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INCLEMENCIA
ОглавлениеEse lunes de mayo de 2018, a la seis de la mañana el frío era intenso y la oscuridad era absoluta. René lavó sus dientes y en esa rutinaria higiene repasó todo lo que debía llevar para el viaje. Peinó su abundante cabello con algunas canas en la sien. Observó en su rostro de piel trigueña una arruga que surcaba su pómulo derecho y durante el día desaparecía. De pronto recordó el agua en la pava a fuego lento, salió apurado hacia la cocina y esta humeaba delatando que estaba a punto para ingresar al termo. Acomodó el equipo de mate y buscó un paquete de masitas secas que estaban en el aparador. Recordó que en su camión faltaba la frazada que había bajado y tendido en la soga del patio para ventilarla. Rezongó porque allí la había olvidado e imaginó que sería una tabla gracias a la fuerte helada. El vehículo Mercedes Benz L 1623 de color blanco, con caja y acoplado celeste, estaba en marcha mientras él cargaba sus cosas. A las seis y cuarenta y cinco minutos emprendió la marcha. Las luces de la vía pública otorgaban un brillo amarillento a las calles escarchadas. Ya en marcha y sobre la ruta encendió la radio donde su dial estaba clavado en Radio Continental, para luego bajar el vidrio de la ventanilla y disfrutar el primer cigarrillo del día. Era noche pero al nordeste ya existía una línea fina y clara que parecía en la negrura dividir el mundo. El sonido parecía golpear en esa cabina a través de unos parlantes que brindaban la voz de Leo Matioli con su tema “Tramposa”. La ruta permanecía desierta por el momento y así iba a ser durante los ochenta kilómetros que faltaban para retomar la autopista hacia Rosario y llegar al puerto.
En aquel oscuro paisaje y al final del halo de luz que despedían las luces del camión, distinguió que había alguien levantando su mano al costado de la banquina. La velocidad que desarrollaba dependía de su carga, así que la aguja marcaba noventa kilómetros por hora, pero fue mermando la marcha al ver que esa persona con su dedo pulgar en la posición correcta pedía que la llevaran.
Cuando estuvo a treinta metros el vehículo de gran porte había disminuido considerablemente la velocidad. Logró detener el camión más adelante, pero alcanzó a notar que era una mujer joven con un grueso saco corto que dejaba ver debajo una casaca blanca que llegaba a las rodillas. Los pulmones de los frenos a disco se hicieron escuchar como si la mole se desinflara. En unos instantes la puerta se abrió para mostrar a un joven con media cara envuelta en una bufanda color gris, ella preguntó:
—¿Me puede llevar hasta el próximo pueblo?
—Sí, suba —respondió René mientras quitaba el equipo de mate del lado del acompañante para colocarlo en el habitáculo llamado cucheta. Ella se acomodó en el asiento y se quitó la bufanda como para renovar el aire allí debajo. Esa acción dejó caer un cabello rubio y muy lacio sobre los hombros. Tenía la piel blanca y a causa de la temperatura su nariz fina y respingada estaba enrojecida. Él alcanzo a ver un lunar pequeño sobre su fosa nasal del lado izquierdo. Ella giró su rostro para agradecer y él descubrió sus ojos de un color claro. Estimó a su juicio que además de ser bonita tendría unos veinticinco años aproximadamente. René reinició la marcha mientras disimuladamente tocaba la perilla de un frasco aromático que tenía a su izquierda con la inquietud de calmar el olor a tabaco que había allí dentro. La emisora radial informaba el precio de los cereales en ese momento y el silencio hacía pensar que a alguien le interesaba escucharlos.
René solía levantar gente que hacía dedo en la ruta a pesar de que su patrón y su mujer le aconsejaban que no lo hiciera. Él siempre repetía la misma historia: “Yo era de otro pueblo y visité a mi novia gracias a los que me levantaban en la ruta, hoy estoy casado y valió la pena el sacrificio”, comentaba jocosamente y su esposa cerraba la discusión con una frase: “Era otra época, René”.
El horizonte adquiría un tono más claro anunciando la presentación del rey brillante;
—Disculpe la ignorancia. ¿Es maestra o doctora? ——preguntó mientras bajaba el volumen de la radio, luego de descubrir debajo de la campera un blanco delantal, ella contestó:
—Soy maestra, señor.
—¿Siempre viaja a esta hora? Nunca la había visto antes…
—Sí ——contestó ella sin dejar de mirar la ruta. A René le pareció que esta señorita no tenía mucho ánimo de conversar, pero él se creyó con derecho de preguntar considerando que accedió gentilmente a llevarla y la liberó de sufrir el frío en una ruta casi desierta.
—¿Vive cerca del lugar en que subió? —Ella volteó su cabeza y se quedó observándolo, durante unos segundos y luego respondió:
—Sí, donde estaba parada, hay una calle, mi casa está a cincuenta metros de la ruta.
—Desde la ruta no se distingue la casa, se ve un monte nada más. ¿Sus padres tienen campo?
—No, son empleados de ese lugar —dijo ella y miró hacia el costado como buscando el paisaje a su derecha—. Hace años que vivimos en ese lugar. — El vidrio de la puerta se empañó.
—Se ve que siempre encuentra quien la lleve, porque recorro esta ruta hace tiempo y nunca la vi…
—La gente es buena, alguien siempre me lleva —dijo mientras pasó un pañuelo por su pequeña nariz. René se quedó pensativo por un momento y luego insistió:
—Qué sacrificio para ustedes viajar así todos los días. ¿No?
Ella asintió con un leve gesto y siguió mirando hacia su costado a través de la ventanilla. René miró su muñeca para saber la hora y luego tuvo la intención de encender otro cigarrillo, pero se abstuvo pensando en que no estaba solo y daba por sentado que a ella le molestaría el humo. Sintió que fue un reflejo por costumbre, pero se asombró al escuchar la suave voz de la joven que sin dejar de mirar por su ventanilla comentó:
—Si quiere fumar hágalo, a mí no me molesta.
—Gracias… —Sonrió sorprendido—. Este maldito vicio parece que viene incrustado con este oficio y me cuesta dejarlo. —Al decir esto la observó y alcanzó a ver sus manos blancas y pequeñas con las uñas sin pintar. Las palmas permanecían juntas como aquel que reza y apoyadas sobre las rodillas.
René no encendió el cigarrillo y divisó las luces del siguiente pueblo, pensó que allí se terminaría la compañía de esta abstraída joven que aún miraba hacia otro lado y en silencio. El camión estacionó sobre la banquina y él divisó a su derecha una calle pavimentada, en su costado sobre un cantero con yuyos que intentaban ahogar un cartel que ilustraba: Bienvenido a Villa Ugarte. Observó el ingreso al pueblo y notó que había unas cuantas cuadras hasta la zona urbanizada. Ella comenzó a bajar lentamente y él pensó que debía saber.
—¿Cuál es su nombre?
—Me llamo Laura, gracias por traerme —contestó ella abriendo la puerta y parada sobre el descanso giró para agradecer con una mueca amable. La primera luz del alba dio de lleno en su cara y René descubrió que sus ojos eran color miel.
Siguió su camino y a medida que levantaba velocidad encendió un cigarrillo observando la línea ancha del horizonte de esa fría mañana, mientras pensaba irónicamente que no pretendía que ella le cebara mates, pero al menos podría haber sido un tanto más cordial.
El martes a la tarde arribó con el camión a su pueblo para realizar la tarea de cargar combustible y revisar que estuviera todo en orden. A las 18 horas la empresa contratista vaciaba desde un chimango de gran dimensión el cereal que sería pesado y luego cubierto con una lona azul con la inscripción de “Transporte René”. El vehículo estacionó horas más tardes frente a su domicilio. Allí quedaría hasta la mañana siguiente.
René luego de darse una ducha llegó al comedor disfrutando el aroma de milanesas fritas que estaba preparado su esposa. Su hijo Bruno, de quince años, ya había cenado y estaba en su cuarto estudiando. Norma tiene la misma edad que su marido, su cabello es muy oscuro y su piel morena, tiene facciones delicadas y se mueve ágil por su delgadez. Colocó el pan sobre la mesa a la vez que preguntaba:
—Mañana tengo que ir al banco, ¿tenés algún impuesto para pagar?
Él miraba la pantalla del televisor e hizo un gesto negativo a la vez que masticaba un pedazo de pan. Ella volvió a la mesa con la fuente de milanesas y una bandeja con puré.
—¿Alguna novedad? —preguntó a medida que dejaba caer el jugo de un limón sobre la comida.
—No… Todo tranquilo… —La miró y recordó—. Ah… Ayer a la mañana llevé a una docente hasta Ugarte —dijo haciendo rodajas de pan con su cuchillo.
—¿Alguna chica de acá?
—No, vive en el campo, pasando el kilómetro cuarenta y ocho de esta ruta.
—¿Viaja todos los días ida y vuelta a dedo? ¿Qué vida, no?
—Sí, pero al menos tiene trabajo —dijo y sirvió jugo de naranja en ambos vasos—. Para mí es recién recibida porque aparenta ser muy joven… —Se queda pensativo un instante y luego de tragar su bocado dijo—: Laura se llama…
Norma lo miró por un momento y enseguida dejó escapar con cierta picardía un comentario.
—Ya sabés el nombre y todo… ¡Mirá vos!
Él percibió enseguida un rasgo de celos en ese comentario.
—¡Norma!... Te lo estoy contando… —Ríe—. ¿Te parece que podés pensar mal?… Con lo difícil que es la vida del camionero —dijo hamacando la cabeza con disconformidad.
Ella soltó una carcajada con la intención de matizar el sentido de la frase.
—Te digo en broma, René, además quién se va a fijar en un cincuentón feo como vos.
René estaba acostumbrado a los celos de su esposa, y ante algún comentario irónico de esa índole él se manifestaba con enojo y ella terminaba siempre con la misma frase.
Ese miércoles a la madrugada luego de realizar la rutina de siempre emprendió la marcha. Disfrutaba y cantaba sobre la voz de Víctor Heredia el tema “Sobreviviendo”. Luego de recorrer algunos kilómetros divisó sobre el costado de la ruta la figura de una persona y supuso que era la joven docente. Comenzó a mermar la marcha hasta lograr frenar. Ella caminó hasta el camión e ingresó en su cabina con un buen día en sus labios.
—Buen día… ¿Laura, no?… Me acordé.
Ella se ubicó en la butaca y sonrió a la vez que acomodaba su portafolio en el piso apoyándolo sobre sus pies. René enseguida subió el vidrio de su lado y movió la perilla de control de la calefacción para lograr más calidez en el habitáculo—. ¿Tremenda helada, no? —comentó él tratando de iniciar la conversación.
—Sí, es un invierno muy duro —respondió sin quitar la vista del parabrisas por unos segundos, luego lo miró para preguntarle.
—¿Cuál es su nombre?
—René, René Argüello —dijo mostrando una amable sonrisa.
—¿El camión es suyo?—preguntó juntando las palmas de las manos.
—Desde los dieciocho que manejo, a los cuarenta y cinco pude comprarme este equipo con gran sacrificio… Cuando sos empleado pensás que ser patrón es tocar el cielo con las manos. Pero cuando sos patrón mirás hacia arriba y mayormente está nublado. —Volteó su cara para mirarla—. Así decía mi padre, y estaba en lo cierto… Hoy no es fácil sobrevivir. —Ella asintió con la cabeza y luego miró al frente nuevamente. Él miró sus manos pequeñas y le llamó la atención cómo las movía suavemente y en un movimiento continuo y preciso sobre sus rodillas. Le daba la impresión de que más que una docente parecía una monja en un proceso de oración—. ¿Cuánto hace que sos maestra?
—Me recibí en diciembre y este año fui designada a esta escuela —dijo sin mirarlo.
Él giró su cabeza al notar que en un movimiento ella se quitó su gorro de lana y lo colocó en un bolsillo de su campera, dejando caer ese rubio cabello que adquiría un brillo insolente con el débil halo de luz de un amanecer que intentaba filtrarse en la cabina.
—Bueno, quizás nos veamos seguido —comentó René mientras atento a la ruta superaba un tractor que circulaba en su camino.
—¿Usted pasa todos los días?
—Hace mucho que viajo al puerto día por medio, lunes, miércoles y viernes… Trabajo efectivo hace años en una empresa de mi pueblo.
Ella se quedó en silencio por un momento y luego volteó su cabeza para mirar por la ventanilla de la puerta. René recordó que la vez anterior hizo lo mismo y se quedó en silencio y eso le preocupó por un instante. Sobre aquel lado se distinguía un paisaje que de a poco la oscuridad iba abandonando para mostrar la sábana blanca que lo cubría. René la observó y dijo:
—Parece que hubiera nevado. ¿No?
—No conozco la nieve —contestó Laura sin dejar de mirar la tierra blanca y brillante.
—Yo tampoco, pero imagino que debe ser algo parecido... —contestó con cierto disgusto porque razonaba que envejecía y aún no conocía la nieve. La explicación era clara, la abstinencia de muchos años sin vacaciones con su familia, y todo por ahorrar para comprar su camión. Hubo un silencio extenso como si los dos vagaran con su imaginación en un lugar cubierto de nieve mientras las ramas de los pinos parecían querer tocar el piso por el peso de aquella masa fría y blanca.
De pronto ella tosió y luego giró su rostro hacia él para preguntar.
— ¿Qué edad tiene usted?
René, luego de juntar sus labios e inflar sus mejillas, dejó salir aire con fuerza como indicando una buena cantidad y respondió:
—Más de medio siglo de vida.
Contestó intentando estacionar el camión al llegar a la entrada de Villa Ugarte. Ella bajó lentamente luego de cerrar su campera y acomodar la bufanda. Al colocar los pies en el piso tosió por un largo rato como si estuviera ahogada. Él la observó preocupado tras esa convulsión y preguntó:
—¿Estás bien?
—Sí, sí… El frío… Gracias por traerme —dijo tomando su portafolios para cerrar la puerta. Él se apuró para hacer su comentario.
—Calculo que nos vemos el viernes. —Se quedo a la espera de una respuesta.
—Creo… Salvo que alguien pase antes que usted y me lleve…
René estuvo a punto de decirle: “No le hagas dedo y dejalo pasar”. Soltó una sonrisa por su ocurrencia mientras la puerta se cerraba. Se quedó observándola a medida que ella se alejaba, emprendió la marcha e insistió en observarla nuevamente por el espejo retrovisor de la puerta. Laura caminaba en dirección a su destino, pero su mirada estaba dirigida hacia el camión.
René regresaba ese jueves a su pueblo y cerca de las cinco de la tarde pasó por el cruce donde subía Laura a su camión, recordó lo de la casa y observó atentamente. Detrás de una hilera de robustos eucaliptus se alcanzaba a divisar a unos cincuenta metros de la ruta una vivienda pintada de blanco. Pensó por un momento en la tristeza que a él lo embargaría vivir en un lugar así, tan alejado de todo.
Ese jueves luego de realizar la rutina de limpiar el vehículo y cargarlo para salir al día siguiente, llegó a su domicilio cerca de las diecinueve y treinta horas. Norma había preparado el mate mientras miraba su novela favorita. Él se quitó sus zapatos en la entrada y avanzó para acomodarse en la mesa y poder degustar ese mate caliente que causaba placer interior luego de soportar tanto frío.
—¿El domingo cenás acá? —preguntó ella sin quitar la vista de la pantalla, él se sorprendió.
—¿Y dónde voy a cenar?
—Te pregunto porque hoy lo encontré a Ernesto y bromeaba con que yo no te dejaba ir más a cenar al club con ellos.
—No le hagas caso… Es un boludo… —dijo él entregando el mate luego de beberlo.
—Después que estuviste una semana tirado en la cama con depresión, no fuiste más al club. ¿Te peleaste con alguno de tus amigos?
Él pasó las manos por su cara reflejando el cansancio de la jornada y dijo:
—Norma, todo bien con los muchachos, lo que pasa es que si voy me quedo hasta tarde jugando a las cartas y al otro día es tremendo madrugar.
Ella dejó de mirar su novela y giró para alcanzarle otro mate.
—Tendrías que ir y hacer el esfuerzo de volver temprano…
—A los muchachos los veo el sábado a la tarde cuando voy al club, suficiente con eso para hablar un rato al pedo. —Se levantó de la silla luego de terminar el mate y se quitó el pulóver mientras preguntaba —: ¿Y Bruno dónde está?
—Debe estar con sus amigos… Salió bien en la prueba, ¿sabías?
—Es un capo, Brunito —dijo mientras caminaba hacia el baño con la intención de una buena ducha.
A la mañana siguiente el camión en marcha en la puerta de la casa de René borró media cuadra de pavimento cubriéndolo con el humo del caño de escape. Luego de acomodar las cartas de porte en un sobre e introducirlas en la guantera, emprendió la marcha hacia su destino habitual. Viajaba escuchando la radio pero estaba atento al kilómetro cuarenta y ocho porque recordó esa grata compañía de veinte minutos. Pasó el mojón y al llegar al cruce descubrió la banquina desierta. Laura no estaba en el lugar de siempre. Subió la velocidad para colocar un cambio más alto a la vez que su rostro dibujaba una expresión de disgusto. Miró su reloj y vio que era la hora de siempre al pasar por el lugar. Pero aparentemente alguien pasó antes y solucionó el viaje de aquella maestra.
Encendió un cigarrillo, luego de la tercera bocanada de humo analizó que se sentía molesto por no encontrar a esa joven en el lugar de siempre. De pronto comenzó a reír a carcajadas por aquel sentimiento inadecuado y egoísta, a la vez que entre dientes y en voz alta dejó deslizar un “¡No podés ser tan estúpido, hombre de Dios!”.
Una nube de pájaros iba en dirección al parabrisas del camión, de pronto en un movimiento armónico aquellas cotorras lo esquivaron pasando muy cerca.
El sábado a la noche, René llevó a su esposa y a Bruno a cenar a una hamburguesería que había inaugurado hacía muy poco en el pueblo. Si bien este flamante negocio no tenía la cajita feliz, todos hablaban de lo bien que se comía en el lugar. Luego de saludar a todas las familias que estaban en el sitio René notó que quedaban dos mesas libres y se ubicaron en una al fondo del local. Los baños estaban a tres metros de su mesa. Apenas habían pasado tres minutos salió del sanitario su amigo Ernesto, que al verlos hizo un ademán exagerado abriendo los brazos y se acercó hasta ellos con una sonrisa grande que dejaba ver los dientes desparejos. Alto y cargando el complejo de serlo logró que su figura se encorvara. Su rostro de piel rojiza era llamativo como su voz gruesa y pastosa.
—¿Cómo anda la gente?
—Bien, Ernesto. ¿Y vos? —respondió René mientras Norma asintió con la cabeza y Bruno lo miraba inocentemente como si tuviera a ET parado frente a él.
—Y acá lo ves, saqué a la bruja a ventilar un poco. —René sonrió y bajó la cabeza—. Perdón, Norma, le digo así hace años. —Mostró sus dientes.
— ¿Y ella lo sabe? —Sonó punzante la pregunta de Norma.
Ernesto se enderezó y acomodó el pantalón sobre la cadera mientras miraba hacia su mesa, volteó la cabeza hacia Norma y contestó:
—No. Yo lo digo cariñosamente, pero el día que se entere se termina el cariño —subrayó la frase con una carcajada. René sonrió por la respuesta y Norma lo hizo por cortesía.
—Loco, en el grupo te extrañamos —dijo el amigo palmeando el brazo de René—. El otro día estábamos sacando la cuenta de cuánto hace que no vas a cenar. ¿Qué pasa?...
Luego del comentario el flaco se quedó en silencio mirándolo fijamente.
—Es que si voy me pongo a jugar las cartas, vos sabés cómo me gusta jugar al truco… Me entusiasmo y termino acostándome tarde —respondió René mirando hacia el mostrador y sin ganas de dar más explicaciones.
—Sí, vos madrugás los lunes, te entiendo… Uno de los muchachos se acordó el otro día que el último domingo que fuiste fue el cuatro de marzo. —Norma instintivamente no pudo evitar mirarlo cuando dijo la fecha.
La empleada del lugar se acercó con la carta y el Flaco le dio lugar para después despedirse.
—Los dejo, familia… Bon appétit como dicen los tanos.
La chica de pie junto a la mesa cruzó la mirada con Norma y soltaron la carcajada. Ernesto las miró con sorpresa y René salió al cruce de inmediato.
—Flaco, los franceses dicen así y andá porque tu brujita te está mirando de mal modo.
Ernesto hizo un gesto de duda y partió a su mesa sacando pecho como un ganso a punto de atacar.
Luego de una amena cena estuvieron de regreso a las doce de la noche. Al llegar a la casa solo pensaba en acostarse porque estaba realmente cansado. Saludó a Bruno desde la puerta y se dirigió a su dormitorio considerando que el cuerpo ya no tenía aquella resistencia de años atrás. Recordaba que supo pasar noches sin dormir sobre un camión ajeno, un sacrificio que lo hizo llegar a su propia unidad. Enseguida se relajó entre las sábanas y logro conciliar el sueño.
Oscura y rara madrugada, puso el camión en marcha y tomó la ruta habitual. El viento parecía mover la cabina y era lógico por el porte y la altura. Cuando pasó el mojón con el 48 pintado en color negro, se detuvo al ver a aquella figura en la banquina. Laura ingresó con una sonrisa a la cabina. Él la observó por un momento y notó que su rostro lucía maquillado, eso la hacía lucir espléndidamente hermosa. Sentía calor y pensó que la calefacción estaba al extremo, pero no hizo nada por regularla. Colocó su mano en la palanca de cambio y de pronto notó suave y tibia la mano de ella sobre la de él. Trató de no inmutarse por esa agradable acción, pero no pudo evitar mirarla cuando ella recorrió su brazo con sus dedos hasta llegar a su cabello y enterrarlos en la nuca. El sol azotó con sus débiles rayos el rostro de Laura y él sintió una vibración extraña. Se miraron por un segundo y ambos supieron lo que seguía. Ella se inclinó hacia su lado mientras sus dedos se entrelazaban desordenando el cabello de René. La cara de Laura se acercó con la intención de encontrar sus labios y él la buscó, ese movimiento provocó que el camión bajara a la banquina y esto lo sacudió a su estado real. Un jadeo abordó sus oídos con un extraño eco quebrando el silencio. Sentado en la cama buscó sin suerte una luz o algo parecido para saber dónde estaba, solo había oscuridad, escuchó la voz de Norma a través de una pregunta:
—¿Qué te pasa?... ¿Una pesadilla?
—No…. —Miró el despertador y este marcaba las cinco y treinta—. Es la costumbre de despertarme a esta hora…. Es eso…
Norma apoyó su cabeza en la almohada y casi sin separar sus labios comentó:
—Por suerte es domingo, acostate que me destapás la espalda.
René se despertó a las cinco y treinta de la mañana de ese lunes y al asomarse por la ventana de la cocina descubrió que llovía. Era irritante e incómodo preparar todo para salir en ese estado, pero no era la primera vez que le ocurría en los años de camionero.
A la hora seis y treinta colocó el cambio y emprendió la marcha hacia el puerto de Rosario. Al subir a la ruta notó que la lluvia había cesado para ser una intensa llovizna que también era igual de molesta. Luego de un rato de marcha pasó el mojón cuarenta y ocho, recordó que muy cerca estaba el cruce donde Laura hacía dedo. Bajó la velocidad aunque estaba convencido de que ella no estaría en el lugar con ese clima y se dijo: “Hoy no la vas a ver, sonso, ¿para qué mermás la marcha?…”. Pero para su sorpresa descubrió al final del halo de luz una figura del lado de la banquina. Comenzó a bajar cambios y su rostro portaba una mueca distinta. Allí estaba ella, cubierta con un piloto oscuro y una capucha que cubría su cabeza y parte de su cara, el portafolio estaba envuelto en nailon y pendía de su mano izquierda. Trató de frenar el camión lo más posible para que le quedara cerca y estacionado sobre la cinta asfáltica. Laura caminó tratando de no caerse en el barro mientras la blanca luz de un rayo iluminó la escena y después un sonido seco castigó los oídos, ella sufrió un temblor en su cuerpo y aligeró su paso.
René se pasó de inmediato al otro asiento y abrió la puerta con la intención de facilitarle el movimiento para ingresar.
—Buen día, Laura… —Dejó ver un gesto de alegría—. Si se lo puede llamar buen día a esto. —Ella se acomodó en el asiento y sin mirarlo respondió:
—Buen día. —El pilotín que cubría a Laura parecía una gran capa oscura, pero no muy gruesa. Al ubicarse en la butaca se quitó la capucha luego de colocar el portafolio en el piso. René apagó la radio porque hacía descargas por la tormenta y era insoportable el sonido que emitía.
—Pensé que no ibas a la escuela hoy…. Sos como Sarmiento —dijo jocosamente mientras observaba su perfil mojado, ella estaba estática en su asiento y con su mirada clavada en la ruta dijo:
—Hoy más que nunca tenía que viajar...
Comenzó la marcha y él comentó curioso, pero sin demostrar esa ansiedad de saber.
—¿El viernes tuviste suerte para ir a la escuela?
—El viernes falté a clases porque estoy medicada y a veces los remedios no me caen muy bien… —Un rayo se extendió en el horizonte y ella parpadeó varias veces y apoyó su espalda en el asiento. René notó eso y era obvio pensar que ella le tenía un temor especial a las tormentas. Laura no dejaba de mirar hacia el frente y él cortésmente intento matizar ese segundo con una opinión:
—Pero un día como hoy era para quedarse en casa… Debajo de las sábanas. ¿No te parece? —El sonido agudo de las gomas del limpiaparabrisas en su ir y venir era molesto.
—Yo amo enseñarles a los niños, desde muy chica soñaba con eso, y gracias al sacrificio de mis padres logré recibirme. — Suspiró profundo—. Me costó mucho andar y suplicar para que me designaran a esta escuela cerca de mi casa. —René se sorprendió al ver cómo ella sin dejar de observar hacia la ruta se explayaba en su comentario—. La noche del domingo cuatro de marzo mi papá me agasajó con un asado y brindamos por mi nombramiento, estábamos felices por mi primer día de trabajo. Ver la alegría de mi familia me emocionó hasta las lágrimas. —Hizo un breve silencio para tragar saliva y luego continuó—: Esa madrugada del cinco de marzo salí a la ruta ansiosa por encontrar a alguien que me llevara a mi primer día de clase, pero no fue así, nunca llegué… —Seguía con su mirada clavada en la ruta. René notó que parte del piloto que cubría su falda se deslizó y cayó entre las butacas. Vio parte del guardapolvo y no distinguía bien si era bordó o un rojo extrañamente oscuro. Ella continuó hablando sin mirarlo mientras la irreverente luz de las descargas eléctricas teñía de blanco su cabello rubio.
—Esa mañana oscura de marzo cuando vi la primera luz levanté mi mano para pedir ansiosamente que me llevaran, pero de pronto noté que aquellas luces cambiaban su curso y venían hacia mí dispuestas a devorarme, no entendía el porqué, si yo solo quería que me llevaran… Mi pecho se cerró y el pánico me abrazó clavándome en el lugar como una estaca, levanté mis brazos intentando detener la muerte…
René no entendía por qué sus manos estaban temblando, comenzó a ponerse nervioso y notó que la capa de Laura se deslizaba cada vez más por el movimiento del camión, miró hacia abajo y vio el uniforme de la docente y descubrió que eran manchas de sangre secas. Miró hacia el frente tratando de entender qué estaba ocurriendo y un rayo lo encegueció por unos instantes, ella siguió con su voz aguda y pausada—. Recuerdo que quedé sobre la tierra con la sensación de que se terminaba el aire… Miré como pude hacia la ruta y vi al camión detenido más adelante. No recuerdo cuál de los brazos levanté para pedir ayuda. —René disminuyó la velocidad del camión sin dejar de escuchar el horroroso relato—. Pero… el camión inició su marcha mientras el quejido de mi pecho tapaba el sonido del motor… Irónicamente mi sacrificio y el de mis padres fue truncado por aquel chofer… dormido o ebrio…
Él miró hacia adelante gritando y fuera de sí dijo:
—No, no puede ser… No… —Ella siguió hablando y su voz sonaba masculina y rara.
—Recuerdo que las luces rojas del acoplado dejaban ver una frase pintada: “Este es el producto de mi sacrificio”.
—¿Mi camión?… No… Yo… —Las pupilas de René parecían deformarse, su garganta estaba cerrada y él pugnaba para zafarse de la opresión en el pecho, un zumbido extraño parecía perforarle los oídos. Laura miraba por el vidrio de su lado aquel paisaje húmedo e iluminado por los rayos.
—¡Bajate de mi camión!.... —ordenó gritando mientras trataba de detener el rodado.
Ella giró su rostro hacia él y su perfil del lado derecho estaba cubierto de barro y restos de sangre. Ese lado tenía el cabello pegoteado y rojo y su párpado estaba caído raramente, abrió su boca para dejar ver barro en los dientes y su voz se escuchó gruesa y alta:
—¡Me dejaste morir como un perro!
Él gritó desesperadamente y frenó el camión tan bruscamente que el acoplado se cruzó en la ruta.
—¡Fuera de mi camión!… ¡Andate! —El espanto se había apoderado de sus gestos y su boca tenía agua, esta mojaba sus labios desprendiendo un hilo de baba que se deslizó rápido hacia el mentón. Aquella figura tomó su portafolio y luego de abrir la puerta saltó a la banquina y de inmediato giró para mirarlo con una mirada cargada de odio.
—¡Me vas a ver en el kilómetro cuarenta y ocho el resto de tu vida, asesino!...
René mientras la observaba colocó el cambio y salió de allí con la puerta hamacándose al quedar abierta. Aquella mole inició la marcha, atinó a mirar por el espejo y allí estaba aquel espectro parado en el medio de la tormenta y sobre la banquina, mientras levantaba un brazo como pidiendo auxilio. Las nubes oscuras parecían desteñirse a través de las gotas y ya eran una masa gris plomiza mientras circulaban apuradas por el viento.
René estaba agitado y podía sentir su estómago contraerse mientras sus manos sudorosas se aferraban al volante como si este se le fuera a escapar. Bajó el vidrio y la lluvia comenzó a mojarlo. Recordó aquel domingo que había ido al club a festejar el cumpleaños de un amigo. Esa noche de fiesta comió y bebió más de lo debido. Llegó muy tarde a casa y se acostó a las tres de la mañana. Esa madrugada del lunes cinco de marzo sentía que su cabeza se partía en mil pedazos. El camión cargado tenía que estar en el puerto para descargar tal como estaba programado. A medida que avanzaba sobre la ruta el sueño lo abrazaba para darle un intenso bienestar, aquello que se conoce como el sueño blanco. Vino a su mente aquel momento en que el vehículo se sacudió y al abrir los ojos la ruta había desaparecido. El sonido de un impacto sobre la parrilla del camión y sus brazos forzando el volante para ubicarse sobre la cinta asfáltica. Suspiró profundo tratando de espabilarse mientras hundía el pedal de freno.
Al observar por el espejo retrovisor de la puerta del acompañante, con la luz tenue de la parte trasera del acoplado, distinguió un cuerpo en la banquina que movía uno de sus brazos. Alguien pedía ayuda tirado sobre la banquina. Cerró los ojos un momento y sus labios murmuraron “DIOS MÍO”. La reacción fue irse del lugar tratando de olvidar lo que había hecho.
Avanzaba bajo la lluvia con la imagen del fantasma de Laura y su horrorosa promesa. Llovía y René gritaba intentando descargar ese miedo que lo tenía de rehén. El sol se ahogó en el horizonte y la transgresora oscuridad le robó horas de luz al día.
A las nueve de la mañana del martes, la empresa de cereales llamó a Norma. Tomó un remís de inmediato cuando le informaron que su marido había tenido un accidente al intentar subir la autopista, pero su estado no resistía gravedad. Al llegar al hospital fue guiada hasta la habitación donde René estaba internado. Al llegar a la puerta un médico detuvo su marcha para informarle cómo estaba el paciente.
—Señora, me informaron que su marido volcó el camión inexplicablemente, le hicimos varios estudios y tiene un golpe en el brazo y su rostro está lastimado porque estalló el parabrisas. Le pregunto: ¿él estaba bajo algún tratamiento médico?
Norma se retorcía los dedos de sus manos y miraba hacia el piso buscando respuesta.
—No, ahora no… Sí lo estuvo en marzo luego de una severa depresión… Pero se recuperó lo más bien… Dejó de tomar los medicamentos —dijo ella confirmando la situación de aquel episodio.
—Le preguntó porque entró consciente al hospital pero en un estado de conmoción total, intentamos con un sedante suave y no le hace efecto. Suele ocurrir esto después de un accidente, pero ya lograremos estabilizarlo… —comentó el médico preparándola para el encuentro con René.
Norma lo escuchaba con atención y muy afligida.
—Nunca tuvo un accidente… Pero seguro que va a mejorar —comentó abrigando esperanzas y mirando ansiosa la puerta de aquel cuarto.
El médico asintió con la cabeza y le dio paso para que ella ingresara.
Al hacerlo encontró a René con dos fajas extendidas de un lado al otro de la cama. Una pasaba por su pecho y la otra a la altura de las rodillas. Él estaba despierto con sus ojos llenos de lágrimas y clavados en el techo. Norma no pudo evitar dejar escapar su nombre lastimosamente ante ese cuadro.
—René… René, ¿cómo estás, mi amor? —Enseguida se recostó sobre él y apoyó su cara en el pecho mientras lo abrazaba. Al sentir ese abrazo él empezó a murmurar sin dejar de mirar el techo de la sala.
—Ayudame, ayudame. —Su cuerpo empezó a temblar y gritó—: No, no dejen que se acerque… ¡No!
Norma temerosa se sobresaltó quitándose de encima. Repentinamente ingresó una enfermera y en un rápido movimiento extrajo de su bolsillo una jeringa mientras buscó de inmediato su brazo. René solo decía: “No, no”, a la vez que sacudía su cabeza. El médico había llegado detrás de la enfermera, miró al paciente y luego se acercó a Norma para invitarla a salir fuera de la habitación.
—Venga por favor, señora. — Estando fuera el médico la miró a los ojos directamente y suspiró.
—Disculpe la pregunta, . ¿Usted nunca notó si sufría ataques de pánico?
—No sé, doctor… Creo que no. —Estaba totalmente desconcertada y temerosa ante la imagen de su esposo en ese estado, el médico expresó esperando una respuesta más certera.
—Apenas ingresó a la sala de primeros auxilio… Perdón, pero debo decirlo porque tal vez encontremos la raíz del problema… pronunció varias veces el nombre de Laura… ¿Usted sabe quién es? —Norma comenzó a buscar una respuesta a la inquietud del médico pero no la halló, en su cabeza solo estaba la imagen de su hijo Bruno recibiendo esta noticia y las preguntas desconcertantes. ¿Qué le pasa a papá? ¿Cuándo vuelve a casa? Y ese mar de dudas que experimentaría toda clase de interrogantes. ¿Cuánto tiempo le llevaría recuperarse? ¿Qué tan grave podía resultar el estado de René?
Una enfermera apareció al final del pasillo y gritó:
—Doctor, urgente a sala de emergencia. — Este se disculpó con Norma y comenzó a correr en dirección a la persona que lo llamó. Ella miró la puerta donde estaba su esposo y la angustia era una ciénaga tragándose sus sentidos. Se dejó caer sobre una silla que había en el pasillo, apoyó las manos sobre las rodillas para luego torcer el cuerpo y apoyar su rostro en los nudillos. Dejó escapar ese llanto que la estaba ahogando desde que vio a René.
Jueves por la mañana, Norma estaba en su casa preparando ropa para llevarle a René. Lo acompañó varios días y le pidió a su cuñado que se quedara por unas horas cuidándolo. Él aún seguía bajo los efectos de sedantes. El médico a cargo no le daba esperanzas alentadoras ya que su diagnóstico no revela mejoras a medida que pasan los días. Suena su celular y no recuerda dónde lo dejó, busca y lo divisa sobre la mesa del comedor, al tomarlo se enfrenta a un espejo que está sobre la pared, sus ojeras revelan el cansancio por falta de sueño, nota su cabello descuidado y un gesto que no veía desde la muerte de su padre hacía dos años atrás. Alguien habla cuando ella pronuncia un hola casi inaudible.
—Hola, Norma, soy Juan. —El gerente de la empresa donde trabaja René le informa—. Despreocupate por el camión, la grúa del seguro ya lo trajo así que nos vamos a encargar de todo, te aviso para que te quedes tranquila en ese aspecto… ¿Cómo está él?
—No mejora, sigue desvariando… No mejora, Juan… No sé. —responde con la voz entrecortada y reteniendo un llanto que le impide hablar con claridad.
—Tené paciencia, ya va a mejorar… A veces la presión del trabajo provoca un estrés traicionero… No es fácil la vida del camionero… Fuerza y a no desanimarse. Estamos en contacto.
Esa frase quedó como un latido en su cabeza. “No es fácil la vida del camionero”. De pronto comenzó a caminar buscando algo en su memoria hasta que surgió el recuerdo de una charla con René y el nombre.
—¡Laura! —Llamó de inmediato a su hermana y le rogó que fuera a esperar a Bruno a la escuela y lo llevara a su casa, luego marcó el número de la agencia de autos de alquiler y seguidamente acudió a su habitación para cambiarse de ropa. Al cabo de quince minutos viajaba por la ruta que recorría su marido todas las mañanas. El chofer del vehículo era un hombre mayor y Norma lo conocía bien.
—Don Marcos, después del mojón cuarenta y ocho baje la marcha.
Él escuchó el pedido y al llegar al lugar lo señaló.
—Bueno, ahora avance un poco más hasta encontrar un… —De repente el camino estaba allí —. Doble aquí a la derecha por favor. —Él obedeció y luego de recorrer cincuenta metros encontró una casa rodeada con un gran patio. La propiedad se dividía con tejidos que marcaban una parcela de cincuenta por cincuenta metros de fondo.
La propiedad poseía un tejido con ramas secas, vestigios de lo que había sido una enredadera en primavera. La casa era sencilla y prolijamente pintada de blanco, un alero en su frente con un gran patio donde había muchas variedades de plantas de jardín. Más al fondo se veían ovejas alimentándose y algunas gallinas. Dos perros empezaron a torear desesperados al escuchar las palmas de Norma chocar entre sí. Después de un rato un hombre salió por la única puerta de frente y gritó ordenando a sus mascotas que se callaran, para luego acercarse hasta el portillo de alambre y con una sonrisa saludó a la visita.
—Buen día, señora. ¿En qué la puedo ayudar?
Norma percibió que don Marcos se había bajado a fumar un cigarrillo y podía escuchar sobre la inquietud que la llevó hasta allí.
—Quiero hablar con usted. ¿Puedo pasar?
—Sí, como no… —Abrió el portillo y dejó que ella ingresara al patio, el hombre delgado y alto se adelantó y abrió la puerta de la casa para darle paso. Al ingresar a la casa observó que el ambiente tenía a su derecha un espacio pequeño que parecía ser un living por sus sillones de mimbre y una mesa con fórmica verde ubicada en el medio.
A la izquierda había ubicada una mesa larga con sillas y más al fondo se veía lo que era la cocina con su gran mesada y aparadores. Había aroma agradable a flores recién cortadas y las buscó con la mirada hasta ubicarlas en un florero sobre una cómoda y debajo de una foto colgada en la pared sobre un bastidor de madera.
—Siéntese, señora —dijo el hombre amablemente—. Mi nombre es Humberto . ¿Y el suyo?
—Yo soy Norma. —Ella tomó asiento y a medida que lo hacía observaba en la pared esa foto estilo mural de cincuenta centímetros por setenta de alto. Allí había una joven que sonreía posando con un cartel en sus manos, SOY DOCENTE. Su ropa estaba en parte con restos de harina y dos chicas posaban a su lado. Abstraída por esa imagen no percibió que una mujer caminaba hacia ella observándola atentamente.
—Ella es mi señora… Marta. — Norma reaccionó y salió de su silla para estrechar su mano, la mujer respondió y la invitó a sentarse.
—¿En qué podemos ayudarla? —insistió Humberto Norma sabía que tenía que estar allí pero su instinto le indicó cierto tacto para hablar con ellos. Tragó saliva y respondió:
—Antes que nada les pido disculpas por molestarlos… ¿Ustedes tienen una hija que se llama Laura?
Humberto y Marta cruzaron miradas por un instante y Norma se preocupó. Él respiró profundo a la vez que miraba hacia abajo para decir.
—Laura se nos fue el cinco de marzo de este año… Murió en un accidente...
—¿Un accidente? —Norma no ocultó la sorpresa de esa respuesta.
—Sí, ese día comenzaba a trabajar en la escuela de un pueblo vecino y un camión la atropelló cuando hacía dedo en la ruta… Es injusta esta vida. —Respiró profundo y siguió hablando—. Ella tenía apenas veinticinco años….
Norma sintió que por su espalda corría un frío que parecía abrirle la carne, el hombre continuó mirándola a los ojos mientras hablaba.
—En diciembre se recibió y luego de buscar un tiempo consiguió trabajo en el pueblo vecino. — Norma miró de inmediato la foto mural que había descubierto antes, con aquella joven sonriente. Él siguió con el relato pero también volteó su cara para observar aquella foto.
—Esa mañana, Brenda la acompañó hasta el portillo y desde allí se quedó mirando a su hermana… Quería verla irse con alguien… Desde la cocina me asomé por la ventana y de pronto descubrí que Brenda no estaba en el portillo observando hacia la ruta.
—¿Quién es Brenda? —preguntó Norma con un hilo de voz.
—Su hermana menor. Ella adoraba a Laura porque era su guía… Brenda tiene un retraso madurativo… Y Laura era su total apoyo en todo… Ella vio lo que pasó y corrió hasta la ruta… La encontró en la banquina muy herida… Yo salí de inmediato y no las veía porque aún estaba oscuro, escuché el motor de un camión que iniciaba la marcha y vi desde aquí las luces… El tipo se dio a la fuga… La ambulancia tardó media hora en llegar desde Ugarte… Cuando aparecieron Laura ya estaba muerta en los brazos de su hermana…
El rostro curtido de Humberto fue abordado por una lágrima que se desprendió colándose en sus arrugas. Marta permanecía con su mirada en la mesa y daba la impresión, por la forma suave en que se movía, que iba a estrellar su cara contra ella.
De pronto un chillido agudo proveniente de alguna bisagra cortó el silencio y Norma buscó con su mirada hasta que identificó una puerta que dejaba ver a una joven asomada. Parecía tener veintitrés o veinticuatro años. Ella vestía una camisa verde manzana con sus botones abrochados hasta el cuello. Su piel era blanca, los hombros eran cubiertos por un cabello rubio y muy lacio. Su mirada denotaba tristeza a través de ojos color miel. Lucía marcadas ojeras, casi violáceas, su nariz respingada mostraba un lunar pequeño cerca de las fosas nasales.
Marta al verla se levantó enseguida de su lugar a la vez que decía:
—Ya te llevo la leche, mi amor… Andá a la cama, no agarres frío…
Brenda miró fijamente a Norma y por un instante el silencio era un sonido molesto, luego esa joven dirigió por unos segundos la mirada hacia su padre. Bajó su cabeza y caminó hacia atrás cerrando la puerta. Humberto se quedó mirando hacia la puerta por donde desapareció y dijo:
—Brenda contrajo una gripe porque no podemos convencerla de que no vaya a la ruta todas las mañanas, pero ella sigue esperando a su hermana, suele permanecer horas allí. Al principio nos preocupaba e íbamos a buscarla. — Toma aire mirando hacia el dormitorio —. Ahora respetamos su voluntad y no interferimos por miedo a dañarla en su sentimiento.
Brenda está parada detrás de la puerta escuchando lo que cuenta su padre. Solo ella guarda en su mente aquella trágica imagen al llegar junto a Laura, vio el camión que echaba a andar sin prestarle ayuda, Descubrió entre las luces aquella frase que nunca olvidó. Una semana después que falleciera Laura comenzó a ir hasta el cruce y pacientemente escondida entre las plantas de una tapera abandonada frente a la ruta, vigilaba el tráfico durante la madrugada y a la caída del día. Le llevó tiempo pero finalmente identifico con total seguridad cuál era el camión que había terminado con la vida de su hermana.
En la otra habitación, Norma se pone de pie y camina hasta el mural que está frente a ella y se queda mirando la foto de Laura. Impacta su gran sonrisa en aquella joven de piel morena y cabello enrulado de color castaño oscuro. Apoya sus dedos sobre sus labios y los besa para después tocar la imagen de Laura, la observa por un momento y se persigna. Humberto ve su actitud y pregunta:
—¿Por qué vino a preguntar por Laura, señora?
Norma giró hacia él y con lágrimas en los ojos dijo:
—El cinco de marzo mi marido llegó al puerto con su camión y estacionó en el playón de cemento donde lo iban a descargar. Testigos dijeron que abrió la puerta, cayó desvanecido al piso, se golpeó muy fuerte y estuvo internado unos días, luego fue a casa y permaneció más de una semana en su habitación… Estaba depresivo y no hablaba… Realmente nunca supimos la causa… Una mañana apareció en la puerta del dormitorio preguntando por su camión… Como si nada hubiera ocurrido… Pasó el tiempo y me di cuenta de que no recordaba nada de aquel día…
Humberto pasó su mano por la cara y no daba crédito a lo que escuchaba, Norma con la voz casi ronca continuó:
—La semana pasada me dijo que llevó a una docente hasta Villa Ugarte… El lunes tuvo un accidente y está internado… Cuando se le pasa el efecto del sedante comienza a gritar el nombre… Laura y luego comienza a llorar como un niño… —Norma se toma la cara y comienza a llorar apretando con fuerza los labios. Marta está inerte frente a ella observándola con una mueca de desconcierto. Humberto camina hasta su esposa y una vez junto a ella extiende su brazo y presiona con fuerza sus dedos en el hombro de Norma con la intención de contenerla.
En su dormitorio Brenda luego de escuchar las palabras de Norma, camina hasta el ropero para abrir una de las puertas. Hace deslizar las prendas sobre el caño que sirve de sostén para su ropa. Sigue separándolas hasta que aparece el uniforme blanco de Laura. Lo observa por unos segundos y luego lo desliza para encontrar otro, pero manchado con sangre seca y oscura. Lo quita de la percha para colocarlo sobre su pecho, lo abraza mientras las mangas muy sucias y la tela rasgada caen sobre sus hombros. Camina hasta una de las dos camas y toma asiento.
El sol impertinente ingresa por la ventana y parece cepillar sus cabellos hasta dejarlos casi blancos. De sus párpados surgen dos perlas húmedas de cristal que en la huida se estrellan sobre la tela de aquella prenda, provocando una aureola roja e intensa. Un gemido agudo y lastimoso surge en la boca de Brenda para luego explotar en un llanto que ahoga con el uniforme de Laura mientras mece su cuerpo suavemente.
Fin