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ОглавлениеUn breve prólogo... ¡español!
Esta modesta y lamentablemente un poco –si no un mucho– desordenada biografía se ha escrito para ser publicada y, dentro de lo posible, también difundida, ante todo en español y en España.
Quienes hemos tratado de confeccionarla y la firmamos somos conscientes de que, en España, por lo menos en determinados ambientes no muy sinceramente religiosos, antes aún que católicos, Pablo VI no fue tan conocido ni comprendido, aceptado ni amado, como lo fue y sigue siendo en otros países y ambientes que, en cuanto a católicos y a sinceramente religiosos, pasaban y siguen pasando por serlo menos que nosotros los españoles. Algo que, nos parece, no deja de tener y de haber tenido su vertiente paradójica y... contradictoria.
Muy verdad es que quizá no sea el caso de revolver un pasado que, por supuesto todos o por lo menos la inmensa mayoría, deseamos ver superado, no sin aceptar la responsabilidad individual y colectiva que a unos y a otros no deja de afectarnos para su superación. Es lo primero y principal que sentimos nos anima a aprender del ejemplo sereno de un hombre tan ejemplar y tan hombre que se llamó y sigue siendo recordado como Juan Bautista Montini, pero sobre todo y aún más como Papa Pablo VI.
Quisiéramos ante todo dejar aquí constancia quienes hemos escrito esta biografía –conscientemente escasa, por personal inadecuación nuestra más que por tibieza de deseo y convicción, con respecto a un gran Papa culto, humilde y santo–, de que compartimos íntimamente el deber de hacer justicia a la heroica y paciente ejemplaridad cristiana de Juan Bautista Montini/Pablo VI.
Una ejemplaridad que, hasta donde nos sea posible, nos proponemos, o más bien quisiéramos, reflejar en las páginas de este libro. Somos conscientes, no obstante, de que es muy difícil, por no decir imposible, describir con adecuación, mediante palabras y expresiones lamentablemente pobres, las virtudes practicadas con ritmo creciente, a lo largo de toda una vida: de niño y adolescente precozmente ejemplar; de joven seminarista íntimamente convencido y decidido a seguir la llamada de lo Alto; de sacerdote resuelto a entregarse de lleno al servicio directo y exclusivo de las almas: un sacerdote sin embargo que, por heroica obediencia, tuvo que ¡y supo! ver en una entrega absorbente, a dedicación plena, a una tarea de «burocracia vaticana» la heroica inversión vital de su vocación de sacerdote, que en ningún instante de su vida se olvidó de serlo y lo fue durante una veintena de años jóvenes; que fue un aparente, sacrificado y generoso «burócrata», trocado luego de repente, por aceptada obediencia, en Arzobispo de la archidiócesis más difícil y exigente de la Iglesia, convertido de manera heroica, sólo aparentemente improvisada, en pastor profesional, sucesor de santos grandes y remotos que le dejaban una herencia inmensa; de santos remotos y grandes nunca olvidados, que fueran y seguían llamándose, en la hagiografía cristiana, San Ambrosio y San Carlos (Borromeo); y de beatos más recientes en camino de ser declarados santos –ya lo han sido–, frescos en el recuerdo de todos con los nombres de Ildefonso Schuster y de Carlo Ferrari.
Arzobispo pastor sin ejercicio previo de pastoreo, inmediato ni remoto, Juan Bautista Montini se vio obligado a ser sucesor de unos y de otros. Fue Arzobispo y lo hizo bien, heroicamente bien, al frente de la Archidiócesis más difícil y poblada de la Iglesia que se llamaba (y sigue llamando) Milán, con sus abundantes cinco millones de habitantes, todos católicos menos cien mil de ellos, con sus 1.200 parroquias, sus (entonces) 2.500 sacerdotes, (ah, y con cinco obispos auxiliares como ayudantes...). Milán, una capital de provincia y región –la Lombardía– esencialmente industrial, de las más de Europa, con las consiguientes enormes dificultades y problemas...
Lo hizo bien, vaya que sí, el Arzobispo Montini, a quien, desde por aquellos años, acaso nadie había apreciado tanto y profesado tan sincera, serena y creciente admiración y amistad como el que fuera visitador apostólico en las remotas –más por entonces que... por ahora– Bulgaria y Turquía, enviado en 1925 para largo por Pío XI, y que sería después nuncio en Francia, enviado en 1945 por Pío XII, Giovanni Roncalli.
La amistad entre ellos nació, parece ser, porque por aquellos años Juan Bautista Montini era la «mano derecha secretarial» de los papas Pío XI y Pío XII, a quienes muy humildemente representaba y a cuyas órdenes fielmente estaba el visitador, primero, y nuncio apostólico, después, Giovanni Roncalli. El cual Roncalli puntualmente informaba y dócilmente pedía orientaciones por carta al Papa cada vez que necesitaba sus directrices o refería sobre sus contactos con los gobiernos o con la modesta escasa jerarquía de la reducida porción religioso-católica en Bulgaria y Turquía, primero, y más numerosa en la católica Francia después.
Los informes y demandas de orientación del visitador y nuncio Roncalli iban dirigidos a los papas respectivos, pero era más frecuente que raro que un papa y otro los pasasen para lectura y adecuada respuesta al Sustituto y Prosecretario de Estado Juan Bautista Montini: el cual formulaba respuestas muy medidas siempre a su casi paisano lombardo en la versión oficial, permitiéndose en muchos casos añadir expresiones de sincera y creciente estima que era más bien amistad. Lo cual explica que el Roncalli de Bérgamo, que llevaba con muy dócil obediencia su nada fácil tarea de representación en partes tan entonces remotas de Europa, no dejaba de apreciar el toque de amistad personal que su vecino de Brescia deslizaba como remate de las cartas oficiales.
La amistad entre ambos parece ser que surgió de aquellos contactos tan simples, pero se maduró por otros a lo largo de los años, basada más en una recíproca percepción de la sincera bondad por cada uno del otro, aun en la lejanía, que en la frecuencia de contactos, volcado cada uno de ellos, en entrega generosa y total a sus misiones apostólicas. Tuvieron, sí, ocasión de algunos encuentros personales, que fueron muy pocos y breves: cuando, una vez al año y, en períodos difíciles de guerras como la Segunda Mundial, cada dos o tres años, el visitador apostólico Roncalli pasaba por el Vaticano para referir al papa y saludar de paso al Prosecretario. Y tuvieron alguna más, pero no muchas, cuando el de Bérgamo había sido nombrado Cardenal-Patriarca de Venecia (enero de 1953), poco antes de que el de Brescia (noviembre de 1954) hubiese sido, de manera más sorpresiva, nombrado Arzobispo (¡que no cardenal!) de Milán.
No tardó en morir Pío XII (9 de octubre de 1958), el que los había nombrado arzobispos de Milán y de Venecia a uno y a otro. Con su muerte, la de Pío XII, había llegado la hora de que fuese elegido, por el Colegio cardenalicio, un sucesor del Papa muerto. Roncalli, hombre sincero que interpretaba la sinceridad como rectitud, se dejó –y ya lo había hecho en alguna ocasión, de manera inocentemente discreta– escapar que él no veía mejor sucesor del Papa fallecido que en el Arzobispo de Milán. El cónclave –a pesar de que el número total de cardenales era escaso: 51– resultó largo y difícil: cuatro días (del sábado 25 al martes 28 del mismo mes de octubre) y once votaciones. Resultó elegido Angelo Roncalli con el nombre de Juan XXIII. Sobraban razones para pensar que el nuevo Papa hubiese preferido ver a Juan Bautista Montini en su puesto, porque lo consideraba más capacitado. No obstante, aceptó con humildad su cargo. Se da como probable –nosotros lo damos, con muy sinceras razones– que el que fue elegido para suceder al Papa muerto, el tan ejemplar Papa Buono Giovanni XXIII, hubiese empezado votando al que era Arzobispo de Milán. Sólo que Pío XII lo había nombrado sucesor de los mencionados San Ambrosio, San Carlos Borromeo, y candidatos a beatos y santos Ildefonso Schuster y Carlo Ferrari, pero no lo había nombrado cardenal, título y responsabilidad vinculada a la presidencia religiosa de la también denominada Archidiócesis Ambrosiana. Y aunque el cardenalato no sea condición esencial previa para Papa, sí es indispensable para ser elegido tal. Porque en la hipótesis de que, no siéndolo, el elegido recibiera el número suficiente de votos y viviese, un suponer, en la periferia de Roma, tal que en Castelgandolfo, y peor si... en la isla de Lampedusa, el cónclave tendría que suspenderse en tanto el elegido tendría que desplazarse a Roma y ser investido cardenal como condición previa.
Pero ocurrió una cosa llamativa a la que quizá se vuelva a aludir, de manera superflua para los que recuerden este detalle. Nada más ser elegido Juan XXIII, una cosa muy significativa que hizo fue nombrar primer cardenal de su pontificado al Arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini. Lo cual, que si Montini no fue por ello más cardenal que ningún otro de los primeros 23 que nombró el Papa Juan XXIII en su primera promoción cardenalicia, a los que se sumaron dos promociones más con un total de 45 nuevos cardenales: sí, de todos ellos, Juan Bautista Montini fue el primero –primer cardenal de Juan XXIII–, lo que no constituyó ningún motivo de orgullo para él que cifraba su entrega a Dios en razones más profundas, como bien sabía su entrañable amigo y admirador San Juan XXIII, pero fue algo que lo hizo apreciar mucho.
De igual suerte el Arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini, apreció y ya venía apreciando mucho desde largo a Juan XXIII, sin hacer ruido con tal aprecio, como tampoco lo hacía Juan XXIII del aprecio que sentía y tenía hacia él. Un aprecio sincero y recíproco que pudo ser que en algunos despertase celotipias más o menos... contemporáneas, pero que hoy en que ambos están en el cielo habiendo sembrado tan buenos ejemplos, a todos nos conmueve y trueca en estímulo de bien.
Quisiéramos añadir mucho más sobre el tema de las virtudes y méritos del ya Beato Pablo VI, no desvinculado de su relación con un ya Santo Juan XXIII. Pero esto arrancó, y quiere seguir, como simple breve prólogo para un libro pensado para difusión acaso reducida que... no tendríamos inconveniente en que más bien fuese... amplia. Un prólogo alimentado de preferencia por voces de nuestra lengua y de nuestro ámbito geográfico, para un libro sobre un gran Papa Pablo VI ¡culto, humilde y santo!
Nuestro compromiso resulta poco menos que imposible de reflejar, pero para ello pedimos contar con la ayuda de lo Alto y con la buena voluntad –sinceramente agradecida, que pedimos a Dios la premie– de quienes tengan la amabilidad y paciencia de leernos.
Un libro, ya adelantamos y reiteramos, escrito para difusión principalmente en España y para lectores previsiblemente también españoles. Es por eso por lo que le anteponemos un prólogo de testimonios, pocos pero sinceros, de obispos españoles. Habría unos cuantos más, pero consideramos suficientes, por su sincera y reconocida ejemplaridad, los pocos –tres– que se recogen, en representación de muchos más, que en lo sustancial son y serían coincidentes. Son los testimonios de D. Elías Yanes, de Zaragoza; del que lo fue, por algún tiempo, de Ávila, D. Maximino Romero de Lema, y de D. Ramón Torrella, que murió siéndolo emérito de Tarragona... Y parte de una larga entrevista con el Cardenal Tarancón, que mantuvo un trato muy cercano con Pablo VI.
Habla don Elías Yanes, antiguo presidente de la CEE
CEE está, en abreviatura, por Conferencia Episcopal Española. Don Elías Yanes fue uno de sus primeros presidentes. Salvo error sucedió, en dicha presidencia, al Cardenal-Arzobispo de Santiago de Compostela, don Fernando Quiroga y Palacios. (Por aquellos tiempos, los apellidos se solemnizaban con el empalme de la conjunción copulativa y).
Don Elías, como se le llamaba sin necesidad de añadir su simple y único apellido, fue muy estimado por los obispos y también por los que no lo eran. Al tiempo que Presidente de la CEE, fue también Arzobispo de Zaragoza. Y había sido, antes, Obispo auxiliar de don Gabino Díaz Merchán, en la de Oviedo.
Durante su período de presidente de la CEE se celebraron en Madrid (20-21 de mayo de 1994), en la calle Añastro, donde la CEE tenía –y, salvo error, sigue teniendo– su sede, unas jornadas de estudio sobre Pablo VI y España, convocadas por el Istituto Paolo VI de Brescia en colaboración con la UPSA (Pontificia Universidad de Salamanca).
A don Elías le correspondió dar –¡lo hizo con palabras muy amables, como eran siempre las suyas!– una cordial bienvenida. Fueron palabras muy breves, sinceras y cordiales, que todos escuchamos y aplaudimos con gratitud.
Algunas de sus palabras en tal ocasión, ya a considerable distancia, sirven para este prólogo referido al Beato Pablo VI. (La verdad es que Beato ya lo era virtualmente entonces, y también santo, pero todavía no reconocido: un favor que debemos, y... ¡mucho agradecemos! al buen Papa Francisco).
Las palabras de bienvenida de don Elías, en tal circunstancia, fueron las siguientes:
Para la Conferencia Episcopal Española es un motivo de profunda satisfacción ofrecer la modesta hospitalidad de esta sede y de estos servicios de la Conferencia a quienes participan en la reflexión de las presentes Jornadas.
Motivo de especial satisfacción es saber que se trata de un tema de importancia grande para la vida de la Iglesia en España, tema que será tratado con rigor científico, como es habitual en los estudios promovidos por el Istituto Paolo VI.
Se nos ha recordado que no se trata de unas jornadas de exaltación de la figura de Pablo VI sino de estudio riguroso, de aportación de documentos y de testimonios que permitan conocer ese período de la historia de la Iglesia y no perder esa experiencia de la vida de la Iglesia que es reciente pero que a veces por incuria, por falta de atención, podría quedar relegada al olvido en aspectos importantes.
Si se me permite, y acogiéndome al género literario de los testimonios, no puedo menos de expresar mi personal gratitud y reconocimiento por la atención que se presta a la figura de este gran Pontífice.
Puedo aportar una pequeña anécdota que para mí tuvo un gran significado y que pienso que significa cuál fue su actitud en aquella situación conflictiva que se produjo en amplios sectores de la Iglesia en la etapa del Posconcilio.
Yo había sido elegido recientemente Obispo auxiliar de Oviedo y acompañaba al Arzobispo de la diócesis ovetense, Monseñor Gabino Díaz Merchán (era el año 1971 o 72) con motivo de la visita ad limina. Pablo VI nos concedió una audiencia y mi Arzobispo dio cuenta de los problemas pastorales que se planteaban en aquellos momentos en nuestra diócesis, como en muchas otras diócesis españolas. Una situación especialmente difícil, con tensiones intraeclesiales fuertes, un gran desconcierto, dificultades, además, que fácilmente tenían un carácter público porque, con frecuencia, tenían relación con la situación política vigente en aquel momento.
Mi Arzobispo explicó cómo trataba de actuar en tal situación, poniendo énfasis en la paciencia, en el esfuerzo por escuchar a todos, pero al mismo tiempo pidiendo luz: «¿Es esto lo que tenemos que hacer o, como otras personas nos aconsejan, es necesario dar normas, acudir a penas canónicas, tomar una actitud de mayor recurso a la autoridad?». Mi Arzobispo lo preguntaba con sincero deseo de tener luz para orientar su acción pastoral de acuerdo con lo que el Papa pensaba.
Pablo VI nos dio una respuesta que sé que en términos semejantes dio a otros obispos. Comenzó comentando: «¡Cuánto me alegro, cuánto consuelo recibo de saber que los obispos tienen esta línea de conducta como usted me ha explicado!». Y, pensando en voz alta, continuaba como meditando con nosotros: «En otras épocas, ser obispo era un honor: hoy es, ante todo y sobre todo, un servicio». Y añadió esta frase que a mí se me grabó profundamente como una luz, sobre todo para los momentos de tensión y de dificultad que en aquel momento vivíamos: «El obispo tiene que estar siempre dispuesto a tender la mano a aquellos que no lo merecen». Era como una síntesis de su encíclica Ecclesiam suam.
Unas «pinceladas» del Obispo Maximino Romero de Lema
Intentaba uno superar generalidades acerca del Obispo Maximino Romero de Lema y tropezó con una evocación firmada por don Laín Entralgo, el gran presidente de la Real Academia Española:
Cuando, ante una inexorable muerte próxima, volaba de Roma a Santiago con el propósito de despedirse de la vida mortal y ser inhumado en su tierra, ha fallecido Maximino Romero de Lema, sacerdote. Había sido obispo en España, arzobispo en Roma, secretario de la Congregación del Clero, tantas cosas más. Pero yo estoy seguro que al recordarse tras su muerte, él hubiera preferido que se hiciera uniendo a su nombre esta sola palabra: sacerdote... Para ser sacerdote, no para ser obispo, renunció al brillante porvenir que le ofrecía su reciente licenciatura en Derecho y –una entre las «vocaciones tardías» de aquellos años– sintió irrevocablemente la que en él era más profunda y pasó de jurisperito a seminarista, sin duda con el ánimo de llevar a la Iglesia, en la medida de sus fuerzas, el mundo secular de que era parte.
¡Qué bien dice don Pedro Laín lo que... dice! Uno no quería alargarse, pero lo que dice don Pedro Laín es tan digno –¡también de don Maximino!– que no se quiere interrumpir la cita, recordando otras palabras del que fuera director de la RAE:
Durante los años en que tanto por razones estrictamente religiosas como por razones puramente humanas había que salir de aquella alianza poder-altar que los españoles llamamos nacionalcatolicismo, Maximino Romero de Lema, a quien Pablo VI quiso y no pudo nombrar arzobispo de Santiago de Compostela, en esa empresa colaboró silenciosamente. Como, no silenciosamente, de manera tan eficaz lo hizo el Cardenal Tarancón. Ciertamente se ha dicho de él que fue liberal frente a los integristas, moderado frente a los radicales y pensador frente a los agitadores. Así, hasta su muerte; primero, en España; luego, en Roma, y por fin, entre Roma y España.
A este punto, la cita tomada de Romero de Lema para este largo prólogo para lectores españoles arranca así:
No tengo la osadía de diseñar la personalidad de Pablo VI. Sólo algunas observaciones directas, como pinceladas. Ante todo, era una personalidad superior, con arraigo histórico, que no admite simplificaciones hechas a veces tópico fácil. Fue considerado un intelectual, formado en una cultura brillante, dominante en Europa y más en concreto francesa, con dificultad para entender la historia de España.
Mi observación es otra: yo pienso que el joven Montini, el sacerdote Montini, era una personalidad genialmente italiana. Por la formación en su familia. Por la historia de Italia en aquel período concreto, vivida en la escuela de su padre. En aquel clima católico, con personalidades de tanto relieve, en el pensamiento. Entre movimientos sociales importantes, con correspondencia con movimientos europeos paralelos.
Pablo VI conocía y comprendía España y su misión histórica y evangelizadora. Conocía bien la literatura clásica española. Lo pude observar en la preparación del doctorado de Santa Teresa. Y, por lo que se refiere a la cultura contemporánea, por decisión de Pablo VI están en los Museos vaticanos obras de pintura y escultura española contemporánea de Venancio Blanco, Eduardo Chillida, Javier Calvo, Salvador Dalí, José Ortega, José de Oteiza, Benjamín Palencia, Pablo Picasso, Nicanor Piñote, Joaquín Vaquero Turcios, Manuel Vilaseñor. Colaborando en estos trabajos con Monseñor Pasquale Macchi, tuve ocasión óptima para tratarle.
El interés de Pablo VI por las cosas de España lo manifestaba en muy distintas ocasiones, ya como sustituto de la Secretaría de Estado vaticana en tiempos de Pío XII. Relato un episodio del que fui testigo: Siendo embajador ante la Santa Sede Fernando Castiella, llegó a Roma don Ángel Herrera Oria, al cual veneraba Castiella, vieja amistad suya desde los Estudiantes Católicos. Puso verdadero interés en su encuentro con Monseñor Montini y Montini aceptó. El encuentro se produjo en la embajada de la Piazza di Spagna. Éramos cuatro personas: el sustituto Montini, el embajador Castiella, Ángel Herrera y yo. Fue una de las conversaciones más interesantes que he tenido ocasión de escuchar con temas que fueron la Iglesia, la cuestión social y la libertad.
El clima de esta tarde me hace difícil comprender algún episodio posterior del Castiella ministro. La comprensión y el amor a España y a la Iglesia de España se muestra en palabras de Pablo VI.
Cuando el 25 de septiembre de 1975 Pablo VI canonizó a San Juan Macías, quiso destacar, ante la Plaza de San Pedro llena, algunas características que concurrían en la vida del nuevo santo: «La primera, su origen español, hijo de una nación cuya historia encuentra sus expresiones más altas y decisivas, que marcan el carácter de su pueblo, en las figuras de sus santos, como Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz... Sólo recordar sus nombres constituye un auténtico homenaje que se tributa a España. Un homenaje que siento poder subrayar por mi parte dirigido a una nación por mí muy amada y que la Iglesia entera, tan bien representada en esta Plaza de San Pedro por millares de peregrinos venidos de todo el mundo desean rendir conmigo a esta tierra de santos... Esta alegría podría ser más plena si estos días no hubiesen sido ensombrecidos por los acontecimientos de todos conocidos...»
Cómo Ramón Torrella Cascante recordaba a Pablo VI
Uno se recuerda viajando en tren, hacia finales de los años sesenta, en un departamento compartido, entre otros, con dos clérigos de respetables semblante y cultura ocupados en una conversación interesante a pesar de mi distancia del tema. Aun fingiendo desinterés, todavía retengo lo sustancial. Hablaban de un cura llamado Torrella, consiliario de la JOC (Juventud Obrera Cristiana)[7], residente en la diócesis de Madrid dependiente del obispo Eijo y Garay.
Eran tiempos en que tener algo que hacer, aunque fuese de orden espiritual, con grupos sociales (peor si obreros), aunque se apellidasen cristianos como la JOC, implicaba riesgo de conflictos con las autoridades eclesiásticas, en gran parte sintonizadas con las franquistas. Tal era la ejercida por Eijo y Garay, que sintonizaba con el nacionalcatolicismo de la época.
Aunque nacido en Cataluña (Olesa de Montserrat, 30 de abril de 1923), Ramón Torrella ejercía en Madrid, donde la JOC tenía su sede central. En Madrid mandaba mucho (¡en sintonía con un gobierno con el que sintonizaba casi más que con un distante Vaticano!) el obispo Eijo y Garay. Si por residencia Ramón Torrella vivía y celebraba misa en terreno del obispo de Madrid, siendo tiempos anteriores al Vaticano II que creó las Conferencias episcopales, el poder eclesiástico estaba en manos del Arzobispo de la archidiócesis primacial, que era la de Toledo, regida por el Cardenal Pla y Deniel, un eclesiástico conservador de ascendencia catalana con sensibilidad social. Por ello se situó de parte del consiliario Torrella cuando, por su conducta favorable a la justicia en pro de la JOC, Eijo y Garay le prohibió celebrar misa en su diócesis. Lo cual puso de su parte a Pla y Deniel, diciéndole que si el obispo de Madrid no lo dejaba actuar como cura en su territorio, la prohibición carecía de validez en su territorio. Para ello optó por mandarle todas las mañanas un coche que lo desplazaba hasta Illescas, territorio toledano limítrofe con Madrid donde podía celebrar.
Fue cuando Pablo VI intervino en favor de Torrella llamándolo a Roma y ofreciéndole cargos de responsabilidad en varias instituciones creadas por el mismo Papa tras el Concilio (Secretariado para la Unidad de los no-Cristianos, Consejo de Laicos, Consejo pontificio Cor Unum, Comisión Justicia y Paz). La situación de Torrella encontró una espléndida solución hasta que, ya en 1983, el mismo Pablo VI lo creó Arzobispo de Tarragona, cargo que desempeñó hasta su renuncia por razones de edad en 1997, y su fallecimiento en abril de 2004.
Comprensible que, dadas sus vicisitudes vivenciales y su proximidad a Pablo VI, Ramón Torrella tuviera testimonios que expresar sobre su relación con dicho Papa. Unos testimonios, que aun en resumen, ocuparían muchas páginas, que en este caso han de ser obligadamente muchas menos:
El cardenal Montini fue elegido papa el 21 de junio de 1963. Era el candidato indiscutible por la experiencia de sus 17 años en la Secretaría de Estado y por sus nueve años como arzobispo de Milán. Al morir Juan XXIII había afirmado que el testamento de Juan XXIII no podía quedar encerrado en un sepulcro. A él le tocó recoger con fidelidad la herencia de su predecesor. Fue un papa providencial para terminar el Vaticano II y dirigir su aplicación con humildad y fortaleza, con prudencia y valentía.
Pablo VI instituyó los nuevos organismos deseados por el Concilio que dieron a la Curia romana una nueva fisonomía. (...) Además de los nuevos organismos posconciliares, promulgó la constitución Regimini Ecclesiae universae, que acentuó el carácter universal de sus miembros, sobre todo en sus responsables superiores, evitando el carrerismo, porque los altos cargos recibían el nombramiento del papa para cinco años mientras antes eran prácticamente cargos vitalicios. (...)
El 6 de noviembre de 1970 se publicó mi nombramiento como vicepresidente del Consejo de Laicos y de la Comisión Justicia y Paz. Siempre he considerado que mi nombramiento obedecía al deseo de Pablo VI de tener en la Curia a un obispo español. Me incorporé a la Curia el 5 de enero de 1971. Fue como un regalo de Reyes porque el día de la Epifanía tuve que asistir al acto de entrega del Premio Juan XXIII de la Paz a la Madre Teresa de Calcuta. (...) Las audiencias de trabajo con Pablo VI solían tener una duración entre 40 y 50 minutos y al final era cuando el papa hablaba de cosas más personales. Un día me preguntó sobre la situación en España y tuvo esta frase en un tono algo dolorido: «Sé que en España no se me quiere». Recuerdo que mi comentario fue distinguir entre los ambientes oficiales y políticos y el ámbito de los católicos practicantes. (...)
En los precedentes del pontificado de Pablo VI estuvo el famoso telegrama del cardenal Montini, cuando era arzobispo de Milán, solicitando clemencia para unos anarquistas sentenciados. Empezando por el periódico ABC, la reacción general de la prensa española favoreció una campaña negativa contra él. Esta campaña afectó incluso a los ambientes eclesiásticos. Puedo contar un hecho inédito que ilustra esta afirmación. Después de la muerte de Juan XXIII, en el período de sede vacante, fui a visitar al señor Nuncio monseñor Riberi para informarle sobre la JOC. Inesperadamente me invitó a almorzar y acepté. Durante el almuerzo, de repente monseñor Riberi nos emplaza a todos los comensales con esta pregunta: ¿Quién será el nuevo papa? Empezando por la derecha, todos tuvimos que pronunciarnos. Llegó mi turno y dije: «Quizás el cardenal Giovanni Urbani, patriarca de Venecia». Comenta el Sr. Nuncio: «¿Es que usted lo conoce?». «No, Señor Nuncio, pero como estuvo al frente de la Acción Católica y a lo mejor los cardenales quieren un papa algo mayor para evitar su largo pontificado...». Hablan los demás y termina la persona que se sentaba a la izquierda del señor Nuncio sin que nadie hubiera pronunciado el nombre del Cardenal Montini. Rápidamente, monseñor Riberi cierra los comentarios con esta rotunda afirmación: «Será Montini: no lo duden ustedes».
¡Cuánto más darían de sí los comentarios, anécdotas y juicios que, en una circunstancia pública, cuando monseñor Ramón Torrella era ya arzobispo emérito de Tarragona y algunas cosas más, todas convergentes en una biografía ejemplar, narró con toda sencillez!
Llegados aquí, resultaría cómodo recurrir al tópico de la usura del espacio. Aquí damos por suficientemente expresiva la autenticidad y fuerza del testimonio vertido poco antes de su muerte por monseñor Torrella Cascante. Y terminaremos con una anécdota narrada por él mismo:
En mi trabajo ecuménico tuve la oportunidad de hablar varias veces con el profesor Cullmann. Cada año acostumbraba a tener una audiencia con Pablo VI. Una vez la Iglesia valdense de Roma ofreció un almuerzo íntimo al profesor Óscar Cullmann y fui invitado. Durante el aperitivo, pudimos hablar y él me comentó la audiencia de aquella misma semana con Pablo VI, diciéndome que dicha conversación con el papa le había hecho bien espiritualmente. Yo le dije: «Querido profesor, permítame que le haga un comentario. Sin pretender hacer un juicio comparativo sobre la santidad de Juan XXIII y la de Pablo VI, considero que la humildad de Pablo VI es superior a la de Juan XXIII». El profesor Cullmann me dijo: «Yo pienso lo mismo, y le diré que, a mi juicio, Pablo VI, además de ser el sucesor de Pedro, es un cristiano contemporáneo de primera clase».
Pablo VI y el Cardenal Vicente Tarancón
Cuantos, en algún momento de sus vidas, tuvieron ocasión de encontrarse con don Vicente Enrique y Tarancón y, obviamente, también en vida del Arzobispo de Burriana, como se le llamó con familiaridad cuando su vida se desarrollaba por otras latitudes, principalmente en la... penúltima etapa de una vida que vivió, con merecida menor popularidad y protagonismo que cuando aún estaba al frente de la Archidiócesis de Madrid, sin duda conservan de él un recuerdo de admirada simpatía.
Don Vicente tenía expresiones y gestos de muy simpática espontaneidad que tardarán en olvidarse, tanto o casi como tardaremos en olvidarle a él. Tuvo asimismo palabras y expresiones que hicieron época, como las pronunciadas en un discurso cuando el rey Juan Carlos juró al tomar la corona (22 de noviembre de 1975) que... se le atribuyeron porque salieron de su boca pero que le ayudó a dar con ellas, o se las dio escritas, un fiel asesor que muy bien supo actuar en la sombra. Se piensa en un excepcional jesuita que supo asesorarlo permaneciendo en la sombra y retirándose con discreción una vez cumplida su misión secretarial, sin resentirse del aparente olvido en que ha caído. Nos referimos al padre José M. Martín Patino.
Pero aquí el contexto circunstancial es otro. También la fuente y su oportunidad. Fuente: una entrevista que para mejor contextualizar la nada fácil relación de un determinado período casi final del gobierno franquista con la Iglesia que semilanguidecía en España le hicieron tres bien cualificados representantes de una Iglesia ya sobreviviente: un profesor de la UPSA (Universidad Pontificia de Salamanca), Julio Manzanares; un brillante y muy preciso comunicador, Joaquín L. Ortega; y un historiador eclesiástico y buen teólogo, Juan María Laboa.
Con permiso de nuestros amigos Laboa y Ortega y también Manzanares, dando por implícitas las preguntas en las respuestas del entrevistado Tarancón, citamos las respuestas que nos parecen más interesantes para los lectores, dando la preferencia a quien, en este supuesto, le corresponde: el ya Beato Pablo VI:
Ya había saludado a Montini cuando estaba en la Secretaría de Estado siendo yo obispo de Solsona[8]. Pero apenas había sido un simple saludo. Mi relación un poco íntima, en asunto importante, se produjo cuando ya estaba de arzobispo en Toledo[9].
Como arzobispo de Toledo tuve las primeras conversaciones. Entonces me di cuenta de que Pablo VI iba adquiriendo una cierta confianza en mi persona. Es lo que después me demostró cuando me llevó a Madrid. Me lo dijo, pero eso se notaba. Yo lo noté no sólo por la actitud del papa sino también por los que estaban a su lado, sobre todo en Villot y Benelli. Me di cuenta de que al llevarme de Toledo a Madrid era para que, como presidente de la Conferencia Episcopal, yo asistiese al cambio.
(...) Cuando el nuncio Luigi Dadaglio me dice que tengo que ir a Madrid, me doy cuenta de que se busca un lugar para D. Marcelo González Martín, que está en una situación muy incómoda en Barcelona, y como no se atreven a mandarlo a Madrid, buscan sacarme de Toledo. A mí no me hace gracia y lo digo con sinceridad. Viendo que la cosa venía de Roma y no de Dadaglio, fui a Roma y hablé personalmente con el papa. Era el año 1971. Entonces ya tenía yo cierta confianza con Pablo VI, con el que ya había estado dos o tres veces. Le dije que estaba dispuesto a ir adonde me mandaran, por más que a los sesenta y tantos años ir a una diócesis como Madrid, de tantos millones de habitantes, tener que empezar, me parecía que no era lógico. Pablo VI me dijo: «Es cosa mía. Yo estoy convencido de que usted, en los momentos que se le están echando encima, puede hacer una buena labor...».
En un punto clave como este del diálogo, que el ya retirado Cardenal-Arzobispo Vicente Enrique y Tarancón alimentaba con evidente generosidad, del trío de entrevistadores le llegó una pregunta no menos comprometida que las anteriores: «¿Tuvo usted ayuda tanto a la hora de hacer el discernimiento como, aún más, a la hora de aplicarlo?». La respuesta de Tarancón fue de nuevo clara y decidida:
Tuve ayuda personal de Pablo VI para discernir y para aplicar el discernimiento. Cuando se me presentaban problemas de cierta entidad, yo pedía audiencia y se me concedía en seguida. Hablaba personalmente con el papa, que ya estaba enterado de las cosas, aunque a veces un poco a medias porque normalmente la información que tienen en Roma es sesgada, a medias. Yo tenía entonces ocasión de hablar con el papa, de pedirle orientación, sintiéndome obligado a tomar una decisión. Pablo VI me respondió en más de una ocasión: «¡Usted, adelante: aquí estoy yo!». Era, con toda evidencia, la fuerza moral que me daba el papa. En los momentos difíciles, yo no daba un paso sin que el papa dijera que sí. Siempre he tenido su ayuda. Pero antes hablábamos: estábamos tres cuartos de hora, una hora, hora y media, él tomando notas para después hacer el resumen. Y al final siempre él: «Tiene usted razón», o «No tiene usted razón en esto. Conviene hacerlo así... ¡Adelante!».
Páginas más adelante se aludirá, por razones de objetividad, a unas muy válidas jornadas de estudio sobre Pablo VI y España celebradas en Madrid los días 20-21 de mayo de 1994. En tales jornadas, organizadas por el Istituto Paolo VI con sede en Brescia en colaboración con la Universidad Pontificia de Salamanca, estaba prevista como destacada la presencia y aportación testimonial del entonces ya arzobispo emérito de la Archidiócesis de Madrid y ex presidente de la Conferencia de los obispos españoles. Al parecer fueron razones de salud las que le impidieron participar. Por suerte lo suplió, con justificada adecuación, la entrevista que le hicieron tres muy competentes profesionales eclesiásticos de la comunicación a los que se aludió unas páginas más atrás. Los cuales, además de los temas ya citados, plantearon al Cardenal Tarancón, alcanzado en su circunstancial retiro de Villarreal de los Infantes (Castellón), otros interrogantes. Por ejemplo uno centrado en su semblanza, pidiéndole un breve retrato «humano, sacerdotal y pontifical» en el contexto de su actuación con España:
Ante todo, creo que Pablo VI no parecía lo que era. Parecía triste y no lo era. Lo que pasa es que tenía pudor de manifestar su afectividad y optimismo, y parecía pesimista. Para mí está claro: era un agua soterrada. Era muy afectuoso y optimista: no pesimista. Tenía pudor. Como intelectual puro que ha de ver los defectos y tiene que ser crítico. (...) Pablo VI era un hombre de Cristo y de la Iglesia hasta los tuétanos. De todos los papas que he conocido, sin querer hacer comparaciones entre unos y otros, diría que al que he sentido más identificado con la Iglesia, con la mayor responsabilidad de lo que es y significa la Iglesia y el papa en la Iglesia, era Pablo VI. Creo, además, que Pablo VI fue un hombre que pecó de ser excesivamente comprensivo con los demás en el sentido de que en él existía un gran respeto hacia las personas, un respeto a mi juicio casi exagerado. (...) Pablo VI fue un papa convencido hasta los tuétanos de lo que es el papa y de la responsabilidad que tiene, y quiere cumplirla al cien por cien. Se daba cuenta también de que tenía sus fragilidades y pequeñeces, de que no podía llegar a todo, y eso le hacía sufrir mucho. Por lo que más sufría Pablo VI era porque algunas veces no veía claro lo que había que hacer en un momento determinado de la Iglesia. Esa era mi impresión. Era impresionante su modo de hablar de las cosas de la Iglesia, de las cosas de Cristo. A nadie he visto y oído hablar de las cosas de la Iglesia con tanta unción, convicción y plenitud como a Pablo VI. (...) Yo recuerdo perfectamente algo que no se me olvidará nunca: cuando visito a Pablo VI al día siguiente del Ministro de Asuntos exteriores López Bravo, que había ido a echar una filípica al papa. Pablo VI no podía con ello: no tuvo más remedio que desahogarse y contarme lo que había pasado, llegando a decirme: «Tres veces le señalé la puerta para que se marchara...».