Читать книгу Negror - José Antonio Gracia Ginés - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 1 A veces quiero matar
–Tío, ¿qué te ocurre?
La voz de Luis surgió en un tono chillón más inclinado a la desesperación que a la ira, aunque el movimiento de sus brazos recordó el ademán de la bofetada.
¿Ocurrir?
Santi elevó ligeramente el labio superior.
Ocurre que estoy harto de esta mierda de vida. Ocurre que quiero dejar el caballo y no sé cómo. Ocurre que muchas veces quisiera terminar con todo y no tengo valor.
Estaba sentado en un sofá desvencijado y con la tapicería desgarrada, los ojos, en aquellos instantes metálicos, al infinito, perdidos, absortos en algo que sólo él podía ver; el rostro gravemente inexpresivo; la mente desconectada, sin pensar en nada, apagada; la musculatura blanda, como un muñeco de trapo, hasta el punto de no soportar su peso de haber estado de pie.
–Voy a denunciarlos.
Lo dijo como expresando su pensamiento, como si no quisiera hacerlo realmente.
Luis abrió los ojos; conocía bien a su amigo, lo había visto derrumbarse lentamente, aparecer en su rostro aquella expresión inexpresiva de ahora cuando creía que estaba solo y no le veía nadie. No. Santi no hablaba por hablar. Éste lo vio palidecer y temblarle los labios; una máscara de miedo que Luis no se preocupó en ocultar.
El cuarto hedía a humedad, siempre lo había hecho, aunque ellos ya no lo percibían desde que se acostumbraron, a pesar que en muchas partes de la pared se podían ver las gotitas de agua, en una saturación tal que el calendario con una chica desnuda, que tenían sujeto a la misma con dos chinchetas, apenas dejaba conocer el año, 1989. Ahora Luis volvía a sentir el tufillo en la nariz, algo extraño que no habría sabido decir si era su propio terror.
–Conseguirás que nos maten –murmuró empleando el tono y la obviedad de la frase para ocultar su miedo.
El rostro de Santi no se alteró.
Luis tragó saliva, la sintió pasar dolorosamente por su reseca faringe. Negó con la cabeza mientras todos sus músculos luchaban para no temblar.
–No te seguiré –dijo con voz normal, decidida –. En esto no.
Santi tampoco se lo había pedido, era asunto suyo no de Luis. Y lo cierto, tampoco le importaba. Encogió los hombros en un gesto aburrido que a Luis le dijo muchas cosas.
Indiferencia.
Lo que más daño podía hacerle.
Nunca había importado a nadie, absolutamente a nadie, excepto a Santi. Volvió a sentirse rechazado; no, peor. El ademán de Santi fue como si hubiera estado solo, como si él no estuviera allí.
Santi, perdido en su interior, rebuscaba en los bolsillos y extrajo una chinita de marihuana dándose cuenta que no llevaba tabaco. Irritado Luis le tiró el suyo; su pensamiento fue a la cabeza, pero la cajetilla cayó sobre el abdomen.
–¿Cómo puedes hacerte un porro con tanta pachorra?
Le habría dado de patadas. Santi había conseguido enfurecerle, no por la indiferencia, sino por su rendición; era anormal, contranatural. Otros sí, los niños pijos, sí, pero no Santi, ¡Santi, no!
–Me ayuda a pensar.
–¡No hay que pensar nada! ¡No lo hagas, no seas cabezón!
Santi no respondió, sólo lo miró a los ojos. Luis los desvió turbado, preguntándose de pronto quién de los dos se había rendido realmente.
Santi mezclaba la marihuana con el tabaco.
–Sabes que tengo razón.
Lo lió. Pasó la lengua por el papel.
Aquello era lo malo, que tenía razón.
Pero, tío, tú no has pensado, no piensas en las consecuencias.
Luis se apoltronó a su lado en un ademán de derrota, sin saber qué decir, con las cejas ligeramente fruncidas antes de que regresaran a su distancia habitual.
Santi encendió el canuto. Aspiró. Dejó reposar un momento el humo en sus pulmones. Lo expulsó muy lentamente.
Pasó el porro a su amigo. Luis se lo llevó hacia los labios. Pareció querer decir algo. Cambió de idea.
Santi se repantigó en el resto del sofá. Dio otra calada con la vista fija en el cabello rubio de Luis. La mortecina luz de la lámpara creaba diversas tonalidades, desde el oro hasta el amarillo limón. Recordó cuando Luis lo llevaba como él. ¿Cuánto hacía? ¿Un millón de años? Fue antes de meterse en las drogas. No, cuando empezaban. No, ya lo estaban. ¡No se acordaba! Pero sí antes de prostituirse, antes de embutirse en la organización. Entonces les habían dicho que debían cambiar de aspecto y Luis lo hizo. Él no. Continuó con su melena, su ropa heavy, su pendiente… en un acto de rebeldía que no le sirvió de nada, porque había hombres a quienes les gustaban los jovencitos de su catadura.
¿Fue entonces cuando comenzó a odiarse? No. No recordaba exactamente cuándo, pero fue mucho antes. Tal vez fuese a los diez años, acaso el día que intimidó a un niño más pequeño que él a la salida de la escuela, para que le diese el dinero que llevaba. Después se sintió mal. Pero cuando repitió el robo ya no le pareció tan grave.
Luis y él ya eran amigos y no dudaban defenderse mutuamente de los chicos mayores en el barrio de la Mina, en Barcelona, hasta el extremo de que la navaja automática llegó a ser una tercera mano.
Ya entonces el rostro de Luis había sido delicado, una finura que conservaba y que le ocasionó muchos enfrentamientos al tratarle de niña. Al final se cortó el cabello, botas… La dureza que consiguió con su nuevo aspecto fue más ficticia que real. Santi sonreía burlonamente con un imperceptible movimiento de la comisura izquierda cada vez que veía el pelado cráneo de Luis.
–No das el pego, tío –murmuraba.
–¿De qué?
–Nunca serás un skin.
–¿Por qué?
–Te falla algo.
–¿El qué?
–No sé, pero te falla.
Luis se contemplaba en cualquier escaparate preguntándose qué fallos veía el capullo de Santi. Estaba perfecto.
No tardó en cansarse de aquello, hasta que le creció el cabello. Comprendía ya donde estaba el error que afirmaba Santi, no era en la indumentaria, estaba en su interior. Lo supo al unirse aquella temporada con un grupo skin de otro barrio. Tenía su parte buena, podía sentirse unido a sus nuevos amigos, pero sus filosofías eran incompatibles. Le costó una pelea con el cabecilla, porque le sorprendieron con Santi. Tres contra dos. Chupado. Sobre todo porque Santi sacó, Dios sabe de dónde, una pipa de seis tiros inmovilizándolos y convirtiendo la contienda en uno contra uno. A pesar de ser bastante más viejo, el skin no estaba acostumbrado a aquel tipo de peleas callejeras y Luis, con catorce años, no tardó en pegarle dos profundos cortes con la navaja, uno en el rostro y otro…
–¿En qué piensas?
La reflexión de Santi se interrumpió. Sí, Luis era duro cuando hacía falta. A pesar de la delicadeza de su rostro y sus sentimientos era duro. Más que él. Su cabello ahora estaba muy corto, casi al uno, excepto en el flequillo, dándole un aspecto infantil, pero así era como les gustaba a la organización. Algunos clientes parecían volverse tontos. Sus ojos verdes con unos destellos que recordaban los de la esmeralda hacia el anochecer cuando los rayos solares incidían en ella, sabían ponerse medrosos como los de un cervatillo, pero normalmente eran vivos, prácticos, los de quien sabe que está encajonado en una existencia de la que es imposible salir y se adapta a ella para sobrevivir. Las cejas, más rubias aún que el cabello, casi blancas, estaban ceñudas en aquel instante mientras contemplaba a Santi apuntándole con una nariz recta, lisa y corta. En la oreja izquierda dos aros. Y otro en un pezón, exigencias del Chino, el jefe. Era Santi quien debía haberlo llevado, pero el muchacho replicó que se lo pusiera a su padre. Luis evitó la guerra perforándose él el pezón. En realidad lo único que consiguió fue retrasarla.
Algo más bajo que Santi y más estilizado lo cierto era que tenían muy poco en común en la actualidad. De niños habían sido más parecidos, pero a medida que crecieron sus caracteres fueron distanciándose en consonancia a los golpes que recibían.
–¿En qué piensas? –insistió Luis irritado por su silencio.
–Recordaba.
–Estás pirado, tío.
Santi puso los pies encima de la mesita, carcomida, marrón, deteriorada en el tablero, en las esquinas, en las patas, con enormes fallos en el viejo barnizado, hallada en un estercolero. Quedaron en la horizontal de los ojos de Luis. Las botas de bambas se veían mugrientas. Los pies estaban cruzados y desde aquella perspectiva, enormes. Unas piernas largas y delgadas, enfundadas en unos vaqueros descoloridos y ajustados nacían de ellas extendiéndose hacia el sofá. Allí, el cinturón con chapas metálicas, quedaba oculto por una camiseta sin mangas (Santi se las había quitado) con Eddie blandiendo la bandera británica en una mano y una espada en la otra. Un brazo pingaba desmañado del respaldo. En la muñeca, una manilla de cuero. En la axila, un suave vello castaño. En el deltoides zurdo, un tatuaje policromo de un águila batallando contra una serpiente cascabel. El otro brazo yacía en la frente.
Luis titubeaba. Tenía los ojos fijos en el tatuaje diciéndose que era el emblema que mejor definía a su amigo. Aquel no era su mundo. Parecía mentira que hubiera nacido y crecido en él; no se adaptaba, cada vez menos. Él se resignaba o se había rendido; sí, quizá fuera rendición más que otra cosa. Santi no y luchaba con todas sus fuerzas aunque no supiera muy bien cómo hacerlo. Quizá por eso fracasaba, quizá por eso se enfureciera más hundiéndose en picado en el pozo, y quizá por eso se drogaba más. Luis estaba preocupado por la dosis que consumía actualmente, era una pasada y le asombraba que su cuerpo tuviera tanta resistencia, pero al final cogería una hepatitis o el sida o cualquier otra mierda de esas. Por lo pronto estaba casi en los huesos, pero no era débil, cada fibra de sus enjutos músculos era de acero. Su mente dinamita con la mecha encendida.
Luis movió los ojos hacia los perdidos de Santi, que miraban hacia un camino de nada. Comprendía bien los sentimientos de su amigo, pero también que la resolución que había tomado sólo representaba problemas. Llevaban mucho tiempo metidos en el rollo como para adivinar qué muchachos vivirían poco tiempo; apenas se equivocaban. Santi no tenía aquel aspecto, pero lo matarían, estaba claro. ¿Era lo que buscaba? Luis no podía saberlo
Echó el humo incómodo. Le desazonaba no hallar una buena solución.
Tendió el porro a Santi.
–No. Da otra calada.
–No. Estoy nervioso, me está sentando mal.
Santi se lo llevó a la boca con parsimonia. Tenía los ojos soñadores. Amaba fumarlo. Con el tiempo, si se aficionaban a consumirlo de continuo, algunos afirmaban que ya no les producía ninguna sensación. A él nunca le había ocurrido. Quizá porque no había estado enganchado totalmente y sólo lo fumaba de tarde en tarde, a pesar de su costumbre de llevar siempre una oblea de chocolate en el bolsillo.
Su respiración era más relajada. Semicerró los ojos empezando a percibir aquella sensación de irrealidad y medio adormecimiento que le había seducido a los once años y que siempre buscaba cuando lo fumaba.
Sonrió estúpidamente.
Luis se encalabrinó.
–Tío, ¿qué te esperabas?
Santi dio otra chupada.
–Te tiraste a la piba del jefe.
Santi exhaló el humo.
–¡Respóndeme al menos!
–¡Déjame en paz!
Luis no supo si aquel tono, mezcla de cabreo y súplica, era a causa de la marihuana o por el estado de ánimo de su amigo. Pero algo iba mal, no recordaba haberlo visto así, ni siquiera en sus peores momentos, que los tenía y muchos.
Encendió un cigarrillo.
Observó que el rostro de su amigo se crispaba angustiosamente. Un mal viaje.
–No tenía ningún derecho –le oyó gemir –, ningún derecho.
Tenía lágrimas en los ojos.
Arrojó el porro con rabia, odiándolo.
–Ningún derecho…
Se sentó. Escondió la cara entre las manos. Sus hombros se sacudieron.
Luis le estrechó el hombro con ternura.
–No pienses en eso –murmuró.
–Le ha hecho una carnicería en la cara –plañó incontroladamente.
–No pienses.
–Tú no la viste.
Luis sí la había visto, Santi no lo recordaba, un breve vistazo antes de separar a su amigo del Chino. Antes de que Santi… rememoró que había perdido todo control sobre sí mismo. Claro que el Chino se lo merecía, era un cabrón, pero matándolo Santi no hubiera solucionado nada.
Lo había sacado de allí y le había costado una eternidad serenarlo. Luego habían ido al piso que compartían desde que huyeron de casa. Un piso mezquino, maloliente, con una mala cocina que nunca empleaban, un comedor con un sofá desencajado, un dormitorio con un sólo catre compartido, preguntándose cómo podían dormir los dos al mismo tiempo sin caerse, y un armario donde guardaban los andrajos que en tiempos fueron ropas. Un piso horrendo, húmedo, en los sótanos de un local abandonado por amenaza de ruina. Un piso que habían conseguido iluminar eléctricamente trapicheando con los cables de luz vecinos y que curiosamente, en aquellos años, la compañía eléctrica había pasado por alto. Repugnante, cochambroso, un escombro, pero que para ellos significaba un hogar mejor que el que tuvieron en la Mina, si es que lo fue. Más feliz, y si no feliz, por lo menos sin las agarradas ni peloteras que tenían allí.
–Conoces las reglas.
Al momento supo que había dicho una tontería.