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III

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EL SOBRINO DE SU TÍO


Macabeo pasó la noche como un perro fiel á la vera de su amo. Ni siquiera se acercó á la lumbre para secar su ropa, ni se acordó de que no había cenado, ni el cansancio de la pasada caminata le pidió su medicina de sueño. La agonía de la señora, el dolor de sus hijas y el intento de servir de algo en aquéllas tan largas horas de desconsuelo, le absorbían la atención, y lloró como chiquillo cuando los lamentos de las huérfanas y de los criados le hicieron saber que el temido infortunio se había consumado. Después hincó sus rodillas en el duro suelo, y oró por el alma que estaba ya en presencia de Dios.

Calentaban los rayos del sol cuando el doctor bajó al portal con las polainas ceñidas y las espuelas calzadas; y ya Macabeo le aguardaba con el garrote en la mano, el caballo ensillado y el capote sobre el arzón. Con el desvelo y las lágrimas vertidas, tenía el pobre hombre los ojos como puños.

El doctor le miró con interés; y conociendo por las señales lo mucho que había padecido y lo poco que había descansado, dióle unas palmaditas en el hombro, y le dijo entre grave y chancero:

—Lo dicho, Macabeo: no sabes tú mismo lo que vales.

—¡Ni me lo miente, señor! —respondió Macabeo—; que cuando anoche andábamos en esas y otras tales, la señora estaba, aunque mal, entre los vivos; ¡mientras que á la presente!... Conque ¡arriba con el cuerpo, antes que el calor apriete!

Dijo esto asiendo con una mano el bocado del jamelgo, y con la otra el estribo del mismo lado, para que montara el doctor, y hasta creo que para que no le viera éste hacer pucheros.

Montó el doctor; y al ver que Macabeo se disponía á acompañarle, prohibióselo terminantemente.

—No lo consiento, amigo —le dijo—. Ni te necesito, ni aunque te necesitara lo consentiría.

—Tengo orden de acompañar á usté —insistió Macabeo.

—Y yo dispongo —replicó el otro— que descanses de las fatigas de esta noche. Conque lo dicho, y daca la mano.

—¿Para qué, señor?

—Para que la estreche la mía... Vamos, hombre; y cuenta que no lo hago con todo el mundo.

Como Macabeo vacilase, añadió el doctor sonriendo:

—Te aseguro que no quema, ni huele á azufre.

Atrevióse Macabeo, y dijo, mientras cruzaba su mano callosa y morena con la fina y blanca del doctor:

—¡No iba yo tan allá con el recelo, caráspitis! sino que bien sabe Dios que más certera la hubiera querido yo anoche.

—También yo, buen Macabeo; pero el trance era apurado, y yo llegué muy tarde. Ahora, ábreme la portalada; y hasta la vista.

—¡No quiera Dios que con igual motivo sea! —murmuró Macabeo, dirigiéndose á complacer al doctor.

Salió después á la calle para indicar á éste la dirección que debía seguir para llegar sin extravío al camino de la sierra.

Apenas el doctor se perdió de vista, después de doblar el ángulo de una calleja entoldada de bardales, apareció en ella un muchachón alto y desgarbado, con los labios muy gruesos, las cejas espesas y corridas, la tez morena, los pies anchos, planos y en escuadra, las piernas largas y desmadejadas, y cargado de hombros. Vestía traje de buen género, no mal hecho, pero muy mal colocado. Por el garrote que llevaba en la mano, lo sucio de sus zapatos, lo reluciente del rostro y el andar inseguro y despeado, se conocía que traía hecha larga jornada.

Reparó en él Macabeo, y exclamó dando un garrotazo en los morrillos de la calleja:

—Esto sólo me faltaba hoy, ¡caráspitis!... ¡Si lo digo yo! cuando el año está de piojos, no hay que mudar la camisa.

—¡Hola, Macabeo! —gritó al mismo tiempo el caminante, blandiendo el palo sobre la cabeza—. Acá estamos todos y ¡viva Valdecines! ¡Dios!

—¡Mal rayo te parta, animal de bellota! —murmuró Macabeo; y luégo dijo en alta voz—: El demonio me lleve si me acordaba más de tí que de la hora en que me han de enterrar.

—Se estima el aprecio, hombre —respondió el otro, ya junto á Macabeo, con su voz cencerruna.

—Pues mira, Bastián: naide te espera en el pueblo.

—Lo sé; pero yo he venido porque quería venir, ¡Dios! y el que no me vea de buen ojo, que le cierre.

—¿Dónde has pasado la noche?

—En Perojales, tan guapamente. Caía la tarde cuando llegué; amenazaba el trueno, y díjeme «no paso la hoz.» Narices tuve, porque aquello fué de lo poco que se ha visto.

—¡Qué lástima, hombre!

—¿De qué, Macabeo?

—De que te hubiera cogido la tormenta en aquella santimperie.

—Eso digo yo. Una desgracia sucede en un credo; y luégo... ¡Dios!... esta mañana madrugué, y aquí me tienes.

—¿Á pie has venido?

—Desde el tren, tan guapamente. El ahorro me sirvió para el pienso de anoche, y aún me queda grano... para lo que yo me sé.

—¡Y también yo, caráspitis!... ¿Por qué no pasaste la hoz?

—¡Otra te pego!... ¿No te lo he dicho?... Porque olí la quema.

—¡Por vida de la nariz!... Pues mira, Bastián: tu tío no te espera.

—De voto de mi tío, no saldría yo de Santander hasta que pudiera entrar en Valdecines hecho un caballero. ¡Mira tú si es fantesía de hombre!... Conque, ya hablaremos, que me voy á verle.

—¿Á quién?

—Á mi tío.

—No está en su casa.

—¿Pues en dónde está?

—Aquí.

—Entonces, subiré...

—No se le puede ver ahora.

—¿Por qué?

—Porque... Pero, alma de cántaro, ¿tú no sabes lo que pasa?

—Ni pizca, Macabeo.

—¿No has oído las campanas?

—Sí que las he oído; pero, la verdá, no se me ha ocurrido preguntar por quién era el toque. ¿Quién se murió, Macabeo?

—Doña Marta.

—¡Dios! ¿Cuándo?

—Anoche.

—¡Dios! ¿Y de qué, hombre?

—¿Y á tí qué te importa?

—Es de razón, Macabeo: maldito lo qué.

—¡Conque figúrate la falta que haces acá, Bastián!

—Más de lo que tú piensas, Macabeo.

—La de los perros en misa... Vuélvete, Bastián, por donde has venido... ¡cuando yo te lo aconsejo!...

—Hombre, y á tí ¿qué te va ni qué te viene con que yo me vaya ó me quede? ¡Pues me he dado flojo trote desde ayer para que, sin más ni más, tome el consejo tuyo!... ¡Dios! ¡Vaya con el consejero de chanfaina!

—Miro por tí, Bastián... Y por último —añadió Macabeo en un cambio súbito de humor—, ¡que te quedes ó te marches, ó te parta un rayo por el medio, no se me importa una alubia!

Esto dijo, y se encaminó á la portalada, aunque no llegó á abrirla. En cuanto á Bastián, se encogió de hombros por toda despedida de Macabeo, y echó calle abajo. Pasó luégo por otras, también formadas por tapias de huertos y solares, cuáles revestidas de hiedra, cuáles exhalando la fragancia delicadísima de la ya florida madreselva; atravesó dos corraladas abiertas; ladráronle otros tantos perros, y entró, por último, en una casa que no era la de su tío.

Macabeo, que le había seguido con la vista desde lejos, exclamó entonces, hiriendo otra vez el suelo con su garrote:

—¡Caráspitis!... ¿No lo dije? ¡Anda, perro... gandul!... Pero no tienes tú la culpa, sino la... ¡Si no fuera por respeto á lo que está pasando aquí, y á lo mucho que me duele!... ¡Caráspitis, recaráspitis!

Y así entró en el corral, apaleando las piedras, y cerró los portones con estrépito.


De tal palo, tal astilla

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