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Introducción

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Durante el siglo XIX, gracias al ascenso de la burguesía como nueva clase hegemónica —asociada al progreso técnico, hijo del racionalismo y la Ilustración—, surgió en Europa una nueva visión de las ciudades. Una de las consecuencias inmediatas de la llamada Revolución Industrial fue la asombrosa metamorfosis de urbes que no habían presentado cambios de límites morfológicos durante siglos. Al promediar la citada centuria, poblaciones como París aún conservaban elementos del viejo casco medieval. La remodelación emprendida entre 1853 y 1870 por el barón Haussmann alteró dramáticamente el perfil de la capital de Francia. De esos trabajos urbanísticos nació otra París, un símbolo idealizado de la modernidad que fue reproducido, con distintos resultados, en otros lugares del planeta, sobre todo en las periferias que habían sido colonias de las potencias imperiales.

En Latinoamérica, con la emergencia de las burguesías locales —que desplazaron a las oligarquías terratenientes—, muchas ciudades fueron sometidas a planes de expansión urbanística sin precedentes en la historia. Ocurría algo similar a lo experimentado por sus pares europeas (obviamente, más antiguas en el tiempo): no habían crecido de manera significativa, es decir, ocupaban el mismo emplazamiento desde hacía trescientos años.

Los primeros intentos planificados para modificar la configuración física no fueron posibles sino hasta muy avanzado el siglo XIX, cuando el proceso de Independencia superó la caótica etapa de los caudillos y de la anarquía que siguió a los tiempos de fundación. Aunque los nuevos estados nacionales no marcharon al mismo ritmo —y muchos de ellos fueron incapaces de consolidar sociedades basadas en la plena racionalidad—, pueden establecerse patrones comunes: las ciudades sufrieron mutaciones físicas cuando se consolidó una forma de vida política asociada a la democracia republicana. Desde la esfera del poder se propagaron nuevos vientos en torno de la apropiación del espacio habitable. En 1870, el presidente peruano José Balta ordenó derribar las viejas murallas de Lima, la antigua Ciudad de los Reyes. Durante más de doscientos años la edificación sirvió de protección a la pequeña ciudad contra los ataques de corsarios y bandoleros. Al caer los bloques de piedra se inició un nuevo período. Del asentamiento delimitado con rigor en 1535 bajo los rigurosos principios del “damero”, Lima conquistó los extramuros, que se convirtieron en parte de la ciudad y ya no se ubicaron fuera de ella, como tierra incógnita sometida al capricho de los marginales, esto es, de aquellos que no habían aceptado la convivencia organizada.

La tierra incógnita es incorporada al proyecto modernizador encarado por el Gobierno de Balta. Este episodio fue solo el preámbulo de lo que sobrevendría en la tercera década del siglo XX, es decir, medio siglo después de la destrucción de las murallas. Leguía, otro representante de la burguesía, estableció un régimen autoritario encubierto por formas democráticas, y su ambiguo discurso anunció también que era un tenaz defensor del progreso. Como su antecesor, “conquistó” territorios para la causa de la modernidad. Con este autócrata de origen provinciano se desencadenó una oleada urbanizadora que se prolongó a lo largo del siglo XX y que incluso puede rastrearse en la actualidad.

Pero las olas de expansión dirigidas desde las esferas de las decisiones políticas fueron acompañadas de otros fenómenos. Desde la década de 1940 Lima recibió contingentes humanos que procedían del interior del país. Eran migrantes de origen andino que huían de un mundo devastado por la pobreza, el centralismo y los latifundios. Junto a los desplazados por las reformas urbanas, estos ciudadanos generaron su particular apropiación del espacio. Locaciones donde antes era inimaginable la residencia fueron ocupadas progresivamente: tierras eriazas, colinas, cerros y arenales. Se articuló así un país no oficial, al margen de las estadísticas y de los sueños arcádicos de los grupos dominantes y de la mesocracia criolla. Al cabo de unos años, la capital fue conquistada por los hijos de esos pioneros, quienes crearon una cultura sincrética que reflejaba su interacción con el medio.

Como parte de esta corriente de transformaciones que se inició en el siglo XIX y se extiende hasta nuestro tiempo, es apreciable otro hecho. En el proceso de cambio las fisonomías urbanas, dependientes tanto de las decisiones verticales como de las catástrofes naturales, engendran un imaginario, es decir, una construcción o relato de dominio colectivo. A medida que las ciudades se hacen más complejas, también estas redes de significaciones incrementan su densidad simbólica. De acuerdo con estas premisas, el habitante de la urbe no solo vive en un espacio geográfico real: lo hace, además, en un territorio imaginado y forma parte de una comunidad imaginada, que se erigen a partir de la posición concreta del individuo y de sus vinculaciones con el resto de la totalidad.1 La ciudad deviene entonces una práctica, es decir, una serie de “actuaciones” mediante las cuales el sujeto se afianza en el mundo apropiándose del espacio por medio de un conjunto de tácticas,2 de manera que le otorga sentido al universo que lo rodea y dentro del cual su propia existencia se organiza.

Sin embargo, esas interpretaciones o apropiaciones del espacio nunca son las mismas para el conjunto de los ciudadanos, lo que implica un límite a la naturaleza social del fenómeno. Así, las prácticas en torno de la ciudad son diferentes y están supeditadas a las experiencias o intereses de los habitantes. Quizá ese aspecto es visible sobre todo en el ámbito de la creación artística, ya que este revela tanto un saber como un hacer respecto del espacio. En el caso de la literatura, esa sensibilidad ya es manifiesta en poetas como Baudelaire o Rimbaud. Las nacientes metrópolis, como París, Londres o Nueva York, contribuyeron a la formación de un nuevo tipo de residente, anónimo e impersonal, que se pierde en el tráfago de la multitud y en las subsecuentes crisis de identidad.3

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