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El experto

“Vamos. Revisá bien. Chequeá todo. Tiene que salir perfecto”, se repite una y otra vez Marcelo Troncoso, el experto en fuegos artificiales, mientras recorre la playa de estacionamiento donde desplegó los cinco mil efectos de pirotecnia que encenderá en una hora, cuando culmine la fiesta de fin de año de un conocido centro comercial.

Controla las bombas de estruendo, las bengalas, las cañas, las metrallas, los morteros, las candelas, las lluvias de fuego. Luego sale del “área de ignición”, el espacio vallado donde solo él y dos asistentes de máxima confianza han entrado durante los últimos dos días mientras armaban las baterías de explosivos.

Habla con el musicalizador, con el iluminador, con el locutor que hará la presentación del espectáculo. Y también con los productores que lo contrataron.

El show arranca puntualmente. Cuando le dan luz verde, Marcelo acciona la llave de seguridad del control electrónico y, por último, presiona el botón que inicia la secuencia de disparos.

La pirotecnia y la música van sincronizadas. El público festeja, saca fotos. Las condiciones meteorológicas son ideales. Hay un viento que se lleva el humo, pero es una corriente suave, que no alcanza a desviar la trayectoria de vuelo de los efectos ni acalla el ruido. La gente disfruta no solo por la belleza de los fuegos. También siente en el estómago el sacudón de cada estruendo.

Marcelo baja la mirada para vigilar que, en la playa de estacionamiento, las cosas marchen bien. Efectivamente, las baterías se están quemando en la forma adecuada, por completo. No quedan cartuchos sin disparar.

De pronto, una cañonera que lanza bombas de estruendo a ciento cincuenta metros de altura se vuelca. Se acuesta. Queda tumbada. Y entonces los proyectiles comienzan a volar en dirección al público.

Quince muertos y doscientos veinte heridos pesan desde aquella noche sobre los hombros de Marcelo.

Las víctimas de quemaduras son relativamente pocas. La mayoría fallece o sufre lesiones por aplastamiento, a raíz de las avalanchas producidas en las tribunas cuando la gente quiso salir corriendo.

Hay un juicio. El centro comercial y los productores, como organizadores del evento, deben afrontar el pago de indemnizaciones millonarias. Marcelo, por un tecnicismo en los contratos, queda al margen de las acciones legales. Sus abogados logran demostrar que hubo un sabotaje. Alguien, un hombre que no pudo ser identificado en las filmaciones de seguridad del shopping, aflojó las tuercas que sujetaban la cañonera.

Si bien se salva de ir preso y de responder con su patrimonio, Marcelo recibe una condena pública. Su nombre es una maldición. Sinónimo de muerte y tragedia. No puede volver a trabajar en un rubro donde la seguridad es vital. Malvende su empresa, se muda a Chile y, como la pirotecnia es lo único que sabe y le gusta hacer, empieza otra vez de cero con una nueva identidad. No falsifica documentos. Simplemente utiliza su segundo nombre y su segundo apellido. Ahora se hace llamar Eduardo Sardón.

Consigue su primer trabajo en un cumpleaños de quince, con ciento veinte invitados al aire libre. Para él, algo menor. Un show que, en otras épocas, ni siquiera hubiese presupuestado.

No obstante, como es nuevo en el país, y nadie lo conoce, y no puede dar como antecedentes los trabajos realizados en la Argentina como Marcelo Troncoso –porque la noticia del desastre recorrió el mundo y sigue disponible en Internet–, en este caso sí lo presupuesta, y lo presupuesta barato, y sale muy bien, con una gran calidad, porque Eduardo Sardón, a último momento, despliega el doble de los efectos acordados. Gasta más de lo que cobra.

Los asistentes a la fiesta quedan deslumbrados y empiezan las recomendaciones. El dinero que pone de su bolsillo es, entonces, la mejor inversión. Pronto la recupera con más y mejores trabajos.

En poco tiempo se convierte en el experto en pirotecnia más requerido de Chile. Lo llaman de grandes empresas, clubes de fútbol, partidos políticos y gobiernos provinciales y municipales para dar un marco de brillo, color y emoción a diversos festejos.

Por supuesto, diciembre es el mes con mayor cantidad de espectáculos. No le alcanzan los días para supervisar tantos montajes. Prácticamente no tiene descanso. Por suerte, la temporada alta ya casi termina. Enero está a la vuelta del calendario y podrá irse de vacaciones.

Sin embargo, todavía no puede pensar en el ocio. Debe concentrarse en el show más importante, la fiesta de fin de año de un conocido centro comercial.

Controla las bombas de estruendo, las bengalas, las cañas, las metrallas, los morteros, las candelas, las lluvias de fuego.

“Vamos. Revisá bien. Chequeá todo. Tiene que salir perfecto”, se repite una y otra vez Eduardo Sardón, pero Eduardo Sardón no puede huir de Marcelo Troncoso, y Marcelo Troncoso no puede huir de su otro yo, ese chico que ataba petardos a la cola de los gatos, e incendiaba basura, y desarmaba cohetes para juntar toda la pólvora en una “bomba atómica”, y entonces Eduardo Sardón, vestido con otras ropas, y con la cabeza cubierta por una capucha, y moviéndose con un lenguaje corporal distinto al suyo, para que nadie pueda reconocerlo en las filmaciones, entra al área de ignición, y afloja las tuercas de la cañonera y, aunque grita “¡nooooo!” cuando comienza el desastre, y se muestra devastado por la cantidad de víctimas, en realidad, en el fondo, en su interior, queda maravillado. Goza. Disfruta al ver la destrucción.

Total, los contratos siempre tienen un tecnicismo.

Le quedan muchos países donde volver a empezar.

Los trabajos del infierno

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