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Prólogo

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Para el lector de José Mauro de Vasconcelos –sea un niño, o un adulto, de los que él ha ganado con la excelencia de su procedimiento narrativo, sus temas tiernos de fondo moralista y la magia de su fantasía de escritor, que no ha permitido que en él muera el “duende-niño” de la infancia y de los sueños– no es nada nuevo leer que uno se refiere a sus libros diciendo que estos son frescos, dulces, sensitivos, y que forman parte de la mejor narrativa noble y buena –en lo que hace a la esfera de los sentimientos y de lo moral– del continente latinoamericano.

Apartado de la temática y el proceso puramente literario, pero unido a él por sus finalidades, su auténtico y amoroso interés por la formación del niño, y genuinamente interesado en un género literario difícil pero realizado sin concesiones exitistas, “Zé” Vasconcelos penetra en la rica vertiente de Monteiro Lobato.

En este libro que hoy presentamos, Corazón de vidrio, asistimos una vez más al deslumbramiento que provoca en nosotros una narración que con pocos y ajustados elementos, poniendo en uso un mínimo de recursos literarios, pero un máximo de inventiva y de amor, nos mantiene apegados a las páginas en las que cuenta sus historias. Esta vez, ellas trascurren en el mundo de la naturaleza íntegramente. Aves, peces, animales y plantas le sirven para darnos una coloreada –y “docente”... aunque quizás a nuestro escritor el término no le guste– visión del mundo, que a veces se torna triste y descorazonadora; pero ¿qué le hemos de hacer, si así es la existencia? Y Vasconcelos no es, ni como hombre ni como escritor, capaz de falsear realidades. Quizá por eso sus libros respiren tanto aire de sinceridad, tan limpia brisa de verosimilitud.

“La misa del sol” es una pequeña joyita que ilustra sobre cómo se puede escribir para los niños sin “entediar” a los adultos que muchas veces deben leerles. Cuenta la historia de un pajarito que pierde la libertad y también las esperanzas de recobrarla y las ilusiones sobre lo que el mundo puede depararle, quizá porque, como decía al comienzo, “todo era lindo, muy lindo en la estancia. Pero los hombres lo arruinaban todo...”. Porque toda la existencia de ese bicherío encantador se desarrolla en una estancia, donde vemos ir sucediéndose aventuras, pesares, ilusiones, contento, tristeza, decepciones, expectativas, y todo cuanto, ¡fíjense ustedes qué hermosa y sutil coincidencia!, nutre nuestra vida, la vida de esos hombres (incluyéndonos a las mujeres, claro está) “que lo arruinan todo”. Quizás, a la hora de la “misa del sol”, este pajarito y sus hermanos alados hayan pedido a algún Dios, que seguramente también debe de existir para ellos, que lo lleven a la libertad de un enorme parque, bello, lleno de flores y frutos que, para deleite de los pajaritos que en este mundo feo de los hombres murieron en cautividad, haya sido instalado en algún rincón del cielo.

En “El acuario” cambiamos ya de protagonista; esta vez es un pez rojo y hermoso, “de raza”, también criado en la estancia, pero siempre pesaroso, disconforme con su destino, soñando con realizar grandes viajes y atravesar anchos mares y procelosos ríos. ¡Pobrecito Clóvis! ¡Como suele sucedemos a los mortales, recién el día en que perdió todo cuanto antes despreciara comprendió qué injusto había sido! ¡Cuántas veces recordó, en el acuario de una casa de venta de aves y animales, las palabras de una señora sabia de su mundo de peces de colores!: “Niño, deja de soñar. Nada vale más que la libertad. Aquí tienes la compañía y el cariño de los tuyos. Esto es lo más importante”. (También a nosotros nos vendrán muy bien las palabras de la pececita Quiteria, en horas de dudas, de quejas o de tristeza; porque las suyas dan forma a un consejo que la experiencia subraya con una ancha línea de ratificación).

“El caballo de oro” tiene, además del interés de la historia, un maravilloso contrapunto de ternura y fantasía, íntegramente jugado por el hermoso potrillo y su madre, en diálogos que son un dúctil ejercicio de la belleza y la emoción. Saturno nos deleita en su despertar a la vida, nos conmueve con sus aventuras de pequeño explorador del mundo, que se hace más rico, complejo y fascinante a medida que se extiende ante sus ojos y él se vuelve más grande y fuerte. Saturno deja de ser la mascota de la estancia y pasa a vivir otra realidad: la de un victorioso caballo de carreras, pero no será para siempre... Es una historia que nos recuerda que en lo alto y en lo más bajo de la escala de la vida, cada uno en nuestra esfera, cumplimos nuestra misión.

Y ya en el final del libro, “El árbol” nos contará la historia de una mangueira que amó mucho, que fue muy fiel, que tomó como un compromiso de vida el amar más allá de la esperanza, de la lógica, de las dudas, de todo cuanto a nosotros, pobres y prosaicos mortales, nos separa del amor. Candoca será testigo real y testigo imaginario –según cada etapa– de una existencia humana, de su “Principito”, tan doloroso y sabiamente amado, y del que no esperó sino, alguna vez, un bello recuerdo y un momento de compañía. Pero el Príncipe se trasformaría en hombre y abandonaría el mundo de los sueños, que es el de la infancia, con las emociones que embellecieron sus días e hincharon de expectativas gratas y de esperanzas nobles su alma.

Y termina la ronda fantástica de historias de animales y árboles; y en ellas, siempre, el hombre. Causa y efecto.

Inspiraci ó n o motor. Idea o acci ó n. Personaje o motivo. El hombre, con el que se completa el tri á ngulo de la vida: la animal, la vegetal y la humana.

Pájaros, peces, caballos, árboles, hombres. Todos ellos dando forma o prestando elementos para esta ronda en la que las emociones activan la fantasía. Una ronda en medio de la cual –también yo, fantástica– me imagino a José Mauro de Vasconcelos en su centro, moviendo infinitos e invisibles hilos que conducen a sus personajes para que escenifiquen ante nosotros, en ese milagroso escenario del libro, sus maravillosas aventuras.

“Zé” Vasconcelos, escritor y titiritero; inventor de cuentos, piloto de fantasías, abanderado de ilusiones, portavoz de emociones, inimitable contador de historias, nos devuelve al mundo mágico al que muchos lectores se asomaron por primera vez, llevados por la manita cálida y pequeña de un niño llamado Zezé. El mismo que nos acompañó en el descubrimiento del increíble milagro que se llamó Mi planta de naranja lima. Vasconcelos, que supo crear una saga admirable sin caer en las fáciles tentaciones del existismo, sin apartar un pie del camino de “relato-verdad” con que él dio su mejor aportación a la moderna literatura del Brasil, en este difícil, riesgoso género que es el que se destina a nuestro bien mayor, los niños.

Y ahora una confesión inusitada, inusitada porque no es lo común en quien es responsable por la aparición de un libro, a través de su traducción y presentación: tuvo la fortuna de ser elegida para dar a conocer a Vasconcelos en el área hispanohablante. Siempre, desde entonces, ha sido para mí un placer y un gusto, una vez seleccionados sus libros, traducirlos y prologarlos. Mi planta de naranja lima fue el comienzo de una buena y ya solidificada amistad con su autor, a partir del momento en que su personaje enamoró a la traductora, su narrativa conmovió a la crítica, y el resultado final de esa compleja simbiosis de tema y estilo complació a la escritora. Pues bien: si aquel libro fue para mí una feliz y satisfactoria, placentera aventura, Corazón de vidrio ha constituido lo que yo llamo “mi lujo vasconceliano”; porque haber podido llevar a la rica lengua de Cervantes esta joya escrita en la de Camoens, para quien realiza esa tarea no es el cumplimiento de un trabajo, sino un lujo con que se premia a sí mismo.

Hecha la confesión, queda el lector frente a “mi lujo” y uno de los más hermosos libros de “Zé” Vasconcelos. Que él me acompañe en mi placer y mi satisfacción de lectora.

HAYDÉE M. JOFRE BARROSO

Corazón de vidrio

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