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l poder creador de naciones es un quid divinum, un genio o talento tan peculiar como la Poesía, la Música y la invención religiosa. Pueblos sobremanera inteligentes han carecido de esa dote, y, en cambio, la han poseído en alto grado pueblos bastante torpes para las faenas científicas o artísticas. Atenas, a pesar de su infinita perspicacia, no supo nacionalizar el Oriente mediterráneo; en tanto que Roma y Castilla, mal dotadas intelectualmente, forjaron las dos más amplias estructuras nacionales.

Sería de gran interés analizar con alguna detención los ingredientes de ese talento nacionalizador. En la presente coyuntura basta, sin embargo, con que notemos que es un talento de carácter imperativo, no un saber teórico, ni una rica fantasía, ni una profunda y contagiosa emotividad de tipo religioso. Es un saber querer y un saber mandar.

Ahora bien: mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material van íntimamente fundidas en todo acto de imperar. Yo siento mucho no coincidir con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza; sin ella no habría habido nada de lo que más nos importa en el pasado, y si la excluímos del porvenir sólo podremos imaginar una humanidad caótica. Pero también es cierto que con sólo la fuerza no se ha hecho nunca cosa que merezca la pena.

Solitaria, la violencia fragua pseudoincorporaciones que duran breve tiempo y fenecen sin dejar rastro histórico apreciable. ¿No salta a la vista la diferencia entre esos efímeros conglomerados de pueblos y las verdaderas, sustanciales incorporaciones? Compárense los formidables imperios mongólicos de Chengis-Jan o Timur con la Roma antigua y las modernas naciones de Occidente. En la jerarquía de la violencia, una figura como la de Chengis-Jan es insuperable. ¿Qué son Alejandro, César o Napoleón emparejados con el terrible genio de Tartaria, el sobrehumano nómada, domador de medio mundo, que lleva su yurta cosida en la estepa desde el extremo Oriente a los contrafuertes del Cáucaso? Frente al Jan tremebundo, que no sabe leer ni escribir, que ignora todas las religiones y desconoce todas las ideas, Alejandro, César, Napoleón son propagandistas de la Salvation Army. Mas el Imperio tártaro dura cuanto la vida del herrero que lo lañó con el hierro de su espada; la obra de César, en cambio, duró siglos y repercutió en milenios.

En toda verdadera incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo: la potencia sustantiva consiste siempre en un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común. Repudiemos toda interpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo. Cuando los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones, se sienten injertados en el árbol latino por una ilusión. Roma les sonaba a nombre de una gran empresa vital donde todos podían colaborar; Roma era un proyecto de organización universal; era una tradición jurídica superior, una admirable administración, un tesoro de ideas recibidas de Grecia que prestaban un brillo superior a la vida, un repertorio de nuevas fiestas y mejores placeres. El día que Roma dejó de ser este proyecto de cosas por hacer mañana, el Imperio se desarticuló.

No es el ayer, el pretérito, la tradición, lo decisivo para una nación. Este error nace, como ya he indicado, de buscar en la familia, en la comunidad nativa, previa, ancestral, en el pretérito, en suma, el origen del Estado. Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana.

En cuanto a la fuerza, no es difícil determinar su misión. Por muy profunda que sea la necesidad histórica de la unión entre dos pueblos, se oponen a ella intereses particulares, caprichos, vilezas, pasiones, y, más que todo esto, prejuicios colectivos instalados en la superficie del alma popular que va a aparecer como sometida. Nada de eso es hondo históricamente, ni siquiera humanamente; son lo patológico del hombre, los estorbos para la historia. Contra ello sólo es eficaz el poder de la fuerza, la gran cirugía política.

Desde estos pensamientos, como desde un observatorio, miremos ahora en la lejanía de una perspectiva casi astronómica el presente de España.

España invertebrada: Bosquejo de algunos pensamientos históricos

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