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8 DE ABRIL DE 2005.
LAS EXEQUIAS PLANETARIAS DE JUAN PABLO II
ОглавлениеLa apoteosis y el crepúsculo
Si cerrara los ojos, podría remontarme a lo largo de todo el curso de esta jornada del 8 de abril de 2004, día de las exequias de Juan Pablo II, apoteosis grandiosa de un reinado de veintiséis años y seis meses, el más largo después de aquellos del apóstol Pedro y de Pío IX, y el más brillante de la historia moderna. Codo con codo por las calles de Roma hasta el Tíber, dos millones de fieles y otras decenas de millones en el mundo pegados a la pantalla. El féretro de ciprés está colocado en medio del pavimento del atrio de la basílica de San Pedro, cubierto por una sencilla cruz y un evangelio que se abre y se cierra a voluntad de un viento caprichoso. Al lado de los restos mortales, filas de cardenales, patriarcas orientales con casullas doradas y dignatarios religiosos de toda confesión, decenas de reyes, reinas, príncipes, una cincuentena de presidentes y personas de Estado componen un fresco desconocido hasta ese día, una comunidad humana solidaria en torno a un papa difunto, que fue uno de los gigantes de finales del último siglo.
Ese día desfilan los recuerdos de una leyenda de la que tuve la suerte de ser testigo fascinado. Una leyenda que había comenzado el día de la elección de Karol Wojtyła, el 16 de octubre de 1978, cuando el cónclave en Roma designa, por primera vez en cuatro siglos y medio, a un papa no italiano, un cardenal de 58 años llegado de Polonia, que había conocido las noches de la ocupación alemana, trabajado con sus manos en una cantera, estudiado a escondidas y representado escenas de teatro clandestinas, hecho deporte, escrito poemas y encantado a sus amigos. Un papa que había vivido directamente la experiencia de dos totalitarismos sin Dios del siglo XX: el nazismo, cuya barbarie había medido tras la invasión de su país, y a continuación el comunismo, con el que había tenido que codearse como sacerdote en Polonia durante la posguerra, como profesor de la Universidad de Lublin y como arzobispo de Cracovia, y al que se enfrentará como papa en Roma.
Ese 8 de abril de 2005, en la plaza de San Pedro, sumida en el silencio y la emoción, mi memoria vuelve a trazar el itinerario de ese papa que desafió el tiempo, los espacios geográficos, las fronteras políticas, las oposiciones, los sarcasmos, un atentado, los rumores, los primeros escándalos de pederastas y la enfermedad. Que representó los primeros papeles en el estallido del sistema comunista, devuelto al judaísmo su primer rango en el orden de las religiones reveladas, dialogado con el islam moderado, puesto en guardia a la humanidad contra sus derivas liberales y pedido perdón por las faltas pasadas de la Iglesia. Que se interpuso en los sangrientos conflictos en África, Líbano, Iraq y Bosnia. Las imágenes vuelven a pasar en bucle sus viajes maratonianos a los cinco continentes, cuya escenificación dejaría estupefactos a los medios y a las multitudes. Jamás un papa se había identificado hasta ese punto con la marcha del mundo, con sus convulsiones y sus recomposturas. Ninguno había otorgado una dimensión tan universal a su función.
Un acontecimiento turba de repente el protocolo e interrumpe mi ensoñación. Por encima de los retratos del difunto papa se elevan pancartas cubiertas con Santo subito («Santo ya»). Me digo que la ciudad de los papas ha vuelto a la época de las canonizaciones plebiscitarias y me pregunto cómo podrá sustraerse el día de mañana a tal triunfo popular. Y, en efecto, las cosas llegarán rodadas. Desde el día siguiente a las exequias de Juan Pablo II, la prensa desborda con relatos de milagros. Sin respetar el plazo de cinco años, justificado por la necesidad de apaciguar la emoción, su sucesor abre su proceso de beatificación que llegará a su fin seis años tarde, el 1 de mayo de 2011, tras la curación de una religiosa francesa afectada por la enfermedad de Parkinson, la misma enfermedad que se había llevado al venerado papa. La tarde de su beatificación, un segundo milagro ocurre en Costa Rica: una mujer se sana de una lesión cerebral considerada incurable. Juan Pablo II es canonizado por el papa Francisco el 17 de abril de 2014, el mismo día que Juan XXIII, sin duda los dos papas más grandes del siglo.
Exequias planetarias y canonización exprés: sería un error burlarse de esta doble consagración de un papa y de un «sistema» romano que, una vez más, daba prueba de su energía y su eficacia. No obstante, sin llegar a quemar lo que ayer había adorado, sentía al mismo tiempo una especie de malestar. Desde el 8 de abril de 2005 había quedado sorprendido por un presentimiento raro, el de la caída de un crepúsculo sobre Roma después de veintiséis años de un reinado radiante. La sensación de que, tras la fachada resplandeciente de una Iglesia sostenida a fuerza de brazos por un papa excepcional, el edificio había comenzado a resquebrajarse. La convicción de que, tras el que fuera el último papa de lo universal, no se podría ya hacer reposar la marcha de la Iglesia católica sobre un solo hombre, un «monarca» expuesto a todas las cobardías culpables, a las maniobras dilatorias, a los errores de juicio y de gobierno, ante la mirada de un mundo que en un cuarto de siglo había cambiado más que casi en todo el transcurso de los siglos que lo habían precedido.
A ese papa de por vida, jefe de una Iglesia de más de mil millones de hombres y mujeres, que no rinde cuentas más que ante Dios, lo había seguido en sus viajes cuando atravesaba multitudes considerables, magnetizaba a sus auditorios, improvisaba largas parrafadas, divertidas o serias, a lo largo de ceremonias interminables. Había conocido al «atleta de Dios» que rompía con los usos afectados del protocolo para una zambullida en una piscina o una marcha por la montaña, admirado su físico, sus dotes de actor, su humor y su energía, y su facilidad comunicativa. Le había visto ponerse ropajes rituales en Oceanía o en África, responder con rapidez a los jóvenes hacinados en las gradas del parque de los Príncipes, imitar escenas a lo Chaplin haciendo molinetes con su bastón. O estrechar en sus brazos a niños enfermos de sida.
Pero ese 8 de abril de 2005 nadie había olvidado que su último combate fue contra la enfermedad que se lo había llevado: un combate agotador de más de diez años, una enfermedad –Parkinson– que lo convertía en un inválido y que le había privado poco a poco de sus facultades para caminar e incluso para hablar tras una última operación en el hospital Gemelli. Su cuerpo había dejado de obedecerle. La televisión, que tanto le había mimado, no ocultaba ya nada de sus fuerzas vacilantes desde el atentado de 1981 y de sus complicadas operaciones, de su voz ronca, pronto inaudible, de su cara pálida, hinchada por los tratamientos y sacudida por las náuseas, de sus fiebres. El hombre que había pisado casi toda la Tierra y pronunciado centenares de discursos, se había vuelto desvalido y mudo, buscando patéticamente, el domingo en la plaza de San Pedro, retener a la multitud de sus últimos acompañantes como si ella fuera su último aliento.
Nadie le reprochará a este papa, que no ocultaba al mundo nada de sus sufrimientos, haber encarnado la proximidad de la Iglesia con la parte más débil y frágil de la humanidad. Soportando el dolor y el agotamiento, Juan Pablo II había decidido no dimitir y llegar estoicamente hasta el final de su misión. Pero ¿cómo se podía olvidar ese 8 de abril de 2005 que la belleza y la grandeza de esa agonía, mundialmente retransmitida por los medios, habían quedado oscurecidas por la descomposición de un reinado que se había convertido en objeto de indecentes especulaciones sobre su final y su sucesión y de maniobras de comunicación para disimular la degradación del cuerpo sagrado del pontífice –la mano que tiembla, el rostro que se tuerce– e imponer la ficción de una persona que está superando heroicamente la enfermedad y se halla todavía en estado de gobernar?
Ese final de reinado había retrasado las actualizaciones necesarias y provocado una parálisis desastrosa en la cabeza de la Iglesia. Ocho años más tarde, antes incluso de la opción de dimitir de Benedicto XVI, yo estaba convencido de que ningún sistema, por piramidal que fuera, como este, tenía necesidad de tales artificios para conservar su prestigio y perpetuarse. Y de que, tal vez, ya era el momento de romper con esta encarnación de un poder romano hipertrofiado, con un papado con pretensiones universales, pero sometido a un mal que afecta al más humilde de los seres.
La tarde de ese 8 de abril de 2005 tenía el presentimiento de otra agonía, metáfora de la del papa, que terminaba de apagarse. La agonía de otro cuerpo enfermo, de una Iglesia golpeada por el rayo que el cardenal Ratzinger había anunciado unos días antes, durante el viacrucis del Coliseo, la tarde del Viernes Santo, 23 de marzo. La persona que había acompañado al papa hasta el final de su recorrido, que conocía mejor que nadie los dosieres sulfurosos que alcanzaban hasta el Vaticano y la influencia de los más cercanos sobre este papa enfermo, había dejado clara la verdad sobre la situación de la Iglesia. La verdad de la persona que habla poco, pero sabe mucho:
¡Señor, con frecuencia tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse! ¡Qué de manchas! Y en especial entre aquellos que, en el sacerdocio, deberían pertenecerle por completo. ¡Cuánto orgullo y autosuficiencia! Los ropajes y el rostro tan sucios de tu Iglesia nos horrorizan. Pero somos nosotros mismos quienes la mancillamos. Somos nosotros quienes te traicionamos cada vez, más allá de nuestras palabras y acciones tan hermosas!
El escándalo de la pederastia ya era conocido, pero sin duda no con la gravedad revelada ese día por Ratzinger. El primer gran suceso estalla en marzo de 1955 en la muy católica Austria, cuando la revista Profil publica acusaciones de víctimas por tocamientos sexuales cometidos por el arzobispo de Viena en persona cuando era superior del Seminario de Hollabrunn. El cardenal Hans Hermann Groër, monje benedictino sin relevancia, que Juan Pablo II había escogido para ponerlo a la cabeza de una de las sedes europeas más prestigiosas, se amuralla en el silencio antes de ser empujado a la salida con el nombramiento de un coadjutor. Jamás admitirá su culpabilidad y nunca pedirá excusas. Pero una mano de hierro comienza a actuar en el entorno del papa: el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, bloquea autoritariamente la creación de una comisión de investigación en Viena, reclamada por el cardenal Ratzinger.
Un año después de Austria estalla en Francia el asunto René Bissey, nombre de ese sacerdote de la diócesis de Bayeux-Lisieux reconocido culpable de violación y otras agresiones a una decena de menores y condenado a dieciocho años de prisión. Pero, cuando a su vez, en 2001, su obispo, Pierre Pican, es condenado a prisión –tres meses de prisión condicional– por el tribunal de apelación de Calvados por no haber denunciado a este pederasta, el asunto se hace internacional. Un obispo católico condenado a prisión es una primicia, y el asunto francés actúa de detonador. El episcopado adopta una lista de medidas restrictivas, pero en Roma es la hora del desquite. Darío Castrillón Hoyos, el cardenal colombiano que dirige la Congregación del Clero, dirige al obispo francés condenado un correo de felicitación porque ha tenido el «honor» de negarse a denunciar a uno de sus sacerdotes a la justicia penal.
Por contagio, en Estados Unidos, Australia y Alemania se produce un alud de noticias de agresiones cometidas por sacerdotes o religiosos contra menores. El epicentro del escándalo es Boston, en donde el cardenal Bernard Law es acusado de haber encubierto a decenas de sacerdotes de su diócesis culpables de abusos repetidos. El Boston Globe destaca una veintena de investigadores y publica, en 2002, una serie de artículos arrasadores. Con la muerte en el alma, el papa se resigna a aceptar la dimisión del cardenal americano, a quien se sentía cercano. Juan Pablo II, al límite de sus fuerzas, está atónito. Está obsesionado con el recuerdo de los años negros de Polonia, en los que las acusaciones de abusos sexuales eran lanzadas de modo habitual por los servicios de la policía comunista para oscurecer la imagen de los sacerdotes y debilitar a una Iglesia enemiga del régimen.
Sin embargo, no se queda parado. En abril de 2002 convoca una cumbre de todos los cardenales y arzobispos americanos. En ella se denuncian los abusos como un crimen, «un espantoso pecado a los ojos de Dios», pero por entonces y en lo referente a las víctimas se limita a decir cuatro cosas generales de ellas y se contenta con un recuerdo minimalista del deber de «caridad». Afortunadamente, a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger barre las resistencias y consigue que Juan Pablo II firme un motu proprio el 20 de abril de 2001 que obliga a cada obispo a elevar a Roma los asuntos sensibles de su territorio. Un mes más tarde añade una «instrucción» personal sobre los «delitos más graves» (De delictis gravioribus), que detalla los procedimientos y sanciones que hay que adoptar contra los sacerdotes culpables. Con Ratzinger, el Vaticano cambia de marcha, pero emplea en ello veinticinco años antes de medir el alcance de los abusos, que en su mayor parte se remontan a los años setenta, bajo la presión de un entorno que cambiaba a mayor velocidad que él. Veinticinco años son una eternidad para las víctimas que reclaman justicia y para un mundo que se impacienta.
Pero volvamos al 8 de abril de 2005. El día de las exequias de Juan Pablo II, también estamos muy lejos de conocer toda la verdad sobre el escándalo Maciel. Maciel, nombre tomado del apellido del sacerdote Marcial Maciel Degollado (1920-2008), que había fundado en los años cincuenta los Legionarios de Cristo, y su pasado criminal: pederastia, doble vida, maltratos, adicción a la droga, usurpación de identidad, abuso de poder, desvío de fondos, corrupción y tráfico de influencias. El asunto Maciel quedará como una de las sombras del pontificado de Juan Pablo II. Saca a la luz, de manera cruda, todos los mecanismos de protección que el Vaticano había empleado en el momento de los primeros escándalos de pederastas para salvar la reputación de la Iglesia y las maniobras que permitieron a este depredador especial no solo escapar a la justicia, sino incluso manipular al papa en persona y abusar de sus colaboradores, convertidos, de hecho, en sus cómplices.
El caso Maciel era conocido por los archivos del Vaticano desde... 1956, fecha en la cual este sacerdote y enseñante mejicano había sido suspendido por primera vez por tocamientos a jóvenes seminaristas. Otras informaciones llegarán a la justicia de su país y a Roma, pero no tendrán continuidad. El personaje ha puesto en pie un sistema de autoprotección de una terrible eficacia. Impone a sus legionarios el voto de silencio absoluto, que no solo les prohíbe cualquier frase malévola sobre él, sino que les obliga a denunciar a quienes se entreguen a la maledicencia. De este modo, Maciel ha llegado a considerarse inocente y evitar toda persecución. Gracias a su don de gentes, a su dominación sobre la Iglesia mejicana y a sus lazos con el mundo de las finanzas consigue incluso el alarde de hacer de los Legionarios de Cristo una de las más poderosas maquinarias al servicio de Juan Pablo II. Crea una quincena de universidades en Roma y América Latina, decenas de seminarios, colegios, instituciones religiosas y escuelas para niños desfavorecidos. La Legión cuenta en el año 2000 hasta con 700 sacerdotes y 3.000 seminaristas, y además decenas de miles de laicos comprometidos, especialmente en América Latina, en un movimiento paralelo llamado Regnum Christi.
Mientras que su obra está en pleno ascenso, Maciel lleva una doble vida, incluso una triple vida, con dos mujeres en Madrid –con las que ha tenido tres hijos– y una compañera en Méjico. Su tren de vida –coches deportivos, hoteles de lujo– es fastuoso. Pero le siguen rumores de tocamientos sexuales a jóvenes e incluso a los hijos de su propia compañera mejicana. En Roma, cada año las pruebas de su doble vida se apilan en el despacho de Ratzinger. Las reclamaciones se redoblan. En 1997 llegan del interior mismo de la organización, firmadas por siete sacerdotes legionarios. Pero el Vaticano no hace nada. El acusado tiene cercados al cardenal Sodano y al secretario polaco del papa, Stanisław Dziwisz, de cuyos favores goza. Después del éxito de su primer viaje a Méjico en enero de 1979, Juan Pablo II quedó encaprichado con Maciel, le defiende contra todos los rumores, le erige como modelo de entrega, celo apostólico y santidad. En noviembre de 2004, en el sexagésimo aniversario de su ordenación, se deja fotografiar con él. Maciel lleva el cinismo hasta presentarle a sus hijos, Raúl y Martita, sin decirle quiénes son, para recibir la comunión.
Una de las mejores investigadoras de este escándalo, Franca Giansoldati 4, se pregunta cómo explicar «esta turbia relación entre el papa más popular de la historia y el hombre más malhechor que la Iglesia haya conocido desde hace siglos».
El asunto Maciel es el síntoma casi clínico de la ceguera de Juan Pablo II y de la corrupción de su entorno. Miedo a hacerle llegar los asuntos penosos, indulgencia mal aplicada, franca implicación... El adagio dice que, cuando el diablo consigue entrar en el aprisco, ¡hay que sospechar del aprisco! De hecho, el cardenal Angelo Sodano, antiguo nuncio en el Chile de Pinochet, promovido en 1991 a secretario de Estado por su conocimiento de América Latina, hizo todo lo posible por ayudar al mejicano Maciel a desarrollar su empresa y por poner obstáculos a Ratzinger. La Legión era inmensamente rica. En 2003, el Wall Street Journal evaluó en 650 millones de dólares su presupuesto anual. ¿Cómo resistirse a tal maná? ¿Cómo no sucumbir a la generosidad de un Maciel que se paseaba con fajos de dólares en los bolsillos y sostenía al sindicato Solidarność en Polonia? Es sabida la influencia que ejerció sobre un Juan Pablo II convencido de que la Iglesia de Méjico estaba tan oprimida como las del bloque comunista y amenazada por el ascenso de las sectas pentecostales y por teólogos pretendidamente marxistas.
Los principales cuadros del régimen wojtyliano, Stanisław Dziwisz, Angelo Sodano, Franc Rodé, Leonardo Sandri y tantos otros obispos, en Méjico y en el mundo, han quedado muy salpicados por este escándalo por haberse beneficiado de la generosidad de Maciel 5. Desde hacía mucho tiempo habrían debido explicarse, hacer propósito de enmienda, pedir perdón y rendir cuentas. Pero nada. Siguen alegando ignorancia y admiten solamente haber sido manipulados por un mistificador genial. Será el cardenal Ratzinger, el único enemigo de la talla de Maciel, quien acabe por abrir los armarios. No aguantando más, cuando Juan Pablo II, ya muy debilitado, a finales del 2004, rinde un nuevo homenaje de apoyo a la Legión y a su fundador, desencadena contra el sacerdote mejicano el procedimiento disciplinario que retenía desde hacía tiempo. En 2006, ya papa, Benedicto XVI reducirá a Maciel al silencio, y a su Orden legionaria, a una gran operación de transparencia, de la que no se recuperará de verdad jamás.
8 de abril de 2005. El día de los funerales de Juan Pablo II comienza otra agonía, la de una institución mancillada por una parte de los suyos, traicionada por el «sistema» romano, que ha agotado su tiempo, un poder con pretensiones universales, pero solitario, opaco, encerrado en sí mismo, apoyado en una tradición y una burocracia separadas del mundo, crispado ante toda contestación, que esconde bajo la alfombra los asuntos más molestos y que pone bajo cuatro cerrojos las cuestiones más críticas. ¿Cómo creer que un poder tan ciego y refractario al cambio pueda sobrevivir a la marcha de un siglo nuevo, a la encarnación, por alguien que no fuera ese «gigante» polaco, de un papado infalibilista, universal y absolutista? La omnipresencia de los medios, el carisma propio de ese papa que fue el «párroco del mundo» cortocircuitando toda mediación, su agudo sentido del «primado» de Roma, la concepción misionera de su ministerio viajero y su sueño de un orden ético universal, conmocionaron los esquemas alternativos de gobierno de la Iglesia, que se remontaban a la época conciliar.
Este papa de la libertad y de los derechos del ser humano restauró formas de autoridad y centralización en la Iglesia que, desde el Vaticano II, se creían muertas. Partidario del diálogo más amplio con el exterior, bloqueó todas las iniciativas a favor de una responsabilidad más amplia de las Conferencias nacionales de obispos y de procedimientos sinodales más audaces, contribuyó al ejercicio del poder romano más personalizado que nunca, llamó al orden a las Iglesias locales y a las congregaciones consideradas demasiado a la izquierda, sancionó a teólogos contestatarios, erradicó la teología de la liberación y promovió las corrientes más piadosas y conservadoras, como los Legionarios de Cristo o el Opus Dei. En su entorno, jamás nadie osó contradecir su discurso de condena general de la liberación sexual, que convertirá a la Iglesia en un espantajo para el mundo occidental. Ni tampoco reaccionó a las amalgamas de este papa que, en nombre de la defensa de la «cultura de la vida» contra la «cultura de la muerte», ponía al aborto, la contracepción, los trasplantes de embriones, la reproducción asistida médica y la eutanasia al mismo nivel que la guerra, el terrorismo, el hambre en el mundo o la toxicomanía.
La intransigencia de su discurso moral solo fue igualada por su rechazo a atacar los privilegios de una curia considerada irreformable y que Juan Pablo II dejaba tranquila con sus numerosos viajes al extranjero. En veintiséis años de pontificado, ante una crisis sin precedentes de recursos sacerdotales, no hubo deliberación alguna sobre el tema de los ministerios ordenados, sobre los del estatuto en declive y la soledad de los sacerdotes en plena crisis de los abusos sexuales o el de la participación de las mujeres en las grandes estructuras y decisiones de la Iglesia. Tampoco, como ninguno de sus predecesores, aceptó abrir la cuestión de la eventual ordenación de varones casados. Ni una palabra se dijo con miras a hacer evolucionar la disciplina del celibato, cuyo abandono todo el mundo sabe que no sería la panacea, pero que aleja del ministerio a muchos jóvenes a quienes les gustaría, por lo menos, que se les dejara elegir entre celibato y matrimonio. Este papa, que, como capellán de estudiantes y sacerdote en una parroquia en Polonia, trató con tantas parejas jóvenes, escribe soberbios libros sobre el amor, sobre el genio femenino y las mujeres del evangelio, pero es también, por último, el que, en la Exhortación Ordinatio sacerdotalis, de 1994, da el cerrojazo al acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal. En el corazón de una crisis como la que atraviesa la Iglesia hoy, teólogas feministas reclaman la «descanonización» de este santo papa, «protector de abusadores en nombre de la razón de Iglesia y principal artífice de la construcción ideológica de la mujer» 6.
¿Corre riesgo de ser derribado el ídolo Juan Pablo II? Su rigidez moral, disciplinaria y dogmática no es ajena a la actual tempestad. Quedan sin explicar su pasividad ante el escándalo Maciel o el asunto de Marie-Dominique Philippe, nombre de ese teólogo que está ante los tribunales de Roma culpable de tocamientos a mujeres –volveremos sobre ello–. El inmovilismo de los últimos años y las guerras de los clanes en la curia bajo su reinado no han dejado de tener consecuencias en la gestión de los escándalos, que ha llegado a ser desastrosa, y en la marcha de una institución cuyas contradicciones estallarán bajo Benedicto XVI y en la guerrilla dirigida posteriormente contra el papa Francisco.
Antes de cualquier juicio definitivo queda la cuestión del poder, que yo me planteaba la tarde del 8 de abril de 2005 en el Vaticano: ¿hace falta, para mantener la unidad de un catolicismo encarnado en una pluralidad de regímenes, razas y culturas, un centro de gravedad único y visible o repartir de otro modo los instrumentos de decisión y de poder? A su manera, Juan Pablo II había respondido con más centralización romana y más autoridad. Pero, paradoja de un hombre más complejo de lo que parecía, también tenía perfecta conciencia de los límites de este «sistema». En 1995, en su encíclica Ut unum sint (Que sean uno), había lanzado a sus compañeros de diálogo ecuménico –protestantes, anglicanos y ortodoxos– la propuesta de un debate fraterno y paciente sobre «una forma de ejercicio del primado» del papa abierta a la nueva situación, sin renuncia alguna a lo esencial de su misión. Había prevenido de que era una tarea inmensa «que yo solo no puedo solucionar». Pero dejemos las cosas claras: ese diálogo sobre el primado no se abrió jamás.