Читать книгу María si fuéramos como tú - José Kentenich - Страница 5
ОглавлениеCapítulo I
María,
Reina de la fe
María,
nuestra Contrayente de la Alianza
¿Aquién nos referimos al hablar de contrayente de la Alianza? El término empleado puede parecernos extraño pero no lo será la persona que lo ostenta. Durante las prédicas dominicales, recordaremos que hemos sellado una Alianza con María, pero también entre nosotros. Desde entonces, hemos entrado en sociedad: María con nosotros, nosotros con ella, y toda nuestra vida se desenvuelve en esa Alianza con María. Nosotros pertenecemos a ella en forma espacialísima; somos hijos predilectos suyos, y ella se nos ha entregado del mismo modo. Por la Alianza de amor, ella es nuestra Madre, nuestra reina, nuestra educadora, nuestra guía.
¿Por qué hablamos del resplandor de las glorias de nuestra Aliada? Nació entre ustedes el deseo de profundizar nuestra Alianza de amor con María. Con gusto accedo a hacerlo. Y para cumplirlo es necesario que conozcan mejor a aquélla con quien sellamos la Alianza y aprendan a amarla con mayor ternura. Si en nuestros negocios firmamos un contrato, nuestro socio de ningún modo nos es indiferente. O si contraemos matrimonio, ¿no damos especial valor a comprender mejor y a amar más al esposo o a la esposa?
Algo similar ocurre en relación a nuestra nueva aliada, a la otra parte en la Alianza. Por ello quisiéramos empaparnos, lo más perfectamente posible, de su imagen y alegrarnos de corazón de su inmensa gloria.
Iremos analizando uno a uno los rayos de su esplendor hasta que la aureola entera de su hermosura y dignidad, de su poder y bondad, de su sabiduría y amor nos haya iluminado y haya intensificado nuestra relación con ella.
Sí, hágase en mí tu voluntad
En este mes celebramos la fiesta de la Anunciación y en ella vemos a María en una grandeza inigualable. El Padre eterno eligió a una sencilla y humilde niña de Nazaret para ser Madre de Dios, Madre del Redentor y Madre de los redimidos. Es en relación a esta triple maternidad que la llamamos Madre tres veces Admirable.
Dice la Sagrada Escritura que Dios le envió a un ángel portador de su saludo: «¡Ave María!¡Dios te saluda, María; llena eres de gracia, el Señor es contigo!». El Padre saluda a su hija con el Ave. ¡Cuánto debe haberse alegrado María al ser así llamada por el Padre Eterno, poseedor de la plenitud de poder y bondad! ¡Ave María! Y luego, la gran petición, la trascendental pregunta de cuya respuesta dependía el destino de toda la humanidad: ¿Quieres ser la Madre de mi Hijo?
Sabemos su respuesta. Después de haberse informado con sencillez cómo podría ser aquello y luego de habérsele hecho notar con delicadeza que para Dios no hay cosa imposible, ella dio una respuesta de redención: "Sí. Soy la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra". Dijo su simple "sí, Padre".
Éste es el rayo que ella quiere mostrarnos hoy.
María siempre conservó el saludo del Padre en sus oídos y el sí en sus labios. No sólo en la hora de la Anunciación sino durante su vida entera y sobre todo en el Gólgota. En todo momento y en todo lugar, también en las horas más amargas y pesadas, ella escuchaba el saludo del Padre, meditaba con sencillez qué podría significar, y contestaba luego con un sí.
¿Qué nos quiere enseñar María con esto? ¿Nos saluda el Padre en nuestra jornada diaria? ¿Nos pide o requiere algo? ¿No lo hace por medio de su conducción paternal, de sus disposiciones sabias? ¿Y cuál es nuestra respuesta?
María repitió alegremente y practicó ese fiat, ese sí, Padre, en todos los momentos de su vida. Nosotros acostumbramos a decir: el Poder en Blanco que ella otorgó en la Anunciación lo cumplió perfecta y continuamente hasta el fin de su vida. Esto le significó un heroico sí de la razón, de la voluntad y del corazón.
El heroísmo del sí de María
A su razón le fue exigida un heroico sí, porque tanto su vida como la de su Hijo estaban rodeadas de una profunda oscuridad. El mensaje del ángel no fue claro: "concebirás y darás a luz un hijo..." Ella no entendió, no podía entender cómo se conciliaría esta maternidad con su virginidad, la que evidentemente apreciaba grandemente. Su pregunta: "¿Cómo sucederá esto, pues, yo no conozco varón?», recibió la sola y abstracta respuesta: «para Dios no hay cosa imposible". Y nada más. Con eso, el caso estaba resuelto. María no sigue preguntando ni discurriendo, repite su sí, Padre. "Tu Hijo será grande y le dará el Señor Dios el trono de David, su Padre... y su reino no tendrá fin".
Grandes expectativas se despiertan en ella. ¿Y cuál es la realidad? Todo lo contrario: el desvalimiento absoluto del Niño, la huida a Egipto, 30 años de vida oculta y silenciosa en Nazaret, su detención, su flagelación y crucifixión. ¿Dónde está, pues, el trono que él ocuparía y el reino que no conocería fin? Para los ojos naturales todas son sombras, nubes oscuras... Pero María jamás vaciló en su fe. No sólo está erguida, de pie junto a la Cruz de Cristo; siempre creyó en él y en su misión universal. Por eso el Espíritu Santo la alabó por medio de su prima Isabel: "Dichosa la que ha creído porque se cumplirá todo lo que se le ha dicho de parte del Señor".
Y especialmente oscuro e incomprensible fue para ella el comportamiento de su Hijo de 12 años, en el templo. Parece infringir todas las leyes naturales. Erguido y distante está ante ella, y a su reproche suave y maternal, genuinamente humano: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? ¿No ves que tu padre y yo apenados andábamos buscándote?», recibe como única respuesta: ¿Por qué me buscan? ¿No saben acaso que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?»... Un abismo parece abrirse entre él y su Madre. La inaccesibilidad divina alza una sensible distancia.
Esto fue tan inconcebible para el pensar sano y natural de María, se oponía tan fuertemente a su instinto maternal que, literalmente, se le cortó la respiración. La Sagrada Escritura sólo dice: «Ella no comprendió lo que él dijo». Pero no olvidó estas palabras: "las conservaba en su corazón". Es decir, trató de captar, a la luz de la fe, el misterio que encerraban; las elaboraba en su corazón para llegar a una visión más profunda de los planes ocultos del Padre.
Algo similar atestigua de ella la Sagrada Escritura en otra circunstancia. Con ello pretende evidenciar una vez más, cuán firmemente se mantuvo María en su fe, - la Madre creyente, es decir la Madre y el modelo de la fe- ante la ley del salto mortal para la razón.
Este heroísmo llega a su punto culminante bajo la cruz. Su Hijo es tratado como escoria de la humanidad por las autoridades y por el pueblo. La mayor parte de sus discípulos le ha abandonado, pero ella, acompañada de un ínfimo número de fieles, no vacila en su fidelidad. El corazón puede estallar de dolor, ella no lo deja y forma espiritualmente con su Hijo una bi-unidad indisoluble. María es semejante a una elevada montaña a cuyos pies se arremolinan tempestuosos vientos, pero cuya cima brilla en perpetua calma e irradia una paz bienaventurada.
Después de haber visto su alto grado de fe -tanto que la llamamos Reina de la fe- podemos creer confiadamente y en razón de nuestra alianza de amor, que ella está dispuesta a regalarnos la fuerza, el calor, la intimidad de su fe si nos esforzamos por alcanzar el ideal del heroísmo en la fe.
María, educadora de la fe
Su carácter de contrayente de la alianza le confiere plena responsabilidad por nosotros; ella, con amor y solicitud maternales, quiere conducir en la alianza a sus hijos al Padre. Esto significa que también nosotros hemos de otorgar el Poder en Blanco y responder valiente y fielmente con nuestra vida.
Este Poder en Blanco dado a Dios, es decir, este sí creyente, dispuesto y alegre, dicho por adelantado a todo lo que Dios ha determinado para nosotros en su plan de amor, nos exige una formación muy profunda en la fe.
Es tarea de María realizar en nosotros esta obra maestra. Ella lo hace al tomar en serio su Alianza de amor con nosotros. Por Alianza de amor entendemos: un intercambio mutuo y lo más perfecto posible de corazones y bienes.
El énfasis se pone en la palabra "mutuo". Al ser la Alianza de amor un contrato mutuo, que encierra los derechos y deberes para ambas partes, no sólo nosotros confiamos nuestros intereses, bienes y corazones a María, sino que también ella hace otro tanto con nosotros.
Tratándose de intercambio de intereses con respecto a la fe, ambos contrayentes se encuentran a un mismo nivel; a ambos contrayentes interesa sobremanera la vida de fe.
María sabe, y mucho mejor que nosotros, cuán difícil nos es ser hombres simples, creyentes, cuando todo a nuestro alrededor está impregnado de ateísmo. Ella conoce la inmensa y abrumadora carencia de fe de nuestro tiempo, en el cual el hombre ni como sujeto ni en cuanto a comunidad quiere saber de Dios; en el cual no se encuentra a gusto con Dios y lo divino; donde todos nosotros estamos en peligro de perdernos en una felicidad terrena, en el activismo y negocios humanos sin dirigir la mirada hacia arriba; donde cientos de acontecimientos incomprensibles en la vida actual trastornan tan profundamente nuestro concepto e imagen de Dios.
Ella acoge con amor en su corazón todas estas dificultades de nuestra fe; hace suyas nuestras ansiedades. Lo hace con todos, permanentemente y con gran alegría. Su sí en la Anunciación y bajo la cruz la hizo Madre nuestra; y por una Alianza de amor mutua, libremente renovada y profundizada, la hemos elegido Madre y Educadora nuestra, y ella se siente obligada a aceptarnos nuevamente como a hijos predilectos y a tratarnos como tales.
Dentro de sus intereses, está el de educarnos a ser maestros y héroes en la fe según su ejemplo, para que, en la vida, reconozcamos y amemos a Dios como a nuestro Padre a pesar de las dificultades y antítesis que nos presente el tiempo actual.
Es interés suyo que, tras lo que suceda en el mundo, tras todos los acontecimientos de la historia del mundo y de nuestra propia historia personal, percibamos el amor del Padre que nos llama., y con fe le contestemos filialmente. Es cosa suya que nosotros, por nuestra fe, seamos luz y guías para muchos hombres que amenazan ahogarse y sucumbir en la oscuridad de la fe.
Las intenciones de nuestro corazón siguen la misma dirección.
"Como el girasol se vuelve
al sol, que lo regala con abundancia,
Padre, nos volvemos creyentemente hacia ti
con el pensamiento y el corazón.
Silencioso y paternal
te vemos detrás de cada suceso;
te abrazamos con amor ardiente
y con ánimo de sacrificio
vamos alegres hacia ti"
(HP, 76-77)
Nuestra Alianza de amor con María considera un intercambio de intereses pero también un perfecto y mutuo intercambio de bienes. Así ella se convierte para nosotros en un tesoro valiosísimo, no fácilmente sustituible. Por ella quedan a nuestra disposición todas las riquezas divinas. Sólo hemos de aprender a poner manos a la obra valientemente.
Aplicado a la fe significa que, en virtud de esta Alianza y por una profundizada conciencia de responsabilidad, nuestra aliada -que es también la omnipotencia suplicante- se preocupa, por su grandeza de fe, de nuestro ínfimo grado de fe; por su firmeza de fe, de la debilidad de la nuestra; por la fecundidad de su fe, de la infecundidad de la nuestra, es decir, que nuestra fe alcance aquel grado que nos ha sido destinado en el plan de Dios Padre. Ella es para nosotros, y de un modo excelente, el modelo y la madre de la fe. Su sabiduría educadora sabe encontrar medios y caminos para enseñarnos, en estos tiempos sin fe, a dominar la vida moderna con el espíritu de la fe.
Primeramente algunas palabras sobre la grandeza de su fe teniendo como fondo la mezquindad, si no el eclipse total de nuestra fe.
La grandeza de la fe de María
Nuestra contrayente de la Alianza hace su primera aparición en el Evangelio cuando el ángel Gabriel le trae la buena nueva de su elección privilegiada y de su misión. La respuesta dada por ella revela su admirable grandeza de fe. Repentinamente, si bien no totalmente improvisado, cae sobre ella una plenitud de misterios divinos inmensamente elevados, simplemente inexplicables, obras magnas divinas. Dios exige que ella dé un sí y que lo mantenga decidida durante toda su vida. Con sencillez, María pronuncia el sí, volviendo a darlo en cada momento.
Aquí se trataba del misterio de la Santísima Trinidad, del cual el mundo no tenía noción o tenía a lo más una noción muy vaga. Con pocas palabras el ángel descorre el velo de la esencia divina, de la tri-unidad en la unidad. Lo hace calmado y seguro sin detenerse en largas explicaciones. Dice: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti..." Y luego: "lo santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios".
Claramente se alude aquí al Espíritu Santo y al Hijo de Dios. Y un hijo presupone necesariamente un padre. Nuestra contrayente en la Alianza está ante el misterio más grande del cristianismo, misterio que nosotros nunca podremos comprender en su totalidad.
Ella no argumenta, no discute. Sin tardanza dice su sí; firme e inconmovible, ella cree en el gran misterio. Su fe se apoya únicamente en la autoridad del Dios verdadero, quien no miente ni engaña y que, a través del anuncio del ángel, le descubre la esencia misteriosa de su ser.
Por la misma razón, ella cree inalterablemente en el segundo de los grandes misterios del cristianismo: la encarnación de Dios, quien "nacería de su seno", y en el misterio de su propia maternidad virginal. Sería madre y permanecería virgen. No pregunta cómo será posible algo semejante, sino cómo sucederá aquello, puesto que ella «no conoce varón». Luego dice su sí creyente, humilde y merece con ello, según San Agustín, «abrir los cielos que hasta entonces permanecían cerrados». Desde ese momento vivió y actuó en ella un cierto instinto divino que le permitía percibir, con seguridad y en todas partes, a Dios y su deseo; estaba rodeada de una atmósfera de luz que la capacitaba para decidirse siempre por Dios.
Todo esto hace aún más nítido el brusco contraste con la atmósfera turbia que, en forma muchas veces impenetrable, rodea a los hombres de hoy y que, constantemente y por desgracia, le incita a tomar posición en contra de Dios y de sus órdenes. Cuán poca aplicación a nosotros tienen las palabras: "Bienaventurada tú porque has creído..."
La admiración nos invade al contemplar la magnitud de la fe de nuestra contrayente de la Alianza. Más aún, la fortaleza de su fe nos impulsa a caer de rodillas; despierta en nosotros, que tantas veces hemos sucumbido ante pruebas de fe en este tiempo tan mísero en la fe, el urgente anhelo: ¡Madre, si fuéramos como tú; firmes y perseverantes como tú! ¡Edúcanos para asemejamos a ti...!
La fe de Abraham nos parece una cumbre inaccesible que sólo puede ser contemplada con admiración, desde lejos. Aquel patriarca de los primeros tiempos, a quien le fue prometida una descendencia tan numerosa como las arenas del mar, recibe finalmente al hijo de la promesa. Su felicidad supera todo lo imaginable. Pero no pasa mucho tiempo y Dios le propone incomprensiblemente sacrificar a su hijo por propia mano.
Abraham siente con agudo dolor la antítesis inconcebible entre promesa y cumplimiento, pero se dispone a obedecer sin réplica. De ningún modo desconfía de la promesa. Cree, por así decir, contra toda fe. Y desde aquella vez, la fe de Abraham es proverbial en la historia de salvación, hasta el día de hoy.
Mayores y más increíbles son las pruebas a que fue sometida la fe de María, nuestra contrayente en la Alianza. Ella las superó todas, sin excepción, en una forma grandiosa. Nunca hubo alguien que la igualara. Por eso el Espíritu Santo la alaba a través de su prima Isabel, proclamándola bienaventurada, justamente por esta firmeza incomparable de su fe. Sin duda su fe, al igual que la nuestra, es un inmerecido don de Dios, pero también era una tarea que la puso ante serias exigencias. A la medida del regalo divino gratuito, Dios exige, para perpetuar su regalo, un sí total a las pruebas con las cuales sondea la firmeza y la fidelidad. María superó gloriosamente todas estas pruebas.
Paralelas a las pruebas de Abraham estas pruebas se basaban en la contraposición, al parecer insalvable, entre la promesa y el cumplimiento. ¡Cuán grandioso suena, sí, cuán asombrosa es la promesa! Dios dará a ese niño el trono de David su padre y su reino no tendrá fin. ¿Y cómo se presenta la realidad? ¿Dónde está el reino, dónde el trono, dónde la corona real que aguardan al Hijo de sus entrañas...? Un establo es un palacio, un pesebre su trono y pastores simples son sus súbditos que le rinden honor... Apenas ha nacido el Niño y ya le busca Herodes para quitarle la vida... En medio de la noche, la Madre debe huir con su Niño pequeño al desierto, al Egipto pagano... ¿Encaja este panorama con un Dios? ¿Se ajusta al Señor de cielos y tierra? ¿No es más bien un testimonio de la debilidad humana, común a todos nosotros, nacidos del polvo? María no se perturba ante esta contraposición inconcebible entre promesa y realidad. Ella cree con fe ciega; adora al Niño que debe huir, cuya vida rescata de manos asesinas; adora en él al Hijo unigénito de Dios, sobre cuyos hombros reposa el señorío de todo lo creado.
Luego de haber retornado de Egipto y estableciéndose en Nazaret, las pruebas de fe son para ella el pan de cada día. Jesús crece normalmente. Jamás ve en él alguna señal de su poder y grandeza divinos. Silencioso y ocultamente él lleva la vida común a todo hijo de obrero, ignorado, en una modesta vivienda. Pasan los años, Jesús se acerca a la edad viril. Ni una sola vez ha realizado algo extraordinario; jamás ha obrado un solo milagro; nunca ha dado siquiera una prueba de su divinidad. Es simplemente el hijo inadvertido de un carpintero pobre. Una fe débil se habría desvanecido ante estos hechos. Habría tomado la deslumbrante promesa del ángel como un desvarío, la quimera de una fantasía enfermiza. Pero María, nuestra contrayente en la Alianza se mantiene en su fe. Ni en lo más leve vacila su confianza en el anuncio del ángel.
Las Bodas de Caná aportan una prueba valedera. Allí ella pide a su Hijo un milagro aun cuando hasta entonces, probablemente, nunca lo había visto obrando milagros. San Juan dice expresamente que el milagro ocurrido en las Bodas de Caná fue el primer milagro del Señor. Tanto más admirable es entonces ver con cuánta seguridad, confianza y tranquilidad pide María ese prodigio y da las indicaciones pertinentes a los servidores. Su petición se reduce sólo a una observación: No tienen vino. Sabe que los servidores ni por asomo presienten la grandeza del Señor. Por tanto es de temer que no comprendan sus eventuales indicaciones, que se burlen o se nieguen a seguirlas... Por eso les advierte por precaución: "Hagan lo que él les diga". Háganlo también en los casos en que les parezca extraño e incomprensible.
Tan firme era su fe en el poder absoluto de su Hijo, aunque durante 30 años Jesús no había hecho uso de él. Así estaba preparada también para la dura prueba de fuego bajo la cruz.
No en vano había exhortado Cristo en su tiempo: "Bendito sea aquél que no se escandalizare", cuando lo viesen como despojo, como desecho de la humanidad, pender del madero de la cruz entre dos criminales, entregando su vida por la salvación del mundo. "Ha llegado la hora..." Fue la hora de las tinieblas pero también la hora de la luz y de la redención. Sus amigos le abandonan. El pueblo, a quien había colmado en favores, no quiere saber nada de él; con ciega ira exige crucifixión. María, sin embargo, está erguida, de pie bajo la cruz. No sólo su cuerpo está erguido, también lo está su alma, firme en su fe en Jesús, en la convicción del carácter divino de su persona y de su misión universal. San Bernardo dice: "Únicamente en María se conservó durante aquellos tres días la fe inquebrantable de la Iglesia. Todos los demás dudaron. Sólo Aquella que concibió por la fe, permaneció constante en su fe".
Tan gloriosa y excelsa está ante nosotros la imagen ideal de nuestra contrayente en la Alianza, nuestra Madre y modelo de fe y de los creyentes. Nuevamente sube la súplica: "Madre, fórmanos según tu imagen..."
María, educada por su Hijo
en la fe
La firmeza y fortaleza de la fe de María no sólo se evidenciaron por no extraviarse ante la antítesis aparente entre promesa y cumplimiento. Ella sobrepasó ejemplarmente aquellas incógnitas, frecuentemente muy difíciles de entender, originadas por la actitud de su Hijo frente a ella, al educarla para su misión.
Tres momentos se destacan principalmente. En todos ellos, Cristo muestra una súbita inaccesibilidad, una soberanía y majestad divinas que aparecen justamente -humanamente hablando- cuando María se da en una manera de auténtica simpatía. Ella debió de pasar por una escuela de fe extremadamente dura, en vista de su misión. Cristo quería prepararla de un modo efectivo para la hora más difícil en la vida de su Madre: bajo la cruz.
La doctrina que debía grabarse en la vida de Cristo y de los cristianos, es la voluntad del Padre que está en los cielos. Lo mismo vale para cuando han de ser sepultados deseos legítimos de la naturaleza. En todas las situaciones y bajo cualquier circunstancia se aplica esa sabiduría primera y más alta: "He aquí, Padre, que vengo a cumplir tu voluntad".
Ya desde nuestra niñez, ha quedado grabada en nuestra fantasía y memoria una escena de la vida de Cristo y de María. Muchas veces nos la vuelve a recordar el Evangelio: la peregrinación al Templo contando Jesús doce años de edad y todo cuanto allí sucedió.
El sólo hecho de que Jesús se quedara en el Templo sin el conocimiento ni consentimiento de sus padres, nos es difícil de comprender. Más nos asombra la reacción de Jesús al exponer María y José, su padre adoptivo, en forma delicada aunque llena de reproche, sus preocupaciones y angustias. Sentimos que aquí pisamos un terreno muy delicado al que se debe entrar con gran respeto. Pero ello no nos impide pesar cuidadosamente cada palabra que brotó del corazón de María. Sin necesidad de mayores explicaciones, nos es claro que cualquier madre, en una situación similar, habría actuado de igual modo. Aún hoy día palpamos toda la riqueza del corazón maternal de María al leer en Lucas: "... y le dijo su Madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote". Cuánto afecto revela la palabra "hijo" y cuánta congoja oculta su corazón maternal: "Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote..."
En el fondo de su corazón, había conformidad con la voluntad divina, pero no debe confundirse con insensibilidad o una especie de apatía. Evidentemente ella desconocía los nexos internos y el desenlace. Toda la situación -como nos sucede diariamente a nosotros los cristianos- se da en la oscuridad de la fe. Lo hacía con sufrimiento: "apenados".
¿Y cómo se da Cristo? Nos lo imaginamos así: erguido, todo su ser irradiando una lejanía, un distanciamiento indescriptible. No se vislumbra el menor sentimiento filial.
Ni una sola palabra sale de sus labios. Ninguna explicación benévola de su singular comportamiento. Frío y severo, casi reprochador, señala con un gesto soberano la voluntad del Padre. Quiere decir: Esta voluntad debe cumplirse bajo cualquier pretexto, también cuando deban ser invalidadas necesidades naturales legítimas. Así ha de ser interpretada la respuesta: "¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?». Elocuentemente agrega el evangelista: «Ellos no entendieron lo que les decía"... "... y su Madre conservaba todo esto en su corazón". Ella no descansó hasta haber elaborado y asimilado completamente la enseñanza que Cristo quiso darle.
Según los evangelios, Cristo intervino profunda y directamente tres veces en la vida de su Madre. Difícil es de entender la forma elegida. Desconocen cualquier señal del sentimiento filial común; tan frío, casi como rechazando, aparece Cristo, como acentuando la distancia entre él y su Madre. La relación recíproca parece haber variado fundamentalmente. Cristo no la trata como a su madre sino como a su Compañera y Colaboradora oficial y permanente en la obra de la redención, -puesta a su lado por el Padre- coordinada y asociada misteriosamente a él en una santa e indisoluble bi-unidad. Y, por ello, destinada para entregarse en él y con él perfectamente al Padre; al Padre que le había encomendado educarla para su misión.
Con maravillosa disponibilidad se entregó ella a la sabiduría divina y educadora de su Hijo. Y en su escuela llegó a ser modelo y maestra en la fe de una manera perfecta e insuperable. Nos sentimos bien bajo el resplandor de su fe recia y firme. No nos cansamos de acudir siempre de nuevo a nuestra contrayente en la Alianza. En la angustia de la falta de fe del tiempo actual, pidámosle:
¡Madre, fórmanos según tu imagen!
"Aseméjanos a ti y enséñanos
a caminar por la vida tal como tú lo hiciste:
fuerte y digna, sencilla y bondadosa,
repartiendo amor, paz y alegría.
En nosotros recorre nuestro tiempo
preparándolo para Cristo Jesús."
(HP, 609)
La primera lección la recibió en Jerusalén y tanto le penetró que necesitó dieciocho años para elaborarla en su interior. Continuamente resonaban en su alma aquellas palabras incomprensibles: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" Cristo quería grabar imborrable-mente en su Colaboradora esta actitud: no interesa aquí satisfacer deseos naturales sino seguir bajo todo pretexto la voluntad del Padre.
Lo que de este modo había comenzado el hijo de doce años, lo continuó a los treinte años, en el apogeo de su vida, con la inexorable consecuencia educativa. No sólo repite en forma comprensible sus inflexibles exigencias, sino que más aún intensifica, en algunos grados y con austera distancia, su referencia al Padre. Por haber oído ya tantas veces estas palabras, desde la niñez, las tomamos como algo muy lógico y natural, sin advertir la singularidad de ellas y de la actuación de Cristo. Y, sin embargo, duras e incomprensibles son sus palabras: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Al parecer ha muerto en su corazón todo afecto filial. Ni una vez sube a sus labios el nombre de su madre. ¿No nos sentimos tentados a unirnos al reproche que le dirige San Bernardo?: ‘Sí, Señor, ¿qué te va a ti y a ella? ¿Qué hay entre ti y ella? ¿No subsiste en ambos el vínculo entre madre e hijo? ¿Preguntas por qué se aflige ella siendo tú, el fruto de su cuerpo?¿No te concibió virginal-mente y no te dio a luz sin menoscabo de su ser ¿No te llevó en su seno durante nueve meses? ¿No te alimentó con la leche de sus virginales pechos? ¡Ah, Señor, ¿por qué la entristeces con tus palabras: ¿Que nos va a ti y a mí, que hay entre tú y yo?! ¡Hay tantas cosas entre ambos...!
Tres años más tarde musitan los labios agonizantes del Redentor del mundo, por última vez y desde la cruz: "Mujer, -exactamente: ¡mujer!- he ahí a tu hijo". Otra vez es como si, en el último instante de su vida, hubiera desaparecido de su corazón todo afecto filial. El nombre de la Madre no pasa por sus labios. Y con todo ella es y sigue siendo su madre natural. Pero él no se detiene en eso. Sólo la conoce como «mujer», o sea, como la describe el Protoevangelio y el Apocalipsis: la Mujer que en él y con él aplastaría la cabeza de la serpiente.
¿Y la reacción de María? En Jerusalén su naturaleza se resiste aún ante este trato incomprensible. Los labios se quejan reprobantes: "Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote..." En Caná comprende mejor a Cristo. Fuerte en su fe, no aduce ningún deseo propio justificado. Es únicamente su deseo maternal y desinteresado de servir a los demás lo que le lleva a decir: "No tienen vino". En el Gólgota callan en forma perfecta los labios y el corazón. Todos los deseos o necesidades naturales quedan sujetas a la voluntad del Padre; todos sus derechos de madre son devueltos incondicionalmente a su mano paternal. Puede repetir con Cristo y desde el fondo del corazón: ‘Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado». Tranquila, libre, entregada, ella se da a él y en él, con él se entrega sin reservas al Padre por la salvación del mundo. ¡Stabat! Ella estuvo y está de pie, fiel a su Hijo y a la misión común, sin segundas intenciones, sin la menor restricción, sin vacilaciones.
Compárese Jerusalén y Gólgota: el comienzo y el término de esa concientemente severa educación de la fe y del amor impartidos por su Hijo y no será difícil constatar el progreso habido en la actitud interior de María. Aquellos deseos naturales, legítimos aducidos en Jerusalén, callan totalmente en Gólgota.
Así es María, con quien sellamos una Alianza. Así fue su educación en la fe. Así actúa ella como educadora en todas partes donde se ha sellado una Alianza de amor con ella. Como fiel discípula de su Maestro, no descansa hasta llevar a su contrayente de la Alianza a participar en el esplendor y luz de su fe.
La imagen de María presenta tantas y tan hermosas tonalidades al ser espejo de la perfección divina, que no es fácil explicarlas todas y agotar su contenido. Puede ser contemplada con el fulgor de sus privilegios que exceden a todo lo creado; en una gloria celestial inalcanzable o aproximada en su visible cercanía a la vida, a esta tierra, y así hacer presente la posibilidad de imitarla. Tanto en uno como en otro caso, la indagación creyente y amante no llega tan fácilmente a su fin.
Hasta ahora hemos contemplado a nuestra contrayente en la Alianza preferentemente desde el último punto. También queremos hacerlo en el futuro. Con todo, ello no nos impide dirigir la mirada, a su tiempo oportuno, a la riqueza de gracias extraordinaria con que fue dotada, alegrándonos sinceramente ante esta imagen venida de alturas celestiales, pregustando en algo nuestras propias glorias futuras. Con esto compartimos el sentimiento de santa Teresita del Niño Jesús. Poco antes de su muerte, confesó con absoluta franqueza: «Con cuánto agrado hubiera sido sacerdote y predicado sobre la Madre del Señor. Creo que incluso me habría bastado una sola prédica para explicar mis ideas sobre María Santísima.
Y para que una prédica sobre la Santísima Virgen dé su fruto, ha de poner ante los ojos la vida real de María, tal como la dejan entrever los Evangelios y no una vida imaginada. En esta relación puede verse, sin más, que tanto su vida en Nazaret como en el tiempo posterior tiene que haber sido muy sencilla. «Y Jesús les estaba sujeto». Cuán sencillo es esto. A veces uno se imagina a la Santísima Virgen como algo inaccesible pero, de hecho, se debería mostrar que puede ser imitada; debería mostrarse cómo practicó ella las pequeñas virtudes; debería mostrarse que ella, como nosotros, vivió de la fe e inferirse las pruebas de ello en los evangelios. Leemos, por ejemplo: "Ellos no entendieron lo que Jesús les decía". O "su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él".
Esta admiración o asombro demuestra una cierta extrañeza. ¡Cuán hermoso y apropiado es el canto: "Oh, Madre sin igual, para hacernos atrayente y enseñarnos a gustar el camino de la simplicidad, viviste con tanta sencillez en la tierra" .
Naturalmente, siempre es oportuno hablar de las prerrogativas de María. Sin embargo, no deberíamos contentarnos con ello, sino que también hemos de mostrar a María de modo que aprendamos a amarla. Si una plática nos impulsa a lanzar ininterrumpidas exclamaciones de admiración, desde el principio hasta el fin, y a repetir continuamente un ¡oh!, esto agota. Tampoco lleva al amor y, de ninguna manera, incita a una imitación, Y quién sabe si algún alma pueda sentir incluso cierta hostilidad ante una creatura tan extraordinaria y lejana.
La vida real de María y su misión salvífica en y con Cristo y su Iglesia, se vislumbra ya en el mensaje que le trajo el ángel. Se refleja en las palabras que ella pronunció, traduciendo su actitud interior y que fueron coronadas por los hechos. Son siete. Ellas permiten dar una mirada profunda a su fe y a su amor. Vuelven a resonar en las palabras que otros dijeron de ella. Son dos o tres, dichas sólo casualmente pero que, sin embargo, no debe quitárseles por ello su valor. Una especial consideración merecen las cuatro palabras que el mismo Cristo le dirigió.
Son palabras duras y austeras, pretendiendo todas probar y acrisolar su fe y su amor. María superó brillantemente todas las pruebas y progresivamente fue adentrándose cada vez más profundamente en la voluntad amante del Padre, como hija suya, libre, alegre y fecunda; como ejemplo luminoso para todos nosotros.
De ahí nace la petición:
"Madre,
aseméjanos a ti y enséñanos
a caminar por la vida tal como tú lo hiciste:
fuerte y digna, sencilla y bondadosa,
repartiendo amor, paz y alegría"
(HP, 609)