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Parte I

Vestido de negro, oculto en el lindero del bosque y protegido por la oscuridad de la noche, era invisible. Eran las dos y caía una ligera llovizna, los meteorólogos no se habían equivocado en esta ocasión, según las previsiones llovería débilmente durante el resto de la noche, algo con lo que había contado y que convenía a sus intereses. La casa permanecía a oscuras, sus moradores eran personas de costumbres fijas. Llevaba tres noches vigilando sus rutinas y, como un reloj, a las doce, los dos matrimonios se acostaban. Residían en una casa anexa a la residencia principal, su trabajo consistía en mantener la principal en perfectas condiciones para cuando los señores quisieran venir, lo que solía ocurrir un par de veces al año. Cuidar del jardín y vigilar la propiedad.

El hombre que observaba había llegado tres días antes, había aparcado la furgoneta en una calle donde se encontraban varios hoteles rurales; de esa manera, estaba convencido, no llamaría la atención. Esperó en la parte trasera, sentado cómodamente, los cristales oscurecidos le hacían pasar inadvertido. Cuando oscureció, salió cargando a la espalda una mochila y partió del pueblo subrepticiamente. Un par de semanas antes había llegado al mismo lugar con otro vehículo, había descargado una bicicleta y reconocido el terreno como un turista dominguero: en su mochila, un bocadillo, agua y una cámara de fotos. Si se cruzaba con la Guardia Civil podría representar convenientemente su papel. No hizo falta, nadie se percató de su presencia. Tomó un camino que se adentraba en el bosque entre dos silenciosas casas y, una vez se hubo alejado, se iluminó con una linterna.

Llevaba anotadas diferentes marcaciones para ser localizadas por GPS. Sabía que volvería por la noche y en la oscuridad podría tener alguna dificultad. Pero no hizo falta. Tras un par de horas andando, vio la señal que había puesto a los pies de un enorme pino, junto al camino. Tres piedras juntas y en una de ellas, una pequeña cruz roja. Desde ese punto, cruzando un tupido bosque, a un par de kilómetros, se encontraba la parte trasera de su destino. Se introdujo y, andando con cuidado, recorrió aproximadamente la mitad de la distancia. Eran casi las cuatro de la mañana; sacó algo de abrigo y sentado, tomando café caliente de un termo, esperó a que amaneciese. Con las primeras luces del día buscó el lugar más apropiado para que su pequeña tienda de campaña permaneciese oculta a miradas indiscretas. No le fue difícil, el lugar en sí mismo era recóndito, no había caminos ni senderos, quien llegase tenía que andar entre follaje y ramas. Aun así, localizó un claro rodeado de alta broza y plantó una tienda circular de color verde camuflaje. Se alejó unos quince metros y observó dónde estaba plantada desde varios puntos del perímetro con el objetivo de comprobar si sería visible por algún excursionista despistado que deambulara por las inmediaciones. En su anterior visita había dejado la bicicleta oculta entre los árboles y escudriñado la mejor opción para poder estar cerca de la casa. Ahora no le fue difícil elegir la ubicación.

A unos trescientos metros estaba la casa. Había empezado a vigilarla esa misma tarde. Por eso, en estos momentos, sabía que tenían tres perros, un bichón y dos pastores alemanes. Probablemente, los dos pastores dormían fuera, entre las dos casas se apreciaban dos perreras, pero la anterior noche, que también llovía, los metieron dentro de la vivienda con ellos. Esta noche también. Saltó la valla que protegía la parte trasera de la propiedad sin ningún problema. Se colocó el casco con el dispositivo de visión nocturna y rodeó la casa por el lateral contrario al de la vivienda del servicio. Cuando llegó a la puerta principal, en la anexa reinaba un silencio sepulcral.

Dejó la mochila en el suelo, se quitó el chubasquero y las botas para no dejar ninguna huella de su presencia en el interior. Sacó dos estuches, uno se lo guardó en uno de los múltiples bolsillos de su cazadora y del otro extrajo dos ganzúas. Con ellas manipuló la cerradura. Se trataba de una buena cerradura de seguridad, un modelo con el cual había estado muchas horas practicando en su taller. Al final, cedió. Dentro, a dos metros a la izquierda, debía encontrarse la caja con la numeración de la alarma, según los datos comprados a su contacto en la compañía que la instaló. Se trataba de una alarma de última generación, con seis dígitos en lugar de los cuatro habituales, quince segundos de margen para salir tras conectarla y otros tantos para entrar y desconectarla. Poco tiempo para descifrar una combinación tan compleja, por muy sofisticado que fuese el descifrador que se utilizase. Indiscutiblemente, sería una baza que utilizaría el vendedor para colocársela al cliente. En realidad, era verdad. Como también lo era su sistema: contaba con una batería que proporcionaba veinticuatro horas de energía autónoma. Si cortaban la corriente, la alarma permanecería activada y la compañía aseguraba en su contrato que, de no restablecerse la corriente eléctrica, un operario, perfectamente identificado, se personaría para el cambio de batería o, si era necesario, la vigilancia personal de lo protegido. Su cableado era direccional, de la caja principal a los diferentes elementos. Si se cortaba la línea o se intentaba realizar un puente, la alarma saltaba automáticamente. Todas las entradas de la planta baja, puertas y ventanas, contaban con contactos de apertura, y por toda la vivienda tanto en la planta de entrada como en la superior, múltiples detectores de presencia. Si la alarma saltaba, recibían la señal por diferentes medios las autoridades policiales más cercanas, Policía Local y Guardia Civil, además de los empleados de la vivienda anexa, el propietario y la propia compañía responsable de su alarma. En definitiva, era cara pero eficaz.

La sombra entró con rapidez, cerró la puerta y, además de con la linterna de su mano, el vestíbulo se iluminó con otra que portaba acoplada en el casco. A dos metros, exactamente donde esperaba encontrar la caja de conexión de la alarma, habían puesto un ridículo cuadro de caza. Lo movió y se abrió lateralmente, un método usual de disimulo. La abrió y encontró el teclado y su pantalla encendida, esperando los dígitos de desconexión mientras un suave pitido te acuciaba indicando que se acababa el tiempo. Con manos expertas y serenas, sacó la carcasa que protegía los circuitos interiores. Manipuló y seleccionó dos cables y los pinchó con unas clavijas conectadas a una pequeña máquina que, previamente, se había colgado del cuello. Parecía un teléfono móvil y en cuanto pinchó los cables, la pantalla se iluminó y apareció el número seis; inmediatamente la alarma emitió su exigente pitido y en la pantalla de la máquina que colgaba de su cuello apareció el dígito cinco. Esos dos cables no interferían en la capacidad operativa de la propia alarma, no le afectaban en cuanto a su eficacia. Esos dos cables únicamente le servían al operario para determinar el tiempo que el cliente necesitaba para su conexión y desconexión de la alarma. Podía estar el dispositivo junto a la puerta o podía situarse en otra habitación. El aparato disponía de un margen máximo de cincuenta y nueve segundos. Menos de un minuto. Normalmente se regulaba, para su activación, un intervalo de diez a quince segundos, pero eso no significaba que el mecanismo no estuviese preparado para ampliar ese margen. El hombre no intentó desconectarla ni manipular la operatividad de la alarma, únicamente aumentó el tiempo que el supuesto cliente necesitaba para su desconexión. Pulsó la tecla cinco, donde estaba el dígito cero, y desde ese momento, el tiempo aumentó para su propósito a cincuenta y dos segundos. Ahora sí, conectó al circuito principal su decodificador y se inició el rastreo. Cada cinco segundos le proporcionaba un número. Marcaba diecinueve cuando consiguió la combinación; la pulsó en el teclado del aplex y con un pitido se indicó la desconexión. La casa era suya.

No era necesario acceder a la planta de arriba, lo que le interesaba se encontraba en el salón y en el despacho. Fue primero al salón, en la pared colgaba un lienzo de Murillo, uno de Juan de Rivera y otro de Zurbarán, maestros del Siglo de Oro de la pintura española. Al otro lado de la misma estancia, dos Goyas. Durante unos momentos los iluminó uno a uno. Qué lástima que obras de esta belleza permaneciesen ocultas en un lugar tan triste como este caserón. En sus estancias de verano, el propietario se vanagloriaba de sus obras ante las personas que invitaba —su colección, aunque pequeña, era extraordinaria—, demostrando no solo sus conocimientos, también una pasión por el arte, una sensibilidad que los que le conocían en su fría actitud como hombre de negocios, distante con la mayoría y voraz con su competencia, no creían que poseyera.

Pura fachada, pensó, vanidad y engreimiento. Nadie que adore la pintura, que se emocione ante ella y tenga la suerte de poder permitirse colgarla en su propia casa, la deja en un lugar tan oscuro como este, sin luz, sin ojos que la contemplen. El cliente que costeaba este robo, del cual él únicamente sabía que era un hombre de negocios asiático, muy probablemente un día había acudido a un almuerzo en esta propia casa. Ahora serían suyas. Indiscutiblemente, no podría exponerlas en un lugar público, ni siquiera en su propio despacho: eran obras perfectamente catalogadas. Las contemplaría en una sala privada, de eso estaba seguro, pero, al menos, las valoraría mucho más que el energúmeno del actual propietario. Nadie pagaría la fortuna que él iba a pagar por poseerlas, aunque fuera en secreto, si no las adoraría. O, por lo menos, eso quería creer el ladrón.

En el despacho encontró el resto, dos dibujos firmados por Picasso y al fondo, tras su mesa, un espectacular lienzo de Rembrandt. Se acercó a él y lo contempló: iluminado desde la oscuridad, el rostro de un hombre lo observaba con mirada inteligente y serena. Se tuvo que decir a sí mismo «a trabajar» para escapar del hipnotismo de la mirada del retratado.

Sabía que ningún cuadro disponía de medidas de seguridad. Su dueño confiaba plenamente en la alarma, en los que la vigilaban y en que los ladrones, en su huida, tendrían que volver a pasar por el pueblo y serían fácilmente detenidos. En un lugar como este era difícil que un coche pasara desapercibido. Descolgó uno de los cuadros y lo colocó sobre una mesa, abrió su mochila y sacó herramientas y varios tubos. En un momento separó el lienzo del marco exterior; después, con extrema delicadeza, separó la tela, puso sobre ella un papel, la enrolló y la guardó en uno de los tubos. Luego, de otro sacó láminas, buscó la que imitaba a la extraída y simplemente la grapó a la madera; por último, puso el marco y la volvió a colocar en su lugar. No pasaría ni la más simple de las miradas, pero confiaba en que ninguna de las cuatro personas que cuidaban de la casa, sobre todo las mujeres, que serían las encargadas de la limpieza interior, fuesen aficionadas a observar su belleza. Entrarían a realizar sus tareas de forma rutinaria y, probablemente, no se percatarían del cambio. Un marco vacío resaltaría como un muerto en la cocina, pero este simple truco evitaría la voz de alarma hasta la llegada de sus propietarios o, al menos, durante unos días.

Realizó la misma tarea con todos ellos, colocando en algunos tubos dos lienzos. Se aseguró de que todos estuviesen cerrados herméticamente y a continuación, limpió el lugar pulcramente. Una vez terminado el trabajo, repasó visualmente que no se notase su visita. Cuando estuvo satisfecho, con todos los tubos bien guardados en su mochila, se dirigió a la puerta. Fuera todo permanecía en calma. Se acercó a la alarma y volvió a manipularla para que mantuviera el mismo tiempo de retardo para su conexión que cuando entró; luego montó la caja, pulsó los seis dígitos y el pitido le indicó que disponía de quince segundos para salir. Esperó tras la puerta a escuchar la conexión final y la alarma quedó plenamente operativa. Se volvió a colocar el chubasquero y las botas, las huellas dejadas en el porche se secarían antes de la mañana, no eran de barro, pues las botas fue lo primero en quitarse al resguardarse bajo la cornisa.

Con la visión nocturna, regresó a la valla; después, con mucho cuidado, llegó al lugar donde había pasado varios días. Tenía práctica y no le supuso ningún inconveniente el desmontaje de su pequeña tienda en la oscuridad. Metió todo en su mochila y los tubos en un lateral del saco. Cuando llegó a las afueras del pueblo, faltaba muy poco para que amaneciera; no obstante, la quietud aún reinaba en las calles. Caminó con sigilo la distancia hasta su coche sin ver un alma, alguien había depositado en el parabrisas publicidad de algún restaurante. Al salir del pueblo se cruzó con dos hombres, les saludó alzando la mano y estos le respondieron con idéntico gesto.

* * *

Laura Ursola aparcó frente a la vivienda principal. Su primera intención fue entrar, muy probablemente su hermano estaría desayunando, eran las ocho y él nunca salía antes de las nueve sin un motivo importante. Lo pensó mejor y decidió ir directamente a las cuadras; no obstante, permanecía abstraída contemplando la casa de su tío, antiguo propietario. Tuvo muy buen gusto en su restauración. Del antiguo caserón únicamente se conservó parte de la imponente fachada de piedra. Ahora, su estructura de dos alturas, combinando piedra y madera, le proporcionaba una visión moderna y sólida, con un porche en su parte delantera que desprendía la calidez y sencillez de una casa rural. Caminó los doscientos metros que separaban la casa de las caballerizas. Llevaba unos días con mucho trabajo, algo estresada, y decidió tomarse la mañana libre. No había mejor manera para relajarse que pasar unas horas cabalgando; de hecho, los caballos le transmitían serenidad.

—Buenos días —saludó al entrar a Tomás, encargado del establo, y a su ayudante Juan.

—Buenos días, señorita —respondieron los dos.

—¿Cómo va el potrillo, chicos?

—Pegado todo el día a la madre —respondió el encargado.

—¿Le preparo a Hércules? —le preguntó el joven al ver que vestía ropa de montar.

—Sí, Juan. Vamos a ver a ese potrillo y ahora venimos.

Y ambos salieron. Hércules era un hermoso e imponente caballo de color negro. Le colocó el ronzal y las bridas, la montura, y cuando abrochaba las cinchas...

—¿Preparando el caballo para dar un paseo? —exclamaron por detrás.

Juan se dio la vuelta inmediatamente, más por el sobresalto que por otro motivo. Desde el marco de la entrada le miraba con sarcasmo su jefe, Ignacio Ursola. Su actitud auguraba su estado de humor. Antes de que el joven respondiese:

—¿Qué hacías montando el otro día el caballo marrón?

—Lo hemos tenido unos días en reposo debido a una pequeña lesión y salí a ver cómo se encontraba.

—¿Desde cuándo eres veterinario? ¿Me tomas por imbécil? —le espetó con desprecio.

—El veterinario se encontraba junto a Tomás en la cuadra.

—Yo solo le di una vuelta —se justificó alterado, tenso y a punto de darle una mala contestación.

—Ya —expresó desconfiadamente—. Y ahora, ¿qué? ¿Vas a probar también a este?

—Lo voy a montar yo —respondió Laura, entrando—. ¿Pasa algo porque monte Juan un caballo? —le preguntó airadamente, enfadada por el modo en que le trataba, pues no era la primera vez que le escuchaba pagando su mal humor con él.

—Pasa que estoy harto de que aquí todo el mundo se crea que es el amo y haga lo que le rota.

—¿No crees que te estás pasando? —increpó a su hermano, controlando la voz para no chillarle.

—Lo que creo es que me cuestiono si en los establos, para cuatro caballos, necesitamos dos personas.

—Sabrás tú cuántos caballos hay y la faena que dan. Anda, lárgate, y te recuerdo que los establos los gestiono yo. Ándate con ojo qué decisiones tomas sin consultarme. —No soportaba su soberbia ni su estúpida arrogancia.

Él, sin responderle, dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa. Ella, por el contrario, se disculpó.

—Lo siento —les dijo mirando al joven—. Mi hermano es intratable, grosero y un pedante. Pero recordad que las caballerizas son cosa mía y únicamente os pido un poco de paciencia.

—Pues, para serle sincero, si no fuese porque estoy atado de pies y manos, hay días en los que cogería los trastos y me largaría.

—No me hables de usted, Juan. Lo sé, y te repito: ten un poco de paciencia, por favor.

Ambos asintieron. Después, la mujer, cogiendo por las bridas al caballo, salió de la cuadra, lo montó y partió a trote suave.

Ignacio se alejaba rojo de ira. Detestaba a su hermana por tratarle de esa manera delante de ellos, siempre lo había hecho y la odiaba por ello. No obstante, se culpó de esas situaciones. Era una mujer previsible, por lo tanto, le debería resultar fácil manipularla, conociendo sus reacciones y, sobre todo, sus motivaciones. Pero no podía evitarlo, le desquiciaba su temperamento simplón y tierno, poniéndose constantemente en el lugar de los más inútiles. Tal vez fuese porque no había tenido que tomar decisiones difíciles en esta vida, siempre fue la niña mimada de sus padres, también de su tío. La señora del servicio salía a su encuentro, sin duda a informarle de que las personas que esperaba habían llegado. En la parte delantera vio el coche aparcado y el chófer apoyado, un mastodonte con cara de boxeador. Dentro, los representantes legales del empresario ruso con los que había tratado discretamente en varias ocasiones, por ese motivo los citó en la casa y no en el despacho, le saludaron. A pesar del fuerte acento, el castellano de ambos era más que aceptable. Pasaron al antiguo despacho de su tío e Ignacio dio instrucciones de no ser molestado.

—En primer lugar, nuestro representado, el Sr. Vladic Bogdánov, desea que le transmitamos un caluroso saludo y está en su ánimo visitarle pronto. He de decirle que es un enamorado de su país.

—Me alegro, para mí será un placer conocerle personalmente.

—Tiene una agenda de trabajo saturada pero le asegura que, en cuanto pueda, le visitará.

—Muy bien.

Ignacio había investigado al empresario, por sus pesquisas sabía que Vladic Bogdánov era un importante financiero con empresas no solo en Rusia, también en otras partes del mundo, con una larga trayectoria profesional. Empezó con la explotación minera y, posteriormente, adquirió los derechos para la extracción de gas en lugares remotos de Siberia. En este momento ostentaba la dirección de un conglomerado de empresas con una amplia diversificación de negocio. En definitiva, un hombre poderoso y muy rico. Al principio, Ignacio quedó perplejo por que un hombre de esas características se interesase en hacer negocios con él, hasta que comprendió que era rico por ese mismo motivo. Los negocios no se encuentran, se buscan, y era consciente del interés de esta gente en invertir. Para colmo de su buena suerte, los dos representantes que contactaron con él, los que tenía sentados frente a él, eran dos pardillos representando a un jefe inflado de dinero que les confería poderes para negociar sin límites en su inversión. Muy probablemente se les diese instrucciones de en qué se quería invertir y dónde, y estos tendrían unos márgenes de maniobra amplios, no debían ser estúpidos. Pero ahora, invertir en España, después del desplome de la economía, del precio de la vivienda y el suelo, para ellos, con dinero en metálico, sería como ir a Disney World.

Aún recordaba su segundo encuentro. Les invitó a un restaurante del Palmar; luego, dieron una vuelta en barca, algo inaudito en unos negociadores de altos vuelos para quienes lo normal es terminar con champán y putas, pero ellos insistieron. Yuri parecía un chiquillo.

Yuri, el más grueso de los dos, era quien llevaba la voz cantante, también el más alegre. Formado en Europa, sobre todo en Inglaterra, como le comentó en la sobremesa de la comida. Por el contrario, su compañero, Dmitry, era la antítesis del primero: sobre un metro noventa de estatura, de constitución atlética, mucho más serio y mucho menos hablador pero tan educado y cortés que, en ocasiones, parecía el mayordomo de Yuri; su castellano era básico, con el fuerte acento característico del norte de Europa. En la mayoría de ocasiones se limitaba a asentir y sus risas no eran tan extrovertidas.

Hoy, Ignacio esperaba que entrasen en materia, las anteriores veces solo fueron de tanteo. También hoy, probablemente, mostrarían sus verdaderos rostros y él, desconfiado por naturaleza, se encontraba expectante y algo inquieto.

—Hemos estudiado en profundidad la situación de esos terrenos que ustedes poseen en la costa de Castellón. Es una zona con un potencial de negocio importante, aunque nuestro principal interés, en este momento, no es ese.

Una gran ventaja, pensó Ignacio, pues desde el inicio de las conversaciones su interés fue obvio y ahora lo ratificaban.

—Ahora bien. Es una zona protegida por la ley de costas, con movimientos ecologistas de cierta importancia e influencia.

—Es cierto —les ratificó. Era patente que, entre sonrisas y bonitas palabras, habían hecho sus deberes.

—En esta situación, los terrenos en ese lugar carecen de valor.

Solo pudo asentir.

—No obstante, continuamos interesados. Los terrenos cuentan con casi un kilómetro de costa y unos seiscientos metros de anchura. Hemos tenido una discreta conversación con el alcalde y, por suerte, le hemos encontrado muy receptivo —palabras que desconcertaron a Ignacio, desconocía los pasos que estaban realizando.

—Esa conversación con el alcalde, ¿la han llevado a cabo ustedes? —preguntó.

—Por supuesto que no. Sería despertar la codicia del hombre y mostrarle un interés inversor. Espero que no le moleste, el acercamiento lo hemos realizado en su nombre y lo ha realizado un abogado.

No eran tan tontos como parecían, pensó. Tampoco tenía que confiarse, al fin y al cabo, invertían internacionalmente y poseían recursos insospechados.

—Y ¿qué han sacado en claro?

—A lo largo de todo el kilómetro, los primeros cien metros desde la playa son intocables. Pero contamos con los quinientos posteriores, en su mayoría terreno yermo, a excepción de una pequeña pinada que se integraría en cualquier proyecto que se plantease. También existen varios huertos gestionados por agricultores que poseen otros lindantes con su propiedad pero, en todo caso, conscientes de que han invadido una propiedad ajena. El terreno está catalogado como zona verde pero, a excepción de esos cien primeros metros pegados al mar, el resto se podría recalificar si ponemos un par de sobres en los bolsillos adecuados y aseguramos que, en posteriores inversiones, se contratará a gente del municipio en trabajos de construcción. Por supuesto, este tipo de negociación se llevaría con absoluta discreción y siempre en su nombre. Le repito que si sospechan de inversión extranjera, los costes y las objeciones se multiplicarán. ¿Estás de acuerdo?

—Por supuesto —le convenía el interés que mostraban. No solo hablaron con el alcalde, inspeccionaron el terreno, se preocuparon de averiguar pros y contras. Indudablemente eran mucho más avispados de lo que aparentaban.

—¿Qué opinan sus hermanos? De momento son todos propietarios del terreno.

—No se preocupen por ese tema, en su momento lo resolveré.

—Intuimos que con su hermano no habrá problemas, pero ¿y su hermana? —insistieron.

—Le repito que no se preocupen —volvían a demostrar saber mucho más de lo previsto—. Tenemos un problema de liquidez, por ello no hemos podido regular convenientemente la herencia de mi tío. Nuestra intención, como ustedes comprenderán, es poner a nombre de cada uno lo que previamente acordemos, lo cual conlleva, como ustedes supondrán, unos elevados costes en escrituras e impuestos a los cuales no hemos podido hacer frente.

—Comprendemos que es un tema privado entre ustedes. Pero también entienda que si pretendemos invertir, necesitamos el máximo de información y garantías. Nosotros estamos obligados a dar las explicaciones que, en cualquier momento, nuestro jefe pueda solicitar.

—Lo doy por hecho.

—¿Le supone un problema que tratemos este tema? —era la primera vez que Dmitry intervenía en la conversación.

—No, en absoluto, la confianza ha de ser mutua.

—Perfecto —respondieron al unísono.

—Nuestro tío nos dejó en herencia esta casa, con las caballerizas adyacentes, una fábrica en un polígono de Paterna, una funeraria con sede principal aquí, en Valencia, y dos delegaciones, una en Castellón y la otra en Alicante; y esos terrenos de los que estamos hablando. Les estoy siendo sincero.

—Se lo agradecemos —respondió inmediatamente Yuri.

—La cantidad en metálico de que disponía en el momento de su fallecimiento no era muy elevada. Mis hermanos y yo tampoco disponemos de mucho efectivo y, por eso, no hemos podido regularizar el reparto de la herencia, como tendría que haberse hecho.

—Permítame que le diga que su tío tenía muy buen criterio. Diversificar los riesgos montando empresas con diferentes tipos de comercialización siempre es conveniente. ¿Él gestionaba directamente ambos negocios?

—Sí. Aunque en ambos negocios contaba con personal de dirección y gestión en los que confiaba totalmente.

Ignacio no sabía exactamente adónde querían llegar con este interrogatorio. Sospechaba que, igual que se preocuparon en averiguar cosas relacionadas con los terrenos en los que estaban interesados, también en lo relacionado a la herencia y a las relaciones familiares sabían más de lo previsto.

—En este momento, ¿en qué situación se encuentran estos negocios?

—Hemos concedido poderes de gestión al equipo de dirección con que contaba mi tío. Tanto en la fábrica como en la funeraria. Ya le he dicho que escogía a sus colaboradores inmediatos con detenimiento. En este momento de crisis, la fábrica funciona a medio gas, pero sin pérdidas. En cambio, la funeraria, a pesar de la alta competitividad del sector, funciona muy bien. Las caballerizas son un gasto permanente.

—Le vuelvo a agradecer su sinceridad. Y no tengo que decirle que cuenta con nuestra absoluta discreción. —En algunos momentos, Ignacio tenía la sensación de que Yuri mantenía una actitud casi halagadora con él, como si quienes llevaran las riendas no fuesen ellos—. ¿Puedo preguntarle si han hablado, me refiero a sus hermanos y a usted, sobre cómo repartirán la herencia?

—Mi hermana únicamente desea esta casa y las caballerizas. No sé muy bien cómo resolverá en su momento el coste que conlleva esta propiedad, pero lo asume. Está totalmente descartado que la desee solamente para venderla, le tiene un gran apego personal y sentimental. El resto, los dos negocios en funcionamiento y el terreno en Castellón, a partes iguales entre mi hermano y yo, como copropietarios. Eso está hablado y no tengo dudas de que no tendremos problemas en cuanto se pueda solucionar el tema patrimonial. Yo llevaré las riendas del negocio, desgraciadamente, mi hermano únicamente quiere su ingreso mensual y disfrutar de la vida.

—Comprendemos.

—Les repito que de haber contado con liquidez, ya hubiésemos escriturado y estaría el tema resuelto. —Intuía que era el único escollo que existía entre tener dinero y no tenerlo. Cada vez estaban más cerca de ofrecerle una oferta y su impaciencia aumentaba por momentos—. El único problema que podría surgir es si antes de escriturar, mi hermana descubriese que los terrenos pueden tener un valor más alto del previsto.

Sus últimas palabras no eran cuestión de confianza, eran una propuesta, un pacto de intereses. Los otros no respondieron inmediatamente, le observaron, vieron en sus ojos la ambición.

—Estamos en disposición de ofrecerle un trato.

—Ustedes dirán. —Por primera vez se iba a hablar de dinero.

—A través de una notaría establecida en Valencia, nosotros nos haríamos cargo de los gastos provenientes de escrituras, impuestos derivados y sucesiones patrimoniales, más un fondo gestionado por la propia notaría para cubrir los impuestos de la renta. También, por supuesto, los gastos de gestión de la propia notaría. A usted, de forma confidencial, le ingresaríamos, en la cuenta que nos indique, un millón de euros.

—¿A cambio de? —pudo articular, casi sin voz, un Ignacio atónito y estupefacto.

—De un compromiso notarial por la venta de los terrenos de Castellón. Por supuesto, cuando nosotros resolvamos adecuadamente el cambio catastral del terreno. Claro está, nosotros nos haremos cargo del proceso y llamaremos a las puertas que tengamos que llamar. ¿Me explico? —en clara alusión a los sobornos.

—¿Y si ocurre algún incidente y, al final, fuera imposible modificar la catalogación del terreno?

—En ese caso, el compromiso queda nulo. Usted gana un millón bajo mano y se han ahorrado todos los gastos antes mencionados. En definitiva, usted no pierde nada.

—Tienen que estar muy seguros de poder resolverlos.

—Lo estamos. Pero eso es algo que a usted, a pesar de que lo trataremos en su nombre, no le debe preocupar. El alcalde y otras personas ya cuentan el dinero que ganarán.

—Y ¿por qué cantidad me comprometeré a venderles el terreno?

—Por dos millones.

Ignacio se quedó sin palabras y le fue imposible disimular su estupor.

—¿Aparte del primer millón?

—Por supuesto. Esa primera cantidad no quedará reflejada en ningún sitio.

Lo primero que un hombre piensa cuando le ofrecen una cantidad de dinero por algo que, se supone, vale menos, es indudablemente que algo no funciona. Si, además, es un mezquino como Ignacio, lo segundo que acude a su mente es aprovecharse. Eso justamente pensó.

—Piense en su valor ahora. Piense que no está en su mano modificar su valor —especificó Dmitry en su segunda intervención, sin sonreír, leyéndole la mente a través de sus ojos.

—¿Qué piensan construir? —preguntó sin esperar una respuesta concreta.

—El señor Bogdánov piensa construirse una residencia de verano. Le hemos comentado que es un enamorado de España y esta zona le gusta especialmente. No está tan saturada de turistas como otras.

—¿Qué le parece nuestra propuesta? —preguntó Dmitry, más animado por conversar.

—Me parece bien.

—Pues entonces, empecemos por el principio. Abra una cuenta en Gibraltar, Andorra, Suiza o donde crea usted conveniente, y pásenosla. Tan pronto preparemos la documentación sobre nuestro compromiso de venta, se le ingresará esa cantidad, usted constatará que la transferencia se ha realizado y en ese momento firmamos. Esto se hará de forma absolutamente confidencial, pero en la misma notaría y en el mismo momento. Luego esta les pedirá toda la documentación necesaria para la tramitación del reparto de la herencia y su registro de propiedad.

—Continúa asegurando que no habrá problemas con sus hermanos; sobre todo, su hermana, ¿verdad? —apostilló Dmitry.

—No. Me reuniré con ellos lo antes posible e iremos preparando la documentación que, imagino, solicitarán. ¿Cuándo calculan que se iniciará?

—Máximo, un mes —continuó Yuri—. Primero solucionaremos nuestro acuerdo particular. La propuesta de venta debe permanecer en secreto, por el bien de todos. Se hará efectiva cuando solucionemos el cambio de situación catastral y esté escriturada convenientemente, de esa forma nos evitaremos problemas con las autoridades locales y siempre negociaremos en su nombre. ¿De acuerdo?

—Está claro.

—Desde ese momento, su hermana quedará fuera de cualquier acuerdo posterior.

—Efectivamente. No piensen que es por desconfianza, pero ¿cómo les planteo a mis hermanos, sobre todo a mi hermana, que alguien se hace cargo de los gastos de escrituración e impuestos?

—Puede decirle que tiene un socio para la fábrica que está dispuesto a adelantar su dinero y poder resolver este asunto antes de concretar la sociedad. Que, por otro lado, es perfectamente normal.

—Lo tienen todo pensado —les dijo Ignacio sin poder asegurar si lo resolvían improvisando o, por el contrario, se ceñían a un plan establecido.

No podía creerse lo que estaba ocurriendo. Intentaba aparentar naturalidad pero, en su interior, estaba aturdido. Un millón de euros, la cifra se repetía mentalmente sin poder controlar la sensación de euforia en la que se encontraba. Intentaba analizar todas las propuestas pero se distraía sin poder centrarse, en su mente únicamente estaba la cifra que podría embolsarse en unos días.

—Han comentado que se tramitará en una notaría situada en Valencia —especificó.

—Por supuesto. Está situada en el centro de la ciudad, en otras ocasiones nos ha gestionado algún asunto y siempre han sido muy profesionales. —Yuri buscó entre sus papeles y sacó una tarjeta, mostrándosela—. Se trata de esta.

—La conozco. —Y quedó más tranquilo, todo era legal.

—Entonces, está claro —manifestó Dmitry, dando por terminada la entrevista—. Si está de acuerdo en lo establecido, se lo transmitiremos al Sr. Bogdánov.

—Sobre lo que hemos concretado, ¿falta todavía la conformidad del Sr. Bogdánov? —temiendo que todo quedase en el aire, que su dinero pudiese desaparecer.

—Por favor, ¿cree usted que estamos aquí para pasar el tiempo? Siempre que proponemos un trato, nos movemos dentro de los límites del margen que tenemos para negociar; si no es así, jamás concretamos. Y si no me equivoco, hace un rato le hemos planteado uno muy concreto —expuso Dmitry algo más seco de lo habitual.

—Pueden decirle que estoy completamente de acuerdo —estrechando las manos de ambos hombres—. Espero noticias suyas.

—Nos pondremos en contacto. Lo primero, la firma del documento de venta. Se firmará ante notario con una cláusula de confidencialidad y justo en ese momento, antes de la firma, usted podrá comprobar el ingreso. Todo de forma legal —ratificó Yuri lo establecido anteriormente.

—Me parece bien. —Antes de un mes sería un hombre rico, pensó, sin comprender que la codicia es lo primero que se refleja en el rostro y muestra nuestra mirada.

En ese preciso momento, aún mantenía la mano de Dmitry estrechada y este era un buen lector.

* * *

Los dos hombres se golpeaban con prudencia y tacto, sin ninguna intención de hacerse daño aunque, muy probablemente, un aficionado haría rato que hubiese bajado del cuadrilátero. Con guantes y protegidos con casco, ambos sudaban copiosamente. Dieron por finalizada la sesión de boxeo a los treinta minutos exactos; antes, veinte minutos corriendo en cinta y diez saltando con cuerda. Indudablemente, todo ello requería de una excelente forma física; considerando que ambos rondaban los cuarenta, no estaba mal.

Se dirigieron a las duchas resoplando, sabían que, al salir, la sensación de euforia compensaría todos los golpes. Aparentaban ser algo más de lo que realmente eran. Con una estatura similar, sobre un metro ochenta, en los dos se apreciaba que eran deportistas. Vestían de forma similar, pantalones vaqueros y camisas oscuras; la diferencia era que uno de ellos llevaba alzacuello.

—Hoy pago yo —dijo el del alzacuello, párroco de una iglesia cercana.

La costumbre se había convertido en ritual: al término de la sesión, almorzaban en el bar de enfrente. Quien pagaba, elegía bocadillo, y se lo repartían junto con una cerveza cada uno.

—¿Qué les pongo hoy?

—Lomo con habas.

Se sentaron en una mesa y, al momento, les sirvió medio a cada uno y las cervezas.

—¿Continúas saliendo por las mañanas a correr? —preguntó Andrés Martínez, el párroco.

—A excepción de la mañana que quedamos, siempre que me es posible.

—Se nota. Hoy casi me desfondas, no podía aguantar más.

—Te estás haciendo mayor. —Y rieron.

—Esta semana, el menú será macarrones con atún y queso y, de segundo, pechugas empanadas.

—Maravilloso.

Andrés había montado, en una sala de la iglesia, un comedor social en el que todos los días, incluidos los fines de semana, servía comida a gente necesitada. Los miércoles, su amigo David Rubio, propietario de un pequeño pero selecto restaurante, se hacía cargo de suministrarle el menú de ese día.

—Mañana por la tarde, a última hora, tengo una reunión con responsables de una importante cadena de supermercados. Dios ha escuchado mis plegarias. Van a suministrarme lotes de productos de primera necesidad a muy buen precio.

—Me alegro.

—Los invitaré a cenar. Si aceptan, iremos a tu restaurante. A ver si de forma algo mas distendida les puedo sacar alguna otra cosa.

—Eres auténtico.

No estaban muy lejos de la parroquia, pero David insistió en acercarlo en su coche. Después, condujo hacia Blasco Ibáñez y aparcó en una calle paralela. Caminando, accedió a un parking privado, a unos doscientos metros de donde estacionó. Contaban con plazas públicas y otras privadas en régimen de alquiler permanente. Bajó a la segunda planta, donde tenía una reservada; en ella, un vehículo seminuevo de color oscuro. Con él condujo en dirección al Saler. El día había amanecido gris, algo frío, pero ahora el sol lo había transformado en un día radiante. Aparcó en un área destinada a ese fin, frente a la playa. Solo otro coche estaba aparcado a unos veinte metros. Caminó en dirección a un montículo a unos cien metros, protegiéndose del sol con una gorra y gafas oscuras. Provisto de una cámara de fotos con un teleobjetivo, aparentaba escoger vistas. El lugar era apropiado: por un lado, el mar y dunas de arena; por el otro, el conjunto arbóreo del Saler.

Para cualquiera que estuviese observándolo, era simplemente un hombre en busca de una buena instantánea. Aunque él no estaba interesado en el paisaje. Observaba con detenimiento los pocos coches que circulaban; a los veinte minutos, se aproximó un Opel de color blanco, lo enfocó e, inmediatamente, se preocupó en examinar al único que venía detrás. Descartó que lo estuviese siguiendo, una señora mayor se aferraba al volante. El coche blanco y el de la señora pasaron frente a él sin parar. A los diez minutos, volvió el Opel y en esta ocasión, David se quitó la gorra, era la señal de que todo estaba correcto. El otro entró en el aparcamiento y estacionó junto al suyo. Bajó caminando y entró dentro de su coche. El otro salió del suyo, accedió al de David y se sentó junto a él.

—¿Qué tal, Pedro?

—Estupendo. ¿Qué tal la excursión?

—Mejor de lo esperado.

Presionó el salpicadero en un punto determinado y, sin excesivo esfuerzo, quitó la tapa del airbag del copiloto. El hueco era más grande y largo de lo esperado; de él sacó los tubos que protegían las obras de arte que había robado. El otro desplegó una bolsa de plástico y los introdujo.

—Contactaré con el cliente mañana y se los entregaré por la noche. Bueno, no propiamente con el cliente, con el intermediario. Lo conozco muchos años, no habrá problemas.

—Te entiendo —asintió David.

—Comprobará la mercancía, llamará a quien le hizo el encargo y este nos transferirá la cantidad acordada. Lo de siempre, en cuanto se confirme la transferencia, se terminó. Automáticamente, tu parte saldrá a tu cuenta en las Islas Caimán. ¿Te fue muy complicado?

—No.

—Me alegro. El sesenta por ciento de un millón por un trabajito que no ha sido complicado, no está mal.

—No hay que confiarse. En ocasiones, lo que en apariencia es sencillo, inesperadamente se complica. Nuestra mayor baza es el anonimato, que nadie sepa que estamos sentados en la mesa de juego.

—Lo sé. Sé que tenemos que adoptar todas las medidas de autoprotección y demás, pero tienes que reconocer que eres un maniático de la seguridad.

David lo observó con detenimiento, con mirada inquisitiva.

—¿Qué te sucede?

—Nada, hombre.

—Pedro, en este mundillo no sobrevives mucho tiempo si no funcionas así. Y siempre lo hemos tenido claro.

—No te pongas serio, era una broma.

Mantenían el mismo sistema desde hacía años. Pedro Pineta poseía un pequeño mesón; era, por supuesto, su tapadera. En secreto, contaba con contactos dentro de un selecto círculo de delincuentes de guante blanco. En ocasiones, a estos contactos les llegaba el encargo de un robo para el que se requería precisión, meticulosidad y estar exento de todo tipo de violencia. Gente con dinero que exigía las máximas garantías de discreción y confidencialidad, y que estaban dispuestos a pagar generosamente. Cuando a estas personas les llegaba un cliente de esas características, sabían que Pedro era la persona adecuada para resolverlo. Este les ponía una condición: ellos respondían por el cliente, únicamente accedían a él cuando estaban absolutamente seguros que el encargo no era una trampa. Si no lo cumplían, quien cargaría con la responsabilidad y padecería las consecuencias sería el contacto.

Nadie conocía, por lo tanto, la existencia de David Rubio. Sospechaban que Pedro no era quien ejecutaba el robo, pero en ese corrillo nadie sabía nada de lo que sucedía después de ofrecerle el trabajo, solamente que, en un tiempo prudencial, este se realizaba con las garantías y en los términos establecidos. Sin violencia, se sorteaban las alarmas, se abrían cajas de seguridad y el robo se cometía con la eficacia que únicamente un altísimo profesional podía ofrecer.

Pedro era el filtro de David Rubio. La puerta que separaba su vida paralela con el resto del mundo.

—Por el momento, parece que el robo no ha sido descubierto.

—Calculo que saltará a la luz cuando los propietarios acudan a pasar unos días de descanso. Puede pasar desapercibido para los que cuidan la propiedad, pero no para los dueños —aseguró David.

—¿Qué pasa, no entran a limpiar?

—Puse en su lugar láminas. Mientras más tarden en descubrir el robo, menos gente recordará cosas.

—Eres el mejor —le alabó. No lo necesitaba, solía decirle que era un artista del oficio porque así lo creía. Además, eran amigos.

—No lo olvides, Pedro, un día se nos puede acabar la buena estrella. Los dos tenemos suficiente dinero para afrontar el resto de nuestros días sin problemas y me estoy planteando dejar el tema por un tiempo.

En la mirada de su socio apareció un signo de inquietud.

—Tú decides. Pero podemos disminuir el riesgo si aceptamos menos trabajos. Escogiéndolos con cuidado, con un golpe al año, no hay problemas.

—Ya hablaremos. Tú, igual que siempre y no bajes la guardia, no quiero que te confíes. ¿De acuerdo?

—Claro.

* * *

En esta ocasión, la suerte no les acompañó. El propietario no tenía previsto ir a descansar a su adorada casa de campo hasta dentro de dos meses, era un hombre muy ocupado. Pero al salir del baño, resbaló y se partió el radio y el cúbito de su brazo derecho, una rotura limpia. Con el brazo escayolado, no podía ni firmar, y decidió irse a descansar; por lo menos, en el campo podría dar largos paseos y relajarse. Su mujer maldijo por lo bajo, tendría que anular un par de salidas previstas con sus amigas. Ese mismo día llamaron por teléfono a los empleados para que tuviesen prevista su llegada al día siguiente y preparasen la casa. Así se hizo. Al entrar, se reflejó en la cara del propietario la satisfacción de encontrar la chimenea encendida a pesar de que no hacía excesivo frío. Tras los saludos y el interés de los empleados por el brazo escayolado, mientras estos subían las maletas a las habitaciones, él, como siempre, fue a contemplar su pequeña pero extraordinaria colección de pintura. En ocasiones sentía remordimientos de que obras tan maravillosas permaneciesen en el ostracismo, en la oscuridad.

Entró al salón y encendió las luces. Fue directo a uno de sus preferidos, un extraordinario lienzo de José de Ribera que siempre le emocionaba. Se puso frente a él y quedó pasmado. Se aproximó y durante unos instantes no pudo articular palabra. Estaba contemplando una simple lámina sin vida. Sus ojos se movieron inquietos e inquisitivos por el resto. No podía ser cierto, vulgares láminas decoraban el salón. Corrió como un poseso en dirección al despacho en el que colgaba su verdadera pasión, un autorretrato de Rembrandt. Al entrar, encendió la luz y no hizo falta ni acercarse.

Les habían robado.

* * *

Cuando a Stefano Rusconi le preguntaban su lugar de nacimiento siempre respondía Florencia. No era del todo cierto, en realidad nació en Montevarchi, una población cercana a la maravillosa ciudad de los Medici.

Cursó estudios en Bellas Artes, se especializó en pintura italiana y holandesa del siglo XVII. Todo indicaba que su destino le encaminaría a la docencia. Cosas de la vida, un día, un investigador privado dedicado a localizar obras de arte robadas o falsificadas solicitó su asesoramiento sobre una pintura de Guido Reni. Fue como una revelación, en esos días, junto al investigador, entre falsificaciones extraordinarias y hombres que en vez de crear obras propias dedicaban su virtuosismo a duplicar lo creado por otros, se vio inmerso en un mundo nuevo: colecciones de arte privadas para el placer de un hombre rico. Otros, también con dinero, que las desean para el gozo de contemplarlas en su pinacoteca privada y secreta y que pagan por cumplir su deseo verdaderas fortunas. Los ladrones, embaucadores, timadores y conseguidores que se mueven entre ambos, siempre dispuestos a proporcionar lo que otros desean, por dinero. Y entre todos ellos, los investigadores de las compañías de seguros. Verdaderos profesionales con profundos conocimientos en arte y de todas las personas que se mueven en los tres apartados anteriores.

Fue fichado inmediatamente por la más importante compañía especializada en asegurar arte. Pronto destacó entre el equipo de investigadores. A los dos años conocía a todas las bandas dedicadas a este tipo de robos, todos los datos de sus principales especialistas en apertura de cajas de seguridad, anular sistemas de alarmas y sortear procedimientos de alta seguridad; conocía su modus operandi hasta en los más pequeños detalles. A los grandes copistas, verdaderos artistas que ganaban fortunas por sus falsificaciones; no era la primera vez que un coleccionista privado llevaba años admirando una obra sin saber que le habían robado el original y que lo que colgaba en su pared era una copia.

Su compañía aseguraba obras de arte y joyas en todas las partes del mundo. Los clientes pagaban importantes cantidades por ello, pero cuando una de estas desaparecía, las indemnizaciones eran astronómicas. Stefano se aseguraba de que las medidas de seguridad descritas en la póliza fuesen reales y, en muchos casos, asesoraba al cliente para que adoptase las adecuadas. Cuando se producía un robo, colaboraba con las autoridades para la detención de los culpables, además de iniciar su propia investigación. Con toda probabilidad, esas piezas robadas viajaban en cuestión de horas a otros países y él seguía su rastro como un perro de caza. En ocasiones se trataba de falsos robos, el propietario ocultaba la obra con el propósito de cobrar la indemnización. Eran los más fáciles de resolver, Stefano tenía un instinto detectivesco muy agudizado; en su mundo, entre colegas, le llamaban el Inquisidor. Tenía en su haber importantísimas victorias.

Llegó a los dos días del descubrimiento del robo. El guardia civil responsable de la investigación le esperaba, la aseguradora le había informado de su llegada y solicitaron su colaboración. Era lo normal en estos casos. Bajó del todoterreno y en el rostro de los que esperaban se reflejó una sonrisa generalizada. Alto, delgado, con un traje de color marrón que costaría una fortuna, zapatos de piel color crema a juego con el traje. Todo él transmitía pulcritud.

Caminó hacia el grupo con los pasos de un modelo en la pasarela. Cuando se presentó, fue en un castellano perfecto, su tono de voz parecía la de un banquero transmitiendo confianza a unos desconfiados clientes. No era amanerado, pero sí delicado. Únicamente su mirada era como la de un ave de presa, penetrante, perspicaz, con una inteligente viveza que no pasaba desapercibida y dejaba perplejo a quien pensase, en un primer momento, que podía tratarse de un simple figurín. Eso, justamente, le estaba sucediendo al responsable de la investigación que le esperaba; tras unos minutos de conversación, la sonrisa desapareció.

—No sabemos cuándo exactamente se produjo el robo. Los propietarios se fueron por última vez hace dos meses, volvieron hace dos días y, entonces, descubrieron el robo. Dos matrimonios cuidan de la propiedad, viven en la casa anexa a la principal —informó señalando la vivienda junto a la que se encontraban—. Y ellos no han observado nada anormal. Aseguran a pies juntillas que desconectan la alarma cuando entran y siempre la vuelven a conectar cuando terminan, y no ha saltado ni una sola vez durante este periodo de tiempo. Por el día mantienen dos perros sueltos, imposible que alguien se colase mientras ellos estaban trabajando y lo robase. Por último, son de absoluta confianza, se lo aseguro.

Stefano los podía ver, se encontraban los cuatro juntos, bajo el porche. Asintió.

—Únicamente hemos encontrado unos arañazos en la cerradura de la puerta principal. Los de la científica aseguran que han sido producidos por las ganzúas al forzarla y que ha sido un profesional muy cualificado.

—Comprendo. Es raro que durante las labores de limpieza no se percatasen de la desaparición de las pinturas de esos cuadros.

—Pasemos dentro y lo comprenderá.

—¿Los propietarios se encuentran aquí?

—No, anoche se marcharon. Mejor. Hemos podido trabajar con más seguridad. ¿Quería hablar con ellos?

— De momento no es necesario.

No podrían aportar ningún dato sobre lo sucedido y de su honestidad no tenía ninguna duda. Al entrar, no le pasó desapercibido el pequeño cuadro que ocultaba el teclado de la alarma. Todas las cortinas estaban descorridas y entraba la luz del exterior. Pasaron al salón, una sala amplia con muebles de maderas nobles, algo recargado para el gusto de Stefano. El agente de la Benemérita encendió la luz. Al italiano no le hizo falta acercarse más a las obras, contemplaba las insípidas imágenes de las láminas y sonrió.

—Ayer se recogieron todas las huellas posibles, también se tomaron las de los propietarios, antes de marcharse, y las de los empleados, para descartar.

—No encontrarán ninguna de la persona que realizó el robo, pero comprendo que es el procedimiento.

De camino había leído los informes preliminares, conocía los detalles y las obras que faltaban. Cogió el cuadro que colgaba frente a él, le dio la vuelta y observó detenidamente las grapas que sujetaban la lámina.

—En el informe he leído que solo faltan los cuadros de este salón y del despacho.

—Que sepamos, no falta nada en ninguna otra habitación. ¿Por qué deduce que solo ha entrado una persona?

—No se necesita más de una persona para este robo. Es un profesional y esto es un robo por encargo. Únicamente se llevó lo que le solicitaron. Las láminas pretendían simplemente demorar el descubrimiento. No estaría de más que los propietarios realizasen una lista con las personas, amantes de la pintura, que han visitado, en calidad de invitados, esta casa en los últimos cinco años.

—Vendrán mañana y confeccionaremos esa lista lo más detalladamente posible.

—Perfecto, no olvide que en ella estará el nombre de la persona que ha pagado el robo.

Dando la vuelta, Stefano se dirigió a la salida, no necesitaba ver más. Le seguían los agentes. En la puerta, uno de los empleados se les acercó.

—Le aseguro, señor, que somos muy cuidadosos con la alarma. Siempre, al terminar, la dejamos conectada —se justificó, algo que repetía incesantemente a la Guardia Civil.

—No se preocupe —le respondió, poniéndole la mano sobre el hombro—. ¿Quiere conectar la alarma, por favor? —le pidió. Se encontraban en la entrada, sin llegar a salir, y todos permanecieron inmóviles.

—Funciona, se lo aseguro —certificó el oficial junto a él—. No somos tan tontos, es lo primero que se comprobó.

El tono fue justamente reflejo de lo que pensaba, no solo él, también el resto de agentes. No necesitaban un listillo para decirles lo primero que tenían que comprobar.

—Lo sé. Conéctela —volvió a pedirle al hombre.

Antes hizo ademán de cerrar la puerta. Algo, por cierto, incoherente, pues los detectores de presencia detectarían a todos en la entrada, independientemente de que la puerta estuviese cerrada.

—Déjela abierta —le ordenó adelantándose.

Retiró el cuadrito y la conectó. Esta emitió los pitidos de tiempo de conexión y enseguida saltó, la sirena ensordeció a los presentes y los perros, en sus perreras, se pusieron a ladrar desaforadamente.

—Desconéctela.

Pulsó los números de desconexión y la alarma acústica se silenció. Ante la expectación de todos, el italiano quitó la tapa que protegía el teclado e inspeccionó el interior. Después, como si hubiese entrado en trance, salió y caminando, seguido del resto, bordeó el porche de la casa. En la parte trasera se dirigió a la tapia sin importarle el barro. En esta ocasión le esperaron observándolo desde el porche. Inspeccionó unos veinte metros de vallado, este medía sobre un metro setenta de altura, un poco más bajo que él mismo, lo que le permitió explorar su parte alta y ver el bosque que se extendía a continuación. También miró con detenimiento el suelo en busca de posibles huellas, pensaron todos. Cuando dio por finalizado su examen, regresó. No le importó mancharse los zapatos, ni siquiera hizo ademán de limpiárselos al llegar al porche.

—Si no estoy equivocado, hace unas dos semanas tuvieron unos días de lluvia. ¿Cierto?

—Sí, cuatro días. No llovió fuerte, pero lo cierto es que prácticamente no paró de llover —aseguró el oficial.

—Sospecho que cruzando ese bosque —y señaló la zona que había estado observando— nos encontraremos algún camino que vaya al pueblo.

—Varios, rutas para senderistas. Al menos dos salen del pueblo y pasan cerca, calculo que a un par de kilómetros.

—Él contaba con esos días de lluvia, no fue casual. Vendría con anterioridad, haría el recorrido a pie o en bicicleta, como un senderista cualquiera mientras inspeccionaba el terreno. Dejó el coche en el pueblo, en un lugar que no llamase la atención, probablemente cerca de un hotel. Caminó por el sendero hasta introducirse en el bosque. Seguramente habrá pasado varios días en él, comprobando las rutinas de los dos matrimonios. Escogió esos días de lluvia porque por la noche a nadie le apetece salir, y seguro que los perros no duermen fuera.

Los empleados al fondo, asintieron, confirmando su hipótesis.

—Si los dejas fuera, al día siguiente están perdidos y lo marranean todo —confirmó el empleado.

—Lo supongo, y nuestro ladrón también. La alarma es de última generación y, no obstante, pudo desconectarla sin problemas. Puso láminas con la esperanza de que el servicio no se percatase; cuanto más tiempo se tarda en descubrir el robo, menos gente recuerda cosas. Es un profesional, como le he dicho antes. Si su gente peina el bosque, entre la tapia y el camino, es posible que descubran dónde montó la tienda. Pero no encontrarán nada relevante que sirva para su identificación. Saltó el vallado, ha dejado un par de huellas. Da igual, se habrá desecho del calzado utilizado y será un par de números más grande del que en realidad necesita. Es un tipo minucioso y cuida los detalles. Pregunte a los vecinos a ver si recuerdan algo fuera de lo normal, y esa lista. Es lo único que tenemos y, lo más importante, en ella estará la persona que realmente nos interesa.

—Me ocuparé personalmente de ello. ¿Se queda a comer?

—No puedo, lo siento. Pero recuerde que me ha invitado, no dudo que será un buen anfitrión.

—Si se decide, le prometo que no quedará desilusionado. —Y ambos se estrecharon la mano. En los ojos del oficial se detectaba un destello de admiración que no existía en los primeros momentos.

Y con los zapatos embarrados, se despidió con un buen día y se dirigió a su vehículo. No necesitaba ver más. Unos días después recibió la lista detallada de personas, huéspedes de los propietarios que les visitaron, invitados y acompañantes de estos que recordaba el dueño, y sus fechas aproximadas de visita. Un informe bastante preciso. También el testimonio de dos hombres del pueblo que recordaban haber visto salir un vehículo de madrugada y a alguien desde dentro que les saludaba, pero sin recordar ningún otro detalle.

* * *

—¿Cómo te encuentras?

—Hasta los cojones —contestó el joven mientras terminaba de cepillar al caballo.

—La verdad, no sé lo que tiene el jefe contra ti. Es un gilipollas malcriado, un imbécil que no ha pegado palo al agua nunca y un soberbio, pero contigo se pasa tres pueblos.

Tomás trabajaba en las cuadras desde hacía años, por no decir toda su vida. Además de empleado de confianza, también se consideraba amigo de Cristóbal Ursola. En multitud de ocasiones habían cabalgado juntos, los caballos eran una de las pasiones de su difunto jefe. Juntos gestionaban el tema de las cuadras y Tomás contaba con plena autonomía en ellas. Por supuesto, siempre le informaba y la decisión era de don Cristóbal, pero jamás rechazó sus propuestas; confiaba plenamente en su criterio. Cuando determinaban vender algún animal, juntos tomaban la decisión de cuál era el más adecuado.

Su inesperado fallecimiento modificó el rumbo de sus vidas y el trato que recibían los pocos empleados que trabajaban para la propiedad. Una caída por las escaleras, un maldito accidente, y el día pasó a ser noche para todos. Don Cristóbal nunca se casó y siempre vivió solo. Eran como una gran familia y así los trataba. Antes eran más, ahora solo cinco. Lourdes, la cocinera, y su marido, Pedro. Fernanda hacía las veces de criada, a pesar de sus sesenta y dos años, y ellos dos. Juan no solo estaba a cargo de las caballerizas, también ayudaba a un jardinero autónomo cuando venía y Pedro estaba ocupado, aunque Tomás intentaba que pasase el día en las cuadras. Sabía que un día se enzarzaría con el nuevo jefe y no podían permitirlo, se jugaban mucho. Juan y su hermana Lucía eran gemelos. Nacieron aquí, en la casa, producto de un desliz de una sirvienta con un señor de Valencia, como se certificaba en una carta encontrada en su mesita. Murió en el parto, por la carta no se deducía quién era el padre. Ella viajaba a Valencia un día a la semana a ver a su madre, que vivía en El Cabañal, y según la carta, fue en esas visitas cuando le conoció y trató íntimamente. Su madre murió un mes antes del parto, prácticamente se fueron juntas. No tenía más familia, nada se pudo descubrir de la identidad del padre de los niños y, al final, el señor Ursola los reunió a todos y les dijo que si querían hacerse cargo de los niños, él se ocuparía de solucionarlo. Y así de sencillo, dos pequeñajos entraron en la vida de unas personas que, por un motivo u otro, no tenían hijos. Fue el día más feliz para todos, a pesar de la desgracia de la madre. En ese momento eran ocho empleados y todos, sin excepción, los criaron.

En este momento la chica estudiaba veterinaria en Zaragoza. De sus gastos se hacía cargo don Cristóbal. Pero eso fue otra cosa que cambió con su fallecimiento: los nuevos dueños o, mejor dicho, los dos hermanos, a pesar de la negativa de la hermana, decidieron dejar de costearlos. Desde ese momento, como el hermano no podía por sí mismo hacerse cargo, Tomás, el matrimonio y Fernanda ingresaban la cantidad que ella necesitaba. Era algo que Lucía desconocía, sabían cómo era y sospechaban que si se enteraba de que todos aportaban parte de su sueldo para ella, sería capaz de dejarlo todo y regresar para ponerse a trabajar.

—Debes tener paciencia.

—No tengo otro remedio —contestó resignado el joven.

—Cuando dividan la herencia y la repartan, Laura me ha confesado que se quedará con la casa y los establos.

—Dios te oiga. No sabes lo que me alegraría porque a este paso, el cabrón este me joderá.

—No le hagas caso.

—La otra mañana estaba recogiendo lo que habíamos podado el jardinero y yo el día anterior, y me trató de perro por no recogerlo la misma noche.

—Lo sé. Me lo ha dicho Lourdes —refiriéndose a la cocinera.

—Pues no te tengo que decir más. ¿Tú crees que si Laura heredase esta propiedad, podría mantenerla? Al fin y al cabo, ella tiene un sueldo, será un buen sueldo, pero esto tiene muchos gastos.

—Hemos hablado un poco del tema, sabes que conmigo tiene mucha confianza. Insiste en que no me preocupe. Tendríamos que apretarnos un poco el cinturón, pero si gestionamos la cuadra comercialmente y no como hobby, podríamos rentabilizar los dos sementales, tienen buena fama y alguna vez le han propuesto buenas montas. También se pagarían muy bien los potrillos que criáramos aquí.

—Es verdad.

—También podríamos alquilar las cuadras para gente que no tiene sitio pero quiere tener un caballo. La cuadra y el mantenimiento del animal ayudarían. No te preocupes, de una forma u otra saldremos adelante. Lo importante es que ella se quede la propiedad.

—Y sus hermanos salen ganando. La fábrica y las funerarias son un buen negocio.

—Sobre todo las funerarias. El problema es cómo las gestionarán estos dos mendrugos —aseguró Tomás—. Llevan un ritmo de vida para el que se necesita mucho dinero. ¿Has visto el nuevo coche de Ignacio?

—Debe valer un dineral.

—Y el hermano vino el otro día también con coche nuevo. Y ese, además, es un vividor. Dicen que vive a todo tren en Valencia. Los negocios son para trabajarlos, mimarlos, y estos solo quieren chupar y gastar.

—Qué diferentes son, ¿verdad? Ellos, unas garrapatas sinvergüenzas y la hermana, siempre se ha buscado la vida. Es una emprendedora y una persona encantadora —manifestó Juan.

—Así es. Tienes que saber que quiso aportar algo de dinero para tu hermana. Le dijimos que no hacía falta, nosotros nos apañábamos de sobra.

—Un día se lo agradeceremos, como a todos vosotros. Te lo prometo.

—Qué tonto eres —contestó Tomás con una sonrisa.

* * *

—¿Qué hace un hombre como tú en un sitio como este? —preguntó, sobresaltando a David Rubio—. Espera, no me contestes. ¿Acaso es un milagro y el Señor te ha convertido de ateo redomado a piadoso creyente?

—Estaba pensando —respondió con una sonrisa—. Necesitaba un lugar tranquilo, alejado del mundanal ruido, que me permitiese cerrar los ojos, respirar serenidad y poder concentrarme.

—Buen lugar has escogido, también buena hora. En unos minutos cierro y si te esperas, te pago la primera cerveza.

—Me espero.

—Vale. Te dejo, pues, con Cristo y tus pensamientos y ahora vengo.

Ciertamente no se consideraba creyente. La Iglesia, industria de fe, no le atraía en absoluto. Pero eran los primeros monumentos que visitaba al llegar a una ciudad. No dejaba de asombrarse, cómo era posible que hombres con tan escasos medios y limitados conocimientos pudiesen haber construido edificios tan extraordinarios, bellos y hermosos. Qué energía y sensibilidad para levantar este monumento en nombre de Dios y para grandeza del propio ser humano. Sentarse dentro de él, sin prisas, le serenaba, le abstraía de la realidad y escapaba de sí mismo. Las catedrales y los bosques eran lugares en los que encontraba la misma paz.

Una vez el párroco se alejó, volvió a sus reflexiones. Volvió a preguntarse por qué motivo ponía en riesgo cuanto poseía, por qué volvía a sentarse a la mesa de juego pensando que tendría siempre la misma suerte, cuando era consciente de que existían muchas probabilidades de perder. El restaurante le dejaba los beneficios suficientes para continuar con su austera vida, su cuenta corriente reflejaba el saldo de un pequeño empresario, tanto la propiedad del restaurante como la de su vivienda en el primer piso estaban libres de cargas hipotecarias. Luego estaban sus cuentas en paraísos fiscales, disponía en ellas de suficiente dinero para disfrutar de la vida desahogadamente. ¿Por qué, entonces, se arriesgaba a perderlo todo con el siguiente golpe? No tenía una respuesta coherente. No se trataba de ambición o codicia. Al menos eso creía.

Era un profesional. Adoptaba las máximas medidas de seguridad tanto para preservar el anonimato de su identidad, empezando porque las autoridades ni siquiera sospechasen de su existencia, como en la planificación y ejecución del trabajo. Conocía perfectamente el funcionamiento del engranaje policial. Sus protocolos de trabajo eran, en muchos casos, predecibles; ante delitos concretos, deducían por eliminación los delincuentes que se ajustaban a ese tipo de delito y su modus operandi. Se investigaban, se iban descartando al encontrar sus coartadas y, al final, inevitablemente, uno encajaba. En sus ficheros siempre constaba el nombre que desde el inicio buscaban; ese era el trabajo policial, por supuesto, sin menospreciarlo. Conocía investigadores concienzudos y meticulosos, profesionales como él mismo. Por ese motivo era tan importante pasar completamente desapercibido. Además, era consciente de lo pequeño que era en el campo en el que se movía, el exclusivo mundo del robo de obras de arte, donde se precisaba especialización y destreza, contactos para recibir encargos con absoluta discreción y poder introducir en el mercado la mercancía robada. Él siempre había trabajado con el primer método; trabajar por encargo siempre tenía menos riesgo.

Otra vez volvió al inicio de sus cavilaciones, a la pregunta esencial. ¿Cuál era, entonces, su motivación real para continuar sentado en la mesa de juego? Un ludópata se busca la ruina personal, es consciente de ello, pero al día siguiente entra otra vez en el salón, no puede evitarlo, es su droga. Inmediatamente le vino a la mente su excusa, su justificación. Era la dosis de adrenalina que le hacía sentirse vivo, así de sencillo.

La realidad era otra, lo sabía. Su justificación era una barrera para esconder la realidad. Una realidad que no era otra que su propia frustración, la insatisfacción de su propia vida. Tenía las mujeres que deseaba, eso probablemente despertaría la envidia de otros hombres. El problema es que las poseía una sola noche. El paso del tiempo nos marca etapas, visiones de la realidad desde otros prismas, mutaciones de nuestros deseos que no somos capaces de controlar. Deseaba sentirse amado, despertarse todas las mañanas junto a la persona que te ama por encima de todas las cosas, sin farsas, sin intereses. Compartir ese sentimiento de ser único para otra persona. Era un cobarde, mantenía su parapeto por miedo. Sí, por miedo, miedo a no encontrarla, a que le dejara por no estar a su altura. Escogía el camino fácil, el autoengaño. Pero en su fuero interno, donde uno no puede engañarse, era consciente de que deseaba tener a su lado a esa persona y compartir la experiencia de tener un hijo, dos o tres.

Vivir otra vida.

Avaritia

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