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INTRODUCCIÓN

La crisis económica de 2008 cuestionó el modo de funcionar de nuestras democracias. Hubo un efecto palpable en la conciencia ciudadana. Lo registró, por ejemplo, una encuesta en la que el sociólogo Ignacio Urquizu constató dos dinámicas confluyentes. La primera residía en un fuerte aumento del interés por la política, la segunda en una insatisfacción con el modo en que la practican los partidos. Una menor pasividad y una mayor exigencia ciudadanas constituyen buenas noticias para el demócrata. No puede extrañar que, aunque siguiesen siendo minoría, aumentaran quienes respondían afirmativamente a la pregunta de si puede haber una democracia sin partidos[1].

No había razón para alarmarse. Los partidos son una invención democrática, pero la democracia empezó sin ellos y podría seguir existiendo en su ausencia, o al menos reduciendo su papel. A lo largo de su historia los partidos han servido a la democracia y también la han traicionado. La competencia electoral entre partidos no es la única manera de elegir democráticamente quién y cómo nos gobierna. Por tanto, que un porcentaje importante de encuestados pensasen en una democracia sin partidos testimoniaba una brecha saludable en la evidencia política. Puede haber democracia sin estos partidos o puede que no solo con partidos –sean estos o de otro tipo–. O incluso, y aunque parezca difícil pensarlo, sin partidos. Como Castoriadis dejó dicho, los partidos son una invención a la que no estamos condenados.

Mientras transcurrió la década cambió la oferta política, aunque los efectos no siempre permiten el optimismo de quienes esperábamos la renovación democrática. Es cierto que se generalizaron las elecciones primarias y, en algunos casos, la consulta sobre decisiones de política interna a quienes se adherían a los partidos. Ello produjo esperanzadoras derrotas de las elites que no cabe menospreciar, ya que en ellas se articuló una energía ciudadana que algunos preferirían silenciar. Pero, repito, no todo fueron buenos indicios. La concentración de la política en los dirigentes, la rápida circulación de militantes que entraban y salían, escaldados de las peleas intrapartidarias, así como el espectáculo de las elites políticas devorándose entre sí, no pronosticaba un tejido democrático más vigoroso. Igual que los partidos no son sinónimos de democracia, la intensificación de procesos electorales tampoco lo es. De hecho, los pensadores clásicos –lo verán quienes me acompañen en este libro– tuvieron razones para pensar que las elecciones tendían a ganarlas quienes tenían el poder, procedente no siempre de buenas artes, de atraer atención hacia sus propuestas y de descalabrar simbólicamente las del contrincante.

La década se cerró y vino una nueva crisis, precisamente la que se abre mientras escribo este libro. Comenzó como una crisis sanitaria, aunque rápidamente emergió como una crisis política y económica. Ahora el cuestionamiento al sistema de partidos tiene otro sesgo. La trifulca política se organiza a partir de la pregunta de si los partidos, y cuáles de entre ellos, son capaces de seleccionar a los mejores expertos, de escucharlos y de actuar responsablemente de acuerdo con su dictamen. En 2012 la urgencia democrática emanaba de la participación de los ciudadanos comunes. En 2020, por el momento, el buen y el mal gobierno se identifican según los vínculos que los representantes puedan tejer con los expertos. En 2012 se cuestionaba el papel de los partidos para canalizar y seleccionar las energías populares. En 2020, al contrario, los partidos se acusan entre sí por no recoger sin distorsiones los dictámenes de la ciencia –y, por supuesto, la ciencia la representan los expertos que se acomodan al mensaje del propio bando.

La tragedia del COVID-19 parecía mandar al garete un siglo de filosofía de la ciencia. Un experto que disienta de lo que considero la verdad –y que sostiene otro experto– solo puede ser un lerdo o un seudocientífico. Como si la única manera por la que cupiera discutir en la ciencia fuera por desviaciones de la verdad, ya fueran oriundas de la impostura o del desacierto. Como si a menudo la ciencia no conociese la constatación de hechos incompatibles y contradictorios, sin saber muy bien con cuál quedarse, asunto que puede saldarse con el olvido de hechos que tienen tantos créditos de realidad como el que más. Como si un hecho no necesitase incluirse en un marco teórico para adquirir significado y no existiesen marcos tan legítimos como contradictorios en los que encajarlo. Quien hablaba así no era ningún filósofo postmoderno, sino Otto Neurath, situado en la médula de la Viena positivista en los años treinta del siglo XX, representante de la corriente que más en serio se tomó distinguir la ciencia de la cháchara irracionalista[2]. Los hechos científicos admitían disputas por fallos y por falsificación, mas también por la existencia de constataciones mutuamente incompatibles y por la necesidad de incluir los datos en modelos que admiten muchas variaciones.

En ocho años pasamos, pues, de celebrar la posibilidad participativa de la gente común, a casi dimitir de la política, en favor de una visión anacrónicamente tecnocrática. Tengo el convencimiento de que si no pudimos llevar a buen fin la esperanza de 2012, y si tendemos a equivocarnos en la grave crisis de 2020, eso se debe en parte (solo en parte, pero en una parte importante) a que no comprendemos bien el amplio repertorio que nos proporciona la historia de la democracia. Un repertorio contiene un conjunto de herramientas que cabe utilizar para decidir con criterio. Y para decidir con criterio tenemos que conocer cómo se distribuyen los saberes necesarios para la política, cómo se motiva a las personas para adquirirlos y cómo procurar que se comporten rectamente una vez que los tienen. A ello ayudan los ciudadanos comunes, los partidos políticos y quienes, respecto a un tema, tienen una competencia difícil de alcanzar por los demás.

Para presentar esa articulación no excluyente entre ciudadanía, partidos y expertos necesitaba escribir este libro, enfrentado a una concepción de la política que llamaré «fetichista». El fetichismo es un nombre que otorgo, siguiendo una tradición, a la naturalización de los procedimientos políticos, a la creencia de que solo existe una exclusiva vía para ejercer la democracia de manera eficaz. Mi argumentación para ello se despliega en cuatro capítulos.

En el primero explico cuál es la concepción del principio antioligárquico que utilizo, apoyándome en mi último libro. Este procede de una lectura del sentido de la filosofía y de los procedimientos que caracterizaron a la democracia ateniense. Con ese patrón crítico me propongo inquirir acerca de relaciones políticas de autoridad basadas en supuestos privilegios cognoscitivos.

En el segundo capítulo abordo este problema a partir de una lectura de la idea de fetichismo en Marx. Sobre ello se ha escrito tanto que no lo puedo abarcar. Sin embargo, pienso que aporto algo original. La clave que propongo consiste en delimitar el fetichismo en política y proponer una manera razonada de diferenciar el capital político, el prestigio acumulado, del buen juicio político. Ambos pueden caminar de la mano o pueden no hacerlo.

El tercer capítulo traza un balance crítico de las justificaciones epistémicas de la política, desde aquellas que subyacen a los procedimientos electorales hasta las que valorizan el sorteo, pasando por las visiones autoritarias. Presentaré una visión de la experiencia política modulada alrededor de tres elementos: el conocimiento, la moral y la motivación.

El cuarto capítulo utiliza esos tres elementos y analiza cuatro articulaciones. El objetivo no es ofrecer una doctrina, sino herramientas prácticas de pensamiento. He intentado ser justo con cada uno de los procedimientos –electorales, de sorteo, de designación de expertos–, porque la creación democrática debe abrir nuestro campo de experimentación, nunca obcecarnos con nuevos ídolos.

Agradezco las lecturas atentas y los comentarios de Francisco Manuel Carballo Rodríguez, Manuel de Pinedo, Esteban Romero Frías y Jesús Ángel Ruiz Moreno. Cualquier error que reste es muy a pesar suyo[3].

[1] Ignacio Urquizu, La crisis de la representatividad en España, Madrid, La Catarata, 2016, pp. 147-148.

[2] Véase Thomas Uebel, «Neurath’s protocol sentences revisited: sketch of a theory of scientific testimony», Studies in History and Philosophy of Science 40/1 (2009), pp. 4-13.

[3] Este libro ha sido escrito en el marco del proyecto financiado por la Agencia Estatal de Investigación «Desacuerdo en actitudes. Normatividad, desacuerdo y polarización afectiva (PID2019-109764RB-100)» y de la Unidad de Excelencia FiloLab-UGR.

Los pocos y los mejores

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