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Hombres demediados

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Ciencias y letras forman parte de la cultura, es decir, del conjunto de conocimientos y prácticas que caracterizan la vida del hombre. Tradicionalmente, sus enseñanzas se han impartido bajo el nombre de “saberes liberales”, aunque hoy, sintomáticamente, la expresión designa casi siempre la docencia de las humanidades, suponiendo que los planes de estudios universitarios se encargan de dispensar el conocimiento especializado que requerirán los estudiantes en el futuro. Nada más alejado de la realidad, puesto que los alumnos, tanto en facultades desvencijadas como en imponentes centros de estudios saturados de cristaleras y cables, aprenden a lo sumo los rudimentos técnicos de una profesión.

Tal vez por este motivo, justo cuando nos intima por doquier el requerimiento de la utilidad, sea conveniente recordar el origen de las artes liberales. Si en su momento se consideraba que estas disciplinas, entre ellas alguna tan exótica para nosotros como la teología, “liberaban” era porque hacían posible el ejercicio de lo propio del individuo —el ejercicio de la razón, del espíritu—, frente a las llamadas artes serviles, que procuraban la satisfacción de las necesidades. «Únicamente se llaman libres —explicaba Tomás de Aquino en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles— aquellas artes que están ordenadas al saber; aquellas, en cambio, que están ordenadas al logro de un bien útil, se llaman ‘serviles’». Liberal era, ante todo, lo que no poseía aplicación inmediata: lo que no servía, literalmente, para nada, porque no era medio para otros logros. No había diferencia entre ciencias y letras, sino entre ambas y la técnica. En esa cualidad, en el hecho de que el conocimiento de estas materias era un fin en sí, estribaba el valor que tenían para la emancipación del hombre. Fue esto precisamente lo que no acertó a adivinar la muchacha tracia que se burló de Tales: que su risa constituía la cadena más hiriente porque es la que uno consiente en ceñirse cuando decide abajar su mirada, mientras que Tales era libre ya que, aun magullado en las profundidades del pozo, podía seguir contemplando las estrellas.

A partir de esa concepción de los saberes liberales, podemos definir la cultura, tan próxima a ellos, como el cultivo de lo humano. Forma parte de ella toda experiencia que posibilite el desarrollo de nuestra humanidad, así como de lo más propio que poseemos: la libertad. Desde hace más de un siglo, no han dejado de existir soñadores que defienden la inclusión de programas de artes liberales en los planes de estudios con el fin de garantizar la formación integral de los alumnos. Que se haya señalado que de esa parte del currículum académico depende la educación del gentleman debería decirnos mucho de su envergadura y no porque se trate de una enseñanza reservada a un estrato social o constituya la punta de lanza de exclusiones vergonzosas, sino porque son disciplinas que contagian un elitismo cultural poco proclive a las diferencias sociales. De lo que se trata es de insistir en que no es suficiente con que el hombre acumule conocimientos especializados: hay que despertar en él la sensibilidad liberadora de la cultura.

Y es que no hay nada más redentor que la cultura, que el conocimiento. Lo ha comprobado hace muy poco tiempo Tushar Sing, un estudiante indio de dieciocho años que pertenece a la casta de los parias. Los periódicos se han hecho eco de su historia porque Sing, que es un dalit, obtuvo la máxima calificación en los exámenes de ingreso en la universidad. En todos. A pesar de la discriminación social a la que se ven expuestos quienes comparten su condición, Sing, que desea estudiar historia y ser funcionario del gobierno, ha podido corroborar que el trabajo de su inteligencia ha logrado algo inusitado en su país: que un paria protagonice una buena noticia.

En nuestra forma de ver el mundo, sin embargo, pesa todavía un prejuicio ilustrado y libresco: pensamos que la cultura se encuentra en los libros y que podemos alcanzarla acercándose a sus lomos. Que se imparte desde las cátedras o que viaja en esporas por los frondosos campus de las universidades, una creencia que demuestra lo alejada que se encuentra en la actualidad de la vida. Por eso, cuando hablamos de ella, solemos hacerlo como si se tratara de un entretenimiento, el pueril pasatiempo al que nos dedicamos si nos fueran a interrumpir el trabajo.

Será difícil entender la cultura como algo vital —no como una erudición asentada en decrépitos infolios—, si tenemos en cuenta que nuestra concepción acerca de lo que constituye una experiencia también se ha estrechado, exiliando de nuestro horizonte existencial la cuestión del sentido y empobreciendo nuestras biografías. Como indica Giorgio Agamben en Infancia e historia: «En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues, así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia (…) Para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia».

Palpamos a nuestro alrededor objetos, vemos sus formas e indagamos su utilidad, pero nos hemos cerrado al significado profundo que revelan. No podemos decir que las “experimentamos” con toda propiedad. Y eso ha afectado a la cultura, que está constituida por el conjunto de vivencias enriquecedoras, de índole espiritual, que contribuyen a forjar nuestra humanidad; que nos hacen, en resumen, más humanos. Aunque la cultura no es una “experiencia” más, sino la auténtica experiencia del hombre, la que nos pone en contacto con la “sabiduría del mundo”. A ella llegamos gracias a los libros, ciertamente —¿quién no se ha sentido transformado, tocado en lo más profundo de su ser, tras leer un poema? Pocas experiencias han sido más conmovedoras para mí que la lectura de La canción de amor de J. Alfred Prufrock, de T. S. Eliot—, pero no son los únicos vehículos, ni los principales. En realidad, no podemos estar seguros de cuándo, dónde o qué hará que prenda la chispa de la cultura, el atractivo por lo humano. Desde esta óptica, es cultura tanto un teorema matemático, como una acción heroica; un atardecer igual que una cantata de Bach… cualquier vivencia que, por su valor en sí, nos reconcilia, transformando nuestro espíritu.

También es cultura el cúmulo de intuiciones legado por la tradición, ese saber destilado a lo largo de siglos que ninguna enciclopedia condensa. Es un conocimiento tan general y tan vasto que no llegaríamos a imaginar sus confines. Se transmite por una especie de ósmosis de un sujeto a otro, de una comunidad a quienes forman parte de ella, de los maestros a los discípulos, proporcionando las coordenadas en las que nos ubicamos en el mundo. Engloba el misterioso nombre de aquel aedo ciego que escribió la Odisea, pero también actitudes tan humanas como respetar a los ancianos, por ejemplo, o esperar nuestro turno. O sea, la cultura es garantía de civilidad, porque si nos han de recordar cuándo ceder el asiento es que estamos en la mismísima antesala de la barbarie.

Ese sedimento que nos exhorta a desarrollarnos y a crecer no aparece tampoco en ninguna web. Y puede que, en nuestros días, el vigor de su humus se haya debilitado por la excesiva confianza que depositamos en la ciencia y la creciente especialización del conocimiento. Porque hoy, la ciencia se ha desprendido del tronco de las artes liberales, sometiéndose a los dictados de la técnica. Una civilización que, como la nuestra, apuesta todo su patrimonio cultural por el valor de lo útil, frente a la experiencia del sentido, no tiene más opción que reconcentrar sus recursos en áreas concretas y especialmente provechosas. La técnica exige expertos, no la vaga formación que proporciona lo que se entiende por cultura. Pero esa exigencia resquebraja la unidad del saber y la nuestra: la especialización nos disocia, convirtiéndonos en hombres demediados, como el famoso protagonista del cuento de Calvino.

Reivindicar la cultura como presupuesto de lo humano supone rebelarse ante nuestra desintegración. Los síntomas de decadencia, las crisis que, periódicamente, sacuden nuestros hemisferios, alimentan la sensación de que, pese a que nos comunicamos cada vez con celeridad o disfrutamos de comodidades insólitas, la naturaleza humana se encuentra en repliegue. Nuestra última tribulación ha sido un minúsculo agente infeccioso que ha saturado de muerte y enfermedad el día a día, obligando a plantearnos si el modo de vida contemporáneo, centrado en el consumo, es el más acorde con nuestra forma de ser. Recluidos entre cuatro paredes y calmando la sed de dopamina con dosis regulares de noticias, hemos podido constatar, tal vez por primera vez en nuestra existencia, que hay, además de objetos que sirven, cosas que importan.

Pero no aprovechemos la última pandemia para alimentar narrativas de la catástrofe o escribir épicas de la esperanza. Sería un recurso fácil. De lo que se trata es de recordar que la senda más fértil para reconstruir nuestra humanidad es la cultura y de que llegado la hora de que esta salga en defensa de la naturaleza y del hombre. De hecho, si, como veíamos que sostenían sus últimos profetas, la cultura se halla en crisis, no deja de ser porque el hombre, al fin y al cabo, lleva siglos estándolo. Y de la misma manera que el cuerpo lucha y muere por la acción de los virus, también el espíritu puede enfermar, poniendo en peligro nuestro ser, nuestra condición.

La suerte de la cultura

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