trataba de «convertir» a burguesitos niños de papá, sino a hijos del pueblo, a obreros y campesinos, más algún artesano u oficinista. La extraña buena acogida de los altos mandos le dio alas a mi pertinaz imprudencia de misionero entusiasta. La ocasión oportuna me la dio la pereza intelectual de tenientes y alféreces. Tenían la obligación por turnos de impartir las clases teóricas a la tropa, pero una de las materias consistía en fomentar el espíritu patriótico nacional mediante rollos elocuentes sobre las glorias españolas del pasado, sus victorias militares, sus guerras coloniales, sus cruzadas contra moros, comunistas y ateos, etcétera. No hay que decir que casi ninguno de los oficiales estaba preparado intelectualmente para tales enseñanzas y les vino como agua de mayo que hubiera un cabo primera con la carrera de derecho casi concluida, que además tenía fama de simpático, cosa poco usual entre la tropa. Y ahí me tienen dando clase (como tantas veces en mi vida: con alumnos particulares, en academias, colegios y universidades) a unos mílites forzosos que, no es por decirlo, se lo pasaban bastante bien con mis relatos, comentarios, bromas y sutiles insinuaciones a la subversión social. Recuerdo la impresión que produjo en mi auditorio la lectura de unos versos del poeta comunista cubano Nicolás Guillén:

No sé porque piensas tú,

Soldado, que te odio yo,

Si somos la misma cosa

yo,

tú.

Tú eres pobre, lo soy yo;

soy de abajo, lo eres tú;

¿de dónde has sacado tú,

soldado, que te odio yo?

No concibo que aquellos actos pedagógicos no tuviesen consecuencias desfavorables para mí. Asistía siempre un viejo brigada, el cual o no entendía nada o, si entendía, estaba de acuerdo, o, si no lo estaba, lo más lógico es que fuera con el chivatazo al mando. En todo caso, el transcurso del tiempo sin amonestación alguna fortaleció en mí la sospecha de que el mando de aquel cuartel protegía más de la cuenta mi temeridad. Al fin y al cabo, el valor se le supone siempre al militar... y al militante.

Tal vez he dejado de explicar las causas últimas de mi pérdida de curso cuando estaba a punto de licenciarme en Derecho. Fue el glorioso final de cinco años intensos, en los cuales transité de mi ingenuo falangismo «de izquierdas» al socialismo revolucionario de inspiración marxista; de una visión unilateral de la historia española contemporánea, propia de la derecha más reaccionaria, a una aceptación racional, moral y más tarde hasta sentimental de las razones del bando perdedor. Mi conversión se debió al ya citado diálogo reflexivo con mi íntimo amigo Alfonso Comín, pero dicho diálogo se nutría de otro más amplio, sostenido con otros amigos suyos republicanos y catalanistas y, por mi parte, con mis compañeros de curso en la Facultad de Derecho; algunos, católicos, como Jaume Lorés. Los demás, educados en institutos o en el Liceo Francés, eran más bien agnósticos. Pero lo interesante es que, por tradición familiar o por ideas propias, todos eran republicanos y de izquierdas (comunistas, socialistas, anarquistas). Yo discutía con Lorés sobre nuestros respectivos ideales: él defendía una democracia cristiana catalanista con una profunda vocación social. Yo veía en él una reencarnación de Léon Bloy. Yo me consideraba de izquierdas por joseantoniano, pero mantenía un monarquismo tradicional y una vocación de cultura cristiana en la que predominaban ideas del pensamiento tradicionalista de Acción Española, puesto al día por ideólogos e historiadores vinculados al Opus Dei, leídos al socaire de un breve y conflictivo contacto con la Obra, empeñada en verme como un prometedor propagandista futuro de su calvinismo. «Por el Dinero hacia Dios».

Con los verdaderos izquierdistas escuchaba más que discutía, pues me interesaba comprobar hasta qué punto coincidíamos en temas sociales, pese a verlos yo todavía como el «otro bando» de la pasada Guerra Civil. Un punto de encuentro fue la coincidencia en criticar la asignatura de economía política, que habíamos estudiado en el primer curso de carrera. En ella se nos presentaba el comportamiento económico como algo lógico, regido por leyes eternas e inmutables, porque respondían a la propia naturaleza humana. Esta se definía como necesariamente codiciosa y competitiva, ya que el objeto de la ciencia económica era precisamente saber el mejor modo de obtener «bienes escasos». De ahí que lo natural de la conducta económica fuera ser egoísta y pragmática.

Esta concepción antropológica me parecía radicalmente equivocada. Mi cristianismo se negaba a aceptar una naturaleza egoísta, porque, aun en el caso de que se tratara de una consecuencia del «pecado original» (en él creía entonces), para superarla estaba la razón humana y el instinto de solidaridad, superior al de conservación. Para conservar su vida, amenazada por la naturaleza salvaje, la humanidad se había servido de su instinto solidario. Si no ¿cómo se explicaba que el hombre fuera el «animal político» del que hablaba Aristóteles? Además, el gran filósofo griego distinguía entre la economía y la pragmática: la primera es literalmente «la administración de la casa familiar» (oikos-nomos), y la segunda, los «asuntos prácticos» o «negocios» (pragmatos). Se debe ser práctico en la administración familiar, pero esta no es un negocio. Ahora bien, si se utiliza el concepto de «práctico» en su corriente acepción amoral, se entiende bien que «hacer negocios» es ser «práctico», dejándose de idealismos éticos. Hay que ser codicioso, competitivo, egoísta. Hay que ser práctico.

De entrada, el concepto de «ley natural» no me parecía aplicable a un fenómeno social, porque la sociedad humana, si bien tiene su base en la biología y en la psicología, es un fenómeno «artificial» (como lo es toda forma de gobierno), y es resultado del arte de organizar la convivencia. Platón llamaba al político gobernante kybernetes (timonel). Ítem más. La economía que estudiábamos no era la simple economía o régimen de la casa familiar, sino la economía política, el régimen económico de la polis (ciudad-Estado). No era una economía privada, particular, sino pública, comunitaria. Aplicar leyes a la vida de una comunidad humana constituye una tarea jurídica, legislativa, propia del que ostenta el poder supremo legislador. En una monarquía clásica o en una dictadura es el soberano quien lo ostenta. En una democracia representativa el soberano es el electorado. Por tanto, convertir en ley jurídica (norma obligada a toda la comunidad) una «ley» económica supone una aberración, porque las leyes jurídicas pueden incumplirse o ser vulneradas («quien hizo la ley hizo la trampa»), pero las económicas no pueden, según sus inventores teóricos, dejar de cumplirse, como si se tratara del teorema de Euclides. Es decir, nadie tiene la libertad de incumplirlas. Se imponen con obligatoriedad natural sin que tengan que darse explicaciones. Es, pues, la dictadura de la economía trasladada, en el caso de la economía política, a la propia sociedad. Podría ser esta jurídicamente configurada según leyes democráticas y, sin embargo, tendría que someterse a unos fenómenos económicos presentados como «leyes» inviolables e inmodificables. La economía política dejaría de ser política o comunitaria. Ni siquiera sería economía, sino mera práctica de negocio de unas pocas familias. Una dictadura teocrática (las leyes naturales son divinas) cuyos creadores teóricos dicen llamarse «economistas» (como los fisiócratas franceses del siglo XVIII, de physis, naturaleza), pero a diferencia de estos últimos y de otros teóricos considerados clásicos, como Adam Smith, David Ricardo, Thomas R. Malthus, etcétera, supeditan la política a su concepción económica y niegan autoridad a quienes dieron un paso de gigante al concebir una economía propia de la comunidad política. Smith no tituló porque sí su obra cumbre como La riqueza de las naciones (1776).

Dos de esas «leyes» que fundamentan la economía política de los economistas me parecieron absurdas y, sobre todo, injustas: la ley de la oferta y la demanda, por un lado, y la tasa de interés, por otro. La supuesta ley sostiene que a mayor oferta o demanda de una cosa disminuye su precio en el mercado. Cien obreros que se ofrezcan para un puesto laboral rebajan el precio de su trabajo, pues el patrono, que puede escoger entre tal número, contratará a quienes se conformen (por necesidad) con el salario más bajo. Si por falta de ingresos, la gente disminuye su demanda de alimentos, estos reducirán su precio para adecuarse a las posibilidades de venta. Ambas situaciones parten de una premisa: las relaciones de compra-venta se rigen fatalmente por la búsqueda del mayor beneficio y prescinden de cualquier otro factor humano y social, como es el pleno empleo del centenar de trabajadores, con un salario suficiente, como mínimo, para atender al nivel de necesidades estipulado socialmente. La reducción de la demanda alimenticia, provocada por reducción de ingresos (en su mayoría salarios o sueldos) o, lo que viene a ser lo mismo, por el elevado precio de los productos, pone de relieve que el mismo era abusivo y que, en busca del beneficio máximo posible para el almacenista, el cual seguramente había pagado el mínimo posible al productor, se prescinde de la necesidad de alimento que la gente pueda tener. A eso se le llama «hacer negocio», ser práctico.

Respecto a la tasa de interés, que es la cantidad añadida a la devolución de un préstamo, se justifica por el riesgo que el prestamista corre de perderlo. Pero si se pierde, el interés también se pierde, y si se devuelve es que el riesgo de pérdida no se ha producido y no hay que devolver más de lo prestado. La otra justificación es todavía más absurda e injusta. Se trata del lucrum cesans, lucro cesante, consistente en el lucro que pierde el prestamista, debido a que el préstamo concedido le impide concedérselo a otro, hipotético, deudor futuro. En definitiva, el «beneficiado» por el crédito tiene que devolverlo con creces y pagar su interés dos veces: por él y por un deudor inexistente. En esa desfachatez se sigue basando el sistema capitalista desde el siglo XIII.

Con mis compañeros de inquietud social convinimos, después de lecturas y reflexiones, que la economía política que estudiábamos no era más que la economía capitalista y que esta nada tenía que ver con una teoría del «mercado», ni mucho menos con la «mano invisible» que supuestamente equilibraría los intereses socialmente contrapuestos. Los padres fundadores de la economía política justo se referían a la peculiaridad colectiva o social de la misma y justificaron el papel político o del Estado para hacer posible una verdadera sociedad de mercado libre. Sin la intervención gubernamental no podría evitarse el desequilibrio de los mercados a causa de los monopolios y oligopolios que el capitalismo tiende a formar en su proceso natural de acumulación de poder codicioso y competidor, siempre para mayor lucro de una oligarquía hegemónica en la sociedad. Solo gracias a la intervención política en la economía de mercado es posible esa «armonía de intereses» que pretende la «mano invisible». Con los años y con más estudio, he llegado a la conclusión (la misma que señalaron en su día desde Alexis de Tocqueville hasta Joan Robinson) de que los economistas clásicos fueron una suerte de socialdemócratas avant la lettre. Nada que ver con el neoliberalismo triunfante de nuestros días.

EL ENCUENTRO DE LA GARRIGA: AMIGOS PARA SIEMPRE

Entre 1953 y 1955 una nueva generación de hijos de la Guerra Civil, nacidos en sus aledaños, nos dimos la mano con toda naturalidad juvenil. Siento por mis compañeros de la promoción 1952-1957 de la Facultad de Derecho de Barcelona un curioso «patriotismo de curso» por considerarlos unos especímenes muy significativos de nuestra generación. Nacidos la mayoría en 1934 (año clave en la historia de la Cataluña republicana) y algunos de nosotros, algo más jóvenes, en 1935, teníamos entre dieciséis y dieciocho años al iniciar los estudios universitarios. Jordi Solé Tura era una excepción. Vino a clase de derecho natural vestido de soldado y, ante mi asombro, me dijo que era mayor de edad. Mi recuerdo es que éramos algo folloneros. Al profesor adjunto de derecho romano, Ángel Latorre, le llamábamos «el Garbancito» y le abroncábamos ruidosamente por cualquier motivo trivial. No se hablaba de política, pero si insinuabas algún tema relacionado con ella, la gente mostraba una actitud de crítica y descontento que a mí me animaba a proseguir el diálogo. No parecía que nadie fuera a ser algo notable en el futuro. Si acaso, una chica alta y elegante, motejada de «empollona» porque sacaba en todo matrículas de honor y los catedráticos la respetaban y admiraban por ser una rara avis; tan rara que acabó siendo mi novia y mi mujer, para más tarde ser la primera catedrática de Ciencia Política en España y asimismo la primera rectora de universidad en Cataluña. Se llamaba Rosa Virós i Galtier.

Mi orgullo promocional nace de un hecho verificable: éramos unos cien, y de estos, un 40%, a partir de la década de 1960, han visto publicado su nombre en los periódicos más de una vez. Por sus oficios respectivos los clasifiqué, en su día, de esta manera: poetas y escritores (Francesc Vallverdú, Lluís Serrahima, Luis Goytisolo, Lluís Izquierdo, Jordi Maluquer, Jaume Lorés); cineastas (Antoni Ribas, Jaime Camino, Joaquim Jordà); editores (Gustavo Gili, Josep Bruguera), catedráticos (Manuel Serra Domínguez, Salvador Giner, Jordi Solé Tura, Ramon Macià Manso, Rosa Virós y este memorialista); políticos (Octavi Pellissa, Macià Alavedra, Rudolf Guerra, Llibert Cuatrecases, Solé Tura, José Antonio Ubierna, José Ignacio Urenda); magistrados (Fernando Pérez Esteban); abogados (August Gil Matamala, Joan Piqué Vidal, Carles Cuatrecasas Targa). Si a esta pléyade añadimos al influyente sacerdote del Opus Dei Joan García Llovet y al fundador y dirigente del Moviment Gai de Catalunya, el heraldista Armand de Fluvià i Escorsa, tendremos un cuadro revelador de lo que, más o menos silenciosamente (hasta 1957), se iba gestando entre el alumnado de nuestra Facultad de Derecho y que acabó protagonizando en parte cualitativa nada desdeñable la lucha por la democracia en Cataluña, la transición al nuevo régimen y la vida cultural y política de los últimos cuarenta años.

Mi patriotismo promocional no se agota en mi facultad. En efecto, el encuentro intelectual y político con los compañeros del claustro de arriba (Filosofía y Letras) me permitió ampliarlo, sin poder precisar con exactitud a qué curso pertenecían, a personalidades futuras como Josep Fontana, Josep Termes, Ricard Salvat, Antoni Jutglar, Ángel Abad, Feliu Formosa, Joaquim Marco, Max Cahner y Sergi Beser.

Tres grupos muy minoritarios destacaban en esos días, sobre todo en las facultades de Filosofía y Letras y de Derecho. Podríamos bautizarlos de modo genérico como «catalanistas», «sartrianos», y nosotros, los «católicos sociales». Los primeros enlazaron con poetas, historiadores e intelectuales del «exilio interior», y su nacionalismo tenía un cauce eminentemente literario e historiográfico. Ni que decir tiene que eran furiosamente antifranquistas. Los segundos eran fanáticos de Jean-Paul Sartre y tenían como mentor a un joven crítico literario, Josep Maria Castellet, vinculado a la revista Laye (con subvención oficial pero nido de intelectuales de izquierda). Se reunían en el seminario de nombre Juan Boscán del Instituto de Cultura Iberoamericana (ICI). Casi todos ellos pertenecían a mi propio curso de derecho y eran mis interlocutores más habituales. Con ellos y con los dirigentes del SUT de Barcelona organicé un encuentro en la cercana localidad de La Garriga, en el otoño de 1955. Acudieron al mismo Octavi Pellissa, Joaquim Jordà, Luis Goytisolo, Salvador Giner y Nissa Torrents. Del grupo sutista acudimos Alfonso Carlos Comín, José Ignacio Urenda, José Ramón Figuerol, Josep Maria Cadena y yo. Estuvieron también nuestros respectivos maîtres à penser: Josep Maria Castellet, por el lado «sartreano», y Lorenzo Gomis, por el católico. A partir de un texto de la revista Les Temps Modernes dedicado a definir, desde una perspectiva de izquierda, lo que era la derecha, debatimos acerca de las diversas ideologías económico-políticas de aquella coyuntura histórica. Conservo aún el texto de mi ponencia y los resúmenes de las que fueron leídas por mis compañeros. Goytisolo habló sobre el pensamiento de la derecha y de su praxis; Giner acerca de la ideología del liberalismo político; Figuerol (exfalangista) abordó el fascismo; Comín se extendió sobre el capitalismo y el liberalismo económico; Pellissa expuso con tono crítico la socialdemocracia y Jordà, el comunismo. A mí me correspondió el desagradable cometido de mostrar, con pretendida objetividad, qué era la democracia cristiana, cuando en realidad mi deseo era hablar del socialismo revolucionario de los cristianos como superación de la socialdemocracia y del comunismo estaliniano.

El debate posterior consistió en un ataque furibundo de los admiradores de un Sartre todavía marxista contra el catolicismo, identificado con la derecha más reaccionaria. Como es lógico, los miembros del grupo cristiano reaccionamos con viveza. No solo se argumentó sobre el totalitarismo estaliniano, bendecido por los filocomunistas, sino que se adujeron varias razones para justificar que es inconcebible un catolicismo auténtico que no sea aún más revolucionario que el comunismo real. Para nosotros, el Mesías, el profeta Jesús de Nazaret, fue crucificado por el Imperio romano, con la colaboración del poder religioso judío, como el esclavo rebelde Espartaco y por motivos muy semejantes.

En su libro Por qué soy marxista y otras confesiones, Comín recuerda que «trataron de acosarnos para que admitiéramos que la fe es forzosamente alienante y algo de lo que debíamos desembarazarnos». Unas frases de Luis Goytisolo confirman lo que dice Comín:

El católico, por serlo, es derechista. Se somete a la autoridad, practica la humildad y la caridad. Solo se mueve por miedo. Mantiene siempre la propiedad privada. La Iglesia está vinculada al derechismo. El socialismo es anticristiano.

Salvador Giner ha recordado con admiración la ironía de Comín cuando, tras el largo debate, salimos a estirar las piernas. Entonces en el cine local proyectaban una película de terror, El monstruo de los tiempos remotos. Mi amigo se dirigió al equipo iconoclasta y, remedándoles con burlona seriedad, exclamó: «Mirad, echan una película sobre la Iglesia».

A través de los muchos años que duró mi relación con Josep Maria Castellet evocamos juntos aquel encuentro de La Garriga. Era como una consigna que simbolizaba nuestra amistad. Con su conocido sentido del humor, Castellet siempre se refería entre risas a la paradoja del progresivo desencanto comunista de la mayoría de aquellos discípulos comecuras y el creciente entusiasmo marxista y revolucionario de aquellos meapilas de entonces.

Como era de prever, no nos pusimos de acuerdo «en lo fundamental», pero la reunión de La Garriga resultó ser modestamente histórica, pues condujo, de la mano de Manuel Sacristán (otro exfalangista converso), a la creación de la primera célula universitaria del PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya), de obediencia soviética, y forjó la participación del grupo sutista catalán en la puesta en marcha del llamado «Felipe» (Frente de Liberación Popular). En el plano personal, supuso «el comienzo de una bella amistad», cada vez más entrañable, entre unos y otros, que no han mermado ni el tiempo ni los avatares políticos de cada uno.

Jaume Lorés, poco antes de la reunión de La Garriga, nos había puesto a los «granos de mostaza» en contacto con la revista católica El Ciervo, que llevaba dos años en circulación y ya se había hecho famosa por su cristianismo progresista, abierto y muy crítico en relación con el nacionalcatolicismo burgués imperante. Su clara preocupación social y su obrerismo nos atrajo, y el espíritu liberal y democrático de sus fundadores (los hermanos Gomis y otros exalumnos de los jesuitas) nos separó de manera definitiva de las latentes veleidades franquistas. Entre mis compañeros «sartreanos» y los «ciervistas» pude completar una visión más veraz de la Guerra Civil y del régimen del general Franco. Asimismo perdí mis recelos heredados hacia el liberalismo político y la democracia. Y en cuanto a «lo social» (como se decía entonces para no hablar de los problemas que planteaba a la moral la condición obrera), nuestra buena fe nos llevó casi sin pensar a la acción directa tanto como a los libros dedicados a la cuestión. Recuerdo como el más decisivo en mi formación de futuro socialista el de un cura catalán que en 1927 escribió la obra El colectivismo y la ortodoxia católica. Estudio religioso social. Con suma habilidad y conocedor de los prejuicios de la Iglesia frente al colectivismo (socialismo, anarquismo, comunismo), el presbítero Ángel Carbonell logró superar la censura eclesiástica y publicó un volumen de 365 apretadas páginas para demostrar la completa compatibilidad de la socialdemocracia, e incluso del socialismo revolucionario, con el catolicismo más ortodoxo. A falta de lecturas directas del pensamiento socialista, esta obra de un sacerdote me inició con objetividad, no exenta de simpatía, en las razones que existían, emancipadoras y justicieras, para ser partidario de combatir (pacíficamente) el capitalismo. Cito un breve texto que resume las conclusiones de esta obra:

No creemos que hubiese dificultades insuperables para entenderse con los adeptos del colectivismo si este se limitase a la regulación económica de la sociedad [...] y si no se entrometiese en metafísicas ni pretendiese erigirse en una religión antagónica de la nuestra.

Para un cura catalán de la década de 1920, con una lucha de clases violenta y un clima social prerrevolucionario, con la mayoría de los católicos españoles enfrentados a los movimientos de izquierda, se necesitaba mucho valor moral para afirmar no solo la compatibilidad del cristianismo con la revolución social (siempre sin violencia física), sino la de esta con el núcleo emancipador, igualitario y comunitario del mensaje de Jesús de Nazaret.

Carbonell escribió su libro tras una larga experiencia pastoral:

casi diariamente por los callejones de un barrio obrero de Barcelona, y en los trasiegos de nuestro ministerio, nos vimos precisados a penetrar hasta rincones sórdidos donde toda miseria tiene albergue.

Por eso su obra me incitó, a mí y a mis compañeros de fe y de preocupación por los pobres, a no quedarnos en la simple afirmación teórica de que su condición era injusta y demostrarles de algún modo práctico nuestra solidaridad. Esta inquietud coincidió, y no por azar, con la creación del SUT dentro del organigrama del SEU falangista.

DEL SUT AL «FELIPE» ME ROMPEN LA CABEZA

Desde comienzos de la década de 1950, el jesuita José María de Llanos había puesto en marcha una experiencia de trabajo solidario con el mundo obrero en el barrio de El Pozo del Tío Raimundo, en Madrid. Su iniciativa continuó con la creación de campos de trabajo en los que colaboraban y convivían obreros y estudiantes. Se creó después un servicio de Trabajo Dominical en las ciudades, en el que los estudiantes ayudaban a construir sus modestas viviendas a trabajadores o a adecentar las zonas de barracas donde se amontonaba la inmigración obrera llegada a Madrid, Barcelona y Bilbao. Los muchachos «ciervistas» de El Grano de Mostaza nos apuntamos con entusiasmo a este nuevo sistema práctico de enlazar con un proletariado que empezaba a ser para nosotros un mito redentor; con ello, sin saberlo, estábamos coincidiendo con las tesis marxistas de que la clase obrera acabaría con la sociedad dividida en clases y de economía capitalista.

Junto con Alfonso Comín, José Ignacio Urenda (un exnovicio jesuita que conocí en la facultad) y Jaume Lorés nos dedicamos con toda la fe del mundo a subir los domingos a los grupos de barracas que ocupaban terrenos de la montaña marítima de Montjuïc para extraer de sus inexistentes aceras toneladas de barro negro con olor a mandarinas podridas. Allí pude comprobar con agradable sorpresa que la «empollona» Virós hacía de asistente social del barrio. También, con más ayuda estudiantil, levantamos varias viviendas en L’Hospitalet, entre tragos de vino en porrón y posteriores lumbalgias como la del futuro periodista y escritor Joan de Sagarra.

Nunca olvidaré la reunión que tuvimos los fundadores del SUT catalán con el padre Llanos, un hombretón de rostro encendido y palabra resonante, y su agente en Cataluña, el jesuita Artur Juncosa, carlista, asesor del pretendiente Carlos Hugo, que demostró una mentalidad obrerista y una religiosidad humanista admirables. Para Comín, Llanos fue un guía espiritual hasta la muerte. Para mí, un ejemplo de que de antiguo falangista y confesor de Franco podía pasar a ser tan obrerista que, años más tarde, acabara siendo comunista, amigo de Dolores Ibárruri y portador del carnet de Comisiones Obreras (CCOO), esgrimido con orgullo y parodia del Evangelio de San Juan: «Y el Verbo se hizo carne...».

José Ignacio Urenda llegó a ser jefe nacional del SUT y, gracias a él, se creó una red de sutistas que más tarde constituirían la base del FLP, junto con los muchos estudiantes más o menos falangistas que pasaron a integrar las filas del partido comunista clandestino. En su exhaustivo libro sobre el SEU, Miguel A. Ruiz Carnicer (1996) ha escrito:

El SUT fue uno de los elementos que más influirán en la evolución mental y política de los universitarios españoles, o, al menos, de una importante minoría hacia posturas de rechazo del franquismo y de apuesta por una izquierda transformadora.

Efectivamente, de 1955 a 1959 la Universidad de Barcelona vivió el triunfo de esfuerzos estudiantiles anteriores para concienciar social y políticamente a los universitarios. No he de ocultar, por temor a parecer presuntuoso, el papel que en los mismos tuvimos los tres grupos anteriormente mencionados: los nacionalistas catalanes, los progresistas de izquierda sartreanos y los cristianos sociales. En la agitación que fuimos creando se nos unieron monárquicos liberales (que, sin duda, pertenecían a la conjura militar abortada) y hasta carlistas no colaboracionistas con el Régimen. Fue precisamente un carlista, Domingo Madolell, quien se convirtió en 1956 en dirigente máximo de las manifestaciones estudiantiles de Barcelona con la excusa de la invasión soviética de Hungría y en la celebración de la primera asamblea libre de estudiantes anti-SEU en el paraninfo de la universidad, el 23 de febrero de 1957.

Madrid ha reivindicado siempre haber sido la pionera del movimiento estudiantil antifranquista. Suele datar su inicio en la represión policíaca de la manifestación pro Gibraltar español y en contra del viaje al Peñón de la reina Isabel II de Inglaterra. Pero yo y muchos estudiantes también proferimos gritos patrióticos ante el consulado del Reino Unido en la plaza Urquinaona, un día lluvioso de invierno, manifestación esta que me costó un constipado descomunal. Entre Comín y yo elaboramos una pancarta donde pretendíamos parodiar la supuesta flema británica con esta frase alusiva a la visita regia a Gibraltar: «¡Conque de viaje, eh!». Todavía nos sentíamos «españoles», pero, al igual que nuestros compañeros madrileños, apaleados por sentirse patriotas, un año y medio más tarde éramos furibundos antifranquistas y obligamos a que la policía rodeara el edificio de la universidad para impedirnos salir a protestar por la invasión soviética de Hungría.

Colaboró a nuestro bautismo de agitadores universitarios el gobernador civil Felipe Acedo Colunga, que había prohibido toda manifestación de protesta por la invasión rusa al pueblo magiar con la frase «Ni a favor de Franco quiero gente en la calle». A la calle no pudimos salir, pero desde las puertas y ventanas del edificio de la plaza de la Universidad insultábamos a los «grises» (la policía armada con uniforme de dicho color), llamándolos (oh, paradójica ironía) «rojos», como si ellos fueran el ejército de los estalinistas totalitarios y nosotros los patriotas húngaros (algunos, comunistas a lo Imre Nagy).

Acedo Colunga, en vista de que los insultos arreciaban y atronaban en la plaza, se dirigió con aire chulesco a la puerta central de la universidad, abierta por nosotros para que la gente de paso nos viera más. Yo estaba allí y al ver la figura del gobernador, con gabardina y sombrero de gánster americano de los años treinta y un habano entre los dientes, le dije a mi amigo Julio Garzón, hijo de un inspector de Trabajo que había sido del PSOE en su juventud: «Empuja la puerta, Julio, y le daremos en las narices». En efecto, al mismo tiempo la puerta se cerró y el puro gubernativo voló por los aires. Acedo, con voz quebrada y rabiosa, ordenó a los «grises» invadir el vestíbulo de la universidad, repleto de estudiantes. Todos salimos corriendo y algunos subimos de tres en tres los escalones que conducen al rectorado. A mi lado, Joaquim Jordà gritaba como loco algo que no sé de dónde sacó: «¡Llegan los de medicina!».

Domingo Madolell volvió a las andadas y corridas en febrero de 1957. Como culminación de sucesivas escenas de enardecimiento anti-SEU y antifranquismo desde los bancos del claustro de la Facultad de Derecho, de las que recuerdo, subidos y arengantes, a Madolell y a los hermanos Foncillas, a Joaquín Calvo, a Octavi Pellissa, la red clandestina que se había creado en los últimos meses (entre los que figuraba casi todo El Grano de Mostaza), redactó manifiestos, proclamas y octavillas ciclostiladas y convocó una Asamblea Libre de Estudiantes en el paraninfo. El día 23 de febrero acudimos en gran número y allí nos esperaba Madolell y una gran pancarta donde pudimos leer la más revolucionaria consigna que podía concebirse: «¡Viva el Ejército!». ¿Se trataba de que el estudiantado fuera una columna de apoyo al avance de los militares monárquicos (carlistas y juanistas) que conducía el general Sánchez González? Pero, con el general muerto o asesinado, como se dijo, por «Diego Valor», el jefe superior de Policía, el que me golpeara en la manifestación del 14 de enero, ¿tenía tan solo sentido aquel viva al Ejército como un homenaje póstumo al golpe de Estado contra Franco?

El caso fue que, apenas inició Madolell su perorata fundacional del movimiento estudiantil, los «grises» bloquearon todas las salidas del local y nos conminaron a ir saliendo, previa entrega del carnet de estudiante. Nuestra negativa supuso una resistencia de varias horas y situaciones tan surrealistas como utilizar ambos púlpitos de oratoria académica para liberar aguas menores femeninas. Finalmente aparecieron varios catedráticos, afines al Régimen, que se prestaron, como sustitutos de la policía, a recoger los carnets, prometiéndonos que de ese modo no nos pasaría nada. Caímos ingenuamente en la trampa que distinguía la bofia del alma máter, y, como borreguitos asustados pero tranquilos, fuimos saliendo. Yo entregué el mío al catedrático de Historia de América, cuyo nombre he conseguido olvidar, y mi novia, Maria Rosa Virós (compañera en casi todos mis avatares universitarios), me parece que lo hizo a nuestro decano de Derecho, Josep Maria Pi-Sunyer, uno de los fundadores en 1922 del partido catalanista Acció Catalana. Unos días después recibí un comunicado decanal, firmado por Pi-Sunyer, en el que se me informaba acerca de la pérdida de curso (¡era el 5º y último de mi carrera!). Todos los varones participantes en la Asamblea Libre fueron sancionados con igual castigo. Las chicas, por su parte, tenían que pagar doble matrícula (es decir, sus padres), dada su condición femenina y, por tanto, con la atenuante de no ser del todo responsables de sus actos, inducidas por unos «irresponsables» subversivos. Fue así como mi futura esposa acabó (con sobresaliente) la licenciatura un año antes que yo.

Con anterioridad Madolell había encabezado la primera manifestación de estudiantes en Cataluña, el 14 de enero de 1957, en apoyo de la huelga de usuarios de tranvías. A su lado me situé desde el principio y, cuando llegábamos más lejos que nunca (Gran Vía esquina Balmes), la policía secreta nos detuvo a ambos. Por resistirme, recibí un golpe en la cabeza que me hizo sangrar aparatosamente sobre la zamarra (recuerdo que era de mi padre, de cuando se pasó, en la batalla del Ebro, del lado republicano al fascista). Medio borracho, grité algo así como «¡Los rojos no la mancharon como vosotros!». Llevado al cercano dispensario de la calle Floridablanca, donde falleciera el ahogado laboralista Francesc Layret, asesinado a tiros por los pistoleros de la patronal en 1920, pasé tres días en la jefatura de Policía, interrogado a fruición por agentes de la Brigada Político-Social, volví con la cabeza vendada a la facultad como un héroe para confirmar con mi presencia que no era protagonista del consabido bulo sobre el «estudiante muerto por la policía».

Recuerdo la ingenua satisfacción que me embargó al asistir, desde el balcón de un entresuelo de la Rambla de Cataluña, al paso del féretro del capitán general Juan Bautista Sánchez, que, como ya se ha dicho, había muerto en circunstancias sospechosas y entre rumores de que proyectaba un golpe militar monárquico contra Franco. Desfilaban ante mi vista diversos jerarcas del Régimen, encabezados por el general Agustín Muñoz Grandes; personalidades políticas y ciudadanas, y hasta conductores de tranvías, obligados a demostrar que no tenían culpa alguna de la huelga de usuarios que había motivado nuestra accidentada manifestación. A paso lento avanzaba la representación académica y universitaria, vestida de chaqué y sombrero negro de copa. Entre ella reconocí claramente a varios de mis profesores. Uno de ellos, el catedrático de Derecho Mercantil, Antonio Polo, fiel republicano, que sufrió depuración y traslado en su momento, se debió de sentir atraído por la figura del joven con la cabeza vendada que le observaba desde un balcón cercano, cuyo rostro reconoció rápidamente. Ante mi asombro, me dirigió una sonrisa encantadora y me saludó, con una leve inclinación de su calva y el gesto usual de quitarse el sombrero, como si exclamase «Chapeau». Más que un homenaje al «estudiante caído», se trataba de una señal de ánimo hacia una juventud universitaria que iniciaba, con su ejemplo, veinte años de antifranquismo militante.

Siempre he dicho que aquel golpe en la cabeza cambió por completo mi actitud política y borró de un plumazo (o, mejor dicho, de un mazazo) mis expectativas optimistas, si es que me quedaba alguna, sobre la transformación democrática del Régimen.

Muchos años más tarde, mi amigo Jaume Lorés dio fe humorística de lo que digo en un artículo rememorador de las turbulencias políticas de aquel período:

El gobernador civil Acedo Colunga llegó a la universidad con cara de sermonear a niños revoltosos y recibió una lluvia de calderilla. Su pataleta hizo que la policía invadiera por primera vez la universidad y que González Casanova recibiera un porrazo que le curó absolutamente de sus anteriores veleidades joseantonianas. Los golpes de porra hicieron más efecto que los discursos de la oposición y una nube de estudiantes dubitativos se convirtió en antifranquista palpándose el coscorrón.

Aunque Lorés confunde los hechos ocurridos en noviembre de 1956 (la invasión de Hungría por los soviéticos) con los de enero del año siguiente, recoge muy bien el simbolismo que para mí tuvo el golpe recibido. Y es que aquel 14 de enero murió Humphrey Bogart, el héroe antifascista de la mítica Casablanca. Tal coincidencia con mi «bautismo de fuego» antifranquista hizo aún más simbólica mi decisión de pasar a la acción política clandestina y a una actividad de proselitismo y de orientación profesional en el campo jurídico. Ambos proyectos vinculaban la resistencia antifranquista con la revolución socialista como única respuesta definitiva al sistema del capitalismo. Por fin yo veía claro que el Movimiento Nacional era la mascarada que ocultaba una Falange joseantoniana de izquierdas, próxima al sindicalismo anarquista (sus banderas respectivas eran ambas rojinegras) y a la socialdemocracia de la derecha del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Y no menos claro veía que el falangismo de izquierda no era más que un sueño romántico. Pero ¿había algún partido en la oposición antifranquista en el que pudiéramos mis amigos y yo encontrar cobijo para nuestro idealismo político?

Mientras no tuviéramos claro cómo debíamos organizar nuestra alternativa política había que ser coherentes con nuestras convicciones éticas. Alfonso Comín se dedicó a concienciar a los futuros ingenieros de la Escuela de Barcelona con charlas y conferencias, en las cuales solía encontrarse con un compañero, Jesús Méndez, que siempre le acusaba de utópico. Yo, por mi parte, hice lo mismo: primero con los estudiantes de mi propio curso o de los anteriores, aprovechando el tiempo que me concedía la sanción de pérdida del mío. El tema de mis intervenciones fue, al principio, la responsabilidad social y política del universitario. Después, como profesor ayudante de la cátedra de Derecho Político, la mejor concreción responsable para unos futuros juristas era ponerse al servicio de la clase obrera como abogados laboralistas. Si tuviera que resumir mi pedagogía social, acudiría a algunos textos que conservo. El primero de ellos corresponde a la clausura del ciclo de conferencias que organicé como delegado estudiantil en la Facultad de Derecho, impuesto al SEU por el alumnado rebelde de 1957. Yo tenía el prestigio de ser uno de los sancionados con pérdida del último curso de carrera, que había sometido su legítimo deseo de licenciarse a la exigencia moral de reivindicar libertades fundamentales negadas por el Régimen. Si además era el «estudiante caído», herido por los «grises», mi prestigio era el de un héroe. Los dirigentes del SEU aceptaron aquella inédita situación de «doble poder», típica de toda transición pacífica de una dictadura a una democracia (universitaria de momento), porque yo debía abandonar el cargo en marzo para proseguir mis deberes militares para con la patria en sustitución forzada de mi deber, no menos patriótico, de subversión política. El comienzo del ciclo no pudo ser más novedoso, impactante y subversivo. Habló el futuro presidente de la Generalitat Jordi Pujol, sobre la desfeta (destrucción) de Cataluña a partir de la Guerra Civil de 1936-1939. Pujol lo hizo en catalán por vez primera en un acto público y por primera vez en la Universidad de Barcelona desde el final de la contienda. Recuerdo la malísima impresión que él me produjo cuando le conocí a sus veintisiete años y le ofrecí, en un bar del Hotel Manila, que participara en el ciclo subversivo de mi facultad. Hablaba como un fanático pero sonreía con aire de pillín astuto. Me lo imaginé como un militante nazi, sin saber que su escuela primaria había sido el colegio alemán de Barcelona durante la Segunda Guerra Mundial. Pero su voz, tajante y segura, me pareció muy apropiada para el discurso con el que debía iniciar su ascendente carrera de nacionalista vehemente y demócrata ambiguo. Tras él, que simbolizó a la perfección nuestra inequívoca y precoz defensa de los derechos innatos de la nación catalana, hablaría un representante de la clase obrera, Enric Aparicio, quien gritó más que habló y dejó a los estudiantes anonadados, pues les descubrió unas circunstancias de los trabajadores que desconocían. Mi amigo Comín les impresionó al exigir como cristiano que los de su fe se comprometieran con la revolución socialista al lado de aquellos no creyentes que aspiraban a ella. Aprovechó para decir lo que los estudiantes comunistas no podían decir sin sufrir las consecuencias y que él, como católico, tenía el privilegio injusto de hacerlo porque le protegía el concordato del Régimen con la Santa Sede. No he olvidado el rostro perplejo de algunos de ellos ni su mirada de sorpresa agradecida.

Por supuesto, los tres conferenciantes fueron interrogados en la jefatura de Policía y yo, por gozar del fuero nacionalsindicalista, no fui detenido pero tuve que dar explicaciones de mi audacia «falangista» al jefe nacional del SEU, Aparicio Bernal, venido expresamente de Madrid para pedirme cuentas acerca de aquel acto claramente provocador. Con el mayor cinismo, me defendí alegando que como buen «falangista» no podía permitir que los rojo-separatistas se apropiasen de lo más noble del pensamiento joseantoniano: el amor a una Cataluña española, la justicia social y el espíritu de las encíclicas papales. Mi condición «aforada» de dirigente seuista me libró del interrogatorio policial. Bernal, mi jefe nacional del sindicato fascista, volvió a Madrid no muy convencido de mis razones y yo volví a casa de mis padres a pie para dar tiempo a mi entrevistador a que convenciera a los de la Brigada Político-Social de que se diesen por satisfechos con mis cínicas explicaciones.

El día 17 de abril de 1958 me escapé del cuartel y, vestido de soldado, clausuré el último ciclo de los coloquios universitarios «Hoy 1958». Dije, entre otras cosas:

Los estudiantes somos unos privilegiados. Carecemos, por lo general, de conciencia social y debemos sentirnos culpables, pero podemos hacer una autocrítica seria y eso han pretendido estos coloquios [...] Creemos que se ha conseguido colaborar al resurgimiento de la conciencia universitaria. Muestra de ello ha sido el interés con que se han seguido. Interés aún mayor por parte de las autoridades académicas y no académicas. Las dificultades que en todo momento hemos encontrado son la prueba más evidente de que en estas conferencias-coloquio había una libertad de expresión a la que no se estaba acostumbrado [...] Mientras estemos en el terreno teórico todo es, sin embargo, fácil. Ahora es el momento de poner en práctica lo que pensamos. Así demostraremos si realmente han servido para algo estas conferencias y si los universitarios sabemos superar el miedo y las dificultades y sabemos ser, además de teóricos e intelectuales, hombres de acción que al comprender la realidad que nos rodea nos solidarizamos con los que más necesitan nuestra ayuda.

Qué duda cabe de que todavía éramos de un paternalismo irritante, pero existía la buena voluntad de ser solidarios y de ayudar desde nuestra situación social privilegiada, renunciando a ejercer una profesión pensada para los intereses burgueses, e incluso analizando y denunciando la confusión interesada entre justicia, derecho y derecho positivo capitalista. De ahí que, en una conferencia dictada aquellos años, expresara mi convicción de que la misma profesión de abogado aparece socialmente vinculada a los poderosos y al orden establecido:

[...]. El derecho no es más que un instrumento, una forma de las decisiones políticas y de la ordenación social [...] El jurista debe cobrar conciencia de cuál es su verdadera situación personal en relación con los poderes reales que condicionan las instituciones jurídicas [...] Hay que conocer la realidad de estas, tanto las de derecho público como privado. Hay que saber qué papel tiene en ellas el jurista, el abogado, el técnico en derecho, dentro del marco social español. Hay que ver las posibilidades existentes de elaborar un nuevo derecho como consecuencia de un cambio de estructura económica y social. [...] Ver qué actuación le cabe al jurista, al abogado, para servir al fin anterior, adoptando una vinculación concreta a ciertos sectores de la sociedad nacional y usando las armas legislativas que el orden actual ofrece para combatirlo.

La crítica que yo hacía del sistema jurídico del capitalismo debía iniciarse a partir de una mentira muy hermosa de los filósofos liberales e ilustrados. Mediante esta invención «humanista», el individualismo ha ocultado la desigualdad inhumana entre individuos, ya que esta no se justifica con que cada uno de ellos tenga los mismos derechos fundamentales que los demás, pues la desigualdad social no solo persiste, sino que se oculta bajo capa de una igualdad formal pero no real. Es la frase famosa de George Orwell: «Todos los animales [hombres] son iguales, pero hay unos más iguales que otros». Por tal razón, los llamados pomposamente Derechos del Hombre (no de la Mujer) y del Ciudadano (no de la Ciudadana) solo sirvieron, tras la Revolución francesa, para asegurar la desigualdad estructural de estos. Los derechos individuales impedían que nadie fuera despojado de lo que tenía amparándose en su derecho de propiedad, pero como la realidad era que muchos, la mayoría, habían sido desposeídos previamente por los ancestros de los propietarios, sus teóricos derechos solo servían para reforzar su desposesión, puesto que cualquier reivindicación, por justa que fuese, les era impedida en nombre del sagrado derecho de propiedad y el no menos sagrado de recibirla en herencia.

Aplicada esta visión a la sociedad española, los posesores eran, sin duda, los propietarios, rentistas y patronos, los cuales, al otorgar salarios de hambre por el trabajo contratado a sus braceros, campesinos y obreros industriales, cometían un robo, es decir, un hecho que debía ser considerado delito y, por tanto, penado por la ley. Por eso las relaciones entre las clases sociales, burguesía y proletariado, eran de lucha entre desposeedores ladrones y desposeídos robados. Los juristas extraídos de la clase burguesa debíamos, por pura ética, y más si nos proclamábamos cristianos, ponernos al servicio de la clase obrera y combatir, con las técnicas jurídicas obtenidas en las facultades de Derecho, los poderes de abuso injusto de la burguesía capitalista. En una revistilla ciclostilada que publicaban los estudiantes de leyes hacia 1960 escribí bajo el seudónimo de Francesc Romeu el comentario siguiente:

En España se dice que faltan abogados. ¿A quiénes les faltan? A los obreros, por ejemplo. Los cuatro abogados laboralistas prefieren abogar a favor del patrono y si defienden al obrero lo hacen a regañadientes pues les parece poco jurídico, poco fino, poco lucrativo, los derechos del trabajador no dan pleitos. Dan un único pleito: el de una relación contractual injusta individual y socialmente. Si los buenos abogados se van con los ricos poderosos, ¿se puede dejar a los pobres el desecho de los abogados sinvergüenzas, torpes o abúlicos?

Todavía me río cuando recuerdo el comentario de un prestigioso abogado, hermano de mi madre, especializado en derecho civil y mercantil, con el que trabajé de pasante durante toda la carrera. Me preguntó, afable, cómo me iban las cosas profesionalmente. Al decirle yo que trabajaba como abogado laboralista, pero solo para obreros, comentó con cara de gran comprensión: «Bueno, por algo se empieza...». Ciertamente, por ese algo empecé y solo lo dejé cuando intuí que sería más útil a la causa del socialismo si me dedicaba preferentemente a la enseñanza universitaria del derecho político. Entre 1960 y 1966 vestí la toga como abogado defensor de trabajadores de la industria catalana y de delincuentes comunes en el turno de oficio del Colegio de Abogados. No llegué a ejercer ante el Tribunal de Orden Público (TOP) cuando arreció la oposición antifranquista y, con ella, la represión policíaca y judicial, pues ya estaba en Galicia de catedrático en régimen de dedicación exclusiva. Sin embargo, aporté un instrumento de defensa jurídica que podía ser muy útil a los abogados defensores de los ciudadanos acusados de cometer delitos contra el Estado según el Código Penal de 1944, de orientación fascista y represora.

En un estudio publicado en la Revista Jurídica de Cataluña, dedicado a la distinción entre Estado y régimen a efectos penales, sostuve que los delitos que el Código Penal franquista consideraba cometidos contra el Estado eran precisamente todos los actos normales en un régimen político democrático. Si en España eran actos punibles se debía a que se intentaban aplicar en un régimen autoritario unos derechos y unas libertades inalienables de la persona humana. Por tanto, eran castigados los actos contrarios al régimen, es decir, al sistema político coyuntural de gobernar el Estado, pero no contrarios a la institución estatal en sí misma, entidad permanente que representa a todo el país sin distinción entre leales al régimen imperante y contrarios a este. Mi estudio lo motivó una sentencia, del todo inusual, del Tribunal Supremo de octubre de 1965, en la que se admitía como cuestión indiscutible del derecho político la distinción Estado-régimen. Basado en dicha sentencia, argumenté exhaustivamente en mi estudio las razones que obligaban a absolver de un delito contra el Estado a los encausados por el TOP en virtud de sus actos contra el régimen imperante. Como es natural, sus defensores utilizaban mis argumentos y la sentencia citada en sus recursos ante el Tribunal Supremo. De nada les sirvió. Los magistrados franquistas rechazaron mi tesis con frases como estas: «vano intento de distinguir al régimen del Estado»; «distinción inadmisible irrecusable»; «ilícita e ilegítima distinción»; «mantener a estas alturas la sutil y capciosa distinción fundada en criterios doctrinales enteramente desfasados y superados». El ponente de la polémica sentencia, el magistrado Julio Calvillo, fue trasladado a otra sala del Tribunal Supremo, pero alguna razón se le reconoció, porque la reforma del Código Penal de 1967 incluyó en su artículo 123, como bien jurídico e inviolable, al «Estado y su forma política», es decir, ¡el régimen!, aunque el inspirador de la fórmula, mi colega Manuel Fraga Iribarne, creyera que así nos daba gato por liebre para seguir reprimiendo a los demócratas españoles. La incultura jurídica de este incombustible caudillo de la derecha española es proverbial. De su maestro Javier Conde aprendimos los estudiantes de derecho político que el Estado es ya en sí una forma política histórica, junto a la polis griega, la familia romana, el feudo medieval, etcétera. A su vez, su forma (la del Estado) suele citarse por los estudiosos referida a su territorio (centralizado, compuesto, federal, autonómico, etcétera) o a la distribución de sus poderes como Estado de Derecho (parlamentario, presidencialista, asambleario...). La fórmula eufemística de Fraga era una simple chapuza teórica para tapar una práctica antidemocrática en la línea de sus genialidades como jefe de propaganda del franquismo: «España Estado de derecho», «25 años de paz», «España es diferente». Mi antiguo alumno en Santiago y hoy catedrático en Oviedo, Francisco Bastida, dedicó su tesis doctoral a la ideología del Tribunal Supremo publicada años más tarde con el título «Jueces y Franquismo».

EL MESTRE CASARES Y EL MAÎTRE MOUNIER

Mi maestro en el derecho laboral fue el abogado Francesc Casares i Potau, compañero y amigo íntimo del dirigente del Moviment Socialista de Catalunya (MSC) Joan Reventós i Carner. Casares había sido encarcelado, en noviembre de 1958, junto con quince militantes más, acusados de asociación ilegal. A partir de esa experiencia, dejó la actividad clandestina y se dedicó en cuerpo y alma al asesoramiento y defensa jurídica de trabajadores y a dar charlas formativas sobre socialismo a grupos de jóvenes. Su magisterio fue muy importante para mí, que tuve el honor de inaugurar una tradición de pasantes altamente politizados como fueron José Ignacio Urenda, Isidre Molas, Francesc Sanuy, Ferran de Torres Espuny y, el más reciente, el dirigente de Comisiones Obreras y diputado Joan Coscubiela. No solo en el campo laboralista y procesal fue Casares mi maestro, sino como ejemplo de comportamiento ético nunca movido por intereses que no fueran nobles y generosos, incluidos el de alimentar a una familia de cinco vástagos. No tenía las usuales ambiciones de poder, éxito, fama y dinero. Su nivel de vida era austero pero decoroso. Era un trabajador más, al servicio de los trabajadores. Coherente con su ideal socialista, no separó su militancia en el partido de su vocación de justicia social. Por eso su socialismo era sincero y vivido y por eso mismo escuchaba con sumo interés mis largas y apasionadas parrafadas de pensamiento revolucionario, a las que le sometía generalmente los sábados durante los trayectos de ida y vuelta en el tren de Sabadell. En esta ciudad tenía un despacho muy modesto, siempre lleno de trabajadores, muchos de ellos inmigrantes. Era el nuestro un debate duro y fraternal entre dos socialistas de buena fe, uno de los cuales era siete años mayor y con sólidas convicciones liberales y demócratas, que le venían de familia y de una primera infancia republicana y catalanista. El otro, yo, era por naturaleza un entusiasta indignado, convencido de la falsía inoperante de la libertad liberal y de la democracia meramente formal frente al poder capitalista. Como buen socialdemócrata, Casares aspiraba a una reforma social, llevada a cabo pacífica y democráticamente, a fin de corregir las injusticias que provocaban el sistema económico imperante. Repudiaba el comunismo por violento y totalitario. Temía una revolución social comunista que, a diferencia de la reforma socialista, condujera de nuevo en España a otra guerra civil, la cual, de ganarse, si es que se ganaba, daría paso a la dictadura de un partido único, el Partido Comunista de España (PCE), por fuerza totalitario aunque se proclamara socialista.

No obstante, mi maestro y amigo para siempre era cada vez más sensible a mis argumentos radicalmente anticapitalistas. Se llegó a un equilibrio muy sensato entre nuestras respectivas razones. De él y de los hermanos Gomis, de la revista El Ciervo, recibí la certeza moral de que la revolución socialista no podía imponerse violentamente y que debía hallarse la forma de que se impusiera a través de la participación popular y no contra su voluntad. Por su parte, Francesc Casares modificó su postura, que era la del MSC, reformista y anticomunista, en el sentido de que su crítica al capitalismo se hizo más dura y taxativa. Incluso fueron desapareciendo sus prejuicios sobre una posible alianza revolucionaria de las izquierdas socialista y comunista, que yo veía como deseable y necesaria. No me cabe ninguna duda de que la suave metamorfosis de mi maestro (siempre reflexivo, ecuánime y, todo hay que decirlo, con un agudo sentido del humor) supo trasladarla a su íntimo Joan Reventós, lo cual propiciaría una nueva actitud estratégica e ideológica en los cuadros dirigentes del MSC clandestino del interior, que, a la larga, supuso la ruptura con la dirección en el exilio, representada por Josep Pallach, antiguo militante comunista del Bloc Obrer i Camperol (BOC) y del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), convertido prudentemente, tras la Guerra Civil y las pésimas relaciones con los comunistas fieles a Stalin, a una socialdemocracia pragmática que no quería saber nada acerca de revoluciones socialistas.

Mi experiencia como abogado laboralista estuvo plagada de anécdotas, pero las más significativas las encontrará el curioso lector en el segundo volumen de memorias, en trance de publicación, del propio Casares. Para resumir dicha experiencia haré constar simplemente que se trata de un cúmulo de contradicciones, de las cuales acabé psíquicamente agotado. Trabajar como abogado de trabajadores, conspirar como socialista clandestino, dar clases de derecho político y, para llegar a final de mes, casado y con una hija, ser corredor de productos químicos entre los industriales de Cataluña, no daba tiempo ni fuerzas para llevar a cabo correctamente tanta dedicación, aunque se tuvieran unos veintiocho años bastante sanos.

La necesidad económica me obligó, contra mi deseo, a dejar de colaborar en los despachos de Casares y formar otro con mi compañero de curso August Gil Matamala, casado con Maribel Giner (hermana de Salvador), y hoy más conocido por tener una hija famosa (la actriz Ariadna Gil) que por su prolongada, laboriosa y decidida defensa de los trabajadores y de la causa independentista catalana. Pero, bien mirado, eso de ser conocido, más que por méritos propios, por ser padre de una mujer famosa (Itziar González Virós) le suele pasar a más de uno...

Gil Matamala militaba en el PSUC y yo en el Front Obrer de Catalunya (FOC). Por tanto, nuestros debates, como los que tenía con Casares, giraban en torno a cuestiones de estrategia, no ya revolucionaria, sino antifranquista, no sobre la dictadura del proletariado, sino sobre su presente situación laboral y económica. En todo lo demás, nuestra coincidencia de pensamiento y actitud personal nos unió con un compañerismo afectuoso que ha durado toda la vida. Tengo como un tesoro la foto de tres compañeros de curso queridísimos (Rosa Virós, Solé Tura y Gil Matamala) el día que les galardonó la Generalitat socialista presidida por José Montilla con la Creu de Sant Jordi.

Las contradicciones me agobiaron atacando por todos los flancos. Había que defender a obreros desconfiados, que si me veían dialogar con el abogado de la empresa para llegar a un acuerdo favorable a mi defendido me negaban su defensa por sospechoso de estar de acuerdo con el patrono. Explicarles los límites legalmente infranqueables del derecho laboral franquista era otra de las hazañas destinadas, en muchos casos, a fracasar. Los conflictos colectivos eran más gratificadores porque mi juventud revolucionaria se animaba al ver la solidaridad y unidad de una clase obrera mitificada y admirada, que empezaba a perder el miedo al empresario nacionalsindicalista e incluso a la policía armada. Pero también dolía mucho la impotencia frente a las detenciones y torturas de los trabajadores combativos, acusados sistemáticamente de comunistas.

Ya he señalado que el pluriempleo me venía obligado por razones de economía familiar. En ese terreno las contradicciones fueron, a menudo, más bien cómicas. Citaré dos de las más significativas, relacionadas con mi condición de corredor de productos químicos para la industria. En cierta ocasión, el director de la empresa, sita en Sabadell, me miró con curiosidad al recibirme y, mientras le pronunciaba la laudatio del producto de marras, no dejó de observarme hasta que me interrumpió con esta azorante pregunta: «Oiga, ¿usted y yo no nos hemos visto antes?». Claro que me había visto. ¡En la Magistratura del Trabajo, defendiendo, con mi típico apasionamiento, a unos obreros suyos por rescisión indebida de contrato! Puse cara dubitativa a su insinuación y seguí con mi perorata técnica. Tuvo que conformarse con mi negativa, pero algo le decía que sí nos habíamos conocido en alguna parte. Me salvó de su reconocimiento pleno la toga abogacil que me diferenciaba de un persuasivo vendedor de lanolina.

En otro encuentro con un joven empresario, hijo del amo, no hubo ocultación posible. «Doctor González Casanova, ¿qué hace usted aquí y con esa maleta?». Era un alumno de derecho político, asombrado de que su apasionado profesor de unas no menos apasionadas lecciones sobre el derecho de libre sindicación obrera estuviera ante él, obsequioso y humilde, para hablarle de lo que llevaba, como muestrario, en la cartera. Siempre pedagógico, casi le susurré: «Ya ve usted, ganándome la vida. Mi sueldo de profesor no llega a mil pesetas al mes».

La profesión de abogado tenía sus pequeñas satisfacciones. No me avergüenzo de la clara demagogia que practicaba en los juicios orales que me caían de oficio, en los cuales ya se sabía que el ladronzuelo de oficio sería condenado, dijera lo que yo dijera en su defensa, o en el que se trataba, por ejemplo, de un violador confeso de su hija en el barrio barraquista de Somorrostro. Fingiendo un profundo respeto por los miembros del tribunal, me dirigí a ellos calificándolos de honrados padres de familia para los cuales era pecado nefando una violación incestuosa y que, por tanto, al ser mentalmente incompetentes para juzgar la conducta de mi defendido, debían abstenerse, pues el único jurado popular que podía juzgarla, por indebida o contraria a las mores acostumbradas en su barriada, residía en las barracas gitanas del Somorrostro.

En aquel tiempo, éramos muy pocos los abogados laboralistas que teníamos como única clientela a la clase obrera. Yo era el benjamín novato, pero pronto me sentí protegido por el afecto de Antoni Cuenca Puigdellívol, anarquista amable y zumbón; por Álvaro Agustí Llatas, con acento del Río de La Plata; o por Josep Solé i Barberà, personaje de vida legendaria que regentaba un local de alterne en las Ramblas y era un comunista declarado y confeso, valiente y divertido, que incluso en los consejos de guerra se atrevía a citar jurisprudencia inventada por él. Junto con el democristiano nacionalista Josep Benet, había defendido a Joan Comorera y a varios militantes del PSUC. Asistí, tras colarme con mis galones de cabo primera en la sala del Gobierno Militar, al juicio de mis admirados psuqueros. Mi admiración creció ante la pericia defensora de Solé Barberà, no exenta de una clara y orgullosa parcialidad solidaria con los acusados.

Cuando la creciente actividad opositora al franquismo llegó a movilizar hasta al prudente y conservador Colegio de Abogados de Barcelona, me sumé a los que organizaron la primera candidatura a la Junta que no quiso ocultar su finalidad democrática y de lucha legal contra el régimen imperante. En ella inició su brillante carrera profesional y política mi joven amigo y compañero de célula clandestina del FOC Miquel Roca i Junyent. No recuerdo en qué consistió la victoria de la candidatura democrática o «progresista», como se la bautizó. Lo que no he olvidado nunca es el festejo posterior a aquella votación. Nos dirigimos los candidatos victoriosos y sus secuaces a un restaurante de Ciutat Vella. Yo, carente de automóvil propio durante toda mi vida, me acomodé al lado de Solé Barberà en su coche, con dos o tres «progresistas» en los asientos de atrás. Íbamos tan alegres, sin haber bebido aún, que nos pusimos a cantar. Debí de encontrar nuestros cantos algo intrascendentes, pues de repente arranqué con voz de barítono el himno socialista, y, más tarde, comunista, de los italianos: «Avanti popolo, alla riscossa, bandiera rossa trionferà...!». Solé enrojeció de emoción y, con una tierna sonrisa paternal de militante veterano, me reprendió, sonriente, en voz baja: «Para, para, que això és molt perillós». Y lo decía él, que era la única figura pública y legal del comunismo catalán. No le hice caso y seguí con el «Bella ciao» de los partisani antifascistas, al que Solé y el resto se sumaron con entusiasmo. En fin, no todo fueron agobiantes contradicciones en mi breve etapa de abogado laboralista.

Apunté más arriba que no habíamos encontrado partido histórico de izquierdas que respondiera a nuestras jóvenes pero ya firmes convicciones sociales y políticas. Obviamente, la democracia cristiana era rechazada por capitalista y por pretender cínicamente monopolizar el ideal cristiano para justificar su apoyo al sistema. El comunismo soviético de la URSS, países satélites y partidos europeos afines nos parecía una grosera traición al proletariado en nombre del proletariado mismo, monopolizado por un partido totalitario y antidemocrático, fundamentalista de un marxismo adulterado, muy semejante en eso a la democracia cristiana. La socialdemocracia nórdica o el laborismo inglés nos irritaban por su timidez socialista revolucionaria y más tarde nos pareció otra traición al verdadero socialismo, pues no cuestionaban el sistema. Simplemente pretendían corregir sus «excesos». Venían a ser lo que hoy es una ONG, pero gubernamental.

Si tuviera que precisar ahora de dónde surgió al estímulo intelectual para descubrir una «tercera vía» entre las rutas cegadas del estalinismo y la socialdemocracia, no sabría hacerlo porque no sé si debérselo a nuestra propia sensibilidad juvenil o al «seguro, redondo azar» que me llevó una tarde a conocer el pensamiento de un filósofo francés, para mí desconocido: Emmanuel Mounier. En realidad se debió a una sincronía entre el instinto ético de un grupo de jóvenes inquietos y la elaboración de una filosofía práctica, de raíz cristiana, comprometida (engagée) en la defensa de la persona humana frente al capitalismo y el totalitarismo fascista o estalinista. Fue un encuentro oportuno y providencial. En la librería barcelonesa Áncora y Delfín hallé un librito titulado ¿Qué es el personalismo? Lo hojeé, me interesó, lo compré y lo leí de corrido en poco tiempo. Por la noche telefoneé a Alfonso Comín para comunicarle mi entusiasmo, resumido en estas palabras: «Un filósofo francés piensa y dice lo mismo que nosotros». ¿Y qué pensaba y decía Mounier, nacido en Grenoble en 1905 y muerto en París a los cuarenta y cinco años? Expondré un breve resumen del contexto histórico y político de los años treinta y cuarenta del pasado siglo, en el que se desarrolló su actividad intelectual.

En un clima filosófico de ocaso racionalista y de auge de una renovada antropología espiritualista (Bergson, Berdiaeff, Max Scheler, Landsberg), que coincidió con la gran época del catolicismo francés (Bloy, Bernanos, Gabriel Marcel, Teilhard de Chardin, Congar), un joven filósofo renuncia a su brillante futuro universitario y funda en 1932 el movimiento y la revista Esprit para ofrecer una «tercera vía» entre el liberalismo económico individualista y el colectivismo totalitario, es decir, frente al ascenso paralelo y belicoso del fascismo y del comunismo estalinista ante la Gran Depresión del capitalismo en la década de 1930. Por rehuir el confesionalismo y el partidismo democristiano y por mostrarse claramente anticapitalista, Mounier fue combatido por las derechas y por el integrismo católico francés, el cual lo denunció al Vaticano como herético y filocomunista. Esprit propugnaba una revolución material y espiritual, personalista y comunitaria. Su personalismo está más cerca del marxismo que de cualquier ideología conformista con el capitalismo. Mounier decía que:

Es mejor arriesgarse a ser confundido con el marxismo que ser ajenos a los explotados. / Los personalistas miramos en la misma dirección que los comunistas, pero vamos más lejos. / Hay en la realidad concreta del comunismo elementos esenciales de liberación que no tenemos derecho a ignorar o desestimar.

La Guerra Civil española de 1936 y la resistencia antinazi en Francia le indujeron a propiciar una colaboración con los comunistas al objeto de frenar los fascismos y acabar con la hegemonía del capital sobre el mundo del trabajo. La influencia de Mounier es evidente, dentro del campo cristiano, en las encíclicas del papa Juan XXIII Mater et Magistra y Pacem in Terris, así como en el esquema XIII del Concilio Vaticano II. Asimismo es inspirador de la Teología de la Liberación y del movimiento Foro Social Mundial (con el lema «Otro mundo es posible»). El descubrimiento de Mounier supuso para nosotros un referente preideológico que, enlazado con nuestro cristianismo social, nos permitió superar la llamada «doctrina social de la Iglesia» y asumir el marxismo en cuanto análisis crítico del capitalismo. Discutimos sobre el pensamiento mounierano en las reuniones de El Ciervo, cuyos redactores se consideraban una versión modesta de la revista Esprit y mi amigo Comín se revelaría hasta su muerte como fervoroso seguidor e influyente divulgador de la personalidad y la obra del filósofo francés. La derecha catalana ha intentado en varias ocasiones pasar por heredera ideológica del cristianismo de Mounier, basándose en una lectura democristiana de su obra. El hijo de Comín, Toni, se ha encargado de rebatir argumentadamente esta apropiación indebida de un cristiano anticapitalista ferviente y convencido.

Si hubiera de resumir en cuatro ideas clave la influencia decisiva de Mounier sobre nuestra vocación revolucionaria serían estas: 1) todo comienza en una mística y termina en la política; 2) revolución material al servicio de la revolución espiritual; 3) rechazo de todo estatalismo porque el Estado está al servicio de la persona; 4) crítica de la cultura burguesa del dinero. Asimismo, la lectura que hace Mounier de Marx nos permitió deslindar los diferentes planos de su pensamiento y valorarlo según los criterios correspondientes. Aprendimos de una vez por todas que el marxismo no piensa en términos de conceptos o de análisis teórico, sino en términos prácticos de acción social e histórica, buscando ante todo la liberación y emancipación humana, no a través de un sistema cerrado, sino como un análisis concreto de la realidad y una fuerza moral profética denunciadora y esperanzada. Mounier ofrecía la continuidad de

un socialismo nuevo, riguroso y conquistador a la vez, que retenga en una voluntad revolucionaria auténtica a todos los que de hecho no se sienten a gusto en el marco actual del comunismo.

Antidogmatismo, análisis realistas, aprendizaje a través de la práctica, auténtica voluntad de acabar con el capitalismo. En ese último sentido nos resultó altamente clarificador para nuestro propósito revolucionario este olvidado mensaje de Karl Marx:

El comunismo no es un estado de cosas que deba establecerse ni un ideal hacia el cual deba apuntar la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que acaba con el actual estado de cosas.

Los fundadores del FLP teníamos esa actitud mounierana frente al marxismo. Al no poder leer a Marx con facilidad por culpa de las circunstancias españolas, tuvimos que orientarnos en su pensamiento gracias a los libros de dos jesuitas franceses (La Pensée de Karl Marx, del padre Jean-Yves Calvez, y Le Marxisme en Union Soviétique, del padre Henri Chambre) que superaron la censura del Régimen por creer los censores, erróneamente, que los curas de la Compañía de Jesús no podían decir nada bueno sobre el marxismo. Por cierto, yo mismo me encargué, en 1960, de traducir la obra de Chambre para la editorial Tecnos, que Jordi Solé Tura había iniciado y que no pudo proseguir por su precipitada escapada a Francia, buscado por la Brigada Político-Social.

Memoria de un socialista indignado

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