Читать книгу Think Right: Falacias y Oxímoron para el bien pensar - José Mora - Страница 5
ОглавлениеIntroducción
Pensar no es solo el acto automático de dejar aparecer los borbotones de ideas, palabras o imágenes que surgen de algún lugar de mi mente. Pensar no es solo el factor que completa mi triada cognoscente junto con el lenguaje y la memoria. Pensar también implica la intención y el enfoque, la conjugación del orden que podemos anteponer al caos.
Pensar es tomar el pincel, la paleta y los colores, para dirigirme al lienzo donde pinto mi mundo. Pensar es mirarme al espejo y ver reflejados mis emociones y mis sentimientos desde donde decido sufrir o ser feliz.
El bien pensar solo es una de las posibilidades de sus dos polaridades y la diferencia se apalanca en la consciencia. Una consciencia que dirime la amplitud de mi influencia y el poder de mi aceptación a lo que es.
En 1977, cuando era estudiante de la escuela preparatoria de Jalisco, no poseía un hábito por la lectura. Mi contacto con los libros era meramente de consulta obligada. Por esto, una consecuencia lógica era que mi cosmovisión estuviera limitada al “deber ser” inculcado por mis padres y mi familia, con algunos matices en las influencias de mis maestros y mis compañeros de escuela. Nada más allá. Entonces experimenté dos momentos, casi simultáneos; el primero correspondiente a una experiencia interna y el segundo ocurrido en mi vida cotidiana, los cuales provocaron una especie de chispazo en mis formas de experimentar la realidad, lo que detonó una transformación que hasta la fecha sigue en curso y me conduce por la convalidación permanente del cambio con el que me convierto en mí mismo.
El primer momento fue una noche de insomnio. No pude conciliar el sueño por un par de horas y traté, de forma intuitiva, de relajarme a través de respiraciones profundas.
No tuve consciencia del instante cuando tuve la visión de que el horizonte oscuro detrás de mis párpados mostraba una línea azul turquesa, brillante, la cual se abrió cadenciosamente y surgió un paraíso con plantas exóticas, una cascada briseando junto al viento cómplice para hacer posible un arcoíris transitado por parvadas imposibles. En ese estado comencé a escuchar una voz que repetía con insistencia: “Pronto te conectarás y verás la verdad”. La experiencia terminó con el repentino cierre del horizonte para en seguida despertar con una sensación entremezclada de alegría e incertidumbre ¿Qué me sucedió? ¿Qué experimenté?
La segunda experiencia, si no hubiese existido la primera, no tendría el sentido que posteriormente tuvo. Fue una manifestación pura de sincronicidad.
Mi barrio era el centro de la ciudad de Guadalajara, Jalisco, México. Un barrio vivible y muy disfrutable en aquellos años y que hoy se ha transformado en un híbrido carente de identidad estable. Me gustaba recorrerlo una y otra vez, tal vez en búsqueda de recordar algo que detonara mi propósito. Los pasajes subterráneos de las avenidas Juárez y 16 de septiembre seducían a quien tomara ese atajo con la intención de dar con una deliciosa copa espigada llena de frutas con semillas y miel de abeja (escamochas), y si de buscar un momento de paz se tratara subir a la segunda planta sobre la esquina sur poniente y tomar un café o un sándwich en el café “Los locos”. No quiero dejar de mencionar el alto obligado en la plaza de armas para tomar un respiro en la comodidad de sus bancas o dejar que un excelente limpiador de calzado (bolero) cumpliera con el doble propósito de limpiar y dejar relucientes los zapatos y a la vez recibir un exquisito masaje de pies, incluida una conversación interesante durante todo el proceso, todo en las tradicionales sillas altas.
En esos días, caminando de regreso a mi casa por la calle Pedro Loza, instintivamente miré por la vitrina de un local de libros de segunda mano a la vez que me preguntaba: ¿Será esto un negocio? Reconocí a una persona que desde adentro levantó la mano en señal de saludo. Era el maestro Margarito, quien un semestre anterior me había dado clases de filosofía. Por supuesto, entré a saludarlo. Me confirmó que ese negocio era suyo y que además de ofrecerle ganancias suficientes para sus necesidades, le regalaba la infinita gracia de tener “un universo a su disposición”. “Pase a echar un vistazo, compruebe lo que le digo”, me dijo. Con curiosidad genuina y ante su complacencia, me permití recorrer por un rato los pocos estantes del local.
Deben haber pasado entre cinco y diez minutos, cuando me topé con un pequeño librito que parecía más bien un folleto de cincuenta páginas a lo sumo. El librito lucía desgastado y rayado, con muchas anotaciones al margen: parecía haber pasado ya por varios dueños. Con curiosidad, comencé a hojearlo. Una frase llamó mi atención, quizás por extravagante: “Somos el producto de nuestros pensamientos”. El libro en cuestión era El secreto más raro, de Earl Nightingale. Deduje que la frase resumía el gran secreto mencionado en el título. Pues sí, “muy raro”, pensé para mí mismo y dejé el libro en el estante. Al despedirme, mi maestro me dijo “¿Por qué no se lleva el libro? Ese libro tiene una especie de magia y es un ejemplar escaso”. Y más por un acto de cortesía o en palabras más claras por “quedar bien con el maestro” pregunté cuánto costaba. “Si de verdad lo quiere, se lo dejo en 5 pesos”.
En esos años yo era aficionado a la lectura de un cómic, Fantomas, cuyo ejemplar valía dos pesos. Dada esta referencia, el precio me pareció razonable, sin embargo, sumido por mis ecuaciones mentales de ese tiempo, cuestioné la utilidad de la compra y dando las gracias salí del establecimiento sin comprarlo.
Mi vida continuó prácticamente sin cambios mayores. La experiencia vivida con mi exmaestro de filosofía se diluyó con el paso de los días. Unas semanas después, coincidente con el periodo de vacaciones escolares, recibí una invitación de mi padrino de bautizo, Sebastián, hermano de mi madre, para acompañarlo a hacer un viaje por carretera de Guadalajara hasta Cananea, Sonora. El viaje era de trabajo, toda vez que laboraba para la compañía Cyanamid de México, reconocida en ese tiempo por vender laminados de la marca Formica. Su ruta a cargo era la correspondiente al Pacífico, por lo que entre las ciudades por visitar estaba Tepic en Nayarit; Mazatlán y Culiacán en Sinaloa; Ciudad Obregón y Hermosillo en Sonora. Parte relevante de este relato es que sería mi primer viaje a muchas de estas ciudades, y dado que mi madre y su familia eran oriundos de Sinaloa, se sumó un doble atractivo a la invitación.
Salimos de Guadalajara y comenzamos a conversar bajo una dinámica que claramente correspondía a un escarceo para reconocer nuestras mutuas cosmovisiones particulares. Aun siendo parientes cercanos, al menos para mí no resultaba tan obvia su manera de ver el mundo. Mi actitud ante mi padrino era de mucho respeto pues me importaba mucho la imagen que él tuviera y confirmara de mí.
La parte crucial de la conversación entre Guadalajara y la primera escala, Tepic, fue cuando me preguntó qué tipo de lectura prefería. Mi discurso de respuesta no pudo ir más allá que la realidad, confirmándose que no había desarrollado el hábito por una lectura digamos “cultural”, sino una lectura superficial compuesta principalmente por revistas: Selecciones del Reader ‘s Digest, Mecánica Popular, Life y por mi cómic preferido, Fantomas. Él, como aun teniendo la esperanza de que este inventario pudiera ser mayor inquirió “¿Y algún clásico o alguna novela?” Mi respuesta fue concluyente. Nada de eso.
Cuando llegamos a la ciudad de Tepic, mi padrino atendió de forma directa los asuntos de esa ciudad y luego, por consenso, visitamos a unos familiares que nos invitaron a comer. Por la tarde, conociendo los movimientos y lugares de la ciudad, fuimos a las afueras de un mercado en donde había un tianguis permanente de libros usados. “Recorre los puestos y escoge dos libros, te los voy a regalar. Te recomiendo que escojas libros que te hablen. Deja que ellos decidan por ti”. Así de clara y enfática fue su recomendación.
Eran solamente cinco puestos con libros acomodados en el piso, distribuidos sin criterio alguno. Al principio no tenía ni una idea sobre qué elegir. Buscaba algún título que me dijera algo, que me fuera familiar. Y al no tener ningún punto de referencia, me sentí francamente ignorante.
Vencí al impulso de decirle a mi padrino que no sabía ni cómo escoger algo, que mejor ni desperdiciara su dinero, y traté de concentrarme en algún título. Pasé mi vista verticalmente y me topé con algo que parecía una buena opción: Visión de los vencidos: Relaciones indígenas de la conquista de Miguel León Portilla. Lo abrí al azar y decidí elegirlo. Casi enseguida, una vez rota la barrera de la primera elección, comenzaron a brotar de entre la mar de libros títulos muy interesantes. Casi literalmente, saltó frente a mí el libro de Isaac Asimov, Los egipcios, El Estilo Personal de Gobernar de Daniel Cosío Villegas, y Un hombre acabado de Giovanni Papini. En total elegí seis títulos, al mostrarlos a mi padrino comentó: “Muy bien, pero te regalaré solo dos. Elige a sabiendas de que con su lectura obtendrás un cambio muy profundo en tu manera de pensar y de ver el mundo que te rodea”.
Entre todos, escogí el de Miguel León Portilla y el de Giovanni Papini. Ya con ellos bajo mi custodia, mi padrino soltó la sentencia: “Elige cuál leerás primero, pues en el camino de regreso me lo irás comentando”. Sin tener siquiera la intención, mi padrino me dio una de las primeras grandes lecciones de mi vida. En cada una de sus frases hubo aprendizaje y un sólido impulso para crecer.
De estos eventos han pasado más de cuarenta años y, sin lugar a duda, esos momentos cambiaron el rumbo de mi vida. Descubrí el multiverso de los libros. Construyendo pilas de reflexiones y nuevas formas de mirar el mundo y mi interior, desde aquel día que las estrellas brillaron alineadas a mi favor, cada autor fue habitando mi mente.
Un tiempo después de estos primeros contactos con el mundo del conocimiento, regresé a la tienda de libros usados del maestro Margarito. Como si el tiempo no hubiese transcurrido, lo encontré igual de dispuesto. Le pregunté por El secreto más raro, el libro que había quedado pendiente y del que ya saboreaba su lectura desmenuzada en búsqueda de mayores pistas de por qué el autor afirma que somos el producto de nuestros pensamientos. Y como sucede cuando dejas pasar las oportunidades, llegué tarde.
El libro ya no estaba. Había huido con alguien que creyó en su poder y que como lámpara maravillosa la frotó haciendo emerger al genio del pensamiento que, seguramente, cumplió sus deseos.
Ese día salí con cinco libros más que fueron dando vida a mi incipiente biblioteca, consistente en un altero de magníficos ejemplares y, como esbozando el mundo sincrónico del que ya era participante, entre ellos, un desgastado librito muy parecido al primero, escogido sin reparar en la obviedad de su título: Imagination creates reality, de Neville Goddard.
Desde aquellos días y hasta estos tiempos, no he parado de experimentar, asombrarme y también cuestionar las afirmaciones y fórmulas de Nightingale y Goddard: “Somos el producto de nuestros pensamientos”. “La imaginación crea la realidad”.
Ahora habrá que precisar que la realidad tiene sus particularidades y se forma por la suma de dos partes inseparables entre sí. Una, la condicionada, que representa la parte de la realidad en donde es nula o mínima la influencia de mis pensamientos o mis actos. Esta parte requiere ser aceptada como lo que es, sin apegos ni aversión. La segunda parte es la incondicionada, aquella en donde mis actos son determinantes en su formulación y manifestación.
Como filtro común para las dos partes se encuentra nuestra consciencia: la facultad que nos permite reconocernos tal y como somos e impulsar todos nuestros actos hacia la consideración de los intereses de todos los involucrados en mi línea de influencia.
Es así como recorriendo el camino que nos conduce a la creación de la realidad, hemos de alimentar a la mente con la fórmula universal: Consciencia + Energía = Realidad. Si quiero influir en la creación de mi realidad necesito cultivar mi consciencia para que el albedrío haga lo suyo, decidiendo con qué alimentar a mi mente generadora de pensamientos creadores de mi realidad.
Cuando la consciencia rinde frutos ya no hay camino de regreso, ya que la consciencia misma influye nuestros procesos cognitivos en la vía de distinguir entre una idea mágica de manifestación y la responsabilidad de crear en función de la realidad incondicionada.
Todo esto que he experimentado, vivido, decidido primero o simultáneamente, ha ocurrido en primera instancia en mi imaginación y en el pensamiento para posteriormente ser filtrado por mi nivel de consciencia: no hay excepción que confirme la regla. Nada encuentro en mis resultados que sean producto de la aleatoriedad de un universo caótico, por lo tanto, doy testimonio de que para bien o para mal, para mis gustos y disgustos, para mis sufrimientos y mi felicidad, para la creación y satisfacción de mis necesidades, para el cultivo de mis maneras de amar, de aceptar la realidad, de ponerme en los lugares de los roles de los demás y de la forma en que consigo mi paz y ecuanimidad, la clave de la manifestación de todo ha estado, está y estará por siempre en el entrenamiento del discernimiento que separa lo incondicionado de lo condicionado.
Distintos autores confirman estas ideas y estas fórmulas con algunas variantes que no cambian el sentido del decreto, sin embargo, en los hechos, no por ser una afirmación brutal deja de sorprenderme. Y más me sorprende que como seres humanos no hayamos explorado la veta de la consciencia y consolidado esta fórmula como una herramienta cotidiana.