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SED COMPASIVOS COMO VUESTRO PADRE SIGNOS DE NUESTRO TIEMPO:
INDIFERENCIA ANTE LOS QUE SUFREN

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La organización de la vida en la sociedad posmoderna nos está conduciendo cada vez más a encubrir los padecimientos y aflicciones de las personas, ocultando su sufrimiento. Rara vez experimentamos de cerca y de modo sensible el dolor y la angustia de los otros. No sentimos la impotencia y desesperanza de quienes van quedando excluidos de la «sociedad del bienestar».

Estamos reduciendo el sufrimiento humano a números y datos. Contemplamos el sufrimiento a través de una pantalla, cómodamente sentados en la sala de nuestro hogar. Las personas que sufren se van convirtiendo en una abstracción. Ya no hay emigrantes hambrientos, hay cuotas. No hay trabajadores en paro y sin futuro, hay indicadores económicos. No hay pobres excluidos para siempre de todo bienestar, hay umbrales de pobreza.

Sin darnos cuenta, nos hemos instalado en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Hemos aprendido a vivir sin dejarnos «contaminar» por el dolor ajeno. Sabemos alejarnos y huir de todo problema doloroso que nos pueda molestar. Al parecer, la aspiración de no pocos es «sentir el mundo con ánimo neutral» (Sebastián Mora). No es esto solo. Los más privilegiados y poderosos contratan guardias de seguridad para vigilar sus residencias. Se pide una represión más dura y fronteras más eficaces para impedir que lleguen hasta nosotros seres humanos que arriesgan su vida y la pierden solo porque buscan venir hasta nosotros para poder comer.

Esta indiferencia ante los que sufren nos está deshumanizando, pues nos conduce a olvidar la dignidad que se encierra en toda persona: miramos el sufrimiento ajeno con indiferencia y tendemos a ignorar cada vez más esa reacción que se despierta en todo ser humano cuando se encuentra con alguien que sufre y se llama «compasión». Es el momento de reaccionar. Hemos de aprender a mirar el rostro concreto de las personas. Recuperar la experiencia de la acogida, la cercanía, el acompañamiento, la compasión. Sentirnos responsables del otro. Sebastián Mora ha sabido explicarlo con fuerza: «Se trata de responder gratuitamente a la llamada del rostro del otro, cuya voz y mirada se dirigen a mí, buscan respuesta y me hacen responsable».

La teóloga Dorothee Sölle criticaba con audacia «el embrutecimiento y la falta de sensibilidad» ante el sufrimiento que se observa en la sociedad moderna, y decía así: «El único medio de traspasar estas fronteras consiste en compartir el dolor con los que sufren, no dejarlos solos y hacer más fuerte su grito». Pero no es fácil despertar entre nosotros la compasión por las víctimas de nuestra sociedad sin alimentarnos en una espiritualidad que nos aliente.

De ahí la importancia que puede tener en nuestros días la espiritualidad de Jesús, cuya herencia más importante a la humanidad es su llamada a hacer de la compasión el principio de actuación para construir un mundo más justo, solidario y fraterno: el sufrimiento de las victimas ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal, pues es inaceptable para Dios. Por eso el teólogo Jon Sobrino propuso hablar del «principio misericordia», es decir, un principio del que ha de arrancar nuestra actuación privada y pública, orientando nuestra actuación hacia los que sufren y trabajando para erradicar el sufrimiento y sus causas, o al menos para aliviarlo.

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SED COMPASIVOS COMO VUESTRO PADRE


Al iniciar la sesión. Cerramos los ojos… nos relajamos… respiramos pausadamente… nos recogemos y vamos apagando el ruido en nuestro interior… Voy a escuchar a Jesús… Estás dentro de mí… Quiero estar atento a tus palabras…

Lucas 6,36-38

36 Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.

37 No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados.


38 Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: una medida generosa, colmada, rellena, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros.


Comenzamos este cuarto volumen escuchando esta llamada de Jesús: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Jesús no nos hace esta llamada como una ley para que la cumplamos los seguidores de Jesús. Es mucho más. Introducir en el mundo la compasión de Dios es el primer principio para abrir caminos al proyecto humanizador del Padre en cualquier época, y también en la sociedad posmoderna de nuestros días.

LEEMOS

Podemos comenzar esta lectura preparando nuestro corazón con unas palabras del papa Francisco: «En nuestro tiempo, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más, con nuevo entusiasmo. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que viva y dé testimonio de su misericordia en primera persona. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir la misericordia en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino hacia Dios».

Para comprender la importancia de esta llamada de Jesús a la compasión hemos de saber de dónde arranca. Según Jesús, para abrir caminos al proyecto humanizador del reino de Dios y su justicia no es preciso marchar al desierto de Qumrán a crear una «comunidad santa»; no hay que promover la observancia escrupulosa de las leyes al estilo de los grupos fariseos; no hay que soñar con levantamientos violentos, como buscan algunos sectores impacientes; no hay que potenciar la religión del Templo, como hacen los sacerdotes que lo rigen.

Jesús buscaba introducir en la vida de todos la compasión. Una compasión semejante 1 a la del Padre. Mirar con ojos compasivos a los hijos perdidos, a los excluidos del trabajo, a los hambrientos y desnutridos, a los pecadores incapaces de rehacer su vida, a las víctimas caídas en las cunetas. Quería implantar la misericordia en las familias y las aldeas, en las grandes propiedades de los terratenientes, en el sistema religioso del Templo, en las relaciones entre Israel y sus enemigos.

Podemos ordenar la lectura de este breve texto del siguiente modo: 1) llamada de Jesús a la compasión como principio de actuación: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo»; 2) dos advertencias para prohibir dos actitudes contrarias a la compasión; 3) dos llamadas importantes para actuar con compasión de manera coherente.

1. «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (v. 36)

a) Dios es un misterio de misericordia

Lo primero que hemos de grabar bien en nosotros es que Jesús experimenta y vive el misterio de Dios como un misterio insondable de misericordia. Lo que define a Dios no es el poder, la fuerza, la astucia… como es el caso en las divinidades paganas del Imperio de Roma. Por otra parte, Jesús no habla nunca de un Dios indiferente, distante, desentendido de sus criaturas. Menos aún de un Dios interesado solo por su honor, sus intereses, su Templo o su sábado. En el centro de su experiencia de Dios no nos encontramos con la imagen de un «Dios legislador» que intenta gobernar el mundo por medio de leyes; tampoco con la figura de un «Dios justiciero», irritado y airado ante el pecado de sus hijos.

Esta es la Buena Noticia de Dios proclamada por Jesús. El misterio último de la realidad, que los creyentes llamamos «Dios», es un misterio de misericordia infinita, de compasión sin límites, de bondad y de ofrecimiento continuo de perdón. Su misericordia no es una actividad entre otras: todo su ser consiste en ser compasivo con sus criaturas. De él solo brota amor misericordioso: no se venga de nosotros, no nos guarda rencor, no nos devuelve mal por mal. La misericordia es el ser de Dios, su modo de mirar a sus hijos, lo que mueve y dirige toda su actuación.

b) La misericordia como principio de actuación

La experiencia de Dios como misericordia fue lo que llevó a Jesús a introducir en la historia un nuevo principio de actuación para humanizar el mundo. Toda la ordenación religiosa y social del pueblo de Israel arrancaba de una experiencia radical que aparecía formulada así en la tradición bíblica: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Levítico 19,2). El pueblo ha de ser santo como lo es el Dios que habita en el Templo: un Dios que ama a su pueblo elegido y rechaza a los paganos, que tienen prohibida la entrada en su recinto sagrado; un Dios que bendice a quienes observan la Ley y maldice a los pecadores; acoge a los puros y distancia a los impuros. La santidad era considerada la identidad esencial de Dios, el principio para orientar la conducta del pueblo elegido. El ideal era ser santos como Dios es santo.

Paradójicamente, esta imitación de la santidad de Dios, entendida como separación de lo pagano, lo no santo, lo impuro y contaminante, que estaba pensada para proteger la identidad del pueblo elegido, fue generando de hecho una sociedad discriminatoria y excluyente. Los sacerdotes gozan de un rango de pureza superior al resto del pueblo, pues están al servicio del Dios del Templo, donde habita el Dios santo. Los observantes de la Ley disfrutan de la bendición de Dios, mientras los pecadores son discriminados. Los varones pertenecen a un nivel superior de pureza sobre las mujeres, siempre sospechosas de impureza por su menstruación y por los partos. Los sanos gozan de la predilección de Dios, mientras que los leprosos, los ciegos, los tullidos…, considerados como «castigados» por algún pecado, eran excluidos del acceso al Templo. Esta religión generaba barreras y discriminación.

Jesús lo captó así y, con una lucidez y audacia sorprendentes, introdujo un principio nuevo: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Es la compasión y no la santidad el principio que ha de inspirar la conducta humana. Dios es grande y santo no porque rechace a paganos, pecadores e impuros, sino porque ama a todos, sin excluir a nadie de su misericordia. Dios no es propiedad de los buenos. Su amor compasivo está abierto a todos: «Él hace salir su sol sobre buenos y malos» (Mateo 5,45). En su corazón hay un proyecto integrador. Dios no excluye, no separa ni excomulga, sino que acoge y abraza. No bendice la discriminación. Busca un mundo acogedor y solidario donde los santos no condenen a los pecadores, los ricos no exploten a los pobres, los poderosos no abusen de los débiles, los varones no dominen a las mujeres. Dios quiere una sociedad donde no pasemos de largo ante los que sufren y donde suprimamos la espiral de la violencia introduciendo el perdón.

2. Dos advertencias para prohibir dos actitudes contrarias a la compasión (v. 37)

A partir de su gran llamada a ser compasivos como el Padre, Jesús extrae algunas consecuencias, advirtiéndonos antes que nada de dos actitudes contrarias a una actuación inspirada por la compasión.

a) «No juzguéis y no seréis juzgados»

Si queremos tratar a las personas con misericordia, no debemos convertirnos en jueces de nuestros hermanos, para ver si se merecen nuestra compasión o no: hemos de respetarlos siempre. Nuestro criterio para ser compasivos no puede ser juzgar si las personas son dignas o no de acercarnos a ellas con amor compasivo. Hemos de inspirarnos en la misericordia del Padre y, en concreto, en cómo encarna y traduce Jesús en su propia vida esa misericordia, acogiendo a los más necesitados, aliviando el sufrimiento, ofreciendo el perdón a los pecadores, defendiendo a las mujeres, abrazando a los pequeños…

Hemos de distinguir entre la valoración que hacemos de las acciones y el juicio a las personas. Jesús no está exigiendo que lo aprobemos todo, sin discernimiento alguno. Esto sería dañoso para construir un mundo más humano y unas relaciones cada vez más fraternas. Por eso hace enseguida otra llamada.

b) «No condenéis y no seréis condenados»

Jesús no prohíbe que hagamos un juicio moral de las acciones. Lo que nos pide es que no pronunciemos un juicio definitivo sobre las personas. Con frecuencia, no solo juzgamos a las personas, sino que damos un paso más y las declaramos culpables. Si vivimos acusando, culpabilizando y condenando, no estamos actuando con el espíritu compasivo del Padre. Podemos decir que, cuando pronunciamos una sentencia definitiva sobre las personas, nos ponemos en el lugar de Dios, pero sin su compasión infinita hacia sus hijos.

3. Dos llamadas importantes para actuar con verdadero amor compasivo (v. 38)

Jesús no se detiene en las dos advertencias de carácter negativo que acabamos de considerar. Da un paso más para invitarnos a despertar en nosotros dos actitudes positivas, para vivir con verdad el amor compasivo.

a) «Perdonad y seréis perdonados»

Si escuchamos la llamada de Jesús a ser compasivos como el Padre, hemos de vivir dispuestos a ofrecer siempre el perdón a quien nos ha ofendido o hecho algún mal. De ello hablaremos detenidamente más adelante (capítulo 11). Aquí solo nos preguntamos qué es «perdonar».

La primera decisión del que perdona es no vengarse. No siempre es fácil. La revancha es la respuesta casi instintiva que nos nace de dentro, cuando alguien nos ha herido o humillado. Buscamos aliviar nuestro sufrimiento haciendo sufrir al que nos ha hecho daño.

Es decisivo, sobre todo, no alimentar el resentimiento. No permitir que el odio se instale en nuestro corazón. Tenemos derecho a que se nos haga justicia: el que perdona no renuncia a sus derechos. Pero lo importante es irnos curando del daño que se nos ha hecho, sin deshumanizarnos.

Perdonar puede exigir tiempo. El perdón no consiste en un acto de la voluntad que lo arregla rápidamente todo. Por lo general, el perdón es el final de un proceso de reflexión, comprensión de los hechos, sensibilidad, lucidez, ayuda de otros y, en el caso del creyente, la fe en un Dios de cuyo perdón vivimos todos (texto n. 29).

b) «Dad y se os dará: una medida generosa, colmada, rellena y rebosante»

Para reforzar su llamada a ser compasivos como el Padre, Jesús nos invita a vivir con generosidad. Esto sugiere el verbo «dar». Jesús nos invita a vivir no encerrados en nuestro ego, sino con generosidad, pensando en el bien de los otros, buscando siempre lo que puede ser mejor para todos. En esta última invitación, Jesús pone el acento en la generosidad con la que Dios nos recompensará lo poco que nosotros hayamos hecho, viviendo con la generosidad propia de la compasión. Esta recompensa de Dios no es un salario merecido por nosotros, sino regalo de su generosidad sin límites. La novedad está en que Dios no solo colma la «medida» que nos podría corresponder, sino que la rebasa con una «medida generosa, colmada, rellena y rebosante». El Padre nos devuelve con creces los pequeños gestos de generosidad que hayamos podido hacer, movidos por la compasión.

Esta sobreabundancia de la recompensa de Dios, nuestro Padre-Madre, viene sugerida por Lucas a partir de una imagen bien conocida por los campesinos de Galilea. El campesino que venía a recibir como recompensa de su trabajo una cantidad determinada de grano –una medida– levantaba los pliegues de su túnica o manto hasta media cintura, para hacer en su regazo un hueco, una especie de bolsa o alforja. La novedad está en que el señor no solo llena el hueco, sino que, con generosidad sorprendente, va echando el grano sin medida alguna, rebasando y desbordando los pliegues. Así recompensará el Padre «con medida generosa, colmada, rellena y rebosante» los pequeños gestos de generosidad que han podido hacer sus hijos.

MEDITAMOS

Hemos leído la llamada de Jesús a ser compasivos como es compasivo ese Dios Padre que nos ama con entrañas de Madre. Hemos escuchado también dos advertencias para no actuar alejándonos de la compasión y dos llamadas para tratar con amor compasivo a todos. Ahora meditaremos qué nos dice a cada uno de nosotros.

1. «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (v. 36)

Escucho durante un largo tiempo estas palabras que Jesús me dirige a mí… Las grabo en mi interior… «Sé compasivo… como tu Padre es compasivo…».

– ¿Siento a Dios como un Padre que nos ama a todos sus hijos con una compasión sin límites?…

– ¿Cuántas veces me ha perdonado?… ¿Cómo me ha cuidado en momentos difíciles y duros…?

– ¿Qué experimento dentro de mí cuando escucho a Jesús, que me invita a ser compasivo como el Padre es compasivo conmigo?…

2. «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados» (v. 37)

Escucho atentamente a Jesús, que me dice a mí: no juzgues… no condenes…

– ¿Juzgo a las personas para ver si merecen un trato amable y compasivo… o si, por el contrario, puedo desentenderme de ellas y pasar de largo…?

– Cuando voy conociendo a las personas, ¿me fijo en lo que tienen de positivo… o más bien en lo negativo…?

– ¿Me atrevo a condenar a algunas personas sin compasión alguna…?

3. «Perdonad y seréis perdonados: dad y se os dará» (v. 38)

Escucho y repito lo que me está diciendo Jesús a mí: perdona… y serás perdonado…

– ¿Hay alguna persona a la que no he perdonado… ni perdonaré nunca… lo que me ha hecho…? ¿Por qué…?

– ¿Me siento bien por dentro sin concederle mi perdón…? ¿Puedo dar algún paso para cambiar mi actitud…?

Escucho a Jesús y repito lo que me dice: da… vive con generosidad… y Dios será generoso contigo…

– ¿Soy consciente de que Dios es generoso conmigo…? ¿Cuándo siento sobre todo su generosidad…?

– ¿Vivo de manera egoísta… pensando solo en mis intereses?… ¿Vivo con generosidad… buscando el bien de los demás…?

ORAMOS

Hemos escuchado y meditado diversas llamadas de Jesús para invitarnos con insistencia a ser compasivos como nuestro Padre es compasivo… Ahora nos disponemos a responderle… Él me está escuchando desde mi interior… Es mi Maestro… Breves sugerencias para quienes deseen un punto de partida:

– Jesús, antes que nada, quiero darte gracias… Estoy sintiendo cada vez más la compasión que tiene el Padre conmigo… con mi vida mediocre y vulgar… Me estás descubriendo cómo me ama… Jesús, cuánto tengo que agradecerte…

– Jesús, qué lejos estoy de vivir pensando en los demás, para tratarlos con compasión… Yo vivo casi siempre pensando en mí y en mis intereses… ¿Puedo cambiar mi estilo de vivir?… Jesús, ten compasión de mí…

– Me estoy dando cuenta de que vivo espontáneamente tratando a las personas a veces bien y otras mal… como me sale en el momento… Jesús, sé que me comprendes… Jesús, cuánto te necesito… Ayúdame a cuidar el buen trato a las personas…

– Jesús, juzgo mucho a las personas… de modo ligero… Pero no quiero condenar a nadie… ¿Quién soy yo para hacerlo?… Jesús, dame un corazón bueno… como el tuyo…

– A veces me pongo triste, Jesús… Van pasando los años y pienso que no cambiaré… Jesús, que nunca pierda la confianza en ti… Dame tu aliento…

CONTEMPLAMOS

Jesús cree y confía en un Padre que es un misterio de misericordia infinita hacia todas sus criaturas. Nos disponemos ahora a estar en silencio a solas con ese Dios, Padre de misericordia que me ama con entrañas de Madre. Breves sugerencias tomadas de los Salmos:

– El Señor es clemente, compasivo, paciente y misericordioso (Salmo 144,8).

– Su misericordia llena la tierra (Salmo 32,5).

– Es cariñoso con todas sus criaturas (Salmo 144,9).

COMPROMISO

– Concreto mi compromiso para toda la semana.

– Tomo una decisión para un tiempo definido.

– Reviso el compromiso tomado con anterioridad.

◊◊◊

CREO EN LA MISERICORDIA


Creo en la misericordia, que anida en el subsuelo de lo

humano

y nunca desaparece, aunque la maldad aflore.


Creo en la misericordia, que se hermana con la fragilidad,

y que es casa de amparo para quien llora en la noche.


Creo en Jesús, que impactaba por su misericordia.

Para él, nada hay más acá ni más allá,

y desde ella se define Dios y la persona.

Creo en el Dios misericordioso que Jesús nos mostró con su vida,

alejándome de otras imágenes de Dios

y abriéndome al hermoso abrazo de su amor.


Creo en la misericordia y no en el juicio,

creo en el amor y no en el temor,

creo en la felicidad, no en el pecado.


Creo que Dios es Madre de entrañas buenas,

que se acuerda del bien de sus hijos e hijas

y que disfruta con sus logros y éxitos.


(Fidel Aizpurúa)


Canto: «No te envió el Padre para juzgar»


No te envió el Padre para juzgar,

te envió para ser salvación.

¡Yo creo en ti, Señor Jesús! (bis)

No me envió el Padre para juzgar,

me envió para ser salvación.

¡Transfórmame, Señor Jesús! (bis)


STJ, CD Armonía y plegaria 3, n. 3

casadeoracion@stjteresianas.org

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CUANDO ESTAMOS PERDIDOS,

DIOS NOS BUSCA CON PASIÓN


Al iniciar la sesión. Cerramos los ojos… respiramos pausadamente… Centro mi atención en Jesús… que está en mi interior… Voy a escuchar sus palabras… Él está transformando mi corazón…

Lucas 15,1-7

1 Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. 2 Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:

–Este acoge a los pecadores y come con ellos.

3 Jesús les dijo esta parábola:


4 –Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la descarriada hasta que la encuentra?


5 Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros muy contento.

6 Y al llegar a casa reúne a los amigos y los vecinos para decirles: «Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido».


7 Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.


Hemos escuchado y meditado la llamada de Jesús: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Ahora Jesús nos narra una breve parábola para que conozcamos mejor esa compasión del Padre descubriendo con qué pasión y ternura nos busca cuando andamos perdidos.

LEEMOS

Jesús no solo habla de un Dios compasivo, cercano y acogedor, siempre dispuesto a perdonar. Él mismo es encarnación de su misericordia. Movido por el Espíritu del Padre, es el primero en acercarse a los pecadores. El texto que vamos a leer lo podemos ordenar así: 1) en una breve introducción, Lucas nos describe el contexto que motiva a Jesús a narrar la parábola del pastor bueno y compasivo; 2) para captar la atención de los oyentes, Jesús comienza su parábola con una pregunta retórica en la que habla de la reacción sorprendente de un pastor al descubrir que una de sus ovejas se ha perdido; 3) alegría del pastor al encontrar a su oveja; 4) Lucas concluye la parábola hablando de la alegría de Dios cuando se convierte un pecador.

1. Breve introducción de Lucas (vv. 1-3)

En esta introducción se nos habla de dos grupos de personas absolutamente diferentes. El primer grupo se acerca a Jesús para escucharle. El segundo se dedica a criticarlo.

a) «Los publicanos y los pecadores se acercaban

para escucharle»

En tiempos de Jesús se llamaba «pecadores» a los que no cumplían la Ley y vivían lejos de Dios, sin dar señales de arrepentimiento. Los dirigentes religiosos los consideraban excluidos de la convivencia. Junto a este conjunto de pecadores se habla más en concreto de los «publicanos» o recaudadores de impuestos. Su trabajo era considerado como una actividad propia de ladrones y gente poco honrada, que vivían robando y sin devolver lo robado a las víctimas. No merecen el perdón. Son despreciados por todos. Además, como veremos más adelante, Jesús acogía también a las «prostitutas», un grupo de mujeres vendidas a veces como esclavas por su propia familia y humilladas por todos. Estas gentes son consideradas como el desecho de la sociedad, los «perdidos» de Israel.

Lucas dice que «los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle». Probablemente, muchos de ellos le escuchaban conmovidos. No era esto lo que oían en las sinagogas ni en las celebraciones del Templo. Sin embargo, ellos necesitaban a ese Padre bueno y misericordioso. Si el Padre no los comprende y perdona, como proclama Jesús, ¿a quién van a acudir? Se sentirían solos y excluidos de toda salvación.

b) «Los fariseos y escribas lo criticaban: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”»

A los fariseos y escribas no les agrada el comportamiento de Jesús. Su actitud amistosa hacia los pecadores les parece un escándalo intolerable. Lo que más les irrita es que «acoja a los pecadores» y «coma con ellos». La actuación de Jesús es insólita. Ningún profeta había hecho algo parecido. ¿Cómo puede un hombre de Dios acoger a los pecadores como amigos? Un hombre piadoso no debe mezclarse con ellos. Hay que aislar a los transgresores de la Ley. No son dignos de sentarse a la mesa con los que son fieles a Dios. ¿Por qué Jesús parece despreocuparse de los que cumplen la Ley y se dedica tanto a los pecadores, el grupo de los perdidos?

El trato acogedor y amistoso de Jesús a los pecadores fue sin duda su gesto más provocativo. Ningún profeta se había acercado a ellos con esa actitud de respeto, amistad y simpatía. No se dirigía a ellos en nombre de un Dios irritado, sino de un Padre que los mira con compasión, los busca con pasión y los ama con entrañas de Madre, incluso antes de que se arrepientan.

La parábola que va a contar Jesús es su respuesta a la crítica de los fariseos y escribas. Con ella trata de explicarles que su actitud con los pecadores es la de Dios. Quiere grabar bien en el corazón de todos algo que lleva muy dentro: también los «perdidos» pertenecen a Dios. Él los busca apasionadamente y, cuando los recupera, su alegría es incontenible. Todos tendríamos que alegrarnos con él. También los fariseos y escribas.

2. Sorprendente reacción de un pastor ante su oveja perdida (v. 4)

Para captar la atención de los creyentes, Jesús comienza esta vez su parábola con una pregunta: imaginaos que sois un pastor, tenéis cien ovejas y se os pierde una; «¿no dejaríais las noventa y nueve en el campo para ir a buscar a la descarriada hasta encontrarla?». Los oyentes dudarían bastante antes de responderle. ¿No es una locura arriesgar así la suerte de todo el rebaño? ¿Es que la oveja perdida vale más que las noventa y nueve?

Jesús, sin embargo, les habla de un pastor que actúa precisamente así. Al hacer el recuento acostumbrado del atardecer descubre que le falta una oveja. Este pastor no se entretiene en razonamientos y cálculos de sentido práctico. Aunque esté perdida, la oveja le pertenece. Es suya. Por eso no duda en salir a buscarla, aunque tenga que abandonar de momento las noventa y nueve.

Podemos detenernos en dos palabras. La desaparición de la oveja se describe solo con el verbo «perder». El término puede hacer pensar en algún accidente o caída. Tal vez todo es más sencillo. Es sabido que la oveja carece del sentido de la orientación. No ve más allá de cinco o seis metros de distancia. Si se aleja mucho del rebaño y se pierde, ya no consigue volver al redil. Entonces la oveja sufre al verse sola y abandonada.

El pastor sabe que su oveja no podrá volver solo con su esfuerzo. Por eso abandona sus ocupaciones y se concentra en una tarea más urgente: buscará a la oveja «hasta encontrarla». Esta expresión subraya el interés, la pasión y la constancia del pastor. La oveja no puede hacer nada por sí sola. Todo lo hará el pastor: buscarla, encontrarla y, por fin, llevarla consigo.

3. Alegría del pastor al encontrar a su oveja perdida (vv. 5-6)

El pastor encuentra por fin a su oveja. Después de moverse desorientada de un lugar a otro, está tirada en el suelo, agotada y aterrorizada. No se puede levantar por sí misma. No facilita la tarea del pastor. Tampoco este le pide ayuda alguna. Cuando ve cómo está, le sale de dentro un gesto lleno de ternura y de compasión amorosa. «Muy contento», levanta del suelo a la oveja, la pone sobre sus hombros alrededor del cuello y se vuelve a casa. Al llegar, reúne a sus amigos y vecinos y les invita a compartir su alegría: «Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido». Su alegría es tan grande que necesita compartirla.

4. La alegría de Dios cuando se convierte un pecador (v. 7)

Según Lucas, Jesús concluye su parábola con estas palabras: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo [es decir, en Dios] por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse». Dios es así. No solo busca apasionadamente al pecador que está perdido, sino que lo celebra en el misterio insondable de su corazón cuando se convierte.

Según Lucas, Jesús dejó claro, a lo largo de su vida, que su misión estaba dirigida principalmente a los pecadores: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan» (Lucas 5,32); «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19,10). Esto es lo que Jesús quiere dejar claro también a los fariseos y escribas que le critican. ¿Cómo no entienden que viva acogiendo a pecadores, recaudadores y prostitutas? ¿Cómo no entienden su alegría al poder encontrarse con ellos en torno a su mesa? Todos deberían sumarse, también ellos, a su alegría, pues nace de la alegría del mismo Dios.

5. Mensaje de la parábola

La parábola es breve, pero de un contenido profundo. ¿Puede este pastor de actuación tan sorprendente ser metáfora de Dios? Hay algo que todos los que escuchan la parábola han de reconocer: los seres humanos son criaturas de Dios, le pertenecen a él. Y todos sabemos lo que uno hace por no perder algo suyo que aprecia de verdad. Pero ¿puede Dios sentir a los «pecadores» como algo tan suyo y tan querido?

La parábola de Jesús es una llamada que refuerza todavía más la invitación que hemos escuchado y meditado en el texto anterior: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lucas 6,36). Si Dios no rechaza a los «perdidos», sino que los busca apasionadamente, y si Jesús, movido por la misericordia de Dios, acoge y come con pecadores, ¿no tendremos que cambiar radicalmente nuestra actitud ante ciertos colectivos «rechazados» tradicionalmente por buena parte de nuestra sociedad y por parte de la Iglesia? ¿Seguiremos discriminando, condenando y despreciando a los que nos parecen unos «perdidos»? ¿A quién queremos seguir?, ¿a los fariseos y escribas de la Ley o a Jesús, nuestro Maestro interior?

La parábola sugiere algo más. La oveja no hace nada para volver al redil. Es el pastor quien la busca incansablemente, la carga amorosamente sobre sus hombros y la recupera. ¿No está sugiriendo Jesús que el retorno del pecador no se debe a sus esfuerzos para convertirse, sino a la iniciativa de Dios, que irrumpe en su vida movido solo por su misericordia insondable? ¿Cómo no vamos a confiar en este Dios de amor infinito y desconcertante? ¿Cómo no vamos a confiar en Dios, nuestro Padre y Madre, cuando nos veamos perdidos y sin fuerzas para transformar nuestra vida? ¿Cómo no vamos a seguir a Jesús abriendo nuestro corazón y nuestros brazos a quienes vemos perdidos, alejados de la fe y sin fuerzas para volver a una comunidad cristiana?

MEDITAMOS

Hemos leído la parábola del pastor compasivo que busca a su oveja perdida hasta encontrarla, y celebra con una alegría grande el haberla recuperado. Vamos a meditar ahora qué es lo que nos quiere enseñar Jesús a cada uno de nosotros.

1. Introducción (vv. 1-3)

Medito despacio la actitud de los pecadores que se acercaban a Jesús para escucharle (v. 1).

– Cuando me veo pecador, ¿siento necesidad de acercarme a Jesús para escucharle?…

Medito despacio la actitud de quienes critican a Jesús porque acoge a los pecadores (v. 2).

– ¿Qué siento yo al ver a Jesús acogiendo amistosamente a los pecadores? ¿Indiferencia… alegría… confianza…?

– ¿Qué actitudes positivas o negativas se despiertan en mí ante colectivos «rechazados» por nuestra sociedad…?

2. Actuación sorprendente del pastor buscando a su oveja perdida hasta encontrarla (v. 9)

Tomo conciencia de su actuación: la oveja está «perdida»; no es capaz de volver al redil; el pastor lo deja todo… la busca… hasta encontrarla…

– ¿Estoy convencido de que Jesús me busca así cuando me ve perdido… sin fuerzas para volver a él…?

– ¿Cómo reacciono yo cuando veo a alguien perdido… desvalido… necesitado de ayuda…?

3. Alegría del pastor al encontrar a su oveja perdida (vv. 5-6)

Tomo conciencia de su gesto de compasión y ternura con la oveja… cómo la carga sobre los hombros… cómo comparte su alegría con los amigos…

– ¿He experimentado que Jesús ha tenido gestos semejantes conmigo…?

– ¿Sé agarrarme a Jesús… y caminar «sobre sus hombros» con confianza absoluta en él…?

4. La alegría de Dios cuando se convierte un pecador (v. 7)

Estoy un tiempo centrado en el contenido de la parábola… meditando en la alegría de Dios, que disfruta salvándonos con su amor gratuito…

– ¿Me convenceré de una vez para siempre de cómo me ama Dios, ese Padre que me quiere con entrañas de Madre…?

– ¿Lo aprenderé siguiendo a Jesús…?

ORAMOS

Hemos meditado una parábola con la que Jesús nos ha ayudado a descubrir mejor la compasión y el amor con que Dios nos busca cuando estamos perdidos… Ahora es el momento de responderle dialogando con él desde dentro… Algunas sugerencias para quienes deseen un punto de partida:

– Jesús, tú sabes cuántas veces ando perdido… desganado… incapaz de volver a Dios… Cuánto bien me haces con esta parábola… No la quiero olvidar…

– Jesús, qué alegría ha despertado en mí tu parábola… No termino de creerme cómo me ama el Padre… cómo me busca… ¿Cómo puedo vivir a veces tan apagado… tan indiferente?… Jesús, no te canses de mí…

– Jesús, muchas veces pienso en mi vida tan mediocre y rutinaria… Este es mi pecado… Quiero agarrarme a tu cuello y dejarme llevar sobre tus hombros confiando solo en ti… Jesús, cuánto te necesito…

– Jesús, ¿cuándo me convenceré de que solo con mi esfuerzo no puedo nada? Recuérdame siempre que Dios es Amor gratuito, inmerecido… que me ama incluso antes de que me arrepienta…

– Jesús, sigue hablándome de la compasión del Padre… Lo necesito para ser yo también compasivo con las personas que encuentro en mi camino… Jesús, te quiero mucho…

CONTEMPLAMOS

Jesús nos ha descubierto con qué amor compasivo nos busca Dios cuando estamos perdidos… Nos disponemos ahora a preparar nuestro corazón para dar gracias a Dios en silencio interior por su misericordia. Algunas sugerencias tomadas de los Salmos:

– Te doy gracias, Dios mío, por tu gran misericordia (Salmo 85,12).

– Cantaré eternamente las misericordias del Señor (Salmo 88,2).

– El Señor es bueno y misericordioso (Salmo 99,5).

COMPROMISO

– Concreto mi compromiso para toda la semana.

– Tomo una decisión para un tiempo definido.

– Reviso el compromiso tomado con anterioridad.

– Sugerencia. Hacer un gesto de compasión con alguna persona que necesite cariño y atención.

◊◊◊

LA OVEJA PERDIDA

Ven, Jesús, a buscarme,

busca a la oveja perdida.

Ven, pastor.

Deja las noventa y nueve

y busca la que se ha perdido.

Ven hacia mí.

Estoy lejos.

Me amenaza la batida de los lobos.

Búscame,

encuéntrame.

Acógeme.

Llévame.

Puedes encontrar al que buscas,

tomarlo en brazos

y llevarlo.

Ven y llévame

sobre tus hombros.

Ven tú mismo.

Habrá liberación en la tierra

y alegría en el cielo.


(San Ambrosio)


Canto: «Buen Pastor»

Bajando los montes me ves, Pastor fiel,

conoces mis manos, conoces mis pies.

Cautivo en mis miedos, me pierdo de ti,

puerta siempre abierta de un solo redil.

Contigo a mi lado ya no temo más,

por verdes praderas me llevas a andar.

Confío mi vida, enséñame a amar,

firme es tu cayado, camino de paz.

Dame tu alegría, Señor, toma mis temores,

guía tú mi senda, Buen Pastor,

lléname de vida, reconozco hoy tu voz.

Cada vez que llamas te escucho, Pastor:

«Sigue mis pasos: justicia y amor».

Los cercos se abren, ¡liberador!

Dame tu alegría, Señor, cárgame en tus brazos,

guía tú mi senda, Buen Pastor,

lléname de vida, reconozco hoy tu voz. (bis)


C. Fones, CD Consagrados 1,

instrumental en

Momentos de paz 20, n. 1

Jesús, maestro interior 4

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