Читать книгу Once veladas en un club de jazz para hablar del coronavirus - José Luis Salinas Rodríguez - Страница 8
ОглавлениеSMILES
Se escucharon con nitidez dos detonaciones. Hacía rato que Stella había cantado su último blues de aquella noche y en el club se había instalado el silencio. ¡Bang, bang! Alguien había sido tiroteado en la calle, y yo estaba seguro de que había sido Smiles. Probablemente ninguno de los pocos clientes que a esa hora resistía en el Small City hasta el momento del cierre hubiera podido asociarlo a un nombre concreto. En aquel lugar la gente entraba sin despedirse y salía sin saludar, o viceversa, ya que después de algunas copas, cuando el centro de gravedad comienza hacerse inestable, poco importa el orden de la cosas. Pero yo sabía que se trataba de Smiles, porque acababa de invitarle al que posiblemente iba a ser el último trago de su vida. Las detonaciones no inmutaron aparentemente a nadie, aunque todos nos dimos prisa en apurar la bebida que teníamos en la mano para marcharnos. Por su parte, Sam, el patrón del club, prosiguió haciendo caja, como si aquello no fuera con él. El propietario y barman era un tipo que se pasaba la noche trajinando de un lado a otro de la barra, sin apenas tiempo para cruzar unas palabras con la clientela. Pero a los parroquianos nos bastaba confesar nuestras miserias cotidianas al vaso que teníamos delante, porque al cabo de dos o tres tragos nos sentíamos redimidos. El negocio de Sam funcionaba básicamente porque no había en el barrio otro local en el que gastar algunas horas de la noche practicando determinados rituales, ni tampoco existía otra posibilidad para dejarse seducir por baladas como las de Stella. Sin duda ella era una cantante de barrio que nunca saldría del barrio, pero su voz gastada tenía un punto de desamparo que despertaba la necesidad de ampararla, como la que suscitaba Lady Day, cuyo repertorio Stella saqueaba cada noche. La acompañaba un joven pianista que había escuchado mucho a Bill Evans, y que probablemente estaba en aquel lugar sólo por el tiempo suficiente para encontrar un bolo mejor. Por favor, ser una cantante de barrio no implica nada negativo. Sencillamente, significa que no acuden a escucharla, o pocas veces, gentes de otros lugares. O sea, que los habituales éramos personas que nos repetíamos cada noche, sin que esto signifique que nos conociéramos, porque apenas cruzábamos algunas palabras (“¿tienes fuego?”, “joder, Stella tiene la voz cada vez más cascada, ¡pero a mí me sigue llegando muy dentro!”, “¡no recuerdo un invierno tan frío!”,…). Con Smiles fue distinto. Nunca supe su nombre verdadero. Decía haber pasado media vida visitando cárceles, pero se lamentaba de no haber tenido la oportunidad de participar en ese gran golpe que le hubiera llevado a un paraíso lejano. El tipo tenía el aspecto de un boxeador prejubilado, pero él confesaba que los únicos golpes que había recibido eran los que daba la vida. Ahora era un pobre diablo que sobrevivía vendiendo relojes falsificados de grandes marcas y gastando el tiempo libre en cruzar apuestas en algún garito clandestino. Unos oficios peligrosos, pero allá él. Al Small City aquel desterrado social acudía casi cada noche desde un tiempo atrás. Tomaba una copa y luego esperaba a que alguien le invitara a otra. Sabía la forma de conseguirlo, sin forzar nada, y como compensación obsequiaba con alguna historia que decía haber vivido, y que todos considerábamos verídica. En realidad, con aquella persona nos llegaba la cara de un derrotado por la vida, una situación con la que no pocos, en los momentos de depresión, podíamos sentirnos más o menos identificados. La existencia de Smiles era ya tan predecible como probablemente había sido ahora su muerte. Tras compartir una última copa, el hombre habría atravesado la calle para refugiarse en el Sanvy, un hotel de tercera categoría mayormente habitado por putas y vendedores de paso. Pero el destino lo escribe quien puede escribirlo, y esa noche cambió el guion. Mientas Sam apagaba las luces del club, recogí mi gabán del perchero. Me golpeó un frío glaciar mientras subía los pocos peldaños que me llevaban a la calle. Como había imaginado, a algo menos de cincuenta metros, un hombre estaba tendido sobre la acera. El destello intermitente de un rótulo de neón, activo sólo en su mitad, iluminaba con la sílaba SAM aquella parcela del mundo. Esta vez, Smiles había cruzado una apuesta demasiado alta, o había vendido una partida de relojes demasiado falsos. Apreté el paso, porque en aquella jodida noche hacía un frio del carajo.