Читать книгу Adán y Eva en el paraíso - José María Eca de Queirós - Страница 7

Un poeta lírico

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Aquí está, sencillamente, sin frases y adornos, la triste historia del poeta Korriscosso. De todos los poetas líricos de que tengo noticia, este es, ciertamente, el más infeliz. Le conocí en Londres, en el hotel de Charing-Cross, en un amanecer helado de diciembre. Había yo llegado del Continente, desfallecido por dos horas de Canal de la Mancha... ¡Ah, qué mar! Y eso que era solo una brisa fresca del Noroeste; mas allí, en la cubierta, por debajo de una capa de hule, con la cual un marino me había cubierto como se cubre un cuerpo muerto, fustigado por la nieve y por las olas, oprimido por aquella tiniebla tumultuosa que el barco iba rompiendo a estruendos y encontrones, parecíame un tifón de los mares de la China...

Apenas entré en el hotel, helado y aún mal despierto, corrí a la vasta chimenea del hall y allí quedé saturándome de aquella paz caliente en que estaba la sala adormecida, con los ojos beatíficamente puestos en la buena brasa escarlata. Y estando así fue cuando vi aquella figura flaca y larga, ya de frac y corbata blanca, que del otro lado de la chimenea, en pie, con la taciturna tristeza de una cigüeña pensativa, miraba también los carbones ardientes, con una servilleta debajo del brazo. Mas el portero había cogido mi equipaje y fue a inscribirme en el bureau. La tenedora de libros, tiesa y rubia, con un perfil anticuado de medalla usada, dejó su crochet al lado de su taza de té, acarició con un gesto dulce sus dos bandos rubios, escribió correctamente mi nombre, con el dedo meñique erecto, haciendo rebrillar un diamante, y ya me encaminaba hacia la amplia escalera, cuando la figura magra y fatal se dobló en un ángulo, murmurándome en un inglés silabeado:

—Ya está servido el desayuno de las siete...

Yo no quería el desayuno de las siete, y me fui a dormir.

Más tarde, ya reposado, fresco del baño, cuando descendí al restorán para el lunch, a seguida eché de ver, plantado melancólicamente al pie de la ancha ventana, al individuo flaco y triste. La sala estaba desierta, con una luz parda; las chimeneas bramaban; del lado de fuera de los ventanales, en el silencio de domingo, en las calles mudas, la nieve caía sin cesar de un cielo amarillento y empañado. Yo veía apenas la espalda del hombre; mas advertíase en su línea magra y un poco doblada una expresión tan evidente de desaliento, que me interesé por aquella figura. El cabello largo, de tenor, caído sobre el cuello del frac, era, manifiestamente, de un meridional, y toda su flacura friolenta se encogía ante el aspecto de aquellos tejados cubiertos de nieve, en la sensación de aquel silencio lívido... Le llamé. Cuando se volvió, su fisonomía, que apenas entreviera la víspera, impresionome: era una cara larga y triste, muy morena, de nariz judaica, y una barba corta y rizada, una barba de Cristo en estampa romántica; la cabeza era de estas que, en buena literatura, se llama, creo yo, frente; era larga y lustrosa. Tenía el mirar hundido y vago, con una indecisión de sueño nadando en un fluido enternecido... ¡Y qué magrez! Andando, el calzón corto torcíase en torno de la canilla, como arrugas de bandera alrededor del asta; el frac tenía dobleces de amplia túnica; los dos faldones, agudos y largos, eran desgraciadamente grotescos. Recibió la orden de mi almuerzo sin mirarme, con un tedio resignado; arrastrose hasta el comptoir en donde el maître d’hôtel leía la Biblia, se pasó la mano por la cabeza con un gesto errante y doliente, y díjole con una voz sorda:

—Número 307. Dos chuletas. Té...

El maître d’hôtel alargó la Biblia, inscribió el menú, y yo me acomodé en la mesa y abrí el volumen de Tennyson que trajera para almorzar conmigo —porque creo que les dije que era domingo, día sin periódicos y sin pan fresco. Afuera continuaba nevando sobre la ciudad muda. En una mesa distante, un viejo color de ladrillo, y de cabello y de barbas blancas, que acababa de almorzar, dormitaba, con las manos descansando en el vientre, la boca abierta, y unas gafas en lo más avanzado de la nariz. El único rumor que venía de la calle era una voz gimiente que la nieve sofocaba más, una voz mendicante que en la esquina contigua garganteaba un salmo... Un domingo de Londres.

El magro fue quien me trajo el almuerzo: apenas se aproximó, comprendí en seguida que aquel volumen de Tennyson en mis manos, le había interesado e impresionado; fue un mirar rápido, golosamente pasado por la página abierta, un estremecimiento casi imperceptible, emoción fugitiva de cierto, porque después de haber dejado el servicio, giró sobre los tacones y fue a plantarse, melancólicamente, junto a la ventana, con los ojos tristes, perdidos en la nieve triste. Yo atribuí aquel movimiento curioso al esplendor de la encuadernación del volumen, que eran Los Idilios del Rey, en marroquín negro, con el escudo de armas de Lançarote del Lago, el pelícano de oro sobre un mar de sinople.

A la noche partí en el expreso para Escocia, y aún no había pasado York, adormecido en su gravedad episcopal, cuando ya me olvidara del criado novelesco del restorán de Charing-Cross: mas de allí a un mes, al volver a Londres, entrando en el restorán, y reviendo aquella figura lenta y fatal atravesar con un plato de roast-beef en una de las manos y en la otra un pudding de batata, sentí renacer el antiguo interés. Y en esa misma noche, tuve la singular felicidad de saber su nombre y de entrever un fragmento de su pasado. Era ya tarde, y yo volvía de Covent-Garden, cuando en el hall del hotel encontré, majestuoso y próspero, a mi amigo Bracolletti.

¿No conocen a Bracolletti? Su presencia es formidable; tiene la amplitud panzuda, la densa barba negra, la lentitud, el ceremonial de un pachá gordo; mas esta poderosa gravedad turca está amenizada en Bracolletti, por la sonrisa y por el mirar. ¡Qué mirar! Un mirar dulce, que me hace recordar el de los animales de la Siria: es el mismo enternecimiento. Parece errar en su fluido suave la religiosidad afable de las razas que dan los Mesías... ¡Y la sonrisa! La sonrisa de Bracolletti es la más completa, la más perfecta, la más rica de las expresiones humanas; hay finura, inocencia, bondad, abandono, dulce ironía, persuasión en aquellos dos labios que se abren y dejan brillar un esmalte de dientes de virgen... ¡Ah, pero también esta sonrisa en la fortuna de Bracolletti!

Moralmente, Bracolletti es un hábil. Nació en Esmirna, de padres griegos; es todo lo que revela; por lo demás, cuando se le pregunta por su pasado, el buen griego bambolea un momento la cabeza, esconde bajo los párpados cerrados con inocencia sus ojos mahometanos, desabrocha la sonrisa de una dulzura capaz de tentar a las abejas, y murmura, como anegado en bondad y en enternecimiento:

¡Eh! ¡mon Dieu!... ¡Eh! ¡mon Dieu!...

Nada más. Parece, sin embargo, que viajó, porque conoce el Perú, la Crimea, el Cabo de Buena Esperanza, los países exóticos, tan bien como Regent-Street: mas es evidente para todos que su existencia no fue tejida como la de los vulgares aventureros de Levante, de oro y estopa, de esplendores y mezquindades; es un gordo, y, por tanto, un prudente: su magnífico solitario nunca dejó de brillarle en el dedo: ningún frío le sorprendió jamás sin un abrigo de pieles de dos mil francos; y ni una sola semana deja de ganar, en el Fraternal Club, del cual es miembro querido, sus diez libras al whist. Es un fuerte.

Tiene una debilidad. Es singularmente goloso de niñitas de doce a catorce años: le gustan flacuchas, muy rubias y que hablen mal. Colecciónalas como pajaritos en jaula, metiéndoles la papilla en el pico, oyéndolas parlotear todo baboso, animándolas a que le roben los shillings del bolsillo, gozando el desenvolvimiento de los vicios en aquellas flores, poniéndoles al alcance las botellas de gin para que los angelitos se emborrachen; y cuando alguna, excitada por el alcohol, con el cabello al aire y el rostro encendido, le injuria, le arranca los pelos, babea obscenidades, el buen Bracolletti, hundido en el sofá, con las manos beatíficamente cruzadas sobre la panza, el mirar ahogado en éxtasis, murmura en su italiano de la costa siria:

—¡Piccolina! ¡Gentilleta!

—¡Querido Bracolletti!

Realmente le abracé con placer, en esa noche, en Charing-Cross; y como no nos veíamos desde hacía tiempo, fuimos a cenar juntos al restorán. Allí estaba el criado triste, en su comptoir, curvado sobre el Journal des Débats. Apenas apareció Bracolletti con su majestad de obeso, el hombre le extendió silenciosamente la mano: fue un shake-hands solemne, enternecido y sincero.

¡Santo Dios, eran amigos! Arrastré a Bracolletti hasta el fondo de la sala, y vibrando de curiosidad, le interrogué con avidez. Quería, lo primero, el nombre del hombre.

—Llámase Korriscosso —díjome Bracolletti, grave.

Luego quise saber su historia. Pero Bracolletti, como los dioses de Ática, que en sus embarazos recogíanse a sus nubes, él también se refugió en su vaga reticencia.

¡Eh, mon Dieu! ¡Eh, mon Dieu!...

—No, no, Bracolletti. Veamos. Quiero saber la historia... Aquella faz fatal y byroniana debe tener una historia...

Entonces Bracolletti tomó todo el aire cándido que le permiten su panza y sus barbas, y me confesó, dejando caer las palabras a gotas, que entrambos habían viajado juntos en Bulgaria y en Montenegro... Korriscosso fue su secretario... Buena letra... Tiempos difíciles... ¡Eh, mon Dieu!...

—¿De dónde es?

Bracolletti respondió sin vacilar, bajando la voz, con un gesto lleno de desconsideración:

—Es un griego de Atenas.

Todo mi interés sumiose como el agua que la arena absorbe. Cuando se ha viajado por Oriente, con escalas en Levante, adquiérese fácilmente el hábito, tal vez injusto, de sospechar del griego: ante los primeros que se ven, sobre todo teniendo una educación universitaria y clásica, se enciende un poco el entusiasmo, piénsase en Alcibiades y en Platón, en las glorias de una raza estética y libre, y perfílanse en la imaginación las líneas augustas del Partenón. Pero después de haberlos frecuentado en las mesas redondas y en las cubiertas de las Messageries, y principalmente, luego de haber escuchado la leyenda de bellaquería que han ido dejando desde Esmirna hasta Túnez, los demás que se tropiezan, provocan apenas estos movimientos: abotonar rápidamente la chaqueta, cruzar con todas las fuerzas los brazos sobre la cadena del reloj, y aguzar el intelecto para rechazar la escroquerie. La causa de esta funesta reputación es que la gente griega que emigra para las escalas de Levante, es una plebe torpe, parte pirata y parte servil, bando de rapiña astuto y perverso. De que supe que Korriscosso era griego, me acordé a seguida que, en mi última estancia en Charing-Cross, me desapareciera del cuarto mi bello volumen de Tennyson, y recordé el mirar de gula y de rapiña que Korriscosso clavaba en él... ¡Era un bandido!

Mientras cenamos, no se habló nada de Korriscosso. Servíanos otro criado rubio, honesto y sano. El lúgubre Korriscosso no se movió del comptoir, abismado en el Journal des Débats.

Yendo de retirada a mi cuarto, en esa misma noche, me perdí... El hotel estaba atestado, y a mí me habían dado acomodo en aquellos altos de Charing-Cross, una complicación de corredores, escaleras, rincones, ángulos, en donde es casi necesario derrotero y brújula. Con el candelero en la mano, penetré en un pasadizo por el cual corría una bocanada de aire tibio de callejuela mal aireada. Allí las puertas no tenían números; unos pequeños cartones pegados, en los que se hallaban nombres inscritos: John Smith, Charlie, Willie... Eran evidentemente las habitaciones de los criados. De una puerta abierta, salía la claridad de un mechero de gas: me adelanté, y vi a Korriscosso, de frac todavía, sentado ante una mesa llena de papeles, con la cabeza descansando sobre la mano, escribiendo:

—¿Me puede indicar el camino para el 508? —balbucí.

Volviose para mí, con un mirar atontado; parecía resurgir de muy lejos, de otro universo; restregábase los párpados, repitiendo:

—¿Quinientos ocho? ¿Quinientos ocho?

¡Entonces fue cuando avisté sobre la mesa, entre papeles, cuellos sucios y un rosario, mi volumen de Tennyson! El bandido vio también mi mirada, y acusose a seguida con un enrojecimiento que le inundó la faz chupada; mi primer movimiento fue el de no reconocer el libro; y como era un movimiento bueno, obedeciendo de contado a la moral superior del maestro Talleyrand, lo reprimí, y apuntando al volumen con un dedo severo, un dedo de Providencia irritada, díjele:

—Es mi Tennyson...

No sé qué respuesta tartamudeó, porque yo, apiadado, poseído también del interés que me daba aquella figura picaresca de griego sentimental, añadí en un tono reparado de perdón y de justificación:

—¡Gran poeta! ¿verdad? ¿Qué le pareció? Estoy seguro que le entusiasmó...

Korriscosso se abochornó más; y no era, sin embargo, el despecho humillado de salteador sorprendido lo que delataba, sino la vergüenza de ver su inteligencia y su gusto poético adivinados, y de tener puesto el frac usado de criado de restorán. No respondió; mas las páginas del volumen que yo abrí, respondieron por él: la blancura de las márgenes desaparecía bajo una red de comentarios escritos con lápiz: ¡Sublime! ¡Grandioso! ¡Divino! palabras anotadas con una letra convulsiva, con un temblor de mano agitada por una sensibilidad vibrante.

En tanto, Korriscosso permanecía en pie, respetuoso, culpado, con la cabeza baja y el lazo de la corbata blanca huyendo hacia la nuca. ¡Pobre Korriscosso! Compadecime de aquella actitud, revelando todo un pasado sin suerte, tantas tristezas de dependencia... Recordé que nada impresiona tanto a hombre de Levante como un gesto de drama y de teatro: le extendí las dos manos en un movimiento a la manera de Talma, y le dije:

—Yo también soy poeta...

Esta frase extraordinaria parecería grotesca e imprudente a un hombre del Norte; el levantino vio al punto en ella la expansión de un alma hermana. Porque, ¿no os lo dije?; lo que Korriscosso estaba escribiendo en una hoja de papel eran estrofas, era una oda.

Al cabo de unos minutos, con la puerta cerrada, Korriscosso contábame su historia, o más bien, fragmentos, anécdotas deshermanadas de su biografía. Es tan triste, que la condenso. De otra parte, había en su narración lagunas de años; y yo no puedo reconstituir con lógica y seguimiento la historia de este sentimental. Todo es vago y sospechoso. Efectivamente, nació en Atenas; parece que su padre era cargador en el Pireo. A los diez y ocho años Korriscosso servía de criado a un médico, y en los intervalos del servicio frecuentaba la Universidad de Atenas: estas cosas son corrientes là-bas, como él decía. Licenciose en leyes; esto le habilitó más tarde, en tiempos difíciles, para ser intérprete de hotel. De esa época datan sus primeras elegías en un semanario lírico intitulado Ecos del Ática. La literatura condújole directamente a la política y a las ambiciones parlamentarias. Una pasión, una crisis patética, un mando brutal, amenazas de muerte, fuérzanle a expatriarse. Viajó por Bulgaria, fue en Salónica empleado en una sucursal del Banco Otomano, remitió endechas dolorosas a un periódico de la provincia, La Trompeta de Argólida. Aquí hay una de esas lagunas, un agujero negro en su historia. Reaparece en Atenas, con ropa nueva, liberal y diputado.

Este período de gloria fue breve, mas suficiente para ponerle en evidencia; su palabra colorida, poética, recamada de imágenes ingeniosas y brillantes, encantó a Atenas; tenía el secreto de hacer florecer, como él decía, los terrenos más áridos; de una discusión acerca del impuesto o de los caminos públicos, hacía saltar églogas de Teócrito. En Atenas, esta clase de talento lleva al poder: Korriscosso estaba indicado para dirigir una alta administración del Estado; y entonces sucedió que el ministerio, y con él la mayoría, de la cual Korriscosso era el tenor querido, cayeron, sumiéronse, sin lógica constitucional, en uno de esos súbitos derrumbamientos políticos tan comunes en Grecia, en que los Gobiernos se vienen a tierra, como las casas en Atenas, sin motivo. Falta de base, decrepitud de materiales y de individualidades... Todo tiende hacia el polvo en un suelo de ruinas... Nueva laguna, nuevo chapuzón oscuro en la historia de Korriscosso...

Vuelta a la superficie, miembro de un club republicano de Atenas. Pide en un periódico la emancipación de Polonia, y que se gobierne a Grecia por un concilio de genios. Entonces publica sus Suspiros de Tracia. Tiene otra novela de corazón... En fin, y esto me lo dijo sin explicaciones, se le obliga a refugiarse en Inglaterra. Luego de ensayar en Londres varias posiciones, colócase en el restorán de Charing-Cross.

—Es un puerto de abrigo —le dije estrechándole la mano.

Sonrió con amargura. De cierto, un puerto de abrigo y ventajoso. Y bien alimentado; las propinas son razonables; tiene un viejo colchón de muelles, mas las delicadezas de su alma a cada momento hiérenselas dolorosamente.

¡Días atribulados, días crucificados los de aquel poeta lírico, forzado a distribuir en una sala a burgueses ordenados y glotones chuletas y vasos de cerveza! No es la dependencia lo que le aflige; su alma de griego no es particularmente ávida de libertad: bástale que el patrón sea cortés. Como él mismo me dijo, le es grato reconocer que los clientes de Charing-Cross nunca le piden la mostaza o el queso sin decir if you please; y cuando salen, al enfrentarse con él, llévanse dos dedos al ala del sombrero; esto satisface la dignidad de Korriscosso.

Lo que más le tortura es el contacto constante con el alimento. ¡Si por lo menos fuese tenedor de libros de un banquero, primer dependiente de un almacén de sedas!... En eso hay una sombra de poesía —los millones que se revuelven, las flotas mercantes, la fuerza brutal del oro; o disponer ricamente los bordados, los cortes de seda, hacer correr la luz en las ondulaciones del moiré, dar al terciopelo las molicies de la línea y de la arruga... Pero en un restorán, ¿cómo se puede ejercer el gusto, la originalidad artística, el instinto del color, del efecto, del drama, partiendo trozos de roast-beef o de jamón de York?... Luego que, como él dijo, dar de comer, proveer alimentos, es servir exclusivamente a la barriga, a las tripas, la baja necesidad material; en el restorán, el vientre es Dios; el alma queda fuera, como el sombrero que se cuelga en la percha o a la manera del paquete de periódicos que se dejó en el bolsillo del abrigo.

¡Y las convivencias, y la falta de conversación! ¡Nunca se volvieron hacia él sino para pedirle salchichón o sardinas de Nantes! Nunca poder abrir sus labios, de los cuales pendía el parlamento de Atenas, sino para preguntar: «¿Más pan? ¿más carne?» Esta privación de elocuencia érale dolorosa.

El servicio, además, impedíale el trabajo. Korriscosso compone de memoria: cuatro paseos por el cuarto, un tirón al cabello, y le sale la oda armoniosa y dulce... mas la interrupción glotona de la voz del cliente pidiendo nutrición, es fatal para esta manera de trabajar. A las veces, arrimado a una ventana, con la servilleta en el brazo, Korriscosso está haciendo una elegía: es todo lunar, ropajes blancos de vírgenes pálidas, horizontes celestes, flores de alma dolorida... Es feliz; se ha remontado a los cielos poéticos, a las planicies azuladas en donde los sueños acampan, galopando de estrella en estrella... De improviso, una gruesa voz hambrienta brama desde un rincón:

—¡Bistec con patatas!

¡Ay, las aladas fantasías baten el vuelo como palomas despavoridas! Y allí va el infeliz Korriscosso precipitado de las cumbres ideales, con los hombros doblados y las faldas del frac balanceando, a preguntar con la sonrisa lívida:

—¿Pasado o medio crudo?

¡Ah, es un amargo destino!

—¿Y por qué no deja este cubil, este templo del vientre? —le pregunté.

Abatió su bella cabeza de poeta, y díjome la razón que le prende; me la dijo casi llorando en mis brazos, con el nudo de la corbata en el cuello: Korriscosso ama.

Ama a una Fanny, criada de todo el servicio en Charing-Cross. Ámala desde el primer día en que entró en el hotel; la amó en el momento de verla lavando las escaleras de piedra, con los brazos rollizos desnudos, y los cabellos rubios, de este rubio que entontece a los meridionales; cabellos ricos, de un tono de cobre, de un tono de oro mate, torciéndose en una trenza de diosa. Y luego el matiz del rostro, una carnation de inglesa de Yorkshire, leche y rosas...

¡Lo que ha sufrido Korriscosso! ¡Todo su dolor exhálase en odas que pone en limpio el domingo, día de reposo y día del Señor! Me las leyó. ¡Y yo vi en ellas de qué manera puede perturbar la pasión a un ser nervioso; qué ferocidad de lenguaje, qué lances de desesperación, qué gritos de alma dilacerada arrojados desde allí, de aquellos altos de Charing-Cross, hacia la mudez del cielo gris! Es que Korriscosso tiene celos. La desgraciada Fanny ignora aquel poeta a su lado, aquel delicado, aquel sentimental, y ama a un policeman. Ama a un policeman, un coloso, una montaña de carne erizada de una selva de barbas, con el pecho como el flanco de un acorazado, con piernas como fortalezas normandas. Este Polifemo, como le llama Korriscosso, hace ordinariamente el servicio en el Strand, y la pobre Fanny pasa todo el día acechándole desde los altos de Charing-Cross.

Sus economías las gasta en cuartillos de gin, de brandy, de ginebra, que a la noche le lleva en frasquitos debajo del delantal; le mantiene fiel por el alcohol; el monstruo, plantado enormemente en una esquina, recibe en silencio el frasco, vacíalo de un trago en las fauces tenebrosas, eructa, pasa la mano peluda por la barba de hércules, y sigue taciturnamente sin un gracias, sin un te amo, batiendo el enlosado con la bastedad de sus suelas sonoras. La pobre Fanny babea de admiración... Tal vez en este instante, en la otra esquina, el magro Korriscosso, figurando en la neblina el delgado relieve de un poste telegráfico, solloce con la cara magra entre las manos transparentes.

¡Pobre Korriscosso! ¡Si por lo menos la pudiese conmover!... ¡Pero qué! Despréciale el cuerpo de tísico triste, y el alma no se la comprende... No es que Fanny sea inaccesible a sentimientos ardientes, expresados en estilo melodioso. Pero Korriscosso solo puede escribir sus elegías en su lengua materna... Y Fanny no comprende griego... ¡Y Korriscosso es un grande hombre, pero solo en griego!

Cuando tomé la vuelta de mi cuarto, quedaba sollozando sobre el catre. Le he visto otras veces, al pasar por Londres. Está más magro, más fatal, más consumido por los celos, más curvado cuando se mueve por el restorán con la fuente de roast-beef, más exaltado en su lirismo... Siempre que me sirve le doy un shilling de propina, y luego, al marcharme, le aprieto sinceramente la mano.

Adán y Eva en el paraíso

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