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INFANCIA ROBADA

Nació chiquita. Nunca fue muy grande. Pero sí muy viva. Nació con fuerza, con energía, con ganas. Poco después fueron llegando hermanos y hermanas. No recuerda su vida sin ellos. Solo sabe que fue la primera.

Recuerda juegos y risas. Pero también llantos. Había hambre. Había días que apenas comía para entregar su parte a la hermana más chica, al hermano enfermo. Recuerda viajes. Caminar de un pueblo a otro en busca de una nueva posibilidad de trabajo para los padres. Pero había poco.

Se recuerda mirando las escuelas. Ella nunca fue, nunca pudo. No sabe leer ni escribir. Pero recuerda cómo las miraba, cómo se imaginaba con un vestidito no muy sucio entrando por la puerta de una escuela. Nunca llegó.

Recuerda el robo. El robo de su infancia. Pasó de niña a mujer en un día. De mujer a no sabe qué en dos semanas. Un día al levantarse manchó, sangraba un poco. Eso le cambió la vida. Pero en ese momento no lo sabía. No se dio cuenta cuando padre y madre se miraron. Todo vino después, en dos semanas.

Nunca dudó de las personas. Siempre fue buena. Sigue siéndolo. En aquel momento le costó entenderlo, simplemente lo aceptó. Cuando tiempo más tarde tuvo al bebé arraigado a su pecho lo entendió. Hay veces en que los padres no tienen más opciones.

Se sabía pobre. Conocía las dificultades. Algo había que hacer. Ella era la mayor. Sus padres la sacrificaron. Tenían que mantenerse, tenían que vivir. Tenían más hijos. Así que tuvieron que tomar la decisión. No sabe durante cuánto tiempo lo pensaron. No sabe por qué esperaron a ese momento. Pero hoy, recordando las miradas de sus padres cuando sangró, entiende que lo debieron de hablar muchas veces, mucho tiempo antes.

Hablar y llorar. Seguro. Recuerda con cariño a su familia. Ella quería a sus padres y a sus hermanos y hermanas. Y se sentía querida. Por todos. Desde aquel día no ha vuelto a ver a nadie de la familia. Solo espera que sirviera para algo. Que allí donde estén vivan un poco mejor. En ocasiones un poco mejor es mucho mejor.

A veces se imagina a sus hermanos ya crecidos, a sus hermanas señoritas. Pero sabe que no puede ir a ellos, que ya no puede regresar. Es su precio, el precio que debe pagar por aceptar mejorarles la vida. Ella allí murió para todos, para que fuera posible la vida.

No le dijeron nada, pero ella notó que algo era diferente. Su madre, con los ojos llorosos la despertó y se la llevó con ella. La lavó toda entera. Su padre le entregó un trozo de yuca en el desayuno. Los hermanos y hermanas miraban atentos. Había algo enrarecido en el ambiente.

A media mañana salieron a pasear. Solos, los padres y ella. Algo pasaba. Miró atrás. Hoy recuerda que le hubiese gustado correr a besar y abrazar a los pequeños. Pero sabe de la crueldad de la vida y entiende que así fue mejor.

Un hombre se acercaba y entonces sus padres se detuvieron. Ella también. Los miraba. La madre un poco retrasada, unos dos metros por detrás; el padre con los ojos tristes. Esta es -salió de su boca. No dijo nada más. No la miró. Bajó sus ojos al suelo y se quedaron allá clavados. Enterrando con ellos una parte de su historia, de su vida, de su amor. Su madre ya había dado la vuelta.

El hombre sacó unos billetes. Se los tendió al padre. Este los cogió con vergüenza y se marchó. Entonces lo supo. Había oído hablar de esas cosas. Ahora lo estaba viviendo. Vendida con doce años.

Sin odio, sin rencor. Sabe que el resto de la familia tenía que seguir viviendo y las cosas se estaban poniendo muy feas. Era la mayor. Lo entiende. Le tocaba a ella. El sacrificio de los primogénitos.

El hombre era de pocas palabras. La invitó a subir al coche. Él conducía en silencio. Ella, a su lado, apenas se atrevía a mirarle. Detuvo el coche y bajó. Ella allí, quieta, inmóvil. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir, sin saber qué le depararía la vida.

Pensó en escaparse. Pero no tenía a dónde. Pensó en su familia. Si ella marchaba tal vez el hombre les denunciaría, o iría a por ellos. No podía irse. Estaba atravesando sus pensamientos, como si de caminos entrecruzados se tratase cuando vio llegar de nuevo al hombre.

Traía yogur con pan de yuca. La yuca le acompañaría a largo de todo ese día. El día de su marcha, el día de su infancia robada. Aún tardarían un tiempo en llegar. El pan de yuca le gustaba mucho. El yogur también. Pero esta vez, le costaba tragar. Cada vez que pasaba algo de comida le parecía que un yunque le caía en el estómago, en el pecho. Respirar ese momento fue un arduo trabajo.

Despertó con el frenazo del coche. Bajó cuando se lo pidió el hombre. Estaban delante de una casa. No parecía muy grande. El hombre abrió la puerta y le invitó a pasar. El primer recuerdo fueron unas miradas lascivas que le atravesaron por completo. Dos muchachos algo mayores que ella la estaban esperando.

Entre ellos se abrió paso la señora. Desde ese momento para ella siempre fue la señora. Nunca sabrá hasta qué punto fue consciente de todo lo que pasó. Pero eso no le quita ni un ápice de su categoría: la señora.

Apartó de un manotazo a uno de los jóvenes mientras con la otra mano la agarraba del brazo. Antes de poder saludar siquiera se vio dentro de una habitación. Este será tu espacio -le dijo. A ella, que nunca había tenido un espacio.

Pensó en su familia, todos durmiendo juntos, amontonados en un colchón sucio e infestado de chinches. Ella allí tenía una cama. No era muy grande, pero era para ella sola. Un espacio, algo nuevo. Tal vez no le fuera tan mal.

La señora era seria pero se le veía buena gente. Le preguntó por su ropa. Únicamente tenía lo que llevaba puesto. Le prometió que al día siguiente irían a comprar algo, un par de faldas, unas camisas, ropa interior y una bata de trabajo. Después le enseñó la casa mientras le daba todo tipo de instrucciones.

Nunca había ido a la escuela, pero se sabía espabilada. Retenía todo lo que la señora le decía. Acá la cocina. Has de levantarte a las cinco para preparar los jugos, unos huevos y un poco de arroz. Con el tiempo te enseñaré a hacer bolones. A media mañana me preparas un café con humitas. Para la comida cada día te daré dinero y te explicaré qué has de comprar. A la noche algo que nos haya sobrado de otro día. Tendrás que aprender los gustos de cada uno de nosotros para tenernos contentos.

Hubo gustos que aprendió pronto, demasiado pronto. Siguió el paseo por la casa. Los baños los limpias dos veces al día, el patio es chiquito pero hay que limpiarlo cada día. Haces también las habitaciones. Las sábanas las cambias cada semana.

¿Has comido algo? -le preguntó la señora. Solo había comido un poco de yuca con arroz para desayunar y el yogur con pan de yuca en el camino. Antes de contestar vio como el hombre fruncía el ceño. Pronto aprendió a saber interpretar los signos de su cara. Contestó que sí.

Salieron a reconocer el barrio. De vez en cuando se daba la vuelta. Los jóvenes de la casa les seguían de lejos con unos amigos. Oía las risas en la distancia. Vio el mercado y varias tiendas en las que la señora compraba. Para empezar, tenía suficiente.

Cenó un poco y se fue a dormir. No podía conciliar el sueño. Miraba el techo, pensaba en su familia, soñaba con su nueva vida. Mil estrellas recorrían su cerebro, soñando y cruzándose, imaginado una nueva vida llena de nuevas experiencias y aprendizajes.

Pero poco le duró el encantamiento. Fue esa misma primera noche. Se le estaban cerrando los ojos cuando escuchó cómo se abría la puerta de su habitación. Era el hombre. No habló nada. Solo la miró. Ella no entendió cómo entendió.

Esa noche no pudo dormir. Tampoco lloró. Se tragó las lágrimas como lo tendría que hacer muchas veces a lo largo de su vida. Le dolían los dientes de la presión que ejercían entre ellos. Sentía rabia, dolor, tristeza. Su sueño se desvaneció para devenir en pesadilla.

No quería cerrar los ojos. Si los cerraba revivía la escena. El hombre entró, se sentó, le toco la pierna. Poco a poco fue subiendo la mano. Los ojos fijos en ella. La mano, en la entrepierna. Levantó las sábanas. Levantó su camiseta. Los labios se posaron en los pechos incipientes. Y siguió.

No quería recordar. Pensó en sus padres. ¿Lo sabrían? ¿Se imaginaban que eso pasaría? Probablemente sí… Es la dureza de la vida, la cara amarga de la existencia de los pobres. ¿Por qué pagar ese precio? ¿Qué sería de ella? ¿Saldría alguna vez de allí? ¿Sería eso su vida?

Se sentía rota, se sentía muerta. Una niña vacía, con una infancia robada.

Ella

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