Читать книгу Instantes - José Ignacio González Faus - Страница 6
PRÓLOGO
ОглавлениеNunca digas de esta agua no beberé. Si hace solo dos meses me hubieran dicho que acabaría publicando mis poesías, me habría reído de tan mal profeta.
Pero he aquí que un buen día de marzo de 2019, María Ángeles López Romero, vieja conocida de los tiempos de la revista 21RS, me manda un correo pidiéndome un libro. Le respondo que ya he escrito demasiado, que a mis años ya no escribo, que estoy en la sala de embarque del más allá y que, además de pedir perdón por no haber amado más, tendría que pedirlo por no haber escrito menos. Que solo hago poesías (casualmente, acababa de escribir una dos días antes).
Creí que me había librado. Pero a veces sucede que un defensa cree hacer un buen despeje, y resulta que rebota en un delantero contrario y acaba convirtiéndose en gol. Algo de eso creo que pasó cuando María Ángeles me dice: «Bueno, pues quizá podríamos mirar eso de los poemas...».
¿Me tocó la vanidad? ¿Me dejó sin respuesta? ¿Me quitó el miedo, pensando que si una editorial se arriesga a invertir mal, también puedo arriesgarme yo a hacer el ridículo? Chi lo sa. El caso es que así se gestó este libro vergonzante.
De hecho, cinco o seis de los poemas que siguen habían aparecido como apéndices hace más de veinte años en el pequeño libro de una colección titulada «Las 7 palabras de». No creo que aquello fuera como una primera salida de Don Quijote, porque no le di demasiada importancia: allí los versos no eran más que una pequeña mancha de aceite en el agua de la prosa...
¡Ojalá sea otra cosa la que me ha movido a aceptar ahora! Suelo definir la poesía como un instante privilegiado de conciencia. De una conciencia profunda: que te acerca a la dimensión más honda de la realidad y te permite adivinar que es una dimensión asombrosa, mistérica, casi religiosa. Creo que esa mirada profunda y serena, cuando se nos da, antes de ver en las cosas utilidades u objetos de consumo, solo ve misterios. Y es una pena que luego degrademos los misterios en propiedades y degrademos la mirada asombrada en mirada aprovechada.
Esto tiene que ver con mi cambio en el modo de valorar la poesía. De joven admiras a grandes versificadores, como pueden ser Borges o Rubén Darío. Luego percibes que el mayor valor de un poema no está en que admires su belleza, sino la belleza de aquello a lo que el poema remite.
A lo mejor, pues, quizá valga la pena el mero intento de comunicar algo de esas «chispas de conciencia», aun cuando sepas que todo lo que digas quedará muy lejos de lo que querías transmitir. Eso ya lo habían dicho los místicos infinidad de veces, lo poetizó muy bien J. Bautista Bertrán en los versos que ahora citaré, y me sucede a mí mismo en relación con el mensaje de alguno de mis versos juveniles. Como escribía el P. Bertrán:
Inútilmente, como tantas veces,
como siempre, dirás lo inaprensible.
Se quiebra la palabra antes de hacerse
capullo solamente, sin que alcance
el abrirse total de la corola;
y se queda en perfume doloroso
sin llegar al sedante de la entrega.
No obstante, quizá valga la pena correr el riesgo mismo de la poesía: aunque, por un lado, puede generar una especie de autismo que te invita a cerrar los ojos ante la realidad (como pasa también con muchas místicas), sin embargo, por el otro, verifica a pleno pulmón aquello que cantaba Gabriel Celaya: «Poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto».
En cualquier caso, aquí estamos. Y lo que acabo de decir sobre la conciencia, permite ver que creo en la inspiración; quizá la haya tenido alguna vez. Pero también acepto la famosa definición de Baudelaire: «La inspiración es trabajar cada día». Porque las musas no lo dan todo.
Me parece que la inspiración es algo así como un espermatozoide que fecunda un óvulo: ya ha brotado algo nuevo, pero luego hay que gestarlo cada día. Muchas veces me encontré de golpe con cuatro o cinco versos ya hechos, pero luego había que acabar el poema y, alguna vez, se quedó a medio hacer.
Tengo un recuerdo muy concreto de esos poemas que se abortaron: recién llegado a Barcelona (hacia 1956) visitamos la obra social del P. Artigues, un hospital y una escuela en una zona entonces medio de barracas. Iba yo con mucha ilusión pero, al contemplar toda la miseria del entorno, me sentí decepcionado y luego me saltaron de golpe a los labios estos tres versos: «Ayer, Señor, he visto las obras de los hombres / nuestras pequeñas obras. / Hacemos pocas cosas, ponemos grandes nombres...». Y nunca más creció esa plegaria iniciada, aunque he tenido una experiencia como aquella en otros momentos: esa misma sensación de nuestra incapacidad para darle algo a Dios, a la que más tarde alguien pondría música con aquello de «¿Cómo le cantaré al Señor?: hombre de barro soy».
Pero bueno, pasando a los textos que aquí siguen, diré que deben ser como la mitad de los que he escrito. Ya había roto muchos que me parecían del todo impresentables. Luego hubo una nueva selección que ha excluido a otros dudosos. Por supuesto no hay nada de mis años de bachillerato, salvo que quizá valga la pena contar una anécdota divertida y significativa de aquellos días.
Tendría yo unos doce años y mi padre me sugirió si podría escribirle una poesía a mi abuela, madre suya, con motivo de su cumpleaños. No recuerdo cuántos ripios debí empalmar, pero sé que terminaban así:
...y a mi abuela los dedico:
para que si el próximo año
consigo Dios la ha llamado,
tenga en el cielo un recuerdo
de su nieto José Ignacio.
¡La que se armó! A la pobre abuelita se le saltaron las lágrimas, la familia no sabía si darme un beso o un tortazo. Yo miraba sin entender, hasta que mi madre en un aparte me dijo: «Hijo mío, es que a nadie le gusta que le recuerden que se ha de morir», lo cual me extrañó mucho más porque yo creía que todo el mundo sabe que ha de morirse y, a los doce años, eso resulta muy soportable porque lo vives con la mentalidad del Tenorio («¡Cuán largo me lo fiais!») y sientes que es una cosa para los demás y no para ti.
Pero lo curioso fue que, a los cinco meses, se murió la abuela Carolina. Y ahora las tías me daban abrazos llorosos diciéndome: «¡Ay, cómo lo acertaste, José Ignacio!». Creo que si entonces no renegué para siempre de la poesía fue por culpa de dos espléndidos profesores de Literatura de mi bachillerato: don Vicente Ferrer y Juan Bautista Bertrán. Guardo el recuerdo preciso y precioso de que, además de ser de los mejores profesores, eran ambos los más amables, los más sonrientes y los más simpáticos. Lo cual parecía dar cierto valor a la literatura.
Una última palabra introductoria. Yo hubiese preferido ordenar los poemas cronológicamente, bien sea porque así excusaba en mis pocos años algunas ingenuidades (que ya encontrará el lector), bien por si alguien no tiene otra cosa que hacer y quiere descubrir alguna evolución. Y a lo mejor acierta: porque una vez en Roma, le oí decir al gran Federico Fellini que los críticos descubrían en sus películas una serie de cosas que él nunca había visto, pero que resulta que efectivamente estaban allí.
Ese era mi gusto. Pero he aquí que dos buenas amigas a quienes consulto sobre la oferta que me había hecho María Ángeles, me dicen que es «mucho mejor» ordenarlos por materias. Y como hoy, si no haces caso a una mujer es porque tienes una mentalidad patriarcal, pues acabé cediendo por aquello de no ser, además de mal poeta, machista consumado.
No obstante, dentro de cada capítulo, los poemas van en riguroso orden cronológico, marcados por la fecha en que me salieron del alma. Y quizás ayude al lector situar cada una de esas fechas en el contexto de mi vida jesuítica: noviciado (195052); estudios de humanidades (1952-55); estudios de filosofía (1955-58); enseñanza (1959-60); estudios de teología, ordenación presbiteral y doctorado (1960-68). Y desde entonces los trabajos y los días de ya demasiados años: la docencia, el descubrimiento cristológico de los pobres y las víctimas, las idas a América Latina, la revolución (o el Reinado de Dios) siempre inminente y siempre ausente, y esas sorpresas de la vida que hoy te da una bofetada y mañana te da un beso...
Esta atención a las fechas me ha permitido percibir un cierto cambio de paradigmas: en el noviciado y las humanidades el tema religioso es casi exclusivo. Durante la filosofía parece que me dio por los paisajes, no sé si para compensar todas aquellas abstracciones de la materia prima, el efecto formal de la cantidad y las categorías kantianas... Entre los paisajes me reconozco en ese dato de que la lluvia y la noche sean los temas más repetidos: como si fueran los que más me sugieren el Misterio. A partir de entonces ocupa cada vez más espacio el tema de la relación humana en sus mil variantes: amor, dolor, amistad, recuerdo... Todo ese universo a la vez tan rico y tan difícil, tan gozoso y tan doloroso, tan sonoro y tan discreto.
Pero esta clasificación no pretende ser un juicio de calidad. Eso toca exclusivamente al lector, incluso aunque el autor pueda tener sus preferencias secretas.
Y ojalá que el lector pueda disfrutar con alguna.
J. I. GONZÁLEZ FAUS
Junio de 2019