Читать книгу La lección nórdica: Trayectorias de desarrollo en Noruega, Suecia y Finlandia - José Miguel Ahumada - Страница 7

Оглавление

INTRODUCCIÓN

El modelo chileno y las lecciones nórdicas

I

Las causas de la depresión están en la bonanza

Joseph Schumpeter

¿Cuáles son las causas de la riqueza de las naciones? Dicha pregunta está en el corazón de parte importante de las discusiones económicas. En efecto, comprender la naturaleza de la creación de riqueza permite establecer políticas correctas encaminadas a generar la base material para que la población mejore, en forma sostenida en el tiempo, sus niveles de vida. Aquella pregunta, a su vez, cobra cada vez mayor relevancia a la luz de los recientes debates sobre la naturaleza y las tensiones del modelo económico chileno actual. ¿Cómo considerar esto en un país que ha pasado a ser la economía con el ingreso por habitante más alto de la región? En efecto, durante la década de 1990 Chile era entendido como un caso exitoso de camino al desarrollo. En tal década, el país creció a una tasa anual promedio de un 7%, donde las exportaciones se expandieron y se diversificaron, tanto en términos de bienes como de mercados, y las inversiones nacionales y extranjeras aumentaron sostenidamente, distribuyéndose a lo largo de diferentes áreas económicas como el cobre, los servicios financieros, la infraestructura, entre otros. Aquello vino en paralelo con una caída sostenida de la pobreza y una expansión del acceso a la educación, lo que sugería que el desempeño económico también lograba un mayor bienestar en la población. Sumado a lo anterior, otro elemento que le dio legitimidad al boom económico fue que se desplegó no bajo el alero de la dictadura, sino que en un contexto democrático con una sólida estabilidad institucional.

Dicho despegue económico con democracia generó un fuerte impacto en los estudios sobre el desarrollo latinoamericano toda vez que aquel periodo catapultó a Chile como el país con mayor dinamismo en la región. En efecto, la economía chilena crecía en forma rápida y sostenida mientras América Latina se recuperaba de manera lenta e inestable de la crisis de la década de 1980. Aquella brecha en los desempeños económicos llevó a que diversos economistas señalaran que, contrario a los críticos, parte importante de dicho dinamismo se debía a la adopción temprana de las recetas derivadas del Consenso de Washington y a la solidez de su orden institucional promercado (Kuczynski y Williamson, 2003; Kingstone, 2019).

Sin embargo, dicho aumento del ingreso per cápita no implicó la consolidación de una matriz productiva que fuera capaz de sostener en el largo plazo un incremento de la riqueza junto a derechos sociales, especialización en áreas intensivas en conocimiento y sostenibilidad ambiental. En otras palabras, el crecimiento del ingreso per cápita no fue sinónimo de desarrollo económico.

De hecho, Chile comienza a perder su dinamismo ya desde fines de la década de 1990. El impacto de la crisis asiática en 1998-1999 trajo aparejado un quinquenio de bajo crecimiento y, paralelamente, el comienzo de un estancamiento secular de la productividad interna que llega hasta la actualidad. A su vez, la diversificación exportadora no logró dar el salto a nuevos sectores intensivos en conocimiento, anclándose en torno a áreas de procesamiento de recursos naturales y, al margen de diversos intentos de evitarlo, con débiles encadenamientos productivos con el tejido económico local. Esto repercutió en una economía con fuertes fracturas internas: por un lado, un polo de grandes empresas extractivas exportadoras que acumulaban rentas a partir de los recursos naturales con su consiguiente desinterés en generar saltos productivos y, por otro, un polo de micro, pequeñas y medianas empresas de baja productividad y bajas remuneraciones centradas en la economía doméstica que abastecen un mercado pequeño.

Junto a esta fractura productiva vinieron otras en las dimensiones laborales, sociales y ambientales. En lo referente al mercado del trabajo, tanto la baja productividad como la débil organización sindical repercutieron en salarios bajos, en baja cualificación de los trabajadores, alta rotación y precariedad. Dicha situación laboral, sin embargo, no se sostuvo sobre un rol más activo del Estado en garantizar derechos sociales que pudieran brindar apoyo al mundo laboral. La segregación en las dimensiones de salud y educación, unida a la ausencia de un seguro universal de pensiones, tradujeron inmediatamente esas fracturas en profundas brechas sociales. La incapacidad del Estado de garantizar esos derechos, a su vez, se vinculó con las características propias de la estructura tributaria en base a su baja capacidad recaudatoria y centrada principalmente en su dimensión más regresiva como es el impuesto al consumo.

Chile, de esta forma, entró a la década del 2000 con una gran deuda social y con crecientes síntomas de agotamiento de su matriz productiva. Sin embargo, Chile, al igual que el resto de países de América Latina, recibió un shock externo positivo desde mediados de la década del 2000, debido a la creciente demanda china de recursos naturales. La soya argentina, brasileña y uruguaya, el cobre chileno y peruano o el petróleo venezolano y ecuatoriano vieron sus precios crecer a partir de esta demanda, brindándole a la región una década de abundancia. Si bien dicho boom sacó a la región del estancamiento post crisis asiática, no modificó (incluso en muchos casos profundizó) el carácter extractivo y rentista de las economías regionales. Las altas rentas en los sectores extractivos aumentaron las inversiones en dichas áreas, desincentivando políticas que buscaran crear nuevos sectores económicos más sostenibles y dinámicos, e incluso aceleró la desindustrialización prematura de la región (Castillo y Martins, 2016; Gallagher, 2016).

En el caso chileno se reprodujo dicho patrón. Si bien el boom dio un nuevo respiro y reactivó la economía, también reforzó la desindustrialización interna y el tipo de inserción en torno a las áreas clásicas de ventajas comparativas en recursos naturales (Palma, 2019). Este último implicó una expansión de las inversiones en nuevos territorios, intensificando una sobre-explotación de los recursos naturales y entrando estas, rápidamente, en un ciclo de rendimientos decreciente (Ffrench-Davis y Díaz, 2019). Aquello hizo más nítida la fractura ambiental que se ha ido acumulando en el tiempo, y que ha desembocado en una ola de descontento y movilizaciones por parte de comunidades locales en diversas zonas de sacrificio a lo largo de Chile, como se ejemplifica en la industria minería, frutícola y forestal, pilares de la matriz exportadora nacional.

El término del boom de los commodities hizo que Chile, siguiendo la tendencia regional, volviera a ralentizar su crecimiento, solo que ahora con una matriz natural más degradada, una fractura productiva más profunda y una fractura social que se expresó en el estallido de octubre del 2019. En este sentido, a pesar de ser el país con mayores ingresos por habitante de la región, el tipo de crecimiento de Chile no se diferencia en gran medida del de sus pares. Esto es, se ha caracterizado por periodos relativamente cortos de auge, para luego entrar en largos periodos de estancamiento. Así, el crecimiento de la década de 1990 terminó con una media década de estancamiento, mientras que la del boom de los commodities en la década de los 2000 concluyó con una nueva media década de ralentización que, probablemente, será más duradera a causa de la pandemia.

II

El poder para crear riqueza es infinitamente más

importante que la riqueza en sí misma

Friedrich List

Aquella inestabilidad, junto al desgaste social, productivo y natural acumulado implican una serie de preguntas: ¿son esas fracturas un destino que no podemos evitar?, ¿son dolores necesarios del progreso económico?, ¿existen otras formas de pensar el camino al desarrollo que eviten dichas contradicciones?

El objetivo de este libro es un intento de responder a esas preguntas. Y para ello el camino por el que se optó es volver a la historia, en particular poniendo la atención en cómo países con los que tradicionalmente Chile se compara, lograron no solo aumentar el ingreso en forma sostenida, sino hacerlo a través de una profunda transformación de sus matrices productivas, de la mano de bajas desigualdades, amplios derechos sociales, fuerte poder sindical y en democracia. Para eso se decidió mirar a los países nórdicos, en particular los casos de Noruega, Finlandia y Suecia.

Estos países son economías relativamente pequeñas, tanto en términos de población como de geografía, y abundantes en recursos naturales, particularmente bosques, acceso marítimo y, para el caso noruego, petróleo. En efecto, la agricultura contribuía significativamente al PIB y al empleo en estas economías hasta mediados del siglo XX, y sus matrices exportadoras estaban especializadas en torno al sector forestal, pesquero e incluso cobre en el caso finlandés, en similitud a la canasta de exportación que ha tenido Chile desde la década de 1980. A su vez, como se puede observar en el gráfico I.1, en términos de ingresos per cápita como porcentaje del de EE.UU., Chile no se distanciaba tanto de Noruega y Suecia, e incluso hasta mediados del siglo XX estaba por sobre Finlandia.

Sin embargo, a partir de ese periodo las brechas comienzan a ampliarse considerablemente. El ingreso de Chile como porcentaje del de EE.UU. prácticamente no cambia entre 1950 y 1970 (en torno al 30%), sufre una profunda caída en el periodo 1970-1990 (llegando al 20%) para luego recuperarse lentamente. Solo en las dos últimas décadas Chile experimentó un cierre de brechas producto del shock exógeno de los commodities y de la crisis del 2008 en EE.UU. (pasando a 40% en la actualidad). Por el contrario, Noruega comienza un rápido cierre de brechas desde la década de 1970, superando a EE.UU. a partir de la década del 2000, representando hoy un 145% del ingreso norteamericano, aprovechando su eficiente gestión del petróleo en un entorno de altos precios de las materias primas y la mayor integración del país en el Mercado Común Europeo. Por otra parte, Finlandia, teniendo una brecha de ingresos con EE.UU. prácticamente igual a la de Chile hasta 1950, cierra sus diferencias en forma sostenida, llegando en la actualidad a representar alrededor de 75%. Suecia, por su parte, en el mismo periodo salta de un 55% del ingreso de EE.UU. a un 80% en la actualidad.

Gráfico I.1. Cierre de brecha de ingresos con EE.UU. (1860-2016)

(ingresos per cápita como porcentaje del de EE.UU.)


Fuente: elaboración propia en base a datos de Maddison Project Database (2018).

*FIN= Finlandia; CH= Chile; NOR= Noruega; SWD= Suecia.

*Noruega en la actualidad tiene un ingreso per cápita equivalente a un 145% del de EE.UU.

Dicho cierre de brechas con el mundo desarrollado vino a través de diferentes estrategias, pero todas implicaron cambios sustantivos en sus matrices productivas. Suecia y Finlandia, por ejemplo, lo hicieron a partir de una rápida transformación de sus estructuras exportadoras que implicó dos momentos. Primero, el establecimiento de una profunda diversificación industrial en torno a sus áreas de ventajas comparativas (principalmente sector forestal y minería), creando manufacturas en torno a los bienes de capital y sectores complementarios, lo que significó un paso de una especialización exportadora en torno a la madera y minería, con bajos niveles de procesamiento, a una especialización en torno a la manufactura. El segundo momento implicó el salto más allá de esos sectores, hacia nuevas áreas intensivas en conocimiento y tecnologías, particularmente las telecomunicaciones y también, para el caso sueco, el sector automotor.

Noruega, por su parte, realizó su transformación a partir de dos pilares. El primero fue establecimiento de una serie de encadenamientos productivos en torno al petróleo, como fue la creación de una industria offshore doméstica de servicios, infraestructura e ingeniería, que permitieron crear una economía interna dinámica e intensiva en conocimiento. El segundo pilar vino a partir de una eficiente gestión pública de los ingresos procedentes del mineral a partir de su fondo soberano, desacoplando la riqueza acumulada del gasto público anual.

Aquellos cambios en las matrices productivas permitieron explicar que Suecia y Finlandia estén dentro de las economías con mayor grado de complejidad económica en 2017. En efecto, en el Índice de Complejidad Económica Suecia y Finlandia ocupan el 5to y 8vo lugar, respectivamente, de un total de 131 economías, mientras que Noruega se ubica en la posición 22vo, siendo la más compleja de las economías petroleras. En contraste, Chile ocupa la posición 61, lo que evidencia que es una economía de baja complejidad.

Ahora bien, uno podría pensar que los casos nórdicos se distinguen del chileno únicamente porque sus despegues se hicieron antes y, por lo tanto, dichos casos son únicamente un espejo de lo que el país puede llegar a ser si continúa con su crecimiento. Chile, de esta forma, sería un país cruzando el mismo camino que los nórdicos, solo que comenzó después y requiere de más tiempo. Sin embargo, cuando dichos países tenían el mismo PIB per cápita que el chileno en la actualidad, sus estructuras productivas, estatales y sociales eran completamente diferentes. Como se desprende de la tabla I.1, la estructura económica ya era considerablemente más compleja que la chilena, mientras que la inversión en I+D era superior. A su vez, el Estado era alrededor de un doble más grande que en Chile (medido como la razón de impuestos a PIB) y, en términos sociales, la fuerza de trabajo estaba considerablemente más sindicalizada que la chilena, mientras que la desigualdad era muy inferior.

Tabla I.1. Indicadores económicos en países con PIB per cápita similar al de Chile en 2016

ChileNoruegaSueciaFinlandia
I+D/PIB0.31.1a2.21.6
Impuestos/PIB20.140.944.638.7
Gasto público social/PIB1115.924.8c23.3d
Complejidad-0.861.21.881.69
Sindicalización1753.682.270.6
GINI44.426.9b22.922.2

Notas: Noruega: PIB p/c año 1977; Suecia: PIB p/c año 1983; Finlandia; PIB p/c año 1987.

a : datos de 1981; b: datos 1979; c: datos de 1980; d: datos de 1990.

Fuente: elaboración propia en base a datos de Maddison Project Database (2018), OECD Stat, Observatorio de Complejidad Económica, World Bank Indicators.

III

La dificultad radica no tanto en desarrollar nuevas ideas,

sino en cómo escapar de las viejas

John Maynard Keynes

¿Qué nos pueden enseñar los casos nórdicos para la tarea del desarrollo chileno? Un elemento en común y decisivo que tuvieron estos casos fueron las diversas funciones que el Estado ocupó a lo largo de sus respectivos despegues. El pensamiento sobre el desarrollo hoy dominante ha asumido un conjunto de premisas que justifican atribuirle al Estado una función única de arquitecto de instituciones que aseguren el libre comercio y protejan la propiedad de los actores que “crean valor” (empresarios). Estas premisas se pueden sistematizar en los siguientes puntos:

1.La creación de valor de una sociedad es materia de una unidad económica (la empresa) en un contexto institucional específico (la competencia de mercado): la innovación en procesos productivos y estructuras organizacionales, junto a la elaboración de nuevos bienes y servicios son resultado de los actores privados que, bajo la compulsión de la competencia, se veían forzados (como dirigidos por una “mano invisible”) a crear nuevas capacidades productivas.

2.El país debía especializarse de acuerdo a sus ventajas comparativas asignadas por el mercado: los sectores que el país debía estimular para su inserción debían ser los determinados por las presiones del mercado conforme a su dotación de factores dados. Lo anterior bajo la expectativa de que esa especialización iría, endógenamente, diversificando las exportaciones para, en el mediano plazo, ir construyéndose nuevas ventajas.

3.El Estado y la sociedad civil son actores pasivos en la dinámica de creación de riqueza: el primero solo debe velar por el respeto a los derechos de propiedad y, si interviene, tiende a generar un efecto de crowding-out de inversiones privadas, mientras que el segundo se asume como un factor productivo más, que junto a otros factores, y guiados por el empresario (quien vía su emprendimiento crea nuevas capacidades), producen bienes.

4.La distribución de riqueza genera un trade-off con su producción o, por lo menos, deben estar distanciadas temporalmente: aquello implicaba la idea de que la distribución de riqueza desestimula la inversión productiva de los creadores de valor, lo que lleva a un estancamiento, o que dicha distribución solo podía suceder posterior a la creación de valor.

Sin embargo, la historia de los despegues económicos de los casos considerados aquí no se amolda a dichas premisas. La creación de valor en estos casos fue tanto una acción de empresas privadas como de activa coordinación, planificación y conducción del Estado. En el caso sueco, el Estado elaboró una arquitectura institucional que estimuló la cooperación con el sector privado cuyo objetivo, a grandes rasgos, era generar competencias tecnológicas domésticas junto a una activa política industrial y científica desde la década de 1960, con el fin de desarrollar nuevos sectores intensivos en conocimientos que fueran el motor del desarrollo. Noruega, por su parte, vía tanto su empresa estatal Statoil1 desde los 1970s, como de normativas protransferencia tecnológica que implementó el gobierno y el privilegio a inversiones nacionales, permitió “norueguizar” el petróleo y crear una industria offshore doméstica, junto a encadenamientos productivos con el tejido productivo nacional en áreas de servicios, ingeniería e infraestructura. Finlandia, por su parte, desde empresas públicas en sectores forestales, de cobre y petróleo pudo crear fuertes encadenamientos productivos en torno a la manufactura y, a través de la creación de núcleos públicos de innovación, guiar inversiones hacia áreas intensivas en conocimiento y no en explotación de recursos naturales.

A su vez, una de las fuentes más importantes de la creación de valor en una sociedad es el conocimiento tecnológico. Este conocimiento, como tempranamente sostuvo Veblen (1908), no es un activo individual, sino una producción colectiva, que se transfiere de generación en generación y que requiere de un armazón organizacional e institucional que lo estimule y sostenga. En los tres casos nombrados, el Estado aseguró la educación y la salud pública y universal tempranamente (Finlandia en los 1970s, Noruega entre los 1950s y 1960s y Suecia en los 1940s y 1950s), siendo un pilar clave para que las políticas tecnológicas antes nombradas tuvieran una base social altamente cualificada que sirviera de matriz.

Lo anterior implicó también que los países no se adaptaron pasivamente a las ventajas comparativas derivadas de sus factores iniciales y del mercado internacional. Por el contrario, a mediados del siglo XX, ni Noruega tenía ventajas en ingeniería extractiva, ni Suecia en automóviles de alta gama, ni Finlandia en telecomunicaciones, más bien eran economías agrícolas y forestales. Fue a partir de políticas públicas encaminadas justamente a crear nuevas ventajas lo que permitió que dichas naciones no hayan terminado siendo periferias primaria-exportadoras hacia Rusia o Alemania. Finlandia y Suecia lo hicieron vía empresas públicas, protecciones y subsidios que crearon industrias más allá del mero procesamiento forestal y apoyaron y condujeron inversiones hacia áreas diferentes de las ventajas dadas. Noruega lo realizó impidiendo que el petróleo profundizara una desindustrialización a través de medidas de encadenamientos productivos, incentivos a inversiones nacionales y un fondo soberano que permite mantener un equilibrio macroeconómico en forma sostenida.

En base a lo anterior, estos casos muestran que, como ha sostenido Chang (2002), las ventajas comparativas de las naciones no son solo dadas por la dotación inicial de factores, sino que también mutan a partir de cambios conscientes en la estructura socioeconómica interna (cambios en la estructura organizativa de las empresas, formación de redes público-privadas que estimulen la innovación, activas políticas industriales, planes públicos estratégicos que movilicen recursos hacia nuevas áreas, etc.). En este sentido, las intervenciones públicas tanto vía la inversión estatal como de coordinación estratégica con el mundo privado, estuvieron lejos de ser inherentemente ineficientes ni tampoco desincentivaron las inversiones privadas. De hecho, como enérgicamente en su momento defendió Keynes para el contexto de Inglaterra de los 1930s (2012 [1936], 2015 [1926]), estas intervenciones permitieron activar sectores e incentivar inversiones privadas que, de lo contrario, hubieran sido imposibles sin esas intervenciones iniciales.

A su vez, dichas intervenciones no solo aumentaron la inversión, sino que permitieron la emergencia de nuevas áreas de competitividad, cumpliendo una directa función empresarial. En efecto, en Suecia el Ministerio de Industrias, la Junta para el Desarrollo Tecnológico (STU) junto al Banco Estatal de Inversiones actuaron como empresarios que financiaron y estimularon nuevas inversiones en torno al sector automotor y de telecomunicaciones. La misma función fue asumida en Finlandia por el Consejo de Política Científica y Tecnológica, el centro de coordinación de innovación (TEKES) y el fondo público para la innovación (SITRA), que permitieron la emergencia de transnacionales como Nokia, el desarrollo actual de la industria del software y de biotecnología. En Noruega, por su parte, la tríada Statoil-Directorio Noruego del Petróleo-Ministerio del Petróleo y Energía permitió transformar el petróleo en un núcleo en torno al cual ha emergido un complejo tejido productivo tecnológico que va desde los astilleros y el transporte marítimo del crudo, pasando por las empresas de tecnología submarina (dedicada a la exploración, perforación e instalación de infraestructuras complejas), hasta el sector de energía renovable eólica o la acuicultura. Así, como nos recordaba Schumpeter (1980 [1911]), la función empresarial (fuente del desarrollo económico) puede ser realizada no solo por capitalistas, sino por múltiples actores, y en estos casos fue una articulación con el mundo privado, pero con el Estado como coordinador estratégico.

Finalmente, la redistribución tanto de ingresos como de riqueza en estos casos no afectó negativamente su desarrollo económico. Incluso se puede decir que la reforma agraria (esto es, una masiva redistribución de riqueza y poder) fue un factor que ayudó a la industrialización sueca y finlandesa, en tanto permitió establecer nuevas industrias allí donde antes había terratenientes rentistas. Pero también la redistribución vía un sistema tributario progresivo y con gran capacidad de recaudación fue clave en los casos estudiados para conducir recursos hacia educación, salud y subsidios a nuevas inversiones, lo que no solo brindó una cohesión social necesaria para todo proceso de desarrollo económico, sino que fortaleció el pilar último de toda creación de valor, el conocimiento tecnológico colectivo.

En último término, la economía de mercado en estos casos, abierta al comercio y altamente competitiva e innovadora, fue “dirigida” por una profunda arquitectura pública, que se centró tanto en coordinar y directamente crear valor, como en asegurar una base social desmercantilizada en salud y educación que mantuviera la cohesión social y redistribuyera los frutos de la creación de valor. Este mercado “arraigado”, a decir de Polanyi (2017 [1944]), fue el resultado de un Estado que cumplió no una función de “asegurar el libre comercio y respeto a las normas”, sino que actuó como empresario, coordinador estratégico, redistribuidor, inversionista a gran escala, creador de infraestructura y bienes públicos y estabilizador macroeconómico. Todas esas funciones, que tradicionalmente se les atribuyen a los mecanismos automáticos del mercado, fueron asumidas por arquitecturas institucionales públicas para gatillar procesos de transformación productiva con equidad.

IV

Ni calco ni copia, sino creación heroica

José Carlos Mariátegui

Los casos que hemos comentado y cuyas estrategias de desarrollo serán abordadas en los siguientes capítulos, no implican sugerir que sus recetas deban ser pasivamente asumidas por países como Chile. Evidentemente, sus contextos económicos y condiciones políticas distan mucho del caso chileno. Mal haríamos si creyéramos que los trasplantes de estrategias económicas a contextos y realidades diferentes fueran un buen camino.

Las lecciones que podemos sacar son más generales y quizás defrauden a quienes busquen soluciones rápidas y preestablecidas. En lo que estos casos nos ayudan, sin embargo, no es a tener a disposición un nuevo manual de uso del desarrollo, sino a mostrarnos los puntos ciegos y limitaciones de los manuales de que hoy disponemos y que nos señalan qué es lo que puede hacer y qué no el Estado en materia de desarrollo. En efecto, a la luz de los casos analizados, las visiones restrictivas sobre el Estado que hoy siguen predominando limitan considerablemente lo que este puede hacer para colaborar en la tarea del desarrollo de capacidades productivas que permitan asegurar un crecimiento sostenido, socialmente equitativo y medioambientalmente sustentable.

Aquellas restricciones a la acción pública son particularmente limitantes para el caso chileno hoy. En un contexto de acumulación de fracturas productivas, sociales y políticas de su crecimiento económico, sumado al shock de la pandemia, es cada vez más problemático mantener al Estado en una función pasiva, donde únicamente colabore marginalmente vía políticas focalizadas para que el mercado pueda, en el largo plazo, volver a reactivar la economía. El problema de aquello es que existe una gran brecha entre el hoy y el “largo plazo”, y en esa brecha se juega el futuro de toda una generación. Pero hay otro problema, y es que aquella estrategia tampoco ha sido exitosa, como lo hemos visto en la primera y segunda sección, en asegurar un crecimiento sostenido y sostenible en el largo plazo.

En esa coyuntura, se hace urgente sacarnos las anteojeras que solo ven en el Estado una estructura burocrática, pesada, ineficiente y únicamente redistribuidora. Si algo nos enseñan los casos analizados, es que el Estado también puede ser un actor empresarial que dinamice la economía, logre sacarla de círculos viciosos y tomar riesgos en construir sectores que sean socialmente beneficiosos.

Volver a pensar más allá de las anteojeras heredadas permite algo clave: pensar creativamente sobre los desafíos del desarrollo o, en otros términos, volver a pensar “sin calco ni copia”.

Referencias

Castillo, M.; Martins, A. (2016). “Premature deindustrialization in Latin America”, Production Development Series, N° 205, ECLAC: Chile.

Chang, H-J (2002). Kicking away the ladder. Anthem Press: UK.

Ffrench-Davis, R.; Díaz, A. (2019). “La inversión productiva en el desarrollo económico de Chile: evolución y desafíos”. Revista de la cepal, N° 27: 27-53.

Gallagher, K. (2016). The China Triangle. Oxford University Press: Oxford.

Keynes, J.M. (2012 [1936]). Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Fondo de Cultura Económica: México.

___ (2015 [1926]). “El fin del laissez faire”. En Política y futuro: ensayos escogidos. Página Indómita: España.

Kingstone, P. (2019). The political economy of Latin America. Routledge: UK.

Kuczynski, P.; Williamson, J. (2003). After the Washington Consensus. Peter Institute Press: EE.UU.

Palma, J.G. (2019). “The Chilean economy since the return to democracy in 1990. On how to get an emerging economy growing, and then sink slowly into the quicksand of a ‘middle-income trap’”. Cambridge Working Papers in Economics, 1991.

Polanyi, K. (2017 [1944]). La gran transformación. Fondo de Cultura Económica: México.

Schumpeter, J.A. (1980 [1911]). The theory of economic development. Transaction Publisher: EE.UU.

Veblen, T. (1908). “On the nature of capital”. The Quarterly Journal of Economics. 22(4): 517-542.

La lección nórdica: Trayectorias de desarrollo en Noruega, Suecia y Finlandia

Подняться наверх