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Schubert

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Las profesoras de piano de Buenavista enseñaban bajo la supervisión del Conservatorio Fracassi. Eran cuatro. Su alumnado estaba formado mayormente por niñas y señoritas; los pocos varones, por lo general, desertaban tras las primeras clases. El conservatorio enviaba al pueblo un examinador cada año, al promediar la primavera.

Schubert despreciaba y odiaba aquella enseñanza con toda su alma. La descalificaba con palabras como basura, porquería, farsa. Sostenía que el Conservatorio Fracassi, al que llamaba Fracaso, había sido creado por músicos mediocres y resentidos para arruinar el talento musical de las nuevas generaciones. Examinadores, profesoras, alumnos, tutores de los alumnos quedaban comprendidos en aquel odio, sin excepción. Y cuando se avecinaban los exámenes dicho odio se volvía una ira inconmensurable.

Vivía en la modesta casita que había heredado de sus padres, con un viejo tocadiscos, unos cuantos discos y una gran cantidad de gatos. Merced a la pensión que el Estado le pagaba por su invalidez. Sus padres (era hijo único) lo habían mandado a Buenos Aires, adolescente aún, para que cultivara su vocación de pianista. Allá vivió con unos tíos y se convirtió en un pianista eximio. Un accidente de tránsito lo dejó paralítico y lo obligó a regresar al pueblo; los padres murieron poco después. Explicaba que la imposibilidad de utilizar los pedales del piano había truncado su carrera.

Lo apodaron Schubert por la pasión que sentía por Schubert. Según él, ningún compositor superaba a Franz Schubert. La música que emitía su tocadiscos, que con frecuencia sonaba muy mal por las averías que la púa producía en el vinilo, incluía a Schubert reiteradamente. Escuchar a Schubert, para lo cual solía subir mucho el volumen, lo sumía en una especie de enajenación. A veces lo escuchaba sentado en una silla junto a su puerta y cada tanto simulaba tocar un piano invisible, por momentos con los ojos cerrados. Los brazos extendidos a la altura de un teclado con las manos abiertas, con las palmas hacia abajo y desplazándose a izquierda y a derecha, los dedos trémulos. Se sacudía como un poseso mientras ejecutaba la “Fantasía del Caminante”. No ejecutaba “Serenade” sin lagrimear.

—¿Dándole a Schubert, Schubert?

—¡Arriba Schubert nomás!

—¡Schubert al Colón! ¡Schubert al Colón!

Algunos se detenían y aplaudían, lo que motivaba una sonrisa feliz del pianista.

Pero la música no le bastó para sobrellevar su soledad. También recurrió al alcohol. La bebida no tardó en ocupar un espacio desmesurado y definitivo en su existencia. Entonces el resentimiento eclosionó, ponzoñoso: a los cuarenta años Schubert era un guiñapo, un títere del resentimiento, un paria. Y encontró en los Fracassi las víctimas perfectas.

Ni bien se enteraba de que el examinador ya venía (casi todos los pianos lo proclamaban con un inequívoco frenesí preparatorio) Schubert estallaba. Primero usaba su tocadiscos para expresar su enojo, a un volumen tal que los gatos huían enloquecidos.

La segunda etapa de aquella ira tenía una explicitud y una belicosidad mayores. Acallado el tocadiscos, Schubert se ponía a putear a voz en cuello delante de su vivienda. Al Conservatorio Fracassi y a su colectividad en pleno. Puteadas colosales, pletóricas de veneno, los epítetos más ultrajantes trenzados con el ingenio y la precisión que tiene la chusma más indecente para injuriar. Imprimía el mismo grado de obscenidad a sus invectivas en general, por algo se lo temía como al diablo, pero en aquellas ocasiones puteaba con una agudeza y un regodeo que aumentaban la eficacia de los conceptos. Las palabrotas sólo eran los ingredientes básicos. La amplitud léxica, las adjetivaciones múltiples, las florituras alternadas con los aguijonazos, la pronunciación y el sarcasmo que condensaba la mezcla hasta volverla indigerible daban al veneno una potencia sin par.

Y apenas anoticiado Schubert de cuándo exactamente arribaría el examinador, aquella furia ascendía a su culmen. Estrépitos de cosas que se rompían, salpicados con puteadas en ráfagas, lo anunciaban desde la casita. El vecindario se tensaba aún más. Las miradas convergían en la puerta por donde finalmente Schubert aparecía. Se detenía allí por unos minutos, colgando de sus muletas como agigantado por la inquietud que generaba. Entornaba los ojos, empinaba el mentón, atisbaba la calle a izquierda y a derecha en un moroso reconocimiento intimidatorio. Ni la fealdad (orejas sin proporción con la carita escuálida, gruesos labios siempre ensalivados, ojeras, unas canas que semejaban hilachas) ni el desaseo ni los estragos del alcoholismo ni el tullimiento de las piernas menoscababan el efecto. Los testigos no veían al pequeño y frágil paralítico al que a menudo los gurises provocaban por diversión, sino algo así como un gladiador monstruoso que irrumpía en la arena dispuesto a exterminar sin piedad. El barrio en un estatismo digno de las mejores películas de suspenso, nadie a la vista, hasta perros y pájaros alertas, mientras Schubert lo escrutaba, inmóvil. Una escena que parecía ajena al tiempo, emanada de un sueño.

Y de pronto comenzaba su aterradora marcha. Aquí se debe consignar que Schubert manejaba las muletas con suma habilidad. Las muletas, por decirlo así, integraban su cuerpo. Las movía con una desenvoltura que ningún escollo interrumpía. Esquivaba, zigzagueaba, giraba a cualquier velocidad que los bíceps le permitieran, sin transparentar el menor esfuerzo. Sobrio o borracho; las borracheras no quitaban seguridad a su andar.

Pues bien, ahora Schubert avanza con un ímpetu incontenible, vociferando contra el Conservatorio Fracassi y sus súbditos. Los testigos fingen no verlo, huyen. El nerviosismo cunde. Se sabe que aquella verborragia inmunda se derramará frente a cada casa donde haya o pueda haber un Fracassi, profesora o alumno. Y éstas ya serán puteadas específicas, con nombres y apellidos, y por ello mil veces más dañinas. No importarán los sexos, las edades, los estatus. La aristocrática madre de un alumno recibirá descargas tan virulentas como las que caerán sobre una pobre profesora que come gracias a sus clases de piano. Una doncella sufrirá agravios que sonrojarían a una rastrera prostituta. Un santo y un canalla valdrán lo mismo. Las alusiones a las partes íntimas, a las taras y máculas más degradantes y a vilezas inconfesables inundarán dichas casas cual un vómito del infierno. A menos que la policía llegue antes, claro, pero los policías de Buenavista acostumbran proceder con una lentitud exasperante y a algunos quizá la situación les divierte.

Recién cuando el examinador recale en Buenavista habrá freno para Schubert. Una reclusión domiciliaria garantizada por policías en guardia continua en torno a la casita, uno junto a la puerta delantera, otro junto la ventana y otro ante el muro de los fondos.

Pero refirámonos ya a la discoteca de la mansión deshabitada, el anhelo supremo de Schubert.

Aclaremos, la mansión no era una mansión. No debía el nombre a su tamaño sino a su forma, que sobresalía entre las construcciones que la rodeaban. Un simple chalé antiguo de dos plantas, con un jardín frontal protegido por verjas oxidadas e invadido por la maleza, el tejado a dos aguas con huecos. Y una clausura muy añeja que ameritaba las historias de fantasmas que le atribuían. Allí habían vivido los Koffman. Un Koffman había construido el chalé después de prosperar como dueño de la primera gasolinera local y comprar campos. A los Koffman les había sucedido lo que a varias familias principales del pueblo: la decadencia, la migración, la dispersión. Herederos que no se ponen de acuerdo y otra casa sin moradores, cerrada para siempre.

Pues bien, en el chalé habría un formidable combinado y una excepcional discoteca de música clásica, con la cual soñaba Schubert. El paralítico declaraba privada y públicamente su amor por tal discoteca. Enumeraba las razones estremecido por la emoción: interpretaciones únicas, orquestas y solistas grandiosos, compositores insignes, compositores ignotos cuya genialidad yacía hundida en el olvido. Decía que durante la infancia había escuchado aquellos discos. Que solía escaparse de su casa por las noches, a la hora que los Koffman reservaban para su deleite de melómanos y, oculto en la acera, participaba de aquellas sesiones musicales. Que así había aprendido a amar la música clásica, así había nacido su vocación, así sus orejas habían aprendido a reconocer a Schubert. Para que no hubiera dudas, señalaba el ventanal por el que salía la música, se apretaba los párpados, tarareaba melodías, hacía visajes. A veces amanecía durmiendo frente al chalé y uno se imaginaba que el combinado y la famosa discoteca poblaban su sueño entre las brumas de la mamúa. A veces interceptaba a los transeúntes para preguntarles si anoche habían oído el concierto de la mansión, mencionaba títulos y compositores y se explayaba sobre cuán maravillosamente había sonado aquello.

Los Fracassi rompieron su pasividad respecto a Schubert valiéndose de aquella discoteca. Con un resultado prima facie satisfactorio, aunque suscitaron críticas. En un sermón, con alusiones inequívocas, el cura dictaminó que aprovecharse así de la credulidad del prójimo implicaba un pecado, y también en el Bar Central surgieron reproches, y en las timbas del Club Social, donde el tema motivó fuertes discusiones. Sin embargo, la gente en general aprobó el embeleco. ¿Por qué censurarlo? ¿Qué daño le causaría a Schubert? Los Fracassi tan sólo se defendían y tenían derecho a eso.

Jamás se divulgó el nombre de quien concibió la estratagema. Un Fracassi importante, se presumía, tal vez el padre o la madre de un alumno. Tal vez la idea salió de una reunión en la que los Fracassi trataron sobre la necesidad de acabar con los ataques de Schubert, y luego de un largo debate, análisis, cálculos, especulaciones. Quizá se barajaron y descartaron posibilidades diversas, hasta drásticas, no una simple amenaza sino un buen susto. Schubert era lo bastante temerario como para que lo amedrentara cualquier amenaza, pero sí lo amedrentaría un julepe concreto, un asalto nocturno a su covacha, por ejemplo, que unos encapuchados lo asaltaran y lo sacudieran un poco… y aquí las objeciones habrán abundado, los Fracassi habrán temido algún imponderable, quizá la reacción ante los asaltantes; ¿y si intentaban una solución menos dramática, por ejemplo que alguna autoridad citara a Schubert para informarle que su pensión por invalidez corría peligro si aquellas agresiones no se terminaban…? En determinado punto alguien habrá recordado la discoteca de los Koffman, los más perspicaces habrán considerado cuánta eficacia prometía aquella alternativa y ya sólo faltó discutir y definir cuestiones secundarias, armar y pulir el proyecto.

Nunca quedó en claro cómo actuaron los embaucadores. Algunos afirmaban que una comisión visitó a Schubert y le propuso directamente este pacto: la discoteca, que ellos procurarían adquirir de los herederos, a cambio del cese de las hostilidades. Otros, que los Fracassi se habían ganado la paz gracias a una artimaña más compleja: Schubert habría recibido una carta de un presunto heredero al que los jueces habían adjudicado la discoteca y que ocupaba un alto cargo directivo en el Conservatorio Fracassi y etcétera. Otros, que el Intendente Municipal (cuñado de una profesora Fracassi) habría citado a Schubert para comunicarle que estaba dispuesto a promover la expropiación de la discoteca para que él, Schubert, la usara impartiendo clases gratuitas de música clásica en la Municipalidad, siempre y cuando... Cualquiera que fuese el modus operandi, y por muy absurda que fuese la patraña montada sobre los hechos, Schubert hubiese depuesto su combatividad. Amaba demasiado aquellos discos.

Después, y por unos cuatro años, el tiempo transcurre sin sobresaltos en esta historia. Las profesoras de piano impartieron sus clases cotidianas; los pianos cantaron sin sujeción alguna, con la desvergüenza que les infundían los aprendices; los examinadores arribaban, recibían los agasajos y las zalamerías que supone la esperanza de una buena nota, cumplían su cometido y se marchaban sin que el odio de Schubert asomara.

Todo indicaba que Schubert se había comprometido a no revelar en qué fundaba sus expectativas respecto a la discoteca de la mansión. Nadie lograba sonsacarle un solo dato del asunto. Incluso rehuía hablar de la discoteca al igual que de los Fracassi. Si se lo espoleaba para ello, respondía con una sonrisa y un silencio taimados, los ojitos vivaces, un encogimiento de hombros, y si la insistencia resultaba mucha él giraba sobre sus muletas y escapaba tarareando o silbando un fragmento de Schubert. Sus permanencias frente a la mansión se repetían ahora con mayor frecuencia pero sin aspavientos; se quedaba allí sumido en la serenidad de los que esperan confiados. Hasta se diría que se emborrachaba menos y se aseaba más. Y desplegaba una respetuosa amabilidad completamente extraña en él, que por momentos lo hacía irreconocible.

Cuando algunos Fracassi creyeron haber neutralizado el odio que Schubert sentía por ellos, lo evidenciaron con un atrevimiento que produjo inquietudes por parecer excesivo: realizarían, en el Club Social, el concierto de los alumnos que habían aprobado el examen anual, evento que una década atrás el miedo a Schubert había reducido a la añoranza. Al principio el anuncio fue difundido con cautela, como a media voz. Cundió cierta resistencia entre los progenitores de los alumnos: ¿exponer a nuestros hijos al escarnio en público? ¿Qué pretenden, no se conforman con haber aplacado a la fiera, para qué tentarla? Sin embargo, los organizadores no retrocedieron; dijeron que el comisario les había prometido instalar aquella noche una guardia infranqueable en la casa de Schubert y hasta pregonaron que el conservatorio enviaría un directivo para presenciar el concierto. Esto no ocurrió, pero el concierto se llevó a cabo, aunque, hay que señalarlo, con pocos participantes. Casi todos, tanto los alumnos como las profesoras, tocaron mal, cometieron gruesos yerros, sin duda por el nerviosismo que enrarecía el ambiente. Salteaban notas, aceleraban la interpretación, perdían el ritmo, se embrollaban. Por su parte, el auditorio se mostraba más bien indiferente a aquellos descalabros; apenas lograba desviar su atención de puertas y ventanas, aplaudía a destiempo, sus caras patentizaban una tensión desbordante. Pero Schubert no apareció. Y el estruendoso y prolongado aplauso que cerró el acto sonó a alivio, a una liberación definitiva.

Los acontecimientos demostrarían que aquella gente se equivocaba. Desde el incendio de la mansión, concretamente.

Sucedió una noche de invierno muy fría, muy tarde, cerca ya de la madrugada. La campana de la iglesia despertó a la población con un rebato desesperado. Los vecinos salían a tientas, con el sueño en el gesto, algunos en ropa de dormir. A los diez minutos el pueblo era un hervidero. Sombras que corrían y se atropellaban, una urgencia sin tino. Las llamaradas tenían alturas tremendas e iluminaban el alboroto con resplandores que multiplicaban el espanto. Lenguas del averno que lamían el cielo negro amenazando con devorarse al mundo, chorros de chispas que se desprendían de la masa ígnea y se esparcían, se arremolinaban y caían formando cosmos fugaces, un humo espeso que desdibujaba las formas. De a ratos el chalé de los Koffman ardía como con furia. Algo estallaba entre las llamas y el fuego se agigantaba con su voracidad intensificada, lo que arrancaba gritos de la muchedumbre. Luego, se diría que por una orden omnipotente, el monstruo se apaciguaba, sus lengüetazos decrecían y una especie de fatiga preludiaba el siguiente furor. Hubo rezos grupales, organizaciones fallidas, manifestaciones diversas de histeria, catarsis inverosímiles. Hasta que llegó Schubert.

Llegó despacio. Lo escoltaban unos cuantos gatos. Traía la mirada desorbitada y fija en las llamas, como fascinado.

Un mutismo expectante se propagó entre la multitud, que se inmovilizaba a medida que enmudecía. Los ojos iban de Schubert al incendio y viceversa llenos de desasosiego. Imponente Schubert, alumbrado por el fuego que aniquilaba su anhelo, con claroscuros cambiantes en su cara enjuta, semejante a un Rembrandt. Un rostro que sugería la tragedia humana en su esencia, en su rebelión perpetua, su impotencia, su derrota. Estuvo ante el incendio, recostado contra una pared, unos cinco minutos. Luego giró y se fue lentamente, cabizbajo, por el espacio que le abría el gentío.

Algunos asegurarían haber oído en aquel ínterin una música tenue, apenas perceptible por el rumor de las llamas. Unos afirmaban: una orquesta; otros, un piano solo. Y todavía años después, muchos años después, surgirían testimonios de que el chalé de los Koffman (sus ruinas cenicientas) exhalaba música por las noches, cuando el pueblo dormía.

Schubert sobrevivió a la mansión un lustro y medio más o menos. Durante ese período ningún examinador del Conservatorio Fracassi recaló en Buenavista, los alumnos de piano rendían sus exámenes en pueblos vecinos. Una precaución quizá exagerada, porque el paralítico limitaba sus ataques contra aquella enseñanza a unos refunfuños casi ininteligibles y muy esporádicos.

Transcurrido un tiempo prudencial desde la muerte de Schubert, los examinadores volvieron. Y continuaron haciéndolo por unos cuantos años más, hasta que el arte de tocar el piano perdió relevancia social y los alumnos resultaron demasiado pocos.

Buenavista capital del sexo

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