Читать книгу El papado en la iglesia y en el mundo de hoy - José María Arnaiz - Страница 4

FUNDAMENTOS BÍBLICOS DEL
MINISTERIO DE PEDRO

Оглавление

SEVERIANO BLANCO, CMF


Abordamos un tema de gran actualidad, debido al estilo tan personal y tan «libre» con que el papa Francisco ha iniciado el ejercicio del primado romano. Hay que decir, sin embargo, que no se trata de una novedad total; Benedicto XVI y Juan Pablo II desempeñaron su servicio eclesial con gran originalidad y fue el segundo de ellos quien instituyó una comisión para estudiar el modo de ejercer dicho ministerio, en orden sobre todo a no obstaculizar el empeño ecuménico en que nos encontramos. Tanto el papa Francisco como sus inmediatos predecesores nos vienen diciendo, con gestos de gran originalidad, que no todo está «predeterminado» en el servicio ministerial del obispo de Roma, sino que mucho puede y debe repensarse.

En todo caso, lo que pretendemos con esta primera exposición es un estudio histórico-exegético, cuyos resultados no deberán obedecer a simpatías, modas o personales inclinaciones, ni al pudor por las desviaciones en que el papado haya podido caer en las peores épocas de su historia; queremos atenernos a lo que los testimonios, críticamente analizados, dan de sí.

Nos atendremos a los métodos exegéticos actuales, sobre todo los de la crítica histórica y la historia de la redacción. Contaremos, ante todo, con la pluralidad de grupos y tendencias en los orígenes de la Iglesia, cada uno de los cuales sigue su propio camino, sin excluir contactos y préstamos doctrinales y estructurales1. Y tendremos en cuenta asimismo las distintas épocas en que surgen los escritos neotestamentarios. Adelantemos que en la actualidad estos se suelen dividir en tres períodos: la época propiamente apostólica (que habrá concluido por los años 60 y a la que solo pertenecen las cartas paulinas auténticas y –según algunos– la carta de Santiago, y en la que van tomando forma las tradiciones evangélicas posteriormente elaboradas), la subapostólica o de composición de los evangelios y algo del deuteropaulinismo, y la época tardía o conclusiva, la de las cartas pastorales, de algunas cartas católicas y cierre del NT (el Frühkatholizismus2 de que hablaban algunos protestantes de finales del siglo XIX y principios del XX).

La figura de Pedro tiene un relieve muy especial en el Nuevo Testamento; el nombre Petros aparece 154 veces, de las cuales 94 en los evangelios; a esto hay que sumar las veces que lo encontramos bajo la forma Simôn, sola o combinada con Petros, 75 veces en todo el NT, de las cuales 62 en los evangelios. Es el nombre más repetido después del de Jesús, a gran distancia del de Juan (134 comparecencias, repartidas entre el apóstol, el bautista y Juan Marcos), el de María (54 veces), y mucho más el de otros discípulos3. A Pedro le encontramos, además, en los escritos más heterogéneos, lo cual, sumado a lo anterior, nos obliga a reconocer ya de antemano su relevancia. Nuestro estudio no puede ser sino analítico: un recorrido por épocas, autores y libros; solo al final podremos formular alguna conclusión-síntesis.


1. Pedro en la historia de Jesús y en los primeros días de la Iglesia. Datos elementales transmitidos por las diversas fuentes


A pesar de la variedad de grupos que hemos mencionado, hay una serie de datos referentes a Pedro que se encuentran diseminados por todas o casi todas las líneas de tradición neotestamentaria. Así, todos los evangelios conocen las negaciones de Pedro, todas las listas de discípulos lo colocan a la cabeza de los Doce o de los Tres (o cuatro), o al menos en lugar preeminente; este es el caso de Jn 1,40, donde, para explicar quién es Andrés, el primero de los llamados, se lo presenta como «hermano de Simón Pedro»; sin duda, en la comunidad destinataria del cuarto evangelio, Pedro es más conocido que Andrés. Igualmente, toda la tradición evangélica sabe que Jesús dio a Simón el sobrenombre de Pedro o Cefas (gr. Kefas; cf. Mc 3,16; Jn 1,42; Lc 6,14; Mt 10,2; 16,18). Incluso Pablo conoce a Simón por ese sobrenombre (Gál 1,18; 2,14; 1 Cor 9,5).

También atestigua toda la tradición evangélica que Pedro es el primero entre los seguidores de Jesús que le reconoce como Mesías. Esto incluso en la tradición joánica (cf. Jn 6,69), donde se esperaría que tal título de gloria se reservase al Discípulo amado (en adelante DA). Esta confesión mesiánica debe darse por históricamente segura, no solo por el criterio de testimonio múltiple sino también por el de discontinuidad: su presencia «perturbadora» en Jn y el hecho de que Pedro, según la tradición sinóptica, se equivoca en cuanto al tipo de mesianismo que imagina y desea para Jesús.

Un tercer dato extendido por diversos campos de NT es la protofanía del Resucitado a Pedro. Poseemos dos antiquísimas confesiones de fe: la de 1 Cor 15,5 («se apareció a Kefas y luego a los Doce») y la de Lc 24,34 («efectivamente resucitó el Señor y se apareció a Simón»). Ambas fórmulas de confesión de la primacía de Pedro son de gran importancia: en Lc se usa todavía el nombre corriente, «Simón», no el título; y en 1 Cor se usa el título en su forma aramea: no «Pedro», sino Kefas; en ambos casos contamos, por tanto, con el criterio de antigüedad. Y ambas confesiones dejan entrever un dato de máximo interés: la experiencia pascual de Pedro es cronológicamente anterior4 a la de los compañeros; estos, durante un cierto tiempo, creen que Jesús está vivo no por haberle experimentado, sino porque Pedro ha tenido un encuentro con él y lo ha comunicado5; Pedro es el protomisionero de la Iglesia.

De esta protofanía a Pedro, seguramente en sus faenas pesqueras en el lago de Genesaret, a las que naturalmente hay que suponer que él y otros compañeros habrían retornado tras el «fracaso» del viernes santo, han quedado algunas reminiscencias en otros pasajes evangélicos. En el suplemento al cuarto evangelio (Jn 21), aunque por interés redaccional es el DA el primero en distinguir a Jesús («es el Señor») al lado del lago, es Pedro el que se lanza al agua a su encuentro (Jn 21,7). Y otra huella de tal puede percibirse en el suplemento mateano a la narración de Jesús caminando sobre el mar: Pedro es el único de entre los discípulos que, por el agua, camina hacia Jesús (Mt 14,28ss), mientras los otros están asustados ante la visión. En este pasaje, como en Lc 5,8-9, diversos rasgos de la narración (estupor, adoración, confesión de fe) muestran que se trata de un acontecimiento pascual retroproyectado a la época anterior.

Un cuarto detalle común a toda la tradición evangélica es la espontaneidad e impetuosidad con que Pedro frecuentemente se convierte en inesperado portavoz de los compañeros; es el caso de la ya mencionada confesión mesiánica, o el del propósito de no abandonar a Jesús en la pasión (cf. Mc 14,29; Jn 13,37). Aunque este rasgo haya crecido redaccionalmente (lo veremos a continuación), tiene sus buenos visos de verosimilitud histórica, pues varias de esas intervenciones son desacertadas.

En general, los cuatro datos que hemos mencionado gozan de elevada fiabilidad histórica. De los criterios clásicos para la misma, está presente el de testimonio múltiple (sinópticos, Jn, Pablo), el de antigüedad (nombre arameo Kefas, etc.) y el de discontinuidad (errores de Pedro, confesión mesiánica en el cuarto evangelio, etc.).

Una cuestión frecuentemente debatida es si el sobrenombre Kefas es prepascual o más bien se trata de una creación comunitaria retroproyectada a la época de Jesús. Digamos de entrada que, en el supuesto de que fuera creación de la Iglesia, nunca sería invención gratuita o arbitraria, sino fundada en una posición privilegiada de Simón en el grupo. Pero, ¿bastaría para esa posición singular el hecho de haber sido Pedro destinatario de la primera aparición pascual o de ser un hombre de iniciativa en los primeros días de la Iglesia? Por lo demás, también esta primacía requiere alguna explicación y ninguna mejor que un puesto destacado de Pedro entre los seguidores del Jesús histórico6. Debe notarse, finalmente, que el nombre «roca» aplicado a Simón tiene a favor, además del testimonio múltiple y la antigüedad filológica, el hecho de ser un gran «desacierto» (criterio de dificultad), pues supone aplicar la imagen de la fortaleza al hombre débil y cobarde que encontraremos en la pasión. Todo nos orienta a la época prepascual.

Con la que consideramos la mejor exégesis, creemos igualmente que los Doce son creación de Jesús7 y no de la comunidad pascual. Muy pronto llegaron a ser un concepto tan petrificado que se hablará de «doce» incluso cuando solo son once, como sucede en 1 Cor 15,4. Por lo demás, la composición del grupo, aun con variantes menores, supone un gran «error» por parte de Jesús; ¡contaba con que también Judas formaría parte del senado encargado de juzgar a las doce tribus de Israel! (cf. Mt 19,28; Lc 22,30).


2. Pedro «crece» en la redacción de los evangelios


Lo hemos dicho de pasada. La comparación de los evangelios entre sí nos muestra que, a veces, disminuyó el protagonismo conjunto de los discípulos, para concentrarse en la persona de Pedro. Ciertos pasajes que en Mc tienen por sujeto al grupo, al ser reproducidos por Mt o Lc, se convierten en intervenciones personales de Pedro8. Es el caso de la pregunta por lo puro e impuro, formulada por los discípulos según Mc 7,17 y por solo Pedro en Mt 15,15 («explícanos la parábola»). Tal individualización se da incluso dentro de un mismo evangelio: el «atar y desatar» por los discípulos en Mt 18,18 (con paralelo en el «perdonar y retener» de Jn 20,23, por distinta traducción del arameo; «testimonio múltiple») se concede individualmente a Pedro a Mt 16,19.

Uno de los testimonios más fuertes de este «crecimiento» o concentración en Pedro lo encontramos en Lc 5,1-11, donde la llamada de los cuatro primeros discípulos a ser pescadores de hombres (cf. Mc 1,16-20) se ha reducido a la llamada de Pedro para esa función: anthrôpous zôgrôn en Lc 5,10, en vez del halieis anthrôpôn de Mc 1,17; la escena cuenta con que los compañeros están allí, pero como meros elementos decorativos. El mismo «crecimiento», aunque en otra forma, hemos visto ya en la narración mateana de Jesús caminando sobre las aguas (Mt 14, 24-33); el pasaje ha quedado concentrado en la acción de Pedro, que sale por el agua al encuentro de Jesús, mientras los otros discípulos quedan en la penumbra (no así en Mc 6,45-52).

Comparando en Mt y Lc el pasaje Q sobre perdonar siete veces, nos encontramos el descuelle de Pedro en Mt 18,21, mientras que no aparece ninguna mención suya en Lc 17,4. Muy probablemente ha sido Mateo quien le ha hecho intervenir, presentándole una vez más como el más interesado en conocer bien la mente de Jesús. A la inversa, si comparamos el centón de textos sobre la vigilancia que se nos ofrece en Mt 24,42-51 con su paralelo en Lc 12,35-48, constatamos que en el tercer evangelio varios de esos logia son la respuesta a una pregunta de Pedro: «Señor, ¿esa parábola la dices para nosotros o para todos?» (Lc 12,41). No es probable que la pregunta estuviese ya en Q y que Mateo la haya suprimido, dada la relevancia que él repetidas veces intenta conceder a Pedro; debe considerarse «crecimiento» lucano.

Pero quizá no sea preciso acudir siempre a la comparación intersinóptica. Ya en ciertos pasajes marcanos surge la sospecha de que la mención de Pedro es secundaria o añadida al dato tradicional, sea por obra del evangelista o de la documentación que él maneja. Es el caso de la torpe redacción de Mc 16,7: «Decid a sus discípulos y a Pedro»; podría haberse dicho, mucho mejor: «a Pedro y a los demás discípulos». Aquí la incoherencia es doble; a) el versículo entero parece un añadido que perturba la narración9 e intenta unir las tradiciones sobre el sepulcro vacío (Jerusalén) y las de aparición del Resucitado (Galilea), y b) la distinción entre los discípulos y Pedro puede responder a un influjo tardío de 1 Cor 15,510.

Una inserción secundaria de la figura de Pedro puede sospecharse también en Mc 10,28; tras la afirmación de la dificultad que las riquezas suponen para la salvación (el rico «se marchó triste» cuando Jesús le invitó a dejar todo), se nos dice que «Pedro comenzó a decirle», donde quizá originariamente se decía que «los discípulos comenzaron a preguntarle», pues la respuesta de Jesús es a un plural: «Él les dijo».

A este respecto es también de interés la comparación de ciertos pasajes sinópticos con el lugar paralelo del cuarto evangelio. Puede estudiarse con fruto la narración de la última cena y del prendimiento de Jesús. Ante la predicción de la traición, según los sinópticos, los discípulos «van preguntando uno a uno»; según Jn 13,24 lo pregunta Pedro (al DA). Y, en Getsemaní, el que hiere con la espada no es sin más «uno de los presentes» (Mc 14,47) o «uno de los que acompañan a Jesús» (Mt 26,51; Lc 22,50), sino Pedro (Jn 18,10). ¿Dispondría el cuarto evangelista de información más precisa que la sinóptica? No es probable en el caso presente, pues Pedro está en el medio en que se forma la tradición sinóptica11. La tendencia general a aumentar el protagonismo de Pedro sigue siendo la mejor explicación.

A pesar de este fenómeno, que hemos llamado «crecimiento redaccional», y de la probable simbolización progresiva de la figura de Pedro intentando convertirle paulatinamente en paradigma del cristiano, puede afirmarse sin embargo que la tradición evangélica común nos proporciona una serie de datos que permiten caracterizarle con bastante aproximación: es una personalidad rica, compleja, impulsiva (hace promesas que no cumplirá: «aunque todos te abandonen, yo no» [Mc 14,29; cf. Jn 13,38]), quizá un tanto extrovertida y voluble, noble en medio de sus debilidades. Esto se observa ante todo en el hecho de que se arriesgó a seguir al Jesús apresado (Mc 14,54; Jn 18,15: «testimonio múltiple») y durante el proceso negó su relación con el Maestro (Mc 14,66ss; Jn 18,16). La conservación de las negaciones en toda la tradición evangélica es signo de que, fundamentalmente, se conservó su retrato real, sin ceder a la mitificación.

Finalmente, es preciso apuntar que este «crecimiento» del pasado de Pedro junto a Jesús solo pudo producirse si Pedro tuvo un papel relevante en la Iglesia naciente, al menos en alguna o algunas de las comunidades. Este ejercicio de liderazgo no exige por sí mismo la invención de un pasado espléndido, pero sí favorece la proyección de una luz nueva sobre lo realmente sucedido.


3. Pedro en la vida y en las cartas de Pablo


Pablo tuvo su encuentro con el Señor en Damasco o sus cercanías, e inmediatamente marchó a evangelizar, por cuenta propia, «sin consultar a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén a donde los apóstoles que lo eran antes que yo» (Gál 1,17). Pero es de suponer que algunos judeocristianos de Damasco con los que enseguida entró en contacto le transmitieron fórmulas de la nueva fe, en las cuales tal vez figurase ya el nombre de Kefas como primer testigo del Resucitado. De hecho la mención de Kefas será para Pablo parte integrante de su exposición de la fe: «Os transmití lo que recibí… que se apareció a Kefas» (1 Cor 15,5); sus primeros «educadores» cristianos (¡que él nos perdone la expresión!) debieron de presentarle a Pedro como figura de primer rango.

Cuando Pablo interrumpe por vez primera sus afanes apostólicos (probablemente al ser perseguido en Nabatea –que él designa como Arabia–, dominio del rey Aretas, cf. 2 Cor 11,32), tras breve estancia en Damasco, hace un viaje a Jerusalén expresamente «para conocer a Kefas» (Gál 1,18). Han pasado algo más de dos años desde su vocación a ser apóstol, la cual no requería conocimiento de la doctrina de Kefas; como apóstol, él se sabe autosuficiente, enseñado «por revelación» (di’ apokalypseôs Iêsou Christou: Gál 1,12). Le interesa conocer a la persona de Pedro y lo hace en una visita personal, privada y breve, a un Pedro que todavía no ha salido de la ciudad santa. Pedro es apóstol cronológicamente anterior a Pablo, pero Pablo se le ha adelantado en el intento de llevar el cristianismo a los paganos (nabateos). Tal vez en este momento, Pedro sea para Pablo una especie de «reliquia sagrada», objeto de piadosa curiosidad.

Posteriormente Pablo se incorpora a la iglesia de Antioquía (cf. Hch 11,26; 13,1), cuyo principal dirigente, y con gran probabilidad fundador, es Bernabé; este había estado inicialmente en Jerusalén, en compañía más o menos íntima de Pedro, aunque debió de pertenecer más bien al grupo de los helenistas (cf. Hch 6,1). En Antioquía Bernabé lleva la voz cantante; quizá es, de algún modo, «maestro de pastoral» de Pablo (cf. Hch 11,25s; 13,1), el cual pudo aprender también de Bernabé tradiciones jerosolimitanas primitivas12; no sería extraño que el nombre de Kefas anduviese de por medio.

Cuando Pablo funde comunidades propias por Asia Menor y Grecia, les dará alguna información sobre Pedro. Al menos saben de él los gálatas y los corintios, ya que Pablo se lo nombrará en las cartas sin necesidad de explicarles quién es. En Corinto conocen a Pedro como primer destinatario de apariciones del Resucitado (1 Cor 15,5) y también como misionero itinerante, que realiza esta tarea acompañado de su esposa (1 Cor 9,5). Y en Galacia deben de saber algo sobre su puesto preeminente en Jerusalén (cf. Gál 1,18). Aunque es posible (no seguro) que elementos petrinos no deseables se hayan infiltrado en dichas comunidades, especialmente en Corinto (cf. 1 Cor 1,12, y quizá 2 Cor 11,5 y 12,11), no por ello Pablo silencia a Pedro castigándole con una damnatio memoriae.

El segundo encuentro conocido de Pablo con Cefas será también en Jerusalén, a unos diez años de distancia del anterior, en el llamado «concilio», cuya recensión más fiable, aunque fragmentaria, tenemos en Gál 2,1-10. Pablo reconoce que Pedro, junto con otros dos dirigentes, es considerado en Jerusalén como «columna» que sostiene la fe y la vida del grupo cristiano. Pero Pablo solo se considera inferior a él en el aspecto cronológico; en lo demás se equipara. A los gálatas les dice expresamente lo que demostró en el «concilio»: «Vieron que el que había hecho a Pedro apóstol de judíos, ese mismo me había hecho a mí apóstol de paganos» (Gál 2,8). Y entre los dos, o entre sendas «legaciones», se da un acuerdo fundamental (apretón de manos, como signo de comunión), no imposiciones de uno(s) para con otro(s). Tal vez algunos daban importancia al hecho de que Pedro (y Santiago y Juan) había estado con el Jesús histórico; pero Pablo no reconoce en ello ventaja alguna. «¿Qué me importa a mí lo que hubiesen sido en otro tiempo? Dios en eso no se fija» (Gál 2,6). En ese momento, la relación de la comunidad de Antioquía (Pablo) con la de Jerusalén (Pedro) no está definida y, por tanto, tampoco la posible autoridad de Pedro sobre Antioquía.

No muy posterior al «concilio» debió de tener lugar precisamente el llamado «incidente de Antioquía». Para entonces en Pedro se ha dado un cambio radical; ya no es solo apóstol de judíos (como en la época del «concilio»: Gál 2,8), sino también de paganos. Con buen fundamento, se sospecha que el cambio se debe al episodio de casa de Cornelio (Hch 10), que el autor de Hechos, por su interés teológico peculiar, ha colocado mucho antes del «concilio»13. Pedro, obligado por una intervención celestial a romper sus barreras apostólicas, se atrevió a integrarse en la comunidad mixta de Antioquía y acomodarse a sus usos. No consta que allí ejerciera potestad alguna, pero ciertamente gozaba de prestigio y autoridad, de modo que su conducta personal resultaba «normativa». Cuando, quizá solo de forma táctica, dejó de comer con paganocristianos, «arrastró a los demás judíos (judeocristianos) en su simulación», dice Pablo (Gál 2,13). Este parece reconocerle esa autoridad, pues en su indignación por lo que está sucediendo (ruptura de la comunidad en dos, con desorientación para los paganocristianos), no recrimina a quienes se han dejado arrastrar (Bernabé, etc.), ni a los visitadores enviados por Santiago (Gál 2,12) que han originado el problema, sino solo a Pedro, aunque «delante de todos», dando así al asunto la solemnidad que parece merecer, pues «no caminaba según la verdad del Evangelio» (2,14).

A partir del conflicto de Antioquía (probablemente en el año 49), no tenemos más noticias explícitas sobre relación alguna entre ambos apóstoles. De momento lo que se da es ruptura entre Pablo y las Iglesias de Jerusalén y Antioquía; él prefiere formar un equipo misionero propio, con Silas y Timoteo, y dirigirse hacia Europa. Pasado algún tiempo, no sabemos cuánto, Pedro abandona también Siria y se establece en Roma (dato garantizado por toda la tradición, que parte del mismo NT –cf. la ficción de 1 Pe, escrita supuestamente «en Babilonia»– y de Clemente Romano). A veces se ha especulado sobre si Pablo, al proyectar detenerse en Roma de paso para España (cf. Rom 15,24), pretendía «arreglar» la comunidad romana petrina («compartir con vosotros algún don espiritual para fortaleceros»: Rom 1,11); no es imposible, pero no hay indicios suficientes. En cuanto a encuentros entre ambos apóstoles en la capital del imperio, tampoco hay datos fiables.


4. La aportación del evangelio de Mateo


Ya hemos indicado que, en algunos pasajes de este evangelio, Pedro viene a suplantar al conjunto de los discípulos («crecimiento») y que en la narración del caminar Jesús sobre las aguas (Mt 14,28ss) hay una reminiscencia de la protofanía pascual. Ahora nos limitamos a la consideración de dos pasajes exclusivos de Mateo y estrictamente petrinos.


a) El llamado «texto del primado»: Mt 16,17-19


Se trata de una inserción mateana en la secuencia narrativa que comparte con los otros sinópticos. En ella resuena un texto Q: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27 // Lc 10,22), solo que en tal pasaje no figura el Padre como revelador del Hijo, sino solo el Hijo como revelador del Padre. Según Mt 16,17, Pedro no ha descubierto a Jesús por deducción o por indicaciones de otros, sino que «te lo ha revelado mi Padre que está en los cielos», y esa revelación privilegiada le concede también un rango privilegiado entre los discípulos. Tenemos la impresión de que el primer evangelista ha elaborado un conjunto solemne partiendo de materiales previos, diversos y dispersos, que vamos a analizar someramente:


La bienaventuranza inicial pudiera tener un origen apologético, surgida en un medio en que se conocía la expresión autobiográfica de Pablo en Gál 1,14-16: «el que me separó… me reveló a su Hijo… no consulté a la carne ni la sangre». La comunidad mateana, en un medio cercano a Antioquía, comunidad en la que Pablo tuvo una gran autoridad pero con la que posteriormente rompió en condiciones desagradables, con la fórmula «no la carne ni la sangre sino mi Padre… [te ha revelado que yo soy el Hijo]», afirmaría que Pedro no es inferior a Pablo en cuanto a capacitación apostólica14. Por otra parte, la expresión «Simón, hijo de Jonás» (gr. Simôn Bariôna) está emparentada con la de Jn 1,42, «Simón, el hijo de Juan» (gr. Simôn ho huios Iôannou), lo que apunta a un material tradicional.
La expresión «Te digo que tú eres Pedro» es prácticamente idéntica a la de Jn 1,42 («serás llamado Kefas», klêthêsê Kêfas), y está en toda la tradición evangélica.
«Te daré las llaves» se inspira muy probablemente en Is 22,15-25. Allí el ministro Eliaquín tiene las llaves del palacio de Ezequías y controla el acceso al rey (o la exclusión del mismo). Hay que contar con que el logion mateano es originariamente independiente del «atar y desatar» que viene a continuación y que conocemos individualizado en Mt 18,18 y Jn 20,23. De ahí que el dicho de las llaves pudiera ser en su origen meramente misionero y de carácter positivo: Pedro, al revés que los escribas fariseos, que «cierran a los hombres el Reino de los cielos» (Mt 23,13) o, en versión lucana, «se han llevado la llave de la ciencia» (Lc 11,52), está llamado a abrir la Iglesia a todos. La llave que recibe Pedro será la de abrir la casa de la Iglesia, que se edificará sobre él, y estaría contrapuesta a «la llave del Hades y de la muerte» (tas kleis tou adou kai tou thanatou, Ap 1,18), que posee Cristo glorioso para mantenerla echada, cerrando el paso a la condenación15. Por lo demás, la Iglesia edificada por Jesús sobre Pedro resistirá contra los embates del Hades, pues está edificada sobre «roca», kêfas (cf. Mt 7,25 // Lc 6,47). Hay, por tanto, también en los vv. 18c.19 bastantes reminiscencias de tradición premateana, quizá en parte jesuana.
«Lo que ates, lo que desates», como hemos visto, es individualización de lo que en Mt 18,18 y en Jn 20,23 tenemos en plural. Es, por tanto, también material tradicional, que ahora se aplica en particular a Pedro, al cual la Iglesia mateana reserva la capacidad de excomulgar y readmitir, «cerrar y abrir». En el contexto actual se ha convertido en una especificación del poder de las llaves, especificación que queda completada con la referencia a las «puertas del infierno» (pylai tou adou).
Especialmente discutido ha sido el sentido y el origen de la expresión «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». No merece atención la vieja controversia católico-protestante16 respecto de si la base de la Iglesia es la persona de Pedro o su confesión de fe: si la confesión procede de él, él y ella van unidos. En general se ha negado origen jesuano a la expresión «edificaré mi Iglesia» a causa de la palabra «Iglesia» (gr. ekklêsia, derivado del verbo ekkalein, «convocar»), palabra al parecer extraña al lenguaje de Jesús y que solo se encuentra en este evangelio. Además de la palabra, la frase misma sería extraña al presumible pensamiento de Jesús: si contaba con un fin del mundo inminente, difícilmente podría pretender fundar una Iglesia.

Pero en estos puntos hace ya mucho tiempo que se nos invitó a ser cautos. Ante todo, la palabra ekklêsia, usada alrededor de cien veces en la LXX, es la normal traducción de términos hebreo/arameos como qahal o ‘edah, es decir, «comunidad»; construir la qahal o la ‘edah de Yahvé no es sino buscar «las ovejas perdidas de Israel» (Mt 15,24) o «reunir a los hijos de Jerusalén, como la clueca reúne a sus polluelos» (Mt 23,37). Y la espera apocalíptica de Jesús no se opone a la reunión de una comunidad:


La expectación de la cercanía del fin no contradice en modo alguno este hecho, sino todo lo contrario. Precisamente al considerar Jesús que el fin estaba próximo, tuvo que sentir deseos de congregar al Pueblo de Dios, a ese pueblo del tiempo de salvación17.


En este punto resulta iluminador lo acontecido entre los sectarios de Qumrán, que, cabalmente ante la perspectiva de un final muy próximo, procuran organizarse al máximo como el verdadero Pueblo de Dios, como el Resto santo; y, según el comentario pésher18 de esta secta al Sal 37,24, la expresión «el justo, aunque caiga no quedará en tierra, porque Yahvé lo sostiene con su manos» significa que «Dios ha elegido al Maestro de Justicia para que esté en su presencia, y le ha fortalecido para que le edifique una comunidad»19. Añadamos que Jesús se definió a sí mismo como «constructor» del nuevo templo (cf. Mt 26,61: dynamai oikodomêsai). Algunos han visto ya una alusión velada a ello en el hecho de dar a Simón el sobrenombre Kefas, que por entonces ya se pronunciaba exactamente igual que Caifás y sugería que Jesús estaba estableciendo un sumo sacerdote alternativo para un templo alternativo20.

Mayores dificultades constituye el posesivo «mi iglesia»; tal expresión parece conducir a la época pospascual21: mientras que Jesús reunía la comunidad de Yahvé, la iglesia misionera quiere formar la comunidad del Señor Jesús. El posesivo «mi» nos invita a percibir en el texto el proceso de cristologización al que se fue sometiendo todo el material tradicional, en este caso quizá material proveniente directamente de Jesús.

La originalidad de Mateo, sin duda reflejo de una teología y una praxis de su Iglesia, ha consistido en crear un todo coherente a partir de «retales», algunos procedentes de Jesús mismo, otros elaborados y compartidos por diversas Iglesias, y otros, finalmente, de carácter más local o incluso formulados por el evangelista mismo.


b) El texto del tributo al templo: Mt 17,24-27


El pasaje consta de tres breves escenas: la pregunta sobre el pago de impuestos, atestiguada también en relación con Roma (Mt 22,17), una conversación privada de Jesús con Pedro y la insinuación de un milagro del todo singular, cuya realización no se narra.

Sobre el problemático milagro insinuado, supuestamente realizado por Jesús en provecho propio y, por tanto, heterogéneo con el resto de sus milagros, puede admitirse la posibilidad de un crecimiento de la tradición: bajo el influjo de una leyenda extrabíblica bien conocida, la tradición habría pasado de vender el pez y pagar con el importe obtenido a que el pez mismo llevase ya en la boca la moneda exacta22. La conversación de Jesús con Pedro está fuertemente cristologizada: Jesús se presenta como el hijo del dueño del templo, filiación de la que se sugiere que participa Pedro. Y la pregunta inicial a Pedro se presta a sospecha; de hecho el que inmediatamente hace razonamientos sobre ella es Jesús; ¿no habrá sido también Jesús el interrogado, como lo fue en relación con el impuesto para el César en Mt 22,17? Probablemente ha sido la comunidad la que ha convertido a Pedro en interlocutor de los recaudadores, con lo cual se da una enseñanza a la Iglesia: el que quiera saber sobre Jesús debe preguntar a Pedro.

La perícopa en su conjunto es una gran exaltación de la figura de Pedro: es un discípulo tan unido al Maestro que responde por él; con Jesús tiene confidencias especiales, actuación conjunta y es hasta el encargado de representarle, de pagar sus impuestos: «por ti y por mí». Realmente Pedro es aquí el «vicario de Jesús».

El texto podría trasladarnos a una situación eclesial muy concreta y comprensible: Pedro, responsable de una comunidad judeocristiana, es interrogado por judíos sobre la rectitud de conducta de Jesús (del «difunto» Jesús), a quien confiesan como Mesías. Si detrás de la perícopa hay una tradición anterior al año 70, esta intentaría responder a la pregunta de si los judeocristianos, ya «hijos en el Hijo», están obligados a seguir pagando tributo al templo.


El conjunto de los dos pasajes propios de Mateo, el del primado y el del pez, junto con la conservación de otros textos comunes con el resto del NT, nos habla de la categoría suprema y autoridad indiscutible de Pedro en la Iglesia en que surge este evangelio, quizá la Iglesia de Antioquía o cercanas, autoridad que probablemente el evangelista entiende que debe extenderse al resto de las Iglesias (¿particularmente a las paulinas?). El evangelio de Mateo realiza una exaltación, o hasta una cierta idealización, de la figura de Pedro, pero esto sin olvidar sus lados más oscuros: no disimula sus errores (v.gr., propuesta de perdonar solo siete veces), ni sus debilidades (negaciones del Maestro); incluso Mateo carga las tintas en la negación, usando en 26,74 el verbo katathematizein («echar imprecaciones») en vez del anathematizein («maldecir») de Mc 14,71, que Lc 22,60 sencillamente omite.


5. Pedro en la doble obra lucana23


a) El tercer evangelio


Ya hemos observado cómo en Lc 5,1-11 «crece» la figura de Pedro hasta ocupar, él solo, el puesto de los cuatro primeros llamados por Jesús y cómo conserva allí mismo alguna reminiscencia de la protofanía del Resucitado. Sobre esta ha conservado también este evangelio la preciosa y antiquísima fórmula de Lc 24,34. Frente a esa multiplicación de las menciones de Pedro, llama la atención que Lc omita la escena de la maldición de la higuera (Pedro es el que constata que se secó, según Mc 11,21), quizá por lo raro y estridente de ese milagro de Jesús. Tampoco distinguirá a Pedro del grupo de discípulos a quienes las mujeres anuncian la resurrección (Lc 24,9-10), pero tal omisión queda compensada por la carrera de Pedro, él solo, a inspeccionar el sepulcro (Lc 24,12), si este pasaje puede considerarse auténtico, pues falta en algunas versiones antiguas (tipo textual D).

Dentro de la tendencia lucana a mejorar la imagen de los apóstoles, se entiende su omisión del desacuerdo entre Pedro y Jesús en relación con la pasión y de que Jesús le llame Satanás (Lc 9,22). Lucas «suaviza» también las negaciones: con ellas Pedro no profiere maldiciones ni juramentos (Lc 22,56-60). Hay además algunos pormenores en la narración lucana de la pasión que desconocen los otros evangelios, como la indicación de las dos espadas (¿por si hay que defender a Jesús?) y la mención de una mirada de Jesús a Pedro inmediatamente después de la última negación (Lc 22,61), mirada seguramente de perdón y ternura, dada la tendencia de este evangelista.

Aparte de estas observaciones de detalles, es preciso examinar una noticia exclusiva de Lucas que tiene gran trascendencia para el futuro: la oración que hace Jesús por Pedro, por su resistencia, su recuperación y su ministerio posterior: «Satanás ha pedido permiso para zarandearos como a trigo, pero yo he orado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32).

En el texto resuenan varios temas que se encuentran dispersos en el resto de la tradición evangélica, algunos de los cuales están bien anclados en la historia que conocemos, pero la actual formulación es lucana. Su sentido es suficientemente claro: «va a zarandearos» (= incertidumbres con motivo de la pasión, «os escandalizaréis y dispersaréis» [Mc 14,27], etc.); «cuando hayas vuelto» (referencia a la defección de Pedro, a las negaciones, aun cuando su fe no haya desaparecido por completo); «confirma a tus hermanos» (tarea realizada por Pedro tras experimentar la protofanía y luego continuada según la narración de Hch). El «yo he rogado por ti» tiene un origen más oscuro, pero no tendría nada de incoherente al lado del darle un sobrenombre y encomendarle una misión peculiar. En cualquier caso, concluye R. E. Brown:


La oración y la promesa de Jesús referente a Simón pretende anticipar la importancia posresurreccional de Pedro, algo parecido a lo que detectamos en nuestro estudio de la pesca milagrosa (Lc 5,1-11)24.


De lo que no cabe duda es de una convicción existente en la comunidad lucana: además de la oración que Jesús haya realizado por los Doce, por ejemplo mientras preparaba su elección (cf. Lc 6,12), ha hecho oración especial por el cabeza del grupo; se considera que, para su cometido peculiar en la Iglesia, cuenta con una peculiar asistencia divina.


b) Pedro en el libro de los Hechos


Como es sabido, esta obra está dedicada a la actividad apostólica de Pablo, pero el autor, para legitimar dicha actividad, lo vincula a la Iglesia de Jerusalén, en la que Pedro es la autoridad omnipresente. De ahí su mención frecuente de este en Hch 1-15.

La actividad de Pedro consiste ante todo en reunir al grupo (el autor ve ahí quizá el cumplimiento de aquel «confirmar a sus hermanos») y restaurarlo (preside la elección de Matías, elección que él orienta con un discurso a la comunidad, cf. Hch 1,15-26). Seguidamente, Pedro será el portavoz del grupo como predicador (2,14), realizará curaciones semejantes a las de Jesús (cf. «levántate y camina», egeirei kai peripatei, en Lc 5,23 y Hch 3,6) y las interpreta ante el pueblo (Hch 12ss). Como testigo ante las autoridades religiosas, habla «lleno de Espíritu Santo» (4,8), cumpliendo así la consigna de Jesús en Lc 12,12. A Pedro se le concede una cierta autoridad judicial y penal (caso de Ananías y Safira, cf. Hch 5,1-11), para la cual está dotado de un conocimiento de adivinación (o revelación). En estas escenas suelen ser nombrados Pedro y Juan conjuntamente, pero solo Pedro tiene protagonismo.

Sucederá también entre Pedro y los demás apóstoles: tras afirmar que estos realizaban muchos signos, se dice que se busca ser alcanzado siquiera por la sombra de Pedro (5,15), añadiendo una generalización taumatúrgica que le asemeje a Jesús: «todos quedaban curados» (Hch 5,16; cf. Mc 6,56 y Lc 4,40). La liberación milagrosa de la prisión se narra inicialmente de los apóstoles (5,19) y luego individualmente de Pedro (12,6-16). Se ha observado cómo esta última escena ha sido redactada de tal modo que el lector vea reproducida en Pedro la secuencia muerte, resurrección (êgeiren, anasta: 12,7) y apariciones de Jesús mismo (eidon auton kai exestêsan, 12,16); Pedro es aquí un Jesús redivivo25.

Una vez entrados en la historia de los helenistas (Hch 6ss), encontramos a Pedro como el «controlador» de la misión fuera de Jerusalén: «Habiendo oído los apóstoles en Jerusalén que los samaritanos habían recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan…» (Hch 8,14). Poco después nos es presentado como misionero itinerante por Judea: «Sucedió que Pedro, atravesando por todas partes, bajó también a donde los santos de Lida» (9,32), acompañando su predicación con signos siempre semejantes a los que hacía Jesús (Hch 9,34 recuerda muy de cerca Lc 4,39 y 5,24).

Un paso decisivo lo constituye Hch 10, donde Pedro inaugura solemnemente la misión al mundo pagano, al administrar el bautismo a Cornelio y su familia, y al defender dicha acción con argumentación teológica: «Dios les concedió el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesús» (Hch 11,17). El episodio tendrá su culminación en el «concilio», cuyo desarrollo tiene por centro un pequeño discurso de Pedro (Hch 15,7-11), que recuerda lo sucedido en casa de Cornelio; y vuelve a remacharlo con argumentación teológica «paulina»: «No hizo diferencia entre ellos y nosotros, al purificar sus corazones por la fe... Creemos que por la gracia del Señor Jesús son salvados» (Hch 15,9).

Hoy sabemos que esta presentación no refleja la realidad histórica. Quizá el primer cristiano que predicó directamente a paganos fue Felipe, que, según Hch 8,40, fue conducido por el Espíritu hasta la pagana Cesarea. Pero en ese lugar el autor de Hechos interrumpe la narración, para dar el protagonismo a otros. Por otro lado, también Pablo, antes de ir a Jerusalén, ya había realizado misión en la pagana «Arabia», seguramente Nabatea, cuyo rey Aretas le perseguirá una vez vuelto a Damasco (2 Cor 11,32). Además el «episodio Cornelio» debe ser trasladado a una época posterior al «concilio», en el cual Pedro era solamente «apóstol de la circuncisión» (Gál 2,7), mientras que Bernabé y Pablo ya habían trabajado entre paganos; y, por otro lado, lo de Cornelio no fue un paso de gran transcendencia, pues no se trataba de un mero pagano, sino de un «temerosos de Dios» (Hch 10,2), es decir, ya familiarizado con la fe judía. Pero la eclesiología del autor de Lc-Hch exige que Jerusalén, centro histórico-geográfico de toda la historia salvífica, sea también el lugar de origen de todas las iniciativas eclesiales; y a Pedro, al ser la figura central de dicha comunidad, deben reservarse siempre las decisiones de importancia.


6. Pedro en el cuarto evangelio


La figura de Pedro en este evangelio adolece de las incertidumbres y ambigüedades del evangelio mismo, evangelio en parte emparentado con los sinópticos y en parte muy alejado de ellos. Dentro de la pluralidad de teorías acerca del Discípulo amado y su comunidad, me adhiero a la que considera que este distinguido seguidor de Jesús no perteneció al grupo de los Doce, que su comunidad tuvo vida autónoma dentro de la complejidad del cristianismo naciente y que solo en época tardía se acercó a las comunidades más fuertes petrino-paulinas, sufriendo una cierta absorción por ellas26.

A pesar de este origen relativamente independiente, Pedro no es en el cuarto evangelio un personaje cualquiera, pues es nombrado nada menos que 35 veces (de las cuales 9 en el capítulo 21, capítulo de la «unificación de Iglesias»). En este evangelio, los Doce no desempeñan ningún papel especial, pero el autor sabe de su existencia y del lugar destacado de Pedro en el grupo. En Jn 6,67 Jesús dirige una pregunta a los Doce (se los menciona solo en este pasaje y en Jn 20,24) y es Pedro quien la responde. Justamente en este contexto encontramos tradiciones comunes con el mundo sinóptico aunque en terminología peculiar: Pedro es el primero en confesar a Jesús como Mesías (o «el santo de Dios»: Jn 6,68).

Al comienzo del evangelio, cuando se menciona a los primeros seguidores de Jesús, el lugar primero lo ocupa Andrés; pero, para explicar de quién se trata, se le designa como «hermano de Simón Pedro» (Jn 1,40); es decir, Pedro no es cronológicamente el primero de los seguidores de Jesús, pero se lo considera más conocido por los lectores que su hermano, aunque este se le haya adelantado. Como en los sinópticos, también en este evangelio menudean las intervenciones de Pedro como portavoz de sus compañeros; además de la ya mencionada confesión mesiánica (Jn 6,68), le oímos protestar en el lavatorio de los pies (13,8) y seguidamente lo encontramos interesándose en concreto por la identidad del traidor («pregúntale a quién se refiere» [Jn 13,24] dice al DA), o, ya en Getsemaní, sacando la espada para defender él personalmente al Maestro (Jn 18,10), lo cual da lugar a que Jesús le dirija un logion especial: «Mete tu espada en la vaina…».

Más importancia tiene, todavía durante la cena, el peculiar diálogo sobre la marcha de Jesús. Pedro se muestra dispuesto a seguirle a donde sea y Jesús le responde –aquí hay nuevamente material exclusivo joánico– con una alusión velada a su muerte martirial: «No puedes seguirme ahora, pero me seguirás más tarde» (Jn 13,36). Muy bien pudiera tratarse de una interpolación27 realizada al añadirse el suplementario capítulo 21 y basada expresamente en sus vv. 18-19: «… la muerte con que [Pedro] iba a dar gloria a Dios». Tras el prendimiento en Getsemaní, igual que sucede en los sinópticos, Pedro sigue a Jesús hasta el patio del palacio del sumo sacerdote, pero aquí queda en desventaja en comparación con «otro discípulo», que logra entrar al interior del palacio (18,15).

También destacará Pedro en el cuarto evangelio (junto con el DA) como uno de los primeros informados respecto del hallazgo del sepulcro vacío. María Magdalena recurre a ellos como si fuesen los responsable de la conservación del sepulcro (Jn 20,2s). Esta información de Magdalena a Pedro resulta complementaria, más bien que contradictoria, con la protofanía en el lago, de la que se conservan reminiscencias en Jn 21,7.

Pero lo típico del cuarto evangelio, especialmente en el relato de la pasión-resurrección, es que el papel preponderante de Pedro queda ensombrecido por el de un contrincante: el DA. Pedro es el que se interesa por la identidad del traidor, pero solo puede saberlo a través del DA (13,24s), que está a la mesa más cerca de Jesús. Pedro sigue de lejos a Jesús prisionero, pero el DA le sigue incluso hasta la sala de juicio (18,15). Cuando llegue el momento de la condena y crucifixión, Pedro se ocultará no se sabe dónde, mientras que el DA seguirá al Maestro hasta el Calvario (19,26). Finalmente, ante la noticia del hallazgo del sepulcro vacío, ambos corren a comprobarlo, pero el DA llega antes (20,4) y, lo que es más importante, llega antes también a la fe, pues, aunque entró después que Pedro, «vio y creyó» (Jn 20,8), cosa que de Pedro no se dice.

Esta ventaja del DA la vamos a encontrar incluso en el suplementario capítulo 21, dentro de un cierto intento de reconocer a Pedro y de reafirmar su liderazgo: el DA es el único de entre los pescadores que reconoce a Jesús resucitado al lado del mar (Jn 21,7); solo cuando él diga: «Es el Señor», Pedro se echará a nado a su encuentro.

Este conjunto de datos deja entender que la Iglesia en que se escribe el cuarto evangelio reconoce a Pedro una categoría especial en el discipulado y admite que pueda ser el dirigente o garante principal de la fe de otras comunidades; pero esta Iglesia –designada convencionalmente como joánica– exige su autonomía respecto de Pedro. Ella se funda sobre la experiencia y testimonio del DA, testimonio que considera más directo e inmediato que el de Pedro, de mejor garantía. Esta comunidad exalta de tal modo el rango del DA, que lo presenta apoyado en el pecho de Jesús (Jn 13,23: en tô kolpô tou Iêsou), al igual que Jesús está eternamente vuelto hacia el pecho del Padre (Jn 1,18, gr.: eis ton kolpon tou Patros).

Este relativo emparejamiento y a la vez cierta contraposición entre Pedro y el DA es del máximo interés para la historia del primitivo cristianismo: pluralidad de grupos, cada uno con su apóstol o testigo de referencia y de preferencia. En el siguiente apartado veremos algunos intentos de acercamiento de estos diversos grupos.


7. Pedro en tres obras tardías del NT


Unimos en este apartado tres escritos bastante heterogéneos entre sí, pero que tienen un interesante rasgo en común: son el testimonio de cómo diversas comunidades cristianas van limando aristas y concurriendo hacia la formación de la Gran Iglesia. El hecho irá acompañado del intercambio de libros normativos, con la consiguiente constitución del canon del Nuevo Testamento.


a) Pedro en Jn 21


Prescindiendo del arduo problema de cuántas manos intervinieron en la composición del cuarto evangelio, podemos quedarnos con un hecho de aceptación general: Jn 21 es un añadido a una obra ya concluida, de la que viene a matizar algunas tendencias.

Hemos visto cómo, en los capítulos de la pasión-resurrección de Jesús, el cuarto evangelio deja a la figura de Pedro un tanto postergada, relegada a un segundo lugar, ya que el DA le supera en todo (excepto en «espontaneidades presuntuosas»): en proximidad a Jesús (vuelto hacia su pecho), en fidelidad (siguiéndole hasta la sala de juicio y hasta el calvario), en llegar a la fe en la resurrección (al ver el sepulcro vacío)…

Como compensación, el capítulo 21 insiste en el liderazgo y autoridad de Pedro, del que se hacen cinco afirmaciones fundamentales: a) reúne a un buen grupo de compañeros (quizá incluido el DA, pues dos quedan anónimos) y dirige sus tareas pesqueras (¿simbolismo?); b) él solo saca toda la red (21,11) con la abundante pesca; c) es el único del grupo que se echa al agua para encontrarse con el Resucitado; d) recibe un encargo muy especial de Jesús: apacentar las ovejas del Señor (sin exclusión expresa de nadie; e) recibe la promesa de seguir a Jesús con una muerte semejante a la suya.

Este engrandecimiento de la figura de Pedro tiene solo un límite: Jesús no le permite un control total sobre el DA; a la pregunta: «Y ese ¿qué?» (21,21), Jesús le da una respuesta misteriosa y aparentemente evasiva, dejándole entender que debe seguirle sin inmiscuirse en lo que no le incumbe. Todo parece indicar que la comunidad del DA se está acercando a la de Pedro, cuya autoridad no discute. Así el grupo del DA y los escritos que se apoyan en él serán reconocidos por el grupo petrino, e incluso podrán integrarse en él, si la comunidad joánica reconoce a Pedro y su primacía. Pero esa comunidad joánica tiene su especificidad, que no debiera ser absorbida; tiene una aportación propia al conjunto del cristianismo, que Pedro mismo debe respetar como algo querido y protegido por el Señor. De ahí que no se le conceda un control completo sobre lo joánico.

A este acercamiento de comunidades diversas pudiera responder indirectamente un texto que nos ha llegado por un escrito tangencial del mundo joánico: Ap 11. Aun contando con la oscuridad y la polisemia de los textos apocalípticos, una interpretación muy probable es que «los dos testigos» (o «dos candelabros», o «dos olivos») de que allí se habla y a los que la bestia hace la guerra son Pedro y Pablo, asemejados respectivamente a Moisés y Elías y martirizados «en la plaza de la gran ciudad»28; esta, llamada simbólicamente Sodoma y Egipto, es inconfundiblemente Roma, lugar bien conocido del martirio de los dos grandes apóstoles. Al afirmar que una voz desde el cielo grita: «Venid acá» (11,12) y que, resucitados por un espíritu de vida (pneuma zôês), suben al cielo en una nube (anebêsan eis ton ouranon en tê nefelê), el autor les está redactando una especie de «acta de canonización», acta que nos llega precisamente en un escrito joánico periférico. Si esta interpretación es correcta, Ap 11 atestiguaría el ensamblaje de la iglesia joánica con la paulina y la petrina.


b) Pedro en el escrito llamado 1 Pe


Nos adherimos a la opinión, hoy generalizada, de que estamos ante un escrito pseudónimo, surgido en los años 90 (época de la persecución de Domiciano, la primera generalizada contra los cristianos), y de que su contenido es principalmente, aunque no exclusivamente, deuteropaulino: teología bautismal, mística del sufrir con Cristo, etc.:


Esa teología es en muchos puntos tan claramente paulina, que se podría atribuir, como se ha hecho a menudo, si no fuera por la indicación del nombre en 1,1, a un discípulo de Pablo y no al apóstol Pedro29.


Del mundo paulino son los destinatarios y otros personajes nombrados en la pseudocarta, y de Pablo proceden igualmente varias fórmulas utilizadas, v. gr., el encabezamiento epistolar, la expresión «en Cristo», etc. Se ha dicho de este escrito que, de Pedro, solo tiene la primera palabra y que todo en él sería más inteligible si nos hubiese llegado a nombre de Pablo30.

Cuatro datos principales merecen ser destacados: a) los destinatarios se encuentran en regiones de Asia Menor evangelizadas por Pablo: Galacia, Asia, Bitinia…; b) el autor dice escribir desde «Babilonia» (5,13), criptograma de la apocalíptica tanto judía como cristiana para designar a Roma; c) a dicho autor se lo tiene por un pastor modélico del rebaño (cf. Jn 21), del que los demás pastores deben tomar nota (cap. 5); d) Silvano y Marcos (5,12s), conocidos colaboradores de Pablo (cf. 1 Tes 1,1; Flm 24), acompañan ahora a Pedro.

El conjunto nos orienta en la misma dirección que Jn 21: Pedro, que tuvo su sede en Roma (= Babilonia), capital del imperio, está llamado a dirigir también la vida de las comunidades fundadas por otros apóstoles, en este caso por Pablo, y ello se realizará sin estridencias, ya que ambos apóstoles tienen fundamentalmente la misma doctrina.

Aquí cabe mencionar un procedimiento análogo en los Hechos de los Apóstoles. En esta obra solo se encuentra doctrina paulina en dos discursos puestos en boca de Pedro: Hch 11,17 y 15,9-11; la afirmación «petrina» es que los paganos son salvados por gracia, mediante la fe. Para lo demás, el autor intenta hacer de Pedro y Pablo dos personajes idénticos: ambos son liberados milagrosamente de la cárcel (12,7-17; 16,25-27), ambos curan a un tullido (9,34; 14,10), ambos resucitan a un muerto (9,40; 20,10-12), etc. Pero, a pesar de tanta semejanza, el autor hace que Pedro ejerza allí un cierto control sobre Pablo, no «permitiéndole» que marche a predicar a gentiles31 mientras Pedro no haya abierto ese derrotero; es una cierta supremacía de Pedro dentro de la fundamental igualdad entre ambos.

De una manera más general, se ha pregunta por el motivo para atribuir este escrito precisamente a Pedro. Y la respuesta no resulta difícil. Como hemos visto, el «crecimiento» de Pedro ya había comenzado con la redacción de los evangelios:


Si, tras su muerte martirial, su figura y ministerio experimentaron una fuerte revalorización, no es extraño que se le hayan atribuido pseudoepigráficamente también algunas cartas en orden a dotarlas de una autoridad especial. No las escribía un cualquiera, sino Pedro, y, por cierto, desde la metrópoli, cuya autoridad iba creciendo progresivamente también sobre otros lugares de la cristiandad, como deja notar la primera carta de Clemente32.


c) Pedro en el escrito llamado 2 Pe


Estamos con gran seguridad ante el escrito más reciente del NT, el del cierre del canon. Algunos lo datan por el año 120 o incluso más tarde. Esta obra deja entender que ya están coleccionadas algunas cartas de Pablo y se leen en la liturgia junto con los escritos sagrados recibidos de Israel, el Antiguo Testamento: por primera vez escritos del NT son designados como «Escrituras» (2 Pe 3,16).

Por otra parte, la Iglesia pasa por momentos de incertidumbre doctrinal. Como ya hace tiempo (pensemos en las cartas pastorales o tritopaulinismo), los falsos doctores, con sus herejías, son una amenaza para la comunidad cristiana; algunos interpretan las profecías a capricho (1,20-21); otros, dado el aplazamiento de la parusía, niegan que vaya a producirse (3,4ss: pou estin he epaggelia tês parousias?)… Y aquí tenemos quizá lo más original del escrito: el autor, supuestamente Pedro, que finge incluso ser autor de la 1 Pe (2 Pe 3,1: «es la segunda vez que os escribo»), echa mano de «la sabiduría que Dios concedió a Pablo, el querido hermano» (3,15), autor de cartas que algunos malinterpretan. Por ello, el autor defiende la necesidad de un magisterio petrino, encargado de custodiar las Escrituras (incluidas las cartas de Pablo) y de interpretarlas correctamente.

Podríamos decir que 2 Pe pretende cerrar el NT, entendido este fundamentalmente como los escritos que llevan el sello de Pedro y Pablo (los del DA han quedado prácticamente absorbidos): Pedro para el corpus evangélico, Pablo para el corpus epistolar (tal como pueda conocerlo el autor en su momento: no está cerrado el canon). Pedro tendría un papel dirigente indiscutible e indiscutido, pero Pablo sería el maestro imprescindible que le prestaría esa sabiduría extraordinaria que Dios le concedió. Y este papel dirigente y servicio magisterial se pretende que sea duradero, que tenga algún tipo de prolongación o sucesión: «Pondré empeño en que, en todo momento, después de mi partida, podáis recordar estas cosas» (2 Pe 1,15).


Conclusiones o síntesis


1. No se puede razonablemente negar un papel destacado de Pedro en el seguimiento histórico de Jesús ni una encomienda pastoral del Maestro, haciéndole de algún modo cimiento del nuevo «edificio» o nuevo Pueblo de Dios.

2. Pedro fue el primer discípulo destinatario de una aparición pascual y el que lidera la reorganización del grupo que resultará más influyente dentro de la pluralidad inicial de comunidades cristianas. Su intervención en el llamado «Concilio de Jerusalén» y en otros momentos críticos del crecimiento de la Iglesia fue decisiva. Tal vez, la importancia que Pablo, hacia el año 55, concede a la comunidad de Roma, «cuya fe –reconoce– es alabada en todo el mundo» (Rom 1,8), y a la que «varias veces se ha propuesto visitar» (1,13), responda en parte a la presencia de Pedro allí, cuya autoridad el propio Pablo percibió en Jerusalén y Antioquía.

3. En la tradición evangélica, incluida la joánica, se da un indiscutible «crecimiento» de su figura, signo de lo que representaba para dichas Iglesias, pero nunca una idealización: nadie disimuló las negaciones y apenas otros errores.

4. Sin negarle el puesto mencionado, algunas Iglesias se desarrollaron seguramente al margen de su influjo (comunidades paulinas, joánicas…) y reclaman autonomía respecto de él.

5. Con el paso del tiempo, las diversas Iglesias van acercando posiciones y limando aristas, y, en este acercamiento mutuo, el reconocimiento de la autoridad de Pedro es una componente fundamental. Así lo muestra Jn 21 respecto de las comunidades joánicas y 1 Pe respecto de las paulinas. Hacia la época del cierre del NT se entiende que Pedro, autoridad indiscutible para la mayor parte de las comunidades, debe custodiar el tesoro de la teología paulina y apoyarse en ella, y respetar la aportación peculiar del DA y sus comunidades.

6. Esta afirmación de la autoridad de Pedro, cuando ya hace muchos años que ha muerto, sugiere que su ministerio deberá tener algún tipo de continuidad o sucesión.

Pasadas algunas décadas tiene lugar la intervención de la Iglesia de Roma en Corinto mediante la carta de Clemente (ca. 95); tal intervención fue, sin duda, aceptada, pues de lo contrario no se nos habría conservado el escrito, y pudiera manifestar, siquiera en forma embrionaria, el reconocimiento por parte de Corinto de algún tipo de autoridad de Roma y la autoconciencia de Roma misma de tener algún tipo de responsabilidad sobre otras comunidades. Unos quince años posterior a la carta de Clemente a los corintios es la de Ignacio de Antioquía a la comunidad de Roma, a la que califica explícitamente de «presidente en el amor» (prokathêmenê en tê agapê), debido seguramente a la huella allí dejada por Pedro (y Pablo) y de la que muchas Iglesias tienen conocimiento.

Estos hechos, ciertamente aislados y, por el momento, sin mayor trascendencia, muestran sin embargo que los cimientos ya están echados; muestran que la generación inmediata a la composición del NT ha recogido su reflexión sobre Pedro y comienza a dar algo de forma a su función de apacentar las ovejas del Señor (Jn 21,15-17) y de confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22,32). Los siglos siguientes, con sus variados avatares, irán configurando de diversas manera el servicio de los obispos de Roma al resto de las comunidades cristianas.

El papado en la iglesia y en el mundo de hoy

Подняться наверх