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UNA URGENTE AUTOCRÍTICA...

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Lo llamo central por condensar lo esencial y urgente de este libro: excitar el interés por la formación infantil y juvenil en la escuela obligatoria.


Más allá de la denuncia, ¿da esto para un libro? Creo honradamente que, si ahora no se valoran más la instrucción y la educación, es por la maraña de confusiones creadas en su entorno. No sería poco aclarar algunas. Por ejemplo:

1) Cuando yo era niño, los colegios olían a tiza, a tinta y a papel; hoy huelen a dinero (dijo una vez el papa Francisco): ofrecen excelencia, éxito académico y laboral. Basta con leer su propaganda. La escuela es una pieza más del engranaje económico que nos empuja hacia un desarrollo ilimitado y ciego.

2) Si ni siquiera los padres logran educar a sus hijos como ellos quieren, ¿por qué pretendemos que los eduque la escuela? No tiene más misión principal que enseñar lo básico y necesario para la igualdad democrática de todos.

3) Quien fracasa es la sociedad y sus escuelas, no los chicos suspensos y desertores. Quienes los tratan saben bien que solo se trata de compensar sus carencias de origen y de acercarlos a la vida misma.

Pero, quizá, si la buena gente que llena la sociedad, el Estado y la Iglesia ahora menosprecian la escuela, se debe a la victoria solapada y real de los poderes fácticos, que nos prefieren semianalfabetos y poco críticos. Mientras tanto, la vida sigue su ritmo y se desperdicia la importante ayuda educativa que se esconde bajo la instrucción. Luego nos toca asustarnos ante la tragedia que provocan el alcohol y la droga y –al alcance de la mano– la pornografía y la violencia sexual, es decir, el vacío humano. Su reflejo en las aulas de la Educación Secundaria Obligatoria –¡la ESO!– es proverbial: pasotismo, mal tono, acoso entre alumnos y a los profesores, abandono escolar. Un panorama que alguna vez destapa el hecho más terrible que cabe en un libro sobre la escuela: el profesor o profesora que en el fondo de algún alumno ya no ve nada bueno; deja de creer, pase lo que pase, en él –o ellos–; ya no espera y lo aborrece, se da por vencido; está profesional y personalmente enfermo.

¿Existe una alternativa? Sí. Por muchos sitios brotan escuelas que funcionan bien cuando introducen cambios radicales que rectifican errores de bulto. Porque, ¿de qué se trata?

1) Se trata de enseñar este mundo real, duro e injusto, no unos programas a la deriva. Y de compensar las desigualdades, no de seleccionar a los mejores alumnos. Y de ayudar a crecer a cada cual, no de clonarlos a todos con un mismo modelo previo.

2) También se trata de afrontar la vida colectiva, más que la individual. Y puede que este sea el principal secreto técnico de la profesión docente: afrontar la vida colectiva desde las asignaturas. Todas ellas son el resultado de la lucha de otros seres humanos, como nosotros, contra los enigmas, las dificultades y los desafíos de la vida. Por eso digo siempre que «la clase no se da, se celebra», porque nos implica.

3) Más que un modelo pedagógico hay que seguir la pauta misma de la vida humana, donde crecemos y maduramos desafiados por ella. Sus desafíos nos relacionan –mejor o peor– con todo eso (la naturaleza y la historia), con todos esos (los demás) y con todo el Misterio que nos habita y nos rodea. ¿No conocéis chicas y chicos que nos dan cien vueltas por los desafíos concretos que soportan? Nuestra escuela apenas los roza.

4) Es probable que lo más difícil sea captar y cultivar las relaciones personales: sin ser físicas ni mecánicas, son auténticos vínculos que ensanchan nuestra vida y nuestro espíritu. Importan más que los exámenes.

5) ¡Qué poca importancia damos a la inteligencia simbólica –más que emocional–, que impregna nuestras vidas! Si la bandera es trapo; la música, ruido; mi amigo, uno de tantos..., la bandera nos identifica, la música nos transporta y los amigos nos llenan el alma... Más que ADN, corteza cerebral, DNI, pedigrí e historia familiar..., somos esos vínculos, casi siempre simbólicos.

¡Ay, si las escuelas alertaran sobre los desafíos colectivos –y personales– y cuidaran nuestras relaciones con ellos!, que implican atención, compromiso, afecto, o también repulsa y rechazo, etc. Solo la inteligencia simbólica nos permite acceder a cosas tan raras del universo como nuestro propio yo y el maravilloso «nosotros».

En el próximo capítulo auxiliar veremos estos hechos –más que conceptos– tan decisivos en la vida (y en este libro): los desafíos, relaciones y símbolos que suelen captar los jóvenes también sin nosotros.

¿Y esto tendrá consecuencias? ¡Sería maravilloso que las muchas escuelas que se renuevan en profundidad –y también estas páginas– lograran despertar más interés por la educación y por la escuela! Los pueblos mejoran con una humanidad más honda y crecida. El papa Francisco dice que solo es católica la escuela que humaniza, así que la Iglesia también podría mejorar.

No puede dar igual que maduremos o no, ni que las ambiciones, metas y valores de la gente sean unos u otros, superficiales o profundos. Pero aquí no pretendemos educar así ni de otra manera, solo que nos eduquemos juntos, azuzados por nuestro entorno común, como remataba Paulo Freire su famoso axioma: «Nos educamos en comunión, mediatizados por el mundo», casi hostigados por él 1. Y, con todo, no es un proceso espontáneo –aunque existencial– y hay sistemas educativos –el escultismo, por ejemplo– que para ayudar a crecer provocan experiencias –pruebas o «ritos de paso»–, como viajar solos, afrontar riesgos y dificultades especiales... que recuerdan a las cotidianas.

¿O acaso ya hemos topado con una escuela inamovible?


1. Dos avisos urgentes


a) Hay que separar hechos y teorías


Nos van a asaltar tantas preguntas que conviene avisar. Si no, siempre pasa lo mismo, que mientras unos hablamos de hechos reales y concretos, otros arguyen con el ideal teórico que persiguen, y hasta lo adornan con cualidades maravillosas. Así es imposible ponerse de acuerdo. Máxime sabiendo que de educación habla todo el mundo, tenga o no preparación para ello, incluso los políticos de todos los partidos. Todo el mundo sentencia. Es una prueba más de la fragilidad de la pedagogía, siempre en obras. Nació tarde, como un apéndice en Filosofía y Letras, y enseguida se inundó de Ciencias de la Educación, pero ¿cuántas, cuáles...? Hoy yace sumergida bajo la didáctica omnipresente y bajo las neurociencias, que ya desplazan a la psicología y dejan en segundo término a la genial fenomenología, a la sociología y hasta a los influyentes objetivos económicos del Gobierno.

Hablemos, pues, o de teorías educativas o de realidades concretas escolares. O, en todo caso, de cada cosa a su tiempo, pero sin tapar los hechos reales con utopías o ideales. La medicina no habría avanzado un milímetro repitiendo una y otra vez el ideal de la salud. Su velocidad imparable se debe al combate diario de los investigadores contra las tozudas enfermedades. Así, basta con abrir un escrito pedagógico ministerial o universitario para notar si habla de ideales abstractos o se sitúa en lo real. Lo mismo pasa con los documentos de los obispos o de la Congregación vaticana para la Educación Católica o de las autoproclamadas Escuelas Católicas: al primer vistazo se ve si su ideal se contrasta con la realidad y si esta cuenta. Por ejemplo, que los padres de familia puedan elegir la escuela de sus hijos es un ideal inamovible, pero ¿cuántos podrán hacerlo? Y lo real es tan concreto que, al final, acaba por vapulear y deformar hasta los ideales: una gran verdad utópica como esa de poder elegir acaba por fulminar la «opción preferencial» de la escuela por los pobres, que es una meta –¡no exclusiva de cristianos!– realizable.

¡Ay, si muchos fundadores –de partidos políticos y de congregaciones religiosas– levantaran la cabeza! Revisemos sin miedo el ideal, pero a la luz de lo concreto. Ojalá sea este el estilo de todo el libro.


b) La educación es otra cosa 2


Puesto que vamos a caminar por un campo minado de términos difusos y confusos, insisto en disipar ese peligroso equívoco mayúsculo entre dos hechos que en el habla corriente se confunden y mezclan entre sí irremediablemente: una cosa es el progreso de cada persona en cuanto persona –haya frecuentado o no la escuela y la universidad– y otra el desarrollo intelectual vinculado a su aprendizaje. Conocemos analfabetos envidiables y eruditos muy mal educados, es decir, muy poco maduros. Pongo especial cuidado en llamar educación al primer fenómeno e instrucción al segundo, aun sin la pretensión ni la esperanza de modificar el habla común. No estaría mal poder cambiarlo, porque, si conjugo educar como transitivo, hago predominar al agente sobre el paciente, es decir, al supuesto educador sobre el educando. Hasta la simple didáctica ha aprendido a disminuir al que enseña frente al que aprende, y hoy la enseñanza se rige por el aprendizaje. Pues bien, como es más exacto aprender que enseñar, también lo es crecer, madurar, brotar, florecer, henchirse... que conducir y modelar a los demás.

Muchos pedagogos no diferencian verbalmente estos dos fenómenos, pero los distinguen muy bien cuando los describen. Algunos añaden un tercer término en discordia, de origen alemán: Bildung 3. Quienes los confunden dan por supuesta una mentira manifiesta: que la escuela educa o, lo que es igual, que el éxito progresivo en el aprendizaje escolar madura a los estudiantes. Hay muchos que llaman peyorativamente «educación no formal» a la que no sea estrictamente escolar. Y, si ambos términos se igualan, es fácil dar por terminada la educación cuando se acaba la edad escolar: y dejamos solos a los niños y niñas de 16 años cuando los sermones ya no hacen efecto, en plena pubertad, tan difícil. Y es que la educación funciona de otra manera muy distinta.

Por lo demás, la escuela tampoco es capaz de desarrollar todas las capacidades de cada alumno, suponiendo que eso definiera mejor la educación 4. Muchos aspectos ni los toca, ni siquiera durante la infancia, cuando educir y aprender –que, por cierto, a esa edad es muy autónomo y necesita muy poca transmisión– se parecen más entre sí. Nos quitamos el sombrero ante el progreso de la pedagogía infantil 5.

Algunas pedagogías se orientan a la educación y no a la instrucción, como el citado Escultismo para muchachos (1908), de R. Baden Powell –ignorado por muchos manuales de pedagogía–, o la llamada pedagogía iniciática –no exclusivamente religiosa– y hoy tan olvidada.

La verdad es que solo con el aprendizaje tendríamos mucho ganado, porque instruir es la noble y esencial misión de la escuela y de su ministerio de Instrucción Pública. Llamarlo de Educación –y hasta Nacional– es un exceso, porque educarnos 6, nos educamos en todos los ámbitos y situaciones posibles durante toda la vida. Pero, si topamos con alguna escuela que enlaza el aprendizaje con los desafíos y relaciones personales de todos, no la olvidaremos nunca. Conozco por lo menos dos casos al alcance de todos: la educación de adultos propuesta por Paulo Freire en la Pedagogía del oprimido y la escuela de Lorenzo Milani, casi perdida en la montaña de Barbiana, de donde salió aquella Carta a una maestra, ya traducida a más de sesenta lenguas. Por cierto, ambas de dos buenos cristianos. Tienen juntos su propio capítulo auxiliar.


2. Busquemos un punto de acuerdo universal sobre la escuela


a) La enseñanza es muy delicada


Reconozcámoslo, y este será nuestro primer acuerdo –implícito–, tratándose de la infancia y de la adolescencia; incluso en el seno familiar. Lo saben y lo dicen todos los autores posibles 7. Así que programar la instrucción escolar común y básica de un país es asunto de alto riesgo, y la gente tiene derecho a exigir y decidir en este asunto tan esencial para los niños y para el conjunto social. Se requiere el máximo consenso y el menor partidismo posible. ¿Nos conviene aumentar las ciencias o las humanidades, la música y la danza o el deporte, acaso la filosofía para niños? ¿Y los móviles, y el pacifismo sin armas y el ecologismo inaplazable?

El ejercicio diario de la docencia es una profesión de alto riesgo por el peligro de influir sobre los niños más allá de lo acordado por la ley que obliga a las escuelas a enseñar destrezas y conocimientos –hechos, conceptos y principios– además de normas, valores y actitudes (según la ley socialista de 1990). En cambio, el proselitismo ideológico, político y hasta religioso va más allá, y está prohibido en las escuelas, aunque muchos no lo sepan 8. El riesgo aumenta cuando pretendemos una neutralidad docente que sería fingida, imposible e inútil y, como no cabe el disimulo, se impone declarar una y otra vez en clase el respeto a todas las conciencias y aceptar de antemano su diversidad, incluso la del profesorado concreto. La lealtad se supone, pero es preferible temer la propia influencia ideológica que pretender una asepsia ingenua.


b) Las escuelas «confesionales» no anulan los riesgos


Crear escuelas diversas por ideología, religión u orientación política, para poder elegir entre ellas, ni esquiva lo anterior ni es aconsejable, aparte de nunca ser viable para todos. Como máximo, la escuela confesional se admite siempre que esté de acuerdo con la planificación de un servicio público común costeado por y para todos 9. Ya reconoció el Concilio que, «aparte de los derechos de los padres y de quienes trabajan en la educación, también la sociedad civil tiene sus obligaciones y derechos, pues debe organizar lo necesario para el bien común» (GE 3).

De hecho, quienes más citan que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» 10, quieren apoyar la libre elección de centro o, al menos, de una Enseñanza Religiosa Escolar [ERE] optativa y a su gusto. Pero, en realidad, más que escuelas a la carta, ese artículo asegura el derecho primordial de los hijos, amparados por sus padres, a educarse sin que nadie los manipule. Por lo demás, ningún Estado puede obligarse a ofrecer escuelas diferentes a mano de cada familia. Los padres –que no propietarios de su prole– tienen la obligación de custodiar el derecho inviolable de sus hijos y la obligación de formarlos de acuerdo con sus convicciones, no solo en la escuela. Ningún centro católico, protestante, islámico, es decir, religioso, querrá ser ideológico. Cada religión se cuidará muy mucho de no reducirse ni disolverse en una ideología o mera forma de pensar. De hecho, la llamada «escuela católica», en general, no exige la fe ni hace de ella motivo de exclusión o de admisión de su alumnado; pedir ahí una plaza no obliga a tener o a fingir la fe cristiana.

Si además el artículo 27,6 «reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales», es que da libertad también para elegir escuela, dentro de lo legal y de lo posible. No para inculcar ideologías, que la «libertad de cátedra» (art. 20,1c) no da para tanto.

Lo que la democracia admite respecto de los partidos políticos no sirve para la educación: en un Parlamento cabe casi todo, hasta partidos republicanos en un sistema monárquico, pero no me suena ningún colegio que se presente y se ofrezca a sí mismo como republicano, socialista, falangista, liberal, independentista o, aún menos, como racista, machista o feminista, ni siquiera conservador o progresista. En educación, las ideologías sobran y hacen daño. Acaban por enturbiar lo fundamental. Un reciente artículo –ya citado– para reconciliar la escuela pública con la concertada llega a proponer a esta, ¡nada menos!, que admita a más inmigrantes, discapacitados y malos estudiantes, y no los excluya; ni tampoco a los pobres, que no pueden abonar las cuotas por actividades extra de la concertada, y añade que los concertados deberían también instalarse en barrios pobres 11.

Las diferencias escolares deben ser de carácter pedagógico y didáctico, y no es poco; el hecho es que, en definitiva, hasta las escuelas católicas las eligen muchos padres por su excelencia docente (y ellas lo exhiben).

Esta es una ventaja más para distinguir entre educar e instruir: aprender matemáticas no es opcional, pero adoptar una moral, una política o una religión sí debe serlo; aunque no es razón para eliminarlas de la escuela: su obligación es informar sobre ellas, porque sirven para comprender incluso a los más lejanos, no para elegir la que más nos guste. La ERE católica habría merecido un enfoque más cultural sobre las diversas religiones y al servicio de todos, máxime cuando el pluralismo religioso y el talante ecuménico aumentan 12.


c) Una escuela común donde convivir, conocerse y respetarse


También podría ser un buen acuerdo. El librito de Edmondo De Amicis Corazón (1866) no solo fue un hermoso canto a un país unificado, sino también a sus gentes y al hijo del carbonero junto al del señor en los bancos de una misma clase. De lo contrario –aparte del despilfarro de tiempo, de dinero público y de oportunidades–, aumentan los sectarismos y la tentación proselitista (que tampoco se evitan con una enseñanza bobalicona pretendidamente aséptica y neutral).

Se comprende la gran dificultad política de consolidar una instrucción general y obligatoria durante al menos ¡diez años de la más tierna edad! «El niño es mío y me lo educo yo», dijo por televisión un representante de los padres contrarios a la fallida «Educación para la ciudadanía». Hasta consiguieron tumbarla en 2012 13. El gobierno que la quiso implantar tampoco distinguió a tiempo entre educación e instrucción: nadie podía negarse a conocer las leyes sociales vigentes. A compartirlas, sí. El matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en España, aunque no sea del gusto de todos, pero hay que saberlo –no imponerlo–, porque la escuela no es un lavado de cerebro, pero mucho menos de realidad. Si no, reforzará la homofobia, por ejemplo, y otras intolerancias, que también asoman en el reciente pin parental.


d) El acuerdo más explícito es salvar la escuela a toda costa...


Las objeciones contra la obligatoriedad escolar son tantas que no es raro que aumenten en lo sucesivo los padres objetores, contrarios a mandar a sus hijos a la escuela. En los años setenta del siglo XX fue notable la propuesta de desescolarizar la sociedad (I. Illich y E. Reimer, por ejemplo) 14. Y eso sin aducir otro hecho muy grave en su contra: a demasiados niños y niñas la escuela obligatoria les aporta el primer gran fracaso de su vida: los suspende, los hace repetir curso y muchos abandonan sin su primer título de igualdad social. Una marca demasiado negativa y duradera que apunta a quien verdaderamente fracasa: semejante escuela está podrida.

Y puede que eso no sea lo peor. La Carta a una maestra de aquellos chicos de la sierra toscana, con ser «el manifiesto más clamoroso de los chicos suspensos y de sus padres contra la selectividad escolar» –como dijo Milani–, advertía en 1967 –y a muchos lectores se les pasa– que «el daño más profundo se lo hacéis a los escogidos» («no a los que descartáis»). Las buenas notas los elevan sobre tantos otros compañeros, pero la suya no es «la cultura», sino simplemente una cultura dominante:


Sería un milagro que su alma no saliera enferma [...] Pierino [el alumno excelente] es afortunado porque sabe hablar. Desgraciado, porque habla demasiado. Él, que no tiene nada importante que decir 15.


Ojalá hayan topado contra estas lacras de la escuela quienes hoy apenas la valoran. Pero menosprecian un importantísimo servicio público necesario. Por eso muchísimas familias y miles de maestras y maestros –también católicos– luchamos hace mucho por la mejora de la escuela pública de todos, la que llega a todas partes y combate la desigualdad social, aunque también ella necesite –¡y mucho!– su propia autocrítica. Los grandes organismos internacionales, y hasta la Iglesia, reconocen que «la educación sigue siendo un recurso escaso en el mundo» 16. Se habla de 260 millones de niños sin escolarizar.


e) ... porque la justicia social es irrenunciable


La desigualdad social, cultural, sanitaria, económica..., creciente en España entre las familias –tanto nativas como de inmigrantes–, sugiere sostener y mejorar la escuela obligatoria como amalgama interclasista y solidaria y como medida compensatoria de las diferencias. Máxime si decimos que la soberanía nacional reside en el pueblo, pues en democracia todos deben participar en la cosa pública.

A lo mejor, cuando José de Calasanz, a finales del siglo XVI (1597), creó la primera escuela pública gratuita en Roma, no pensó en la igualdad ni en la democracia, sino en la caridad cristiana. Pero enseguida vio que sus escuelas pías –gratuitas– podían cambiar la sociedad. Era eso lo que muchos temían: ¿quién haría entonces los oficios serviles, si todos aprendían a leer, a escribir y a contar? El apólogo de Menenio Agripa prevenía en su contra: como en el cuerpo humano, la sociedad necesita de cabeza, brazos y pies 17.

Con la Revolución francesa aumentó la exigencia de igualdad entre todos los miembros de la sociedad y empezó la exigencia de escuela para todos. A lo largo del siglo XIX, los Estados modernos promovieron y asumieron una escuela elemental obligatoria que, más que compensar diferencias, extendía a todos el suplemento escolar que se habían procurado las familias acomodadas, cuyos hijos ya gozaban en casa de un buen ambiente cultural. Eso caracteriza la escuela desde entonces, pues ciertas carencias domésticas no se compensan y repercuten mucho en el fatídico «rendimiento escolar». Hasta el punto de que «los deberes para casa» acentúan su contradicción: a los últimos les vendría muy bien realizarlos para recuperar su retraso, pero en sus casas es muy difícil hacerlos... y se atrasarían aún más.

Si extender a todos la escuela burguesa fue «caritativo» o si quiso elevar la cultura de la naciente mano de obra industrial ya importa menos. Lo esencial era combatir la desigualdad, que no está en los genes ni en la dedicación laboral, como si todos los miembros de la sociedad tuvieran que hacer lo mismo. Así nació, más bien, un ascensor social que, a pesar de mis reproches a la actual escuela selectiva, es bastante eficaz: la escolarización universal permite comprobar que hijos de obreros o de campesinos, incluso de inmigrantes recién llegados y con lengua propia, logran integrarse pronto y bien en la enseñanza secundaria.

Sin embargo, el fracaso escolar se mantiene y denuncia el error sutil y paradójico oculto en un eslogan que quiso ser socialista –pero poco– durante la transición española a la democracia: «Una escuela única igual para todos». No hacía falta ser un cristiano comprometido con los pobres para rectificarlo: «Una escuela mejor para los más necesitados». Porque «no hay nada tan injusto como tratar igual a quienes son desiguales» (LP 60). Y el mejor remedio contra el fracaso –de la escuela– es un apoyo compensatorio para los atrasados realizado por la propia escuela (no solo aparte y con legítimos voluntarios). En Italia se denomina doposcuola –«después de la escuela»– y es oficial en muchas. Aquí los apoyos oficiales no acaban de cuajar en todas partes.

En consecuencia, la escuela obligatoria para todos –cuyo garante es el Estado– nos ofrece un punto de acuerdo fundamental: buscar la igualdad democrática mediante el aprendizaje básico y mediante una convivencia social durante la infancia y la adolescencia 18. Con ser algo tan obvio, muchos no lo aceptan. ¿Y quién va a dudar de la importancia de otros valores concretos, como la liberté y la fraternité, por privilegiar la égalité correctora de un obstáculo previo evidente?


f) Nuestra Constitución es más liberal que compensatoria en educación


No parte de la necesidad de compensar las desigualdades de nadie, sino del derecho de todos a la educación. Más liberal que socialista, garantiza la libertad de enseñanza (CE 27,1) y explica que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana» (CE 27,2) 19. Aunque no detalla en qué consiste ese desarrollo, las últimas –y demasiadas– leyes orgánicas de educación 20 parecen concretarla en el logro de ciertas capacidades y competencias... (tal vez útiles para competir). Por ejemplo, la «ley Wert» (LOMCE, 9 de diciembre de 2013) se abre con un personalismo delicioso:


El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos y alumnas tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país.

[Pero luego concreta más:] La educación es el motor que promueve el bienestar de un país. El nivel educativo de los ciudadanos determina su capacidad de competir con éxito en el ámbito del panorama internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por un futuro mejor (Preámbulo).


Así que una diversidad invisible en el punto de partida se destapa en el de llegada: cada uno desarrollará más o menos cualidades durante su período escolar hasta poder acercarse algunos a la excelencia. La escuela selectiva –más que compensatoria– está servida: hoy los colegios publicitan sus recursos y habilidades didácticas y compiten entre sí en pro de la demanda surgida del sistema socio-económico. Es un hecho. Hasta una de las excusas o coartadas para someterse sin rechistar al mercado competitivo es lamentar el retraso de los mejor dotados: «¡Pobrecitos!, serán incapaces de competir si tienen que esperar a los rezagados». Pero no merecen una lágrima: una escuela compensatoria les enseñará además a ayudar a sus compañeros. Hablamos de la escuela obligatoria y no del bachillerato, ni de la formación profesional superior, ni de la universidad, donde la selección es indispensable por interés social.

Hay que optar por un punto de acuerdo universal sobre la escuela. Caben muchas posibilidades teóricas y prácticas, pero los profesores –a diario entre chicas y chicos de sus escuelas– pueden calibrar mejor si nos conviene partir de una necesidad compensable, como yo creo, o de la supuesta igualdad de todos para alcanzar la excelencia. Pero han de cuidar su propio riesgo: no ver más allá de la clase social de sus alumnos. Algo fatal que también es un hecho, incluso entre los religiosos de la enseñanza 21. Optar por la igualdad de niños y jóvenes será siempre una buena causa.

No hace falta decir que tal opción conviene también a los cristianos. Sería absurdo que antepusieran lo religioso, como si ellos formaran un mundo aparte. ¿Qué motivos llevan a muchos cristianos y a la Iglesia entera a interesarnos por la escuela? Es un capítulo esencial de mi añorada TE, que la confronta con el Evangelio de Jesús: ¿nos mueve un afán proselitista, la caridad, el hambre y la sed de la justicia? Por desgracia, hoy se abusa de argumentos a la defensiva de la escuela «católica» existente, pero mejor sería examinar la fe cristiana que suscitó aquellas vocaciones pedagógicas históricas. Porque todo indica que con la escuela hemos topado, señor obispo.


3. Nos jugamos la trama humanista del mundo


El análisis social y político nos ayudará a optar, o no, por la justicia escolar equitativa. Hoy predomina el pensamiento neoliberal en Occidente, pero nuestro sistema democrático no nos exige un pensamiento único, y podemos lograr acuerdos que corrijan el hecho incontrovertible de una injusta desigualdad nacional y mundial.

No obstante, bajo las opciones concretas suele haber alguna idea más o menos diáfana del ser humano (antropología) y en la que tampoco será muy fácil coincidir. La Declaración de los Derechos Humanos nos ayuda:


Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos [...] sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión pública o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.


Así que la dignidad de la persona y la justicia social nos brindan este acuerdo mínimo implícito en un encargo constitucional concreto a los poderes públicos:


Promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integre sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (CE 9,2).


Hay que «remover obstáculos» constatables casi a simple vista y cuyas consecuencias las estudia la sociología con detalle. Uno poco visible es fundamental en nuestro asunto: el desarrollo personal de muchos se puede malograr precisamente en la infancia y primera juventud. Tanto si falla la instrucción básica como si falla la educación.

En el aprendizaje escolar, el daño resulta más visible por comparación –entre unos y otros–, pues afecta a retos comunes y a una igualdad democrática básica. Por ejemplo, carecer de una buena lecto-escritura marca toda una vida. Aunque los analfabetos puedan votar, ¿qué información y participación real lograrán? La instrucción básica para todos en una escuela compensatoria puede y debe remover muchos obstáculos.

En lo estrictamente educativo –mucho más amplio–, hoy todos aseguran que la infancia es decisiva, aunque sus carencias sean menos visibles que la ignorancia escolar. Durante la niñez y la adolescencia se inicia la triple relación –con la realidad, con los demás y con el Misterio de la vida– que nos hace personas; y la falta de familia, de salud, de trabajo, de vivienda digna, etc., pueden vulnerar relaciones personales muy importantes. Hay otras carencias que «enferman el alma de Pierino», por muy instruido que sea, y también pueden dañar al último de la clase, porque nuestra humanización personal, más que un regalo de fábrica, es una llamada existencial a cada uno y se realiza y se malogra durante toda la vida con los demás.

Pues bien, este aumento personal, vocacional e histórico yo creo que es el principal motivo humanista para preocuparnos por la educación, como ciudadanos y como cristianos.

¿Acaso puede la escuela resolver la madurez de la gente? No. En todo caso, ayudarla, pero nuestra madurez no se concentra ni se limita a la escuela. Ninguna puede garantizar un buen desarrollo a ningún escolar, pero a muchos maestros –hombres y mujeres–, los docentes que tan fácilmente nos llamamos educadores, nos estremece una inquietud profesional: que ningún alumno nuestro se malogre. Y no hablo del riesgo, sino de la pasión personal por ayudarlos a tiempo y bien.

Formular este aspecto humanista de la vocación docente me resulta doloroso. De niño a adulto hay un arduo recorrido muy complejo que no todos realizan a su tiempo, ni después. El rey Ezequías lo expresó muy bien ante una enfermedad repentina: «Como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama» (Is 38,12). Pero también hay pérdidas más previsibles: conocemos personas que se quedan en un nivel personal inferior y es gente superficial, poco madura, «anestesiada por la banalidad» (Francisco), incapaz de afrontar retos humanos que nos son comunes. Y no depende de ser pobres o ricos ni de su éxito escolar: es pura falta de madurez, de esa educación que ni se recibe de otros ni la dan las escuelas. Me cuesta mucho decirlo, pero conocemos gente malograda en cualquier posición social. Con todos los derechos humanos –y divinos– a su favor, hasta el Evangelio dice que «pierden su vida» (no la eterna tras la muerte, sino esta terrena, que, para Jesús, se centra en el amor) 22.

Lejos de mí descalificar a nadie o establecer qué vida tiene sentido y cuál no. Gracias al respeto creciente hacia las personas con graves discapacidades nos cuidamos mucho de no discriminar a nadie. Al contrario: ellas nos acercan más al misterio de la persona y de las relaciones humanas. Por cierto, ¿no se necesita una pedagogía de lo misterioso (más que de lo ignorado)?, ¿dónde está? Cualquier vida humana –la misma que Jesús deseaba a todos «en abundancia» (Jn 10,10)– nos muestra dimensiones y aspectos ocultos capaces de hacer de un analfabeto, de un marginado o discapacitado grave una «gran persona». Hay que dar tiempo a que la vida misma nos ofrezca nuevas ocasiones para rehacernos, por muy recortada y superficial que haya sido nuestra vida anterior. Pero, mientras tanto, no podemos quedarnos indiferentes ante los que vemos malograrse. Si la dignidad personal aguanta graves carencias, los más necesitados nos reclaman respuestas: este sí que es un rasgo humano «de fábrica», ser responsable. Por eso, no responder a los desafíos de la vida colectiva, propia y ajena, también nos malogra a nosotros mismos.


a) Acordemos una antropología mínima laica y común


¿Qué idea del ser humano tiene la pedagogía? ¿No había «Filosofía de la educación» en nuestra carrera docente? Si hablamos de humanidad, hasta el Evangelio y la teología tienen algo que decir, como los otros grandes textos de las religiones y filosofías de todos los tiempos 23. ¿Acaso el hombre ya no guarda misterio gracias al psicoanálisis, a las neurociencias o, tal vez, a las exigencias actuales del desarrollo económico? Nadie, por laicista que sea, debería esquivar o recortar las aportaciones del pensamiento universal. Las religiones no solo hablan de Dios, sino del ser humano, escurridizo bajo una sola mirada. Y nadie, por creyente, religioso o teólogo que se sienta, debería eludir el pensamiento filosófico actual. Pablo VI, que decía que el cristianismo no lo era sin ser humano, aseguró también ante la asamblea de las Naciones Unidas –el 4 de abril de 1965– que la Iglesia era «experta en humanidad». Y mientras tanto los obispos del Concilio Vaticano II confesaban humildemente lo que estaban aprendiendo del mundo secular:


Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia (Gaudium et spes 55).


Hoy no todo es nihilismo, ni relativismo, ni agnosticismo escéptico. Aún podemos aprender, inquirir, reflexionar, orientarnos y decidir libremente. Aunque por el momento triunfe el pragmatismo económico –más dañino que el hedonismo– y nos invada por doquier una «indiferencia globalizada», como avisa el papa Francisco, aún no ha llegado el «sálvese quien pueda» ni se ha generalizado el odio al diferente. Si hemos generado una escuela competitiva y selectiva de los mejores –desde pequeñitos–, la culpa también es nuestra, de los padres y docentes, y hasta de los alumnos más mayores. Reconocerlo merece buscar una mínima antropología común.

No se trata de optar por alguna comprensión total del ser humano entre las muchas posibles; basta con ponernos de acuerdo en algunas certezas, como su ser efímero y caduco –¡nos morimos todos!– a la vez que maravilloso y capaz de sentirse eterno en cada presente. Desde el platónico «bípedo implume» o el aristotélico «animal racional» y «político», y hasta la «pasión inútil», de J.-P. Sartre, por ejemplo, hay diseños del hombre donde elegir. Pero nos contentamos con una filosofía existencialista orientada hacia el personalismo, un humanismo perfectamente laico, por muy cristiano que parezca. Lejos del egocéntrico «pienso, luego existo» cartesiano, comprendemos la persona vinculada al tú y al otro, relacional y responsable. Vemos al ser humano en relación permanente con el otro –y hasta con el totalmente Otro– y le vemos tejer su propio relato en busca de un horizonte de sentido donde insertarse 24.

El escolapio italiano, pensador y teólogo Ernesto Balducci expresó con sencillez lo que buscamos: «Quien todavía se profesa ateo, o marxista, o laico, y necesita de un cristiano para completar la serie de representantes sobre el escenario de la cultura, que no me busque. Yo no soy más que un hombre» 25.


b) El dinamismo humano parece muy sencillo


Me atendré a los hechos más que a las teorías y ensayaré después una modesta interpretación. Contemplo y anoto con ingenuidad dos hechos que condicionan a la gente de hoy, y especialmente a los jóvenes. Nada más.

El primer hecho es su necesidad de adaptarse al ambiente sociocultural dominante –ahora no hablo de cambiarlo– y que hoy comporta una creciente competitividad económica y laboral, típica del capitalismo. El segundo es su relativo margen de libertad y de creatividad personal no absorbido del todo por la pesada necesidad anterior. Dicho más sencillamente: los jóvenes no tienen más remedio que adaptarse al sistema competitivo y, junto a ello, también pueden crear algo propio en sus espacios de libertad. Nos es fácil verificarlo en la inmensa mayoría de chicos y chicas conocidos: acaban pasando por el aro común, y algunos logran cierta originalidad creativa en lo que llamaríamos deprisa su tiempo libre.

Solo con la primera parte no tienen poca tarea: adaptarse al sistema y hallar un hueco propio dentro de él. Admiro a las chicas y chicos que veo por la calle, en el metro madrileño o por televisión: se buscan la vida mientras van y vienen a clase, o a algún trabajillo inicial, o a hacer sus prácticas laborales, o a ninguna parte, con un buen peso a sus espaldas infinitamente mayor que sus mochilas. Los mayores que circulan por esos mismos sitios no lo llevan, su peso es más liviano y, mejor o peor, ya han aterrizado, pero los jóvenes todavía no: tienen ante sí todas las ilusiones posibles, pero con muchísimas dudas y no pocos miedos. ¡Faltan por concretar tantas cosas!, ¡hasta su aspecto físico, su orientación sexual, sus aprendizajes más urgentes y necesarios! 26 Y además se ven ante un rápido futuro que se les echa encima.

Y, por si ese peso fuera poco, se suma con la otra instancia: su propio margen de creatividad se ve solicitado por tendencias, modas, propaganda, aficiones, situaciones y relaciones con gente nueva y diferente de sus círculos cotidianos o casuales y hasta por Internet. Relacionarse y encontrar su pareja es una tarea importante frente a la soledad y también pertenece a su propio margen de libertad.

Por lo demás, no sé si la creatividad juvenil de estas dos décadas del siglo XXI los llevará más o menos lejos de cuanto recorríamos a su edad en el 68, cuando muchos viajaron sobre las drogas y sobre los nuevos moldes de la vida hippy. Los actuales, sin duda, viajan más kilómetros reales sobre sus erasmus o, los menos pudientes, por su cuenta; y no digamos los emigrantes de tantos países y lugares, forzados por la falta de trabajo y de un futuro mejor. También los voluntarios se van muy lejos de sus hogares a mundos donde su horizonte vital se enriquece enormemente. Entre ambas urgencias –un hueco en el sistema y un cielo libre y personal–, la gente de hoy vuela desde su adolescencia y pubertad muy lejos en busca de sí misma.

Paulo Freire añadiría a esta instantánea una tercera urgencia más honda y humana: transformar la realidad. Además, puede que esta sencillez se complique con el subsuelo del que se nutren las raíces de los jóvenes actuales. Los adultos apenas lo percibimos, pero conocer el inconsciente de una época 27 es más importante y difícil que redactar al respecto un capítulo auxiliar (el segundo).


c) Radiografía del devenir existencial y educativo


De esa sencilla descripción de la juventud se puede hacer una radiografía con la pauta teórica de dos buenos autores ni siquiera de primera fila: entre sus obras han pasado más de cincuenta años, pero los prefiero por moverse ambos en un contexto pedagógico.

Miguel Benzo, en un libro de 1963 para universitarios 28, describió al ser humano como un ser temporal, caduco y a diario entre presente, pasado y futuro; libre relativamente, claro está; acosado además bajo la amenaza del dolor, de la muerte y de una especie de destino anónimo conductor, y, por fin, como un ser ansioso, que parece no coincidir nunca consigo mismo y con sus ideales y, en el mejor de los casos, en busca de verdad, bondad, hermosura y compañía. Son cuatro elementos que iluminan y explicitan los dos raíles antes descritos y reclaman la resistencia y fuerza creadora del hombre sobre sí mismo y sobre la historia.

Vincenzo Costa, profesor de Filosofía en la Universidad de Molise (Italia), publicó en 2015 su Fenomenología de la educación y la formación, que las describe como parte del mismo proceso vital humano:


Un dinamismo originario de la existencia [...] mediante el cual un ser humano entra en un horizonte de sentido [...] Se inserta en una trama de sentido –o se apropia de ella– [...] Un proceso vinculado a una interpretación precedente para construir una nueva, guía de nuevas acciones 29.


Se trataría del devenir personal –existencial, biográfico y educativo al mismo tiempo– del que Costa acentúa la tonalidad emotiva que tiñe nuestra atención y contacto con el exterior, hasta percibir algún sentido posible para la propia vida. En realidad, dice, todos experimentamos significados más que objetos (p. 186) y acentúa también la necesaria narratividad de nuestra mente, pues «vamos siendo» en el tiempo y «el presente siempre es posterior al futuro» (p. 179). Por eso, a veces nuestro malestar depende de un «malcontarnos» a nosotros mismos. Como no podía ser menos, Costa también insiste en que nuestras relaciones interpersonales son fundamentales, pues «la identidad no preexiste a la relación» (p. 227). De ahí el enorme riesgo infantil y juvenil de encerrarse en alguna tribu de iguales. Algo que tampoco debería pretender escuela alguna, sino estar abierta a todos, según dijimos.

También esta fenomenología enriquece nuestra descripción inicial y destaca la necesidad de construir –o encontrar– sentido dentro del horizonte vital, además de la importancia de las relaciones personales y de nuestra acción en el mundo.


d) Una síntesis educativa modesta y propia


Hace ya mucho tiempo que con la aportación teórica de estos y otros autores verifiqué mejor mi propia síntesis pedagógica perfilada con las notas filosóficas del mismo Paulo Freire, del que tomé su concepto fundamental de desafío existencial. Y, en resumen, yo diría sencillamente esto: nos vamos haciendo como persona ante los desafíos de la vida común en torno a nosotros. Cada uno los responde –o los evita, que ya es una respuesta– por sí mismo (según sus límites y su relativa libertad) y, casi siempre, según las respuestas a su alcance dentro de su propia red de relaciones. Es la red en la que hemos captado –o no– muchos de los desafíos. En definitiva, siempre repito que nos educamos juntos al hacer frente a los desafíos de la vida colectiva.


e) Y la palabra está siempre por medio


En esta síntesis tan breve conviene subrayar un ingrediente esencial y semiescondido que tanto Freire como Lorenzo Milani tienen muy presente: la realidad solo empieza a serlo para nosotros cuando tiene nombre. Es decir, apalabramos lo real en el lenguaje verbal materno y así lo extraemos del puro caos y lo distinguimos, lo hacemos cosmos y mundo (como en el relato de la creación de Gn 1,2-3), es decir, ordenado, bello –cosmético–, no inmundo. Lo que antes era informe y caótico se hace patente en la palabra, que es el «redil del ser». Hoy recibimos un mundo ya nombrado y a menudo sentimos la necesidad de volver a nombrarlo nosotros mismos. Podríamos decir que vivir es una múltiple relación con el entorno, ¡tan grande y tan cercano! Escuchamos sus llamadas y las respondemos 30.

Que nos educamos juntos es verdad hasta por nuestro vocabulario: en parte es propio, pero también es social, y con él empezamos a percibir los desafíos (naturales, histórico-sociales, etc.) y a configurar nuestras respuestas. Como Adán –el Hombre–, hemos recibido el mundo ya creado por otra voz, pero podemos –y debemos– volverlo a nombrar y a recrear en lo posible: «Y llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas llamó noche» (Gn 1,5), etc. Y después: «El Señor Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba y para que cada ser viviente tuviera el nombre que el hombre le diera» (Gn 2,19).

Sin la palabra –como sin el diálogo– no es posible una vida humana, y la antropología personalista es inevitablemente social, con un dinamismo comunitario, además de personal, que ensancha el horizonte de sentido de nuestra vida y nos hace madurar singular y colectivamente. O, al contrario, nos deja desperdiciar el tiempo y nuestras oportunidades y compañías concretas.


4. En resumen


Que la tentación antiescolar aumentará en esta sociedad, tal y como va. Puede que abandone la escuela –hasta por incorregible– o que le sea más útil y rentable privatizarla todo lo que pueda; y esto no debería alegrar a la Iglesia de ninguna manera, creo yo. Como guardería no la cerrará, pues cada vez tiene más demanda, pero nos dirán que sin escuela también se aprende mucho y que, además, se puede ser buena persona (y buen cristiano). Con esto se demostrará el desdén social por la justicia equitativa y, en definitiva, por los últimos. Millones de niños –no solo del Tercer Mundo– necesitan el pan y la palabra. Vea cada lector con quién quiere estar antes de postergar la escuela.

Eso sí, usarla para un fin proselitista –política, ideológica o religiosamente– es una perversión vergonzosa. Puede que el poco éxito del proselitismo ideológico escolar haya rebajado mucho el interés: «Si ya no moldea jóvenes a nuestro gusto, por lo menos que las aulas los entrenen para la dura competencia social», como parecen sugerir hasta las leyes educativas. Hay cristianos, hasta socialistas, que no piden más a las escuelas de sus hijos. En cuanto a la Iglesia, «si los colegios ya no dan vocaciones religiosas y ni siquiera dan cristianos practicantes, será mejor acentuar una “pastoral juvenil” paralela en manos de los laicos que nos hereden». Pero ¿y si lo más cristiano de la escuela estuviera en sus clases?

La mera instrucción es un arma en la lucha social. Su poder es de primer orden y es un gran peligro para cuantos aborrecemos la lucha de clases. La propia Iglesia nos lo advirtió en 1977, y quien ignore un aviso tan explícito no debería trabajar en ningún colegio, ¡ni católico ni público! Pues si este se dedica «exclusiva o preferentemente a elementos de una clase social ya privilegiada, contribuiría a robustecerla en una posición de ventaja sobre la otra, fomentando así un orden social injusto» 31.

Y sus posibilidades son enormes. La escuela guarda algo tan seductor que merece nuestro total apoyo: es verdad que, si ella faltara, la realidad, los otros y lo misterioso del entorno –Dios para muchos– nos seguirían desafiando y haciéndonos crecer y madurar... Pero ¿no podría ella asomarnos desde niños a todo eso? Un buen ventanal abierto sobre el caos, que se aclara y se ordena en la palabra, nos ayudaría mucho a educarnos. ¡Nunca un búnker donde ignorar la cruda realidad!

¿Aceptarán las escuelas católicas estos acuerdos? ¡Cómo no!, aunque ellas se protejan bajo otros sólidos Acuerdos de España con la Santa Sede, estos podrían formar parte callada y humilde del gran Pacto educativo global que el papa Francisco ha iniciado, porque muchas de ellas nacieron para hacer justicia a los pobres y han arraigado en culturas periféricas casi olvidadas donde se niegan a colonizar a sus alumnos con nuestra cultura occidental dominante. Escuchemos más su voz y su experiencia, pues todo lo dicho aquí pretende ser humano y, por eso, también será cristiano.

Con la escuela hemos topado

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