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Modernismo y modernidad en La vorágine

Una consideración previa: en Las zahurdas de Plutón, Francisco de Quevedo postula en los infiernos una bandada de hasta cien mil poetas, reclusos en una jaula que llaman de los orates. Las faltas por las cuales se les condenó parecen haberse limitado a minucias de rima, que los impulsaron a llamar necia a la talentosa, ramera a Lucrecia, inocente a Herodes o judío a un hidalgo. Pecados menos ligeros tienen, creo yo, los poetas sobre la Tierra; pero no es cuestión de entrar en discrepancias con mi maestro madrileño que, en pecados, valga la verdad, se reputó erudito. Disiento, en cambio, de la pena que para ellos discierne, consistente en ser desnudados. Preferiría que se asemejase más a aquella que hace pesar sobre los bufones, los cuales se atormentan unos a otros con las gracias que habían dicho en el mundo. Para mí, un castigo apropiado para poetas podría consistir en leerse unos a otros los elogios que en vida recibió cada uno de la crítica. Con ello quedaría garantizado un tormento salvaje.

Entremos ahora en materia. En su famoso libro Horizonte humano: vida de José Eustasio Rivera, de amplia divulgación en Hispanoamérica, pero apenas morosamente considerado en Colombia, el escritor chileno Eduardo Neale­-Silva consagró un capítulo, el XV, a las miserias y mezquindades que la aparición, en 1924, de La vorágine, suscitó en los medios literarios colombianos. Citaba allí, casi haciéndola suya, una declaración formulada por el poeta Miguel Rasch Isla, en El Espectador Dominical del día veintiséis de junio de 1949, según la cual “en ningún sitio ocurre con la calamitosa frecuencia que aquí que el reconocimiento o desconocimiento de todas las capacidades y en especial las literarias, dependa de lo que, en un corrillo de café, o en una reunión callejera, se le antoje opinar a cualquier charlatán osado”.

El aval que escritores como yo puedan dar a tal tajante concepto, carecería de importancia. Prefiero remitirme a aquel que podrían sentirse inclinados a ofrecerle, si pudieran levantarse de sus sepulcros, hombres como José Asunción Silva o Porfirio Barba ­Jacob, negados a macha martillo por sus contemporáneos, a veces con venenosas frases, y luego exaltados por una remordida posteridad. En ambos casos, los corrillos y reuniones de que hablaba Rasch Isla se ensañaron en el creador literario con un encarnizamiento que, acaso, hubiesen escatimado frente a azarosos delincuentes. En cierto modo, los trataron como a delincuentes cuyo crimen no es posible precisar de un modo concreto.

Con Silva y con Barba ­Jacob, sin embargo, el desdén fue más que suficiente. Ni el uno ni el otro lograron, en vida, el reconocimiento ni siquiera la condescendencia de los círculos dominantes de la cultura. Con José Eustasio Rivera las cosas discurrieron de otro modo, no menos hiriente y letal, pero sí más clarificador desde el punto de vista retrospectivo. Ello debido, sin lugar a dudas, al respaldo inusual que La vorágine se granjeó, no bien aparecida, entre aquellos a quienes en forma más directa concernía su temática. Desde un comienzo, la obra pareció ser comprendida en esencia como un texto de denuncia social, no como el fenómeno de renovación estética que, en efecto, suponía. Aún hoy, contrariamente a lo que es costumbre entre nosotros, los comentaristas prefieren elogiar el contenido y casi nunca la forma en La vorágine. Limitándose, además, para colmo de miserias, a lo puramente denunciatorio de ese contenido, sin animarse a explorar los diversos ámbitos continentales que es posible hallar en la novela.

En otras palabras, es el mensaje —­para emplear una expresión de mediados del siglo XX— y no la estructura formal lo que, desde un principio, obtuvo acatamiento en La vorágine. Ya en noviembre y diciembre de 1926, como puede comprobarse en los archivos del diario El Tiempo, de Bogotá, Rivera debió defenderse de cargos proferidos contra sus recursos formales por un tal Luis Trigueros. Lamentablemente, el novelista tuvo que condescender a sarcasmos de salón ­—o acaso de cafetín— para librarse del libelista literario que, embozado tras un seudónimo, lo agraviaba. ¿Era necesario, por ejemplo, hacer mención de las “colaboraciones gratuitas” de Trigueros?

¿No era rebajarse demasiado? Por desdicha, para convivir con una sociedad de mediocres, se impone a ratos parecer tan mediocre como ellos. ¿Concibe nadie que el narrador épico de las “multísonas voces” selváticas, que “forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman”, debiese abundar en explicaciones, ante el citado Trigueros, respecto a la ausencia de asonancias en su prosa?, ¿o explicar públicamente que “la cadencia de las voces sabiamente ordenadas logra producir una prosa rítmica”?

Pero no fue solo Trigueros. Los críticos bogotanos Manrique Terán y Nieto Caballero señalaron, a poco de la publicación, que la novela poseía “demasiada cadencia”. Si examinamos, de modo muy somero, el reparo, hallaremos que, en la retórica tradicional, por cadencia se entiende “la proporcionada y grata distribución de los acentos y de los cortes y pausas, así en la prosa como en el verso”. El resaltado es mío.

¿Puede pecarse, pues, en ella —­inferido, en su definición, el equilibrio por las palabras proporcionada y grata—, de demasía? El imparcial Max Grillo estimó que sí, al recomendar una abstersión de “las asonancias y cadencias interiores de su bellísima obra para librarla de esas leves imperfecciones”. Pero es lo cierto que en el reparo, a más de la envidia, obraba la mala asimilación que en aquellos tiempos existía acerca del carácter omnicomprensivo del género novelesco, que —­en una concepción avanzada— resume todos los demás géneros, incluida la versificación, si el texto lo requiere. Rivera, sin embargo, acaso por el respeto que Max Grillo le merecía, apeló al entonces joven poeta Rafael Maya para, con su ayuda, eliminar aquellas cadencias, suprimidas por completo en la segunda edición. Para hallarlas en expresiones como “bien sabe mi teniente que sigo siendo su subalterno como en Arauca”, cambiada por “bien sabe mi teniente que seguiré siendo subalterno suyo como en Arauca” (ejemplo que tomo de la admirable Introducción escrita por Luis Carlos Herrera S. J.), me parece que los críticos colombianos (ya que los extranjeros no mancillaron con estos pormenores sus elogios) debieron inspeccionar con lupa el texto riveriano, meticulosidad que no hace sino probar su mala fe.

No resulta difícil asentar de qué modo a Rivera, por aquellos años, se le reprochó ante todo la musicalidad de su prosa. Es decir, se le echó en cara una cualidad. Ello no es nada extraño, entre nuestros críticos, aun en los días que corren, pero asombra que quienes ensalzaban la prosa rítmica de los discursos de Guillermo Valencia, se consagraran sin mayor excusa a condenarla en quien había facturado ya los musicalísimos sonetos de Tierra de promisión. El fenómeno, sin embargo, no es de ímproba explicación: en el último de los libros citados, Rivera no rebasaba las alturas épicas o líricas que podían frecuentar otros autores de moda; La vorágine, en cambio, las sobrepujaba y las enriquecía, con inminente peligro para todos. No fue solo, pues, “el menguado éxito de las vocaciones forzadas”, para emplear una frase suya, el que orquestó el coro de difamaciones, sino la oculta envidia de las vocaciones auténticas. No creo que nadie, dentro de los límites de Colombia, odiara tanto a Rivera, sin confesarlo, como sus pares en vocación, ya que no en consecuencias vocacionales.

De aquel fárrago de embrollos temporáneos nos ha quedado, creo yo, todo un legado de impertinencias críticas. Animado por las mejores intenciones, por ejemplo, el propio Neale­-Silva afirma, en el libro citado, la condición “centenarista” o “posmodernista” del estilo de Rivera, condición acerca de la cual me permito yo disentir. “El poeta del Huila ­—dice textualmente el escritor chileno— publicó su novela cuando se cancelaba una época literaria y se iniciaba otra. Se enfrentaron muy pronto los centenaristas, la promoción que don Federico de Onís identificó muy acertadamente con el posmodernismo, y los jóvenes de la vanguardia, a quienes se llamó en Colombia Los Nuevos”. Ello equivaldría a sostener que Rivera, sujetándonos a las clasificaciones, un tanto caprichosas, de Federico de Onís, militó en esa oleada conservadurista producida como reacción frente al modernismo rubendariano, oleada que en España encarnaron escritores como Díez Canedo o Enrique de Mesa, justamente olvidados en nuestros días. Tal insoportable equivocación parece perseguir la memoria del huilense.

Para disiparla, valdrían la pena algunas consideraciones, por demás simples. Uno de los errores más frecuentes en Colombia radica en engastar dentro del concepto de centenarismo o de posmodernismo a autores como Barba ­Jacob o como Luis C. López, por el mero hecho de haber nacido entre 1875 y 1890. Rivera lo hizo, en una aldea cercana a Neiva ­antes llamada San Mateo, hoy rebautizada con su apellido­, el diecinueve de febrero de 1888. Mediante ese contestable sistema, acaban igualándose, desde el punto de vista de sus proyecciones, obras como La visita del sol, de Díez Canedo, de sabor recalcitrante, y Por el atajo, de Luis C. López, que es casi un anticipo del primer vanguardismo. La verdad se halla, por fuerza, en otro lugar y, por lo que a Rivera atañe, es hondamente distinta. Hay que apresurarse a advertir, en primer término, la inanidad de una de las afirmaciones de Neale-­Silva. En momento alguno, que yo recuerde, la generación colombiana de Los Nuevos, que tomó su nombre de una revista de combate y que configuraban por modo capital León de Greiff, Germán Arciniegas, Jorge Zalamea y Aurelio Arturo (este último, puedo atestiguarlo, se autoclasificaba en ella y no en la posterior de Piedra y Cielo), vulneró o se opuso a la obra de Rivera. Baste ver cómo el más rico e interesante poema consagrado al autor de La vorágine ­—me refiero a Rivera vuelve a Bogotá, de Femando Charry Lara— pertenece a uno de los epígonos más notables de Aurelio Arturo. No huelga recordar aquí lo que un novelista del hoy colombiano, R. H. Moreno­-Durán, ha señalado como afinidades entre la selva de Rivera y la selva pletórica de León de Greiff, en su atinado ensayo Las voces de la polifonía telúrica. Sin duda, en Los Nuevos halló el huilense algunos de sus más inmediatos admiradores. Y ello no es, en manera alguna, gratuito.

Pienso que a José Eustasio Rivera no es aconsejable observarlo en términos de vertientes o de movimientos literarios nacionales. Su ámbito es más vasto y a él tendremos que remitirnos. Quienes, con mohín despectivo o condescendiente, han creído encontrar en la prosa musical de La vorágine un mero eco de las exquisiteces narrativas de Rubén Darío o aun de la impecable prosa lugoniana (o quizá, a tira más tira, una resonancia de la espléndida De sobremesa de Silva) ignoran acaso ciertos aspectos fundamentales del modernismo, entre los cuales la propensión a lo cosmopolita no es el menor de todos. Modernistas fueron, en Colombia, Valencia y Abel Farina, Eduardo Castillo y Víctor M. Londoño. Menos evidente (salvo, curiosamente, en la citada novela) es el modernismo de José Asunción Silva, a quien numerosos críticos prefieren incluir en la más vasta corriente simbolista. Quizá nadie se anime a negar las variantes que, al ser introducido en nuestra lengua por hombres como Darío, Silva o Lugones, sufrió el simbolismo francés, tan diferente, por lo demás, en Verlaine que en Mallarmé o que en Lautréamont. Por simbolista que fuera, Silva no contemporizó con la superabundante policromía del modernismo rubendariano, que ridiculizó en su célebre Sinfonía color de fresa en leche. Lugones, en sus últimos años, abjuró del modernismo sin apartarse del simbolismo. Son argumentos que invoco solo para argüir una distancia esencial entre José Eustasio Rivera y el modernismo, así como, de contera, entre José Eustasio Rivera y el posmodernismo, sin que ello perturbe su persistencia en la querencia simbolista. El empleo de un lenguaje enriquecido por las conquistas de la escuela francesa (rechazo de la representación directa, inclinación a lo puramente sugerido) es en él una práctica independiente de los hábitos de la fenecida escuela de Darío —­fenecida porque a pasos rápidos fue degenerando en epidemia—­ y para nada emparentable tampoco con los antagonismos que esta engendró.

Más lucrativo resulta, en cambio, explorar el posible parentesco entre Rivera y ciertos autores afines al simbolismo, pero enriquecidos por otras vertientes o experiencias. En especial, con el estilo plástico y nervioso del Kipling de The Jungle Book y de The Second Jungle Book, al cual lo aproxima el tema común de la selva. (No se olvide, por lo demás, la existencia de esas brillantes Barrack Room Ballads, que Kipling escribió en la jerga de los soldados, no menos pintoresca, sonora y vigorosa que la de los rumberos). O bien con los fuertes trazos estilísticos de un hispanoamericano como Horacio Quiroga, cuya filiación simbolista se evidenció inicialmente en diluidos poemas que firmaba Guillermo Enyhardt (el paciente del “mal del siglo” en Max Nordau), pero cuya propensión a un realismo lírico, muy próximo ya al de La vorágine, cristalizó en obras de madurez como Los desterrados. Quien conozca la correspondencia intercambiada entre Quiroga y Rivera (el primero llevaba diez años al segundo) y el interés que este puso en dar a conocer su novela al uruguayo, no dudará al menos de la posibilidad de una influencia directa del cronológicamente mayor sobre el cronológicamente menor. Faltaría averiguar qué crítico pueda todavía satisfacerse clasificando en el modernismo (o en cualquiera de sus derivaciones eventuales) esa parte final de la obra de Quiroga, que toma inspiración en las geografías semisalvajes del Chaco y de Misiones. No es ocioso recordar, en este punto, cómo el narrador sureño juzgó la novela del colombiano al modo de “un inmenso poema épico en el cual la selva tropical, con su ambiente, su clima, sus tinieblas, sus ríos, sus industrias y sus miserias, vibra con un pulso épico no alcanzado jamás en la literatura americana”.

“No empieces a escribir ­—se lee en el célebre Decálogo de Quiroga— sin saber desde la primera palabra adónde vas”. Creo que esta máxima la hizo suya Rivera y determina la estructura general de La vorágine, capital punto de discrepancia entre esta y la displicencia modernista. La escasa novela modernista parece fundarse estructuralmente, no en las lecciones de Stendhal, Flaubert o Maupassant, sino en las formas delicuescentes del Spleen de Paris de Baudelaire o de las narraciones de Wilde. (Apresurémonos a agregar que la excepción es, en este sentido, el muy vigoroso Valle ­Inclán). Rivera dista mucho de esa morosidad. Si sus aprendizajes simbolistas no le hubieran permitido descubrir, por la vía del verbo poético, el lenguaje inseparable del paisaje selvático, la modernidad de Rivera podría fundarse estrictamente en eso: en su capacidad de estructurar. La vorágine es, en semejante aspecto, como una fortaleza. El estilo, plástico y nervioso como el de Kipling o como el de Quiroga, está puesto al servicio de las tres grandes masas arquitectónicas en que se divide la acción: una, el relato de la fuga de Arturo y Alicia, así como el de la concordante de Franco y Griselda; otra, el de la explotación de los caucheros, en cuya relación ingresan, por lo demás, narradores paralelos o correlativos que apoyan la voz de Arturo Cova; y una tercera, que me complace llamar de las apoyaturas.

En música, se conoce como apoyatura el ornamento melódico consistente en una o varias notas que preceden inmediatamente a aquella a la cual afectan y de la cual toman su valor en la ejecución. En literatura, bien pudiera hablarse de apoyaturas estructurales que no solo soportan y ornamentan, sino que enriquecen la estructura capital. Tal sería el caso, sí, en La vorágine, de las voces relatoras secundarias (Helí Mesa, Clemente Silva, Ramiro Estévanez), pero ante todo el de ciertas subvoces que parecen prefigurar el relato total, entre las cuales colocaría yo en primerísimo término la historia de la indiecita Mapiripana, que traigo a colación, desde luego, trazando en la tierra una mariposa, con el dedo del corazón, “como exvoto propicio a la muerte y a los genios del bosque”. La superstición del pato gris, narrada por Arturo Cova como fruto de su estancia entre los guahíbos, o la visión de los árboles de la selva como “gigantes paralizados y que de noche platicaban y se hacían señas” y que “tenían deseos de escaparse con las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad”, son otras piezas de la tercera estructura, que intentan contener a su continente, procedimiento ignorado hasta ese momento por la novela de lengua española y por la mayor parte de la novela universal.

Establecer a ciencia cierta cuántas y cuáles fueron las avanzadas colocadas por el postsimbolista Rivera (¿se­­ría esta la palabra que Neale-­Silva perseguía?) en rela­ción con el vago concepto de modernidad, pero en especial con la narrativa que habría de sucederle en América Latina, sería arduo propósito para este texto. Era seis años menor que Joyce y no llegó al monólogo interior, como tampoco hispanoamericano alguno, ni siquiera el chileno-­argentino Manuel Rojas, antes de 1930. No obstante, su penetración en esa otra selva irascible y omnívora que es el alma humana fue superior a la de cualquiera de sus predecesores hispanoamericanos, incluido Quiroga.

Arturo Cova, el fracasado, es modelo de creación psicológica, como lo es asimismo el desventurado Clemente Silva. “El destino implacable ­—dice el primero— me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolación”. No se trata, como en la literatura realista española (pienso en Galdós o en Baroja), de la mera creación de tipos, sino de auténticos personajes como los exigimos después de Dickens o de Dostoiewsky (o de Proust, ese otro postsimbolista).

También a José Eustasio Rivera, en otras esferas de su vida, habría sido posible, de no mediar su gran novela, juzgarlo hasta cierto punto un fracasado. Sobrino de tres generales de la República, pero hijo de un hombre de escasos recursos, de joven había deseado obtener el título de normalista, para consagrarse a la enseñanza; la aspiración se truncó por obra de una espantable jaqueca que, sin explicación y dejándolo por momentos sumido en la inconsciencia, habría de acompañarlo a intervalos por todo el resto de su vida. La posterior carrera de las leyes, en la cual jamás descolló, le sirvió, sin embargo, para investigar ­—con destino a La vorágine y como litigante en la indómita zona de los Llanos Orientales— el trato que se daba a los trabajadores a sueldo de compañías extranjeras. Es fama cómo, hacia 1920, mientras representaba al señor José Nieto en la sucesión de Jacinto Estévez, decidió en algún momento apoderar a su contraparte, la señora Josefa de Oropeza, por estimar fundados sus reclamos, empresa justiciera que lo condujo a perder su primer pleito. Los triunfos que creía haber logrado como autor de irreprochables poemas, quedaron injustamente cuestionados, en 1921, por la saña con que los vapulearon el poeta Eduardo Castillo y un tal Manuel Antonio Bonilla. Un poco por dejar de sentirse un ser desarraigado e injustificado, recaló en la diplomacia, lo cual le permitió integrarse a la comisión demar­cadora de límites entre Colombia, Brasil, Venezuela y Perú. El brillante papel que en ella desempeñó jamás le fue reconocido; posteriormente, encabezó un debate en el Congreso contra el ministro de Relaciones, por el desamparo en que había dejado a la comisión, pero el organismo colegiado prefirió absolver al alto funcionario desdeñando los argumentos de Rivera. En ejercicio del cometido limítrofe, vivió y se compenetró en cuerpo y alma con la selva virgen, experiencia que lo indujo a hacer de su novela, que había iniciado en Sogamoso un tiempo atrás, la mejor relación que se conozca sobre el particular. En marzo de 1928, a cuatro años ya de su publicación, viajó a Cuba para representar a su país en un Congreso Internacional de Inmigración y Emigración. Concluido este, se trasladó a Nueva York con el ánimo de fundar una quimérica Editorial Andes, destinada a divulgar las letras colombianas, y para contratar la traducción al inglés de La vorágine. Acaso por infligirle un naufragio más, la muerte lo abatió alevemente allí el día primero de diciembre, sin que se conozca la causa clínica, en momentos en que la gloria literaria parecía desbrozarle el camino vital. Esa interrupción definitiva, que amputaba una carrera ya recompensada por la fama internacional (pronto vendrían las traducciones a otras lenguas, las primeras de ellas el inglés y el ruso, luego el portugués), había sido presentida por él. En su juventud, había escrito:

Loco gasté mi juventud lozana

en subir a la cumbre prometida

y hoy que llego diviso la salida

del sol, en otra cumbre más lejana.

Aquí donde la gloria se engalana

hallo solo una bruma desteñida;

y me siento a llorar porque mi vida

ni del pasado fue... ni del mañana.

¡No haber amado! ¡Coronar la altura

y ver que se engañaba mi locura!

El verde gajo que laurel se nombra

ya de mis sienes abatidas rueda,

y aunque el sol busco aún, solo me queda

tiempo para bajar hacia la sombra.

Y, en el soneto Vindel, tras reseñar el desvío de la amada:

Y otras vendrán, y en todas perderé lo que espero.

Por fin, solo, una tarde, sentado en mi sendero

esperaré la novia de velo y antifaz,

pensando en ti, con ella celebraré mis bodas,

y marcharemos luego, como lo hicieron todas,

por la ruta que nadie desanduvo jamás.

Una última cualidad quisiera resaltar en esa que llamaría orgía de modernidad que es La vorágine: la capacidad de realizar una denuncia sin caer en el moralismo. Rivera nos muestra en ella las injusticias en que incurrían las empresas extranjeras que explotaban a nuestros caucheros, pero sin desplazarse jamás hacia el discurso ideológico ni apartarse, no ya del rigor literario, sino ni siquiera del más exigente rigor estético. Practica, pues, una virtud que ya hubiesen apetecido, así fuera en nimio grado, los relatores de nuestra violencia política de treinta años más tarde. En Rivera, pese a inevitables giros y enclíticos de época, un investigador actual hallará, además, la exactitud estilística, en el epíteto sobre todo, que aún sería de desear en numerosos autores de nuestros días. Quienes, por los tiempos de la publicación de su única novela, creyeron ver en ella la prolongación del estilista un tanto parnasiano de Tierra de promisión, tuvieron ante sus ojos e ignoraron el esfuerzo de un escritor por traducir en una prosa poética pero estricta el torbellino del trópico, sus azares e iniquidades, a través de un proceso que, sin duda, implicó secretos desgarramientos y renunciaciones.

Germán Espinosa

Bogotá, 1999

La vorágine

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